viernes, mayo 15, 2009

Los godos molan (1)

A los jóvenes, e incluso no tan jóvenes, que lean este blog, leer este post no les creará emoción alguna. Pero a los talluditos, probablemente, les va a causar un escalofrío. ¿Los godos? Pues sí, los godos. Que, además, molan.

La lista de los reyes godos, o visigodos, ha perseguido a generaciones de españoles durante años. Aunque los godos reinaron en España durante relativamente poco tiempo, lo intrincado de su historia, y sobre todo lo intricado de sus nombres, hizo que la puta lista pasara rápidamente a la categoría de coñazo superferolítico. Si a eso le añadimos que la Historia escolar siempre ha mostrado predilección, de entre los tiempos antiguos, por otros más modernos, tipo Reyes Católicos y tal, pues ahí tenemos, a la vuelta de la esquina, la discriminación en la persona de estos reyes que, sin embargo, tienen su importancia. Normalmente se tiende a creer que tuvieron poca, quizá por dos razones. La primera, obvia, es la gran escasez de testimonios que dejaron. De hecho, los historiadores de esas épocas se las ven y se las desean para encontrar fuentes que les digan algo de lo que pasó y, la verdad, yo creo que es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Otro síntoma normalmente citado del insulso paso de los visigodos por España es el escaso rastro dejado en el idioma, pues el español tiene muy poquitas palabras de origen germánico-godo. La segunda razón es que como a los godos los árabes los pasaron por encima como, ejem, el Barça al Madrid, pues tampoco se los valora mucho como guerreros.

Los godos no son la leche en verso, para qué negarlo. Pero sí tienen importancia, sobre todo algunos de ellos. Y, lo que es más importante, su Historia tampoco es tan aburrida.

Voy a intentar demostrároslo.

Los godos son germánicos de origen y se asientan en la Europa occidental conforme el imperio romano va cediendo terreno y dejando de ser imperio. Los germánicos fueron varias veces invadidos y dominados por los romanos, lo cuales acabaron por romanizarlos en un tanto y, en los siglos posteriores al imperio propiamente dicho, transmitiéndoles la religión cristiana, que los pueblos godos tendieron a admitir como propia; aunque entre ellos tenía mucha fuerza el arrianismo, una creencia que daba al Padre preeminencia sobre el Hijo y que sería la principal alternativa al catolicismo en su época. Algunos de estos pueblos godos traspasaron los Pirineos y entraron en España al final del siglo V, dominándola completa salvo más o menos lo que hoy es Galicia, pues formaba parte del reino suevo (pueblo también germánico); y el País Vasco, contra el cual libraron frecuentes guerras defensivas.

Sin embargo, en ese momento la dominación goda no era propiamente una dominación hispánica, pues todo el territorio formaba parte del vasto imperio acumulado por Alarico II, que llegaba hasta el sur del Loira. Los amplios dominios de Alarico despertaron la codicia de otro pueblo godo llamado a tener mucho predicamento en la Historia de Europa: los francos. Su rey Clodoveo presentó batalla a Alarico y en el año 507 le dio una buena mano de hostias en Vouillé, cerca de Poitiers. Fruto de esa batalla, los visigodos perdieron sus territorios franceses, salvo la provincia Narbonense, que no por casualidad viene a coincidir con esa parte del país vecino donde gustan los toros y existen aficiones tan sospechosamente españolas.

La monarquía visigoda era electiva. No pocas veces en su devenir, como veremos, fue hereditaria, pero eso fue con notables dificultades, tan notables que es imposible hablar de dinastías entre los reyes godos. Pero que esto fuese así no quiere decir que los reyes, by default, ambicionasen dejarle el momio a sus crianzas. Alarico II soñaba con dejarle la corona a su hijo Amalarico, pero éste era tan sólo un niño cuando su padre murió en la batalla contra Clodoveo. Los nobles godos eligieron como rey en Narbona a un hijo ilegítimo de Alarico, de nombre Gesaleico (más vale que os vayáis acostumbrando a estos nombrecitos; apenas acabamos de empezar). Gesaleico reanudó la guerra contra los francos, pero perdía una final detrás de otra, y ya se había retirado a España esperando que los Pirineos parasen a los gabachos cuando la solución le vino de Italia, donde Teodorico, rey ostrogodo, decidió intervenir para bajarle los humos a los sarkozys en potencia.

Tenía Teorodico un gran general, Ibbas, que obligó a los francos a levantar el sitio de Arlés, que tenían prácticamente ganado; y que fue el mismo que, tiempo después (511) entró en España con órdenes de mandar a tomar por culo a Gesaleico, pues el bastardo, en un movimiento propio de la época (y de otras muchas, como la presente) había decidido aliarse con sus enemigos de antaño en contra de quien le había salvado el trasero. La batalla decisiva en la que Gesaleico fue derrotado se produjo muy cerquita de Barcelona, tras lo cual el rey huyó a Bizancio, aunque a un tercio de camino fue encontrado y convenientemente apiolado.

Teodorico, que era abuelo de Amalarico, actuó de regente de su corona hasta el 526, año en que murió. Tras heredar la corona, Amalarico firmó un tratado con Atalarico, sucesor de Teodorico (todo rico, rico) por el cual las fronteras de la corona visigoda quedaron básicamente fijadas. Además, en un intento por evitar las agresiones de los francos, decidió emparentar con ellos, así pues se casó con Clotilde, hija de Clodoveo.

Los francos eran católicos (algunos siglos después un franco, Carlomagno, se convertiría en campeón terrenal del papado). Pero Amalarico era arriano. El rey, probablemente, asumió que en situaciones así, la esposa toma las creencias del marido y se jode. Pero Clotilde debía ser de armas tomar, porque se negó a abjurar de su catolicismo. Amalarico, en un gesto un tanto bárbaro, la maltrató e incluso hizo que le lanzasen (a su mujer) bostas de vaca y de caballo cuando iba camino de misa. Según algunas versiones, como la de Gregorio de Tours (pero no hay que olvidar que es franchute), Amalarico probablemente pegaba a su mujer, de modo y forma que ésta acabó por enviarle a Childerberto, su hermano, una carta con un pañuelo suyo manchado de sangre. Algunos historiadores creen que la historia de la sangre es una invención a tiempo.

Childerberto reunió a su pandi, con la que derrotó a Amalarico en Narbona. El rey, además, murió poco después en extrañas circunstancias, más que probablemente asesinado, cuando intentaba encontrar refugio en una iglesia en Barcelona. Pero por alguna razón que desconocemos, los francos no entraron en España. Quizá es que es cierto que sólo pretendían rescatar a la princesa. En todo caso, un comandante nombrado por Teodorico durante su regencia, de nombre Teudis, sucedió a Amalarico, lo cual ha hecho pensar a muchos estudiosos que probablemente tuvo algo que ver en su tropiezo final; y, pienso yo, quizá estaba conchabado con Clodoveo, Clotilde y Childerberto, y es por eso que le dejaron en paz. Sabemos poco de cómo era este rey como tal (aunque sabemos que fue muy permisivo con los católicos, lo cual abona la tesis de su entendimiento inicial con los francos), aunque sabemos que era un buen militar, pues consiguió, a través de su principal general Teudigiselo que, cuando años después los francos decidieron por fin cruzar los Pirineos y llegaron a Zaragoza a sangre y fuego, tuviesen que terminar huyendo mientras expelían por sus anos paté de colon de forma incontinente.

Por el sur, sin embargo, Teudis fue vencido por los bizantinos, que llegaban por el norte de África y tomaron Ceuta (nótese el leve detalle de que visigodos y bizantinos ya peleaban por el dominio de Ceuta antes de que el Islam dijese esta boca es mía). Por cierto, que cuando los visigodos cruzaron el Estrecho y la retomaron, la volvieron a perder, y para siempre, por respetar el descanso dominical, durante el cual los bizantinos los encontraron desarmados y sesteando.

Teudis murió asesinado, aunque sabemos poco de los detalles, y fue brevemente sucedido por Teudigiselo; el cual, así mismo, fue asesinado en Sevilla en el curso de un banquete cuando, según las crónicas, estaba completamente mamado. En el 549 subió al trono Agila, que heredó una corona en retroceso, seriamente amenazada por los bizantinos. Tanto, que estos acabaron por saltar desde África y tomaron para sí el área de Málaga. Estando en situación tan débil, un nombre local, Atanagildo, se estableció en Sevilla, desde donde montó un golpe de Estado para mandar a Agila a amargar pepinos. En marzo del 555, los propios partidarios de Agila, viendo que no era capaz de vencer a la coalición entre Atanagildo y los bizantinos, lo asesinaron y aclamaron a aquél como nuevo rey.

En ese punto, la Hispania visigoda daba la impresión de estar a punto de convertirse, como ocurriría siglos después en la dominación musulmana, en un reino de taifas. Sin embargo, Atanagildo consiguió morir como Franco, o sea en la cama, lo cual en un rey godo es todo un récord. Fue sucedido por su mujer Goisvinda y, posteriormente, por un tal rey Liuva.

A Liuva le pasa lo mismo que a William Baldwin: toda su fama se la debe a su hermano. Durante su reinado, asoció en efecto a su hermano a la corona goda. Al morir en el 572, por lo tanto, le dejó el poder a él. Lo cual hizo rey de España a Leovigildo, a decir de muchos uno de los mejores reyes de España.

