jueves, octubre 25, 2012

Masones



La tabla de Van Eyck retratando a Santa Bárbara reproduce, tras la santa, una catedral en construcción. A la derecha de la perspectiva del espectador, adosado al edificio religioso, se ve un cobertizo. Un cobertizo modesto cuya función era guardar las herramientas de los canteros, reunirlos antes y después del trabajo, y facilitar la labor de los escultores en los días de lluvia. Ese cobertizo tan modesto, llamado por los italianos loggia, es el origen de la masonería.

Las logias, pues, no son, en su origen, sino el lugar donde se reúnen los artesanos, a descansar y discutir de sus cosas; así pues, cualquiera de nosotros que se acerque por cualquier bareto de España a la hora de comer y se encuentre a un grupo de gentes de mono, mecánicos, pintores, fontaneros, etc., comiendo juntos y hablando de sus cosas, está contemplando una logia. En ocasiones, en esos sitios se discutía de la leche. En 1283, en la logia llamada de la Asunción, anexa a las labores de Notre-Dame, ser montó una mundial de tal calibre que tuvo que intervenir el ejército.

A pesar de estas diferencias, el tener un lugar concreto donde reunirse y preocupaciones comunes (allí se discutía mucho sobre la mejor manera de tallar la piedra, así como de otras cosas) generó pronto, en los albañiles y canteros, en los masones al fin y al cabo, el sentido de corporación. En la segunda mitad del siglo XIV, ya existe en Londres el embrión de un colegio profesional de masones. De hecho, es en Inglaterra donde la profesión se va definiendo mejor, y son los ingleses los primeros que distinguen al tallador de piedra que se encarga de las molduras de la iglesia del que tiene habilidades para realizar trabajos delicados. Los talladores dedicados a las obras más bastas solían trabajar una piedra del condado de Kent conocida por su dureza y eran, por ello, denominados hard hewers. Los canteros capaces de realizar trabajos más delicados sabían esculpir piedras más blandas y eran por ello llamados freestone masons.

Cada vez más, el freestone mason fue denominado, por economía, freemason. En el siglo XVIII, cuando surja la moderna masonería en Francia, esta palabra se maltraducirá por francmasón; palabra ésta que es totalmente desconocida en la Edad Media europea.  Aunque cierto es, sin embargo, que en el Medievo había artesanos que eran conocidos como sculptores lapidum liberorum, que los franceses traduccían como tailleur de pierre franche, o sea algo así como piedra franca. 

Sé que lo que mola al escribir de los primeros masones es inscribirlos en una novela de Dan Brown y hacerse un par de pajas con la idea de que pudieran ser guardianes de secretos arcanos donados por extraterrestres o así. Pero la verdad es mucho más prosaica y, a la vez, interesante. Con la pérdida de conocimientos adquiridos por las sociedades europeas provocada por la gotificación del continente, la construcción se convierte en un problema, especialmente desde el momento en el que una serie de dinámicas socio-religiosas impulsan la multiplicación de construcciones monumentales. Edificios enormes que han de sostenerse, lo cual no es fácil. Como dice el gran experto en construcción medieval Violet le Duc, en realidad no podemos saber cuántos ensayos fallidos están detrás de cada una de las iglesias que conocemos; pero debieron de ser muchos. En la Europa posromana, debieron de derrumbarse iglesias y edificios a puñados antes de que sus arquitectos comprendiesen los porqués.

Los masones no son sino las personas, profesionales les llamaríamos hoy, que en virtud de su curiosidad aprendieron esas claves que a los demás se les escapaban. Y no se lo contó ningún descendiente oculto de Jesucristo ni nada que se le pareciese, sino la simple, pura y universal técnica de la prueba y el error: se te caen 27 arcos de medio punto hasta que, en el 28, aprendes lo que tienes que hacer para que se sostenga.

El masón medieval es el artista total renacentista en mucha mayor medida que éste. Resulta curioso que en el mundo moderno todo el mundo conozca el nombre de Leonardo da Vinci pero no el de Villard de Honnecourt, quien en su cuaderno de viajes mostró una curiosidad ecuménica y una capacidad de penetración intelectual, como poco, comparable a la del artista italiano. Los dibujos de Honnecourt demuestran bien a las claras que sabía pintar; pero es que, además, en su cuaderno, concebido como una especie de libro de instrucciones para constructores, se plantea un montón de problemas prácticos de la construcción, retos ingenieriles les llamaríamos hoy, y dibuja los planos de los aparatos que construye para solventarlos. No contento con esto, a lo largo de sus viajes anota información sobre la fauna y la flora que se encuentra a su paso.

