miércoles, mayo 06, 2020

Fernando (40: el golpe de Estado)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido


Sucintamente, ante la convocatoria de Cortes se llegaron a manejar cuatro motivos: proveer de los recursos para la guerra, que era lo que hubiera querido el rey; nombrar una Regencia, que era la urgencia de los junteros; aprobar algunas reformas de importancia para España, como propugnaba Jovellanos; o constituir una asamblea constituyente a la francesa, como quería el liberalismo más exaltado. La muerte de Floridablanca, su sustitución por el conde de Astorga y, sobre todo, la entrada en la Junta del vasco Lorenzo Calvo de Rozas, decidido partidario reformista, dieron alas al jovellanosismo. La Junta, libre del peso de alguien tan renuente a cualquier cambio como Floridablanca, aprobó la convocatoria de Cortes y pasó a sus secciones el análisis de las circunstancias de ésta.

En estas secciones o cuerpos técnicos fue donde, según el parecer de muchos historiadores y de algunos lectores de Historia con los ojos del presente, comenzó la lucha de las dos Españas. Allí se vieron las caras las dos tendencias irreconciliables que se habían ido gestando durante el siglo XVIII y que, de repente, aprendieron lo muy incompatibles que eran la una de la otra. Personas como Antonio Valdés, que de la España que conocía sólo pretendía conservar el catolicismo y la persona del rey Fernando; frente a personas que querían la continuidad de las leyes viejas en su plena literalidad.

Francia, por cierto, no permaneció ajena a estos enfrentamientos. Macroneando como siempre, el rey José le propuso a la Junta, movimiento paralelo a otro igual del general Horace François Bastien Sébastiani de la Porta al propio Jovellanos, para lograr algún tipo de entente. Los españoles, en cambio, no tragaron.

La Junta, finalmente, hubo de dictaminar la convocatoria de las Cortes en términos poco comprometidos (se decía el qué, pero no el para qué). Se nombró una comisión formada por cinco vocales de la propia Junta para resolver todos estos detalles en los que el decreto no había querido entrar. Mientras esta Comisión comenzaba a funcionar, Palafox y el marqués de la Romana, ambos importantes mandos militares en la guerra, comenzaron a hacer lobby en favor del nombramiento de la Regencia. La Junta Central, sin embargo, consideraba muy arriesgada su propia sustitución al frente del Estado español en rebelión. Yo creo que hacían bien en estar inquietos: la propia Junta era un dédalo de intereses políticos muy diversos, un ejercicio complejo de geometrías variables de izquierdas y derechas; y reproducir eso en una Regencia era punto menos que imposible. Nombrar una Regencia suponía, de alguna manera, designar partido ganador. Por eso la Junta dio el paso de crear en su seno una Comisión Ejecutiva, que pudiera asumir las funciones del alto órgano, pero sin serlo. Tras regatear el problema, cuando menos de momento, el 26 de octubre de 1809 dictó un decreto que prescribía la convocatoria de Cortes el 1 de enero, y su primera reunión el 1 de marzo.

El 27 de enero de 1810, la Junta tuvo ya que reunirse en la Isla de León ante la presión de los franceses. Ante este traslado, tanto en Sevilla como en la propia Cádiz se formaron juntas competidoras, por así decirlo, pues ambas soñaban con tener el poder de la Central. Tengo yo por mí que, de no haber existido este movimiento que ponía en peligro el mando de la Junta Central, ésta, tal vez, nunca habría dado el paso, que tanto temía, de formar una Regencia. Fueron designados cinco miembros: el obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintano, hombre excepcionalmente popular en ese momento; Francisco de Saavedra, Francisco Javier Castaños, Antonio de Escaño y Esteban Fernández de León, prontamente sustituido por Miguel de Lardizábal.

La Regencia comenzó sus actos legales el 1 de febrero. Hubo de incumplir el mandato de convocar Cortes el 1 de marzo, pues eran muchos los políticos absolutistas que se negaban, temerosos del cariz que estaba tomando el proceso. El 17 de junio, los diputados de las juntas de Cuenca y León, Guillermo Hualde y conde de Toreno, se presentaron ante Quevedo para intimarle la convocatoria. Cuenta Toreno en su libro que la reunión no fue fácil pero que finalmente, al parecer gracias a la mediación de Castaños, los gritos se apaciguaron y se resolvió la convocatoria, que se decretó para agosto en la Isla de León. La primera reunión en el teatro de la Isla, sin embargo, hubo de esperar hasta el 24 de septiembre. Ramón Lázaro y Evaristo Pérez de Castro fueron nombrados presidente y secretario de las Cortes, respectivamente. En esa primera reunión de Cortes, los miembros del Consejo de Regencia resignaron sus cargos.

El discurso más importante de aquella primera sesión, el discurso que, como diría Churchill, hizo girar los goznes de la Historia, fue debido Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura que había sido rector de la Universidad de Salamanca. Fino jurista, Torrero repasó los fundamentos jurídicos de la actuación de aquella asamblea, y la movió a aprobar su primer decreto, aquél que establece los principios de la soberanía nacional, de la separación de poderes y la nulidad de los actos de Bayona.