Confieso que yo soy más bien recaredista; pero, desde luego, admito que Leovigildo bien merece una pausa y un post para él solito.

miércoles, mayo 13, 2009

Santa Sábana (para Tiburcio)

Querido Tiburcio:

He decidido dejarte aquí unas líneas con una especie de recarta cruzada porque, como ya has comprobado en los comentarios a las cartas que colgamos recién, el asunto de la Sábana Santa de Turín ha generado su aquél entre nuestros lectores. Éste, creo, es ya de por sí un factor para escribir este post. El otro es que sufro de pies planos y, por lo tanto, hacer la ruta mongola de Santiago me supondría un esfuerzo de tal calibre que espero que entiendas que debo hacer cuanto sea posible para ganar. Ya sé que a los elefantes eso de que tener los pies planos sea un problema os suena a cachondeo. La verdad, no sabes la suerte qué tienes, especialmente desde que a los horteras del mundo se les ha ocurrido la feliz idea de preñar la tierra de suelos de mármol y sucedáneos.

Yo no te voy a discutir la autenticidad de la Sábana Santa desde el punto de vista del Carbono 14 o el Cadmio 27. Tampoco eso que llamas «detalles anatómicos» aunque, la verdad, a mí siempre me ha parecido sospechoso el hecho de que la imagen negativa de la Sábana se pareciese tanto a la que todos o casi todos tenemos del presunto retratado. Como si alguien llegase ahora y dijese que en Francia hubo un tipo que inventó la fotografía en 1770 y enseñase una presunta foto de Napoleón en la que, vaya por Dios, diese la puta casualidad de que el emperador tuviese la mano metida en la pechera.

Hay cosas que no termino de entender de esa sábana, pero tienen que ver más bien con mi concepto de la creencia que la sustenta.

En el fondo de mis dudas reside la doctrina del cristianismo en general, y el catolicismo muy en particular, sobre el asunto de los milagros. Si yo creo en Dios, y creo que Jesucristo era su hijo de la misma naturaleza, engendrado y no creado, y tal, entonces creo que tanto Dios que estaba en el cielo como Jesús que estaba en la tierra eran omniscientes, omnipresentes y omnipotentes. Así las cosas, obviamente no le voy a negar a Jesús la capacidad de curar a un ciego. Alguien que Lo Puede Todo puede curar a un ciego, pues curar a un ciego es una más de las cosas que forman parte de Todo.

Que Jesucristo hiciese milagros durante su estancia entre nosotros, por lo tanto, lo puedo entender. Evidentemente, el padre de la raza humana es quien mejor sabe lo cerrilmente incrédulo que puede ser el hombre, así pues los prodigios eran necesarios para dejar claro que esta vez sí, macho, esta vez no estás delante delante de un milenarista de medio pelo, un puto esenio becario, sino delante del Auténtico Mesías. Hace muchos, muchísimos años, en un aula del colegio de los jesuitas de La Coruña, tuvimos un grupo de alumnos de primaria y el cura que nos daba religión una discusión sobre los porqués de Cristo para resucitar a su amigo Lázaro. Nosotros opinábamos que lo había hecho para demostrar que era Dios. El cura decía que no, que lo hizo porque como vio a las hermanas contritas y era amigo del muerto, se apiadó de él. Han pasado treinta años y sigo pensando que el argumento del páter no tenía pase. Alguien que sabe que existe la vida eterna y que es inconmensurablemente feliz para los virtuosos, ¿qué valor podrá dar al dolor pasajero por la muerte de un hermano, apenas un brevísimo destello en la Inmensidad de la Luz Eterna? Lo resucitó por la misma razón por la que hizo todos los demás milagros: para demostrar que era el Cristo.

Esa demostración, sin embargo, quedó. Cristo llegó, predicó, se sacrificó por nosotros, murió como un hombre, sufriendo lo indecible, luego resucitó y se marchó; y, al marcharse, dijo que volvería una sola vez más, la última. El día del Juicio Final (escena, por cierto, que no me resisto a recordar que ya está en la iconografía del Pesaje de Almas del antiguo Egipto; casualidad...)


La cuestión es: si todo esto es así, ¿por qué dejó un autógrafo?


En pura teoría cristiana, al menos como yo la interpreto, el autógrafo de Cristo son sus palabras, su mensaje; tal y como lo reconocen los Evangelios canónicos, que según la Iglesia son los fetén y todo eso. ¿En cuál de ellos dice «Está escrito: cuando el Padre me llame a su diestra, os dejaré mi imagen indeleble para que mirándola podáis alabarme y recordarme»? Lo que Cristo dice en los Evangelios es, más o menos: aquí estoy yo, y mi vida, mis palabras, mi muerte, han de ser un testimonio para que a partir de este día la Humanidad quede liberada de su pecado original y sea una Comunión con su Iglesia. Sus Hechos y sus Palabras. No dice nada de su foto.

Una vez, en un autobús camino del otro extremo de Europa, un cura franciscano me dijo, y como me lo dijo yo lo registro, que muchos de los grandes de la Iglesia no creen en los milagros pos-Jesucristo. Creo recordar que me citó a Juan de la Cruz. Y, la verdad, me parece una teoría perfecta. Dios ya habló, a través de su Hijo, durante el tiempo que éste estuvo entre nosotros. Una vez que se fue, el tiempo de los prodigios se ha terminado. Lo que queda es su mensaje, que debería ser lo suficientemente potente como para bastar. Una teología que para convencer necesita convertir serpientes en churros rellenos de chocolate puede ser una gran cosa desde el punto de vista de la repostería, pero bastante inútil en términos de vida eterna.

Así pues, el principal «pero» que le pongo yo a la Sábana Santa es su porqué. Es evidente que si existe y es auténtica, existe porque media una decisión divina. El Padre, sólo o en compañía de Otros (o sea, el hijo y la palomica que vive con ellos, como dice la Antología del Disparate) decidió dejar una huella indeleble del cadáver de Jesucristo en la estameña con que fue rodeado para su enterramiento. Pero la pregunta es por qué. Puestos a dejar una huella indeleble, ¿por qué Jesucristo no giró un dedo y levantó una montaña de color azul tungsteno en medio del lago Tiberíades? ¿O por qué no esculpió en la cara visible la de Luna la frase «Immanuel estuvo aquí» en los setecientos mil idiomas extinguidos, existentes y por existir?

La razón que nos lleva a sostener por qué Jesucristo no redecoró la Luna es la misma, a mi modo de ver, que nos lleva a sostener que la Sábana Santa es una chorrada. Si Jesucristo es Dios y por lo tanto se sabía portador del Más Valioso Mensaje de la Humanidad; si, además, como ya hizo su padre siglos antes en el Paraíso, había decidido que el hombre es libre de creer o no creer, que, por lo tanto, ser hombre significa, en buena parte, debatirse en ese problema y decidir. Si es el hombre el que se salva o se condena, entonces la actitud lógica es darle el librito con las reglas de juego y luego pirarse. Sin más. La Sábana Santa parece como un último acto de intentar dejar clara la Verdad, cuando la Verdad, cualquier persona con Fe lo sabe, se defiende por sí misma, no necesita sabanitas con rostros barbados impresos en ella para pervivir. Prueba de ello es que muchos de los miles de millones de católicos que en el mundo creen o han creído nunca han tenido o no tuvieron noticia de la Sábana Santa; y es fácil avizorar que, si ésta no existiese, creerían igual.

Así las cosas, te diré, mi querido Tiburcio, que me parece lógico aque aquellos que no creen discutan, discutamos, tu teoría de que la Sábana Santa es auténtica. Pero lo que verdaderamente me extraña es que haya católicos que crean en ella. Porque, a mi modo de ver, ser creyente, por lo menos como a mí me enseñaron a serlo, te lleva, recto recto, a la conclusión de que no debes creer en ella.

Ahora, a la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie le va a enseñar a dar triples saltos mortales con tirabuzón atrás.

Tuyo,

Jota.

martes, mayo 12, 2009

¿Existió Jesucristo? (Cartas cruzadas)

Sotto voce y de forma epistolar, Tiburcio y yo hemos estado estos días polemizando tras la publicación, por mi parte, del post en el que afirmaba más bien no creer en la existencia histórica de Jesucristo. El asunto ha terminado por ser una carta cruzada a la vieja usanza entre el elefante y yo. De hecho, la publicación es simultánea. Ayer lunes, Tiburcio publicó en su blog mi texto y hoy martes publica el suyo. Que es el momento que yo aprovecho para republicar el mío, acaso con algunas pequeñas adiciones, y el suyo.

Os dejo, pues, con las cartas cruzadas. Como veréis, Tiburcio utiliza en la suya una estrategia muy ladina, que probablemente ha probado con alguna que otra elefanta, de darte la razón al principio para luego irte repartiendo leches.

La decisión final, como siempre, es vuestra.


