jueves, mayo 21, 2009

Los godos molan (2): Leovigildo

Leovigildo cuenta, como en parte insinuaba yo en mi anterior post sobre la materia, de muy buena prensa entre los godófilos españoles. Y, la verdad, no es para menos. La España que heredó Leovigildo tenía enormes extensiones de la misma cuyo control efectivo por parte de los godos se había perdido en tiempos del manirroto Atanagildo; zonas que vienen a coincidir, más o menos, con los actuales territorios de Orense, Asturias y Cantabria. No sólo recuperó Leovigildo terrenos ya perdidos, sino que logró expansionar los dominios mediante la anexión, para desgracia del nacionalismo gallego, del reino suevo de Galicia.

Además, mostró una importante preocupación por los hechos financieros, que siempre es de agradecer en un jefe de Estado. Hispania era entonces un cachondeo monetario, como correspondía a un país sin soberanía monetaria que funcionaba, fundamentalmente, mediante la circulación en su territorio de monedas bizantinas. Leovigildo impulsó emisiones propias que introdujeron alguna racionalidad en aquel caos. Además, Leovigildo procedió a revisar el código legal de Eurico, creando un corpus legal que rigió a los godos durante casi un siglo.

Las crónicas, además, nos pintan a un Leovigildo que es el primer rey propiamente dicho de la Historia española. Hasta entonces los godos, como corresponde a una monarquía electiva, tenían al rey como uno más de los nobles caballeros, así pues éste no se distinguía demasiado de sus pares. Leovigildo es el primer monarca que viste como un rey (esto es, diferente a los demás) y establece cierto protocolo cortesano.

Como caudillo militar, Leovigildo tuvo dos prioridades: el sur dominado por los bizantinos y el norte, no sólo Galicia como ya hemos comentado sino también el territorio que hoy conocemos como Comunidad Autónoma de Cantabria, en el que, con mucha probabilidad, un grupo de terratenientes hispanorromanos había montado un proyecto secesionista a lo Ibarretxe, sólo que sin referéndum, y que por las referencias que tenemos pudo ser solucionado por la vía ejecutiva por Leovigildo, el cual se habría pasado por la piedra a los dichos mandamases de origen latino.

Con todo, sus grandes acciones son su sofocamiento de la revuelta de Córdoba, que duraba desde Agila; así como la penetración en Galicia. En el año 575, y en una primera fase, Leovigildo invadió la provincia de Orense, donde hizo prisionero a su caudillo militar, un tal Aspidius. Luego penetró en el reino suevo, aunque ante las llamadas del rey Miro a la negociación, alcanzaría una paz con ellos. En el 577 abandonó el norte de la península, pero no es difícil imaginar que se fiaba de Miro más bien poco. Algún tiempo antes, cuando el godo estaba separando cabezas de cuerpo en Cantabria, Miro había enviado mensajes secretos al rey franco Gontrán para intentar una pinza antileovigilda; pero sus cartas habían sido interceptadas por Chilperico, general godo, así pues el rey las conocía.

Isidoro de Sevilla nos cuenta que Leovigildo gobernaba con el cuchillo de capar en la mano. Exilió y asesinó a todo noble que se le puso por delante y le dijo que no. Pero no son pocos los historiadores que tienden a justificarlo con la importancia de su labor, que no era otra que recuperar la cohesión geográfica del país. En diez años de reinado, básicamente, lo había conseguido.

Pero una guerra civil estaba a punto de estallar.


Leovigildo tuvo una primera mujer, de la que poco o nada sabemos, que le dio dos hijos: Hermenegildo y Recaredo. Se casaría una vez más, nada más ser asociado al trono por Liuva, con Goisunda, viuda de Atanagildo; pero no tuvieron hijos (aunque Goisunda, como ahora mismo veremos, sí que los tuvo con Atanagildo). Cuando murió Liuva y por lo tanto Leovigildo llegó a ser rey en solitario, asoció a sus hijos al trono.

