miércoles, diciembre 08, 2010

Marruecos: los comienzos (1)

En alguna que otra anotación a pretéritos post, a lo que había que unir algún que otro mensaje privado a mi buzón, me habéis dicho que estaría bien hablar algún día de Marruecos. Algo se ha dicho sobre el asunto, sobre todo cuando traté la enfermedad de Franco. Sin embargo, la Historia de España y Marruecos es más longeva que esos tiempos hoy habitualmente invocados a causa del conflicto del Sahara, y a estos orígenes se refieren buena parte de los mensajes que he ido recibiendo. Así pues, he pensado en escribir unas notas sobre la materia y, por lo tanto, describir la política marroquí española durante los tan apasionantes como complejos años del principio del siglo pasado. Espero que las mismas os arrojen alguna luz para comprender cosas que hoy están pasando.

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España llegó al siglo XIX notablemente debilitada como país, lo cual significó que los tiempos en los que marcaba la política internacional se trocaron por otros en los cuales los sucesivos ministerios de Madrid hacían más o menos lo que podían para integrarse en las alianzas internacionales que mejor respetasen sus necesidades.

En la última década del siglo XIX, estas intentonas llevaron a España a arrimarse al eje franco-ruso en detrimento de Alemania. En 1894, el Senado español decidió denunciar el tratado comercial hispanoalemán y, un año después, producido el conflicto internacional del estrecho de Formosa, volvió de nuevo a alinearse con las posturas de París y San Petesburgo.

Con la firma el Tratado de París, 10 de diciembre de 1898, España perdió sus colonias y entró en una grave crisis de conciencia colectiva que es bien conocida por todos, o casi todos los españoles. En esa situación, España alimentó el interés de Inglaterra, que no hay que olvidar que ya tenía una pica puesta en la península, llamada Gibraltar, y que cada vez se sentía inmersa dentro de un tablero internacional de creciente enfrentamiento que, efectivamente, acabaría provocando la primera guerra mundial. Sir Henrick Drummon Wolff, entonces embajador británico en Madrid, comenzó las conversaciones con el gobierno español, presidido por Francisco Silvela y cuyo ministro de Asuntos Exteriores era el duque de Almodóvar del Río, sobre la fortificación de los terrenos españoles aledaños al Peñón. En el marco de dichas conversaciones, Inglaterra manejó la posibilidad de apoyar los intereses españoles. Incluso se llegó a hablar de un canje de Ceuta por Gibraltar.

Todo tenía sentido en el marco de la preparación por parte de Londres de una guerra con Francia. El 10 de julio de 1898, una expedición francesa a las cuencas del Nilo llegó a Fachoda, donde literalmente chocó con las tropas británicas al mando de Sirdar Kitchener.

España dio seguridades a Inglaterra de que no fortificaría los terrenos de Sierra Carbonera, junto a Gibraltar, pero no fue más allá. Para entonces, tenía ya demasiado miedo de Francia como para intentar una alianza unilateral con Inglaterra. Conforme daba la vuelta a la esquina el siglo, una vez perdida la alternativa inglesa, para España ya sólo quedaba la opción de la alianza con el francés. Por otro lado, en esas mismas fechas (1900 a 1902), Francia negoció con Italia un acuerdo entre potencias coloniales que dejó libre Marruecos para futuras operaciones de influencia. Merced a los acuerdos francoitalianos, París abandonó sus pretensiones sobre la Tripolitania, lo que dejó Libia a la influencia de Roma; mientras que ésta abandonaba sus pretensiones sobre Marruecos.

Todo el mundo se preparaba para la guerra. Las cancillerías europeas, de hecho, creían en su inminencia. Sin embargo, repentinamente se produjo un hecho sorpresivo, bien conocido de la Historia, que dejó a todos con un palmo en las narices: la llamada Entente Cordiale entre Francia e Inglaterra. Francia, acuciada por el cerco que las Potencias Centrales ejercían sobre ella, maniobró hábilmente para comenzar a ser ella la que aislase a sus enemigos.

Antes de la firma de este acuerdo histórico, el mejor tono entre París y Londres favoreció la acción francesa en Marruecos. En enero de 1900 habían ocupado los franceses los oasis de Tidikelt e In-Salah. Después de eso, avanzaron por el valle de La Zoupsana, tomaban Igli, Timmimoun...hasta conseguir enlazar sus posesiones argelinas y tunecinas con las colonias occidentales. El Sultán de Marruecos aceptó de buen grado la acción de los franceses, los cuales combatían la anarquía existente en el país y ofrecían algunas retribuciones interesantes, tales como la definición total de la frontera entre Marruecos y Argelia, que en 1845 sólo había quedado establecida para las áreas costeras. Francia metió en Marruecos toneladas de asesores y dinero. Preparaba el protectorado.

