jueves, noviembre 09, 2006

Cataluña y la pasta: la guerra

En el pasado post que tuve que cortar para hacer la cena (esta noche hay tortilla de calabacín de La Sirena, así pues no hay riesgo), dejamos a la Generalidad de Cataluña el 18 de julio, tras el golpe de Estado contra la República que en Barcelona, por razones que tienen bastante que ver con la incompetencia militar, fracasó. Esto, sin embargo, no quiere decir, en modo alguno, que la Generalidad obtuviese con ello el control del territorio y del gobierno. De hecho, la guerra supuso para el poder catalán un cambio radical, ya que se pasó de una situación en la que se producía un dominio claro de un partido de corte burgués (Esquerra Republicana de Cataluña) en sucesivos gobiernos en los que compartía banco azul con otros partidos nacionalistas no revolucionarios (salvo, quizá, los socialistas de Comorera); a otra en la que (21 de julio) se designa un denominado Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, auténtico gobierno efectivo, donde hay dos miembros de la FAI (Federación Anarquista Ibérica), tres de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo, anarcosindicalista), tres de la UGT (Unión General de Trabajadores, socialista), uno del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, marxista ortodoxo, aunque antiestalinista); uno del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña, comunista), uno de la Unió de Rabassaires, cuatro de Esquerra y Acció Catalana Republicana (republicanos burgueses y catalanistas) y cuatro de la Generalitat. Como puede verse, el mapa político había cambiado radicalmente.

Uno de los problemas bélicos del bando republicano en general (he aquí otro compromiso: hablaremos de la Hacienda española, un tema que tiene morbo porque nos llevaría a hablar del famoso oro de Moscú) fue su escasa capacidad de obtener recursos vía impuestos. Pero de esta escasa capacidad tuvieron la culpa los propios republicanos o, más concretamente, aquéllos de entre ellos que se apuntaban, como los anarquistas, a la filosofía de que la guerra se podía ganar mientras se construía la revolución social al mismo tiempo. En primer lugar, y si nos ceñimos al caso de Cataluña (y no es mal ceñirse, pues Cataluña y Aragón son las dos áreas de España donde este efecto se dejó sentir en mayor medida), ceder a la presión de realizar la revolución marxista fue una imposición, porque si repasamos aquellas ocasiones en las que el pueblo catalán fue llamado, durante la República, a expresar sus querencias políticas, nos queda bien claro que, por mucho que la CNT y el POUM, cada uno a su manera, quisieran la revolución ya, la mayor parte de los catalanes no la quería, ni ya, ni pasado mañana, ni al otro.

Sin embargo, el hecho es que para derrotar a los militares sublevados en Cataluña en general y Barcelona en particular fue necesario armar a los civiles. Manuel D. Benavides, un propagandista socialista (filocomunista, en realidad) escribió en 1946 un libro, Guerra y revolución en Cataluña, cuya lectura os recomiendo a todos, pero muy especialmente a aquéllos que me leáis con los pies y/o el corazón en Cataluña. En dicho libro, entre otras muchas cosas interesantes (algún otro post saldrá de sus páginas), habla de decenas de miles de fusiles que fueron puestos, en los días posteriores al 18 de julio, en manos de las milicias anarquistas, y que nunca volvieron a aparecer. Desde muchos puntos de vista, Lluís Companys, Martí Esteve, Josep Tarradellas y todos los demás miembros de la Generalidad durante la guerra, legítimos representantes del pueblo catalán por mor de las urnas, fueron rehenes. Hasta mayo de 1937, del revolucionarismo ciego de anarquistas y marxistas puros. Desde entonces, de los comunistas, apoyados en el hecho palmario, que todos conocemos, de que el único apoyo de verdad que tenía la República a la hora de hacer la guerra venía de la URSS.

Para ganar la guerra hacía falta dinero. El dinero viene de los impuestos. Pero Cataluña (y, en menor medida, el resto de España) no podía recaudar impuestos porque su Generalidad, de alguna manera, había ilegalizado de facto los hechos imponibles que dichos impuestos gravaban. El 18 de agosto, el Consejo de Economía, que era como el Comité de Milicias y con composición muy parecida, aprobó un plan económico, se dice que debido en gran parte a la pluma de uno de los líderes del POUM, Andreu Nin (que acabaría, por cierto, fusilado por los comunistas en Alcalá de Henares). Se colectivizaron la gran propiedad agraria, las industrias y negocios abandonados, los servicios públicos; se redujeron los arrendamientos (en realidad, en muchos sitios dejaron de pagarse); se dictaminó el control obrero de los depósitos bancarios y compañías de seguros. En otras palabras: contra el parecer de no pocos de los miembros del bando republicano, se impuso la simultaneidad de la guerra y de la revolución. Sin olvidarnos del pequeño detalle de lo difícil que es pagar impuestos cuando sólo te dejan hacer libranzas de tus cuentas corrientes para pagar salarios y no te dejan tener en casa más de 300 pesetas.

Pero ya hemos dicho de qué iban los impuestos de los que la Generalidad tenía que obtener sus recursos. El de derechos reales, por ejemplo, gravaba las transmisiones patrimoniales, y no hay muchas ventas de inmuebles en un entorno revolucionario (lo que hubo fueron requisas). El de la contribución urbana no dejaba de gravar un concepto imposible en un régimen de corte marxista o libertario, como es la plusvalía (un marxista no puede cobrar un impuesto sobre aquello que Marx dice que se le ha alienado al obrero; en todo caso, deberá devolvérselo). Por lo que se refiere al impuesto de utilidades, se basaba en la vida de las empresas, pero éstas pasaron a ser meras distribuidoras del valor añadido que podían generar entre sus trabajadores vía salarios, con lo que desaparecieron beneficios y dividendos.

Por cada 7 euros que se recaudaron de impuestos en Cataluña en 1935, se recaudó uno solo en 1936. Especialmente impresionante fue la evolución del impuesto de derechos reales, que recaudó 19 millones de pesetas en 1935 y algo menos de 600.000 pesetas en 1936. Y esto teniendo en cuenta que medio año había transcurrido en situación de paz. Es cierto que, progresivamente, la Generalidad consiguió recuperar en buena parte la recaudación en tiempos posteriores y, sobre todo, a partir de mayo de 1937, cuando CNT-POUM y socialistas-comunistas se enfrentaron a muerte (y no es una forma de hablar), triunfando las tesis de los segundos. Sin embargo, se estima que dicha recaudación, al fin y a la postre, sólo llegó más o menos para cubrir los gastos presupuestarios de Cataluña (o sea, el trantrán de gasto que habría tenido de no haber guerra), unos 450 millones de pesetas en todo el periodo. Lo cierto es que la Generalidad gastó 1.400 millones más por efecto de la guerra.

Con todo, el aspecto de las finanzas públicas fue, probablemente, el que más libre quedó de la influencia revolucionaria. Esto se lo debe Cataluña al empuje y la inteligencia de un político incansable, que volvería a vivir para ver una Cataluña libre y democrática: Josep Tarradellas. El hombre que, a su regreso a España desde el exilio, pronunciaría la histórica frase ja soc aquí.

