viernes, enero 08, 2010

The train who killed the guild star

Hace algunos siglos, cuando el mundo no era como ahora lo conocemos, surgieron las ciudades y villas. Las ciudades y villas acabaron con una figura hasta entonces existente, que era la del hombre autosuficiente. El hombre, hasta que existieron las ciudades, vivía, primero en su cueva, luego en su granja, y se regía por la regla fundamental de que consumía sólo aquello que era capaz de producir. La auténtica dieta mediterránea es el queso de cabra porque la España de toda la vida es un país de cabreros (frase ésta que facilita escribir el chiste fácil de que ahora es un país de cabrones).

Luego el hombre descubrió el trueque o, como se llama hoy en día, el barter. Poco a poco fue capaz de producir más de lo que necesitaba consumir, y con ese excedente se dedicó a hacer cambios con personas que fabricaban cosas que él no sabía o no podía hacer. El trueque y las ciudades alumbraron los oficios. El oficio puede definirse como aquella ocupación que no produce medios de vida, pero puede procurar su logro mediante el trueque. Si uno es guarnicionero no puede comer sillas de montar. Pero puede cambiar una por un solomillo y así, cambio a cambio, hacer lorza.

La historia económica que va de los siglos XII o XIII hasta el XVIII-XIX es, en buena parte, la historia de la lucha de estos oficios por mantener sus monopolios. El gran y principal ejemplo de esta lucha, por parte de los oficios, es el gremio. El gremio establecía las condiciones por las cuales se accedía a un oficio y, muy comúnmente, las condiciones en las que se ejercía. Es, pues, una institución exclusivista, que busca generar cotos de producción cerrados que, además de estar cerrados, son refractarios a la competencia: todo aquél que no pertenezca al gremio de alfareros no sólo no es alfafero, es que además no puede fabricar y vender productos de alfarería.

Los gremios desaparecieron por muchas razones. Un marxista diría que desaparecieron porque eran incompatibles con los intereses de la burguesía. En mi opinión, lo que mató la estrella de los gremios fue el proceso, imparable desde el siglo XVII, por el cual el mundo se fue haciendo cada vez más pequeño.

El gremio es un fenómeno que funciona en tanto en cuanto tienes dominio sobre todo aquél que quiere ejercer el oficio que representas. Es, por lo tanto, una institución claramente medieval, porque en la Edad Media las personas que vivían apenas a centenares de kilómetros de distancia apenas se conocían y trataban y era imposible contratar en Soria un carpintero de Estella (salvo para las grandes obras, como las catedrales) porque al navarro no le compensaba moverse por una puta mesa. Consecuentemente con lo que acabo de decir, conforme las comunicaciones se van haciendo más efectivas, los gremios tienen que extender su autoridad, y hacerla respetar, entre más personas.

A mi modo de ver, aunque los gremios ya prácticamente no existían entonces, la puntilla definitiva a eso que podríamos llamar el estilo de vida gremial se lo dio el ferrocarril. Nosotros, ciudadanos del 2009, no nos podemos hacer una idea de lo que supuso la llegada del ferrocarril, pero marcó un antes y un después para muchas sociedades y para todas las economías en las que impactó. Existiendo el ferrocarril, de repente era posible recorrer distancias enormes, y eso cambió la faz del comercio. El siglo XIX es el siglo del ferrocarril y, no por casualidad, el siglo de la desaparición de portazgos, fielatos, y demás aduanas locales.

Después de existir y extenderse el ferrocarril, los oficios tuvieron que cambiar su punto de vista estratégico. Ya no podían basar su supervivencia económica en la exclusividad y la eliminación de toda competencia. Tuvieron que especializarse y sofisticarse. Aunque la huella de los gremios es tan profunda que aún siguen existiendo hoy, de alguna manera, es eso que se llama colegios profesionales; instituciones que hasta antesdeayer por la tarde todavía decidían lo que podía cobrar o dejar de cobrar un abogado por su trabajo, que tiene tela.

La pregunta es: ¿hasta qué punto internet es el ferrocarril del siglo XXI? ¿Hasta qué punto el proceso de hacer el mundo más pequeño mediante las comunicaciones físicas no se ha repetido en los últimos 50 años con las comunicaciones de datos? Es un hecho que hoy el mundo es mucho más pequeño. Y se empequeñece a una velocidad que crece en progresión geométrica.

Los gremios medievales y barrocos hubieran deseado parar la Historia. Hubieran deseado que alguien, de alguna manera, evidentemente coercitiva, impidiese la evolución de las cosas e impidiese que ingenieros, científicos, masones, arquitectos, pusieran cada vez más en manos de la Humanidad la posibilidad de moverse a donde quisiese, cuando quisiese, para hacer lo que quisiese. Ellos hubieran preferido que todo eso se detuviese; y, con total seguridad, se sentían con derecho a ello. Con seguridad, argumentaban que el gremio tenía una función; que garantizaba que el que tuviese un oficio lo conociese bien; que daba a las relaciones económicas la seguridad de conocer el coste de un trabajo. Incluso es probable que en parte tuviesen razón.

Yo me pregunto hasta qué punto los creadores contemporáneos no estarán intentando lo mismo: parar la Historia. Internet es el ferrocarril de hoy y es un fenómeno tan imparable como lo fue aquél. La creación, fílmica, literaria, musical, pictórica, de cualquier tipo, siempre va tener que desarrollarse en un soporte. Un soporte, por definición, se puede replicar. Y todo lo que se puede replicar se puede compartir. Hasta hace muy poquitos años, vivíamos en un mundo en el que quienes querían compartir tenían una capacidad limitada para ello. Cuando yo llegué a Madrid, hace treinta años, ya había revistas y anuncios por palabras de tipos que se dedicaban a grabar discos famosos en cintas de casete y las vendían a bajo coste. Esos tipos estaban constreñidos por dos cosas: la primera, que las grabaciones que hacían eran en tiempo real, así pues cada vez que grababan un disco de 45 minutos tenían que esperar 45 minutos para hacer la siguiente grabación. La segunda es que compartir esas copias era relativamente complicado: tenían que anunciarse, tú leías el anuncio, les llamabas por teléfono, quedabas con ellos o, si no, te lo mandaban por correo. La verdad es que lo pienso y me da la impresión de que en lugar de 30 años han pasado 300.

A mi modo de ver, lo que se está produciendo con todo este follón de las copias privadas y espotifai y tal y tal es algo muy parecido a lo que sucedió con los gremios: hay un choque entre una solución, que es mantener el statu quo que había antes de que la novedad (internet) se presentase; y la otra, que es asumir el cambio de las cosas.

Los autores son claramente partidarios de la primera, y sus abogados aducen que además debe de ser así porque la ley les ampara. Y es que es lógico que les ampare, porque la ley sigue siendo la ley antigua de los tiempos antiguos. Como ya se han dado cuenta de que el estado antiguo de las cosas no es posible, se han inventado la solución del canon, cuya filosofía es sencilla: si eres un usuario de los nuevos tiempos, has de pagar una tasa por ello. La innovación es gravada con una exacción. Se impone un impuesto al paso de los tiempos.

Los gremios podrían haber hecho lo mismo. Puesto que los culpables, en última instancia, de su crisis fueron las diligencias, las carreteras y el ferrocarril, podrían haber solicitado a los reyes y gobiernos que cada ciudadano decimonónico que tomase el tren pagase un recargo con el cual se indemnizase a los gremios por no poder ya ejercer sus monopolios locales por culpa de los trenes.

Internet ha cambiado la creación y sus flujos de ingresos. En realidad, le ha dado un giro copernicano. Lo primero que hay que decir es que somos muchos más los beneficiados que las víctimas. La existencia de la red lleva camino de cargarse todos los monopolios de la creación. El monopolio de los editores de música, que decidían si Russian Red merecía ser escuchada o no, ya se ha ido, básicamente, a tomar por culo. Hay uno que ya está herido de muerte, que es el monopolio que hasta hace poco tenían los medios de comunicación de decidir qué merece ser contado como noticia y qué no. El que sigue, probablemente, es el monopolio ejercido por la industria editorial, que hoy decide qué merece ser publicado y qué no.