¿Existió Jesucristo? By JdJ



En los años sesenta, como todos supongo que sabéis, el papa Juan XXIII promovió la celebración del Concilio Vaticano II, considerado por muchos como un hito en la modernización de la Iglesia católica, apostólica y romana. De todos los documentos que alumbró dicho concilio hubo uno que fue motivo de grandes debates e incluso pudo no ver la luz dada la resistencia que existía entre muchos prelados de entrar a analizar el tema que es su centro. Se trata de la constitución dogmática Dei Verbum. Trata sobre la revelación del mensaje cristiano a los hombres.
La Dei Verbum es, en mi opinión, un prodigio de equilibrio intracatólico. Trata, a mi modo de ver con bastante éxito, de integrar todos los distintos puntos de vista existentes dentro de la creencia sobre la validez y la historicidad de los testimonios canónicos de la vida de Jesucristo, notablemente los Evangelios. En la segunda mitad del siglo pasado, ya no son pocos los exégetas y teólogos, dentro y fuera de la disciplina vaticana, que consideran que la idea sostenida durante siglos de que los Evangelios son la palabra de Jesucristo como tal transmitida, es muy difícil de sostener. Pero también son tropa en la Iglesia quienes creen en eso mismo.

Fruto de ese equilibrio, la constitución dogmática nos dice que «Confitetur Sacra Synodus, Deum, rerum omnium principium et finem, naturali humanae rationis lumine e rebus creatis certo cognosci posse». O sea, que Dios puede llegar a ser conocido «a través de la iluminación natural de la razón humana», es decir sin tener que pasar necesariamente por los Evangelios. Aunque, a renglón seguido (y como no puede ser de otra manera, ciertamente) invierte párrafos y párrafos en defender la divinidad de los mismos.

En otro guiño (o a mí me lo parece), la Dei Verbum nos dice: «Cum autem Deus in Sacra Scriptura per homines more hominum locutus sit, interpres Sacrae Scripturae, ut perspiciat, quid Ipse nobiscum communicare voluerit, attente investigare debet, quid hagiographi reapse significare intenderint et eorum verbis manifestare Deo placuerit». Es decir, que para interpretar las Escrituras, es importante investigar lo que quien las escribió quiso decir, y no tomarlas al pie de la letra.

En su parágrafo 19, la Dei Verbum ataca directamente la cuestión de la historicidad de los Evangelios. Y lo hace afirmando lo siguiente:

«Mama Kanisa mtakatifu, kwa nguvu na daima amesadiki na hukiri kwamba Injili nne zilizotajwa hapo juu, ambazo anaamini bila kusita kwamba ni za kweli, zinasimulia kiaminifu yale ambayo Yesu Mwana wa Mungu aliyatenda kwelikweli na kufundisha kwa ajili ya wokovu wa milele, wakati alipoishi kati ya wanadamu hadi siku ile alipopaa mbinguni. Mitume, baada ya Bwana kupaa mbinguni, waliwatangazia watu yale aliyokuwa ameyasema na kuyatenda, kwa ujuzi kamili waliojaliwa baada ya kufundishwa na matukio matukufu ya Kristo na kuangazwa na mwanga wa Roho wa ukweli. Hatimaye watunzi watakatifu waliandika Injili nne wakichagua mengine kati ya mengi yaliyokuwa yamesimuliwa kwa maneno au kwa maandishi, wakifupisha mambo mengine, au kuyafafanua wakilenga hasa hali ya Makanisa. Tena waliandika wakilinda mtindo uleule wa kuhubiri, lakini daima wakisimulia mambo ya kweli na kwa uaminifu kuhusu Yesu. Wao wenyewe, wakichota kutoka katika kumbukumbu yao na pia ushuhuda wa wale ambao “tangu mwanzo walikuwa mashahidi wenye kuyaona, na watumishi wa lile neno”, waliandika kusudi watujulishe «ukweli» wa mambo tuliyoelezewa».

¿Cómo? ¿Que no domináis el swahilli? Pero... ¡los lectores de este blog son un erial! En fin, por esta vez lo voy a pasar. La versión castellana es:

«La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo. Los Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, reteniendo por fin la forma de proclamación de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes «desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra» para que conozcamos «la verdad» de las palabras que nos enseñan».

Obsérvese el cuidado de las palabras. «Comunican fielmente» no es «refieren con exactitud». Además, se recuerda que la doctrina de la Iglesia descansa, además de en los textos, en las enseñanzas de los apóstoles (y, aunque no lo diga, de Saulo, el verdadero fundador de la religión cristiana). Por otra parte, los autores sagrados (y no os perdáis el detalle de que no se dice cuántos son) escribieron los Evangelios (aquí sí se dice que son cuatro, para que no haya dudas) a base de recuerdos personales... pero también del testimonio de testigos, de ministros de la palabra, o sea terceras referencias.

En otras palabras: el Vaticano II fue un paso, importante, para tratar de poner orden en la dura polémica en torno a la existencia real de Jesucristo.

En el fondo de toda esta polémica reside el problema, hoy completamente indisoluble, en torno a cuáles son las referencias más fiables que tenemos sobre la vida de Jesucristo. Lo cristiano es un universo repleto de galaxias que son documentos muy diferentes, muchos de los cuales han experimentado lo que los expertos llaman interpolaciones, es decir, textos añadidos a posteriori para dar más credibilidad o añadir algunos detalles a los relatos. Lo que la Iglesia considera textos canónicos es sólo una pequeña parte de toda esa literatura, y hay quien piensa que no con demasiadas razones que lo justifiquen.

Parece que la literatura litúrgica más antigua que se conserva son algunas de las epístolas de Pablo de Tarso; las dirigidas a los gálatas y a los romanos, así como pasajes de la primera a los corintios, suelen considerarse como las más sólidamente auténticas. En estos textos se habla de la crucifixión y resurrección de Jesucristo, se habla de la cena pascual e incluso se menciona, una sola vez, que Jesucristo habría tenido doce seguidores (aunque hay quien considera estos dos últimos pasajes como interpolaciones posteriores). El resto de los detalles conocidos por los Evangelios no aparecen y, hecho importante, en caso alguno se refieren a Jesucristo como un maestro que hubiese impartido enseñanza alguna. No hay, pues, mención a la doctrina alguna expresada por ese fundador. En los documentos inmediatamente posteriores, tales como la epístola de Clemente (en torno al año 100), Justino mártir, Policarpo o Barnabás, no se citan las enseñanzas de Jesucristo, ni su parentesco, ni sus milagros.

En el mundo de las primeras sectas cristianas, cultos surgidos desde el judaísmo incluso antes de la destrucción de Jerusalén por Tito (70 d.C.), existen unos denominados por los griegos nazoraios, palabra traducida habitualmente como nazaritas o nazarenos, denominación que no tiene necesariamente que provenir del nombre de una aldea llamada Nazaret, pues puede estar relacionada con palabras como netzer, o sea rama. Lo que sí es claro es que Pablo nunca llama a Jesús nazareno, así pues su identificación como tal no es propia de los primeros tiempos.
Lo inquietante del asunto está en que los vestigios de un culto a un Jesús (más concretamente, Joshua) están ya en el Antiguo Testamento. Así ocurre, por ejemplo, en el libro de Zacarías, donde se cita a un sacerdote Joshua que es identificado simbólicamente con la rama. La rama parece haber sido desde antiguo y en varias creencias (adoradores de Mitra, o de Démeter) el símbolo de la vida. Hoy, la rama está presente dentro de la simbología de la Semana Santa católica.

En realidad, para rechazar de plano la idea de que Jesús pueda ser un mito y no un personaje histórico, todo lo que tenemos que hacer, o hacemos, es pecar de modernocentrismo; es decir, de la idea de que el único mundo que ha existido es el que conocemos, es decir el mundo moderno. Para nosotros es inconcebible que alguien pueda tener seguidores que lo consideren el salvador de la Humanidad durante 2.000 años sin haber existido realmente. Pero eso es así simplemente porque desconocemos el mundo antiguo. En el mundo antiguo Osiris o Mitra, por citar los dos ejemplos más evidentes, también fueron considerados salvadores de la Humanidad, y durante más tiempo que lo ha sido considerado Cristo; y, sin embargo, a nadie en sus cabales se le ocurre rayarse con la idea de que Osiris pueda ser un personaje histórico.

Otro elemento importante, como he dicho, es la insoportable levedad de los documentos de referencia que tenemos como fuentes, y que son, sobre todo, los cuatro evangelios canónicos. Estos escritos no fueron elaborados en la forma que los conocemos hasta el final de la segunda centuria; para que nos entendamos, ello viene más o menos a equivaler a escribir hoy la biografía de Napoleón (pero sin la cantidad de libros que se han escrito sobre él por medio, sino con referencias de referencias de referencias de mitos de creencias de lo que Napoleón hizo o dejó de hacer, dijo o dejó de decir). A esto hay que unir el hecho, sobradamente conocido, de que los evangelios canónicos son sólo un subconjunto de los evangelios existentes; siendo los otros los llamados apócrifos, algunos de los cuales, por cierto, tuvieron en los primeros tiempos del cristianismo tanta o más popularidad que los que finalmente se eligieron como la versión fetén.

Aunque los evangelios apócrifos merecerían de atención por sí solos en un post específico, aún de forma telegráfica son varias las razones que abonan su pretendida popularidad. La primera de todas, el papel que estos escritos tienen en algunos mitos y leyendas desarrollados por la religión católica y de amplísima difusión. Apócrifos como el Protoevangelio de Santiago, el llamado Pseudo-Mateo o el Evangelio de la Natividad de María son elementos de gran importancia en la consolidación del dogma de la virginidad de la madre de Jesucristo. Fiestas plenamente integradas en el calendario católico con San Joaquín, Santa Ana, la presentación de la Virgen niña ante el templo, la circuncisión de Cristo o la purificación de María, todas ellas encuentran su suelo en los apócrifos.

