martes, julio 10, 2007

ANV, en sus inicios

Hace ahora un año, nadie o casi nadie, sobre todo en España pero fuera del País Vasco, tenía ni idea de a qué respondían las siglas ANV y el nombre de Acción Nacionalista Vasca. Rápidamente, sin embargo, ANV ha saltado a la primera línea de la discusión política, sobre todo por haber sido señalada como el reducto en el que los miembros de Batasuna, organización política ilegal, se refugiaron para sortear dicha ilegalidad durante las pasadas elecciones municipales celebradas en España.

ANV, sin embargo, tiene, como se han preocupado de recordar muchas personas en los últimos tiempos, una larga historia. Todo parece indicar, de hecho, que, a despecho de discusiones más precisas en torno a la legalidad de sus candidatos, lo que parece estar muy claro es la enorme distancia existente entre su nacimiento y su presente. Hoy quiero dedicar estas líneas a contaros lo que sé sobre aquél.

ANV nació el 30 de noviembre de 1930, con el denominado manifiesto de San Andrés. Lo primero que hay que entender es ese tiempo. En noviembre de 1930, hace poco menos de un año que la dictadura del general Primo de Rivera ha quedado herida de muerte con el cese del general, a principios de año, y el nombramiento al frente del gobierno del general Dámaso Berenguer, el cual creyó, inocentemente, que podría encauzar la monarquía en su beneficio, cuando lo que había en ese momento en España era una marea republicana que se demostró imparable. No hace muchas semanas del manifesto se han reunido en San Sebastián diversas fuerzas de izquierdas y nacionalistas para llegar a un acuerdo, el Pacto de San Sebastián, de donde ha salido hasta el futuro gabinete republicano. España huele a República y, más concretamente, Cataluña, el País Vasco y Galicia huelen a algún tipo de autonomía. Todos los partidos nacionalistas ven llegado el momento de que sus aspiraciones sean tenidas en cuenta.

El País Vasco, sin embargo, tiene un problema bastante grave. Los orígenes más directos del nacionalismo vasco están en el foralismo, es decir la defensa de los fueros y las leyes viejas que otorgan privilegios a los denominados territorios históricos. El foralismo es un movimiento distinto, por ejemplo, del nacionalismo catalán, que tiene otra naturaleza; y ha sido tradicionalmente defendido, en el País Vasco, por fuerzas sociales de corte muy conservador, íntimamente ligadas a la Iglesia católica. Como resultado, cuando la situación madura o parece madurar para los nacionalismos inscritos en España, el vasco es un nacionalismo que defienden, en exclusiva, fuerzas de derecha, presididas por el ideario de Sabino Arana, de quien se pueden decir muchas cosas, pero que era un enamorado del igualitarismo no es una de ellas. De hecho, la izquierda obrerista vasca, cuyo nacimiento y crecimiento eran lógicos teniendo en cuenta que el País Vasco era una de las dos grandes áreas industriales de España, se desarrolló a espaldas del nacionalismo y, de hecho, demostrando una amplia desconfianza hacia el mismo dado su carácter reaccionario.

Prueba de ello es que de la principal líder obrerista crecida en parte en el País Vasco, Dolores Ibárruri Pasionaria, pocos testimonios autonomistas, menos aún independentistas, se conservan. Y de la otra gran figura del obrerismo vasco, Indalecio Prieto (nacido en Asturias, pero bilbaíno de adopción), los testimonios españolistas son legión.

En 1930, por lo tanto, nacionalismo vasco significa sabinismo de tintes reaccionarios y, sobre todo, confesionales; los diputados vascos presentarán dura pelea durante los debates de la Constitución republicana de 1931 a cuenta del laicismo del Estado. El PNV es la ya fuerza claramente hegemónica de esta tendencia, aunque en compañía de algunos grupos sindicales (Solidaridad de Obreros Vascos, hoy existente) y de otro corte, como la Federación de Mendigoizales, una especie de montañeros que desde principios de siglo realizaban excursiones dedicadas, además de a excursionar, a difundir el ideario de Don Sabino. En los tiempos de la República, cuando el PNV se vuelve posibilista y acepta la vía de un estatuto de autonomía que será aprobado ya en plena guerra, los nacionalistas independentistas se escindirán en un grupo llamado Jagi-Jagi, aunque con escasa fuerza (aunque esto de que tenían escasa fuerza lo he leído en un escrito del PNV, los hechos parecen darles la razón).

