De alguna manera, o de muchas, estas
notas has de contemplarlas en relación con algo que ya hemos escritoaquí sobre los paulicianos.
Si en el Alta Edad Media europea había
un lugar que estaba fértil para la crianza de las herejías y, muy
notablemente, del maniqueísmo, ése lugar era la península de los
Balcanes. Aquellos territorios que, no hacía mucho, habían provisto
al Imperio Romano de sus mejores soldados, había visto cómo su
estrella declinaba con la derrota de Adrianópolis. Los Balcanes
fueron sucesivamente invadidos por los godos, los hunos y los avaros,
todos ellos con bastante malas intenciones respecto de la población
local, que por ello abandonó su incipiente existencia urbana y
prefirió irse a vivir al culo del mundo, en la altura de las muchas
montañas de la zona. Allí, sobre todo en los Cárpatos, el
balcánico de toda la vida habría de resurgir con nombres como
valaquio o rumano. Pero, sobre todo, los amplios espacios que dejaron
libres en la región estos balcánicos de origen fueron ocupados por
los eslavos.
Las invasiones eslavas de los Balcanes
comenzaron en las postrimerías del siglo VI. Pero no fueron unas
invasiones como las romanas o árabes, porque los pueblos eslavos
eran esencialmente tribales y, por lo tanto, carecían de la cohesión
para formar naciones. Esta capacidad de organizarse y cohesionarse,
sin embargo, sí la tenían los búlgaros, vecinos de la zona, que
rápidamente se expandieron por ella. En el año 679, un contingente
muy importante de búlgaros cruzó el Danubio y creó una nación en
las costas del Mar Negro, rechazando a todo ejército imperial que
intentó desalojarlos. Conforme fueron extendiendo su territorio, se
fueron encontrando, y sometiendo, a eslavos. Así, en los Balcanes se
creó un sistema político dominado por una estrecha clase noble
búlgara, que rendía obediencia a su Gran Khan, residente en Pliska,
más allá del Danubio.
Constantino V se fue a por el reino
búlgaro de los Balcanes en el siglo VIII, causándole tales
desgracias que aquella nación estuvo a punto de desaparecer. Sin
embargo, los búlgaros balcánicos supieron federarse con sus
hermanos del otro lado del Danubio, lo que les dio fuerza suficiente
como para renacer. El khan Kroum inauguró una nueva dinastía, cuyos
ejércitos llegarían ad portas de Constantinopla. Así las
cosas, a mediados del siglo IX las posesiones búlgaras se extendían
desde Carintia hasta el Mar Negro, desde la raya de Polonia hasta las
colinas que miraban al mar Egeo. Por el camino, aquella nación se
había eslavizado (los nobles llevaban nobles eslavos, habiendo
desaparecido los suyos búlgaros originales). Sin embargo, la fusión
búlgaro-eslava se había producido más al este de aquel pequeño
imperio, puesto que en los Balcanes occidentales los eslavos
mantenían una sensación de ser dominados por una elite extraña.
Esto provocó que los eslavos locales, serbios y croatas, albergaran
la idea de constituirse en naciones propias.
Ante la pujanza del pequeño imperio
eslavo, otras naciones buscaron relacionarse con ella, cuando no
convertirse en tributarios. Esto le ocurrió a los armenios, por
ejemplo. La intensa relación entre eslavos y armenios tuvo como
consecuencia el contacto de aquéllos con el paulicianismo que era
incipiente entre éstos.
Por aquel entonces, siglo IX, el khan
búlgaro Boris decidió convertirse al cristianismo para ingresar a
su nación en el entorno geopolítico europeo, donde era un gran
error permanecer en el paganismo. Nada más producirse esa decisión,
como consecuencia lógica, los Balcanes se vieron invadidos por un
ejército de misioneros, pues detrás del rey ha de ir su pueblo.
Esta evangelización de un territorio tan amplio e importante abre
una competición entre el patriarca de Constantinopla y el Papa de
Roma por ver quién dirigiría toda esa movida; pelea que ganó el
primero de ellos. Los constantinopolitanos, claramente buscando que
la evangelización no dé problemas, acuerdan que los búlgaros
podrán usar la denominada liturgia eslava, preparada por los moravos
Cirilo y Metodio, y que había sido rechazada en la propia Moravia
cuando en este reino ganaron las fuerzas políticas de inspiración
germánica.
En el año 867, el Papa Nicolás I le
escribía a Boris de Bulgaria una agria carta en la que le reprochaba
que en los terrenos de su reino había misioneros armenios y griegos.
La cosa tenía que ver con la intención de los paulicianos, que en
Roma conocían bien, de expandirse por los Balcanes. Sin embargo, el
paulicianismo, por esta o por otra razón, no llegó a nada en la
zona, y el primer obispo eslavo de la iglesia búlgara, Clemente,
pudo morir con la tranquilidad de que apenas había trazos de
paulicianismo en su rebaño.