Otro argumento a favor de la idea de la amplia difusión de estos evangelios es que, a pesar de contar con una oposición de siglos por parte de la propia Iglesia, se conocen de ellos, la mayoría escritos inicialmente en griego, versiones en copto, en sirio, en etíope, en armenio, en árabe, en lenguas eslavas... De la misma manera que si un escritor contemporáneo es traducido a muchas lenguas eso viene a querer decir que gusta, el argumento es, si cabe, más válido en el caso de libros tan antiguos.

Una tercera razón estriba en que muchas de las escenas descritas por estos evangelios pululan en multitud de pinturas, esculturas, retablos y diversas obras de arte cristiano elaborados a través de los siglos; signo éste de que los artistas, o bien dio la casualidad que se inventaron historias que, vaya hombre, coincidían con las contadas por los apócrifos; o los habían leído. En un sitio tan poco sospechoso de anticatólico como la basílica papal de Santa María la Mayor de Roma no hay más que echarle un vistazo a su arco triunfal y luego preguntarse de qué escritos han sido sacadas las escenas que allí se describen.

Por así decirlo, para creer que los evangelios que todos (por lo menos en mi generación) hemos leído en la escuela son la versión adecuada de lo que pasó (si es que pasó), sólo contamos con la palabra de la Iglesia. Es, pues, una cuestión de fe, no de conocimiento.

Son muy conocidos los muchos datos que contiene la narración evangélica que cuadran muy difícilmente con la realidad. Jesucristo cena con sus discípulos, luego éstos se duermen y él se va a rezar y allí es prendido en una escena que no tiene mucha explicación. Horas antes ha entrado en Jerusalén en loor de multitud, pero aún así a los polis les hace falta que uno de sus discípulos le dé un ósculo para señalarlo. Una vez detenido es llevado ante el gran sacerdote... que se encuentra reunido con sus escribas y dignatarios. ¿Por la noche?

El nacimiento de Jesucristo no pudo ser cuando nos dice la tradición a menos que los pastores que dormían al raso aquella noche fueran supermanes, porque en Galilea, en diciembre, hace una rasca por la noche que lo flipas. La fecha de la Navidad, lejos de ello, está escogida por la Iglesia dentro de una estrategia de identificación de los ritos cristianos con ritos anteriores; la Navidad es en diciembre porque los pueblos antiguos celebraran en ella un nacimiento, el del Sol; hay estudiosos que consideran a Jesús una transliteración del Dios-Sol de los antiguos. Incluso la Semana Santa viene a coincidir, más o menos por casualidad, con el momento del año en el que muchos pueblos paganos celebraban una muerte, la de Adonis en las fauces de un lobo.

Asimismo, Jesús no es el primero que resucita de su tumba; lo mismo creyeron los seguidores del mito de Mitra. La conversión de agua en vino se creyó de Dionisos, y la capacidad de andar sobre las aguas de Poseidón.

El culto cristiano ni siquiera es el primero el creer en la purificación del alma con el concurso de la sangre. Esto ocurría también en el culto de Attis, de cierta popularidad en Roma. Los creyentes de Attis sacrificaban un buey en el lugar que consideraban propicio para ello; será casualidad, pero en ese lugar hoy se levanta la basílica de San Pedro.

Otro elemento que han señalado algunos filólogos es el hecho de que todas las mujeres que rodean a Jesucristo se llamen María. El hecho encuentra su importancia en que, según orientalistas como P. Jensen, citados en obras como las de John M. Robertson (Short History of Christianity). W.B. Smith o Arthur Drews, en las culturas del área la madre de dios siempre portaba nombres que empezaban por Ma: María; Marianna; Maritala (madre de Krishna, el de Hare Ídem); Mariana, madre del dios bitinio Mariandinio; o Mandane, la madre de Ciro, por quien se profesaba cierto culto mesiánico (véase, a tal efecto, Isaías 45,1).

Asimismo, se conoce que los grandes jerarcas judíos de los tiempos posteriores a Jesucristo se servían de hombres especiales dedicados a la recaudación de tributos e inspección de los fieles, en número habitual de doce; costumbre de la que puede estar tomada la cifra de doce apóstoles que, si leéis los Evangelios con atención, veréis que surge con bastante inconsistencia. Otro elemento que, como he dicho, no tiene mucho sentido, es Judas. La traición de Judas no es en modo alguno necesaria para la detención de Jesús, por lo que es un personaje quizá incluido con posterioridad, a través de la representación de autos sacramentales en los que los gentiles, es decir los cristianos no judíos, comenzaron a construir esa inquina tan típica antijudía (ellos mataron a su Maestro); autos sacramentales en los que quizá, para enervar aún más la acusación, se introdujo a un judío o sea, ioudaios, que se pronuncia casi como Judas) que traicionaba a Jesús.

Otro elemento para la polémica interminable es la propia pasión. La polémica tiene que ver con el hecho de que no pocos de sus elementos están ya presentes en el Antiguo Testamento; algo que los creyentes explican considerando que la pasión de Cristo cumplió con profecías previas, mientras que desde un punto de vista más escéptico lo que hace es confirmar que los relatos de dicha pasión contenidos en los Evangelios están, en realidad, tomados de las escrituras anteriores.

Es el caso de la famosa frase pronunciada por Jesucristo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Esta frase es la que textualmente inicia el Salmo 22 del libro de los Salmos, muy anterior. Esto sin tener en cuenta que aquí se produce una prueba más de la casi enternecedora propensión evangélica a las pequeñas contradicciones, pues si todos los apóstoles lo habían abandonado cuando fue prendido (Marcos: 14,50), y tan sólo, de los suyos, quedaban allí unas mujeres que lo seguían desde Galilea pero que se encontraban a distancia (Mateo, 27, 55), ¿quién oyó a Jesús pronunciar estas palabras? ¿Dónde están los testigos que, según la Dei Verbum, pudieron referir la información a los evangelistas?

Nos cuentan los Evangelios que los que pasaban frente a la cruz se burlaban del condenado. O sea, la misma situación descrita en Salmos: 22,7, repetidas en Mateo 27, 39. Más aún, leemos en Salmos 22,16: «Me rodea una jauría de perros, me asalta una banda de malhechores; agujerean mis manos y mis pies». Y cabe hacer notar que no era costumbre de la época crucificar clavando manos y pies. Más allá, Salmos 22,18: «Se repartieron mis vestidos entre sí y mi túnica la echaron a suertes»; que es exactamente lo que refiere Mateo 27,35. Gran parte del material de la Pasión, por lo tanto, está en el Salmo 22, el cual no tiene valor profético alguno, o al menos yo no se lo veo, sino más bien trata sobre la humildad del creyente. Y aún hay más materiales. En el Salmo 41, versículo 19, se lee la queja: «Hasta mi amigo más íntimo, en quien yo confiaba, el que comió mi pan, se puso contra mí»; una posible transliteración del mito de Judas. Y, por último, en el versículo 21 del Salmo 69 se lee: «También me dieron hiel por comida y en mi sed me dieron vinagre para beber»; lo cual se corresponde con los episodios en los que le es ofrecido a Jesucristo vino con hiel primero y, después, una esponja empapada de vinagre.

Otro de los elementos de duda y polémica es la escasa, por no decir nula, huella que dejó la muerte de Jesucristo en la Historia. El historiador judío Flavio Josefo lo cita en sus libros sobre las guerras de los judíos, pero hay quien piensa que ese pasaje ha podido ser añadido con posterioridad. Otro gallo nos cantaría si se hubiesen conservado los textos de Justo de Tiberias, otro historiador soldado judío, el cual escribió otra historia como la de Josefo, que se ha perdido. En el siglo IX el libro existía, sin embargo, y fue leído por Focio, patriarca de Constantinopla; el cual se sintió contrito al comprobar que no decía nada de Jesús.

Por parte romana, la primera mención a Jesucristo está en las cartas de Plinio el Joven a Trajano, allá por el año 111, más o menos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, en su carta, Plinio se refiere al obispo de Roma, Clemente, como autor de unas epístolas que no fueron consideradas como tales hasta 60 años después de la fecha de la carta; así pues, las sospechas de interpolación son muchas.

Tácito, en sus Anales (XV, 44), se refiere al incendio de Roma en tiempos de Nerón, añadiendo que culpó del mismo a los cristianos (Hollywood ha hecho maravillas con este pasaje) y señalando que el líder de este movimiento había sido ejecutado por orden de Poncio Pilatos. Pero hay cosas curiosas. Por ejemplo, que Tácito llame a la secta chrestiani, o sea cristianos, cuando el concepto de Cristo no sustituyó al de Mesías hasta la época de Trajano, posterior a su momento. Pero lo más sospechoso de todo es que cite a Poncio Pilatos como si fuese alguien que tuviera que ser forzosamente conocido por sus lectores. Cuando Tácito escribe han pasado muchos años desde que Pilatos fue procurador en Jerusalén, y en Roma había cientos, si no miles, de funcionarios de provincias. Para que nos entendamos: es como si yo escribo un texto ahora citando a Márquez y sin dar mas explicaciones, como si asumiese que todos mis lectores del 2009 van a saber que Márquez fue subsecretario de Agricultura hace un siglo. Otra más que probable «mentira» de Tácito es el célebre pasaje de las antorchas humanas realizadas con cristianos crucificados, castigo éste que era extraño a las prácticas romanas.