Este cuaderno de Villard de Honnecourt es, además, de gran valor para hacernos entender a las personas de hoy el que es el centro de la sabiduría masónica: la comprensión de las proporciones.

Exactamente igual que Leibnitz (y Pitágoras) pensaba que la música son sólo números, en realidad la construcción es sólo cuestión de proporciones. Si una columna soporta un peso es porque ese peso es proporcional a las dimensiones y material de la columna; y así mucho. El arte románico es como es, con esas paredes tan anchas y ausencia de ventanas al exterior, como consecuencia del conocimiento deficiente que los constructores medievales tenían de las proporciones, que les impedía ambicionar diseños más elegantes.

Además, hay que tener en cuenta que los constructores y artistas medievales (en realidad, ésta última es una expresión moderna; en la Edad Media no existe el artista como tal) no eran libres. Una de las muchas decisiones tomadas en ese momento crucial para la Historia de Occidente que fue el Concilio de Nicea, fue canonizar el concepto de que los artistas no son libres de pintar o esculpir lo que quieran, sino que han de fabricar la obra bajo los cánones de la Iglesia. En realidad, el fenómeno no es nuevo. También los artistas del Antiguo Egipto sabían pintar La Gioconda; pero servían a una estética superior, estatal.

Así pues, las obras de la Edad Media responden a conceptos teológicos y sociales que no tienen que ver con un Moneo haciéndose una paja mental en su estudio, sino con el respeto de determinados objetivos y necesidades litúrgicas. Si Girolamo Savonarola pudo liderar un proceso revolucionario en Florencia fue por la capacidad de impactar con sus sermones. Y si podía impactar con sus sermones es porque casi toda Florencia cabía en el Duomo. Y es que las iglesias y catedrales medievales, no lo olvidemos, están conceptuadas para ser capaces de albergar a todos; para ser la sede de auténticas asambleas (ecclesiae) de creyentes. Para construir una catedral hoy en Madrid con principios medievales, habría que concebir un edificio del tamaño de Eurovegas, con un majestuoso altar de unos 100.000 metros cuadrados desde donde la imagen de los oficiantes se transmitiese por Skype a las más de 50.000 megapantallas que, en la monstruosa nave central de más de un kilómetro y las decenas, sino centenares, de capillas, permitiesen seguir la ceremonia a los más de cinco millones de asistentes.

El concepto de simetría y proporción es intrínseco a la búsqueda de la belleza, como bien sabían los artistas griegos que, desde su laicismo, perseguían la proporción áurea en sus obras. El creador medieval, el masón, es bastante más básico porque sus conocimientos también lo son (así pues, para desgracia de mistabobos, lejos de ser intelectualmente privilegiados, eran todo lo contrario), y es por ello que las proporciones que se encuentran en sus construcciones son bastante más sencillas.

Bastante más sencillas, sí. Pero muy por encima de la media de tu tiempo.

El gran secreto masón por excelencia es el de la duplicación del cuadrado. Es un problema que hoy, en realidad, nos parece bastante sencillo, gracias a nuestra amiga la hipotenusa.

La duplicación del cuadrado es compleja porque las cosas en las superficies no van como intuitivamente se podría pensar. O sea: si dos metros son el doble de un metro, para tener el doble de un cuadrado de un metro de lado hay que tener un cuadrado de dos metros de lado. Pero eso, en realidad, no es así, porque el cuadrado de dos metros de lado tiene cuatro metros cuadrados de superficie; el cuádruple, no el doble.

Para los masones medievales como Hannecourt, la proporción doble era muy importante porque marcaba la elegancia básica de muchos edificios; por ejemplo, los claustros. El claustro tenía que tener un jardín central importante (sin el cual la iluminación de las estancias resultaba complicada) pero, al mismo tiempo, tenía que tener espacio suficiente para el claustro propiamente dicho, el pasillo bajo, las celdas, etc. Si se utilizaban proporciones elevadas (uno a cuatro, por ejemplo) se obtendrían edificios carísimos y excesivamente suntuosos (los monjes, en lugar de celdas, tendrían suites).