Los tiempos han acabado por demostrar, sin embargo, que izquierda y nacionalismo no necesariamente están enfrentados. Lo cual viene a significar que se puede ser nacionalista sin ser por ello un burgués y, al tiempo, que el significado de la izquierda ha cambiado mucho durante el siglo XX, pues, ciertamente, cuando ser socialista era sostener una ideología internacionalista, ello venía a suponer que un socialista de La Coruña se debía sentir más hermano de un obrero indonesio que de su vecino sastre lucense. En 1930, sin embargo, eso de que desde la izquierda se asumiese el nacionalismo vasco era como pensar que Joan Laporta vaya a sacar un DVD bailando chotis. Y éste, precisamente, es el espacio que intentó ocupar, tímidamente, ANV.

ANV nace, fundamentalmente, de personas escindidas del PNV. Lo cual no es ninguna novedad, pues todo nuevo nacionalismo vasco, en aquella época, debe surgir de ahí. Su programa, expresado en el manifiesto de San Andrés, es más bien liberal y de clase media, aunque rápidamente definirá como su labor el lograr una entente entre el nacionalismo y las izquierdas vascas. Lo que ocurre es que esta tentativa quedó definida en una asamblea de ANV celebrada en Bilbao, tras una serie de reuniones en los ayuntamientos donde tenía presencia, que se celebró en 1936. La guerra cortó de cuajo estos intentos. Los indicios hacen sospechar, en todo caso, que el inicio de la guerra no sólo cercenó la labor de ANV, sino que la libró de una triste escisión. Algunos de los nombres más importantes en la formación de este partido, como Justo Gárate, o el abogado Luis Urrengoechea, Anacleto Ortueta, Luis Areitioaurtena, Tomás Bilbao o Andrés Resca, eran personajes de corte burgués liberal que no se encontraron nada cómodos con la deriva del partido, motivo por el cual el enfrentamiento bélico les pilló a muchos poniendo tierra política de por medio. Según las referencias que he leído, en aquel entonces la principal implantación de ANV se daba en Baracaldo.

Una clara definición del acercamiento que ANV quería hacer con las izquierdas fue su encuadramiento en el Frente Popular. Esta decisión no fue comprendida por el PNV, que consideraba que el nacionalismo vasco que se integrase en el Frente Popular pecaba de falta de patriotismo; e incluso por algunos militares de ANV, ya que, al parecer, militamtes de este partido habían resultado muertos a manos de socialistas (un correligionario asesinado en Baracaldo que habría denunciado, antes de morir, a su agresor, así como otro asesinado por la espalda en una romería en Santurce).

Al comenzar la guerra, ANV formó cuatro batallones, dato éste que nos tiene que dar la muestra de su relativa importancia, puesto que, si hemos de creer a dirigentes de aquel momento como Luís Ruiz de Aguirre, para entrar en los batallones de ANV se exigía ser militante (además de razonablemente joven, claro). Otra prueba de que era una fuerza respetada es que formó parte de la caótica Junta de Defensa de Guipúzcoa, que fracasó rápidamente en su misión de impedir el avance de las tropas franquistas (mejor dicho: molistas) desde Navarra. Lo cierto es que esta junta era el Patio de Monipodio, con escasísima presencia de militares profesionales capaces de organizar la resistencia (amén de la sospecha, que existe siempre con las fuerzas republicanas al inicio de la guerra, de que de haber existido militares en buen número, tampoco les habrían dejado las fuerzas políticas mandar).