Sin embargo, a lo largo de aquel siglo
noveno y el décimo, las cosas fueron cambiando y, como casi siempre,
no fue tanto mérito de los maniqueos como error de la Iglesia
oficial, que se fue mostrando cada vez más proclive a la pompa y el
lujo y, sobre todo, como instrumento político estrechamente ligado a
la figura de los grandes zares (Simeón, hijo de Boris, y su hijo
Pedro). La nobleza no se mostraba muy cohesionada, pues se dividía
en los viejos combatientes búlgaros y la nobleza cortesana de nuevo
cuño, residente en la capital y cada vez más parecida a los
ampulosos nobles bizantinos. “La gente”, en cambio, no tenía
simpatía por ninguno de esos elementos de poder, y por eso estaba en
buena situación de escuchar las palabras de aquellos tipos tan,
diríamos, democráticos, que llegaban de Armenia.
Un sacerdote local, el padre
Cosmas, nos informa de la existencia, en los tiempos del zar Pedro,
de un monje llamado Bogomil, curioso nombre que lo mismo quiere decir
amado que odiado por Dios. Es prácticamente todo lo que sabemos de
este hombre quien, sin embargo, crearía una de las iglesias
consideradas hoy heréticas más importantes de Europa.
Fuese cual fuese la personalidad y vida
de Bogomil, lo cierto es que alrededor del año 950 su creencia
estaba en plena ebullición y expansión. De esta época datan dos
cartas del zar búlgaro Pedro al patriarca Teofilacto de
Constantinopla, quien asimismo era tío de la zarina María Irene,
informándole de la existencia en su reino de una amplia secta
herética anticlerical. Teofilacto, nos dicen las crónicas, era un
patriarca mucho más interesado en las carreras de caballos que en
las sutilezas religiosas; aun así, analizó el tema y concluyó que
eran paulicianos. Más tranquilo, o tal vez pasota, le envió al zar
un catecismo, afirmando que si se le explicaba a los paulicianos,
éstos abandonarían su herejía. El mismo año en que el patriarca
escribió esta carta (954) se arreó una hostia del cuarenta y dos
cayéndose del caballo, que lo dejó totalmente inútil (murió dos
años después).
La base de la Bogomilstvo, esto
es la creencia bogomila, era la reacción de los paisanos eslavos al
poder de sus señores, bien búlgaros, bien helenizados. Esta
reacción, que ya era de por sí fuerte, se vió intensificada por la
decisión del emperador Juan Tzimiscès de reasentar a miles de
paulicianos alrededor de Filipópolis, esto es en plenos Balcanes. Aquí se
juntó, literalmente, el hambre con las ganas de comer.
Durante la época del zar Samuel, cuando
Bulgaria jugó a ser independiente de Constantinopla, la cosa no fue
bien para la expansión de los herejes. Pero cuando, con
posterioridad, Bulgaria se convirtió en una provinia bizantina, ya
la cosa cambió, puesto que todo en los Balcanes fue puesto bajo el
poder de la casta noble helenizada. En ese momento, el bogomilismo se
escindió en dos: una iglesia que conocemos como búlgara, y otra, la
iglesia dragovitsiana, que toma su nombre de la ciudad de
Dragovitsia, en las fronteras de Tracia y Macedonia. Sin embargo, no
parece que ambos bogomilismos se peleasen. Ambos, en cualquier caso, se aprovecharán de un sistema de poder en los Balcanes basado en una elite helenizada totalmente ajena al sentir de lo que hoy denominaríamos clases bajas.
A lo largo del siglo XI, el bogomilismo
se convierte en una creencia altamente prosélita, que busca
convertir a las gentes. A finales del siglo XI ya se los encuentra
sólidamente establecidos en Macedonia, lo cual quiere decir que han
alcanzado la plena vecindad con los paulicianos. Una secta bogomila,
los fundaístas (la transliteración es mía; no he encontrado
ninguna fuente española que traduzca la denominación en francés
Phoundaïstes) se establece en Asia Menor. El bogomilismo, para
entonces, ha superado las fronteras serbias, alcanzando a Bosnia,
Croacia y Dalmacia, progresando en dirección a Constantinopla. La
capital del Imperio Bizantino, por su parte, se encontraba en una
situación de intenso crecimiento de diferentes creencias religiosas
diferentes. Líderes religiosos como Juan Italos, Nilos o el monje
Teodoro Blachernitès están precisamente en esos tiempos predicando
cosas como la metepsicosis o diferentes formas de monofisismo. Sobre
todos ellos, quien más acólitos consigue es un asceta de
ascendencia búlgara llamado Basilio, monje macedonio que había
abandonado la disciplina monacal tras su contacto con el bogomilismo,
y que viajó a Constantinopla para predicarlo. Funda una iglesia
bogomila que pronto encontrará apoyos entre las grandes clases
nobles.