¿Todo esto es crimen, robo? No digo yo que no lo sea en algunos casos. Pero lo que es, por encima de todo, es un cambio de modelo. Un cambio radical. El creador, se ponga como se ponga, decubito supino o decubito prono, va a poder confiar cada vez menos en la existencia efectiva de un intermediario que controla la difusión de su obra y le retribuye de acuerdo con dicha difusión. El creador, se ponga como se ponga, encontrará cada vez más inútil la existencia del gremio de creadores. Y, ¿va a ser eso el fin del mundo? Pues me cuesta creer que sea así. Supongo que el hall of fame de los pirateados estarán Shakira y Alejandro Sanz, y a ninguno de los dos lo he visto todavía ir pidiendo por la calle. Las revoluciones también son evoluciones. Lo que probablemente está a punto de surgir es un nuevo modelo de relaciones económicas; como ocurrió con el ferrocarril. Y los modelos de relaciones económicas se basan siempre en el beneficio mutuo, porque una relación económica en la que una parte lo gana todo y la otra nada no es una relación económica.

Los creadores, pues, pueden seguir tirando de las riendas, refrenando al futuro. O pueden ponerse a pensar sobre cuáles pueden ser las nuevas bases sobre las que debería asentarse ese hecho económico llamado creación.

Pero, por mucho que se obstinen en dejar el tema para mañana, no por eso la Historia dejará de andar sus pasos.

miércoles, enero 06, 2010

La caída de la URSS (2): Comunismo versus nacionalismo

Continuamos hoy con el asuntillo de la caída de la Unión Soviética con otro asunto que es de gran importancia para entenderla: el nacionalismo.

La URSS es un experimento único en la Historia por muchas razones. Esto es lo que la hace tan interesante. La primera, clara, evidencia, es que es un experimento de puesta en marcha de una economía centralizada con un tipo de relaciones de producción desconocidas hasta el momento en las sociedades desarrolladas. En este punto la verdad es que las cosas no le salieron muy bien, pero ciertamente la economía centralizada, basada en esquemas sin propiedad privada, tiene sus defensores.

Pero la URSS fue un experimento desde más puntos de vista. Y hay uno que me parece especialmente interesante, a la par que muy poco estudiado: el choque producido entre nacionalismo y comunismo.

En puridad, el comunismo no puede ser nacionalista. El comunismo es internacionalista y clasista. Un comunista de Baracaldo está, digamos, obligado a sentir más proclividad hacia un trabajador no cualificado de Pakistán que hacia un tendero de Bilbao. Esto la realidad de las cosas (entre otras, la muy importante realidad de que el comunista de Baracaldo no va a ningún lado en unas autonómicas vascas si lo que tiene es el apoyo de los obreros pakistaníes) lo matiza mucho, pero es un hecho que está ahí. Y que impregna, en buena medida, la Historia de la URSS y su, por decirlo en sus términos marxistas, dialéctica histórica.

Por decirlo mal y pronto, la URSS es el último gran experimento histórico que ha creído que podía con los nacionalismos. Que estaba por encima de ellos. Los padres del bolchevismo creían firmemente que la lucha de la clase obrera contra la burguesía opresora era de la misma esencia en cualquier parte, así pues entendían que aquel régimen que liberase al proletariado de dicho yugo estaría por encima de la distinción entre proletarios eslavos, de origen mongol o de cualquier otra raza. Así pues, los inventores de la URSS no le prestaron demasiada atención al asunto de los nacionalismos. De la mucha y prolija literatura alumbrada por Vladimir Lenin, los nacionalismos ocupan una muy pequeña parte.

Esto fue así a pesar de que la URSS era un dédado de nacionalidades y razas. Los etnógrafos cuentan en la extinta URSS entre 90 y 100 identidades nacionales distintas y hasta 170 grupos étnicos que hablan más de doscientos idiomas y dialectos. La URSS es un cóctel variadísimo de gentes de su padre y de su madre, aunque justo es reconocer que los rusos, por sí solos, eran la mitad. ¿Por qué esta gran variedad? Pues por una razón que a muchos leninistas no les gusta admitir: Lenin fue, a su manera sí, pero fue, un imperialista.

Entendámonos: Vladimir Lenin no era imperialista. Otra cosa no sería Lenin, pero leninista, era un leninista cojonudo. En consecuencia, el primer teórico del Estado soviético no podía creer en la prevalencia de los nacionalismos ni en las ideas imperialistas. Pero, sin embargo, Lenin fue, a su manera, un gran imperialista. Cayó en el error, o mejor habría que decir en la tentación, de ambicionar que la URSS heredase los ámbitos territoriales de la Rusia zarista, que sí era un imperio.

La Rusia que heredó ese peripatético ticket formado por Lenin y Trosky comenzó a gestarse en el siglo XV, con la llegada de Iván III al frente del Gran Ducado de Moscú, que se había librado de la invasión de los mongoles unos doscientos años antes. Los moscovitas comenzaron haciendo suyas las áreas de terreno de su alrededor. Ivan IV fue el primero de estos monarcas expansionistas que logró hacer suyos terrenos no eslavos, concretamente Astracán y Kazan. En lo siglos XVI y XVII comenzó la penetración rusa por Siberia y los Urales. Luego, la victoria de Pedro el Grande sobre los suecos le dio el control de los estados bálticos. A finales del XVIII adquirió partes de la actual Polonia y en el siglo siguiente Finlandia, mientras seguía la expansión por el Este siberiano y el Cáucaso. Al final de la primera guerra mundial, de cuyo tren se bajó Rusia en Brest-Litkovsk, el país perdió Finlandia, los países bálticos y las posesiones polacas. Terminada la segunda guerra mundial, aún crecería más la URSS recuperando los países bálticos, así como partes de la Prusia Oriental, la Ucrania subcarpática, y por supuesto sus países satélite.

Lo que es importante de la Historia de Rusia APL (Antes del Padrecito Lenin) es que siempre se explicó desde el expansionismo y el panrusismo, es decir la defensa de la prevalencia absoluta de los ruso sobre todo lo demás existente en el imperio. La Rusia zarista toleró al resto de nacionalidades en su seno pero en 1883, tras el asesinato de Alejandro II, su hijo Alejandro III y el sucesor de éste Nicolás II se empeñaron en una política de rusificación sin ambages, en la que los no rusos eran presionados para abandonar su educación autóctona. La oposición a la especificidad fue especialmente dura con los judíos, que fueron obligados a vivir en las ciudades, sufrieron la imposición de periodos de servicio militar anormalmente largos y, sobre todo, fueron objeto de progromos de violencia inusitada permitidos, cuando no alentados, por el propio poder político.

En estas circunstancias, no fueron pocos los nacionalistas bálticos, ucranianos, georgianos, etc., que vieron en la revolución una ocasión para sacudirse el yugo ruso. Pero si lo pensaron, se iban a llevar una buena sorpresa.

Como hemos dicho, el marxismo no casa bien con el nacionalismo. Marx consideraba el sentimiento nacionalista como uno de los trucos usados por la burguesía para putear al proletariado (y, bien pensado, probablemente no iba muy descaminado). Esta idea fue adoptada por Lenin, quien veía en la realización del comunismo la creación de un mundo con una sola clase social, una sola nacionalidad y un solo lenguaje. La frase principal de la política leninista hacia el nacionalismo es aquélla que apuesta por un mundo futuro que provoque «no sólo la sblizhenie [colaboración] entre naciones, sino su sliyanie [fusión]». No obstante la claridad de esta apuesta, el hecho de que el bolchevismo, en parte, necesitase de los ánimos nacionalistas como aliados para la revolución hizo que Lenin relativizase algo sus posiciones y tendiese puentes con los nacionalismos. En 1916, publica su folleto «El marxismo y el problema nacional», que se convertirá en la Biblia soviética en materia de nacionalismo.

En dicho folleto, Lenin reconocía el derecho de algunos de los pueblos de Rusia (los situados más en la periferia) a solicitar su autodeterminación (¡ojo! No a obtenerla) en el momento de la revolución, y sólo entonces. Consecuentemente, según el planteamiento leninista, una vez que esos pueblos aceptasen subirse al barco soviético, ya no podrían bajarse. Obsérvese con qué elegancia resolvía el problema de los nacionalismos; bajo el esquema leninista, ningún nacionalismo tendría hoy sentido de existencia en España: puesto que los vascos una vez, in illo tempore, decidieron unirse a España, bajo el esquema leninista ya no hay vuelta atrás. En cuanto a los catalanes, al ser ellos parte del mismo centro del Estado, al ser hondamente relevantes desde el punto de vista geográfico, demográfico y económico, al no ser por lo tanto una nacionalidad periférica de España sino España misma, su derecho a plantearse su autodeterminación no existe.

