jueves, abril 30, 2020

Fernando (36: un ciruelo tras otro)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

A las reclusiones de Macanaz, San Carlos y Escoiquiz había que sumar, para tener un retrato fiel de las difíciles relaciones entre los ex reyes de España y el dueño del país, el tema financiero. El 4 de septiembre, los mantenidos de Valençay cobraron la pensión vencida el 11 de agosto; pero en el pago ya no se incluía el estipendio personal de Fernando, que jamás volvió a pagarse. Los franceses adujeron que el flujo de rentas de España se había detenido, así pues no había posibilidad de pagar lo comprometido. El marqués de Ayerbe, entonces, hubo de diseñar las economías de la familia. Se recortaron los gastos y, sobre todo, se vendieron varios caballos de la considerable cabaña que habían acumulado los Borbones a base de compras. A los franceses no les gustó nada el gesto por lo que suponía de publicidad de las dificultades de la familia real española e, incluso, pudieron estar a punto de encarcelar al responsable de las medidas, es decir Ayerbe (pero esto de la cárcel lo cuenta el propio Ayerbe, así que...)
Al parecer, hubiera o no hubiera cárcel, uno de los problemas de Ayerbe fue que se labró un enemigo muy maniobrero en Salvador Castro, el guitarrista español que habían contratado los Borbones para que les tocase La Macarena de cuando en cuando. En el marco de las economías, parece que Ayerbe despidió a Castro, y éste respondió malmetiendo con los franceses. Un personaje curioso, este Castro, del que apenas sabemos que, casado en España, se fue a París y allí probablemente se casó de nuevo, y que vivía en el 14 de la rue de Provence.

Aunque el deseo de los franceses, y el intento de Talleyrand, había sido probablemente que las reales personas se encoñasen con alguna de las ninfas que los rodeaban, finalmente no fue eso lo que pasó. Fue el marqués de Guadalcázar, Rafael Antonio de Souza, quien se encoñó de la jovencita Ernestina Godeau d'Entraigues. Souza más que la triplicaba en edad, pero aun así se hicieron novios y, poco tiempo después, fueron a los esponsales.

El 4 de noviembre de 1808, Napoleón atravesó la raya de España y se dejó caer por Tolosa. Al día siguiente, le informaba a su mujer de que partía hacia Vitoria, donde estaría poco tiempo y donde j'espère que tout cela sera bientôt fini; pensaba Napo, pues, llevarse por delante el problema español en un pis pas.

El 10, el emperador abandonó Vitoria, hizo noche en Cubo de Bureba y llega después a Burgos, donde estará hasta el día 23. El 29 está en su cuartel general de Boceguillas, preparando la subida a Somosierra; un paso de montaña que franqueará con pocas dificultades, gracias al empuje de su caballería, muy superior a las tropas españolas del general San Juan, encomendadas de la defensa del paso. El 2 de diciembre, Napoleón está en Chamartín, entonces un pueblo distinto de Madrid. Allí se aloja en la quinta del duque del Infantado; y en ese palacete se firmará, definitivamente, la capitulación de la capital, el día 4. A los amantes de los detalles les diré que, el mismo día 3, Napoleón dirigió el ataque sobre la ciudad, según nos relata Galdós, desde una finca posteriormente denominada Los Pajaritos (Los Pajaritos parece haber sido una denominación antigua de la actual calle Velázquez), que estaría limitada, más o menos, por las actuales calles Velázquez, Ayala, Lagasca y Don Ramón de la Cruz. Y la firma de la capitulación se hizo sobre una mesa propiedad del colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, regentado por los jesuitas de Chamartín.

A mediados de mes, nos relata Mesonero, los dos Bonaparte Bros entraron en Madrid por la puerta de Recoletos. En el palacio real, colocando su mano sobre uno de los leones esculpidos, y refiriéndose a España, habría musitado el emperador: je la tiens, en fin.

Inmediatamente tras lograr la reinstauración de su hermano (a quien, por cierto, le dirá, tras entrar ambos en el Palacio Real: “tú estás mucho mejor alojado que yo”), Napoleón salió de Madrid para perseguir a las tropas de sir John Moore, cuya peripecia española ya hemos contado con pelos y señales. Como también hemos contado en ese relato, estando en Astorga, Napoleón recibe despachos que le informan de que en Centroeuropa se prepara una nueva coalición contra él, así pues resuelve que debe regresar para ponerse al frente de sus ejércitos. Deja, pues, a Soult en España, encargado de terminar la labor que él mismo ha empezado.

