El entonces director de L’Humanité,
y por lo tanto comunista de libro, Etienne Fajon, visitó por aquel tiempo Chile
y dejó escritos los que, en su opinión, eran los errores de la izquierda chilena
(léase del Partido Socialista, de los grupos minoritarios, del mirismo
extragubernamental, y del presidente que se obstinaba en no ver riesgos en todo
ello). Leída la lista, no parece que haga falta buscar diagnósticos muy
derechosos para criticar el proceso que llevó al debilitamiento de la Unidad
Popular:
1)
La toma de empresas por parte de los
trabajadores más allá de los sectores y
las individualidades en sus inicios considerados críticos, para
extenderse hacia industrias de mediano tamaño, en no pocas ocasiones propiedad
de empresarios que habrían apoyado el cambio socialista.
2)
La política salarial, pretendiendo primero poner
más dinero en manos de todos para que hubiese más consumo (lo que empobreció
más absolutamente a todos); y, después, basándose en una teórica política
distributiva, por la cual a todos los chilenos bien pagados se les negaba el
pan y la sal, como si eso no fuese a tener consecuencias, por ejemplo, en la
productividad.
3)
El nulo interés del gobierno por atacar las
fallas de la productividad en el país, arrastrado por ese buenismo universal
marxista, según el cual el obrero es el compendio de todo bien y jamás es vago,
ineficiente o venal.
4)
El uso, dentro y fuera de la Unidad Popular y
del gobierno, de un lenguaje encendidamente revolucionario, que negaba toda
posibilidad de mando a quien no fuese obrero, que incluso incitó a los soldados
a desobedecer a sus mandos, lo que dio alas a los sentimientos reaccionarios.
La izquierda mirista, del PCR (maoísta) o de la Vanguardia Organizada del
Pueblo, hablaba de cerrar el Congreso a leche limpia, de instaurar tribunales
populares y de prohibir la prensa opositora, sin que la Unidad Popular hiciese
otra cosa que aseverar que ésa no era su política, pero sin actuar propiamente
contra unas fuerzas sobre las que, justo es decirlo, pocas herramientas de
control tenía, pues no estaban en la coalición de gobierno.
En las últimas semanas antes del golpe, Allende pareció
despertar de su hipnotismo revolucionario y, escuchando probablemente a los más
razonables de los comunistas chilenos, decidió negociar con la Democracia
Cristiana. Llamó a Patricio Aylwin para ello..., pero el centro-derecha ya no se
dejó cortejar. ¿Para qué? Las derechas, de tiempo atrás, incluso antes de las
elecciones, pedían un golpe de Estado. Había batallas campales en las calles.
La teoría de Frei en el seno de la DC,
el llamado «golpe blanco» (obligar a Allende a abandonar, esto es, echarlo pero
sin salir del sistema democrático) se daba por la única posible. El Partido
Nacional ganaba adeptos cada día entre aquéllos para los cuales Chile se había
convertido en un país que los trataba como apestosos burgueses y buscaba su
lenta desaparición. Si tenía buena información, sabría, para entonces, que el
ejército perdía a marchas forzadas su perfil constitucionalista y que en
Washington, de tiempo atrás se había tomado la decisión de provocar en el país
un golpe de Estado que pusiera las cosas en su sitio de nuevo.
Aylwin contestó con la más lógica contestación: yo sólo
quiero escuchar de sus labios, presidente, el anuncio de su renuncia. Y
Allende, que hacía ya más de un año que había vaticinado que de La Moneda
saldría con los pies por delante, le contestó que y un huevo.
El 23 de marzo de 1973, el general Carlos Prats González
renuncia al ministerio del Interior, y tras de él, como a la voz de ¡ar!, otros
ministros militares dimiten. Prats es un militar sincero, constitucionalista,
que ha dado el paso adelante de colaborar con el gobierno Allende porque cree
en su mensaje contra los monopolios y el capitalismo salvaje, no así del
socialismo revolucionario; porque siente que es su función amansar las cosas en
un país donde han pasado cosas como el asesinato del general Schneider, de
Pérez Zujovic y el paro gremial; y porque considera que es posible un pacto de
la Unidad Popular con la Democracia Cristiana.
Otra cosa que piensa Carlos Prats es que el general Augusto
Pinochet, cada vez con más peso en los cuartos de banderas, es un
constitucionalista convencido.
En todo, o casi todo, se equivoca Prats. La Unidad Popular
no quiere frenar las ínfulas del gran capitalismo, sino borrarlo de Chile. Y el
pacto con la DC es imposible, porque Allende se lo niega, no sé muy bien si
porque no lo quiere (que lo dudo) o porque lo reputa imposible teniendo en
cuenta que el contrario ya sólo aceptará que él se vaya.
El 29 de junio de 1973, el golpe de Chile tendrá un ensayo
general en el llamado tancazo (juego
de palabras que proviene del tacnazo,
golpe contra Frei organizado en su día por Roberto Viaux, estando al mando del
regimiento Tacna): la sublevación, al mando del coronel Roberto Souper, del
regimiento Segundo de Blindados. Como el propio Allende recordaría en alocución
radiada tras el intento, había sido recibido a la puerta de la Moneda, en el momento
en que se estaba reprimiendo el golpe, por el general Prats, el director
general de Carabineros… y el general Augusto Pinochet.
Fue entonces, en realidad un poco antes (tras las elecciones
de marzo), cuando las izquierdas chilenas, dentro y fuera de la Unidad Popular,
comenzaron a preocuparse por la tendencia del ejército hacia el golpismo. Eso
es tardísimo. En realidad, el golpismo chileno se forjó ya en 1972, sobre todo
por la acción de oficiales muy jóvenes, y pudo haber estallado en septiembre del
72, de haber cuajado los planes del general de infantería Alfredo Canales,
apartado de mando inopinadamente por el entonces ministro Tohá.
Pero no fue la izquierda la única que se equivocó. También
se equivocaron los militares más proclives al allendismo, y al frente de ellos,
Prats. Los militares gubernamentales creían que nunca habría golpe porque un
golpe rompería el ejército en dos mitades. Como militares que eran, podrían
haber entendido que Chile, aquel Chile de los setenta, era un país que, si no estaba
en guerra, no podía bajar las manos, pues tenía conflictos serios, con Bolivia,
con Perú y con Argentina; no sé si hará falta recordar que con la última casi
llegó a las manos por el canal de Beagle.
El análisis de Prats era erróneo. El ejército, si se veía
impelido a tomar una decisión, la tomaría binaria: o blanco, o negro. O rojo, o
azul. Y no podía ser rojo porque la oficialidad joven se negaría en redondo a
avalar la lucha de clases.
Los militares constitucionalistas, por lo tanto, pecaron de
maulas. Según se publicó en Estados Unidos tras el golpe, la decisión de la
oficialidad de derribar a Allende mediante un golpe de Estado data de noviembre
de 1972, momento tras el cual los golpistas contactaron con dirigentes
empresariales adictos a la derecha para recibir apoyo en forma de
movilizaciones. Al principiar agosto de
1973, cualquier solución legalista a la situación estaba ya descartada: a los
golpistas ni siquiera les valía la deposición del presidente.
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