El cuaderno de Hannecourt, en su comentadísima plancha 39, contiene instrucciones precisas para construir un claustro en proporción de 1 a 2, esto es: que su superficie sea el doble que la del jardín central. Está esquematizada en la pollada que os he pegado.

Un cuadrado de lado uno tiene superficie 1. Si trazamos la diagonal del cuadrado, el teorema de Pitágoras nos dice que la longitud de esa diagonal será raíz de dos. Entonces, creamos un cuadrado a partir de esa diagonal; un cuadrado todos cuyos lados medirán raíz de dos. Cuando lo tengamos, si hallamos su superficie, veremos que es el cuadrado de raíz de dos, ergo dos. Dos, que es el doble que uno. Ya no tenemos más que coger el cuadrado nuevo y el antiguo, y colocarlos uno encima del otro.

Bueno, Villard lo anotó de otra forma...








 De Hannecourt explica este hecho en su cuaderno porque él es un arquitecto medieval. Esto quiere decir que ni se considera arquitecto ni tiene espíritu corporativo alguno; toda su voluntad es que otros no se vean obligados a tropezar donde ha tropezado él. Pero esto cambia rápidamente. La duplicación del cuadrado, y el nivel de dominio geométrico que presupone, es una herramienta fundamental para la elevación del plano, que es, al fin y a la postre, el conocimiento que acaba distinguiendo a los masones de los que no lo son. Como explica muy bien el dibujo de Hannecourt, si inscribes un cuadrado dentro de otro vas creando cuadrados más pequeñitos y proporcionales; si los colocas uno encima del otro, acabas teniendo una torre que, por mor de la proporcionalidad, es estable; y, lo que es más, dibujando esos cuadrados inscritos, estás dibujando la torre.

Conforme el mundo se fue haciendo más complejo, en el Renacimiento, poseer ese secreto pasó a valer dinero.

Tanto es así que en 1459, durante una reunión multinacional de corporaciones de masones centroeuropeas, convocadas para unificar sus estatutos, se toma una decisión, que se pone por escrito, de que nul ouvrier, nul maître, nul "parlier", nul journalier, n'enseignera à quiconque n'est pas de notre metier et n'a jamais fait travail de maçon, comment tirer l'elevation du plan.

Voilá el auténtico, prosaico, origen del mito de los masones como tesoreros de conocimientos arcanos: protegerse de la competencia. Hay que entenderles. Si los taxistas poseyesen el conocimiento monopolístico de cómo conducir un vehículo a motor, con seguridad también establecerían la norma interna de no contárselo a nadie, y convertirían su gremio en un oficio de padres a hijos, en el que se sería difícil, cuando no imposible, entrar.

Pero siempre hay "traidores". Un cuarto de siglo después de la reunión de Ratisbona, un arquitecto alemán, Matías Roriczer, escribe un libro dedicado a la arquitectura de pináculos, Büchlein von der Fialen Gerechtigkeit, en el que describe, con diseños muy parecidos a los de Hannecourt, el proceso.

Los secretos de los masones, pues, no tenían nada de esotéricos. Eran secretos del oficio. Es cierto que los masones desarrollaron todo un lenguaje propio de signos, que tallaban en la piedra, que también ha dado para muchas hipótesis y, sin embargo, se basa en la misma realidad.

La práctica de marcar los masones sus trabajos con extraños pictogramas nació en Escocia. Los canteros escoceses se dividían en varias categorías, una de ellas inexistente en otros mercados: los entered apprentices, una especie de becarios de la piedra; además de los cowans, nombre que recibían los canteros bastos sin demasiado expertise. A ello hay que unir que en  Escocia no se daba la freestone, la piedra blanda que reclamaba para ser trabajada de masones especialmente habilidosos.