El obispo de Orense (en el momento de aprobarse el decreto, los miembros del Consejo de Regencia seguían siéndolo y, por lo tanto, debían jurar su acatamiento) se negó a jurar la norma, por considerar que el principio de soberanía nacional era atentatorio contra los intereses del monarca. Así pues, generó un primer, desabrido, conflicto, que las Cortes le harían pagar más tarde, cuando, como obispo de Orense, tuvo que hacer el mismo juramento que había negado.

Las Cortes de Cádiz estuvieron en la Isla de León hasta el 20 de febrero de 1811. En ese periodo fue cuando nombraron una nueva Regencia, formada por Blake, Agar y Gabriel Ciscar, cuya vida ya oshe contado en este blog. La verdad es que las Cortes de Cádiz son una de esas cosas que han pasado a la Historia como si hubiesen sido la quintaesencia del bien, pero no es así. En primer lugar, las Cortes nunca resolvieron el problema esencial de los diferentes, y enfrentados, puntos de vista que albergaban. En segundo lugar, a pesar de su pátina de demócratas, lo cierto es que fueron una asamblea cesarista, que pronto le negó el pan y a la sal a quien disentía de la mayoría, y que se abrogó un estatus excesivo, pues se otorgó a sí misma el tratamiento de Majestad, entre otras cosas.

El 24 de febrero, las Cortes se trasladaron a Cádiz, al oratorio de San Felipe. Los elementos liberales de la asamblea protegían de tal manera la labor reformista que pronto surgieron conflictos entre las propias Cortes y la Regencia; conflictos que llevaron a ésta a la dimisión el 28 de octubre de 1810. En ese momento, se pensó en nombrar regente a Carlota Joaquina, la de Brasil; que, la verdad, se habría arrastrado desnuda por una tabla llena de pinchos a cambio de ese nombramiento. Sin embargo, esta propuesta decayó, pues las Cortes temían que la Borbona les cortase las alas, y se prefirió una Regencia menos eficiente, la formada por el duque del Infantado, el conde de La Bisbal, Joaquín de Mosquera y Figueroa, Juan María Villavicencio y de la Serna, e Ignacio Rodríguez de Rivas Marentes. La opinión pública, que se tomó bastante a cachondeo esta Regencia, la bautizó Del Quintillo.

En tanto se producían estas novedades, una comisión, presidida por Muñoz Torrero, redactaba el proyecto de Constitución que fue aprobada el 11 de marzo de 1812, firmada el 18 y jurada al día siguiente. Esta proclamación, así como la de diversas leyes complementarias, sobre todo de contenido religioso, provocaron una muy seria resistencia en el país y dentro de las instituciones; resistencia que provocó la caída de la Regencia y su sustitución por otra formada por los tres consejeros de Estado más antiguos (Luis de Borbón, Pedro Agar y Gabriel Ciscar). Esta formación, que era meramente interina, era la vigente, sin embargo, cuando Fernando llegó a España.

Las Cortes extraordinarias tuvieron su última sesión el 14 de septiembre de 1813. Las sesiones ordinarias recomenzaron en Cádiz el 1 de octubre. Se trasladaron de nuevo a la Isla de León el día 14 y allí funcionaron hasta el 29 de noviembre. El 15 de enero de 1814, se establecieron en el teatro de los Caños del Peral, ya en Madrid; el 2 de mayo se trasladaron a la iglesia de doña María de Aragón, donde habría de sorprenderlas el golpe de Estado.

La idea que cuando menos yo tengo clara es que Fernando entró en España aceptando en su fuero interno la estrategia propuesta por Palafox: proceder al acatamiento de la Constitución con reserva jurídica, acto seguido hacer actuar su innegable prestigio, y con ello allegar de nuevo la monarquía absolutista. Su estancia en Valencia, sin embargo, le cambió el cuerpo. En primer lugar, la actitud de Elío le enseñó que el ejército era menos liberal de lo que había podido él sospechar hasta el momento. En segundo lugar, su contacto con los políticos liberales de las Cortes, y con el presidente de la Regencia, le enseñó que, lejos de ser los “fieros leones” que, según un historiador, le habían parecido a San Carlos, eran más bien “gentes de mansa condición lanar”. Para que nos entendamos: que no tenían ni un cuarto de hostia.

El hecho terminal para la decisión de Fernando es la entrega, en Valencia, del conocido como Manifiesto de los persas, esto es, un escrito firmado al pie por 69 diputados de las Cortes de Cádiz, en el que éstos dicen que la Constitución ha ido demasiado lejos y que quieren el regreso del rey absoluto.

Por cierto, se llama como se llama por sus primeras líneas: “Señor: era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias los obligasen a ser más fieles a su sucesor.”