En todo caso, y como ya hemos dicho, el gran elemento de discusión han sido siempre los Evangelios, tanto los llamados apócrifos como los considerados canónicos por la Iglesia. Como ya se ha señalado en este texto algunas veces, los Evangelios son textos que adolecen de incoherencias y saltos extraños, lo cual viene a rebelar que, lejos de ser la crónica de cuatro cronistas como pretende la versión eclesial, son en realidad el fruto de muchas manos. Hay errores tan flagrantes como que el Evangelio de Marcos comience relatando el árbol genealógico del carpintero José, claramente para hacerlo descendiente de David; para, a continuación, contarnos que el linaje del propio José no tiene nada que ver con Jesucristo (pues éste nace mediante una concepción inmaculada), por lo que no se entiende muy bien por qué nos ha contado antes todo eso de la genealogía. Por lo demás, los historiadores han dudado siempre de la historia de Herodes y los santos inocentes, pues una burrada de este calibre por fuerza debería dejar una huella en las crónicas que no se ve por ninguna parte. Además, como ocurre en el caso de la pasión, resulta sospechoso que en el propio Antiguo Testamento haya un precedente de este suceso, concretamente en Reyes 11,15: «Porque cuando David estaba en Edom, subió Joab el general del ejército a enterrar los muertos, y mató a todos los varones de Edom». Adad, descendiente de David, sobrevive a esta matanza y, además, lo hace huyendo a Egipto.
Los Evangelios sitúan el origen de Jesucristo en Nazaret. Pero el nombre de esta población no aparece ni en el Talmud, ni en el Antiguo Testamento; ni siquiera en Josefo. Sólo se la conoce desde el siglo IV.

Hay otras cosas que, aunque hay que admitir que son technicalities exegéticas, apuntan a que el evangelista, o los evangelistas, quizá tenían un dominio del tema menor del que creemos. Así, en el Nuevo testamento, Jesús reprocha a los fariseos varias cosas, entre ellas «la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matásteis entre el templo y el altar». Posiblemente, el evangelista, al escribir estas palabras, está pensando en Zacarías, hijo del rabino Jehojada, el cual según el libro de las Crónicas (II, 21, 20) fue lapidado por orden del rey Joash; pero lo confunde con Zacarías, hijo de Baruch (Barachías), quien fue asesinado en el interior del templo por las turbas por considerar que había conspirado a favor de los romanos durante el sitio de la ciudad. Pero es que el sitio de la ciudad ocurrió en el año 68, es decir 35 años después de la supuesta muerte de Cristo; ¿cómo pudo él, por lo tanto, realizar dicha cita delante de los fariseos?

En general, además, los evangelistas muestran pocos conocimientos históricos. Lucas sitúa la obligación romana de empadronamiento durante el gobierno siríaco de Publio Sulpicio Quirinio, que se produjo siete años después del teórico nacimiento de Cristo. O Lucas, que sitúa una acción durante el tretarcado de Lisanias en Abilinia, siendo lo cierto que Lisanias murió más de treinta años antes del teórico nacimiento de Cristo.

Incluso el propio mensaje de Cristo es en ocasiones contradictorio. Según qué esquina del libro leamos, es un reformador o un defensor de las leyes judaicas. Condena el divorcio y poco después se muestra comprensivo ante María Magdalena. Le dice a sus discípulos (Lucas, 22, 36) que el que no tenga una espada, que venda sus vestidos para comprarse una; pero luego (Mateo, 26,52) condena el uso de la espada con el famoso quien a hierro mata, a hierro muere.

Más aún. Jesucristo dice (Mateo 5, 43): «Oísteis que fue dicho: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Más yo os digo: amad a vuestros enemigos». Esta frase sugiere un bajo conocimiento del Antiguo Testamento por parte de su redactor, ya que en este libro, que verdaderamente puede ser muy brutal en muchos pasajes, ya se encuentra, y bien evidente, la filosofía del amor al otro. Muchos años antes de Jesucristo, el Levítico dice (19,18): «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y en Éxodo 23, 4 y 5, se dice: «Si encontrares extraviados al buey o al asno de tu enemigo, deberás volver a llevárselos sin falta. Si vieres al sano del que te aborrece caído debajo de su carga, y pensaras en abstenerte de ayudarle, deberás sin falta ayudarle a levantarlo».



No seré yo quien le diga a la Iglesia lo que ha de hacer. Me limitaré a dar mi opinión de que debería pensar en profundizar el camino amagado en el Vaticano II. La discusión en torno a la figura histórica de Jesucristo es baladí y absurda, porque es una discusión sin fin. Discutir sobre si Jesucristo existió alguna vez equivale a discutir sobre si a Ramsés II le gustaba que le rascasen la espalda con una rama de eneldo; se pueden buscar un montón de referencias a favor o en contra, pero nunca nadie conseguirá convencer a la parte contraria de la verdad de sus aseveraciones, porque pertenecen al terreno de lo etéreo, de lo que nunca conoceremos.

Personalmente, me inclino a pensar que la figura histórica de Jesucristo es más bien poco probable. Pero eso, como digo, en realidad no es tan importante. No pocos egipcios, griegos o romanos tenían bastante claro en su fuero interno que sus dioses no vivían en el Duat o en el Olimpo, y aún así los seguían. Lo verdaderamente importante de las religiones es su mensaje moral. Lo importante es tener una moral. Que provenga de una persona que la fe te hace creer que existió, o de tu naturae humanae rationis lumine, en el fondo no es tan importante.




¿Existió Jesucristo? By Tiburcio Samsa


Empecé a leer la entrada de JdJ convencido de que podría refutarle mientras veía la televisión y me hacía un sudoku de paso, tan convencido estaba de la existencia histórica de Jesucristo. Más tarde, cuando comencé a preparar mis argumentos, me di cuenta de que no eran tan sólidos como pensaba. Sigo creyendo que Jesucristo existió realmente, pero ahora sé que quienes lo niegan tienen su aquel.

El argumento de JdJ es que Jesucristo sería un trasunto de los mitos que se dieron en el mundo mediterráneo en aquellos años que hablan de un salvador que muere y resucita. Aunque los judíos hayan sido un pueblo bastante impermeable a las influencias externas, para el siglo I d. C. ya habían sufrido una cierta influencia del mundo helenístico circundante. Pensar que hubieran podido absorber esas concepciones sobre un salvador no es descabellado. Además, que dentro de su propia tradición ya poseían figuras que podían servir de modelo.

Los judíos esperaban un Mesías que sería como un gran rey que restauraría la gloria del pueblo hebreo. Por otro lado, tenían el concepto del chivo expiatorio, aquél que carga con los pecados de un pueblo para que éste quede libre de culpa. La figura de Cristo, precisamente, aúna ambos modelos: es el Mesías y al mismo tiempo es el chivo expiatorio. Para un judío tradicional que esperaba que el Mesías fuese como Supermán, pero con una corona, eso sonaría rarísimo, pero para un judío familiarizado con Mitra y Adonis, bastante menos.

En resumen, había elementos ideológicos suficientes como para que un grupo de judíos del siglo I d. C. creyesen en un salvador mítico que no existió en la realidad. Un punto para JdJ.

Y de regalo, otro argumento que le hará la boca agua a JdJ. Algunos estudiosos sostienen que uno de los primeros ritos del cristianismo primitivo consistió en una actualización del descubrimiento de la tumba vacía. Un grupo de mujeres creyentes iban ante el oficiante y le decían que querían ver a Cristo. Entonces tenía lugar entre ambos el siguiente diálogo: «¿A quién buscáis?/ Buscamos a Jesús Nazareno, que fue crucificado./ Se ha levantado de entre los muertos. No está aquí. Mirad el sitio en el que yació.» Este diálogo, que aparece en el evangelio de San Marcos, provendría de esa liturgia primitiva, liturgia que no le habría sonado demasiado extraña a un adorador de Adonis. Pero, ojo, que esa liturgia haya existido y que un adorador de Adonis hubiera podido sentirse cómodo con ella no implica que Jesucristo no fuera un personaje histórico.

Otro argumento de JdJ es que los evangelios no son muy de fiar, ya que fueron muy editados para que la carrera profética de Jesús se correspondiese con una serie de profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías. Aparte de que no tenemos claro quiénes fueron sus verdaderos autores. Aunque JdJ tiene razón en ambas cosas, ello no impide que haya un núcleo de verdad rastreable en los evangelios y que, por su cercanía en el tiempo a la muerte de Jesucristo, sea razonable pensar que quienes los escribieron o bien conocieron al Jesús histórico o bien conocieron a gente que lo había conocido. Por otra parte, hay numerosos detalles en los evangelios, que han sido luego corroborados por la arqueología, que demuestran que quienes los escribieron estaban familiarizados con la Palestina del siglo I.