Según todos los indicios, Lenin consideraba que la autodeterminación de los pueblos propugnada en su opúsculo era meramente cosmética. Probablemente, estaba convencido de que ninguna de las pequeñas nacioncillas periféricas querría jamás separarse de un trasatlántico como la URSS. Pero, en todo caso, su aceptación formal de la autodeterminación tuvo su efecto, porque no pocos grupos nacionalistas se unieron de buen grado a la revolución. Pero, conforme ésta ganaba momento angular, a Lenin los hijitos se le dejaron bigote y se le fueron de cachondeo: entre 1917 y 1918, Ucrania, Finlandia, Letonia, Lituania, Estonia, Bielorrusia, Georgia, Armenia, Azerbayán y las naciones transcaucásicas proclamaron su independencia. Lo gordo del soberanismo de estas naciones estaba en las mayoritarias capas campesinas rurales. De hecho, para entender adecuadamente la inquina con que Lenin se desempeñó durante la guerra civil posrevolucionaria (1918 a 1921) y posteriormente mediante las colectivizaciones a hostias, es importante entender este efecto: no se estaba actuando sólo contra unos campesinos que se resistían a la nueva estructura de propiedad agraria estatal. Se estaba actuando contra el núcleo duro del nacionalismo antirruso.

La Rusia aún comandada por Lenin recuperó el Cáucaso, Ucrania y Bielorrusia, aunque perdió parte de la población ucraniana con la anexión de Besarabia por Rumanía, mientras que Finlandia, Polonia y los países bálticos se mantenían independientes. Tanto Besarabia como los países bálticos acabarían en la URSS tras la segunda guerra mundial.

Con este movimiento expansionista y de control, Lenin se tragó sus propias palabras sobre la autodeterminación, consiguió lo que quería, que era una URSS suficientemente grande como para poder defenderse, y reprodujo el mismo esquema expansionista y panruso que habían llevado a cabo los zares a los que derrocó. Sin embargo, dejó un residuo importante de su pasada política en la propia Constitución de la URSS, basada en el hecho nacional, y que reconocía diversos derechos como la educación en la lengua materna, así como la concepción de la URSS como la unión de seis repúblicas: la República Soviética Federada Rusa, la República Soviética Socialista de Ucrania, la RSS de Bielorrusia, la RSS de Georgia, la RSS de Armenia y la RSS de Azerbayán. En su estructura final, la URSS estaría formada por 15 repúblicas de la unión (las eslavas Rusia, Ucrania y Bielorrusia; la moldava Moldavia; las musulmanas no trascaucásicas Uzbekistán, Kazajstán, Tayikistán, Turmekistán y Kirguizistán; las transcaucásicas Azerbayán -también musulmana-, Armenia y Georgia; y las bálticas Lituania, Letonia y Estonia) , 20 repúblicas autónomas, 8 provincias autónomas y 10 distritos nacionales.

Según la Constitución de la URSS de 1936, la República Socialista Federada de Rusia estaba formada por las repúblicas autónomas de Bashkiria, Buriatia, de los Calmucos, Karelia, Checheno-Ingushetia, Chuvashia, Daguestán, Kabardino-Balkaria, de los Komis, de los Maris, Mordovia, Osetia del Norte, Tartaria, Tuva, Udmurtia y Yakutia; así como las regiones autónomas de los Adigués, de los Judíos, de Gorno-Altái, de Jakasia y de Karacháevo-Circasia.

La República de Ucrania, por su parte, consistía en las regiones de Vinnitsa, Volynsk, Voroshilovgrado, Dnepropetrovsk, Drogobych, Zhitomir, Zaporozhe, Izmail, Kamenets-Podolsk, Kiev, Kirovogrado, Lvov, Nikolaev, Odessa, Poltava, Rovno, Stalino, Stanislav, Sumy, Tarnopol, Kharkov, Chemigov y Chernovitsy (digo yo que será en esta última donde está Chernobyl).

Georgia se componía de las repúblicas autónomas de Abjazia y Adzharia y la región autónoma de Osetia del Sur. Por su parte, Uzbekistán incluía la república autónoma de Kara-Kalpakia, y Tayikistán la región autónoma de Gorno-Badajshán.

Los felices años veinte fueron muy jodidos para la URSS. La Unión había surgido de una tremenda guerra civil y, para colmo, el Estado surgido de dicha guerra era tan nuevo que su consolidación era especialmente difícil. En ese entorno, la reacción del mando bolchevique fue no enmerdar con el asunto de los nacionalismos. Se sacrificó el panrusismo en el altar de la recuperación económica. Así pues, los años veinte son los años del máximo respeto étnico de la URSS, de la multiplicación de escuelas, teatros, etc., que operan en las lenguas maternas de los diferentes territorios y los diferentes pueblos.

Stalin, que era mucho más ducho en asuntos de nacionalidades que Lenin, continuó retóricamente la línea marcada por su predecesor e, incluso llegó a escribir que el chauvinismo ruso era el principal escollo para que se pudiera realizar la sliyanie de las nacionalidades soviéticas. Sin embargo, igual que los perros todo lo clasifican en orden al olor, Stalin era un animal de poder que todo lo clasificaba de acuerdo con eso mismo, es decir el poder. Para Stalin las cosas valiosas en tanto que pudieran aportar o conservar poder. Pronto se dio cuenta el secretario general de que los rusos, se mire por donde se mire, eran la sala de máquinas del Estado soviético. En 1946, por ejemplo, los rusos eran aproximadamente el 54% de los habitantes de la URSS; pero eran el 68% de los militantes del Partido Comunista. Stalin, pues, decidió algo que ya está en muchas de las actuaciones de Lenin (y es que eso del ticket Lenin-Stalin en plan poli bueno y poli malo es algo en lo que se puede creer sólo se si se sabe poca Historia): la construcción del hombre soviético se haría desde el ruso. El futuro protagonista de la sociedad comunista hablaría ruso, escribiría en cirílico y tendría las tradiciones de la Gran Rusia. Fue tan fuerte este pensamiento en Stalin que él, que era georgiano, ha pasado a la Historia como uno de los rusos más chovinistas que se conocen.

Hay dos factores importantes a la hora de valorar el alejamiento entre Stalin y lo soviético no ruso. El primero es que buena parte de los enemigos políticos a los que se tuvo que apiolar procedían de minorías étnicas; muy especialmente los judíos, a los cuales odiaba profundamente y a los que podría estar pensando, en el momento de su muerte, en deportar en masa fuera del país a través de la frontera china. El segundo es que, llegada la segunda guerra mundial, el secretario general del Partido Comunista desarrolló una inquina muy potente hacia las minorías étnicas situadas en los territorios que Alemania llegó a ocupar. Stalin consideraba, por ejemplo, que los ucranianos habían ayudado a Hitler a avanzar por su territorio, cuando más cierto es que Hitler, que consideraba a los eslavos seres humanos de baja estofa, untermenschen como los judíos, los trató con una crueldad y una violencia difícilmente imaginables. Asimismo, Stalin se convenció de que una pequeña minoría étnica a la vera de las montañas, los checheno-ingusetios, se había dejado invadir e incluso había señalado a los alemanes los mejores pasos por las montañas para poder llegar a los pozos de petróleo que Berlín ambicionaba. Por esta razón, terminada la guerra, Stalin deportaría a la totalidad de los chechenos a Siberia, repoblando su país con rusos y ucranianos a la búsqueda de oportunidades para establecerse. Los chechenos no pudieron regresar a su tierra, y eso con gravísimas limitaciones (amén de pérdidas de terreno a favor de la propia Rusia o de Osetia del Sur), hasta 1957, ya muerto el Padrecito; y en esos diez años de exilio desarrollaron una inquina antirrusa que ha provocado ya dos guerras entre ambos países, así como el concurso de uno de los terrorismos más ciegos y sanguinarios que hoy en día se conocen.

