miércoles, diciembre 12, 2018

Bring the war home



Qué: Bring the war home. The white power movement and paramilitary América.
Quién: Kathleen Belew.
Dónde: Harvard University Press
Cuánto: 19,32 pavos en el Kindle.
Nota: 8,5

Bring the war home es un must read. Para los que están interesados en la ultraderecha estadounidense, y para los que no. Es un libro que hacía falta y cuyo corolario resulta de gran interés.

Ese corolario, o si se prefiere la idea hacia la que converge el relato construido en las páginas del libro, tiene que ver con un hecho que tal vez recuerden mis lectores: la explosión de una furgoneta cargada de material explosivo delante del edificio del FBI en Oklahoma City. Hasta el 11-S, creo no apartarme de la verdad si digo que la bomba de Oklahoma fue el atentado terrorista más brutal sufrido en suelo americano. Siendo así, sin embargo, son muchos, yo diría que la inmensa mayoría, los que piensan que dicho atentado fue cometido por un loco: Timothy McVeigh, que actuó solo y se aprovechó, he podido comprobar que así lo ve mucha gente en España, de la facilidad con la que en su país se accede a armamento y explosivos.

Este libro te demostrará que no. Que McVeigh, sí, puede que estuviera loco. Pero ni estaba solo, ni acumuló el odio y las ganas de cometer una acción tan atroz sin ayuda de nadie. Fue, en realidad, la conclusión casi lógica de un proceso que, a mediados de los años noventa del siglo pasado, llevaba unos veinte años gestándose. El proceso de formación, evolución y crecimiento de la nueva ultraderecha estadounidense.

Es importante entender la presencia en la expresión del adjetivo nueva. A decir verdad, la gran aportación de este libro, cuando menos en mi opinión, es demostrar que la ultraderecha USA, si bien se apoya sin duda en movimientos que tienen hondas raíces en el tiempo como la violencia racista, es un fenómeno que se renueva a partir de los años setenta del siglo pasado. Belew considera que hay un punto de flexión importante que ocurre en los años sesenta, pero que no son las conquistas de la igualdad racial. En realidad, el proceso que lo comienza todo es la guerra de Vietnam.

Para ser más exactos, deberíamos decir: el final de la guerra de Vietnam; que se produjese dicho final, y la forma en que aconteció, será el factor que alimente el nacimiento de una ultraderecha basada en parte en las estructuras racistas y violentas ya existentes (como el célebre KKK), pero basado, también en parte, en ideas nuevas. El gesto del gobierno estadounidense de salir de Vietnam con el rabo entre las piernas, la retirada frente al comunismo, generará en una porción de combatientes e incluso no combatientes una sensación de abandono, de traición. A las ideas tradicionales de la América de ultraderecha (la necesidad de una nación blanca, fundamentalmente) se viene a unir,  progresivamente, la idea de una cruzada antigubernamental. La idea del gobierno de la nación como un gobierno traidor, dominado por fuerzas enemigas, capaz por ello que dejar con el culo al aire a los sinceros combatientes anticomunistas que lo dieron todo (ésta es la teoría) en Vietnam. Ese tufo antigubernamental es el que llevará, al fin y a la postre, a Timothy McVeigh a elegir como objetivo de su gran acción un edificio del Gobierno y no algún otro objetivo que, tal vez, habría sido más lógico con los presupuestos de la ultraderecha anterior a esta conversión (un club de gente negra, por ejemplo).

Creo que lo que más te va a gustar de este libro es que, de alguna manera, su autora lo ha estructurado, y supongo que concebido, como un proceso lógico; una especie de escalera, que ella va describiendo cada vez que se sube un peldaño nuevo. Sin ánimo de ser exhaustivo, creo que los peldaños fundamentales que terminan en ese descansillo que es la bomba de Oklahoma, son éstos.

