- Las envidias entre Valente y Graciano y el desastre de Adrianópolis.
- El camino hacia la primera paz con los godos.
- La llegada en masa, y desde diversos puntos, de inmigrantes al Imperio.
- La entrada en escena de Alarico y su extraño pacto con Flavio Stilicho.
- Los hechos que condujeron al saco de Roma propiamente dicho.
- La importante labor de rearme del Imperio llevada a cabo por Flavio Constancio.
- Las movidas de Gala Placidia hasta conseguir nombrar emperador a Valentiniano III.
- La movida de los suevos, vándalos y alanos en Spain.
- La política de recuperación del orgullo y el poder romanos llevada a cabo por Flavio Aecio.
- La entrada en acción de Atila el huno.
- La guerra de Atila en Europa oriental, y su consolidación.
- Su paso a la ofensiva en el oeste de Europa.
Si la suerte de Roma después del conjunto de invasiones y guerras a que se tuvo que enfrentar en los primeros años del siglo V no era como para tirar cohetes, el futuro que le esperaba a los hunos tras la muerte de Atila no era mejor. La Historia de los hunos, de hecho, es remarcable tanto desde el punto de vista de su ascensión como del de su caída. Si para la primera apenas necesitaron cuarenta años, para la segunda no se tomarían más allá de quince o dieciséis.
A la
muerte de Atila, los hijos de éste entraron en una guerra abierta
por la sucesión. Normalmente, se suele hablar de Dengizich, Ellac y
Hernac, pero a fuer de ser sinceros no sabemos gran cosa sobre
cuántos hijos tenía Atila, así pues la lista bien podría ser más
numerosa. Los hunos acabaron degenerando aquel enfrentamiento
dinástico en una costosa guerra civil, que los debilitó hasta el
punto de que pueblos germánicos que habían conseguido someter
consiguiesen sacudirse ese yugo; así lo hicieron, sin ir más lejos,
los gépidos, al mando de su fogoso y encendido rey, Arderico. Lo que siguió, al
parecer, fue una especie de guerra de todos contra todos cuyo ganador
probable fueron los gépidos. En alguno de estos enfrentamientos,
Ellac, uno de los hijos de Atila, resultó muerto, y esa muerte operó
como señal para los hunos de batirse en retirada hacia los confines
de Europa, esto es hacia los Cárpatos y el Mar Negro; es posible que
su decisión de abandonar la frontera con el Imperio estuviese
acompañada de otra consecuente por la que liberaron de dependencias
a los otros pueblos que poblaban la zona, esto es, los germánicos.
Los
godos amelungos, que son el origen de la dinastía ostrogoda, se
situaron en la vieja provincia romana de Pannonia. Los gépidos
estaban situados en buena parte de la antigua provincia de Dacia.
Entre estos dos grandes pueblos fronterizos quedaron situados
establecimientos suevos, escirios, herúleos, rugios y alanos
sarmatios o sármatas. No obstante, los hunos tardaron en desaparecer de la zona,
puesto que en la segunda mitad del siglo V tuvieron enfrentamientos
con los amelungos. En el año 468, realizaron su último ataque de
importancia, contra tropas romanas orientales, bajo las órdenes de
Dengizich. Tanto en este ataque como en el anteriormente referido,
los hunos todavía retenían en sus tropas a diversos grupos de raíz
goda, como los ultinzureos, los angiscirios, los bituruguios o los
bardorios.
Durante
toda esta historia que vamos contando, en todo caso, los grupos godos
muestran una capacidad bastante clara de unitarismo. Atraviesan
etapas de relativa división que, sin embargo, a la aparición de un
buen caudillo militar, les mueve a unirse todos en un solo destino, e
incluso eliminar para siempre las diferencias nacionales entre ellos,
como hizo Alarico. Para los amelungos, como he dicho llamados a ser
el backbone de una monarquía consolidada, ese hombre fue
Valamer, quien incluso podría ser de origen huno. Parece ser que
Valamer se las arregló para derrotar a dos señores de la guerra
godos contemporáneos suyos, llamados Vinitario y Hunimundo, así
como al hijo de éste último, Turismundo. Gesimundo, el otro hijo de
Hunimundo, aceptó su vasallaje respecto de Valamer, mientras que el
hijo de Turismundo, Beremundo, huía hacia Italia.