En todo caso, no son éstos los únicos casos de la brutalidad estalinista. Cuando los campesinos ucranianos quisieron resistirse a las colectivizaciones, Stalin envió al ejército, se abrió paso a hostias y deportó a los campos de prisioneros del norte a centenares de miles de ucranianos. Asimismo, también decretó que los kazajos nómadas debían abandonar su modo de vida y establecerse en las ciudades; cuando se negaron, los arrestó y fusiló, provocando un éxodo masivo kazajo hacia China. Dentro de su paranoia contra los presuntos colaboracionistas con Hitler, Stalin llegó a fusilar a la totalidad del Comité Central del PC de Kazajstán de antes de la guerra. Inmediatamente después de la guerra, 6 de cada 10 delegados del congreso del PC de Georgia celebrado en 1937 habían sido ejecutados o estaban en el exilio. Además de los chechenos, fueron objeto de sus deportaciones masivas formuladas como castigo por pronazismo los tártaros de Crimea, los alemanes del Volga, los Kalmyks y los Karachai. Todos ellos fueron enviados a Siberia, hasta sumar más de un millón de personas. Algunos estudiosos sostienen que también quiso deportar de su país a la población de Ucrania; al parecer, sin embargo, los ucranianos eran demasiados, incluso para Stalin.

En un terreno más general, el estalinismo supuso, claramente, toda una campaña de acoso y derribo de las tradiciones culturales autóctonas no rusas, cuya punta de lanza fue la imposición del alfabeto cirílico a todas las lenguas de la URSS. En materia de creación artística, impuso el que se llamó principio de «nacional en las formas, socialista en el contenido»; que viene a querer decir que se podía crear en las lenguas distintas y con las tradiciones de cada uno, pero siempre se tenía que hacer desarrollando obras en las que, por ejemplo, los rusos siempre debían aparecer como los salvadores del proletariado. Algo así como si Franco hubiese dejado a vascos y catalanes componer obras de teatro en sus idiomas, pero con la condición de que en las mismas los madrileños fuesen siempre santos varones y el Real de Di Stefano terminase por ganarle la Liga al Barça o al Athletic.

Como tantas otras cosas, a la muerte de Stalin el centro de su política respecto de las nacionalidades permaneció incorrupta en manos de sus sucesores. Sin embargo, hubo matices y sordinas. Tanto Kruschev como Breznev jamás se refirieron, en uno solo de los discursos, a la sliyanie, a la fusión como objetivo. Todo parece indicar que ambos aplazaron ese objetivo, como tantos otros, hasta el ignoto momento en el que se produjese al evolución del comunismo hacia su siguiente fase (evolución por la que aún estamos esperando, cubanos y coreanos incluidos). De una forma que en su día fue muy sorprendente, Andropov volvió a sacar el concepto a pasear. Fue durante un discurso el 21 de diciembre de 1982, durante la celebración del 60 aniversario de la URSS. En el curso de su alocución, reprodujo la famosa cita de Lenin, lo cual llevó a muchos a pensar si sería una cita retórica o verdaderamente estaba pensando en algo. La respuesta a la pregunta forma parte del enigma Andropov.

Por lo demás Kruschev, muy obsesionado por enseñar a sus camaradas que él no era Stalin, hizo algo bastante acojonante, como fue promocionar a miembros de pleno derecho del Politburó a bielorrusos, georgianos, letones, uzbekos y kazajos; proceso que empezó en fecha tan temprana como 1957 con la promoción del uzbeko N. Mukhitdinov. La tradición era exactamente la contraria, es decir exportar rusos para que mandasen en los partidos comunistas de las repúblicas.

Nosotros, e incluso me atrevería a decir que la mayoría de los rusos, no nos hemos enterado. Pero la URSS, en verdad, ha sido durante décadas una olla a presión nacionalista, porque la URSS, a pesar de practicar una política de permisividad y comprensión hacia el uso de lenguas vernáculas, nunca abandonó el objetivo de rusificar todo su territorio. Ya hemos hablado de la decisión de formular todas las lenguas en cirílico, que era algo completamente extraño para las lenguas asiáticas, sobre todo las basadas en el turco. Más allá, en la URSS se creó todo un sistema basado en discriminar gravemente a quien no hablase ruso. Oficialmente, en la URSS del último cuarto de siglo el 82% de la población hablaba ruso. Pero ésas son cifras oficiales. Algunas estimaciones hablan de que en torno al 40% de la población, especialmente la asiática, no podía manejarse adecuadamente en la lengua de Dostoievsky. Y la actitud de los rusos era exigir ese dominio. Un ejemplo: en 1983, el máximo líder del PC de Kirguizistán informaba de que el 30% de los soldados de su república no habían podido ser adscritos a unidades de combate. Eran incapaces de entender a su sargento cuando mandaba atacar o cesar el fuego. Todavía en 1978, durante el proceso de readaptación de las constituciones de la Unión a la nueva Constitución Federal de 1977, los jerifaltes soviéticos intentaron declarar el ruso el único idioma oficial en Georgia y Armenia; tentativa por la que se montó la mundial.

Andropov fue muy breve, como lo fue Chernenko; aún así, éste último tuvo tiempo, antes de morir de viejo, de criticar el nacionalismo ruso. Todo parece indicar que los vientos reformistas de la década de los ochenta soplaban a favor de los nacionalismos, aunque con la boquita pequeña. Demográficamente hablando, Rusia tenía el problema de que los soviéticos musulmanes se apareaban con mucha más frecuencia, lo cual estaba cambiando lentamente la distribución de la población de la URSS: en 1983, los demógrafos estadounidenses estimaban que en el año 2000 la población no rusa se equilibraría con la rusa. En todo caso, en el momento en que Gorvachov llegó al poder, en el momento en que se impuso la perestroika y las tensiones internacionales (la carrera de armamentos, Afganistán, Polonia, Chechenia...) colocaron a la URSS en el disparadero de la Historia, quedó claro el error de Lenin y de Stalin: en el choque de trenes entre comunismo y nacionalismo, no era el primero el llamado a vencer y disolver al segundo.


Hoy es el día que prácticamente todos los comunistas son nacionalistas, mientras que son apenas unos pocos nacionalistas los que son comunistas.

domingo, enero 03, 2010

La caída de la URSS (1): El enigma Andropov.

¿Qué tal? ¿Se ha portado bien con vosotros la Navidad y el nuevo año del 2010? Espero que sí. Al menos, el año todavía no ha tenido tiempo de haceros muchas putadas. Es, al menos, mi caso.

Aquí estamos, pues, un año más, leyendo y escribiendo. Resulta reconfortante descansar, especialmente cuando se hace como yo lo he hecho, es decir en un pequeño rincón de España casi sin conexiones con internet en el que ni el correo electrónico he podido leer. Pero también resulta reconfortante volver. La monotonía, cuando es una monotonía voluntaria y deseada, y escribir este blog lo es, también tiene su punto.

Y empezamos el año 2010 con algún que otro post (pienso que podrían salirme unos tres, más o menos) que quisiera dedicar al asunto del derrumbe de la URSS. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas es el único gran imperio multinacional que hemos visto caer, hasta ahora, en la Historia de la Humanidad. Quedó herido de muerte con la caída del Muro de Berlín en 1989, aunque aún existiría algún tiempo después, para finalmente disolverse como un azucarillo tras un fallido golpe de Estado que buscaba, entre otras cosas, mantener un pasado ya imposible.

La URSS, pues, desapareció básicamente entre 1982, año de la muerte de su último gran líder, Leonid Breznev, y diez años después. Y cayó, paradójicamente, por haber conseguido, al fin, lo que siempre ansió, el gran sueño de Stalin: equipararse militarmente con su gran contrincante, es decir los Estados Unidos. Pero supongo que ya llegaremos a eso a su debido tiempo, cuando hablemos de los años de las conversaciones armamentísticas. Hoy os quiero hablar de otra cosa, de un misterio. Lo que yo llamo el misterio Andropov.

En la Historia hay personajes, muchos personajes, que son un misterio. La mayoría de ellos, porque no llegaron donde pretendían llegar, o llegaron durante poco tiempo. De los perdedores y de los breves, en efecto, sabemos siempre mucho menos que de los ganadores y longevos.