Ha habido discusiones sobre la fecha de composición de los evangelios, pero parece que la tendencia predominante en la actualidad es pensar que los evangelios sinópticos (los de S. Marcos, S. Mateo y S. Lucas) como muy tarde ya debían de estar escritos para el 90 d.C. Se han descubierto unos fragmentos de papiro procedentes del Alto Egipto que contienen parte de Mateo.26 y que datarían aproximadamente del 60 d.C. Dado que se piensa que el redactor del evangelio de S. Mateo utilizó como parte de sus materiales el evangelio de S. Marcos, puede deducirse que como poco para el año 50 d.C. ya circulaban textos escritos contando la vida de Jesucristo. Veinte años son muy pocos años para introducir demasiadas invenciones sobre un personaje del que muchos se acordarían todavía.

En lo que escribiré a continuación me olvidaré a propósito del evangelio según S. Juan. Es demasiado posterior y probablemente se escribiera algo alejado de Palestina, tal vez en Antioquía. Mientras que los evangelios sinópticos tratan de describir la vida de Jesucristo, el de S. Juan la presenta con una visión teológica por detrás. No le importan tanto los hechos por sí mismos, como en cuanto que fundamentos de la teología que defiende.

Los evangelios sinópticos permiten trazar una carrera profética que tiene mucho de plausible. Un artesano de Nazareth de 30 años va al desierto a hacerse bautizar por S. Juan Bautista, como tantos otros en aquellos tiempos. La experiencia le marca y se convierte en predicador. Tiene carisma y empieza a reunir entorno suyo a un grupo de seguidores. Tiene roces con los fariseos. Cuando lleva tres años de predicación decide dejar de actuar en provincias y lanzarse a la conquista de la capital. Hace lo propio: ir durante la celebración de una gran fiesta religiosa, la Pascua judía. Estando en Jerusalén, se coge un rebote importante cuando ve a los cambistas en el Templo y les derriba las mesas. Eso termina de convencer a sus oponentes de que es un peligro para sus intereses y que hay que pararle los pies antes de que su movimiento cobre mayor auge. Fariseos y saduceos no tienen mayor problema en convencer a los romanos de que ese tipo es un peligro público. A los romanos les interesa el orden público, no las vidas humanas y si los judíos les dicen que uno de los suyos es un buscapeleas, mejor liquidémosle por si las cosas.

Reconozco dos problemas. El primero es que la figura que obtenemos de Jesucristo es un poco contradictoria. Un día está de buen humor y dice «Amaos los unos a los otros» y al día siguiente se levanta con mal pie y proclama «Yo no he venido a traer la paz, sino la espada». Hay momentos en los que parece Zapatero, proclamando que todo el mundo es muy bueno y que no hay crisis, y otros en los que parece su padrino, S. Juan Bautista, o Aznar, advirtiendo que faltan dos telediarios para que venga el fin del mundo y que el malvado que no se convierta se va a enterar de lo que vale un peine. O bien Jesucristo era ciclotímico o bien fue un mito histórico y la figura de los evangelios es un collage mal compuesto a base de dos o tres profetas desconocidos para nosotros que sí existieron.

Bueno, hay otra posibilidad, que es a la que yo me apunto. Sólo hay un Jesucristo y las contradicciones de sus palabras vienen porque no están ordenadas en el orden en que se dijeron. Pensemos en S. Marcos, escribiendo, tal vez diez años después de la muerte de Jesús. Tiene a mano sus recuerdos personales (vamos a asumir que conoció a Jesús), un texto con los dichos de Jesús y tal vez unas cuantas páginas de notas con anécdotas de Jesús que le han pasado. «A ver, ¿cuándo ocurrió lo de los panes y los peces? Fue antes o después de lo de la pesca milagrosa. Yo creo que después, porque cuando lo de la pesca el Nazareth F.C. estaba en segunda y en cambio cuando lo de los panes y los peces teníamos la campa llena de forofos celebrando que acababa de vencerle al C.D. Jerusalén. ¿O lo de la campa fue para celebrar el fichaje de Ronaldinus Máximus, que seguro que nos iba a aúpar a primera?» En fin que dudo mucho de que la historia de Jesús nos la hayan contado exactamente en el orden en el que ocurrió.

Si esto es así, no me parece descabellado pensar que las aparentes contradicciones lo que reflejan es una evolución en el pensamiento de Jesucristo. Al inicio de su ministerio está lleno de amor y buena voluntad. Yahvé le ha iluminado y tiene la receta para poner fin a los males del mundo. Tres años más tarde, después de innumerables disputas con los fariseos y tal vez de alguna persecución contra sus seguidores, Jesucristo ya está hasta el gorro y el buen rollito se le está agotando. De esa segunda fase de su ministerio datarían los mensajes más duros y apocalípticos.
JdJ también ha señalado que el episodio del prendimiento, juicio y ejecución de Cristo tiene la misma coherencia que una película de Rambo escrita por un guionista borracho. En parte es achacable a que aquí hubo que editar mucho para ajustar el episodio a las profecías veterotestamentarias sobre el Mesías. También es achacable a que posiblemente muchos detalles del juicio no debieron ser presenciados por seguidores de Jesús. Posiblemente la información que obtuvieran a posteriori fuera a través de simpatizantes o de rumores cogidos aquí y allá.

A pesar de todo, creo que los evangelios proporcionan suficientes datos para tener una visión coherente y realista de los acontecimientos. Tras el episodio de los cambistas en el Templo, a Jesús le advierten que se ha pasado varios pueblos y que los saduceos y los fariseos van a ir a por él y que lo mejor que puede hacer es mantener un perfil bajo. Jesucristo se esconde con los apóstoles en casa de un simpatizante. Lo más lógico sería mantenerse escondido hasta que hubiera pasado la Pascua y aprovechar el retorno de la masa de peregrinos a sus hogares para salir de la ciudad de tapadillo. La traición de Judas debió de consistir en revelar a los enemigos de Jesús dónde se encontraba. El proceso debió de ser sumario y breve, una mera formalidad. Es casi seguro que Poncio Pilatos no jugó ningún papel en él. Era un caso demasiado menor para que un poderoso gobernador romano se molestase en levantarse a medianoche para atenderlo. Me imagino que los evangelistas introdujeron a Poncio Pilatos por el efecto dramático. Jode pensar que a tu maestro lo condenó a muerte un burócrata chupatintas; todo un señor gobernador es otra cosa. La cruficifixión era la condena habitual para los acusados de sedición que no poseían la ciudadanía romana. Así pues, la condena impuesta a Jesucristo no tiene nada de excepcional.

Otra cuestión que suscita JdJ es la falta de referencias a Jesucristo en fuentes no cristianas de la época. En principio a mí no me parece tan raro. Judea era una provincia remota, recien incorporada al Imperio. Para un historiador grecolatino tenía el mismo interés que Kabul para un turista que ande buscando resorts de lujo. Jesucristo fue un fenómeno local y pasajero; un profeta que anduvo predicando esa religión tan rara que tienen los judíos durante tres años y que fue ajusticiado. Por otra parte la historiografía antigua era una historiagrafía de reyes y guerras. Un movimiento social o religioso no interesaba mientras no se hubiese rebelado y hubiese cortado unas cuantas cabezas. El silencio sobre la figura de Jesús no es sorprendente.
JdJ menciona dos obras de historiadores judíos contemporáneos de los hechos y que escribieron sobre Judea. Uno fue Justo de Tiberías. Su obra no nos ha llegado, pero sabemos por referencias bizantinas que no decía nada sobre Jesús. El otro fue Flavio Josefo. Su obra Antigüedades judías contiene un párrafo muy famoso, que dice:

«Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, [si es que se le puede llamar hombre], porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles. [Era el Cristo.] Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, [porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él.] Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos.»

Hay una unimidad en que la parte entre corchetes fue una interpolación posterior, seguramente hecha por cristianos. La mayoría de los historiadores cree que el resto del párrafo es genuino, pero reconozco que hay suficientes razones como para no poner la mano en el fuego por su autenticidad. Creo que lo prudente es no apoyar la historicidad de Jesucristo en este párrafo del que seguro que una parte fue interpolada.

En otra parte de la obra, Flavio Josefo dice:

«Ananías era un saduceo sin alma. Convocó astutamente al Sanedrín en el momento propicio. El procurador Festo había fallecido. El sucesor, Albino, todavía no había tomado posesión. Hizo que el Sanedrín juzgase a Santiago, hermano de Jesús, quien era llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados.»

Este texto sí que me parece más genuino. Un interpolador cristiano habría aprovechado para dar cera a su héroe. No se habría contentado con una mención tan escueta. Hay quienes han pensado que la frase «quien era llamado Cristo» es un añadido posterior. Pero parece plausible que Josefo la introdujera para que se supiera de qué Jesús estaba hablando, dado que aparecen varios personajes con ese nombre en su obra.

Suetonio menciona que en el año 49 el emperador Claudio expulsó a los judíos de Roma porque se habían convertido en causa permanente de desórdeneces incitados por un tal Chrestos. El texto puede interpretarse de dos maneras. La que me es favorable: Suetonio sabía muy poco de la secta nueva de los cristianos y se equivoca, equiparándolos a los judíos (error fácil de cometer en aquellos años) y no enterándose muy bien de quién era ese Chrestos. La que no me es favorable: Suetonio no se equivoca. Dice judíos a sabiendas y el tal Chrestos (el nombre no era tan inusual) era alguien que vivía en Roma y había incitado los desórdenes.

Sobre los testimonios de Tácito y Plinio el Joven que hablan de Jesucristo y que JdJ afirma que son interpolaciones tardías, ahí JdJ me ha pillado con el paso cambiado. No sabía que había estudiosos que las consideraban interpolaciones tardías.