Tarradellas fue el consejero de Finanzas del gobierno catalán casi non stop durante toda la guerra. Sus esfuerzos por racionalizar económicamente una situación tan difícil como una guerra fueron muchos, aunque también cometió errores. En todo caso, para la Historia ha quedado con su nombre el que yo creo que es el esfuerzo más encomiable para ordenar, desde el punto de vista fiscal y presupuestario, una administración republicana en guerra. Se trata del llamado (ya digo que con justicia) Plan Tarradellas, publicado en una monumental edición especial del Diari Oficial de la Generalidad el 18 de enero de 1937, días después de que Tarradellas y un grupo de funcionarios a su servicio diseñasen en la localidad de S’Agaró nada menos que 58 decretos y órdenes. Este plan suponía la creación de nuevos impuestos, uno sobre las ventas de cualquier tipo (una especie de IVA, pues); otro sobre las percepciones activas y pasivas de los funcionarios, que fue un tremendo error por su palmario carácter discriminatorio; otro sobre los espectáculos; otro sobre la adquisición de aparatos de radio; amén de la reforma de otros impuestos existentes.

Con el Plan Tarradellas, de hecho, se estima que la Generalidad pasó a ser mucho mejor recaudador de impuestos que la Hacienda de Negrín, o sea la mal llamada de Madrid (deberíamos llamarla de Valencia o, incluso, de Barcelona). Sin embargo, algunos meses antes, en agosto de 1936, ante el agostamiento de recursos que le había provocado a Cataluña la revolución y la caída en picado de los impuestos, Tarradellas había decidido una medida sobre cuya valoración ya no cabe estar tan de acuerdo.

En los primeros meses de la guerra, en efecto, casi nada funciona en la economía catalana. No hay transacciones, no hay plusvalías. El valor añadido, por así decirlo, ha desaparecido como concepto económico real, y eso afecta a los impuestos. Para colmo, el gobierno catalán ha asumido diversas responsabilidades, como el pago de salarios cuando no es posible o la ayuda para pignoraciones y descuentos que son necesarios en la operativa mercantil (incluso la revolucionaria). Así pues, no sólo tiene un problema presupuestario al uso, es decir tener más gastos que ingresos y contabilizar déficit. Lo que tiene es un problema de tesorería: necesita dinero para pagar a las tropas, poner en marcha las industrias de guerra y, por qué no decirlo, sostener económicamente Cataluña, y las arcas están vacías.

En el verano de 1936, un desesperado Tarradellas lanza un amargo SOS al gobierno de Madrid con tres peticiones: una, un crédito a favor de la Generalidad de 50 millones de pesetas para ir tirando en el pago de las tropas y lo que viene siendo el gasto de la guerra; en segundo lugar, un crédito adicional de 30 millones de francos en París para poder comprar en el extranjero materias primas para la industria de guerra, sobre todo acero; y, en tercer lugar, autorización a la Generalidad para adquirir divisas por valor de 100 millones de pesetas, también sobre todo para adquirir materias primas.

El 22 de agosto, mientras la Generalidad está esperando una respuesta de Madrid que no llegará, llega a sus oídos que lo que ha hecho el gobierno central es remitir un telegrama al delegado de Hacienda en Barcelona ordenándole que transfiriese al Banco de España el saldo de pesetas oro y pesetas plata que obra en dicha delegación. Aunque en dicha delegación se vende esta orden como una medida contra el atesoramiento por particulares (?) y se asevera que no comportará el traslado de recursos fuera de Cataluña, el día 27 de agosto Tarradellas, bastante mosqueado, agarra el canasto de las chufas e impulsa un decreto por el cual la Generalidad tomaba el control directo de las delegaciones de Hacienda y las sucursales del Banco de España en Cataluña (Barcelona, Tarragona, Gerona, Lérida, Reus y Tortosa).

Mi impresión personal es que ya existían diferencias y resquemores entre Madrid y Barcelona, pero este movimiento terminó por enervarlas. A la luz de la Historia, resulta difícil defender la medida. De los pocos o muchos recursos bélicos con los que la República pudo hacerse para intentar resistir lo embates del ejército franquista, reforzado por italianos y alemanes, la mayor parte la puso en juego el gobierno de Madrid, a través sobre todo del uso, más o menos hábil, del famoso oro de Moscú. Parece obvio que la orden de repatriar el dinero de la delegación de Hacienda (porque en eso tenía razón la Generalidad: les estaban intentando tangar con aquello del atesoramiento) tenía como objetivo acrecentar con esos recursos las remesas con las que se pagó el material bélico de la República.

Lo cierto es que una guerra es una situación especial. Tan sostenible como la idea de que era racional que los revolucionarios aparcasen la revolución hasta ganar la guerra era, también, la idea de que Cataluña debería haber aparcado sus deseos autonomistas hasta ganar el conflicto. La falta de sintonía entre quienes estaban en verdad dirigiendo el esfuerzo bélico de la República y quienes dirigían el esfuerzo bélico catalán no fue de ninguna ayuda para dicho bando.

No obstante lo dicho, también es cierto que las culpas no se pueden cargar solo en las espaldas de la Generalidad. De lo referido queda claro que la actitud del gobierno Giral no fue precisamente limpia con los catalanes. Madrid llegó incluso a bloquear en alguna de sus embajadas transferencias de divisas que había hecho la Generalidad para poder comprar materias primas (así, 36.000 libras en París, que fueron desbloqueadas en septiembre). Aunque la Historia-ficción realmente no sirve para nada, cabe preguntarse qué habría pasado si Cataluña se hubiese colapsado, cuando menos económicamente, a finales del 36. Esto no pareció importarle demasiado al gobierno de Madrid. Hablamos, pues, de torpezas entrelazadas.

Julián Zugazagoitia, que fuera ministro de la República durante la guerra, escribió en París un libro, Guerra y vicisitudes de los españoles, poco tiempo antes de ser trasladado a España, donde Franco lo fusiló. En los últimos estertores de la guerra en Cataluña, tras la reunión del Parlamento en Figueras, describe con amargura la huída hacia la frontera francesa de ambos gobiernos, el de España y el de Cataluña, poco menos que por separado. Esta desconexión me parece a mí que fue crítica para la causa republicana. Cataluña consiguió racionalizar su sistema económico y, sobre todo, presupuestario, en condiciones mucho más duras que el resto de España; así pues, Madrid habría podido aprender de ella. En la guerra, sin embargo, sólo puede haber un jefe. Porque allí donde hay dos jefes no hay una guerra, sino dos. Ésta es una lección, quizá, que el gobierno catalán, o tal vez quienes lo tenían secuestrado, no aprendió suficientemente, ni suficientemente deprisa.

lunes, noviembre 06, 2006

Comerciantes

«La buena tela, en el arca se vende». Hay mucha gente que piensa de verdad que este viejo refrán se refiere a la tendencia de muchas madres antiguas a mantener a sus jóvenes vírgenes en casa, aisladas de contacto con todo hombre, hasta el momento de casarlas. Pero, en realidad, esta interpretación no es sino una derivación de su significado inicial. Es un refrán de comerciantes, pero para entenderlo plenamente hay que empezar por comprender que el comercio es una de las cosas que ha cambiado, y mucho, con el tiempo.