Con excesiva rapidez, pero de una forma lógica porque en ese momento la guerra en el País Vasco consiste en un ejército organizado peleando contra batallones de amateurs, la República pierde Irún, lo cual quiere decir que se queda sorda y ciega respecto de Francia, es decir sin capacidad de obtener recursos, legales o clandestinos, por la frontera. En el repliegue táctico, las fuerzas nacionalistas, los gudaris o patriotas vascos, se concentran en Azpeitia (aunque manteniendo la diferencias, es decir PNV y ANV por separado) y comienzan a organizar batallones razonablemente estructurados. Sin embargo, para entonces San Sebastián está perdida.

Tres meses después de empezada la guerra, ANV controla unos 5.000 gudaris. Sin embargo, por lo que he podido saber nunca actuaron unidos, como un pequeño ejército. Más bien, se organizaban en pequeños grupos que actuaban en diversos puntos de lo que en ese momento ya se puede denominar, con claridad, una retirada. El caos, no obstante, quedará muy matizado a partir del 7 de octubre de 1936, fecha histórica para el nacionalismo vasco en la que se crea el gobierno vasco, es decir una autoridad que todos, y notablemente los gudaris, reconocen y obedecen. Un aspecto que yo creo que aún no se ha investigado a fondo es el de la relación entre el gobierno vasco y el gobierno de Madrid desde el punto de vista militar. Porque, por un lado, los vascos se quejan amargamente, en sus testimonios, de que Madrid los dejó en pelotas, sin aviación, sin marina de guerra con que defenderse de la que se les venía encima. Por su parte, los testimonios desde Madrid no niegan la mayor (que el País Vasco nunca recibió los cazas que necesitaba para evitar que los franquistas y la Legión Cóndor los bombardeasen impunemente), pero aseveran que fue completamente imposible esa ayuda (según Julián Zugazagoitia, Prieto intentó «todo lo humanamente posible» para suministrar los aviones); y, sobre todo, contraatacan acusando a los vascos de una notable miopía bélica.

Seguimos aquí a Zugazagoitia, quien en la primavera de 1937 se desplazó a Bilbao y vivió de primera mano el cruel cerco de la ciudad. El gobierno de Madrid había encargado al general Llano de la Encomienda la dirección del ejército del Norte pero, según nos cuenta Zuga en sus memorias, ante él se quejó amargamente de que allí nadie le hacía ni puto caso. Las palabras que pone en boca de Llano son, pensando en un país en guerra civil, abracadabrantes:

«- Esa negativa a recibirlos [se refiere al traslado de batallones asturianos y santanderinos para la defensa de Bilbao] se fundaba en el deseo de los nacionalistas de ser ellos solos quienes defendiesen su país. Lo han dicho concretamente: Iremos con mucho gusto en ayuda de Asturias y de quien nos necesite. Pero aspiramos a ser nosotros solos quienes defendamos Euzkadi

Es decir: el gobierno vasco, sintiéndose el único gobierno de su territorio, se habría obstinado, según estos testimonios, en no permitir que soldados extranjeros defendiesen su suelo. Querían defenderlo solos. Y, claro, lo perdieron.

Según los líderes de entonces de ANV, los gudaris de este partido no desecharon ninguna acción bélica. Estuvieron en la acción de Villarreal, en Marquina, en Kalamúa, en Sollube, en Bizcargi, en la famosa Cota 333, en Gorbea, en Orduña; y también en Asturias, adonde acudieron ante el peligro de derrumbamiento republicano y donde hubo unidades que perdieron hasta un tercio de sus efectivos (eso sí: al socialista asturiano Juan Antonio Cabezas, en su libro Asturias, catorce meses de guerra civil, se le «escapa» un comentario sobre la decepcionante actuación de los batallones vascos en las luchas del Principado). Algunas fuentes, en todo caso, hablan de que los batallones de ANV habrían perdido hasta un 50% de sus efectivos en la guerra, lo cual es una pasada y una más que probable exageración; pero lo que sí es, probablemente, cierto, es que la masacre bélica anuló el futuro de la formación como partido político.