Mientras tanto, Madrid temblaba. Un embajador de la época, León y Castillo, lo dejó escrito con más claridad de la que yo pueda utilizar: «Expulsados de América, expulsados de Asia, si, prescindiéndose de nosotros, éramos también expulsados de África, estábamos amenazados de serlo también de Europa». España, pues, necesitaba reconstruir su situación colonial. Y miró a Marruecos.

De esta forma, España sacó de su desván derechos históricos sobre Marruecos y el noroeste del Sahara que hasta los propios españoles habían olvidado. El propio León y Castillo, que firmó lo tratados por los cuales España obtenía territorios en el occidente de África (incluyendo Guinea), califica de «poco menos que ilusorios» los derechos invocados por España en las negociaciones (afirmación que, en todo caso, y esto es importante matizarlo, no se refiere a los derechos de España sobre las plazas de Ceuta y Melilla, que son previos a la existencia del Estado marroquí). El 27 de junio de 1900 se firmó con Francia el tratado por el cual le eran adjudicados a España los territorios de Guinea y Río de Oro, concretamente 28.000 kilómetros cuadrados en el primero de los territorios y 190.000 en el segundo. Aunque Río de Oro acabaría teniendo un significado económico merced a sus yacimientos de fosfatos, en su momento España valoró en la adquisición sobre todo sus elementos de defensa, por lo que suponían de capacidad de garantizar la seguridad de las Canarias.

El acuerdo francoitaliano en torno a Marruecos y la Tripolitania, por su parte, sacó de su letargo a los gobiernos de Madrid, los cuales, pese a tener una ambición primaria por ampliar su ámbito de influencia a Marruecos, no hacían gran cosa por negociarlo con Francia. En 1902, las negociaciones entre León y Castillo y Delcassé, el ministro francés de Asuntos Exteriores y quizás la principal personalidad internacional europea del momento, cuajaron en un proyecto de acuerdo por el cual España obtenía la influencia en todo el Marruecos septentrional hasta el Sebú, incluyendo la capital, Fez.

Con el borrador del tratado bajo el brazo, León y Castillo se vino a Madrid para hablar con Práxedes Mateo Sagasta, primer ministro, y Almodóvar, ministro de Asuntos Exteriores. Los tres pusieron en el secreto a Francisco Silvela, jefe del Partido Conservador, en un gesto que es una demostración de que eso de no dialogar entre los partidos del gobierno y la oposición está lejos de ser una tradición española.

El embajador regresó a París a continuar las negociaciones y, una vez terminadas, envió un propio a Madrid con un texto del tratado pactado pasado a limpio. El tratado iba acompañado por unas instrucciones según las cuales, al recibirse en la embajada de París un telegrama con el texto «Guadalajara», se procedería a firmar el dicho tratado.

Sin embargo, a la que llegaba aquel mensajero, el gobierno liberal cayó, pillando, entre otras cosas, a Almodóvar en Jerez celebrando la boda de una de sus hijas. Teóricamente, el cambio del Ejecutivo no debía afectar al trato con Francia, puesto que Silvela, como hemos visto, estaba enterado de los contactos y los aprobaba. Sin embargo, no fue así. Abárzuza, el nuevo ministro de Estado, era un convencido de que el conflicto entre Francia e Inglaterra no se resolvería nunca y, por lo tanto, juzgó temerario para España firmar con París un tratado referido a territorios del Estrecho, todo ello a espaldas de Londres. Silvela trató, entonces, de conseguir al menos el aval de San Petesburgo al tratado, para así cubrirse el riñón frente a los ingleses. Como contrapartida, los conservadores españoles ofrecieron el compromiso español de no firmar tratado alguno en Europa sin el placet de ambos socios (Francia y Rusia), lo que en la práctica significaba colocarse dedicidamente en su eje de influencia (un movimiento, pues, del calibre del de José María Aznar haciéndose la foto de las Azores). Rusia, sin embargo, se mostró renuente a este acuerdo, por lo que suponía de ruptura del equilibrio europeo existente; y, por el camino, Francia e Inglaterra dieron la campanada.