Otra
nación importante surgida en ese momento, la de los escirios, se
origina en Edeco. Edeco era uno de los hombres del círculo de
confianza de Atila, y fue incluso contactado y tentado por
Constantinopla para que matase a su jefe. Cuando murió Atila Edeco,
junto con sus hijos Odovácar y Onoulfo, se las arregló para mutar
su identidad; dejaron de ser hunos para ser escirios. Es probable que
se casara con alguna noble esciria para reafirmar esta conversión.
El
nacimiento de todas estas entidades propias, por mucho que algunas de
ellas perdieron pronto su independencia, le hizo a la nación de los
hunos el mismo efecto que le habían hecho al Imperio las pérdidas
de décadas anteriores. En el 469, ya sólo vivían dos hijos de
Atila: Dengizich y Hernac, y la situación de los hunos era bastante
desesperada. Decidieron plantarle batalla a los romanos orientales,
pero esta vez perdieron. Un general romano, Anagastes, derrotó a
Dengizich, y se permitió llevar a Constantinopla su cabeza clavada
en una pica. Los pocos hunos que quedaban a las órdenes de Hernac
aceptaron algún tipo de acuerdo y se establecieron en Rumania. Ya no
quedaba nada de su poder.
Lo
realmente importante de los últimos años de la acción de los hunos
contra el Imperio es que creó en el norte del Danubio una situación
tan inestable y peligrosa que convenció a miles de personas de que
era mucho mejor negocio trasladarse hacia el sur, aun enfrentando los
problemas del contacto con el Imperio. Muchos de estos refugiados
eran tropas militares razonablemente organizadas. Es el caso de
Odovácar, hijo de Edeco. Tuvo que ver cómo los amelungos
destrozaban la nación de los escirios, tras lo cual volvió grupas
con su gente hacia el oeste, y allí ofreció su espada. Ésta es la
razón que, en la octava década del siglo V, buena parte del
ejército romano regular estuviese formado por godos; eran,
mayoritariamente, escirios, herúleos, alanos y torcilingios. El
Imperio oriental tampoco se libraba. En el 466, el ejército de
obediencia constantinopolitana tuvo que vencer a un grupo de godos al
mando de un tal Bigelis, que los invadía. Al mismo tiempo, un huno,
Hormidac, había entrado en Dacia, donde fueron derrotados por un
general llamado Artemio. Este movimiento es contemporáneo de la
batalla en la que Dengizich perdió la vida. Y todo esto coincide con
las guerras causadas por los amelungos con todos sus vecinos, pues
buscaban la hegemonía en la zona. Asimismo, Valamer había
conseguido arrancar a Constantinopla un generoso subsidio de oro.
Pero
volvamos a Rávena. En el año 433, Valentiniano III había alcanzado
la edad de catorce años, esto es la mayoría de edad legal de la
época. Había pasado ocho años siendo emperador occidental, pero,
en realidad, bajo la estrecha custodia de su madre, Gala Placidia; y
contemplando cómo el gobernador de hecho de su Imperio era Flavio
Aecio, quien no sin grandes esfuerzos consiguió mantener en pie
buena parte del Imperio. De esta manera, Valentiniano era una mera
figura decorativa, que parecía estar ahí simplemente para presidir
las grandes ceremonias.
Todo
esto, sin embargo, comenzó a cambiar en la segunda mitad del siglo.
En el 450, Valentiniano era ya un hombre hecho y derecho y, lo que es
más importante, Atila había muerto. El 28 de julio de aquel año
450, el emperador oriental Teodosio II se arreó una hostia tras
caerse de su caballo, y la palmó. Valentiniano pertenecía a la
dinastía teodosia y, para más inri, estaba casado con Eudoxia, hija
del emperador ahora fiambre. De hecho, le debía su púrpura al
ejército oriental, como ya hemos leído. Arcadio, el único hijo
varón de Teodosio, había muerto antes que su padre. En esas
circunstancias, es casi lógico considerar la candidatura de
Valentiniano a ser, también, emperador del Oriente. Aecio, sin
embargo, rechazaba violentamente la idea.