No parece que ANV tuviese ya una participación muy relevante en los dos hechos de la guerra en el País Vasco que permanecen, en gran parte, en el misterio de la Historia. El primero es la pregunta de por qué Bilbao fue finalmente tomada por los franquistas sin que las tropas en retirada quemasen una sola fábrica, una sola infraestructura económica de la ciudad, cuando algunos testimonios hablan de que había órdenes de hacer política de tierra quemada. ¿Huida precipitada, imposibilidad práctica o pacto con la oligarquía económica vizcaína?

La segunda gran pregunta es el Pacto de Santoña. Pero es que el Pacto de Santoña da, por si solo, para un post.

lunes, julio 09, 2007

¿Rey de España? ¡¡¡Ni de coña!!!

Ser rey no es el peor trabajo del mundo. Es cierto que casi nunca puedes hacer lo que te apetece, tienes que procurar aprender a no tener nunca un mal gesto o alguna actitud prosaica, tienes que ir un montón de veces a actos que maldita la gana que tienes de atender y, hasta hace algunas décadas, además tenías que aprender a montar a caballo que es algo que, por ejemplo, a mí me inhabilita por completo para el cargo. Sin embargo, el sueldo no es malo, las gavelas muchas y, si te va eso de que la gente te adule sí o sí, es probablemente el puesto de trabajo que más dotado está para eso (aparte de alcalde de Marbella, claro).

Por esto, porque el balance personal de ser rey es algo que suele ser positivo, en la Historia del mundo hay pocos casos en los que una nación buscase uno sin encontrarlo. Cuando un país, máxime si se trata de un país conocido y razonablemente civilizado, clama por tener un rey, suelen salirle pretendientes por todas partes. España es un ejemplo. La guerra que ganó Felipe V fue básicamente una guerra dinástica (aunque algunos puntos de vista, como los del nacionalismo catalán, quieran convertirla en otra cosa). Y las tres guerras carlistas fueron, cuando menos epidérmicamente, una lucha entre candidatos al trono. No obstante, también hay un caso en el que ocurrió lo contrario. Un caso que, una vez contado, parece alucinante. España buscaba rey, y nadie quería ocupar el puesto.

Ocurrió tras la revolución de 1868, denominada La Gloriosa. Quienes habían dado el grito de Alcolea, es decir militares liberales que habían llegado a la conclusión de que con el moderantismo borbónico, medio absoluto, medio liberal, no se llegaba a ninguna parte, también tenían claro que la república no era la solución para España. El principal muñidor de aquella revolución, el general Prim, fue siempre monárquico y es muy cierto que, de no haber caído en el magnicidio de la calle del Turco, la primera experiencia republicana española probablemente jamás se habría realizado.

No estaba, pues, en discusión que España siguiese siendo una monarquía; la única condición era que los borbones siguiesen exiliados. Sobradamente escarmentados por el trío de la bencina borbónico del siglo XIX (Carlos IV, Fernando VII e Isabel II, tres generaciones, tres, de reyes palmariamente prescindibles), los liberales triunfantes no querían volver a nadar en aquellas aguas; amén de tener muy presente a la opinión pública, ese pueblo que había salido a la calle durante la revolución bramando a gritos precisamente por la marcha de la dinastía para siempre. La verdad es que las engañifas, las marchas atrás, las medias verdades y la represión habían sido tantas que a la gente le costaba ya creer a la real familia. En 1865, ante las enormes dificultades de la Hacienda española, Isabel II decidió tener el gesto de ceder tres cuartos del Patrimonio Real para que fuese vendido; este gesto apenas le sirvió para que el republicano Castelar se preguntase en un artículo periodístico, que estuvo a punto de costarle la cátedra, con qué derecho se sentía para quedarse el otro 25%. Las represalias gubernamentales contra Castelar derivaron en unos tumultos estudiantiles de mucha gravedad. El rector universitario, Montalván, se negó a quitarle la cátedra a Castelar, y fue gubernativamente sustituido por el Marqués de Zafra; los disturbios por causa de dicho cese causaron varios muertos y heridos.