¿Cómo llegaron Francia e Inglaterra, vecinos irreconciliables, a firmar un tratado? Ambos tenían razones para ello. Francia estaba políticamente desangrada por el escándalo Dreyfuss, y a Delcassé, además, le interesaba enterrar el problema de Fachoda. Inglaterra, por su parte, estaba necesitada de apoyos continentales en Europa a causa de la guerra del Transvaal, donde no le iba todo lo bien que hubiera esperado. En realidad, el gobierno británico era más partidario de encontrar a su amigo continental en Alemania, pero el Kaiser rechazó la oferta por desconfiar de los fracasos militares de los ingleses en la actual Africa del Sur.

En mayo de 1901, contra viento y marea, los ingleses lograron redactar un proyecto de acuerdo angloalemán, que le fue entregado a Eduardo VII, junto con un informe confidencial, justo antes de un viaje a Alemania para tomar las aguas. El rey Eduardo, durante el citado viaje, se entrevistó con el Kaiser; pero, lejos de utilizar secretamente el documento de su secretario de Estado Lord Landowne, cometió la torpeza de entregárselo a su sobrino, el cual reaccionó de forma chulesca, lo que hizo que ambos reyes y parientes se separasen mosqueados. Esta distancia arrojó a Lord Chamberlain en los brazos del siempre laberíntico Delcassé. El 2 de febrero de 1903, ambas partes filtraron la noticia de que habían llegado a un acuerdo sobre el Norte de Africa. Eduardo VII realizó un rápido viaje a Francia, en el curso del cual se entrevistó con Loubet, primer ministro. Ese mismo mes, León y Castillo viajó a Madrid para explicarle a Maura y Rodríguez San Pedro, primer ministro y ministro de Estado respectivamente, las bases del acuerdo francobritánico. Pero los conservadores de Madrid siguieron en sus trece de que ambas potencias jamás serían capaces de llegar a un acuerdo en cuestión tan batallona para ambos. No les faltaban elementos para ello ya que Lord Lansdowne le había asegurado al duque de Mandas, embajado español en Londres, que Inglaterra nunca llegaría a ningún acuerdo con Francia sobre el Norte de África sin antes consultar con Madrid. No entendieron que la diplomacia es oficio muy perro, como increíblemente parece estar descubriendo media Humanidad leyendo los estúpidos cotilleos de Wikileaks.

El 8 de abril de 1904, Francia e Inglaterra firmaban, finalmente, un acuerdo por el cual la segunda entregaba a la primera el protectorado de Marruecos. Con ese acuerdo, España perdía las ventajas significativas que pudo obtener en el tratado de 1902, que prefirió no firmar por temor a un cabreo de los ingleses; algo que, la verdad, se entiende mal teniendo en cuenta que, en el mismo año de 1902, Francia e Italia habían alcanzao sus famosos acuerdos sin que Londres hubiera dicho this mouth is mine. De hecho, Delcassé dio largas a la negociación con los británicos para tratar de dar tiempo a terminar la que tenía en curso con nosotros, pero nosotros nos negamos. El tratado de 1902 nos ofrecía terrenos mucho más extensos que los que finalmente hubimos de aceptar (y que constriñeron la presencia española al Rif), reconocía una igualdad de derechos con Francia, y tres millones de habitantes de los cinco que había en Marruecos. Entre otras cosas, hubiera dejado Fez dentro del área de influencia española.

Mientras ocurría todo esto en las frías cancillerías europeas, en Marruecos la temperatura subía. El Sultán sufría las rebeliones de Bu Hamara y Bu Amana, el último de lo cuales fue incluso capaz de casi cercar al Sultán en su capital, en enero de 1903.

El artículo III, de carácter secreto, del tratado francobritánico, establecía que «una cierta extensión del territorio marroquí adyacente a Ceuta, Melilla y demás presidios debe caer dentro de la esfera de influencia española el día que el Sultán deje de ejercer en ellos su autoridad», así como que «la administración de la costa de Melilla, hasta la orilla derecha del Sebú, debe confiarse exclusivamente a España».

El gobierno Maura se adhirió al convenio e inició negociaciones con Francia para concretar su aplicación. Pero las cosas habían cambiado. Delcassé ya tenía lo que quería. El mismo hombre que había perdido el culo por llegar a un acuerdo con Madrid cuando lo que le interesaba era presionar a los ingleses disponía ahora de un acuerdo ventajosísimo para Francia pactado con Londres. Por ello, nos la metió a la francesa. A pesar de haber firmado la cláusula tercera secreta que acabo de copiar, aprovechó con habilidad que los españoles la desconociesen para pactar con ellos, a favor de corriente, un acuerdo que fijaba el límite de las tierras españolas no en el Sebú, es decir donde decía el acuerdo, sino en el Lucus. Como consecuencia, España perdía el control sobre Fez. En todo caso, lo más grave ya había ocurrido. Por mor del acuerdo de 1904, al aceptar Inglaterra el protectorado de Francia, todo Marruecos, incluidas pues la zona de influencia española, quedaba bajo dicho protectorado. España, por lo tanto, había de aceptar la pérdida de la condición de par de Francia en Marruecos, y avalaba la superioridad jurídica gala; el protectorado español venía a ser un subprotectorado.