Napoleón entró en España bastante encabronado. Él creía haber dejado las cosas claras en Bayona y, además, lo más probable, lo aplastantemente lógico diría yo, es que hubiera asumido que, pastueña como estaba la casa real española respecto de sus intenciones, el pueblo español, que no era otra cosa que un pueblo súbdito, no haría sino aceptarlo. El gesto de no aceptarlo es lo que dibuja la grandeza de la Guerra de la Independencia (que, según algún que otro parlante, no podemos apelar de Española, pues por lo visto las naciones no existen hasta que no ponen por escrito que existen); pero hay que reconocer que esa misma grandeza dibuja la gran dificultad que se presentaba, en esos momentos, a la hora de entender el percorrer de los hechos. Napoleón había pensado que los españoles le rendirían la misma pleitesía que los Borbones porque tenía la loca creencia (pero lógica, en su tiempo) de que un país puede ser una dinastía de reyes apenas un siglo y pico antes extranjeros (en este sentido, debo decir que yo nunca he entendido por qué a los Habsburgo los llamamos los Austrias, pero a los Borbones no los llamamos los Francias, que es lo que son). El país, no obstante, era otra cosa, y en esto le salió rana, tanto a Napoleón como a Carlos y Fernando de Borbón.

Cabreado como estaba Napoleón cuando tuvo que entrar en España a reinstaurar a su hermano, su cabreo se dejó sentir también en Valençay: la situación de los ilustres prisioneros empeoró. En primer lugar, se los secó de información, de forma que en el castillo ya sólo entraba la prensa francesa. Asimismo, se decretó que nadie que no tuviese un cargo en el castillo podía entrar en él, por lo que se acabaron las visitas de parvenus más o menos bienintencionados.

A primeros de 1809, el infante Carlos enferma de la boca, lo que hace que San Carlos y Escoiquiz le soliciten a Fouché la remisión de un dentista. Es bastante obvio que los franceses no debieron atender la petición, puesto que a mediados de febrero los españoles la reiteraron. Poco a poco, se fueron cansando bastante de las ocupaciones primigenias, todo eso del baile y tal. Como quiera que ahora, a causa de las bajas provocadas por los confinamientos decretados por los franceses, el principal personaje de aquella Corte fantasma era el cura Blas Ostolaza, confesor del rey, los tres Borbones se dieron a la religión; obtuvieron del arzobispo local permiso para tener expuesto en la capilla el Santísimo Sacramento, y allí pasaban las horas, rezándole.

Tan religiosos como se habían vuelto, parece lógico que para ellos adquiriese una gran importancia celebrar la Semana Santa de aquel 1809, que abrochaba los meses de marzo y abril. Hicieron todos los preparativos necesarios pero, sin embargo, el mismo Jueves Santo, los franceses le entregan a Fernando un despacho que contiene órdenes del emperador para que “todos los oficiales y demás individuos de la servidumbre de los Príncipes” sean reclamados, por lo que tienen dos días para salir hacia Auch. Sólo se exceptúan de las órdenes los parientes de Escoiquiz y unos pocos criados.

Quedaron en Valençay: con Fernando, el contador Antonio Moreno y Pedro Collado; con Carlos, Manuel Moreno; y con Antonio, su barbero. Del servicio general, un barrendero, dos cocineros y tres lacayos, además de Juan Gualberto de Amézaga, gracias a ser sobrino de Escoiquiz; y el doctor Vulliez, supongo que por razones de cuidado de salud. Una Corte de 12 personas; no creo que nunca hubiera caído tan bajo la monarquía española.

Ante esta situación de guerra, Amézaga (de tal palo, tal astilla) resolvió hacerse con la voluntad de las reales personas y con la administración de la ruinosa casa. Antonio Moreno, sin embargo, al parecer lo frenó en seco, por lo que Amézaga se dedicaría, crecientemente, a algo que se puede describir de una forma más fina, pero que queda muy precisamente descrito con la expresión “dar por culo”. Tanto se dedicó Juan Gualberto a decirle a los tirios que los troyanos eran gilipollas, y a los troyanos que los tirios eran imbéciles, que acabó malquistado con ambos bandos. El 27 de junio de 1809, apenas unas semanas después de la salida masiva hacia Auch, pues, él mismo es también deportado al mismo sitio, donde quedó confinado.