Hoy, como ya os he dicho, me gustaría hablaros de uno de esos misterios. Un personaje sobre el que sabemos poco o nada, por varias razones. Primera, porque estuvo en el escaparate del interés mundial durante muy poco tiempo, puesto que conseguir colocarse al frente de la URSS y enfermar gravemente y morir en consecuencia, fue todo uno. Segundo, porque la propia URSS no es precisamente un dechado de transparencia. Y tercero, porque el oscurantismo de la URSS, unido a la brevedad de Yuri Andropov como su jefe, hacen que no tengamos, en realidad, claro cuáles fueron las intenciones de este dirigente. Sucintamente, hay quien ve en Andropov un mandatario soviético más que aportó escasas novedades. Yo creo en eso más bien poco. Creo, y por eso escribo este post, que el mandato de Andropov, en realidad, fue la primera victoria del bando reformista de la URSS, y la primera intentona seria, aunque torpe o quizá precipatada, de reforma y cambio en el país. La URSS desapareció a principios de los noventa. Pero cabe, a mi opinión, preguntarse si ese proceso no se habría adelantado en el caso de que los riñones de Yuri Andropov no hubiesen dicho adiós en febrero de 1983.

¿Es posible contar en pocas palabras el final de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? Todo es posible y, en realidad, imposible. Pero la respuesta más ajustada es negativa. A mi modo de ver la URSS es, quizá, junto con la civilización romana, el imperio más complejo en su estructura que encontramos en la Historia. Y si, en el caso de Roma, encontramos la dificultad de la escasez relativa de fuentes fiables, dicho problema, en el caso de la URSS, se eleva al cubo o a la cuarta potencia, pues si bien la URSS, como hecho histórico moderno, debería ser una realidad relativamente sencilla de documentar, su férrea cerrazón hace que sepamos de ella mucho menos de lo que sabemos de regímenes que existieron décadas o siglos antes.

La historia de la URSS es la historia de una alternativa. La gran novedad del siglo XX, aunque es una novedad relativa, es el cambio de sistemas por los cuales un imperio ejercía la hegemonía geopolítica del mundo hacia un sistema dual en el que ya no es un imperio, sino dos y además opuestos, los que ejercen dicho poder. En el siglo XIX surge todo un sistema político alternativo, el marxismo, que sale por primera y principal vez de los libros y de la discusión académica para convertirse en una praxis de gobierno con la revolución rusa y la creación de la URSS. El bolchevismo fue desde su inicio un bolchevismo internacionalista; puesto que propugnaba la necesidad de una evolución histórica de la Humanidad, en un momento u otro debía afectar a la totalidad de ésta. Así pues, el marxismo-leninismo siempre tuvo un claro y evidente objetivo internacionalista que, necesariamente, lo tenía que convertir en una oferta evolutiva para las diferentes naciones del mundo.

Al terminar la segunda guerra mundial, que fue ganada por una extraña coalición contra natura entre fuerzas políticas netamente conservadoras, como el inglés Winston Churchill que, entre otras cosas, no le hacía ningún asco al régimen franquista en España, y el internacionalismo marxista de la Unión Soviética, ambas mitades de la coalición (conservadores y comunistas) optaron por una solución elegante por la que se repartían zonas de influencia, como si de esa manera fuesen a ser capaces de convivir en la misma jaula sin pelearse. Si hubo alguien que creyó esto alguna vez, quedó claro que no sería así incluso antes de terminar formalmente dicha guerra, pues las famosas bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki no dejaron de ser, en acertada metáfora de Gore Vidal, una patada a Stalin en el culo del Japón. Con extraordinaria rapidez surgió la llamada Guerra Fría, que se basó en cuatro premisas: en primer lugar, una carrera armamentística, fundamentalmente nuclear; en segundo lugar, el desplazamiento de los enfrentamientos bélicos a la amplia zona del mundo de la que no se habló en Yalta, es decir el Tercer Mundo; en tercer lugar, una guerra cainita en el terreno económico-tecnológico, buscando el objetivo de hacerse cada día más fuerte, debilitando al contrario hasta el punto de hacerlo desaparecer; y, en cuarto y último lugar, una guerra ideológica.

De estas cuatro guerras frías, una quedó en empate, la armamentística. Otra, la del Tercer Mundo, pareció haberla ganado la URSS tras la debacle de Estados Unidos en Vietman, aunque la rápida reacción de Nixon terminando por romper el eje Moscú-Pekín logró unas tablas. La guerra económica y tecnológica fue ganada por Estados Unidos por goleada, y esta es, en el fondo, la gran razón de la caída de la URSS. Y, por último, la guerra ideológica fue claramente ganada por los soviéticos, los cuales, durante siete décadas, mantuvieron en su país y las naciones satélites dictaduras en ocasiones atroces, con más muertos en el armario de los que casi puede exhibir cualquier otro dictador de la Historia; y, sin embargo, gracias al apoyo de una sección muy amplia de la intelectualidad occidental, lograron aparecer, al mismo tiempo, como la vanguardia del progresismo mundial.

Lo que sabíamos de la URSS mientras existió fue muy poco. En primer lugar, porque los propios soviéticos no hablaban de sí mismos, como no fuera para contar milongas cubanas (nunca mejor dicho) cuya identificación con la realidad era muy, muy, pero muy, relativa. Y, en segundo lugar, porque contaban con toda un tropa de voces prestigiosas (eso es lo que son los llamados intelectuales) que durante décadas aceptó acríticamente la esencia de estas versiones propagandísticas. Decenas de intelectuales viajaron más allá del Telón de Acero, donde fueron amablemente recibidos por funcionarios disfrazados de guías turísticos, que les enseñaron lo que les quisieron enseñar, y ellos aceptaron lo visto como la verdadera URSS (o la verdadera China; que Mao también le hizo el mismo trile a más de uno, y más de dos).

Así, nos encontramos ejemplos como el del periodista norteamericano Louis Fischer, gran amigo del primer ministro español Juan Negrín e intelectual muy querido por el estalinismo; el cual logró hacer una visita a la Ucrania estalinista, en la que en ese momento había millones (repetimos: millones) de personas muriendo de hambre (repetimos: de hambre), y no ver ni un delgadito por la calle. Sic transit gloria mundi.

Esta realidad oscurantista y acrítica acabó generando otro elemento colateral que es, en realidad, el que nos interesa a la hora de analizar los últimos tiempos de la URSS: la percepción de que la Unión Soviética fue, desde 1917 hasta los años noventa en que desaparece, un monolito sin cambios. Que no evolucionó lo más mínimo y que estuvo en todo momento regida por personas de la misma extracción ideológica.

Ésta, en realidad, es una visión estalinista. La URSS monolítica, absolutamente refractaria al conflicto ideológico y/o a la evolución, es un fenómeno propio de Stalin, pues el régimen estalinista se basaba en la purga simple y pura de todo aquél que no se ajustaba al esquema de la plena coherencia con las ideas y estrategias del secretario general del Partido Comunista. Pero el estalinismo murió con Stalin. A la muerte de éste se produce un enfrentamiento entre candidatos a colocarse al frente del PCUS, fundamentamente entre Kruschev y Malenkov. En la resolución de este enfrentamiento se produce la primera novedad evolutiva de la URSS. Con Stalin, el ejército había sido un instrumento más de su poder, y de hecho Stalin purgó a todos los militares que no le gustaron. Pero con la muerte del líder, el ejército eclosionó como familia de poder dentro del régimen soviético, como fuerza propia; quizá, incluso, como el principal lobby político de la URSS, pues toda la evolución que se produce desde entonces gira, de alguna forma, alrededor de los intereses y reivindicaciones de los militares.

Malenkov se inclina por un entorno de entendimiento con Occidente que debería suponer una mitigación de la escalada armamentística. Sin embargo, la escalada armamentística es el gran argumento que le permite al ejército soviético tener acceso a recursos presupuestarios ingentes, tecnología, y otras gavelas. La estrategia de Malenkov, por lo tanto, habría supuesto una pérdida objetiva de poder del ejército soviético, razón por cual el lobby militar apoya con claridad al otro candidato, Kruschev, entonces decidido a apoyar una continuación de la carrera armamentística y una confrontación constante con los Estados Unidos, que es lo que le conviene al estamento militar.