El diputado Bernardo Mozo y Rosales fue quien le entregó personalmente el manifiesto al rey y, además, le refirió de primera mano la anécdota de la sesión de las Cortes en la que el diputado Juan López Reina se había levantado para defender los derechos de Fernando como rey absoluto, para ser recibido por un abucheo y un intento de censura por parte de la propia Mesa. A Fernando todo esto lo terminó por convencer de que debía olvidarse de sus temores: si dirigía un golpe de Estado, España lo seguiría. A decir verdad, de nuevo dudó al conocer las noticias de Francia, donde Luis XVIII había accedido al trono, pero no ya en la condición de un rey absoluto. Sin embargo, de nuevo se convenció, y en esto tenía razón, de que España no era Francia.

Conjuntamente con Pedro Labrador y Juan Pérez Villamil, le dictaron a Antonio Moreno y Rivier el texto de un decreto cuya literalidad permaneció secreta varios días. Lo imprimió Francisco Brusola.

Fernando envía a uno de los generales que lo ha escoltado, Santiago Wittingham, a Madrid. Wittingham llega a Guadalajara el 30, donde le espera un delegado de la Regencia. Conminado a moverse hacia Madrid, el general contesta que ni él ni sus tropas se moverán de la Alcarria mientras no conozcan la voluntad del rey.

El mismo día que se redacta el decreto de momento secreto, 4 de mayo, Fernando nombra al general Francisco de Eguía capitán general de Castilla La Nueva y gobernador militar y político de Madrid. Elío, por su parte, seguirá escoltando a Fernando hasta llegar a la Villa y Corte.

Tan seguro estaba Fernando de su conspiración, y de lo maulas que eran sus contrincantes, que ese mismo día 4 de mayo, si bien no se atrevió a hacer público el decreto (se lo dió a Eguía para que lo publicase a su llegada a Madrid) sí que se dirigió al presidente de la Regencia, el cardenal Luis de Borbón, y le ordenó que se regresase a su diócesis. Lo mismo hizo con el ministro que lo acompañaba, José Luyando, al que le ordenó incorporarse en Cartagena como oficial de Marina.

Fernando y los infantes salieron de Valencia camino de Madrid el 5 de mayo, escoltados, como ya he dicho, por las tropas del general Francisco Javier Elío. Hay que decir que, en cada pueblo que pasaba, Fernando se encontraba a españoles enfervorizados que gritaban contra la Constitución. Mientras tanto, las Cortes, bastante ciegas, habían nombrado una comisión de seis personas, dirigida por su presidente interino, Francisco de las Dueñas y Cisneros, para que saliese en encuentro del rey. En El Pedernoso lo encuentran, pero allí Fernando les dice, displicente, que está muy ocupado para darles audiencia, que ya les verá en Aranjuez. Pero en Aranjuez tampoco les recibe.

Así pues, tenemos: a Fernando acercándose a Madrid, mientras la diputación de las Cortes le sigue para obtener una audiencia imposible; el presidente de la Regencia va camino de Toledo, su sede episcopal, para pasar a regular las horas de las misas; y el ministro de Estado está en una diligencia, camino de Cartagena, donde se convertirá, sin solución de continuidad, en un oficial de Marina más. En la noche del 10 al 11, Eguía llega a Madrid, la ocupa militarmente y, siguiendo las órdenes de su rey, publica el decreto redactado en secreto el día 4, e impreso por un impresor de poca monta.

Montijo, el Tío Paco, lleva entonces, no lo olvidéis, semanas trabajándose los barrios de chisperos y cigarreras. En la mañana del día 11, las turbas toman la ciudad. A las diez, el decreto comenzó a fijarse en las paredes, y casi al mismo tiempo militares y mediopensionistas arrancaban, en la Plaza Mayor, la placa que la denominaba De la Constitución. Luego se fueron a las Cortes, donde entraron con cajas destempladas y destruyeron una CONSTITUCIÓN en letras de oro que había en el salón de sesiones. Se paseó en triunfo el retrato de Fernando y todas las tiendas y establecimientos que tenían en sus carteles la palabra “Nacional” fueron apedreados y obligados a sustituirla por “Real”.

El día 13 por la mañana llega a Madrid Wittingham con su nutrida tropa, que forma frente a la puerta de Atocha. A mediodía llegó el rey, casi sin escolta; se le dieron las salvas de honor y todas las iglesias de Madrid repicaron. Alguien había tomado la decisión de hacer una ceremonia simbólica en la cual cuarenta niñas adolescentes, con vestidos y cintas de pelo blancas, se incorporarían al tiro del carruaje real, simbolizando que toda España estaba con su monarca. Fue entonces cuando gentes del público quisieron sustituir a las mulas y tirar ellos del carro, algo a lo que el rey se negó. Al llegar a la Puerta del Sol, se había decretado por las Cortes que el carruaje real subiera hasta el Congreso para jurar la Constitución; pero Fernando dio orden de torcer en dirección contraria, hacia la iglesia de Santo Tomás.

Fue su último desplante.

3 comentarios:

  1. NO funciona la entrada del ciruelo tras otro...

    ResponderBorrar
  2. Anónimo11:15 a.m.

    Con individuos como Napoleón no, pero en el fondo al Nandi le gustaba, creo yo... uyyyy perdón, te referías al enlace...

    ResponderBorrar