Puesto que no había piedra blanda, a la hora de contratarse canteros para una obra, era muy difícil, en ocasiones imposible, distinguir a aquellos becarios de los masones experimentados. Fue por esta razón que éstos comenzaron a firmar sus obras con signos especiales. De esta manera, los masones se reconocían entre ellos, y evitaban que les diesen cowan por liebre. De aun a principios del siglo XVIII se conservan estatutos masónicos escoceses que recuerdan que ningún cowan deberá ser empleado sin habérsele preguntado una contraseña.

El mundo masónico es apasionante; aunque no por las razones que los pollas piensan. De hecho, es que el hombre, el mundo, la Tierra, no necesitan de misterio alguno para ser interesantes.

domingo, octubre 21, 2012

Fra Girolamo (17)




Los sermones de Savonarola, que no se olvide se produjeron inmediatamente después de otros actos de desafío, colmaron la paciencia del Vaticano (y eso que el Vaticano aprendió a ser paciente de un señor que pedía clemencia para los que le habían clavado a un madero). Pero los frateschi, a base de tanto contacto con los franceses, habían aprendido algo de política, o sea algo de dar por culo. Mediante un enviado a Roma, insinuaron la posibilidad de cambiar definitivamente de bando y adscribirse a la Liga antifrancesa, a cambio de que su líder dejase de ser un predicador proscrito. El sobrino de Pico della Mirandola añadió gasolina a la hoguera publicando una apología del prior, dedicada al duque de Ferrara, uno de los personajes principales de la política romana, que tuvo que volver grupas y visitar al Papa con el rabo literalmente entre las piernas (no fuese que los curas, que para esto se visten por los pies, se lo cortasen).

Roma se estaba convirtiendo en un tsunami antisavonaroliano, ello fundamentalmente porque el propio Savonarola era otro tsunami, y muchos adivinaban que en una pelea entre olas sólo una podía prevalecer. Los folletos con los sermones del prior se imprimieron en varios idiomas, y sus críticas a la depravación romana cruzaron los Alpes, llegando, sobre todo, a Alemania; territorio que, como demostraría bien pronto Lutero, estaba dispuesto para el cisma. Para colmo, el eterno Carlos de Francia, oliendo el olor acre de la polémica, volvió a sacar a pasear su idea de convocar un Concilio General.

Roma, a las puertas del año jubilar, a punto de doblar la esquina del siglo, estaba literalmente acojonada.

Alejandro perdía la paciencia. Ante Bonsi, el embajador florentino enviado al Vaticano, y por varias veces, reclamó, en soledad y también en presencia de cardenales, una afirmación categórica, inequívoca, en el sentido de la alianza de Florencia con la Liga antifrancesa, caso de que Carlos volviese a invadir la península. No obtuvo nada. Savonarola, inasequible al desaliento, llevando sus ilusiones al terreno de los delirios, seguía creyendo en el francés cada vez que éste hacía el menor gesto de apoyo o de convocar un Concilio que supondría, con casi total seguridad, un conflicto cismático.

El Papa Alejandro terminó por perder la paciencia. Le gritó a Bonsi, delante de los cardenales, que la actitud de Savonarola era intolerable incluso realizada por un turco o un infiel de cualquier otra procedencia, y lo envió a Florencia con un ultimátum.

El embajador regresó a la ciudad Toscana después de las elecciones. Ni la Signoria ni los Diez estaban ya en manos de los frateschi. Así pues, el gobierno dejó libertad de voto a sus miembros.

Temeroso de que el gobierno florentino se volviese contra él, Savonarola subió al púlpito para enardecer a las masas; para ganar en la calle, y en la iglesia, lo que había perdido en las urnas. Agarrándose a una frase del mensaje romano, que lo calificaba de “hijo de la iniquidad”, buscó ese típico efecto de los demagogos consistente en convertir todo ataque a ellos como un ataque a la colectividad (este recurso los nacionalistas lo bordan, sin ir más lejos); así que le dijo a los florentinos que era a ellos a quienes había despreciado el Borgia, y reclamó del gobierno de la ciudad más firmeza en su defensa.

La Signoria respondió a aquel estímulo dando un paso atrás en su oposición, y remitiendo al Papa un comunicado defendiendo al prior, y asegurando su total fe en la Iglesia católica, “aunque”, matizaron, “nuestra mayor preocupación, por encima de cualquier otra, es nuestra República”. Todo un tratado sobre la relación entre el poder espiritual y real.