Una vez en el poder, Kruschev condena el estalinismo (aunque esa condena no se conoció hasta dos décadas después), elimina el terror y la represión física como un elemento de dialéctica política e inaugura una nueva etapa en la Historia de la URSS: una etapa en la que las distintas sensibilidades del régimen se pueden desplegar y actuar, incluso en desacuerdo con el secretario general, sin por ello exponerse a ser torturados, enjuiciados por traidores y ejecutados.

La URSS posestalisnista es claramente más democrática que la estalinista, aunque se parece a una democracia lo que yo a George Clooney. Pero inicia un proceso que ya no tendrá fin y que se puede formular con facilidad. Desde Stalin, la lista de secretarios generales del PCUS es: Nikita Kruschev, Leonid Breznev, Yuri Andropov, Konstantin Chernenko y Mihail Gorvachov. Y la formulación es: cada uno de ellos va teniendo menos poder personal efectivo que su antecesor.

Kruschev firmó un pacto con el ejército que les garantizaba su preeminencia en el sistema soviético, pero acabó con el terror estalinista, con lo que creó la posibilidad de la oposición en su seno. Cuando, para más inri, los hechos le hicieron cambiar su punto de vista militarista, pues aprendió, en la famosa crisis de los misiles, que la guerra nuclear era algo que podía ocurrir, los mismos militares que lo habían encumbrado maniobraron junto con otros opositores para hacerle dimitir. La defenestración en vida de Kruschev fue una forma traumática de enseñar a los hombres de poder soviéticos que el principio hasta entonces sacrosanto según el cual los máximos mandatarios comunistas morían en la cama y en el poder, era falso. El primero que aprendió la lección de que podían botarlo fue Leonid Breznev, quien en consecuencia mutó el sistema soviético en un sistema basado en el equilibrio entre las distintas familias o sensibilidades de la casa común bolchevique. Don Leónidas fue, por lo tanto, una especie de primus inter pares, generó un régimen consensual, además de intensamente gerontocrácico e ineficiente, porque le costaba tomar una decisión más que a mí comprar un décimo de lotería.

Como consecuencia de este esquema basado en dejar a todo el mundo al menos un poco contento, la URSS se convirtió en el complejísimo sistema de poder que durante décadas trató de entender Occidente, no siempre con éxito.

Lo primero que tiene que entender todo lector acostumbrado a nacer, crecer y desarrollarse en el ámbito de un régimen parlamentario es que, en la Unión Soviética, lo principal no eran ni el poder legislativo ni el que llamamos ejecutivo. Quien realmente mandaba no era ni el parlamento ni el gobierno, sino el Partido. El comunismo bolchevique es un régimen político de partido único, un régimen basado en la existencia teórica de una vanguardia intelectual-estratégica que es la que sabe realmente lo que hay que hacer para llegar a las diferentes etapas del comunismo y, consecuentemente, manda sobre todos y sobre todo: sobre la elaboración de las leyes, sobre su aplicación, sobre la justicia, sobre la prensa, sobre el arte... Por lo tanto, para hablar de poder en la URSS, de lo primero de lo que hay que hablar es de poder en el seno del PCUS, Partido Comunista de la Unión Soviética.

Como en todo partido político, teóricamente, muy teóricamente, el principal órgano de decisión es el Congreso. Esto no es ninguna novedad. No hace falta salir del mundo democrático para darse cuenta de que eso de que los congresos mandan en los partidos es una milonga del tamaño de las torres Petronas que no se la creen ni los cuatro giles que se atreven a formularla de vez en cuando.

Hay que reconocer que Vladimir Lenin, persona a la que se le pueden señalar muchos defectos, tuvo sin embargo una sincera intención por conseguir que los congresos del PCUS fuesen realmente efectivos, y consecuentemente favoreció que sus reuniones albergasen auténticos debates abiertos sobre muchas cuestiones; debates que Josif Stalin cortó de cuajo a base de asesinar a quienes en los mismos habían disentido con él. Con Stalin, el Congreso del PCUS se convirtió en una mera ocasión para acumular aplausos de decenas de minutos hacia la persona del Secretario General y mutó, por lo tanto, en algo tan inútil que durante el estalinismo apenas se convocó tres veces.

El Congreso del PCUS elegía el Comité Central del partido, con la misión de ser el máximo órgano de decisión entre congresos; lo cual, teniendo en cuenta que los congresos se demoraban años en celebrarse, tiene su importancia. Pero el Comité Central, en todo caso, fue una institución que fue herida de muerte por Stalin, quien lo convirtió en un órgano con un número claramente excesivo de miembros como para que fuese efectivo; tras Stalin, el Comité Central pasó a ser un órgano con unos 400 miembros, entre los que se encontraban los dirigentes de los partidos comunistas de las diversas repúblicas; los dirigentes de los órganos de planificación económica, industrial, cultural; los directores de los medios estatales (los únicos), científicos destacados, artistas, mandos militares, policiales, sindicales... Cualquiera que sepa algo de las estructuras del franquismo entenderá el efecto, pues, en el fondo, la figura del Comité Central se parece mucho al Consejo Nacional franquista (y sus eficiencias políticas efectivas son muy parecidas).

En realidad, el Comité Central del PCUS sólo adquiría importancia decisora en el caso de que el Politburo no alcanzase un acuerdo. Desde luego, en toda la Historia de la URSS no creo que se pueda encontrar ni un solo caso de una medida acordada por el Politburó que fuese rechazada, ni siquiera significativamente enmendada, a su paso por el CC.

Quien realmente tenía el poder en el sistema soviético eran el Secretario General y el Politburó. El Politburó, también llamado Presidium durante algunos años de su existencia, era el órgano de toma de decisiones del partido. De él se ha dicho que era el único órgano soviético en el que ser miembro y votar tenía un poder efectivo. Su tamaño era adecuado a la toma de decisiones (entre 12 y 16 miembros) y albergaba a todos quienes cortaban el bacalao: el propio secretario general del Partido; los secretarios del Comité Central encomendados de las materias estratégicas (defensa, industria, etc.); los dirigentes de los partidos comunistas de las grandes repúblicas (Rusia, Ucrania, Georgia...); así como los máximos responsables del Consejo de Ministros y el Soviet Supremo (a modo de parlamento de los parlamentos de las diferentes repúblicas).

El Politburó de 1984, apenas cinco años antes de la caída del Muro, tenía 12 miembros de pleno derecho y 6 miembros candidatos. De todos ellos cinco habían nacido antes de 1910 (Gromyko, Tikhonov, Ustinov, Kuznetsov y Ponomarev); y seis más habían nacido antes de 1920 (Chernenko, Grishin, Kunayev, Solomentsev, Shcherbitskiy y Demichev). El más joven de todos éstos, el ministro de Cultura Demichev, tenía 66 años, y entre todos ellos eran bastante más de la mitad de los miembros (sin olvidar que uno de los del grupo, Chernenko, era el secretario general y presidente del Soviet Supremo, o sea el que mandaba). Sólo había, en aquel año, tres miembros de menos de sesenta años: Viktor Vorotnikov, primer ministro del gobierno de la república rusa, tenía 58 años; Edvard Schevardnadze, primer secretario del Comité Central del Partido Comunista georgiano, tenía 56; y, finalmente, Milhail Gorvachov, secretario del Comité Central, tenía 53 años.

Estos datos vienen a dejar claro otro factor fundamental: el Politburó fue el núcleo duro de la gerontocracia soviética. En aquellos convulsos años ochenta medio mundo occidental se echaba las manos a la cabeza porque Estados Unidos eligiese a un presidente chocho como Ronald Reagan, cuando Reagan habría sido un becario recién llegado en el Politburó de la URSS.

Junto al Politburó, el Secretario General, un cargo que, una vez nombrado, era dotado de un notable poder para favorecer a los suyos en las estructuras decisorias del Partido, notablemente los secretariados del Comité Central, en un spoil system monumental que garantizaba al máximo mandatario del partido y del país tener lo que podemos llamar una estructura administrativa y de gobierno que le era fiel.