En el año 579, y dentro de una típica operación follodiplomática, Hermenegildo se casó con una princesa franca, Ingundis, de religión católica, hija del rey Sigeberto I y de la reina Brunequilda, hija, a su vez, de Atanagildo. Lo cual hace a Ingundis nieta de la segunda mujer de Leovigildo, Goisunda, y, por lo tanto, nos lleva a la extraña conclusión de que el rey godo casó a uno de sus hijos con su nieta; con lo que, de haber tenido Hemegi e Ingun algún hijo, habría sido, a la vez, nieto y bisnieto del rey.

En el viaje hacia España, Ingundis paró en una ciudad de la actual Francia, llamada Agde, que tenía un obispo católico, Fronimius, que era un ultrasur de la religión. El cura se pasó días dándole la brasa a la novia sobre lo cabrones que eran los arrianos y asegurándole que la obligarían a abjurar de sus creencias y, consecuentemente, la condenarían. Ingundis tenía entonces 12 años y pertenecía a una clara estirpe de princesas francas católicas, de las que ya hemos visto especímenes en estas notas. Por la dicha razón, cuando llegó a España chocó rápidamente con su abuela Goisunda, que intentó atraerla hacia el arrianismo. Goisunda, que era de armas tomar, la tiró del pelo, la agredió, la pateó en el suelo y ordenó que la desnudaran y la metieran en estanques de agua fría. Pero la Historia nos demuestra que lo peor que se puede hacer con un católico es putearlo. Ingundis no movió su fe ni un milímetro.

Leovigildo tomó la decisión de ordenar a Hermenegildo que se estableciese en Sevilla, quizá para poner a Ingundis lejos de las aviesas intenciones de Goisunda. Una vez en la ciudad hispalense, la mujer y un monje llamado Leandro con el que se asoció se aplicaron a convertir a Hermenegildo al catolicismo. Tras unas primeras reticencias, Herme acabó por caer y convertirse.

Leovigildo no podía consentir eso. El arrianismo no era exactamente la religión nacional de la España goda, pero de ahí a permitir que un príncipe asociado al trono fuese abiertamente católico mediaba un trecho. Tras negociaciones y amenazas, Hermenegildo decidió desafectarse y buscar alianzas, que encontró fácilmente (estaba en el sur, en Sevilla) entre los bizantinos.

Hermenegildo se declaró rey en Sevilla y abrió una guerra civil de godos contra godos en la que, sin embargo, no parece que estuviese muy seguro de sus medios, pues durante todo el tiempo que duró, ni siquiera cuando en el 581 Leovigildo estuvo en guerra contra los vascos, intentó tomar Toledo. En realidad, durante el principio de la rebelión es más que probable que Leovigildo estuviese más preocupado por los vascos, los cuales podrían haber llegado incluso hasta Rosas, que en los ejércitos de su hijo, lo cual sugiere que la rebelión pudo tener escaso apoyo social. Fue en el 582 cuando Leovigildo pudo volver sus lanzas hacia el sur. Tomó Mérida, que entonces era capital de la Lusitania y, al año siguiente, avanzó hacia Sevilla.

En ese momento apareció el dudoso Miro el suevo en escena, probablemente tratando de obtener ganancia del caos. Pero midió mal sus pasos, porque Leovigildo le dio una mano de capones y le obligó a asociarse a su causa, con lo que la única ayuda de Hermenegildo quedó de lado bizantino. Sin embargo, Leovigildo maniobró por su cuenta y los sobornó. De modo y forma que, cuando Hermenegildo presentó batalla a las afueras de Sevilla, se encontró con la sorpresa desagradable de que sus aliados bizantinos, de repente, lo dejaban solo. En el verano del 583, Leovigildo tomó Sevilla y Hermenegildo salió por patas.

Recaredo, el otro hermano, persiguió a Hermenegildo hasta Córdoba, donde lo alcanzó y lo obligó a buscar refugio en una iglesia. El hermano entró y le convenció de que se entregase a su padre. Hermenegildo se postró a los pies de Leovigildo y pidió perdón. Su padre le alzó y le besó, pero acto seguido lo desterró a Valencia primero y luego, a Tarragona, donde acabó asesinado, en el 585, por un tal Sisberto. Teniendo en cuenta que para entonces Hermenegildo ya representaba bien poca cosa, es al menos mi opinión que ese asesinato pudo ser de encargo. De hecho, el cronista Gregorio de Tours da por hecho que fue orden del padre. Según algunas fuentes, Leovigildo habría ordenado matar a su hijo después de que éste le diese una mano de hostias a un obispo arriano que el rey había enviado para re-convertirlo.

Miro el capullete suevo había muerto en el 582, siendo sucedido por su hijo Eborico. Eborico se apresuró a negociar una paz con Leovigildo y éste a firmarla. Pero dos años después Audeca, hermano de Eborico, le hizo un golpe de Estado suevo y lo echó del trono. Hasta se casó con la mujer de su hermano, Sisegutia. Por alguna razón que no está del todo clara (quizá tuvo alguna información que se nos ha perdido), Leovigildo reaccionó a la subida al poder de Audeca abriendo una campaña para invadir Suevia. Entró en el país a sangre y fuego y prendió a Audeca, para el cual reservó el mismo destino que éste le había impuesto a su hermano Eborico: lo tonsuró y convirtió en monje de un monasterio en el culo del mundo. De esta manera, y hasta el día presente, Leovigildo incorporó Galicia como provincia española; ello a pesar de una fracasada rebelión galleguista, dirigida por un tal Malarico.

En toda esta historia hay un personaje que apenas ha aparecido: Recaredo. Recaredo hace la guerra para su padre, recorre un país quebrado por la guerra civil, contempla las expeditivas actuaciones de su padre, a quien no le temblaba la mano ante nadie y ante nada. Y cabe imaginar que se da cuenta de que todo eso, en el fondo, ocurre por una sola cosa, que es la diferencia de religión.

Todo lo que digamos de Recaredo es pura teoría. Las fuentes son pocas y por lo tanto el espacio para la especulación, anchísimo. Pero yo siempre he imaginado a este Recaredo joven, general de Leovigildo, viendo como Hispania se debate en frontales enfrentamientos religiosos, y se dice: esto no puede seguir así. Levanta la vista, mira a su alrededor, y se da cuenta de que el catolicismo está triunfando en Europa y el papado romano es cada vez más importante.

Por eso Recaredo, algún día del final del siglo VI, comienza batir dentro de su cabeza una idea. Una idea tan duradera que, en realidad, durará más o menos hasta que, en 1869, una Constitución española declare la neutralidad del Estado frente a la religión. Una idea, también, bastante genial a la hora de procurar unidad a esta Hispania siempre proclive a la ruptura.

España estaba a punto de empezar a ser católica.

Continuará, obviously.

martes, mayo 19, 2009

Sindicalistas

En la jornada del pasado lunes día 18, alcanzó la portada de Menéame, y provocó no pocos comentarios, un artículo que lleva el sugestivo nombre de Breve historia de los mamporreros, ricos y siempre sobornables sindicatos españoles. El artículo puede consultarse aquí. Su lectura, y la lectura de los comentarios, a menudo encendidos a favor y en contra, con arrepentimientos incluidos de muchos que la votaron a favor sin darse cuenta de que estaba escrita por un autor lejano a sus presupuestos ideológicos (eso es lo malo de tener ideología: la cantidad de cosas que crees buenas que ya no puedes apoyar, y la cantidad de zurullos que tienes que engullir pretendiendo que son pato a la naranja), me ha llevado a realizar algunas reflexiones sobre las raíces del sindicalismo español. Es, pues, mi cuarto a espadas en el tema, en el cual me gustaría, con todo el respeto por supuesto, hacer algunas apostillas al artículo en cuestión.

Dice Ismael Medina:

Durante el primer tercio del siglo pasado fue la autogestionaria CNT la más poderosa, combativa y radical organización sindical de España. UGT, brazo miliciano del partido socialista, le iba bastante a la zaga y desde un principio, y a diferencia de la CNT, le caracterizó la propensión a una estructura burocratizada y oportunista, muy vinculada, como el PSOE, a la masonería del Gran Oriente.

Coincido con él en que el sindicato más poderoso pudo ser, no ya en el primer tercio del siglo sino en la segunda mitad de dicho tercio, la CNT. No obstante, es injusto adjuricarle a la UGT un papel de comparsa sin capacidad movilizadora real, que es lo que yo creo que se desprende de sus palabras. La UGT organizó una huelga general en 1917 que, desde luego, no colocó al país contra las cuerdas, pero tampoco puede considerarse un fracaso absoluto, que diría mi admirado Barrancas.

De todas formas, donde a mi modo de ver yerra el artículo es al atribuir al obrerismo socialista una vinculación estrecha con la masonería. Los dos grandes personajes de referencia para el ugetismo son Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero. Ninguno de ellos fue conspicuo masón, que yo sepa. Saborit, Anguiano, Teodomiro, Pretel, Del Rosal, y casi cualesquiera otros líderes sindicales de la época, eran ajenos a la masonería. Más aún: es que Amaro del Rosal, en su libro sobre la organización del golpe de Estado revolucionario del 34, atribuye la derrota del mismo, en párrafos amargos, a la actitud disolvente de la masonería; a la que no es que insinúe, es que acusa de ser antiobrerista.

Luego dice:

Colaboró [la UGT] con la Dictadura de Primo de Rivera hasta que comenzó la conspiración para su derribo y el posterior de la monarquía

Yo no tengo demasiadas pruebas de que la UGT participase en conspiraciones para derribar la dictadura primorriverista. Al menos, en el golpe de Estado de Sánchez Guerra no aparecen, como no aparecen en la acción, entre desesperada y folklórica, de Françesc Maciá. Quizá se refiera al articulista al Pacto de San Sebastián. Pero el Pacto de San Sebastián difícilmente se pudo montar para derribar la dictadura de Primo de Rivera, puesto que el general ya estaba muerto. Quizá se refiera a la dictablanda de Berenguer. Además, a San Sebastián no fue la UGT; ni siquiera estuvo el PSOE pues el que estuvo fue Indalecio Prieto a título particular, lo cual le ocasionó problemas con Largo Caballero, quien luego adheriría al PSOE a la movida un poco a regañadientes.

Por «conspiración para el derribo de la monarquía» sólo entiendo que se pueden concebir las asonadas de Jaca y de Cuatro Vientos (pues lo de las elecciones municipales no puede considerarse conspiración). Pero ambas, curiosamente, se distinguen porque la UGT, que en principio habría comprometido su colaboración, se echó atrás. Así pues, difícilmente pudo el sindicato participar en ellas.

Lo que dice el artículo sobre la connivencia de la UGT con la Dictadura de Primo de Rivera es, básicamente, verdad, mal que le pese a la UGT. Una organización que, desde el periodo 1923-1929, ya no puede decir que carezca de un oscuro pasado de colaboración con dictaduras militares.

Luego llega esto, siempre hablando de la UGT.

Fieles a su origen, acentuaron su dependencia de la URSS, se convirtieron en instrumento del PCE, y con él y los “consejeros” soviéticos colaboraron en el descabezamiento y liquidación de la CNT y del POUM.

En apenas tres líneas, el articulista resume un proceso bastante largo y complejo en el que hay muchos más elementos que la fagocitación comunista del sindicato. Ésta se produjo, desde luego, conforme se acercaba el final de la guerra civil, porque el comunismo se consolidaba como la única fuerza política organizada en el bando republicano que estaba totalmente decidida a continuar la guerra; lo cual, unido al hecho palmario de que la República dependía de los envíos de armas desde la URSS, la convirtió en fuerza primigenia del gobierno. Pero antes pasaron muchas cosas, que tienen más que ver con la evolución de Francisco Largo Caballero, quien claramente trató, ya en 1934, de dejar a la CNT sin espacio mediante la conversión de la UGT en un sindicato tan radical o más que los propios anarcos.