De hecho, León y Castillo cuenta cuenta en sus memorias que le montó un pollo a Delcassé por todos estos motivos, ante lo cual el jefe de la diplomacia gala le preguntó si España aceptaría ser un protectorado con las mismas responsabilidades que el francés. León y Castillo estaba a favor de ello, pero prefirió consultar con Madrid. Aquel verano, en San Sebastián, el embajador se reunió con su jefe, el ministro Rodríguez San Pedro, quien fue categórico al aseverar que España no estaba dispuesta a asumir todas las responsabilidades de un protectorado (entre ellas, garantizar la defensa del territorio). En un alarde de cinismo político, el ministro maurista afirmó que «España quiere la opción, pero no la obligación». O sea: yo quiero mandar, pero cuando mandar me cueste un esfuerzo, que se esfuerce otro. En una posición casi imposible, León y Castillo regresó a Paris y pactó con los franceses que durante quince años España tendría esa opción sin obligación (lo que suponía, también, que Madrid no podría hacer nada en la zona sin el conocimiento y la aceptación de París), con lo que de hecho el estatus de subprotectorado.

Tal y como quedaron las cosas, el principal ganador fue Francia, quien había conseguido minimizar el papel de España en la zona y, al tiempo, había obtenido el acuerdo activo de Inglaterra para ello. Así las cosas, era inevitable que Alemania, alarmada por el avance francés, moviese ficha.

En abril de 1905, Alemania envió a Tánger a la llamada misión Tattenbach, por la cual el conde de tal nombre ofreció ante el Sultán a Alemania como protectora frente a Francia. En paralelo, la embajada alemana en Madrid multiplicaba los contactos con el gobierno español para tratar de conseguir que deshiciesen lo acordado con Francia. Pero, con todo, el gran gesto alemán se produjo el 31 de marzo de aquel año, con el desembarco, también en Tánger, del Kaiser alemán Wilhelm II. Este gesto del monarca alemán hizo hablar en Europa, diez años antes de hacerse realidad, en la inevitabilidad de una guerra entre franceses y alemanes.

El 12 de abril de 1905, Alemania llamaba a las potencias europeas a celebrar una conferencia para discutir el estatuto internacional de Marruecos. Quince días después, el propio Sultán, fuertemente influido por Tattenbach, llama a la acción internacional colectiva en su territorio. Delcassé era partidario de ponerle la proa a esta internacionalización de una administración que Francia había ganado y tenía a su favor a los ingleses, pero Rouvier, primer ministro, era partidario de sacrificar a su ministro de Estado, con tal de no colocarse en riesgo de acabar a hostias con Alemania. El 6 de junio, durante el Consejo de Ministros, al exponer su criterio el ministro de Asuntos Exteriores y pasar de él el gobierno como de deglutir deyecciones, Declassé hubo de dimitir.

Rouvier, sin embargo, no planteaba un entreguismo total ante Alemania. De hecho, una vez dado este paso atrás, ya no dio ninguno más y, por eso, en el tratado franco alemán de 8 de julio de 1905, los tratados francobritánico e hispanofrancés de 1904 permanecieron inalterados. Una vez más, pues, Francia conseguía imponerse y mantener sus intereses; hecho que procuró la inquietud de su otrora socio, el Zar de Rusia, quien el 23 de julio de 1905, en Björkoë, alcanzó una entente con Alemania.

El 16 de enero de 1906 dio principio a la Conferencia internacional de Algeciras sobre Marruecos, que fue colocada bajo la presidencia del duque de Almodóvar del Río. La conferencia de Algeciras estuvo muchas veces a punto de irse a la mierda, tan opuestos eran los puntos de vista de los participantes. Los principales puntos de fricción entre las potencias se referían a la cuestión de quién ejercería y organizaría las labores de policía (Alemania quería una internacional, y París sólo aceptaba que fuese francoespañola), y cómo se instrumentaría el sector financiero marroquí.