Aecio,
mucho mejor informado que su teórico jefe, sabía que los lobbies
y grupos de presión de Constantinopla no veían con buenos ojos
la llegada de Valentiniano, entre otras cosas porque traería a su
propia Corte. La política constantinopolitana estaba dominada por
Pulqueria, la hermana de Teodosio. Pulqueria, consciente de que no
podía ser emperatriz por sí misma, se casó con Marciano, un alto
militar, que se convirtió así en emperador.
No fue
ése el único desacuerdo entre Valentiniano y Aecio. Valentiniano
sólo había tenido dos hijas, Eudocia y Placidia. A esas alturas de
la película, era ya altamente improbable que el emperador y su mujer
fuesen a hacer un bingo masculino, así pues la sucesión en el
imperio ravenés se anunciaba jodidilla. Para evitar problemas, lo
suyo era casar al menos a una de las hijas de Valentiniano (más o
menos lo mismo que había hecho Pulqueria en Constantinopla). Eudocia
había sido vinculada en el tratado del 440 a Geiserico, por lo que
no podía reclamar el trono (había, por así decirlo, salido de la
casa real). Quedaba Placidia; y Aecio la quería casada con su hijo
Gaudencio.
Lo más
probable es que a Valentiniano este arreglo de cosas nunca le
gustase. Pero tras la muerte de Atila, cuando comenzó a pensar que
tal vez ya no necesitaba a un buen general que le salvase el culo, su
oposición se volvió más dura. Hasta el punto de que decidió
complotar contra el jefe de sus tropas.
La caída
de Flavio Aecio fue labrada por dos conspiradores fundamentales: el
primero era un senador pijo llamado Petronio Máximo, un hombre
considerado de total afinidad con el propio Aecio. El segundo
conspirador es un clásico: el eunuco jefe de la casa real,
primicerius sacri cubiculi o guardián de los dormitorios
reales, Heraclio.
Según
el relato que nos ha llegado, Aecio estaba presentando ante el
emperador un informe presupuestario, cuando éste se levantó de su
trono, gritó que no estaba dispuesto a soportar más tradiciones, y
se lanzó contra él con la espada en la mano. Cerca de Aecio estaba
Heraclio, quien asimismo escondía un puñal entre sus ropajes. Entre
ambos se lo cargaron; era el 22 de septiembre del año 454.
Como
también suele ocurrir muchas veces, la unión entre los
conspiradores no duró mucho. Máximo, quien es de suponer tuvo un
papel importante a la hora de conseguir que Aecio no se oliese la
tostada, reclamó tras su muerte un puesto de cónsul, y, cuando éste
se le negase, la condición de patricio. Sin embargo, Valentiniano se
lo negó todo, influido por Heraclio, quien le prevenía sobre los
peligros de darle poder a alguien ahora que Aecio había
desaparecido.
Heraclio
no estaba falto de razón. Valentiniano había hecho lo que había
hecho, pero no había calculado, o no se había parado a pensar, que
había un problema que permanecería incluso después de la muerte de
Aecio: el hecho palmario de que la sucesión en el trono estaba por
definir. Hombre, es cierto que Valentiniano todavía era joven; pero
todos sabemos que esas cosas, con voluntad, se pueden arreglar.
El
ambicioso Petronio Máximo, que no olvidemos ya había traicionado a
su jefe político de toda la vida, se dio cuenta de que, con una
sucesión tan abierta, había mucho que ganar en que Valentiniano
desapareciese. Así pues, tiró de chequera y sobornó a dos
guardias, llamados Optila y Traustila. El 16 de marzo del 455,
Valentiniano decidió ir por ahí a pasearse a caballo al Campo de
Marte. Una vez allí, se bajó del caballo para practicar el tiro con
arco, momento en el que Optila y algunos soldados a su mando se le
echaron encima. Optila se cargó al emperador con dos golpes de
espada, mientras Trausila cortaba en pedacitos lo que quedaba del
eunuco Heraclio.
Al día
siguiente, Petronio Máximo era proclamado emperador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario