viernes, diciembre 22, 2006

Hasta luego

A partir de hoy, y hasta el año que viene, dormiré en otra cama distinta de la que me es habitual. El lugar al que voy por Navidad no tiene ordenador ni internet, así pues mi ciberyo, digamos, tendrá que hibernar hasta el Año Nuevo, por lo menos.

Quiero advertíroslo porque en los próximos días el único servicio que os puedo ofrecer es el repaso de post antiguos que ya están publicados en el blog. No introduciré ninguno nuevo.

En el 2007 regresaré, no diré que con ánimos renovados; con los mismos. Hace ya algunos meses que empecé este blog y, la verdad, a pesar de que te disciplina, a pesar de que te obliga a regular tu presencia, a acopiar materiales, a leer con otro espíritu, no hago más que preguntarme por qué no lo iniciaría antes. Me encanta escribir estos artículos y cada vez que sé de alguien que los disfruta también, me siento retribuido. Hay algo en el contacto electrónico que sabe ser extremadamente cálido.

Cuando yo era un crío tenía unas mañanas de Nochebuena realmente intensas. Mi madre nos tenía prohibido, a mí y a mis hermanos, cabrearnos a partir de la tarde porque era Nochebuena, así pues aprovechábamos para pelearnos en la mañana absolutamente por todo; eso sí, en la tarde todo tenía que estar arreglado. Por eso creo que la Navidad se asemeja mucho al periodo de sueño; es ese momento de la existencia en el que recargamos pilas, apartando un poco los asuntos que nos angustian, que nos cabrean o que directamente nos amargan la vida.

Os transmito a todos el deseo de que podáis, en efecto, apartar los malos rollos y terminar, estas noches y todas las que traigan, con un beso.

Y hasta el año que viene.

jueves, diciembre 21, 2006

La muerte de Carrero

¿Alguien sabría decirme qué fue lo que hizo hace 33 años? Yo sí: el 20 de diciembre de 1973, me pasé la mañana jugando al fútbol. Era jueves y hasta el viernes, 21, no nos daban boleta en el colegio. Pero yo estaba en Sexto de Básica (lo cual es… ¿el último año de la actual primaria?) y ya habíamos hecho los exámenes. Así que los curas decretaron jornada deportiva, como le llamaban, y nos pasamos, los peques, todo el día haciendo deporte.

Eran días ilusionados para mí, como todos los previos a la Navidad de aquella época, porque siempre veníamos a Madrid, con mis abuelos, y resultaba agradable la gran ciudad tan iluminada y llena de juguetes.

Al correr de la mañana, sin embargo, el ámbito se ensombreció. En Madrid habían matado a Carrero. Yo, desde luego, no tengo conciencia de haber escuchado ese apellido hasta que me dijeron que lo habían matado. Tampoco entendía, desde luego, la sutil diferencia entre jefe del gobierno y jefe del Estado, aunque la había tenido que estudiar (como sabemos bien todos, una cosa es estudiar las cosas y otra muy distinta sabérselas y no digamos comprenderlas). Pero tengo el recuerdo vívido de mis padres, esa tarde, discutiendo por teléfono con mis abuelos la conveniencia o no de suspender el viaje a Madrid. Teníamos miedo. En una pequeña ciudad en una esquina del mapa de España, algunos pensaban que Madrid era algo así como el escenario de una guerra. El pensamiento tiene su lógica. Quien puede matar al presidente del gobierno, puede matar a cualquiera.

Yo no sé si habéis visto una película de Clint Eastwood que se llama Sin Perdón; ojito con hablar mal de ella que es una de mis dos o tres pelis preferidas. En ella, Richard Harris hace un excelente papel secundario, el de un pistolero matón de origen inglés que gusta de criticar a los Estados Unidos tras el asesinato de Lincoln porque, dice, un magnicidio de esas características no sería posible en Inglaterra a causa del respeto a la majestad (es obvio que no vivió para ver el atentado del IRA contra lord Mountbatten). Algo así pasó en España aquel día. Por mucho que ya existiese la ETA y que hubiesen muerto policías, el atávico carácter de intocable que tenía todo el entorno del general Franco hacía que, 24 horas antes del atentado, no hubiese ni un solo español normal que pudiese imaginar que aquello iba a ocurrir.

El almirante Luis Carrero Blanco había estado siempre a la sombra del caudillo, a pesar de que (o quizás por eso mismo) no fue un militar con un especial papel en la guerra civil. Franco nunca se fió mucho (o nada) de las estrellas rutilantes de la guerra, como el general Varela (a quien siempre defendió de la falange, pero mientras también defendía a la falange de él) o el general Muñoz Grandes, el de la División Azul. Aunque habría que preguntarle a Franco, todo parece indicar que la primera persona (militar, por supuesto) en la que pensó para que le sucediese fue el general Camilo Alonso Vega; el problema es que Alonso Vega era de su quinta y, ya en los años sesenta, estando Franco aún de relativa buena salud, ya estaba enfermo.

Carrero no se apartó nunca de la línea dura del franquismo y eso que hemos dado en llamar, con la perspectiva histórica, el nacionalcatolicismo. Siempre le fue fiel a Franco y por eso el general, cuando a finales de los años sesenta comenzó a sentir la presión combinada de su vejez y del creciente papel en el franquismo de los «azules», es decir los partidarios de una evolución del franquismo, desde el franquismo, hacia la democracia, pensó en él para que fuese su báculo. De esta manera, rompió la tendencia existente hasta el momento, pues durante treinta años Franco había acumulado las condiciones de jefe del Estado y del gobierno, otorgando esta segunda a su amigo almirante.

Enrique Tierno Galván, que fue un importante miembro de la oposición socialista del interior, fundó el Partido Socialista Popular, acabó integrado en el PSOE y llegó a la cumbre de su carrera política con la alcaldía de Madrid, dejó en su libro de memorias, Cabos sueltos, un retrato de Carrero, a quien vio una vez en la vida. Habla de un hombre alto y con demasiados kilos «que temía a los demás porque veía a los demás como se veía a sí mismo»; o sea, tremendamente desconfiado. Según Tierno, Carrero escuchaba siempre con esa media sonrisa en la boca que tiene quien tiene la sensación de que «está sobre aviso, es astuto y no le engaña a uno nadie».

Otras personas que conocieron a Carrero dicen que tenía un punto muy coloquial y campechano (lo cual casaría con esta impresión un poco rural que dejó en el viejo profesor). He tenido la ocasión de hablar con periodistas ya provectos que destilan de él la imagen de alguien con pocos oropeles. Probablemente, esta campechanía conspiró para acabar con él. No era una persona que tomase especiales medidas de seguridad y, sobre todo, era animal de costumbres, lo cual quiere decir lo peor que se puede tener cuando se está en peligro de atentado: hacía casi siempre los mismos itinerarios.

La bomba que la ETA colocó bajo el asfalto de la calle Claudio Coello le esperó de regreso de misa, pues tenía la costumbre de oírla y de hacer a la vuelta siempre ese trayecto. La bomba era tan potente que, con toda probabilidad, mató a Carrero y a su chófer en el acto. Era tan fuerte que el coche, un pesado vehículo oficial, creo que un Dodge, voló por los aires tan alto que, con el impulso, «saltó» la fachada del convento de los jesuitas de Serrano (o sea, la fachada que da a Claudio Coello) y fue a caer en el patio de dicho edificio. No sé ahora mismo los pisos que tiene ese inmueble, pero son unos cuantos. La bomba, pues, fue brutal.

Por increíble que pueda parecer, en los primeros momentos tras el atentado la inexistencia del coche (estaba en el patio anexo, no en la calle) disparó toda serie de especulaciones. La bomba generó un socavón enorme en la calle que se llenó de agua (rotura de tuberías). Algunos policías, al parecer, llegaron a pensar que Carrero podría encontrarse ahí, hundido. Se tardó algún tiempo es descubrir la verdad, cuando los jesuitas descubrieron el macabro regalo del cielo que había en su patio.

El día que murió Carrero no era cualquier día. El 20 de diciembre de 1973, se celebraba en Las Salesas la vista por el proceso 1.001, el escarmiento que el franquismo había diseñado contra las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho, Julián Ariza, Julián Sartorius et altera, todos ellos comunistas. En la historia del franquismo, los dos grandes sindicatos de la República, la UGT y la CNT, fueron clandestinos y se alejaron del sistema. A principios de los años sesenta, sin embargo, surgió un movimiento impulsado por los comunistas, las Comisiones Obreras, que, sin dejar de estar frontalmente opuesto al franquismo, basó su estrategia en aprovechar los resortes de la propia dictadura; estar, por lo tanto, presente en la estructura de los sindicatos verticales falangistas, haciéndoles la guerra desde dentro.

La estrategia de CCOO minó poco a poco al franquismo, como una gota malaya; desde más o menos mediados de los años cincuenta, el régimen estuvo más o menos a la defensiva, viéndose obligado a bajarse de burras que le eran muy queridas (por ejemplo, permitiendo formas de negociación colectiva entre empresarios y trabajadores más allá del sindicato vertical); en los años sesenta, cuando a la resistencia sindical se unió la resistencia estudiantil, el franquismo comenzó a sentirse amenazado.

El proceso 1.001 de 1973 se concibió como un correctivo. Con él, Franco quería deshacer las ilusiones de las Comisiones Obreras y llevarse por delante a sus dirigentes. El día que mataron a Carrero había tensión en todo Madrid porque no se sabía si habría manifestaciones o algún tipo de acto clandestino en solidaridad con los procesados. La vista, sin embargo, no llegó a empezar; la noticia del asesinato llegó antes. A partir de ese momento, los activistas de izquierdas se aplicaron a buscar lugares donde dormir distintos de su propio domicilio. En realidad, no les pasó nada, pero eso no quiere decir que no estuviesen en peligro. Al parecer, uno de los elementos más radicales del fascismo español, el general Iniesta Cano, entonces director general de la Guardia Civil, quiso enviar un telegrama a sus comandancias ordenando detenciones masivas de izquierdistas, con empleo de armas de fuego por medio si había problema. Fue frenado por los oficios de Torcuato Fernández Miranda.

El gobierno tenía una reunión ese día. En Castellana 3, si no me falla la memoria. Era una reunión para tratar de discutir y coordinar algunas decisiones aperturistas, pues en aquel momento ya era totalmente aceptada la idea de la evolución del régimen; las diferencias estaban en lo que unos y otros entendían por evolución. Según nos cuenta un ministro falangista de aquel gobierno (José Utrera Molina, Sin cambiar de bandera, Madrid, Planeta, 1989), días antes del atentado, en una reunión del gobierno de materia económica, habían surgido discrepancias políticas que habían aconsejado a Carrero convocar una reunión política, monográfica, para aquel mismo día 20. Según le confesó a Utrera la mano derecha de Carrero, el ministro subsecretario de la Presidencia José María Gamazo, Carrero tenía la intención, en esa reunión, de soltar un speech que obrase como puñetazo encima de la mesa y obligase al gobierno, aperturistas incluidos, a cerrar filas en defensa del régimen y del franquismo. No pudo dar, sin embargo, tal discurso.

La mayor parte de los ministros llegaron a Castellana 3 sin saber lo que había ocurrido; todavía a las 10 de la mañana, a Utrera le cuenta su colega de Obras Públicas, Gonzalo Fernández de la Mora, que el presidente Carrero se encuentra muy grave a causa de una explosión de gas.

Por su parte, Franco, según los testimonios que tenemos, recibió la noticia sin querer creer que fuese un atentado. Por dos veces en la misma conversación, trató de «convencer» a Fernández Miranda (que fue quien le llamó pues era vicepresidente del gobierno) de que podría tratarse de una casualidad o un accidente. Al coronel de Artillería Antonio Galbis, una de las dos personas (junto con Vicente Gil, entonces su médico personal) que le dio al general la noticia, le sorprendió la insistencia con que Franco se empeñó en que le fuesen minuciosamente detalladas las heridas y lesiones sufridas por Carrero. Según Utrera, en la mañana del día 22, cuando se iba a producir el entierro de Carrero al que no asistió, Franco le confesaría a un ayudante suyo, el capitán de navío Antonio Urcelay: «me han cortado el último hilo que me unía al mundo».

Aquella Navidad, Franco sorprendería a los españoles con un recuerdo del atentado en el que pronunció su famoso «no hay mal que por bien no venga», cuya exégesis rompió muchas meninges en aquellos tiempos. Es el día de hoy y yo creo que aún no está muy claro qué quiso decir. Lo cierto es que se tomó tiempo para nombrar el nuevo presidente del gobierno. El día 24, Nochebuena, el caudillo y el presidente de las Cortes, Alejando Rodríguez de Valcárcel, manejaron aún una lista de 25 nombres que, tras algunas horas de tira y afloja, quedan reducidos a cinco:

* El propio Rodríguez de Valcárcel, de cuya fidelidad franquista no caben dudas.
* José Antonio Girón, de quien hablaremos enseguida.
* El almirante Nieto Antúnez, de la estirpe militar de los que ganaron la guerra.
* Manuel Fraga, el toquecito aperturista.
* Carlos Arias Navarro, a pesar de que era ministro de Gobernación en el gobierno Carrero y era, por lo tanto, el ministro del Interior al que la ETA le había metido un gol por toda la escuadra.

Con la muerte de Carrero, los azules desplegaron toda su capacidad de influencia. Consiguieron, de hecho, que Franco se olvidase de la tentación de contestar a los hechos buscando un sucesor de Carrero aún más bunkerizado que él. O sea: hoy en día, un búnker es una trampa de tierra que encontramos en los campos de golf. Pero entonces la palabra búnker llamaba a esas pequeñas fortalezas que se usan en las guerras, normalmente para defender posiciones atacables como las playas. El búnker, a principios de los setenta en España, significaba la fortaleza en la que estaba refugiados los franquistas irredentos, los ganadores de la guerra, los enemigos de la reconciliación.

El principal elemento del búnker franquista era, en mi opinión, José Antonio Girón de Velasco, falangista viejo que había ocupado diversos cargos en los gobiernos de Franco y, a principios de los setenta, representaba el No pasarán del más rancio guerracivilismo franquista.

El día 26, después de haber pasado la Navidad en familia, Franco se reúne de nuevo con Rodríguez de Valcárcel. En ese momento, el general considera que el propio Valcárcel o Girón deben presidir el gobierno (o sea: mantenella y no enmendalla). Sin embargo, ambos candidatos presentan un impedimento legal: al ser miembros del Consejo del Reino, deben dimitir de dicho cargo antes de poder presidir el gobierno, y eso supone dilatar un nombramiento que ya tarda (el plazo para nombrarlo expira el 28, día de los Inocentes). En esas circunstancias, Franco se decide por Nieto Antúnez. Sin embargo Ucelay, el ayudante de Franco, le convence de que Nieto Antúnez carece de apoyo y carisma y de que su nombramiento será mal recibido (o al menos esto es lo que nos cuenta Utrera Molina en sus memorias). Ante las dificultades de tiempo, Franco se decide por Carlos Arias (lo cual, si es cierta la versión de Utrera, vendría a significar, por eliminación, que no quiso que Fraga fuera presidente del gobierno).

El general, por lo tanto, se decidió por un civil con pedigree franquista, pero algo más acomodaticio: Carlos Arias Navarro (el de «Españoles, Franco ha muerto»). En realidad, para mí la figura importante del gobierno Arias no era tanto él como su vicepresidente Antonio Carro

Independientemente de versiones y relatos, que Girón esperaba tocar pelo y que quedarse fuera no le gustó un ídem lo demuestra, a mi modo de ver, el gironazo que protagonizó aprovechando la celebración falangista de Alcuberre, del que algún día hablaremos, si os apetece.

El 12 de octubre de 1974, ante las cortes, Carlos Arias Navarro pronunció un discurso que estaba llamado a hacer girar los goznes de la Historia del franquismo; un discurso que se anunció por el régimen como aperturista y democrático y que recibió el ampuloso nombre de El Espíritu del 12 de febrero. Lo cierto es que aquel Espíritu fue más bien un Fantasmilla. Una reforma con la boca pequeña y, sobre todo, lampedusiana, en la que todo se modificaba para que nada cambiase. Se anunciaba la puesta en marcha de asociaciones políticas, pero éstas debían estar dentro de la ortodoxia del régimen. En el fondo del Espíritu del 12 de febrero late la convicción por parte de Franco en el sentido de que los partidos políticos, la dicotomía entre derechas e izquierdas, era tóxica para cualquier país y para cualquier sociedad. El caudillo estaba dispuesto a aceptar una evolución del régimen, pero siempre respetando sus presupuestos básicos, que eran antipolíticos y antidemocráticos.

El Espíritu del 12 de febrero fue un fracaso. A los del búnker les cabreó, pues lo vieron como una muestra de innecesaria debilidad del régimen franquista. A las fuerzas democráticas, dentro y fuera de España, les convenció de que con Franco sería imposible una transición a la democracia. A partir de ese día, el antifranquismo, como en el refrán indio, se sentó en la puerta de su casa hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Que no tardó ni dos años en pasar.

Pero esto fue posible porque el enemigo, antes, había perdido a su lugarteniente. ¿Qué habría ocurrido de morir Franco en 1975 con un almirante Luis Carrero Blanco aún en plenitud de facultades y llevando la manija del gobierno y de las Cortes? Puede que nada: según, de nuevo, Utrera Molina (ibidem, página 83), el entonces príncipe Juan Carlos, en entrevista con Carrero cuando éste era presidente del gobierno, le dijo que, caso de morir Franco, esperaría de él que se retirase de su puesto para dejar paso a la evolución, y el almirante accedió.

Otro aspecto surgido del atentado fueron las muchas teorías conspirativas. Un comando de cuatro terroristas vascos fue capaz de construir un túnel por debajo de la calle Claudio Coello y colocar una bomba asombrosamente coordinada con el paso del coche de Carrero. Se ha dicho que algo de esta magnitud no se podría haber hecho sin el conocimiento de los Estados Unidos, pues su embajada está muy cerca y tenían que haber detectado las excavaciones; se ha dicho que no es posible que el túnel no fuese descubierto si algunas semanas antes visitó España el secretario americano de Estado, Henry Kissinger, lo que provocó los típicos controles de seguridad. Se ha dicho que tras el atentado se tardó, extrañamente, un montón de horas en poner controles en las carreteras. Se han dicho muchas cosas, pero yo creo que la mayor parte son imaginaciones.

Puede que los americanos tengan hoy sensores detectores del movimiento y cosas muy sofisticadas, pero en 1973, sinceramente, lo dudo. Con posterioridad a dicho año, en ocasiones mucha posterioridad, las embajadas de Estados Unidos han sufrido atentados catastróficos en países mucho más calientes de lo que era la España de 1973, un país en el que la CIA podemos apostar que no pensaba en una probabilidad de atentado contra su embajada superior al cero coma algo por ciento. En estas circunstancias, pretender que la embajada de la calle de Serrano tuviese complejísimos sistemas de detección de túneles (que alcanzasen más allá de sus puras inmediaciones, pues el lugar donde murió Carrero está cerca, pero no al lado) es un poco fatuo. De tener dicho sistema a punto, EEUU lo habría colocado en cincuenta embajadas del mundo antes que en la de Madrid.

No sé si este blog lo lee algún ingeniero que nos pueda alumbrar al respecto.

Por lo que se refiere a Kissinger, que yo sepa no pasó por la calle Claudio Coello.

En cuanto a las operaciones de control de carreteras, es fácil hacer reproches. Pero hay que entender que aquella España, aquella policía, no estaba acostumbrada a sufrir atentados, mucho menos magnicidios, en el mismo Madrid. Su lentitud pudo ser torpe, pero lo que no fue es ilógica.

miércoles, diciembre 20, 2006

Cositas para leer

No sé cuántos de vosotros seguís el tráfico de comentarios que registran estos post, pero en el último de ellos (penúltimo, con éste), Teramenes ha colocado un comentario con la recomendación de una novela histórica: Los novios, de Alessandro Manzoni.

Bueno, he pensado que, dado que enfrentamos días de solaz y tiempo libre, sería bueno que os dejase aquí algunos comentarios sobre novelas históricas que creo son entretenidas de leer.

Una novela histórica se puede leer, a mi modo de ver, por dos razones. La primera, universal, porque el estilo o la historia enganchen; en realidad, no estaremos leyendo entonces una novela histórica, sino una buena novela, sin más. El segundo motivo es más puro: leemos la novela porque, además de estar bien escrita, ofrece datos interesantes y precisos sobre la época en la que transcurre la trama.

En esta segunda categoría, en mi humilde opinión, el mejor novelista histórico es Gore Vidal. Vidal es un escritor y politólogo norteamericano, aunque creo que vive en Italia, que ha escrito varias novelas ambientadas en los tiempos antiguos (tales como Creación, Juliano el Apóstata o El conde Belisario, para mí la mejor de las tres); pero, sobre todo, se ha dedicado a historiar los últimos 200 años de la vida de su propio país. En algunas de sus novelas da continuidad a los personajes y el conocimiento que tiene de los hechos le lleva a contar historias cuyos protagonistas son los propios personajes históricos, lo cual se agradece. Si hemos de encontrarle un pero, yo diría que, a veces, se le nota que escribe para personas que han hecho el bachillerato en Estados Unidos, y con aprovechamiento además. Quiero decir que da algunas cosas por sabidas que no lo están tanto para lectores no estadounidenses.

Dos escritores sajones más que no os podéis perder son Robert Graves y Coleen McCollough. Graves escribió en la primera mitad del pasado siglo una obra monumental, Yo, Claudio, seguida de Claudio el dios y su esposa Mesalina, que fueron llevados a la televisión, ahora mismo no recuerdo si por la BBC o por Granada TV, en una magistral obra de teatro filmada. Os recomiendo los libros y los DVD, ambos, sobre todo para aquellos que me leais y que, teniendo, digamos, menos de treinta y pocos años, no habéis tenido la posibilidad de ver la serie cuando la pasaron por la tele española. Los aficionados a Star Trek tienen el beneficio añadido de poder ver al capitán Jean-Luc Pickard en el papel de Elio Sejano, el sanguinario jefe de la guardia pretoriana del emperador Tiberio.

Esta recomendación tiene la ventaja de que, por una vez en la vida, es absolutamente irrelevante que leais primero los libros y veais luego la serie, o al revés. Los guiones le son absolutamente fieles a la obra de Graves y, en realidad, da igual la imagen que os hagais de Claudio al leer el libro: Derek Jacobi os la va a borrar.

Coleen McCollough se hizo famosa en el mundo entero con un libro, El pájaro espino, que narra la historia de amor imposible entre la hija de unos granjeros australianos y un ambicioso cura. Sin embargo, además de ser capaz de escribir argumentos de amoríos más o menos atrayentes, McCollough es una escritora con una erudición histórica admirable, especialmente sobre la antigua Roma. Con esta temática ha escrito una serie de libros que comienzan en la juventud de Cayo Mario y terminan con Julio César (es decir: de alguna manera, analiza las décadas en las que Roma pasó del sistema republicano al imperial). Si te interesa la Historia de Roma, ésta es tu colección. Deberás leer unas cuatro o cinco mil páginas, pero te aseguro que no te va a pesar.

Si lo que te pasa es que todo lo que te mola de Roma es la figura de Julio César, entonces tienes dos píldoras más tragables: El joven César y César Imperator, obra de Rex Warner. En esta novela, el autor fantasea con la idea de que la noche antes de ser asesinado en la escalinata del Senado, Julio César ya barrunta la conspiración y, en la madrugada, hace un repaso, en primera persona, de su vida. Excelente.

Otra joya de la novelística de la antigüedad es Nerópolis, de Hubert Monteilhet. Las cartas que el joven Kaeso le escribe a su padre desde Grecia, donde estudia, consultándole si debe hacerse homosexual dado que todos sus compañeros de academia lo son, no tienen desperdicio.

Últimamente, con toda esta discusión un tanto sicoanalítica que tenemos los españoles sobre desde cuándo somos España y tal, está bastante de moda hablar y leer sobre los Reyes Católicos, Isabel y Fernando. A mí la novela que más me gusta en este terreno es Fernando e Isabel, de Hermann Kesten. Evidentemente, un novelista histórico tiene que adoptar tesis con las que quizá no comulguemos, y Kesten defiende una (la del presunto enamoramiento entre Isabel de Castilla y Gonzalo Fernández de Córdoba) en la que yo, la verdad, creo menos que en la posibilidad de que el Nástic gane la liga. Pero la novela es excelente.

Otras épocas, otras novelas. Sobre los Estados Unidos de la época de la guerra civil me gusta La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Garganus. De la Alemania prenazi he leído, con mucho gusto, Una princesa en Berlín, obra de Arthur R. G. Solmssen. Acerca de la Rusia estalinista, en tono ferozmente crítico, la excelente Los hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov, seguida de una continuación, para mi gusto algo más floja, que creo que se llama Terror.

De la revolución francesa no os podéis perder La sombra de la guillotina, de Hillary Mantel (nota para revisitadores: en la primera versión de este post decía aquí, por error, Pamela Marcantel); y la trilogía escrita por Robert Magerit (aunque en esta estorba un poco, en mi opinión, la historieta de amor más o menos imposible que le da unidad al argumento).

Obra maestra de la novela histórica, como libro singular, es Bomarzo, de Manuel Mújica Lainez. De verdad, tenéis que leerla. Todos. El mundo de la nobleza italiana renacentista, la corte medicea, los condottieri... Si todo eso os parece fascinante, Mújica os lo va a elevar al séptimo cielo. Bomarzo cuenta la historia de un noble menor de una de las grandes familias italianas los Orsini, contrahecho y débil, que, por una serie de circunstancias, llega a ser la cabeza de su casa. Cada vez que leo en este libro, la escena de la coronación de Carlos V en Bolonia, que Orso Orsini observa desde un balcón, escucho la batahola de sonidos que el autor describe. Literatura en estado puro.

Si os gusta ese subgénero, hoy en día tan de moda, de las novelas detectivescas ambientadas en épocas históricas, os recomiendo las novelas de Paul Doherty en las que cuenta las andanzas del forense de Londres, sir John Cranston, y su amigo el fraile Athelstan, en la época del rey Ricardo II. Si os fascina Londres, además, debéis leer la novela Londres, de Edward Rutherfurd.

Y también podéis leer novelas que no lo son. Por ejemplo, un libro de investigación histórica que escribió Carmen Martín Gaite, El proceso a Melchor de Macanaz, que se lee como una novela. Algún día hablaré de este libro en otro post.

En fin, todo esto no es sino una lista tentativa, para abrir boca. Mi intención no es otra que excitaros para que dejéis alguna que otra recomendación.

Buena luna y buena lectura para todos.

lunes, diciembre 18, 2006

Mantua vs Iraq: el Imperio contraataca

Una de las cosas agradables que tiene conocer un poco la Historia y, además, hacerlo por pura afición, sin tener que cumplir con idoneidades varias, filias y fobias de catedrático, y demás
especies, son los parecidos razonables.

Hay personas en este mundo que piensan que en el devenir del hombre ocurren historias nuevas y otras que piensan (pensamos) que, a pesar de que no tenemos más allá de 5.000 añitos de historia, ya lo hemos inventado casi todo. Un ejemplo: el otro día discutía yo con un amigo mío sobre si internet se debe escribir con mayúscula (tal y como hace mi programa de Word por defecto, por ejemplo). Yo defendía la minúscula y mi mayúsculo contertulio atacaba diciendo que internet es muy importante, que ha supuesto un giro copernicano en los modos de hacer de nuestra economía y de nuestra sociedad. A lo que yo le contesté: pues, vale; pero, si aceptas ese criterio, ¿por qué escribes con minúscula agricultura, ganadería, fuego, rueda y ferrocarril?

Mi coglobloguero Inasequible es un fiera en esto de los parecidos razonables. De hecho, yo creo, no lo sé, que probablemente sea lo que más le guste de la Historia. Hoy nos trae uno bien distante, pero si os animáis a leer su post, veréis que al final la cosa tiene su miga.

Los paralelismos entre la guerra de Iraq y el conflicto mantuano del siglo XVII. Ahí es nada.

Le cedo la palabra.

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Por un pequeño ducado

By Inasequible Aldesaliento



Una cosa que me divierte de la Historia es ver cómo los hombres de estado se equivocan. Comienzan una aventura, creyendo que obtendrán buenos réditos con rapidez y facilidad y luego se encuentran que se han metido en un cenagal del que no pueden salir y han desencadenado fuerzas que no pueden controlar.

Un ejemplo contemporáneo de esto es la guerra de Iraq. Quienes la planearon, pronosticaron un conflicto breve y de coste asumible, que les proporcionaría el petróleo iraquí y un régimen amigo en Bagdad. Lo que obtuvieron fue un conflicto que ya dura tres años y medio, cuyos costes en vidas y dinero han superado hasta las previsiones más pesimistas, y varias consecuencias inesperadas: Iraq se ha convertido en un semillero de terroristas y el país va camino de convertirse en un Estado fallido y de paso en “infectar” a sus vecinos.

Algo similar a lo que le ha pasado a Estados Unidos en Iraq, le pasó a España en 1628 en Mantua. Una aventura que se prometía sencilla se convirtió en un quebradero de cabeza descomunal.

El 26 de diciembre de 1627 murió el duque de Mantua Vincenzo II, último miembro varón del linaje de los Gonzaga. El territorio mantuano constaba de Mantua propiamente dicha, al este del Milanesado, y el marquesado de Montferrato, al oeste. En Monferrato se encontraba la ciudadela de Casale, que dominaba el valle superior del Po. La heredera más próxima de Vincenzo II era su sobrina, la princesa María, pero existía el inconveniente de que la sucesión por vía femenina no estaba permitida en Mantua, aunque sí en Monferrato. Por vía masculina, el candidato con más derechos era el francés duque de Nevers. El duque de Nevers, anticipándose a los acontecimientos y con un gran sentido del tiempo o una increíble suerte, había enviado a su hijo, el duque de Rethel, a Mantua a finales de 1627 para que se casase con la princesa María.

El duque Vincenzo dio sus bendiciones al matrimonio y tres días después murió. El duque de Rethel tomó posesión de Mantua en nombre de su padre. Aunque había habido alguna irregularidad como la de no haber formulado una petición formal al Emperador en su condición de señor de Mantua, desde las concepciones legales de la época, había poco que se pudiera decir en contra de la sucesión en la persona del duque de Nevers.

España, sin embargo, lo dijo. La idea de que el Milanesado quedase enmarcado entre dos territorios controlados por un duque francés causaba escalofríos en Madrid. Consultada la junta de teólogos, ésta dictaminó que mientras el Emperador no declarara al duque de Nevers sucesor legítimo del duque de Mantua, España debía ocupar el Monferrato en nombre del Emperador para sostener su autoridad, pero sin la idea de hacerse con territorios. Cuando un político recurre a dictámenes sesudos y a fórmulas alambicadas para justificar lo que se propone hacer, eso quiere decir que va a ejecutar algo inmoral o ilegal o ambas cosas a la vez. El dictamen de la junta de teólogos, si se hubiese formulado en el siglo XXI, seguramente habría hablado del derecho de Felipe IV a hacer una guerra preventiva contra el duque de Nevers.

Desde el primer momento la aventura mantuana salió mal. Cuando el gobernador español en Milán, Gonzalo de Córdoba, estaba preparándose para actuar, llegaron noticias de que el Emperador no autorizaría la intervención militar que iba a producirse en su nombre. A la desesperada, Madrid intentó buscar otra hoja de parra que le tapara las vergüenzas y empujó al duque de Saboya a que penetrara en el Monferrato para que la intervención militar española pudiera disfrazarse de protección del territorio en tanto el Emperador tomaba su decisión final.

En mayo de 1628, Gonzalo de Córdoba inició el sitio de Casale. Para entonces el Emperador había decretado el secuestro de los territorios mantuanos, pero seguía sin autorizar la intervención española. El éxito suele hacer que a menudo se perdone la inmoralidad. Lo malo es que los españoles no fueron exitosos. Gonzalo de Córdoba era un general demasiado cauto, al que encima se le habían proporcionado hombres y ducados insuficientes. Casale no cayó.

A finales de 1628 España sufrió un desastre de primera magnitud: la flota de la plata, es decir las naves que cada año proveían desde América la plata con la que el Estado respondería a los adelantos (asientos) realizados por los banqueros genoveses, alemanes y portugueses, cayó en manos de los holandeses. A ese desastre le siguió una sorpresa mayúscula: contra todo pronóstico y desafiando al mal tiempo, a finales de febrero de 1629 el ejército francés cruzó los Alpes y derrotó a los saboyanos en una extraña batalla, cuyo resultado puede que estuviera amañado para dar a Carlos Manuel de Saboya una excusa para marcar distancias con sus hasta entonces aliados españoles. Carlos Manuel de Saboya, hombre tan astuto como carente de principios, se apresuró a firmar un tratado con los franceses, por el cual obtenía parte del Monferrato a cambio de dejar que las tropas francesas pasaran por su territorio y de ayudarlas a levantar el sitio de Casale. Gonzalo de Córdoba levantó el sitio de Casale voluntariamente, antes de que le forzasen a ello. Fue llamado a Madrid y le reemplazó Ambrosio de Spínola.

En junio, finalmente, el Emperador se decidió a enviar a 70.000 hombres al norte de Italia y puso de manifiesto la verdad que hay en el viejo dicho: Dios me guarde de mis amigos, que de mis enemigos ya me guardo yo. El Emperador pretendía que esa ingente armada (a España le hubieran bastado 15.000 hombres para los objetivos que se proponía) fuera mantenida a costa del Milanesado. Al menos la presencia de ese ingente ejército permitía esperar que la situación en el norte de Italia mejoraría y que la campaña de 1630 sería exitosa y tal vez definitiva. Pues bien, no fue ni lo uno ni lo otro.

En marzo de 1630, un ejército francés entró en Saboya, la atravesó y tomó la fortaleza de Pinerolo. El ejército imperial tomó Mantua. Y los españoles… siguieron intentando tomar Casale.

En agosto, la intervención sueca en el norte de Alemania obligó al Emperador a retirar a la mayor parte de sus tropas del norte de Italia y a buscar rápidamente una solución a lo de Mantua. En octubre de 1630 se firmó el Tratado de Ratisbona por el cual los franceses se retiraban de Italia y a cambio el Emperador investía al duque de Nevers como nuevo duque de Mantua. La cuestión de Mantua fue finalmente finiquitada en los dos tratados de Cherasco de abril y junio de 1631, que no vinieron a cambiar lo fundamental del Tratado de Ratisbona.

La ironía final del asunto es que mientras que los españoles no pudieron hacerse con Casale, los franceses no devolvieron Pinerolo, en contra de lo pactado.

Muchos años después, un Felipe IV viejo y amargado consideraría Mantua como el inicio del declive de su reinado, y no le faltaba razón. En Mantua España se había desprestigiado, apareciendo como una potencia matona e irrespetuosa del derecho internacional. Asimismo había derrochado en tres años diez millones de ducados, para no obtener absolutamente nada a cambio. Mantua había desviado los esfuerzos españoles de la guerra contra Holanda que hasta ese momento había ido relativamente bien encaminada y en Francia había dado alas a los sectores más belicistas y partidarios del enfrentamiento con España.

Después de Mantua ya sólo era cuestión de tiempo que Francia y España entraran en guerra y cuando eso ocurriera, lo único que quedaría con los holandeses sería firmar una paz lo menos mala posible.