Si atendemos a la importancia temporal, Leonid Breznev es el segundo gran mandatario soviético después de Stalin, a quien desde luego creo le cabe el título histórico de arquitecto práctico del sistema soviético (los arquitectos teóricos fueron Lenin y, en menor medida, Trosky). Pero Stalin y Breznev no resisten la comparación uno del otro. Aunque Stalin tuvo sus momentos de indecisión casi humillante (existen bastantes indicios de que su primera reacción a la invasión de la URSS por Hitler fue cagarse de miedo), no se le puede negar que se echó a las espaldas una nación de decenas de millones de personas, aislada políticamente en el orden mundial, y tomó personalmente los resortes del poder sin compartirlos prácticamente con nadie. Esta dictadura personal, sangrienta y extremadamente posibilista (todo lo que es bueno para mí, es bueno) costó millones de vidas, pero construyó un imperio potente y capaz, lo cual justifica la actual existencia de nostálgicos del estalinismo.

Sin embargo, ¿acaso existen los nostálgicos del breznevismo? La palabra ni siquiera existe. Este contraste ya nos está diciendo algo importante, y es que si bien en los tiempos de Stalin la URSS creció, en los de Breznev lo que hizo fue sumirse en un caos pavoroso. Como he escrito unas líneas más arriba, si una guerra fría ganó Estados Unidos por goleada, ésa fue la económico-tecnológica; y la ganó, precisamente, durante los años de Breznev; aunque, paradójicamente, fueron los años en los que más pareció que ocurría todo lo contrario, y es por eso que ambas potencias abrieron las llamadas conversaciones SALT.

El gran problema de la URSS, a mi modo de ver, fue el enorme poder del lobby militar. Hasta la muerte de Stalin el ejército sirvió a la revolución, pero tras dicha muerte en realidad lo que ocurrió fue exactamente la recíproca. Consecuentemente, todos los esfuerzos tecnológicos que hizo la URSS durante su existencia, con la única excepción de la carrera espacial (una carrera de coroneles, por cierto) se dirigieron al ámbito militar. En una economía centralizada, al no existir las actividades de riesgo y la competitividad, esos avances se embalsaron en el ámbito militar, cosa que no ocurrió en los Estados Unidos, país donde los esfuerzos bélicos y de la carrera espacial alumbraron un montón de avances, desde el velcro hasta internet, desde los joystick hasta las hojas de cálculo, que acababan revirtiendo en productos civiles y en desarrollo.

Para que eso hubiera ocurrido en la URSS hubiera hecho falta que la URSS fuese una economía que permitiese la iniciativa privada para la gran industria; porque para, un suponer, trufar Siberia de células de telefonía móvil, es necesario tener la legítima expectativa de forrarse con ello. Pero aún aceptando barco como animal acuático y asumiendo que una economía centralizada puede conseguir esa transferencia masiva de riqueza y tecnología, aún haría falta que dicha economía fuese dinámica en su toma de decisiones. Y la URSS de Breznev era todo menos dinámica porque, siendo como era un sistema en el que la máxima obsesión de su máximo mandatario era que todos sus compañeros rectores del Partido estuviesen contentos, era un esquema en el que el consenso era conditio sine qua non y, por lo tanto, la URSS era como una San Silvestre en la que todos los corredores fuesen obligados a trotar al ritmo del más lento de todos ellos.

Como he escrito ya, durante los años setenta y primeros ochenta, el constante machaqueo de los admiradores del comunismo, que alimentaban en Occidente la visión de una URSS con estándares de bienestar equiparables a los del mundo desarrollado, visión apoyada en los dos grandes pilares de una tasa de alfabetización envidiable y una sanidad universal, escondía el hecho de que, en 1982, cuando Leonid Breznev consigue llevar a cabo su sueño de morir en la cama siendo máximo mandatario soviético, la URSS es un caos. Y el principal elemento de ese caos son las enormes dudas en torno al que debe ser el sucesor adecuado al frente del PCUS.

Tengo por mí, porque todo esto es algo meramente subjetivo, que ya en 1982, a la muerte de Don Leónidas, la verdadera pugna por el poder es entre los dos hombres que acabarán por tenerlo más tarde: por un lado Konstantin Chernenko, un hombre forjado en las estructuras de propaganda del PCUS, que en 1982 tiene ya 71 años y a quien nunca se le leyó ni escuchó una idea original, es el candidato de la gerontocracia formada por la clase política que tuvo la suerte de ser aún demasiado joven cuando Stalin iba por las calles apiolándose camaradas; y por otro, Mihail Gorvachov, joven y con contactos en el sovietismo reformista, los jóvenes cuadros del Partido Comunista que, como los «azules» que hicieron la Transición española, se dan cuenta de que hace falta un cambio o evolución.

Sin embargo, y éste es el primer misterio, el elegido es Yuri Andropov. ¿Por qué?

El primer elemento es muy primario: suerte. Para llegar a la Secretaría General del PCUS, Yuri Andropov tuvo una suerte de cojones. La muerte de Breznev en 1982 se produjo algunos meses después de la de Mihail Suslov, el jefe de la policía secreta KGB (así como secretario del Politburó apra asuntos ideológicos, puesto clave para controlar los medios de comunicación estatales). La muerte de Suslov obligó al KGB a buscar un nuevo jefe, y éste fue Yuri Andropov, que para eso había hecho su carrera en la institución (lo cual, por cierto, le convierte en un atípico líder de la URSS, puesto que la mayor parte de los mandamases soviéticos se foguearon en los partidos comunistas de las diferentes repúblicas soviéticas; sin embargo, es exactamente el modelo de Vladimir Putin, quien procede del mismo KGB). Merced a esta coincidencia, cuando Breznev murió, Andropov estaba en el Politburó, algo sin lo cual no habría podido ni soñar con ser secretario general del PCUS.

Como directa consecuencia de lo antedicho, Andropov tuvo otro elemento fundamental para defender su candidatura, que es el propio KGB. La sucesión al frente de la URSS fue siempre un difícil juego de poder en el que valía todo, incluido el descrédito. Andropov fue rápidamente propuesto para formar parte del secretariado del PCUS, un puesto de gran importancia para poder postularse como heredero de Breznev. Suslov era miembro de dicho Secretariado, pero eso no quería decir, necesariamente, que su sucesor lo fuese también. Andropov, sin embargo, lo consiguió con rapidez, y cabe preguntarse por qué. ¿La respuesta es el apoyo del KGB? No lo creo. Pero el KGB sí fue extraordianriamente útil a la hora de desacreditar a los posibles rivales. En el Politburó había otros dos miembros también integrados en el Secretariado del partido: Kirilenko y Gorvachev. El segundo era fácil de descartar por su juventud (51 años a la muerte de Breznev) y el primero quedó rápidamente desacreditado por rumores y otros movimientos orquestales en la oscuridad. ¿Casualidad?

Permanece sin contestar, sin embargo, la pregunta. ¿Quién, y por qué, elevó a los altares a Yuri Andropov? Vistas las cosas con perspectiva histórica, la más probable, quizá única, respuesta, es: el ejército. Mejor deberíamos decir el complejo militar-industrial soviético. A la muerte de Breznev se cumplían casi 30 años de la muerte de Stalin, y ése era, como ya he apuntado, el periodo durante el cual los destinos de la URSS habían estado adecuadamente monitorizados por el ejército,el cual se encontraba, en el momento de la muerte del líder de las espesas cejas, a punto de conseguir lo que tanto había ansiado: la igualdad, superioridad incluso, de su maquinaria armamentística frente a la estadounidense. El ejército soviético necesitaba alguien que no pusiera eso en peligro. Alguien que, hiciese lo que hiciese, no pusiera en tela de juicio la carrera armamentística. ¿Existía en 1982 algún Malenkov en el Politburó? Es posible que sí. También lo es de que no. Pero lo que yo tengo por claro es que el ejército movió sus fichas para que no hubiese que hacerse la pregunta.

Según lo veo yo, Andropov es el producto de una transacción. La transacción entre el deseo del estamento militar de no abandonar la carrera armamentística y el sentimiento existente tanto en el Comité Central como en el Politburó, especialmente entre los más jóvenes, de que era necesario hacer que la URSS superase su estado de esclerosis. Porque el país, en efecto, había pagado un carísimo precio a cambio de ser una potencia militar: el precio de ser un país que, simple y llanamente, no funcionaba. De alguna manera, pues, las espaldas de este desconocido tecnócrata ruso fueron las que recibieron una carga más pesada: la carga de seguir siendo un elefante y, al tiempo, ser capaz de endurecer los pies de barro.