En primer lugar, está el conflicto de pesca en las costas de Texas. Casi inmediatamente después de la paz de Vietnam, puesto que el país quedó descojonado y bajo una dictadura comunista (y, contra lo que suelen pensar los comunistas que nunca han vivido en una dictadura comunista, a la gente, por lo general, no suelen gustarle) se inicia, como bien sabemos, una salida masiva de inmigrantes vietnamitas. No pocos de ellos se establecieron en Texas (no es casualidad, de hecho, que el único amigo de Sheldon Cooper en la serie El joven Sheldon sea, precisamente, vietnamita), una zona de intensa actividad pesquera (no estoy seguro, pero creo que el amigo del ejército de Forrest Gump también vivía en Texas) que, por lo tanto, ofrecía a estos refugiados la posibilidad de seguir dedicándose a lo que siempre se habían dedicado. El caso es que, claro, donde se establecieron los vietnamitas ya estaban establecidos los texanos, que no son precisamente los estadounidenses más progres. A esto hay que unir que los vietnamitas, en un inicio, hicieron las cosas un poco como les dio la gana, sin preocuparse de normas y limitaciones que por otra parte no entendían (nadie las publicaba en vietnamita). Todo esto, rápidamente, generó unos problemas de vecindad que rápidamente se convirtieron en problemas de un racismo muy especial, porque aquellos no-americanos no eran cualquiera; eran vietnamitas, es decir, estaban vinculados a la gran decepción que está en el origen del resurgimiento de la ultraderecha. Aunque la autora no se para mucho en ello, es cuando menos mi opinión que, además de exacerbarse las opiniones, éste es un tema en el que las autoridades, que son al fin y al cabo las responsables únicas de hacer que no suba el soufflé, anduvieron torponas y poco listas. Hay algo que siempre he pensado y sigo pensando: el fascismo nunca viene; le dejas tú que venga, que no es lo mismo.

El siguiente mojón del camino es Greensboro. En esta población de Carolina del Norte, el 3 de noviembre de 1979, una organización de corte comunista y defensora de los negros, el Partido Comunista de los Trabajadores, organizó una manifa. Desde el principio, una serie de miembros de Ku Klux Klan y del Partido Nazi Americano estuvieron rondando en sus vehículos la demostración, provocando a los manifestantes. En un determinado momento, algunos de ellos se bajaron de sus vehículos, sacaron sus armas y, fríamente, comenzaron a disparar. Mataron a cinco personas.

Geensboro es importante, sobre todo, por sus consecuencias. En primer lugar, de las varias decenas de ultraderechistas que formaron parte en la acción de una forma u otra, sólo seis fueron finalmente encausados. Pero es que, además, sus abogados realizaron un uso muy hábil de las normas para la selección de jurados, de modo y forma que, finalmente, entre aquéllos que juzgaron los actos no había un solo negro; en puridad, no había nadie que no fuera blanco, o sea blando. Aunque los asesinos de Greensboro serían finalmente enjaretados por la vía civil (¡a pagar, a pagar!), por la penal, la verdad, es que el pepino que les debieran haber metido por el orto fue más bien un cigarrillo Lucky Strike; y no serán los únicos que, en este libro, no se lleven su merecido en la Corte.

El siguiente elemento que tenemos para colocar un poste en el camino es Ruby Ridge. Se trata de un lugar que está cerca de Nápoles; pero no el de Italia, sino el de Idaho. Ruby Ridge es uno de los muchos lugares en los que estos activistas de ultraderecha, escuchando, creo yo, su esencia de hombres de campo como lo suelen ser muchos de aquéllos a los que les gustan las armas, deciden establecerse de una forma más o menos autónoma o independiente. Crear este tipo de células, además, es coherente con el espíritu revolucionario antigubernalmental que, como bien se describe en este trabajo, fue impregnando el movimiento ultraderechista americano durante las dos penúltimas décadas del siglo pasado, hasta convertirse en su esencia.

Aquellos que seáis seguidores de la serie Homeland y hayáis visto su séptima temporada me entenderéis cuando os diga que, cuando menos en parte, es mi idea que todo el argumento relacionado con la casa de la familia Elkins está inspirado por Ruby Ridge. Ya sabéis: hay un periodista que huye del gobierno y acaba encontrando refugio en la remota casa en medio del bosque de una familia, los Elkins, quienes junto a otras personas que piensan como ellos se parapetan allí, fuertemente armados, cuando llega Saúl Berenson con el FBI. Igual que en Ruby Ridge, en realidad es la precipitación del propio FBI lo que acaba plantando las semillas de la masacre que se acaba produciendo. Hay un ruso que manipula a los Elkins haciéndoles creer que uno de los suyos que está herido lo han dejado tirado en el hospital, luego un incidente extraño en el que los sitiados capturan a un tipo del FBI, bueno, la cosa se pone fea y el episodio termina peor que si lo hubiera escrito Sófocles.

En el episodio siguiente, los guionistas rebajan la tensión creando la escena del funeral por las víctimas, en el que las viudas de los sitiados y de los sitiadores comparten bancada y rezos; pero eso ocurre en la tele, no en la realidad. En Ruby Ridge, la precipitación policial acabó con la vida de un policía (William Francis Degan), pero, sobre todo, de civiles. El inquilino de Ruby Rigde, el ultraderechista Randy Weaver, vio morir en las sucesivas acciones a su hijo Sammy, que tenía 14 años; a su mujer Vicki; y a su perro Striker (no por casualidad, creo yo, en Homeland la persona herida que se lleva el FBI es el hijo adolescente de los Elkins, JJ; a quien atrapan cuando está buscando a su perro, al cual los policías disparan y matan).

Lejos de celebrarse un funeral lacrimoso amigos para siempre means you'll always be my friend, Ruby Ridge le dio a la ultraderecha norteamericana lo que necesitaba. Les dio, primero que todo, mártires; mártires, además, inocentes, pues eran la mujer y el hijo de aquél a quien la policía quería trincar. Les «dio la razón» a la hora de argumentar que el Estado, que el Gobierno, era su enemigo; ¿cómo no iba a serlo si les disparaba inmisericordemente? Yo veo Ruby Ridge, de hecho, como ese momento en el que tú ya estabas en la barca con ganas de marcharte, pero ahora ya, directamente, sueltas amarras y le das al puerto un soberano corte de mangas. Ruby Ridge es, para mí, la profecía autocumplida del nazismo americano.

Antes de llegar al punto culminante del relato, todavía visitaremos otra estación más: Waco, Texas. Tan sólo un año después de Ruby Ridge, Muy cerca de esta población, en la primavera de 1993, una extraña secta, los davidianos, dirigida por David Koresh, resultó ser sospechosa de estar acumulando armas ilegales. El ATF (la policía estadounidense dedicada al alcohol, el tabaco y las armas ilegales) se puso sobre el tema e impulsó una acción que terminó con el asedio de la comunidad. En un primer momento, el ATF intentó tomar la granja al asalto, pero en la movida perdieron la vida cuatro policías y seis davidianos. Así las cosas, la decisión fue asediar el complejo, incomunicándolo. Tras 51 días de asedio, el FBI decidió realizar un ataque con gases, que resultó producirse en el mismo momento en que se produjo un incendio en el complejo, incendio en el que fallecieron 76 inquilinos, incluido Koresh. Aunque el tema está sometido a discusión, parece ser que se trató de un suicidio colectivo; pero lo realmente importante es que Waco se convirtió rápidamente en un episodio más de la guerra entre la buena gente blanca y el aleve gobierno que está en la base de las ideas revolucionarias de resistencia y ataque de la moderna ultraderecha estadounidense.

Habrás observado, lector, que en este post no he querido utilizar la palabra supremacista. La cosa va a propósito. Debo confesar que leer este libro me ha hecho pensar, precisamente, que el uso del adjetivo supremacista para referirse a las fuerzas de ultraderecha en Estados Unidos, que es muy común entre los medios de comunicación cuando menos en España, es una forma, quizás no buscada, pero de todas formas lesiva, de simplificar las cosas. La mejor forma de poner remedio a las cosas es entenderlas bien, y simplificarlas no es la mejor forma de entenderlas. Por eso creo yo que el libro de Belew tiene tanto valor, puesto que, precisamente, tiene la habilidad de desmontar, una a una, todas las piezas del caleidoscopio. La derecha americana extremadamente radicalizada no se mueve sólo por la idea de su supremacía racial. Esto no es un plato de naranja con azúcar; es una variada macedonia.

Nada más. En este post, yo sólo he puesto unos peldaños aquí y allí para fabricar el esqueleto de una escalera. Pero la escalera es mucho más compleja, y mucho más rica. Para rellenarla, has de leer el libro.

Lee, pues.

lunes, diciembre 10, 2018

Después de Hitler (5: Dönitz)

Batallas anteriores:

El hundimiento
De Krebs a Demnin
Como ya hemos contado en estas notas, la última persona en la que Hitler confió antes de morir fue Karl Dönitz. Su gesto, completamente inútil, de enviar a un grupo de cadetes de marina a Berlín para que colaborasen en la defensa del Führer lo conmovió; así pues, en el marco del final de un régimen en el que Hitler se sentía traicionado por todos quienes habían sido su entourage menos Göbels, decidió encomendarle al almirante la labor de continuar la guerra o de encontrar una paz honrosa. A Dönitz quien le comunicó la noticia fue Martin Bormann quien, sin embargo, tardó cosa de un día en completar dicha información con el dato de que Hitler se había suicidado. La única razón para este rechazo tiene que ser que Bormann tuviera ambiciones de mantener una influencia y un poder en el nuevo Estado después de Hitler. Sin embargo, como sabemos Bormann no fue capaz de salir de Berlín, aunque todavía en los años setenta del siglo pasado había periodistas mistabobos que se hacían pajas con la idea de que hubiese huido y estuviese en algún lugar de Argentina bailando milongas.