Las tiendas antiguas, de hace cien años o así, eran, para empezar, lugares muy oscuros. Eran locales que no se habían diseñado para estar en ellos. De hecho, buena parte de los comerciantes lo que hacían era sacar parte de su mercancía a la calle (al estilo de lo que hacen aún hoy los fruteros), que era donde el cliente escogía. Se entraba para pagar.

En los comercios de materias no perecederas, notablemente el textil, la mercancía se guardaba en unos arcones que solían situarse debajo del mostrador. Dentro de esos arcones era donde el comerciante guardaba su mejor mercancía, a salvo de robos y deterioros. De ahí el refrán.

El comercio tiene mucho que ver con el desarrollo económico español del siglo XX, porque es el destino natural de las rentas conforme éstas iban incrementándose. No obstante, hasta hace relativamente poco tiempo fue una actividad durísima (con esto, conste, no quiero decir que ahora sea un bailecito). En las primeras décadas del siglo XX, ser aprendiz en un comercio era llevar una vida rayana en el esclavismo. Los dependientes de comercio trabajaban de sol a sol, seis días a la semana e, incluso, muy a menudo vivían en las trastiendas, en lugares mal iluminados, pobremente calentados en invierno, sobre jergones. De hecho, al vivir estos dependientes en régimen de internado (el bajo salario se compensaba con la comida y la cama), en realidad no pocas veces compaginaban la venta con el trabajo de empleados de hogar. Según una investigación realizada en 1912 por el Instituto de Reformas Sociales, la jornada laboral media era de doce horas en invierno y dieciséis en verano. Esa fue la triste vida de algunos de vuestros abuelos; de uno de los míos, sin ir más lejos.

En España las cosas se vendían todavía como en el siglo XVIII mientras que en Europa las cosas ya empezaban a cambiar. Los primeros grandes almacenes parisinos, tales como Bon Marché o Le Louvre, se abrieron antes de 1900. Sin embargo, en el caso de Madrid, hubo una novedad que impulsó, en gran medida, el desarrollo de un nuevo comercio: la Gran Vía.

Sólo la Mutualidad de Incendios de Madrid perdió cerca de 2.000 clientes (casas que desaparecieron) con la construcción de la Gran Vía. Esto nos debe dar la medida del pedazo de obra que supuso la creación de esa arteria comercial, cuyas obras enervaron a los madrileños bastante más que las de Gallardón pues el actual alcalde de Madrid no ha tenido que soportar que se compusiese una zarzuela (el espectáculo masivo del momento) sobre el asunto. Una vez hecha, sin embargo, el interés del Gobierno era que la Gran Vía, al estilo de lo que ocurre con otras avenidas en París o Londres, se convirtiese en una calle escaparate. La Gran Vía, en este sentido, desplazó a otros centros de comercio anteriores de Madrid, tales como la calle Fuencarral o la plaza de Tirso de Molina. En la Gran Vía, calle de Pi i Margall, se situaron, por ejemplo, los almacenes Madrid-París, digno primer ejemplo de inversión extranjera en el sector, pues la sociedad que los propugnó estaba relacionada con las famosísimas Galeries Lafayette de París.

En Barcelona, por la época, abrieron los almacenes Jorba (que luego compraría Galerías Preciados, y cuya fama queda demostrada por el hecho de que Galerías se llamaba en Barcelona Jorba Preciados). Aunque la mayor experiencia de comercio a lo grande en la otra gran metrópoli española son los almacenes El Siglo, que ya estaban abiertos 15 años antes de terminar el siglo XIX. El Siglo empezó como un negocio sinérgico (sus dueños, Eduardo Conde y Pablo del Puerto, eran empresarios textiles) y fue creciendo en la oferta de venta conforme los almacenes fueron teniendo éxito. Estaban situados en la Rambla de los Estudios hasta que ardieron, unos treinta años después de su apertura, cuando se movieron a la calle Pelai. El Siglo fue pionero en muchas cosas. Por ejemplo, editó su propia revista; asimismo, también apostó por la expansión geográfica: a mediados de siglo tenía diez sucursales fuera de Barcelona, sobre todo en Andalucía. He encontrado una reciente noticia de un diario levantino informando de un proyecto de la administración valenciana, consistente en instalar una dotación en el antiguo edificio de Almacenes El Siglo. Que aún use la prensa de hoy esta referencia nos demuestra lo hondo que caló en nuestra sociedad este experimento pionero.

En los tiempos de la II República, un emigrante asturiano que había estado en Cuba (por cierto: igual que Eduardo Conde) regresó a España y abrió un comercio. Era Pepín Fernández, y el comercio era Sederías Carretas. Como socio capitalista para el proyecto contaba con otro paisano asturiano, César Rodríguez, que seguía en Cuba. Con él estaba su sobrino, que empezó en los años veinte a trabajar en las tiendas cubanas; se llamaba Ramón Areces.

¿Por qué Cuba ejerce esta gran influencia sobre la modernización del comercio español? Pues por dos razones. La primera, porque el comercio cubano estaba en manos de quienes habían colonizado la isla, o sea nosotros. La segunda, porque está a un tirito de los Estados Unidos, que era donde se estaba meneando la auténtica renovación del comercio al por menor. Fernández y Areces, cada uno a su manera, aprendieron algunas reglas fundamentales del comercio moderno, que podríamos resumir de la siguiente forma:

1.- El cliente puede entrar en una tienda para más cosas que para comprar. De hecho, puede que entre sin estar muy convencido de comprar. O sea: uno no va a una tienda cuando necesita algo, sino cuando, simplemente, va de tiendas.

2.- Para que hacer eso, entrar a mirar, le motive, el cliente tiene que tener la mercancía a la vista. Así pues, se acabaron los baúles, los arcones y las tonterías ésas de que la mercancía se vende sola. La mercancía tiene que currarse el ser vendida y para eso ha de ser vista.

3.- El mostrador separa a cliente y comerciante. A tomar por saco el mostrador.

4.- El vendedor se dedica a vender. Pero no a vender cuanto más pueda. Para que haga eso, hace falta animarle con una cosa que se llama comisión.

5.- Las mercancías hay que dividirlas en secciones.

6.- El regateo es un atraso. El cliente lo que quiere es que cada cosa que se le venda lleve puesto un precio.

7.- El comercio se basa en la garantía de calidad, y en la garantía de que, si dicha calidad falla, el cliente recupera su dinero.

Pepín Fernández, en sus Sederías Carretas, fue especialmente categórico al iniciar una nueva etapa de relación entre dependiente y cliente. Tal y como había visto en Cuba, exigió a sus dependientes que se presentasen en las tiendas siempre pulcramente vestidos, los hombres afeitados, con la boca limpia (sic), y les prohibió tutear al cliente.

En 1935, en plena expansión, Pepín Fernández se encontró con que su tienda de Carretas no podía crecer, así pues comenzó a albergar el proyecto de construir un gran comercio en la calle Preciados. A tal efecto compró allí dos casas colindantes, pero no pudo empezar las obras porque aún había dentro inquilinos y hubo de negociar con ellos su salida. Para comenzar a rentabilizar la inversión, acordó con el propietario de una de las fincas que acababa de comprar, Julián Gordo, el traspaso de una sastrería que éste tenía en los bajos de la casa, llamada El Corte Inglés. Fue entonces cuando Areces regresó de Cuba. Se puso a buscar un local para comenzar su vida como comerciante y Fernández le ofreció temporalmente la sastrería. Areces no le quiso cambiar el nombre porque el establecimiento tenía cierto prestigio en aquel Madrid.

A partir, sobre todo, del final de la guerra, y más aún de la década de los cincuenta, entre estos dos antiguos compañeros de fatigas emigrantes, Pepín Fernández y Ramón Areces, se abrió la más interesante y feroz historia de competencia económica de la historia económica reciente de España. Ambos comercios, Galerías Preciados y El Corte Inglés, comenzaron a prosperar como grandes almacenes, con ventaja para Galerías Preciados más o menos hasta los años setenta y cambio de tendencia desde entonces, progresivamente hasta que, en 1995, El Corte Inglés compró Galerías Preciados. Ésta es la razón, lo digo para los lectores más jóvenes, de que en no pocas zonas de España haya dos El Corte Inglés muy cercanos; la razón es que, en su origen, eran un El Corte Inglés y un Galerías Preciados; los competidores solían abrir uno muy cerca del otro.

Estos grandes almacenes inventaron, durante sus primeros años, algunas de las costumbres que hoy se nos han inculcado. Inventaron, en gran parte, el regalo de Navidad. Inventaron los regalos con ocasión de las onomásticas más comunes (sobre todo San José y el Día del Pilar). Inventaron el Día de los Enamorados, el Día de la Madre e incluso, si la memoria no me falla (a ver los cebolletas del blog, si me pueden ayudar) incluso inventaron una especie de Día del Estudiante, que era el veintitantos de junio, cuando terminaban los colegios, y consistía en recibir un regalito por haber aprobado y tal.

Y, sobre todo, inventaron una cosa: dos meses tiene el año, enero y julio, en el que la venta baja. Son meses, además, llamados meses «posbalance», pues ocurren después de las dos grandes formulaciones de cuentas del año (31 de diciembre y 30 de junio). La idea es: ¿y si bajamos los precios en esos meses y drenamos circulante a lo bestia?

O sea, las rebajas. Una institución española, una, grande y libre. Una unidad de destino en lo universal. Nuestra llave hacia la modernidad y el progreso.

En 1960, por cada peseta que facturaba El Corte Inglés, Galerías vendía tres. La cadena de Pepín Fernández había sido más rápida en desarrollar su oferta, su expansión geográfica en las grandes ciudades españolas, y algunas técnicas de márquetin (así, la venta por catálogo). Sin embargo, esto tiene su lógica porque Areces, como dejó dicho en la mayoría de las pocas entrevistas que concedió en su vida, era un campeón de la autofinanciación. El dueño de El Corte Inglés le tenía alergia a los créditos, así pues nunca expandió un negocio que no pudiese autofinanciar. De esta manera, iba más despacio. Aunque en 1960 podría acelerar la marcha gracias a una persona bien conocida: Fidel Castro. El triunfo de la revolución en Cuba supuso que su tío y socio capitalista, César Rodríguez, abandonase Cuba y retornase a España con su dinero. Esto insufló, sin duda, capacidad de crecimiento a El Corte Inglés.

La primera vez seria que Areces le dio en el bebe a su competidor fue en Barcelona, pues allí El Corte Inglés se adelantó en la expansión, comprando además un edificio impresionante de situación y empaque, el de la plaza de Cataluña. A partir de ese momento, El Corte Inglés comenzaría a llevar a Galerías un poco con la lengua fuera, tomando decisiones en ocasiones precipitadas o poco estudiadas.

La fórmula de Galerías y El Corte Inglés hasta más o menos mediados de los años sesenta era bastante sencilla. Según solía contarme mi padre, si ibas a uno de estos dos centros a comprarte una chaqueta, sabías dos cosas. Una, que te saldría más barata que en cualquier otra tienda. Otra, que a partir del día que la estrenases no pararías de cruzarte por la calle con personas que llevarían la misma chaqueta. Así las cosas, estos grandes almacenes fueron la espadaña del capitalismo cutre de los españoles que, hasta mediados de los sesenta, apenas podían pensar en lujos. Ese tipo que, en aquella película de Chico Ibáñez Serrador, ahorra durante años y años, sisándose de sus pequeños vicios, para comprar un televisor.

Sin embargo, a partir de 1965, más o menos, muchos españoles comenzaron a tener un poco de pasta. Cuando una mujer tiene dinero para comprar, difícilmente la convencerás vendiéndole un vestido que media ciudad se pone también. Llegó el momento de la diferenciación, de la exclusividad si se quiere. Y aquí es donde el modelo Galerías, que siguió siendo más o menos el mismo, se apartó del modelo El Corte Inglés. Areces busca clientes de cierto mayor poder adquisitivo. Abre centros en las mejores zonas de las ciudades, inventa marcas y trata de dar calidad. Galerías, mientras tanto, abre algunos centros en localidades pequeñas que no logran funcionar y, además, financia esa expansión con crédito externo, es decir se endeuda. En realidad, Galerías nunca se recuperó de la grave crisis generada por la guerra del Yon Kippur (la crisis del petróleo), aunque no fue hasta 1978 que arrojó pérdidas por primera vez. Desde entonces, la Historia se cuenta a base de una expansión continuada de El Corte Inglés, que hoy hace prácticamente de todo (agencia de viajes, hipermercados, telefonía, informática…), mientras que Galerías pasó por un rosario de propiedades hasta acabar, a principios de los ochenta, en manos de José María Ruiz Mateos y sus gran holding empresarial Rumasa, que fue expropiado por el Gobierno. El final de la historia, en 1995, ya lo he referido antes.

Os recomiendo: Toboso Sánchez, Pilar: Grandes almacenes y almacenes populares en España. Una visión histórica.

domingo, noviembre 05, 2006

El problema de la pasta en el Estatuto catalán del 32

Bueno, pues dado que un pasado post me ofrecí para desarrollar este asunto y hubo votos a favor de que lo hiciese, esto que estás leyendo es un pequeño ensayo en el que voy a tratar de resumir lo que sé sobre lo que fue el primer intento serio por organizar las relaciones económicas y, sobre todo, tributarias, entre un Estado español descentralizado y la principal región no foral con deseos y derechos para ello: Cataluña.

Y escribo este texto como escribo muchos de este blog, es decir: para tratar de demostraros a vosotros, pacientes lectores, que no todo lo que brilla en la distancia de la Historia es tan brillante. En el famosísimo Estatuto catalán de 1932 hubo muchas chapuzas. Y la parcela económico-tributaria no le fue a la zaga.

En fin, como dijo Jack El Destripador, vayamos por partes.

Empecemos por los antecedentes.

Durante el siglo XIX, el catalanismo se va estructurando lentamente. Comienza por lo más obvio, que es la identificación lingüística y cultural; pero, conforme Cataluña se va convirtiendo en uno de los dos pulmones económicos de España (pulmón de hierro en Asturias-País Vasco, pulmón de algodón, seda y lino en Cataluña), va tomando conciencia sobre el agravio económico. Ésta no es una idea ni nueva ni original; lo encontramos en otros países, como Italia. Paulatinamente, esta idea (Cataluña aporta a España más de lo que España aporta a Cataluña) va generando su contraversión, según la cual la prosperidad de Cataluña se habría generado a costa de sacrificios por parte del resto del país, notablemente la imposición de altos aranceles a la importación para proteger la industria catalana.

En mi opinión, ambas opiniones tienen parte de verdad, aunque ambas son sustancialmente falsas. Respecto de la primera: es cierto que Cataluña tiende a ser contribuyente neto del conjunto español. Exactamente igual que Alemania lo es de la Unión Europea, y eso no nos parece mal. No nos parece mal porque hace ya muchas décadas que hemos admitido la idea de que el gasto público, cuando tiene un carácter social, progresista y democrático, debe ser anticíclico, lo cual quiere decir, entre otras muchas cosas, que está ahí para intentar equilibrar los desequilibrios regionales. Lo cual, por cierto, no tiene ni pizca de altruismo: cuanto más rica sea, un suponer, Extremadura, más extremeños comprarán el salchichón de Casa Sendra, que está, por cierto, que lo paladeas y se paran los relojes.

Los catalanes no pagan más por ser catalanes, sino por ser ricos. Y su queja se asemeja a la del creso que se queja de que le cobren un 43% de impuestos.

Respecto de la segunda: el problema de Castilla radica en que su modelo económico, que la hizo potencial mundial durante siglos, se fue a la mierda hace unos trescientos años. Castilla vivía de la plata de América, que dejó de manar porque nada dura eternamente, y de las exportaciones de lana, que fue superada por otros productos en el orbe mundial. De que haya pueblos en España que fueron la leche y hoy tengan una existencia mortecina puede haber varios culpables; pero Cataluña no está entre ellos. Con los aranceles, la economía española se protegió en su conjunto. Sin aranceles, cierto, los productos de importación habrían sido más baratos. La pregunta, sin embargo, es quién los habría comprado.

Nuestra historia, en todo caso, comienza en 1868. Un año tan glorioso para la Historia de España que en él se produjo una revolución que denominamos La Gloriosa, que lanzaría la primera experiencia republicana española. En el mismo año de dicha revolución, un interesante catalanista, Valentí Almirall, redacta las conocidas como Bases para la Constitución Federal de la Nación Española y para la del Estado de Cataluña. Este documento es el primer intento por expresar el derecho de Cataluña a tener, por así decirlo, un presupuesto propio y gestionarlo; aunque su redacción es tan etérea y nebulosa que dice el qué, pero no dice el cómo. Eso sí, el documento es de corte federal.

¿Qué quiere decir «federal»? Bueno, muchas cosas, pero, a efectos de lo que aquí hablamos, significa algo muy sencillo: concebir un Estado de estados en el que son éstos los que tienen el derecho de recaudar los impuestos, y el Estado vive de lo que se le transfiere. La alternativa al federalismo es lo que podríamos denominar autonomismo, donde los términos se invierten: es el Estado quien tiene derecho a fijar impuestos, y los estados (autonomías) viven de lo que se les transfiere. La Constitución de la I República española establece un sistema parecido, del que parece concluirse (no es que esté muy bien redactada, en mi opinión), que las regiones tienen la obligación de contribuir a los gastos del Estado proporcionalmente a su riqueza, pero que pueden hacerlo organizando su recaudación por su cuenta.

Pero la I República duró poco, como ya sabréis. Así pues, su Constitución es más una curiosidad histórica de una tendencia marcada.

En 1892, los catalanes dan otro paso adelante con las Bases de Manresa, redactadas con ocasión de una asamblea convocada por la Unió Catalana. Estas bases son un referente importante para el nacionalismo catalán porque establecen con mayor claridad que los ensayos anteriores la potestad de Cataluña para establecer y recaudar impuestos (Base Sexta).

En 1898, estos sentimientos en gran parte se exacerban. El motivo de ello es, cómo no, el desastre de Cuba que, como es bien sabido, genera toda una corriente de pesimismo nacional y de reflexión profunda sobre todas las cosas que en el país están mal organizadas. Una de esas cosas es el autonomismo o federalismo (al gusto). Para los nacionalistas catalanes, la intensa autocrítica abierta por el desastre del 98 excita esa idea de la región trabajadora y productiva contrapuesta a un centro (Madrid) burocratizado e ineficiente. En dicho año, los denominados Cinco Presidentes (de la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País; Fomento del Trabajo Nacional; Instituto Agrícola Catalán de San Isidro [¿a que mola el patrón de Madrid aquí?], Ateneo de Barcelona y de la Lliga de Defensa Industrial y Comercial) le remiten un mensaje a la regente, María Cristina (la que nos quería gobernar) en el que se refieren a los «hábitos de pereza» enraizados en el español medio, a «las delicias de la nómina» contrapuestas al «rudo trabajo corporal y de la mente». Sin embargo, estos catalanistas son más modestos que los redactores de las Bases de Manresa pues, más que exigir la potestad federal de regir por completo sus destinos económicos, solicitan, como elemento intermedio, la realización de un concierto económico al estilo de los territorios forales (es habitual, y en la negociación del actual Estatuto catalán ocurrió, que, perdida la batalla del federalismo, bien como tal, bien disfrazado de pitufina, se reclame la vía del concierto). Esta petición está en el fondo del conocido como tancament de caixes, que fue una huelga de pago de impuestos llevada a cabo por comerciantes e industriales catalanes en 1899.

En 1905, el nacionalismo catalán se radicalizará, en gran parte a causa de un suceso de corte parecido, salvando las distancias, al que recientemente hemos vivido con las caricaturas de Mahoma. Una publicación satírica de Barcelona, Cu-Cut!, dedicada sobre todo a excitar los sentimientos catalanistas antiespañoles, publicó una serie de viñetas satíricas burlándose del ejército. Como respuesta, entre doscientos y trescientos oficiales asaltaron la publicación y sus imprentas y, ya de paso, también fueron a por La Veu de Catalunya, publicación mucho más seria ligada a la Lliga Regionalista de Françesc Cambó. El 11 de febrero de 1906, y un poco como respuesta a esta prepotencia a la que la Ley de Jurisdicciones dio además el marchamo de legal, todas las fuerzas catalanistas se unen bajo la denominación Solidaritat Catalana. Esta formación alumbra en 1907 un programa electoral, elaborado por Prat de la Riba, conocido como el Programa del Tivoli. En este papel, el catalanismo se desmelena y solicita ya, sin ambages, unos recursos económicos propios y un deslinde claro entre las haciendas de los municipios, regiones y Estado.

Las aspiraciones nacionalistas se sustantivarán durante años mediante una figura, la mancomunidad de municipios, hacia la cual la legislación estatal es comprensiva e incluso favorecedora. No obstante, la regulación real de las mancomunidades es más posibilista, pues el mecanismo elegido por el propio Prat de la Riba en sus Bases de la Mancomunidad Catalana (1911) se limitan a una sencilla fórmula aritmética de cesión de impuestos, según la cual los ingresos cedidos a la mancomunidad catalana serán los resultantes de aplicar a los ingresos tributarios obtenidos en Cataluña el porcentaje resultante de dividir gasto estatal por ingreso estatal (retened este asunto, pues os lo volveréis a encontrar). Canalejas quiso seriamente impulsar este proyecto, en el que no olvidemos el Estado retenía el monopolio recaudador; su asesinato, sin embargo, terminó por bloquear la iniciativa. La ley de mancomunidades finalmente aprobada (1913, gobierno Sánchez Guerra) no contemplaba la posibilidad de cesión de impuestos.

El principio de separación de haciendas se plantea por primera vez en algún lugar distinto de documentos políticos o doctrinales, que yo sepa, en las Bases para la Autonomía de Cataluña redactadas por una comisión mixta de parlamentarios y consejeros de la Mancomunidad. Concretamente, este documento plantea la cesión de las contribuciones directas.

¿Directas? En términos tributarios, grosso modo, podemos hablar, además de tasas, arbitrios y otras cosas, de impuestos directos, porque gravan la obtención o posesión de riqueza en sí; o indirectos, porque su hecho imponible no es la riqueza en sí, sino su uso. Es impuesto directo el Impuesto sobre la Renta. Indirecto, el impuesto sobre el alcohol, porque nos cobra al hacer uso de nuestra riqueza para comprar dicho alcohol.

La Mancomunidad catalana sería disuelta en 1925, es decir por la dictadura de Primo de Rivera. Tres años después, los separatistas catalanes se reúnen en La Habana bajo la presidencia de Françesc Macià. Las cosas están muy calientes.

La República

Algunos testigos de la reunión de San Sebastián en la que las fuerzas republicanas se juramentaron contra Alfonso XIII han dejado escrito que la práctica totalidad de los debates se consumieron en las cuestiones vasca y catalana, cuyos defensores estuvieron incluso a punto de bloquear aquel acuerdo. Así las cosas, a nadie ha de extrañar que el asunto de la ordenación territorial fuese, yo diría que junto con el laicismo y la reforma agraria, una de las grandes cuestiones que hubo que abordar desde el mismísimo primer día de la República. La declaración por Lluis Companys el mismo 14 de abril de 1931, desde un balcón de la Plaza de San Jaime, del Estado Catalán, no invitaba precisamente a tomarse mucho tiempo.

Las cosas había que hacerlas deprisa. Pero tampoco tanto. Los nacionalistas catalanes, en aquella hora primera, se desempeñaron con unas prisas y una chapucería que acabaría por comunicarse a su Estatuto, con consecuencias no muy buenas. El 10 de junio de 1931, la Diputación Provisional de la Generalidad (o sea, el Ente Preautonómico) dictaba la orden de elaborar un Estatuto. Dicho Estatuto fue entregado el 14 de septiembre por Macià en Madrid. Tres meses y un par de semanas para elaborar un Estatuto. Se dieron demasiada prisa.

En realidad, este borrador de Estatuto, conocido como Estatuto de Nuria porque fue en esta población donde fue redactado, fue obra de los políticos catalanes Jaume Carner, Martí Esteve, Rafel Campanals, Antoni Xirau i Palau y Pere Coromines, todos ellos diputados de la Generalidad. Y lo redactaron en cuatro días. Sí. Cuatro. Estuvieron cinco días en Nuria, pero el quinto día, según el propio Coromines, se fueron a hacer una excursión en burro. Sometido a refrendo en julio, el borrador fue votado afirmativamente por 595.205 catalanes (las catalanas se quedaron en casa) y negativamente por 3.286, de un censo electoral de 792.574 personas (hombres, se entiende).

El Estatuto de Nuria otorgaba al Estado la facultad de legislar en materia impositiva, pero reservaba para Cataluña la recaudación. La financiación de los servicios que a partir de entonces realizaría la autonomía se realizaría mediante la cesión de tributos directos, considerando como tales: la contribución territorial rústica y urbana (en el caso de la urbana, se trata del actual Impuesto sobre Bienes Inmuebles, que es un tributo local); la contribución industrial y del comercio, que podría identificarse, muy bastamente, con el Impuesto de Actividades Económicas; la contribución sobre utilidades y la riqueza mobiliaria, que podría identificarse como una especie de mezcla de impuesto sobre la renta y de sociedades, aunque en aquel entonces no existía propiamente un impuesto sobre la renta progresivo y tan importante a efectos de recaudación como el que tenemos hoy; y, por último, el denominado impuesto sobre derechos reales, que gravaba tanto las transmisiones patrimoniales como las transmisiones mortis causa, es decir las sucesiones y herencias.

Como puede verse, el planteamiento del Estatuto de Nuria era muy moderno, pues hoy en día las autonomías viven en buena parte de los sucesores contemporáneos de aquellos impuestos. Sin embargo, este juicio tiene truco. Para que las situaciones fuesen totalmente comparables, haría falta que el Estado tuviese un impuesto tan potente como el IRFP, y no lo tenía. En realidad, el nacionalismo catalán estaba reclamando meter la mano en todo el centro de la caja y, como veremos pronto, incluso la muy democrática y autonomista II República reaccionó a ello. En sentido contrario.

Siendo como fue el Estatuto de Nuria la base de la discusión entre Madrid y Barcelona, dicha discusión arrastró todos sus pecados, sobre todo uno: el redactado se había hecho sin un mínimo soporte técnico. De hecho, Coromines reconoce en sus escritos que, en una primera valoración, la conclusión es que el coste real de los servicios transferidos a Cataluña por mor de dicho borrador de Estatuto sería de una tercera parte de los ingresos por todos los impuestos que Cataluña demandaba.

La reacción estatal no se hace esperar. De la definición que de España hace la Constitución del 31 se pueden decir muchas cosas; pero que es la definición de un Estado federal no es una de ellas. En paralelo al propio diseño constitucional, Indalecio Prieto, desde el ministerio de Hacienda, le hizo el juego sucio a los catalanes distribuyendo cifras manipuladas que venían a señalar, de forma muy exagerada, el efecto, por otra parte real, que acabamos de señalar de que la Generalidad pedía demasiado dinero para los servicios que iba a gestionar. De hecho, se nombró una comisión de técnicos para que realizase un informe sobre ingresos y gastos para aclarar las cosas. Esta comisión, formada por José de Lara, Agustín Viñuales y Francisco de Cárdenas por Madrid, todos ellos técnicos hacendísticos; y por Rafel Campanals, Pere Coromines y Guillem Virgili por parte catalana (Virgili era el experto en números), funcionó también que al final redactó… dos informes. En el informe de Madrid aparecía un descuadre de más de 500 millones de pesetas (dado para comparar: en aquel entonces, el presupuesto de las cuatro diputaciones provinciales catalanas sumaba 50 millones). En el informe de Barcelona, el descuadre prácticamente no existía.

En este clima de consenso y entendimientos mutuos comenzó la discusión del Estatuto en las Cortes, con su correspondiente informe de la ponencia. Ponencia que deja el Estatuto de Nuria de una forma que no lo reconocería, que diría Alfonso Guerra, ni la madre que lo parió.

Para empezar, el Estatuto salido de la ponencia compromete a la Generalidad a contribuir al Estado con todos sus impuestos y figuras análogas, salvo los que expresamente se le cedan. O sea, se vuelve al concepto autonomista, en lugar de al federalista.

En segundo lugar, por lo que se refiere a los recursos cedidos, de la lista han desaparecido la contribución de utilidades y el impuesto de derechos reales. Eso sí, para la contribución de utilidades se arbitra una especie de sistema de concierto a la vasca: Cataluña la recauda, pero pagando una cuota fija al Estado.

Desaparece la limitación, que existía en el borrador de Nuria, de que el Estado no podría imponer nuevas contribuciones directas en Cataluña. O sea, el Estado sigue reteniendo la plena potestad de decidir cómo y de qué manera le va a cobrar impuestos a los catalanes, algo que el Estatuto de Nuria no contemplaba. Es más: para establecer nuevos gravámenes, la Generalidad precisaría del nihil obstat de Madrid.

Si os fijáis, esta ponencia fija un esquema en el que hay de todo. Hay tributos cedidos, hay tributos en los que Cataluña sólo participa en los ingresos (el impuesto del timbre, en el que se le reservaba una parte por los actos gravados en su territorio) y hay tributos en régimen de concierto. O sea: una especie de totumrevolutum de solidez técnica cero. Y es que cuando alguien se aplica a corregir algo que está mal hecho, suele dejarlo aún peor.

La discusión parlamentaria del Estatuto fue interminable y repleta de actos de sabotaje democrático. La del Estatuto actual parece, a su lado, una discusión de ursulinas en el patio de un colegio. El asunto fue tan grave que la razón de que el Estatuto catalán del 32 sea tan coñazo, con unos artículos interminables, fue que se decidió concentrar materias en cuantos menos artículos mejor, para así reducir la posibilidad de petardear el debate vía presentación de enmiendas.

En puridad, el debate sólo se lubricó después de agosto del 32, cuando fracasó el golpe de Estado del general Sanjurjo.

La estrategia de los catalanes ya no es conseguir la autonomía financiera. Se han leído la Constitución de la República y saben que, tal y como está redactado su artículo 18, no tienen nada que hacer por ahí. Así pues, se lanzan a una carrera para conseguir cuantas más cesiones de tributos, mejor. Con horror, comprueban que Madrid sólo parece dispuesto de verdad a cederles la contribución territorial. En el debate y en las negociaciones, el mismísimo Manuel Azaña tendrá que desplegar todas sus artes de negociador. Finalmente, se llegará a una especie de solución que no será ni el Estatuto de Nuria ni el dictamen de la ponencia.

En primer lugar, lo aprobado supone, en términos de rubgy, una patada a seguir. Porque la madre del cordero es la fijación de los recursos con que contará Cataluña; pero la valoración real de los recursos se deja a la decisión de una Comisión Mixta, paritaria, creada al efecto.

A la hora de definir las reglas por que se regirá este reparto futuro es donde el Estatuto la caga bien. Su artículo 16 establece tres reglas, dos de las cuales son bastante lógicas (se refieren al coste que hasta el momento han tenido los servicios transferidos y la actualización del mismo conforme lo haga el gasto estatal). Pero la otra, la segunda, será fuente de discusiones hasta el final. Textualmente dispone: [para la determinación de los recursos se tendrá en cuenta] un tanto por ciento sobre la cuantía que resulte de aplicar la regla anterior [los gastos del Estado en los servicios transferidos] por razón de los gastos imputables a servicios que se transfieran y que, teniendo consignación en el presupuesto del Estado, no produzcan pagos en Cataluña o los produzcan en cantidad inferior al importe de los servicios.

La gallina.

¿Qué es lo que está pasando aquí? Yo creo que lo que pasa es esto. Vamos a suponer que Cataluña tiene un solo servicio transferido. La educación, por ejemplo. Con el sistema del Estatuto del 32, Cataluña adquiere el derecho a recibir una serie de ingresos impositivos generados en su región, de forma total para la contribución territorial (en la que Cataluña tiene, pues potestad normativa; bueno, también está el asunto del impuesto de cédulas personales, pero bastante liado está ya este texto). Sin embargo, para el resto (con la excepción del timbre), carece de dicha capacidad normativa y además soporta la condición de recibir los recursos sólo cuando pueda demostrar que ha generado unos gastos equivalentes a esos ingresos. Por lo tanto, periódicamente (cada cinco años), la famosa Comisión Mixta ha de estudiar cómo ha evolucionado el gasto del Estado en educación, y dicho incremento sería el que asimismo permitiría a Cataluña.

Así las cosas, el Estatuto impedía a Cataluña una política fiscal desgravatoria, incluso en el impuesto que realmente tenía cedido, es decir la contribución territorial. Sigamos con el ejemplo. Supongamos que Cataluña tiene una sola competencia (educación) y un solo ingreso (la contribución territorial). Si al inicio de la cuenta la contribución recauda 100 y la educación cuesta 100, pongamos que a los cinco años la recaudación ha disminuido a 80 porque la Generalidad ha decido rebajar el impuesto a sus ciudadanos. Si, en ese caso, el Estado hubiese mantenido la relación entre ingreso y gasto en educación (por ejemplo, al principio gastase 1.000 e ingresase 1.000, y a los cinco años gastase 1.200 e ingresase 1.200), entonces esa recaudación de 80 sería tomada como los recursos con los que Cataluña debería asumir su gasto: habría tenido que reducirlo. Lo que sí hacía era potenciar la eficiencia recaudatoria: en la medida en que la Generalidad consiguiese recaudar 120 y gastar 100, de mantenerse la relación estatal entre ingreso y gasto, consolidaría esa diferencia a su favor.

Este último ejemplo es el que estaba, sin duda, en la mente de lo contrarios al Estatuto. según cálculos del entonces joven economista José Larraz, el consumo de carne en Cataluña era entre un 25% y un 30% superior a la media de España, el de tabaco un 56% y la posesión de automóviles de turismo un 100%. Era obvio que Cataluña era una región rica, susceptible, por lo tanto, de mejoras recaudatorias.

De los 375 millones de pesetas recaudados por el Estado en Cataluña en 1930, 44 correspondieron a la contribución territorial. Hasta allí llegaba la autonomía financiera catalana. Los gastos por los servicios traspasados totalizaban 70 millones. Así pues, Cataluña, puesto que no podía financiar su gasto con el impuesto transferido, necesitaba de la transmisión de los impuestos directos previstos en el Estatuto.

Pero para eso tenía que pasar por la Comisión Mixta.

Como ya sabréis, la II República tuvo tres grandes etapas: hasta 1933, un periodo constituyente de centro-izquierda; de finales del 33 a febrero del 36, gobiernan las derechas, con mayor dureza tras la Revolución de Asturias (en la que Companys declaró el Estado Catalán, lo que provoca la suspensión de la autonomía); por fin, desde febrero a julio del 36, un gobierno de izquierdas. En realidad, las transferencias de dinero, es decir la concreción de verdad del Estatuto, no marchó bien hasta el tercero.

Contra lo que pueda parecer, la etapa de Azaña al frente del gobierno (pre-33) fue bastante parca para Cataluña. El planteamiento mental de Azaña queda bastante claro con la humorada que se le ocurre para la primera reunión de la Comisión Mixta. Al terminar, les dice a los catalanes si no han reparado en el retrato antiguo que preside la sala. Cuando los catalanes lo miran despistados, les informa de que es un retrato de Felipe V.

Buscad a un catalán nacionalista y habladle de Felipe V. Cuando se os esté comiendo por las patas, entenderéis que el chistecito no tuvo ni puta gracia. Y que fue una muestra más del extraño sentido del humor de Azaña, entre inteligente y despreciativo.

La Comisión empieza a enredarlo todo aprobando el traspaso de servicios pero sin valorarlos. O sea: se acuerda que Cataluña se encargará de los servicios de, por ejemplo, aviación civil, pero no se acuerda cuánto valen. Asimismo, la comisión se enfanga en el traspaso de la contribución territorial y en el asuntillo ése de la regla del porcentaje sobre los gastos minusvalorados. El 28 de mayo del 33, Macià lanza un ultimátum: voy hacia Madrid, dice, a por lo mío. Y, si no me lo dan, caña. Esta amenaza surte efecto: en una semana se desbloquea lo de la contribución y la valoración de algunos servicios.

En el mismo mes de junio, tras una crisis de gobierno, entra en el ministerio de Hacienda Agustín Viñuales, con quien los catalanes se las prometen muy felices. Pero pinchan en hueso. El problema es la cagadita dejada en el Estatuto con el asunto de la regla de los servicios minusvalorados o sin gasto en Cataluña. Los catalanes tienen una alternativa, pero Viñuales no quiere verla ni en pintura y, de hecho, propone un sistema a todas luces cicatero. Según un breve relato escrito de Companys (era ministro de Marina, así pues asistía al Consejo de Ministros), en agosto Azaña se enfrentó con su propio ministro de Hacienda por esta cuestión, ante lo cual Viñuales permaneció impasible el ademán. Es más: los socialistas le canearon las espinillas al presidente, pues Prieto se expresó de acuerdo con el ministro de los cuartos y Largo Caballero se mostró dispuesto a llegar a un acuerdo sólo en la valoración de los gastos de sanidad.

Solución: Azaña se apioló al tal Viñuales.

Pero, claro, luego, muy pronto, llega Casas Viejas y las elecciones y los gobiernos cada vez más de derechas del Partido Radical. En marzo de 1934, tras una remodelación gubernamental, llegará al ministerio de Hacienda un político radical, Marraco, que ya se había destacado durante el debate parlamentario del Estatuto como poco partidario. La verdad es que les hizo la vida imposible. Marraco era un maestro del despiste, pues en marzo aprobó la valoración definitiva de la contribución territorial, pero hacía acompañar en el decreto a dicha valoración de una serie de condiciones según las cuales todo parecía indicar que la Generalidad tendría el traspaso cuando al ministro le naciese en la nalga un Julio Iglesias que se pusiera a cantar La Traviata en swahili. Básicamente: hasta el traspaso total de los servicios a la Generalidad, el Estado seguiría recaudando la contribución y, aún después, se reservaba el derecho a meter una representación del Ministerio de Hacienda en el órgano recaudador catalán.

Tras no pocas amenazas y palabras gruesas, los catalanes consiguen entre mayo y agosto la valoración de diversos servicios (básicamente, los que se llevaban discutiendo desde principios del 33, que ya les valía) y sobrepasar, con ello, la recaudación de la contribución territorial; tiempo para discutir la transferencia de pasta de otros impuestos directos, para poder completar el gasto tal y como prevé el Estatuto.

Y Marraco cogió su fusil.

Ya he dicho que en el impuesto de derechos reales, siguiente a ceder, se mezclaban las transmisiones patrimoniales y el caudal relicto, es decir las herencias. Pues bien: tras oportuna marracada, del caudal relicto nunca más se supo. Mediando un argumento técnico que es cierto (ambos hechos imponibles son de naturaleza distinta, y es que lo son y por eso hoy son objeto de dos impuestos distintos), el ministro de Hacienda se quedó la parte sucesoria sin transferir.

Tras la Revolución de Asturias y la suspensión de la autonomía, y hasta febrero del 36, la actividad se ralentizó, aunque aún así se decidieron traspasos de servicios. Tras la victoria del Frente Popular, por supuesto, la historia es otra: en junio del 36 se acuerda el traspaso de la sanidad y la incorporación del impuesto de derechos reales al caudal de recursos de la Generalidad. Nada de esto, sin embargo, tiene prácticamente virtualidad, pues en julio estallará la guerra.

En suma: el Estatuto catalán de 1932, en su aspecto hacendístico y por lo tanto económico, fue una chapuza basada en el compromiso. Más preocupados por alumbrar un Estatuto que por hacerlo bien, los políticos que lo diseñaron, en Madrid y en Barcelona, pintaron algo que tenía más cabos sueltos que una falúa de bajura. De hecho, su aprobación provocó reuniones, decretos, y conflictos constantes durante dos años completos después de su aprobación, demostrando que su letra poco significaba. Además, el nivel de autonomía presupuestaria con que contaba Cataluña en aquel Estatuto creo que no tiene comparación con el actual. Ya he dicho al principio de este plúmbeo comentario que a veces nos parece que el pasado fue la hostia cuando, en realidad, no fue sino el fangal en el que nos movemos los contemporáneos.

Si has llegado hasta aquí, habrás de saber que había más tortura. Tenía preparadas mis notas sobre la actuación de la Generalidad durante la guerra y, sobre todo el llamado Plan Tarradellas. Pero te ha salvado mi mujer, que me exige que prepare la cena.