Mientras tanto, los retrasos de los franceses a la hora de abonar las pensiones comprometidas en Bayona seguían produciéndose, si bien en noviembre de 1809 se produjo un reequilibrio parcial de los pagos.

Una nueva ocasión para la comida de ciruelo (actividad preferida de Fernando, como se puede leer en sus cartas) se presentó con el divorcio de Napoleón respecto de Josefina y el anuncio de su boda con la hija del emperador de Austria, María Luisa. El 21 de marzo de 1810, Fernando firma una carta, que le hace llegar a Napoleón a través de su carcelero, el conde D'Arberg, en la que escribe: “¿Me atreveré a recordar a VMI y R, en ocasión tan solemne, que mi deseo más ardiente, el que me ocupa sin cesar, es el de obtener el permiso de pasar a París para ser testigo del matrimonio de VMI y R? Tanta bondad excitaría mi eterno reconocimiento y serviría para probar a toda Europa el amor sincero que profeso a vuestra augusta persona, y que permanezco y permaneceré siempre fielmente adicto a VMI y R”. Y una más, de recia lectura para un español: “Si logro este permiso, tan vivamente deseado, podré llevar a mi retiro el recuerdo venturoso y consolador para mi alma de haber, en ocasión tan próspera y tan imponente, gozado de las prerrogativas de príncipe francés; y este favor doblará el precio que le doy a tan precioso título”.

Poco tiempo después de la boda, a la que Fernando, vaya hombre, no fue invitado a pesar de ser un príncipe francés y estar encantado de serlo, el Borbón le escribe una carta al señor Barthélemy, su custodio o carcelero, en el que le pide que vaya a verlo a las habitaciones de Amézaga, a quien, por cierto, define como “la única persona que goza de nuestra entera confianza”. “Mi gran deseo”, anuncia Fernando de Borbón, “es ser hijo adoptivo de SM el Emperador, nuestro Augusto Soberano. Yo me creo digno de esta adopción, que sería, verdaderamente, la felicidad de mi vida dado mi amor y mi perfecta adhesión a la sagrada persona de SMI y R y mi sumisión y entera obediencia a sus pensamientos y a sus órdenes”.

Ciruelo tras ciruelo. Y nunca se atragantaba, el tío.

Fernando es, para entonces, eso que antes, en el lenguaje carcelario, se denominaba un membrillo. Un preso que está encantado de serlo, que sólo mira por su bienestar personal, y que está dispuesto, para acrecerlo, a hacer lo que sea. Lo que sea. Un día, una persona desconocida consigue entrar en el castillo, contactar con Fernando y hablarle de un plan de huida. Dicho plan de huida apenas tardará unas horas en estar encima de la mesa del duque de Otranto, el jefe de policía. Y, ¿por qué? Pues, sencillo: porque el rey lo ha delatado.

Muchas de las cartas que escribió Fernando fueron publicadas por la prensa francesa, que lo hacía con el propósito de servir de propaganda en España. Los pliegos franceses, en efecto, fueron profusamente distribuidos en nuestro país, como muestra de la catadura de quien, para los españoles, se había convertido en símbolo de su libertad y de su independencia. Hay que decir, en todo caso, que los españoles nunca creyeron la autenticidad de aquellas misivas; siendo las mismas, como los hechos acabarían por demostrar, totalmente ciertas; siendo, por lo tanto, totalmente cierto que Fernando prefería arrastrarse delante de los franceses para que Napoleón lo declarase su hijo adoptivo antes de intentar una huida del castillo de Valençay, los españoles todo se negaron a creerlo, todo lo supusieron invenciones de amanuenses franceses. Lo contrario, claro, habría sido como reconocer que estaban luchando en favor de un hijo de puta.

En la sesión del Consejo de España y de Indias celebrada el día 9 de junio de 1809, el conde de Torremúzquiz informó que Napoleón quería casar a la hija mayor de su hermano José con Fernando de Borbón; con lo que éste volvería a ser príncipe de Asturias, aunque con otra legitimidad. Si fueron ciertos estos planes, explicarían, sobre todo teniendo en cuenta la naturaleza acomodaticia, egoísta, cobarde y membrilla del Borbón, su escasa proclividad hacia la huida y su obsesión por ser adoptado por el emperador.

Ni siquiera ante estos datos, no obstante, quisieron los españoles en lucha creer que su rey, el rey por el que estaban muriendo a centenares, a miles, estaba mirando única y exclusivamente por sus intereses personales.

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