Luego vino la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, que nos saltaremos esta vez por no ser pesados; así como la progresiva convergencia entre las dos facciones liberales, los progresistas y la Unión Liberal, que se acentuó con la muerte del gran báculo de la política derechista de Isabel II, es decir el general Narváez. Pasta no faltaba: un miembro de la familia real, el duque de Montpensier, operaba de financiador desde Lisboa. La reina y su primer ministro, González Bravo, que estaba loco por dimitir, sabían perfectamente la que se estaba montando; pero, probablemente, nunca pensaron que la Marina se sublevaría. En mi opinión, la figura fundamental de la sublevación del 68 es el almirante Topete.

Una victoria, por cierto, sobre un país desangrado: cuando el teniente coronel Escalante toma el control de la Junta Suprema de Gobierno que forman en Madrid los revolucionarios, una vez llegadas las noticias de la victoria de Alcolea, decide socorrer al pueblo, para lo cual comisiona al director del Tesoro para que ponga en su favor los recursos existentes. Y éste le informa de que hay… 14 reales en la caja. Tres pesetas y media.

Esto ocurrió en septiembre de 1868. El 11 de febrero siguiente se reunieron las nuevas cortes, que mantuvieron al general Serrano al frente del gobierno (y posteriormente lo hicieron regente) y nombraron a Nicolás María Rivero presidente de la cámara. Estas cortes se plantearían dos grandes retos: la reforma administrativa del país y la búsqueda de un rey.

Había seis candidatos:

- El duque de Montpensier, de quien ya hemos dicho que había puesto pasta para la revolución.

- Don Fernando de Coburgo, viudo de Doña María de la Gloria, reina de Portugal y consecuentemente madre del luso entonces reinante, Don Luis.

- El Príncipe Don Leopoldo de Hohenzollern.

- El Duque de Génova.

- Baldomero Espartero, duque de la Victoria y Príncipe de Vergara.

- Amadeo de Saboya, que al fin y a la postre se lo llevaría al huerto (o se lo llevarían a él, más bien).

No coloco en esta lista al rey de Portugal porque, aunque el asunto le iba muito, inconveniencias políticas mil y el hecho, palmario, de que España no habría aceptado ser reinada por el rey reinante en la nación vecina, le hicieron dejar claro que se retiraba de la puja en fecha tan temprana como septiembre de 1869.

El candidato más lógico era el duque de Montpensier. Sin embargo, no le gustaba al ala más radical de los liberales que habían ganado la revolución, probablemente por juzgar que sus convicciones democráticas eran tan sólo estratégicas. El segundo argumento de peso, quizá el más poderoso, es que Napoleón III, reinante en Francia, tenía muy claro que no lo quería en la corona de España (entiendo que porque eso incrementaba las posibilidades del de Montpensier en Francia). La tercera gran razón que dejó al duque en la cuneta ya la hemos contado aquí.

Fernando de Coburgo, o Fernando de Portugal como también se lo cita, tenía sin embargo más agarraderas. En realidad, era el candidato de los iberistas, es decir personas partidarias de una unificación política ibérica; no ha sido nunca el iberismo una ideología mayoritaria entre españoles y portugueses, que hemos tendido siempre a odiarnos educadamente; pero nunca ha desaparecido del todo. Salustiano Olózaga, entonces embajador español en París, sometió la candidatura a la opinión de Napoleón III, que era al fin y a la postre quien mandaba en Europa entonces, y al franchute la cosa no le sonó mal. Así las cosas, el gobierno comisionó a Ángel Fernández de los Ríos para marchar a Lisboa a sondear al viudo candidato. Fernández de los Ríos llevó un documento firmado de puño y letra por el gotha liberal triunfante español: Juan Prim, Práxedes Mateo Sagasta, Laureano Figuerola y Manuel Ruiz Zorrilla.