Después de muchas discusiones, la delegación austrohúngara presentó un borrador de resolución, que incluía: el mando supremo policial en la persona del Sultán; el mando francés de los retenes policiales de Tánger, Safi, Rabat y Tetuán; el mando español de los de Mogador, Larache y Mazagán; un oficial elegido por el Sultán (de una terna presentada por las potencias distintas de España y Francia) mandaría el retén de Casablanca y ocuparía la Jefatura de Inspección Policial marroquí, fuerza que sería mayoritariamente local. Esta propuesta, que no carecía de racionalidad, era sin embargo inviable en la práctica, como rápidamente argumentaron los españoles. Además, Alemania se negaba a la fórmula del oficial de Casablanca, que no le garantizaba que dicho oficial fuese a ser alemán o representativo de los intereses alemanes. Sólo eliminando esta propuesta pudo llegarse a un acuerdo.

De Algeciras no salió nadie contento. Alemania no consiguió romper el pacto francobritánico y Francia se vio sometida a una serie de limitaciones en Marruecos que antes no tenía. Por lo que respecta a España, consiguió el reconocimiento de su situación especial en el Rif, más la jefatura policial de Tetuán y Larache. Eso sí, la conferencia consiguió lo que buscaba: impedir (más bien aplazar) la guerra.

Pero eso no evitó que la situación interna marroquí se putease. Comenzaron los disturbios en Tánger, Alhucemas, Cabo Juby o Casablanca. En Arcila, los partidarios de El Raisuni tomaron la población. En Marrakesh, Muley Hafid conspiraba contra su hermano Abd-el-Azis. El 5 de diciembre de 1906, Francia y España anuncian a las potencias de la conferencia de Algeciras su decisión de enviar a Tánger «fuerzas navales suficientes para hacer frente a cualquier eventualidad».

El 19 de marzo de 1907, era asesinado en Marrakesh un médico francés, el doctor Mauchamps. Francia, como represalia, ocupó la ciudad de Uxda. España apoyó la reivindicación gala ante el Sultán. En julio de 1907, la tensión subió de tono con una matanza de europeos en Casablanca. España y Francia enviaron policias, pero con espíritus totalmente distintos. Francia envió 2.000 policías que inmediatamente se lanzaron a diversas acciones de represalia. España envió 500 policías con instrucciones estrictas de no ver, no oír y no hacer nada de nada.

Entre enero y mayo de aquel año, España, Francia e Inglaterra iniciaron negociaciones para buscar un pacto en torno al statu quo mediterráneo. El llamado Pacto de Cartagena fue una iniciativa un tanto torpe por parte del Gobierno español, por cuanto acabó firmando al pie de un papel que se comprometía a, ojo al dato, mantener el statu quo de las posesiones continentales e insulares de los Estados firmantes. Lo cual suponía, negro sobre blanco, aceptar el dominio británico sobre Gibraltar. A partir de 1907, pues, si España puede aducir el tratado de Utrecht para recuperar Gibraltar, Reino Unido puede invocar el Pacto de Cartagena para no devolverlo.

No obstante, quien no respetaría el Pacto de Cartagena sería Francia, la cual inició en 1911 conversaciones bilaterales sobre Marruecos con Alemania, a pesar de que se había comprometido a compartir con España e Inglaterra cualquier iniciativa susceptible de cambiar el estado de cosas mediterráneo. Asimismo, en 1914, puesto que los sucesos también afectaban al equilibrio mediterráneo, las potencias deberían haber activado el Pacto antes de la guerra, cosa que no hicieron.

Sigamos con Marruecos. Desde que, en abril de 1903, Bu-Hamara se apoderase de la alcazaba de Frajana, el rebelde antisultán ocupaba toda la zona colindante con la plaza española de Melilla. En noviembre de 1906, tras un contraataque, la Mehalla del Sultán alcanzó la orilla derecha del Muluya. Una parte de las fuerzas cruzó el río y entabló combate con los de Bu-Hamara, pero fueron abandonados por el Sultán y hubieron de refugiarse en el área de control español el 14 de junio de 1908. En esta situación de enfrentamiento que amenazaba sus propias tierras de influencia, España decidió activar la competencia que tenía de sustituir a la policía del Sultán, y con tal motivo ocupó la Rastinga.

Asimismo, la lucha entre el Sultán Abd-el-Azis y su hermano Muley Hafid. Éste último consiguió el 5 de enero de 1908 ser proclamado Sultán por los nobles del reino en el santuario de Muley Dris y, contando y con el apoyo moral además del militar, aplastó a su hermano en Marrakesh el 19 de agosto. El 14 de septiembre, Francia y España cursaban una nota a las potencias de Algeciras anunciando la aceptación del nuevo sultán, que se produjo oficialmente el 5 de enero de 1909. De alguna forma, el asunto marroquí entraba en una nueva fase.