Por lo demás, atribuir a la UGT el descabezamiento de la CNT y el POUM es un poco infatuado, a mi modo de ver. En 1937 quienes fueron contra la CNT y el POUM fueron todo el resto de fuerzas republicanas; y lo hicieron porque estas dos formaciones, pero muy especialmente la primera, habían hecho de Cataluña y Aragón una dictadura propia y notablemente desestructurada; y la República, si quería siquiera soñar con ganar la guerra, necesitaba a Cataluña despierta, luchando y, sobre todo, produciendo.

Otro párrafo del citado post:

Ni socialistas ni ugetistas protagonizaron una oposición atendible durante el régimen de Franco, o sea, ninguna. Comisiones Obreras comenzó a asomar la oreja a comienzos de los sesenta, parapetada tras otras agrupaciones sindicales, entre ellas las Hermandades Obreras de Acción Católica, el falangista Círculo Social Manuel Mateo o la protección que en Perkins le dispensaba su presidente del Consejo de Administración, a la sazón el ex ministro Joaquín Ruiz Jiménez, a cuyo amparo regresó a España el destacado agente comunista Marcelino Camacho, después sería su lider.

A mi modo de ver, este párrafo es una prueba más de algo que se ve mucho en foros, libros y tertulias varias en torno de la Historia: a partir de datos de certeza prácticamente incontestable, se construyen mundos de conocimiento que acaban por ser virtuales. Es totalmente cierto que la UGT no jugó casi papel alguno en la oposición antifranquista, la cual fue monopolizada por otras formaciones, especialmente el PCE, el Felipe (Frente de Liberación Popular), los de Munich, etc. No obstante, esto no quiere decir necesariamente que la UGT sea un cero a la izquierda en la historia de la oposición al franquismo. El gran servicio que rinde el sindicato al futuro del país (hoy presente) es la posición pragmática de Nicolás Redondo padre en el congreso de Suresnes, que saca al PSOE de la caverna histórica, del absurdo refocile de sus líderes en un pasado que ya no va a volver, del estúpido sueño del gobierno republicano en el exilio, para crear un partido más moderno, comandado por gente más joven (el famoso clan de la tortilla), desconectada precisamente de esa URSS con la que Ismael Medina ve tantas conexiones y enchufada, más bien, a la socialdemocracia centroeuropea, parlamentaria, posibilista y pactista.

Por lo demás, las afirmaciones en torno a CCOO son lo más desenfocado del relato. Cuando se dice que CCOO se escondió detrás de la HOAC o de organizaciones falangistas, no hay que desconocer el hecho de que, en este caso, el escondido lo era porque no podía mostrarse, pues mostrarse era, clara y simplemente, ilegal. CCOO no se escondió detrás de nadie, si por esconder entendemos la actitud de alguien que quiere deliberadamente no ser descubierto para poder dar por culo. Lo que hizo CCOO fue decidir, en acertada táctica del Partido Comunista, no enfrentarse al sindicalismo vertical franquista, sino hacerlo suyo. No extrañarse del sindicalismo, sino okuparlo.

Por lo demás, entender que los huelgones del 62, comenzando en Asturias y llegando a casi todos los rincones de la España industrial, son una mera enseñada de oreja, es una manera de verlo; o quizá es que, en realidad, fueron organizadas por el Círculo Social Manuel Mateo. No es mi punto de vista, desde luego. Con las huelgas del 62, CCOO, más que la oreja, enseñó medio cuerpo entero, acojonó al franquismo sindical que ya desde entonces fue un poco a rebufo de los acontecimientos; y enseñó al antifranquismo una vía de evolución que al fin y a la postre se demostró mucho más eficiente que el enfrentamiento frontal. Que, por cierto, CCOO fue, nadie lo duda, un sindicato de tendencia comunista. Pero no monopolizado por el PCE porque el Partido Comunista, después de la experiencia dedicidamente putomiérdica de la OSO, se dio cuenta de que con organizaciones monopolísticas no iba a ninguna parte. En consecuencia, la afirmación de que todos quienes estaban en CCOO en los años sesenta eran comunistas, mucho menos disciplinados obedientes del PCE, sería notablemente aventurada.