En realidad, este movimiento por parte del gobierno de los arrabbiati era una carambola a tres bandas. Buscaban, con tal respuesta, encabronar definitivamente al Papa para que terminase de castigar a Savonarola. Una vez excomulgado, el prior tendría, muy a su pesar, que obedecer la orden de no predicar (ya no podría administrar la eucaristía; ni siquiera podría entrar en la iglesia o profesar en San Marcos), y quedaría inerme ante ellos; porque Girolamo Savonarola, sin el púlpito, no era nadie. La jugada, sin embargo, les salió mal. No contaban con la astenia que a ratos le iba y le venía a Alejandro en todos los temas jodidos. El Papa, en realidad, estaba dispuesto a encontrar una salida negociada al conflicto y, consecuentemente, no montó el pollo esperado cuando recibió la carta.

Alejandro Borgia se hizo leer la carta en voz alta por el obispo de Parma. Terminada, suspiró y musitó algo así como: “menuda carta jodida”, y se sumergió en meditaciones, con una cara de la mala hostia que si en ese momento entra en la habitación el Diablo habría pensado que el Vicario de Cristo le había dejado sin curro. Sin embargo, no dio el paso que todos los enemigos de Savonarola esperaban, sino que envió a Bonsi de vuelta a la ciudad con otro ultimátum. El obispo de Parma le dijo a Bonsi, por su parte, que le transmitiese a Savonarola el mensaje de que, si mostrase algún signo de sumisión, el Papa estaba dispuesto a dejarle predicar.

La debilidad del Papa, sin embargo, no hizo sino enervar las presiones de los enemigos de Savonarola. Ludovico Sforza clamó por una decisión. Piero de Medici reapareció en los salones vaticanos. Y un viejo, muy viejo amigo de Savonarola: Fra Mariano da Gennazzano.

El hermano Mariano, otrora líder retórico de las iglesias toscanas, que había sido amarga y dolorosamente descabalgado por el joven Savonarola, era todo un personaje. General de su orden, tenía una iglesia en Roma donde predicaba con gran éxito.

Gennazzano fue alquilado para dar un gran sermón en Roma contra Savonarola, ante un auditorio de notables. La cosa, sin embargo, no salió bien. De hecho, el fraile cometió los mismos errores que siete años antes, cuando su sponsor era Lorenzo de Medici. Por decirlo claramente, se pasó de frenada. Apeló a Savonarola de judío, de ladrón, de alimaña. Se dirigió a los notables romanos y les gritó: “¿Cómo podéis soportar a ese monstruo, esa hidra?” Afloró en sus palabras todo el odio de los antisavonarolianos, pero lo hizo con tanta claridad que los notables indecisos, dudaron.

Sin embargo, la gente lo tenía bastante más claro. El pueblo romano asaltó la embajada florentina. Bonsi dimitió como embajador, y su renuncia llegó a Florencia en el mismo correo en el que llegaba la respuesta del Papa.

El partido del prior trató de discutir el asunto en los Ochenta, donde todavía podían soñar con tener mayoría, pero fueron bloqueados. La oposición había decidido someter la cuestión a referéndum, y por ello convocó, el 14 de marzo, una magna reunión de las muchas instituciones representativas de la ciudad. Terminada la votación, Savonarola sacó ocho votos a favor, y 17 en contra, y 7 abstenciones. Envalentonada, la oposición anunció su pretensión de convocar el Gran Consejo. Los frateschi lo bloquearon, sabiendo que el Consejo aprobaría el referéndum, y que éste los iba a echar literalmente de la ciudad. Consiguieron los savonarolianos desviar el asunto a una comisión especial de 19 miembros; pero este órgano no hizo sino votar lo mismo.

En este punto, los miembros del partido de Savonarola ya sólo se preocupaban de salvar sus culos. Así pues, llegaron a un acuerdo con sus opuestos, basado en que San Marcos no sería cerrado, a cambio de que Savonarola dejase de predicar. Valori le ofreció, en nombre de todos, la oportunidad de someterse voluntariamente. Savonarola contestó que todo estaba en manos de Dios, y que contestaría al día siguiente.

Al día siguiente, 18 de marzo de 1498, Girolamo Savonarola pronunció su último sermón.