Ahora haré una afirmación osada. Otra prueba de la existencia histórica de Jesucristo es la Sábana Santa. Pienso que las probabilidades de que sea genuina y que realmente fuera el sudario de Cristo son muy elevadas.

Las primeras noticias fidedignas que tenemos de la Sábana Santa datan de mediados del siglo XIV. Es decir que si se trata de una falsificación tuvo que haberse realizado antes. En 1988 se le sometió a la prueba del carbono 14, que determinó que el lienzo databa de entre 1260 y 1390. Hubo muchos que no quedaron convencidos. El lienzo muestra un grado de precisión y de conocimientos anatómicos impensables en un falsificador medieval. Por otra parte el lienzo presentaba algunos detalles que van en contra de la iconografía tradicional de la crucifixión: por ejemplo, los agujeros de los clavos estaban en las muñecas, no en las palmas, y la corona de espinas no debió de ser un aro, sino un casco. Un falsificador medieval no habría introducido elementos que fueran contra lo que habitualmente se creía sobre la crucifixión. Hoy son muchos los investigadores que piensan que se produjeron errores en la prueba de 1988 y que habría que repetirla. Por un lado, parece que la prueba se hizo sobre una parte del sudario que había sido remendada en el siglo XIV. Asimismo se afirma que el fuego que afectó al sudario en 1532 pudo haber alterado su perfil de carbono y haber distorsionado los exámenes. A mí me parece más difícil explicar cómo un falsificador medieval pudo haber hecho la Sábana Santa que aceptar que los exámenes de 1988 se equivocaron.

Si aceptamos que la Sábana Santa es realmente del siglo I d. C., la consecuencia lógica es pensar que seguramente fue el sudario de Cristo. La Sábana Santa presenta muchos detalles que concuerdan con los evangelios: la corona de espinas (que no era una práctica habitual, lo que reduce enormemente las posibilidades de que sea el sudario de un crucificado distinto de Cristo), los azotes, los clavos, el lanzazo en el costado…

En resumen. Tenemos tres evangelios escritos poco después de la muerte de Jesucristo por gente que conocía Palestina y que, a pesar de los añadidos y alteraciones posteriores, permiten reconstruir a grandes rasgos la carrera de un profeta. Tenemos al menos una cita del no-cristiano Flavio Josefo que habla de Jesús. Y tenemos la Sábana Santa. Hay hechos históricos y personajes que tenemos por verdaderos con pruebas más endebles que ésas.

¿Y bien, JdJ? ¿Cuándo empiezas a preparar la mochila y las botas para hacerte el Camino de Santiago?


[JdJ: Y, vosotros, ¿qué decís? ¿Le contesto? ;-)]

lunes, mayo 11, 2009

Mr Martin "No Idea" Amis

Hay un dicho tradicional que sostiene que la ignorancia es atrevida. Es falso. No es cierto que quien no sabe de lo que está hablando se desempeñe con temeridad al hablar de la cierta cosa. El peligro no está ahí, porque el ignorante que lo es y lo sabe se refugia en medias palabras, conceptos hueros o, en general, rehúye la valoración, a sabiendas de que no va a poder defender sus tesis si son atacadas.

El problema está en el ignorante que desconoce su condición de tal. El tipo que ha estudiado un par de párrafos y piensa que ha descubierto las fuentes del Nilo en el patio de su casa porque el libro dice que en las tales fuentes del Nilo mana agua y ve salir el líquido elemento de su estrecha manguera amarilla. Un ejemplo muy habitual de ignorante, habitual en nuestra historiografía, es el ignorante extranjero. Foráneos que han hecho esfuerzos notables, en ocasiones ciclópeos, por conocer y absorber los hechos históricos de España, los hay a capazos. Son toda una escuela que es una delicia leer. Pero, entre tanto acierto, algún que otro errorcillo se tenía que colar.

El escritor británico Martín Amis acaba de perpetrar una de estas gilipolleces propia de conocedor más o menos parcial de las cosas. Ha dicho que habría que agradecerle a ETA el atentado contra Carrero Blanco porque con el mismo eliminó al sucesor del dictador. Y se ha quedado tan pancho. Cosa que no me extraña, porque la dicha declaración huele a valoración de alguien que se ha documentado probremente sobre la materia que juzga. Lo cual lo mismo no es cierto. Pero es que si ésta es una documentadísima opinión, es aún más preocupante su insoportable levedad.

Factores que operan, a mi modo de ver, en contra de la teoría de Amis.

1.- El franquismo puede verse o bien como un régimen unipersonal y por lo tanto vinculado a la persona de Franco, o bien como un régimen cuyo principal valedor fue el ejército. En el primero de los casos, entonces, lo que mató al franquismo fue la muerte de Franco, no la de Carrero; y a Franco, a menos que los terroristas vascos encontrasen la forma de inocular los fracasos orgánicos agudos por control remoto, no lo mató la ETA. En el caso de que veamos el franquismo como un régimen militar, entonces todos sabemos lo que pasa cuando en una trinchera muere el coronel: que lo sustituye el comandante. Y si el comandante vuela por los aires, lo sustituye el teniente coronel.

2.- En coherencia con el final del punto 1, Franco tuvo, tras la muerte de Carrero, tiempo sobrado para nombrar a un nuevo Carrero. De hecho, lo tuvo pensado en la persona del almirante Nieto Antúnez, cuyo perfil personal era muy parecido al de Carrero (en fidelidad al franquismo, me refiero); e incluso de José Antonio Girón. Quienes impidieron que nombrase a un nuevo Carrero no fueron los terroristas de la ETA. Fueron los azules, o franquistas partidarios de que el franquismo muriese con el Caudillo y evolucionase a una democracia plena, los cuales acabaron por imponerle a Carlos Arias, probablemente con el truqui de metener en el grupo de candidatos a Carlos Fraga, al que Franco no quería nombrar ni aunque le colgaran de los pulgares.

3.- Franco no llegó a su muerte en 1975 sin haber designado sucesor después de Carrero, por el simple hecho de que su sucesor no era Carrero. Su sucesor se llamaba Juan Carlos de Borbón y como tal había sido designado en 1969, después de un lento y trabajoso proceso de años en el que al Caudillo le fue quedando claro que la única forma de no forzar la desafección de los elementos más democráticos de su régimen era realizar dicha designación. En una hipotética convivencia entre el rey y un Carrero presidente del gobierno, evidentemente la maquinaria del poder habría estado con el primero. En lo que Franco confiaba (es la esencia de su famoso «atado y bien atado») era en dejar a Juan Carlos constreñido y condicionado por un entramado de instituciones franquistas, notablemente el Consejo del Reino, el del Movimiento y las Cortes, que le impedirían llegar lejos en las reformas democráticas. Lo que pasó, no ya entre 1973, año de la muerte de Carrero, y 1975, año de la de Franco, sino por lo menos desde 1970 si no antes, es que incluso en esas salas de máquinas del franquismo, los franquistas relapsos comenzaron a quedarse en minoría. Minoría que Carrero habría experimentado sin ningún lugar a dudas.

4.- En su único gobierno, Luis Carrero Blanco confió en elementos del régimen (faltaría más), pero algunos de los cuales, y muy especialmente Torcuato Fernández Miranda, acabarían guiando al rey en su camino hacia la democracia. El gobierno Carrero está muy lejos de ser un gobierno bunkerizado, irredento en el franquismo más cerril, que podría haber formado si hubiese querido pues tan sólo tenía que nombrar 20 ministros y en aquella España quedaban muchos, muchísimos más de 20 franquistas desde la f hasta la s. Que el propio Carrero tuviera que echar mano de los elementos aperturistas, cuando presuntamente (así, al menos, cabría deducir de las palabras de Amis) su gobierno fue formado para sostenella y no enmendalla, lo dice todo de las leches que había ya, para entonces, en el seno del Movimiento; y que pueden seguirse con cierta nitidez si se estudia, por ejemplo, el proceso de creación de las famosas asociaciones politicas consecuencia del Espíritu del 12 de febrero.

5.- En los libros está además la información de que el propio príncipe había hablado ya con Carrero, conminándole a que no fuese un obstáculo para la democratización de España, algo a lo que Carrero le había dicho que sí. Y tiene lógica que se lo dijera, porque si hay momentos para coger el canasto de las chufas y liarse a hostias, y si Carrero y quienes pensaban como él pudieron pensar en julio del 36 que ese momento estaba agraz, desde luego en la primera mitad de los años setenta del siglo XX tenían muy claro que eran otros tiempos.

6.- En consecuencia, la democracia a España la trae quien la trae, se ponga Mr. Amis decubito prono o decubito supino, eso da igual. La democracia la trae la combinación de dos movimientos: uno, interior, por el cual elementos nada anecdóticos del franquismo toman la conciencia, y la bandera, de que el franquismo ha de morir con Franco. Y, por otro, el posibilismo de la oposición antifranquista, cada vez más apoyada internacionalmente, cada día más poderosa en el exterior y también en el interior, sobre todo en la universidad y en la fábrica, la cual, en lugar de hacer eso que canta Llach de empujar para que caiga, lo que hace es aceptar el mismo principio de que Franco morirá en la cama de Jefe de Estado, a cambio de morir de verdad.