Don Fernando llevaba décadas de florentinismo cortesano a sus espaldas; tenía, por así decirlo y con perdón, los huevos pelados de sentarse en sillas chippendale del mejor tapiz en los grandes salones de Europa, así pues había aprendido a ser paciente y estratégico. Respondió afirmando que, en su opinión, el candidato ideal era Montpensier. Sabido es que los cortesanos son un poco como dicen que son las mujeres: cuando te dicen que sí, quieren decir que no y cuando te dicen que no, es que dicen que sí. Así que los españoles no se amilanaron con la respuesta. Insistieron en que lo importante era la voluntad del pueblo español (el argumento tiene sus remueldes: ¿acaso le habían consultado?) y le ofrecieron que aceptase la corona, de momento, tan sólo en privado. Sin embargo, Don Fernando objetó que había hablado con Montpensier del tema y que no podía dar ninguna esperanza. Quizás, el otro candidato le había dejado claro que, si aceptaba, era capaz de pagar otra revolución para encenderle el culo.

Como os he dicho, debéis entender el especial lenguaje de las casas reales. Ellos no hablan como vosotros. El marqués de Niza, que había hecho de mamporrero de la entrevista entre Fernández de los Ríos y el de Coburgo, resumió de la siguiente forma el encuentro: «la contestación ha sido afirmativa, pues no habiendo dicho que no, ha dicho que sí, sin responsabilidad ulterior». ¿Qué quiere decir esto? Pues, en un lenguaje no marciano, más o menos, que el consorte viudo le decía a lo españoles lo que Richard Gere en Pretty Woman: «quiero que me hagan más la pelota».

Conforme fueron desarrollándose más contactos, esta vez de la mano de Mazo, embajador en Lisboa, fueron apareciendo más cuitas. Don Fernando era beneficiario, en su calidad de consorte viudo, de una jugosa renta que le pagaba el Estado portugués. Y argumentaba que, en caso de que aceptase la corona de España pero terminase renunciando a ella (un tipo clarividente: esto mismo fue lo que le pasó a Amadeo), los portugueses le dirían: Santa Rita, Rita, Rita… Así pues, el Estado español ingresó en un banco extranjero una suma de dinero, un pastón, que garantizaba una renta del mismo calibre que la que ya estaba disfrutando.

¿Iba bien la cosa? Pues sí. Pero nos hemos olvidado de que hay franceses de por medio.

Napoleón III decidió cambiar de idea. Resulta difícil meterse en mentalidad tan laberíntica como aquella, pero podemos avizorar que, probablemente, se hubiese opuesto a cualquier cosa que tuviese visos de solidez; al francés lo que le interesaba es que la monarquía española cojease cuanto más, mejor. La oposición francesa acojonó a Don Fernando, quien acabó enviando una carta a Madrid en la que renunciaba a la corona explícitamente. Por si fuera poco su casamiento, con Madame Hensler, lo puso aún más difícil, como veremos pronto.

Meses después Napoleón, solo o con ayuda de enviados españoles, cambió de parecer de nuevo y decidió apoyar la candidatura de Don Fernando. A rodar de nuevo.

En los momentos en que la solución portuguesa perdió fuelle, ganó peso la candidatura de Hohenzollern, pero alguien se puso de canto: ¡Portugal, que ahora quería defender la candidatura del consorte viudo! Al Príncipe candidato le dejaron tan claro los portugueses que tanto ellos como los aliados que lograsen reunir le iban a ser hostiles, que éste puso unas condiciones imposibles para aceptar la corona de España: que se lo pidieran todas las potencias europeas y que hubiese un plebiscito popular en España.

El 15 de julio de 1869, Fernández de los Ríos, para entonces embajador en Lisboa, envía una carta confidencial a Madrid. La veleta ha dado otra vuelta. Es ahora Don Fernando el que acepta. Sí, el mismo que ha dicho varias veces, de palabra o por escrito, que su negativa es un caso de conciencia, que contra la conciencia no se puede ir nunca y que, por mucho que le insistiesen, iba a ser que no. Pues ahora era que sí. Eso sí, ponía dos condiciones: garantías de que las grandes potencias veían la cosa con buenos ojos, y un montaje pasivo, es decir, que todo se lo pidiesen a él sin que él diese la impresión de querer mover un dedo.