Por lo demás, Andropov fue, probablemente, el líder soviético más preocupado por los fenómenos de la imagen pública (esto quiere decir: el único que los entendió). Hizo, por ejemplo, que sus terminales del KGB distribuyesen por Occidente la historia de que admiraba la cultura occidental y que incluso escuchaba rock and roll en la intimidad (otros hablan catalán). Además, hizo nombramientos en el campo de los medios de comunicación que pueden interpretarse como una línea más aperturista; así, el de Mihail Zimianin como secretario de propaganda del Comité Central, el de Boris Stukalin al frente del propio departamento de propaganda del Comité, o el de Viktor Mishin como máximo responsable del Komsomol.

Asimismo, comprendió que el oscurantismo sobre los problemas de la URSS no colaboraba en su solución y por eso, en un movimiento que en su momento sorprendió al mundo, trufó sus primeros discursos de alusiones directas y sin ambages a los problemas económicos y sociales del país. De la noche a la mañana, la URSS pasó de aplaudir los discursos breznevitas, repletos de autocomplacencia leninista, a vitorear intervenciones en las que se sucedían, unos tras otros, los tirones de orejas y las denuncias de ineficiencia.

Los mensajes de Andropov tuvieron que sonar revolucionarios a oídos de quienes estaban acostumbrados al sota, caballo y rey del estalinismo rampante. De repente, el secretario general del Partido, el tipo que se sentaba en la misma poltrona de Stalin, de Kruschev, de Breznev, el tipo que había sido aclamado como máximo intérprete de Lenin, hablaba de que los subsidios para sostener los niveles de precios de los bienes eran excesivos; hablaba de que las diferencias salariales entre los diferentes niveles de responsabilidad en las fábricas eran demasiado estrechos; y hablaba de que la Administración era un monstruo burocrático.

En puridad, Andopov nunca intentó un cambio de las estructuras. Nunca intentó, por lo tanto, una perestroika al estilo de la que años después realizaría Gorvachov, y que hizo saltar las costuras del régimen político que nos iba a llevar a los humanos al fin de la Historia. Pero es lo cierto que tampoco tuvo tiempo, porque en 1983, cuando apenas había echado dos pises y medio al frente de la URSS, sus riñones fallaron y comenzó una rápida y fallida batalla contra la muerte. Sin embargo, exiten indicios de que tenía, cuando menos, la intención de cambiar las cosas.

El gran objetivo de Andropov fue la disciplina. A pesar de que como he dicho tuvo muy poco tiempo para desarrollar sus políticas, llegó a poner en marcha actuaciones concretas contra las actuaciones fraudulentas o irresponsables, regla común en un país como la URSS, en la que se podían encontrar incluso funcionarios que exigían gavelas por algo tan básico como tramitar una matrícula universitaria. En una medida sin precedentes, equipos policiales invadieron durante las horas de trabajo los locales de venta y consumo de bebidas alcohólicas (el alcoholismo es un problema endémico de la antigua URSS incluso desde antes de que existiese), los baños públicos y las tiendas, e interrogaban en el sitio a los trabajadores sobre los porqués de que no estuviesen en el trabajo (se ha estimado que en la URSS de los años ochenta, menos de un tercio de las plantillas seguían en su puesto de trabajo en las últimas horas de su jornada) y reclamándoles, tanto a ellos como a sus jefes. Centenares de ejecutivos fueron despedidos y algunos fueron incluso imputados de corrupción.

En el verano de 1983, Andropov anunció una reforma que entraría en vigor el 1 de enero de 1984. Merced a este cambio, todas las empresas e instituciones dependientes de cinco ministerios cambiarían sus reglas de funcionamiento, con lo que los gerentes recibirían mayor libertad de decidir cómo retribuirían a sus mejores empleados, cómo introducirían mejoras tecnológicas en los procesos y, por último, cómo reinvertirían los beneficios en la propia empresa. No existen noticias de que tras dicho anuncio la momia de Lenin se levantase y se cagase en la puta madre de su sucesor; pero eso es así tan sólo porque era una momia.

A pesar del posible cabreo del padre del nuevo marxismo, las reformas de Andropov fueron leves. De hecho, comparadas con la perestroika de Gorvachov, empalidecen. Lo cual hace pensar que, o bien nunca pensó en realidad en darle la vuelta a la URSS como un calcetín, o que sabía que no podría. Ahí reside eso que podríamos denominar el misterio Andropov.

Como he dicho, nunca sabremos a ciencia cierta qué es lo que ocurrió en los pasillos del Kremlin durante aquellos meses de 1982 y 1983. Pero hay elementos que hacen pensar que la lucha fue dura. Andropov convocó en agosto de 1983 una conferencia de altos dirigentes del Partido para reclamar apoyo a sus reformas. En dicho encuentro anunció que en el vigésimo plan quinquenal (1986-1990) se ampliaría dicha reforma a otros sectores de la actividad del país. 48 horas después, los responsables del Comité de Planificación Estatal contestaron con una medida soviéticamente inusitada (la convocatoria de una rueda de prensa) en la que trataron de transmitir una imagen de la economía soviética mucho más positiva de la que defendía su propio líder. Es evidente, por lo demás, que en los resortes del poder existía un partido reformista muy poderoso, gracias al cual Andropov consiguió acumular en medio año cotas de poder personal que a Breznev le costaron más de 12 años: presidente del Comité de Defensa, presidente del Presidium del Soviet Supremo, etc.

Asimismo, en apenas unos meses, Andropov cesó a más de una decena de máximos líderes de los partidos comunistas nacionales y regionales; y no sólo eso, sino que en casos los sustituyó por personas que hasta entonces habían estado en los estamentos medianos del poder.

Mientras ocurría todo eso, sin embargo, los riñones de Andropov comenzaron a funcionar mal, y en el mismo mes de agosto de su conferencia de líderes del Partido fue inhabilitado y ya no se le volvió a ver en público. ¿Fue una casualidad? ¿Enfermó realmente Andropov?

Gran parte de los cambios realizados por Andropov durante su mandato beneficiaron directamente a Gorvachov. En el verano del 83, cuando fue inhabilitado, ya nadie o casi nadie dudaba de que consideraba al joven político su sucesor. Sin embargo, no fue quien lo sustituyó al frente de la URSS. Tras la desaparición de Andropov, fue nombrado para regir la URSS Konstantin Chenenko, un hombre cuya salud ya hacía aguas entonces y que tenía un carisma y una creatividad ambos rayanos a cero. Su proclamación tiene toda la pinta de una reacción desesperada de la gerontocracia soviética por ganar tiempo para conseguir un candidato más sólido. Meses más tarde, sin embargo, Chernenko moría y, en un movimiento para entonces ya inevitable, le sustituía Gorvachov.

La gran pregunta es si un Yuri Andropov que no hubiese desaparecido tan pronto como apareció habría adelantado un proceso que hoy conocemos bien de progresiva desintegración de la Unión Soviética. Razones hay para sostener tanto el sí como el no. Yo, personalmente, creo que un porcentaje nada despreciable de los planes que Gorvachev desplegó en la URSS a finales de los ochenta ya estaban en la cabeza, no sé si en el cuaderno azul, de Yuri Andropov. Sin embargo, los tiempos, en los primeros ochenta, eran aún demasiado prematuros para cambiar la faz del país. Entonces, la URSS era, al menos de fachada, aún demasiado poderosa. Entonces, probablemente aún quedaban en los centros de poder demasiadas personas que consideraban que la URSS estaba cerca de vencer sobre los EEUU y, consecuentemente, eran totalmente refractarios al mensaje de que el país necesitaba un cambio radical. Diez años después, muchos de estos refractarios estaban muertos, otros muchos estaban agotados y el resto eran minoría, como claramente demostró el golpe de Estado que nos dejó la imagen de Boris Yeltsin subido a un carro de combate frente al edificio de la Duma.

Por alguna razón que los que no boxeamos no conseguimos comprender, el boxeador que ya está vencido pero aún no está noqueado se obstina en seguir en pie, en el ring, recibiendo hostias, hasta que su cara no distingue del culo de un mandril, su cerebro es pura pulpa y él está para la UVI. ¿Intentó Andropov tirar la toalla?

Tal vez sí.

Y tal vez, no.