La afirmación de que la CIA financió al antifranquismo sindical la he oído y leído muchas veces. Ésta es una más. Como todas las anteriores, se produce sin pruebas. Quizá American Dad nos lo aclare algún día.

Se dice, además, en el artículo, que el nuevo socialismo, comprometido con la monarquía, era una traición a la mayoría de los españoles. Me quedo sin saber a qué mayoría se refiere el articulista. ¿A los antifranquistas? Esta tesis supondría defender dos conceptos combinados: en primer lugar, que los antifranquistas eran la mayoría de los españoles, cosa que el propio artículo niega y que es, realmente, muy discutible; y dos, que los antifranquistas estaban en contra de la vuelta de la monarquía, o sea eran republicanos. Y, por muy republicano que pueda sentirse quien esto escribe, no puede por menos que reconocer que o los españoles que votaron libremente en 1978 estaban todos drogados, o no parece que la solución finalmente adoptada les pareciese mal.

Quizá, por la mayoría de los españoles, se refiere el articulista a la mayoría de españoles que estaban, de palabra, obra y, sobre todo, omisión, con Franco; o, por lo menos, no estaban contra Franco. Pero si se refiere a éstos, entonces, con la vuelta de la monarquía, quien engañó a estos españoles no fue el socialismo, sino Franco. Puesto que fue él quien dictaminó dicha reinstauración, que yo sepa.

Como digo, la afirmación queda confusa y no se entiende.

Por último, hay un argumento sempiterno en el artículo, que es bastante habitual en la retórica de quienes, con perfecto derecho por supuesto, y desde luego con mi respeto, teorizan sobre el concepto de que el franquismo no fue ni tan malo ni tan diabólico como sus críticos pretenden. Me refiero al asunto de los derechos del trabajador en los tiempos de Franco.

Los derechos laborales son un mundo muy complejo. En tiempos de crisis puede parecer que todo lo que importa de un puesto de trabajo es tenerlo; y, desde luego, para quien no ha encontrado trabajo o lo ha perdido y lo busca, probablemente es así. Pero si admitimos el principio de que una legislación laboral, para ser respetuosa con el trabajador, todo lo que tiene que hacer es garantizarle su puesto de trabajo, lo que tenemos es un esquema en el que todo se sacrifica a cambio de dicho concepto. El franquismo, ciertamente, aprobó una legislación laboral muy rígida, mucho más que la actual, en la que el trabajador tenía muchos más derechos a la hora de perder su puesto de trabajo. Sin embargo, era una estructura paternalista en la que todo lo demás se organizaba a través de una organización única, crecientemente burocratizada. Elementos tan importantes en la valoración del puesto de trabajo como el salario, la jornada laboral, los derechos representativos, estaban intervenidos por la organización sindical, que era quien los decidía (cuando menos en principio; hubo, claro, evolución, provocada por las huelgas en gran medida). Esto es lo que nunca entendió el franquismo y quizá no entienden algunos de sus defensores de hoy en día. El paro no es el único motivo para convocar una huelga salvaje. Las huelgas del 62 comenzaron por una reclamación salarial que era más que lógica; no era una petición nada descabellada.