Lo cierto es que el consorte viudo estaba que no orinaba por ser rey de España. Exigió y exigió una carta oficial al respecto que, finalmente, le fue remitida por Prim. No obstante, todavía quedaban obstáculos.

Don Fernando, ya lo hemos dicho, se había casado. Con la señora Hensler, condesa de Elda, la cual en Portugal tenía una baja consideración desde el punto de vista de la familia real (era la mujer de un señor que había estado casado con una reina); pero en España, según insistía su esposo, debía ser reina; ni consorte, ni princesa, ni leches: reina. Hemos de suponer que la esposa no era ajena a tan netas reivindicaciones.

El segundo problema era dinástico. ¿Supondría la aceptación de Don Fernando que algún día las coronas de España y Portugal se uniesen? O sea, que algún descendiente reinante en Portugal pudiese acabar reivindicando sus derechos dinásticos sobre España, o viceversa. No lo quería Don Fernando y, hemos de suponer, no lo quería tampoco el gobierno portugués, quien para entonces ya estaba metido de hoz y coz en la negociación; y es que, en este supuesto, lo más probable, por muchas razones, hubiera sido que fuese España quien acabase engullendo a Portugal como, por otra parte, ya había hecho en el pasado.



El iberismo está bien, pero lo cierto es que España y Portugal son cosas distintas. No hablamos el mismo idioma (bueno: hay una parte del nacionalismo gallego que no piensa así). Organizamos nuestros estados de formas bastante diferentes. Unos matamos a los toros y los otros, no. Unos dominamos el arte de cocinar el rape y otros el bacalao. Las toallas españolas son ásperas y el jamón portugués tira a insulso. La verdad es que ni siquiera almorzamos a la misma hora. Así pues, era necesario arbitrar alguna solución que mantuviese ambas líneas dinásticas estancas.

Éste fue el punto que, al fin y a la postre, acabó con las negociaciones. Prim se obstinaba en defender el artículo 77 de la Constitución del 69, que establece una línea dinástica muy típica (primogenitura, sexo masculino y edad), mientras que Don Fernando quería algún tipo de garantía. Finalmente, España ofreció incluir en la Constitución un artículo que estableciese que, si en el futuro los derechos dinásticos de España y Portugal recaían en la misma persona, esta unión no se produciría si una sola de las dos naciones no lo quería; pero se añadía que se realizaría en caso de acuerdo. Don Fernando no pudo aceptar esa condición.

La verdad es que la actitud del portugués fue la leche. Debería haber sacado el asunto de la sucesión al principio, cosa que no hizo. Y dio tantas ilusiones a los españoles que hizo a Prim escribirle una carta ofreciéndole la corona, algo que nunca hará un representante político que se precie de inteligente para otra cosa que para recibir un sí.

El 5 de julio, cerrada la vía portuguesa, el Consejo de Ministros decide apostar por Hohenzollern. Sin embargo, el príncipe desistió una semana después, consciente de que un sí podía desencadenar una guerra. Leopoldo de Hohenzollern Sigmaringen, con esos nombres, no era, obviamente, de Barbate. Era prusiano, y Prusia era una de las dos grandes potencias continentales europeas. Francia, la otra, no iba a consentir que en su patio de atrás reinase un comedor de salchichas (de hecho, para garantizarse dicha dominación es para lo que nos envió a una de sus regias familias).

Por lo que se refiere al duque de Génova, cuando sonó su candidatura tenía 16 años y estudiaba en Inglaterra. Sin embargo, en Italia la idea no gustó, y en España ni gustó ni dejó de gustar, pues los españoles no sabían ni quién era.

Por último, Espartero era ya viejo y lo había sido todo en la política española. Pasó del tema con elegancia.

Quedaba Amadeo. El pobre Amadeo. A trancas y barrancas, se consiguió que aceptase. España tenía, de nuevo, rey.

Por los pelos.