7.- Sostener que para que esta combinación resultase era necesario que Carrero muriese a manos de la ETA es desconocer las fuerzas de cada uno. De Carrero. De los franquistas partidarios de la evolución. Del antifranquismo democrático. De la ETA. Es lo que se dice oír campanas y no saber dónde leches es el incendio. La muerte de Carrero no aportó nada en la descomposición del franquismo. Franco llegó a ceder sus poderes en las manos del príncipe durante su tromboflebitis y no por ello dejó de ejercer el mando. El pacto era esperar. Las fuerzas democráticas esperaron y, a la muerte del Caudillo, se pusieron a lo suyo. Y lo habrían hecho con Carrero el cual, de vivir, habría tenido el destino que tuvo Arias.

Con mis disculpas a los lectores habituales, que ya sabrán que en este blog hay otro post con contenidos parecidos.

El New Deal

Vivimos tiempos de crisis. Tiempos de actividad en recesión, desempleo y pesimismo. Las comparaciones son inevitables con la crisis del 29. Los cronistas de esos periódicos en los que, por lo visto, se opina que los bloggers escriben sin contrastar ni reflexionar demasiado, no pierden ocasión en realizar comparaciones entre la crisis actual y la que ocurrió hace ahora 80 años. Que la tasa de desempleo en Estados Unidos llegase a ser más del triple que la observada hasta el momento no parece ser un factor que afecte a sus altas reflexiones. Es lo que hay. También para ellos.

En no pocos países del mundo, y España es un ejemplo, hay una receta encima de la mesa. Básicamente, se pretende mejorar el tono de la economía mediante una expansión del gasto público. Se eleva, pues, el nivel de gasto del actor público, sobre todo mediante obras públicas destinadas a crear empleo y recuperar la economía. Y el ejemplo está también en la crisis del 29 y en la política entonces adoptada, el conocido como New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, o FDR como es conocido entre los suyos. Y a mí me gustaría dejar aquí estas notas para reflexionar sobre ello. Porque, y es sólo mi opinión, creo que la confianza en el New Deal y en sus virtudes, que las tuvo, es excesiva. A mi modo de ver, tan cierto es que la expansión del gasto público mejora el tono del empleo como que es totalmente incapaz de darle salida a la crisis.

Desde el final de la primera guerra mundial, Estados Unidos había sido territorio abonado para el Partido Republicano. Los presidentes Harding, Coolidge y Hoover se habían sucedido sin que los demócratas hubieran encontrado la forma de darle la vuelta a la tortilla. Un periodo de republicanismo tan largo enervó algunos de los principales signos de identidad de esta tendencia, cuales son la aplicación de recetas rabiosamente capitalistas, combinadas con un gran proteccionismo destinado a enriquecer la industria interior, sobre todo teniendo en cuenta que no había sido golpeada por la guerra como le ocurría a media Europa. Las burbujas siempre se rompen por su lugar más débil. Si ahora ha sido el endeudamiento hipotecario de los particulares, entonces fue el desenfrenado juego bursátil de esos mismos particulares y de los propios negociantes especulativos lo que acabó culminando con la caída libre de la Bolsa.

Franklin Delano Roosevelt había ganado en 1928 las elecciones a gobernador de Nueva York. Cuando decide apuntarse a la carrera hacia la Casa Blanca monta una campaña electoral en el fondo muy parecida a la del actual presidente Obama. Ambas campañas, en efecto, se basan en la difusión de un mensaje optimista que promete acción, pero sin aclarar cuál va a ser ésta. Si Obama triunfó con su famoso Yes we can, FDR utilizó diversos mensajes entre los cuales el más fuerte, probablemente, sería Lo que el país necesita es intentar algo. Así las cosas, el partido demócrata gana de calle las elecciones de 1932, imponiéndose nada menos que en 42 de los estados de la Unión.

Tras comenzar su mandato el 4 de marzo de 1933, FDR llama a su lado a un grupo de expertos o brain trust que emite un informe con la lista de medidas que son necesarias para la salida de la crisis. Estos cambios venían a identificarse con un incremento de la intervención estatal en la economía, eliminando la libertad casi total existente hasta ese momento. Las primeras medidas que se ponen en marcha tienen como objetivo contener la inflación. Se aprueban medidas para establecer el subsidio asistencial a los parados, o la garantía de precios para los agricultores, servicios de empleo para jóvenes parados, financiación de hipotecas de escaso volumen y, por supuesto, los programas de obras públicas. Por lo tanto, un hecho que olvidan las visiones excesivamente simplistas del pasado es que el New Deal es un conjunto de medidas mucho más complejo que la mera expansión del gasto vía obras públicas, entre las que destacan, por cierto, las monetarias. El New Deal actuó sobre un entorno socioeconómico como el estadounidense de los años treinta, carente de mecanismos de gasto social a favor de los parados, y la sola instrumentación de rentas mínimas permitió sostener la economía.

Hasta 1936, el New Deal es una política rígidamente intervencionista, factor éste fundamentado en la necesidad de controlar la inflación y desarrollar los seguros sociales.

Especialmente importante es la legislación dedicada a la recuperación agrícola, destinada a evitar el problema claramente visible en los Estados Unidos de aquel tiempo, con un diferencial de nivel de vida entre las zonas rurales y las urbanas que en ocasiones alcanzaba proporciones siderales. Con esta legislación se intentó garantizar a los agricultores rentas mínimas que, sin embargo, están muy por debajo de los niveles hoy sostenidos por políticas como la agraria común de la Unión Europea. Dentro del capítulo que se ha hecho más famoso del New Deal, el de la obras públicas, quizá el elemento más visible sea la creación de la Autoridad del Valle de Tennessee.

El primer New Deal termina en 1936, año electoral. Ante el crecimiento elevadísimo del déficit público que se ha producido en los tres años anteriores, FDR y sus economistas deciden levantar el pistón y aplicar políticas de consolidación fiscal. El resultado inmediato es la entrada del país en la recesión, con tasas de caída de la producción que dan la sensación de haber perdido todo el camino recorrido. Esta recesión radicaliza notablemente las cosas, algo que se aprecia claramente en la campaña del 36, que Roosevelt gana de nuevo con la estrategia principal de presentarse como paladín contra los oligarcas que dominan la economía. El gasto público se incrementa de nuevo, produciendo una inmediata mejora del crecimiento económico, y se impulsan nuevas legislaciones sobre el paro, la seguridad social y los mercados laborales. Sin embargo, durante este segundo mandato de Roosevelt, tanto al presidente como a sus asesores comienza a hacérseles evidente que el recurso al déficit público se está agotando. De hecho, es necesario llevar a cabo medidas de recorte del déficit público, a causa del serio problema que está generando en la financiación de la economía. Pues el déficit público es poco recomendable por dos razones fundamentales. Una está en el futuro y que, como todo hay que acabar por pagarlo, déficit público hoy son impuestos mañana. Pero la segunda razón se produce en el mismo momento en que dicho déficit se genera. Pues si el déficit crece, lo hace el endeudamiento del Estado; y si el endeudamiento crece, entonces se produce en los mercados de capitales una mayor competencia por los recursos. Dicho de otra forma: para que el Estado se pueda financiar, empresas y particulares deben encontrar más dificultades para financiarse. En realidad, durante este segundo mandado a Roosevelt las cosas se le pusieron jodidas. Las elecciones al Congreso de 1938 dibujan claramente una cámara opositora al presidente, en un entorno de paro creciente de nuevo.

¿Por qué creo que la valoración del New Deal es excesivamente positiva? Pues por razones tres.

En primer lugar, el New Deal, en sus mejores años, que fueron los tres primeros, nunca consiguió reducir la tasa de paro por debajo del 8%. Ciertamente, dicho paro llegó a estar en el 25% aproximadamente; pero hemos de tener en cuenta que la mayor parte de las medidas que se aplicaron, tales como la puesta en marcha de subsidios al desempleo o la garantía de precios agrícolas, hoy son parte del sistema, así pues, aunque resulta difícil decir qué medidas crearon qué empleo, desde luego el que fue creado por éstas hoy no existe (o mejor sería decir que ya existe).

La segunda razón es la caída del 36. El regreso del país a la recesión demuestra, a mi modo de ver, que la salida de la crisis mediante déficit público crea una excesiva dependencia entre bonanza y gasto público. Y, si uno se frena, la otra también. Es evidente que el concepto que hay que tener de salida de la crisis es una salida sólida y duradera.

La tercera razón es que es un mecanismo que se agota en sí mismo. Por dos veces, una antes de su segundo mandato y otra avanzado el segundo, FDR tuvo que plantearse reduccciones del gasto público, ante la imposibilidad de mantener el ritmo del mismo que la crisis demandaba. Lo que pasa es que este efecto se nota menos porque, al final de esta historia, entra a jugar un factor distorsionador, que desde luego es deseable que no se produzca esta vez, y que es el que verdaderamente saca a la Estados Unidos de la depresión: la guerra mundial. Es, en efecto, la guerra la que multiplica la capacidad productiva estadounidense en por 1,5 en muy pocos años y, al fin y a la postre, acaba con el paro y con la recesión. La idea de que el New Deal sacó a Estados Unidos de la crisis es, a mi modo de ver, en excesivo exagerada.

Hay historiadores que piensan que FDR entró encantado en la segunda guerra mundial. Puede ser cierto, o puede que no. Que tenía razones para ello, eso está fuera de toda duda.