Por lo demás, sistemas laborales como los del franquismo están muy bien mientras las cosas van bien. Pero cuando las cosas van mal, las costuras se abren. Dicen que Franco decía, en sus últimos consejos de ministros cuando le hablaban de la incipiente crisis económica: «Lo que quieran, pero no toquen el precio de la gasolina». En economía, y por la anécdota da la impresión de que el general, en 40 años, nunca encontró dos tardes libres para comprenderlo, uno no puede hacer como que los problemas no le afectan. Los parámetros económicos los mueve la realidad, no los mueven los decretos-ley. Por eso, sistemas como el franquista, en el que los salarios, el empleo, los precios de un montón de productos, y tantas cosas, estaban intervenidos, colapsan con la llegada de dificultades. Las ucronías son todas opinables, ciertamente; pero es desde luego mi opinión que Franco, de haber vivido tres o cuatro años más, puesto que habría mantenido ese mercado laboral bucólico que describen sus hagiógrafos; puesto que habría seguido empeñado en que la gasolina no podía subir todo lo que tenía que subir; puesto que habría impedido que el teléfono, la luz, los transportes y tantas otras cosas ajustasen a tiempo sus precios, nos habría metido en una crisis económica muchísimo más grave que la que tuvimos; crisis en la que, con legislación franquista o sin ella, el paro habría sido acromegálico; porque cuando te quedas sin parné para pagar las nóminas, que haya una ley orgánica que diga que no puedes despedir a tus trabajadores es algo que, sinceramente, tiene un valor que tiende a cero.

De la crisis económica del 73, brutal, profunda, amargante, salimos gracias a los Pactos de la Moncloa. Pactos en los que, nos guste o no, los sindicatos fueron parte fundamental. Y la pregunta que tenemos que hacernos, a la hora de valorar la evolución histórica de los sindicatos españoles (el presente es otra historia en la que yo, deliberadamente, prefiero no entrar), es si la CNT los habría firmado.

En mi opinión, la respuesta es, claramente, no. La Historia lo corrobora. A la CNT no le valió la legislación laboral de Largo Caballero. Boicoteó sus jurados de empresa siempre que pudo. No le valió el régimen de libertades de la República, que combatió en la calle con producción de muertos y heridos. Por no valer, ni siquiera le valió la presunta implantación del marxismo, que pasó de apoyar en toda España menos en Asturias. No le valió la coordinación del gobierno republicano en guerra bajo un mando político. ¿Por qué hemos de pensar que le hubiese valido una transición parlamentaria a la democracia basada en el pacto económico de todas las fuerzas políticas y sindicales relevantes?

La prevalencia de UGT y CCOO en el panorama sindical, no lo dudo, pudo ser fruto de una política de ayuda estratégica por parte de los partidos políticos de la transición y todas las fuerzas que desde el exterior les apoyaban. Pero fue, en gran parte, el fruto de un cambio. Porque el sindicalismo había cambiado como había cambiado la política. Igual que los españoles de 1975 dieron la espalda al PSOE Histórico, al PCE (a pesar de llegar a ser parlamentario, no alcanzó los resultados que muchos ambicionaban) y a tantas y tantas formaciones que entonces reclamaban más o menos a las claras la herencia del revolucionarismo republicano de variado signo; igual que los votantes eligieron partidos de corte moderado, parlamentario, esos mismos ciudadanos, en tanto que obreros o trabajadores, rechazaron el sindicalismo de la confrontación directa, dieron la espalda a la lucha obrerista vinculada a las utopías revolucionarias, y prefirieron formaciones que, más que traicionar a la gente, lo que hicieron fue leer el signo de los tiempos. Fue, desde luego, un penalty que Marcelino Camacho y Nicolás Redondo metieron por la escuadra. Pero es que su alternativa histórica, el anarcosindicalismo, hizo lo que siempre ha hecho: tirarlo fuera a propósito, fallarlo a sabiendas porque eso de tirar penalties no le va, o no le iba. Y esa estrategia, en los años treinta, cuando en España había miles de pedanías en las que la gente se moría de hambre física, tenía su público. En 1976, se quedó a verlas venir, porque 40 años no pasan en balde.

En suma: el sindicalismo español tiene muertos en el armario. Muchos. Connivencias con dictaduras, el no demasiado claro proceso de «devolución» del patrimonio sindical y, probablemente, su dinámica presente. Pero de ahí a sostener que esto siempre ha sido así, que históricamente hablando no tenemos nada que agradecerle a las centrales sindicales, media un trecho, a mi modo de ver, radical, profunda e injustamente demagógico.