Alexis I, el emperador bizantino que
tanto luchó contra el paulicianismo, poco hizo, sin embargo, contra
el bogomilismo en Bulgaria, probablemente por carecer de medios para
ello; pero, sin duda, decidió que la iglesia bogomila
constantinopolitana debía desaparecer. Cuando supo del liderazgo de
Basilio, lo llamó a palacio, donde lo colmó de regalos y atenciones
y le invitó a comer con él, pretextando que quería convertirse.
Basilio hizo una larga exposición de sus teorías, de las que tomó
nota un secretario. Cuando terminó, el emperador hizo correr una
sólida cortina tras la cual se encontraban todos los grandes del
Imperio, ante los cuales el secretario leyó todo lo que Basilio
había dicho, aunque esta vez como acusación. A pesar de esta
presión, Basilio se negó a apostatar de sus creencias, por lo que
fue encarcelado. A causa de su terquedad, fue quemado. Tras su
muerte, sus acólitos fueron reunidos y, ante ellos, el emperador
hizo levantar dos piras: una con la cruz y otra sin ella. Aquellos
que escogieron ser quemados en la pira con la cruz fueron perdonados.
Las ejecuciones de Alexis apenas
alejaron la herejía de Constantinopla por unos años. Poco después
de la llegada al trono del basileus
de Manuel I, volvieron los problemas. En agosto de 1143 se celebró
un sínodo en la capital que denunció a dos falsos obispos: Clemente
de Sosandra y Leoncio de Balbissa, a los que se acusó de
bogomilismo. En octubre, un segundo sínodo condenó por bogomilismo
a un monje llamado Nifón, probablemente para entonces el jefe de los
heréticos de la capital, y lo encerró en el monasterio de
Peribleptos. Sin embargo, al año siguiente vemos que otro sínodo,
de nuevo, convoca a Nifón, que por lo que se ve desde el monasterio
había seguido enviando correos electrónicos; le prescribieron un
apresamiento todavía más estrecho. Sin embargo, buen piquito debía
de tener Nifón, puesto que se ganó nada menos que al patriarca
constantinopolitano, Cosmas Ático, quien no sólo aboga por relajar
su prisión sino que lo invita al palacio patriarcal. En febrero de
1147, un acojonado emperador convoca personalmente un sínodo que
hace detener a Nifón y depone a Cosmas.
Todos
estos sínodos no estaban intentando sino ponerle puertas al campo.
En realidad, el bogomilismo de Constantinopla era tan intenso que
incluso comenzó a extenderse hacia occidente. En 1167, los bogomilos
del Midi francés celebraron un sínodo propio en
Saint-Felix-de-Caraman, por donde se pasea un tal Nicetas,
autotitulado patriarca de los bogomilos constantinopolitanos. El
bogomilismo francés era radicalmente dualista, hasta el punto de que
fueron conocidos como poplicani,
palabra que deriva de la forma griega de referirse a los paulicianos.
Con la
segunda formación de la iglesia bogomila en Constantinopla por
Nifón, se puede decir que sus doctrinas y creencias se posaron y
formaron. De raíz estrictamente dualista, los bogomilos de la mitad
de la Edad Media creían que el mundo había sido creado por el
Diablo, lo cual, lógicamente, les llevaba a rechazar el Génesis
como un cuento y, de paso, casi todo el Antiguo Testamento. Su
creencia, asimismo, les llevaba a entender el Nuevo Testamento como
un relato alegórico, puesto que los milagros de Jesús no podían
ser verdad: eso significaría que Dios habría tocado la materia
del Diablo (curiosamente esta interpretación, la de que el NT es
sólo un relato simbólico y que lo que importa es su mensaje, es el
aceptado también por el último concilio Vaticano...).
La
Virgen María no era objeto de culto alguno entre los dualistas
bogomilos, como ocurre con casi cualquier otro maniqueo. Se
rechazaban todos los sacramentos por inútiles. Se rechazaba la
iconofilia, así como las fiestas religiosas. La cruz, predicaba
Nifón, debía ser detestada y no adorada; no sólo era un objeto
material (creado, pues, el Diablo) sino el instrumento usado para
matar a Jesús (una lógica, todo hay que decirlo, de cajón de madera de pino). Se rechazaba toda la liturgia sacerdotal, así como
las ostentosas vestimentas de los curas. Tan sólo conservaban la oración
dominical, cuatro veces en el día y cuatro por la noche. El Padre Nuestro era, de hecho, la única oración que admitían.
Llevando
su maniqueísmo al extremo, los bogomilos rechazaban toda relación
con el mundo creado por el Diablo. Así las cosas, no bebían vino ni
comían jamás carne. No se casaban y, si bien disponían de la
práctica de la confesión y el perdón de los pecados, se lo
administraban los unos a los otros. Asimismo, eran muy amigos de la
resistencia pasiva, en plan Gandhi, lo que escandalizaba a muchos
religiosos ortodoxos, que los acusaban de enseñar a los pobres a
resistirse frente a los ricos.
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