jueves, enero 12, 2012

Franco y el imperio japonés (y 2)


Fue el hecho de que el cuñadísimo le hubiera intentado echar un órdago a Franco, lo que determinó su salida del Gobierno el 1 de septiembre de 1942. Aun así, en una situación en la que la victoria del Eje tardaba en llegar, a los japoneses les habían dado un varapalo severo en Midway y España era cada vez más dependiente de  los suministros norteamericanos, Franco debió de ver con satisfacción la llegada al Ministerio de Asuntos Exteriores del Conde de Jordana, un conservador sin grandes ambiciones y al que no le ponía tan cachondo lo de la unidad de destino en lo Universal.

A partir del acceso de Jordana al Ministerio de AAEE, la política exterior española se volvió más genuinamente neutralista, dejando atrás el invento de la “no beligerancia”. Se buscó el acercamiento a otros países neutrales como Portugal, Suiza o la Santa Sede y se empezaron a hacer guiñitos a los Aliados, tanto más insistentes, cuantas más batallas iba perdiendo el Eje. Había en la manera de proceder de Jordana algo del genio maniobrero del difunto Francisco Fernández Ordóñez, que logro transitar de la UCD centro-derechista al izquierdista PSOE a base de pequeños pasitos casi imperceptibles. Algo parecido hizo Jordana, quien comentó al Duque de Alba la necesidad de una “política cautelosa que fuera introduciendo cambios, sin anunciarlos previamente a ninguno de los beligerantes, pero cuyo resultado fuera la neutralidad final.”

Los cambios en la relación con Japón fueron produciéndose casi imperceptiblemente. Al principio las redes del espionaje en favor de Japón siguieron funcionando, pero ya no eran fomentadas por el propio Ministro, sino que Jordana se limitaba a mirar para otro lado y no quererse enterar. A diferencia de Serrano Súñer, Jordana no temió crear contenciosos allá donde había problemas genuinos en las relaciones bilaterales, en lugar de barrerlos debajo de la alfombra. Por ejemplo, no dudó en protestar en octubre de 1942, cuando los japoneses le retiraron al español el carácter de lengua oficial en Filipinas.

Rodao dice que con Jordana la política con respecto a Japón sirvió de banco de pruebas para el acercamiento a los aliados. La Alemania nazi y la Italia fascista contaban con muchas simpatías en el régimen y se encontraban amenazadoramente cerca. En las relaciones con ellas los experimentos había que hacerlos con gaseosa. En cambio, Japón estaba muy lejos y, caído Serrano Súñer, no contaba con verdaderos simpatizantes en el país. A esta cambio de percepción se unió la constatación en desde finales de 1942 de que Japón estaba recibiendo muchas más tortas que las que recibía y que no entraría en guerra con la URSS. Y por si fuera poco, de pronto los gobernantes españoles se acordaron de que eran blancos, cristianos y occidentales como los enemigos de esos japoneses que no dejaban de ser unos tíos un poco raritos.

La legación de Japón en Madrid se daba cuenta de que pintaban bastos e hizo un intento a mediados de 1943 porque las relaciones se elevasen al nivel de embajadas. Tokio dio el visto bueno, pero Madrid no quiso saber nada del asunto. El informe que apoyaba que se rechazase la solicitud japonesa, utilizaba como argumentos los siguientes: 1) El escaso contenido de las relaciones políticas y lo nulo de las comerciales; 2) La representación de los intereses japoneses ante terceros países entorpecía la orientación española hacia la neutralidad; 3) Los españoles en Filipinas no habían recibido un trato conforme a una relaciones supuestamente amistosas; 4) El no reconocimiento de su pleno status al Cónsul español en Manila. El informe no se anda con pelos en la lengua: las relaciones con Japón cuentan tan poco que podemos dejarlas caer con facilidad en aras de un mejor entendimiento con los Aliados. El informe también reconoce la insatisfacción española por la falta de respeto japonés hacia sus intereses en Filipinas.

El declive del Eje complicaba la situación internacional de España. Fue entonces cuando a Franco se le ocurrió la brillante idea, que expuso al Embajador británico, de que en realidad se estaban disputando tres guerras: una entre los Aliados y el Eje, otra entre Alemania y la URSS y una tercera en el Pacífico. En la primera España era neutral e incluso veía con simpatía a los Aliados; en la segunda, España estaba expectante, ante el temor de que la victoria de la URSS supusiese la comunistización de Europa; en el Pacífico, España deseaba la victoria de los Aliados. Muy hábil y muy jesuítico, pero no coló.

Rodao destaca justificadamente el Incidente Laurel que ocurrió en el otoño de 1943. Viendo la derrota cada vez más cercana, los japoneses intentaron ganarse las simpatías de los pueblos asiáticos que habían conquistado. En lugar del gobierno directo por los japoneses, establecieron gobiernos títeres al estilo del que existía en Manchukuo desde los años 30. La estrategia era bastante burda, pero los japoneses confiaban en que los nuevos gobiernos pudieran conseguir credibilidad si los países neutrales los reconocían. En Filipinas el gobierno títere tuvo a su frente a José Paciano Laurel. España simpatizaba con la idea de unas Filipinas independientes, pero no le gustaba que esa independencia hubiese llegado de la mano de los japoneses y existía el temor de que su reconocimiento pudiera incomodar a EEUU.

El Conde de Jordana envió un telegrama en el que se la cogió con papel de fumar. Acusó recibo del telegrama que le había enviado Laurel, exaltaba los lazos entre ambos países y echaba balones fuera. Pero los telegramas diplomáticos los carga el diablo y cuanto más sensibles, más posible es que se cuele una errata de bulto. La errata en este caso fue que iba dirigido a “S.E. el Sr. D. José P. Laurel. Presidente República Filipinas” y que el remitente era el “Conde de Jordana, Ministro de Asuntos Exteriores de España.” Eso bastó para que los medios del Eje lo presentasen como un reconocimiento español de la independencia de Filipinas.

El tema fue aireado por los medios norteamericanos que se lo tomaron fatal e iniciaron una campaña antiespañola. El Departamento de Estado era consciente de cuál era la verdadera posición española y de que en el asunto había habido más de torpeza que de animosidad. No obstante, entendió que podía servir de palanca para poner nervioso al régimen franquista y lo utilizó para obtener concesiones. Las dos que más les interesaban y que acabaron consiguiendo fueron el embargo de las ventas de wolframio a Alemania y la restricción a las actividades de los agentes del Eje en Tánger.

Para mediados de 1944 ya estaba claro que los Aliados ganarían la guerra. Desgraciadamente, justo cuando era más necesario, el Conde de Jordana murió el 3 de agosto de 1944 en un estúpido accidente de caza. Su sucesor fue José Félix de Lequerica, al que le faltaba la sutileza de Jordana. Rodao afirma que a Lequerica se le nombró Ministro de AAEE por una carambola: había sido el Embajador de España ante la Francia de Vichy y había que sacarle de allí de alguna manera un poco digna, antes de que llegasen las tropas aliadas y le sacasen a gorrazos.

Cuando Lequerica asumió los mandos del Ministerio, el objetivo que se quería conseguir estaba claro: el acercamiento a los Aliados, aunque a esas alturas del partido Franco aún pensaba que la guerra podría terminar con una paz honrosa para los alemanes que dejase en pie al régimen nazi. El manejo de la relación con Japón como manera de aproximación a los Aliados también estaba claro. Pero a Lequerica le faltó el gradualismo y la finura de Jordana en el manejo de los tiempos en el deterioro buscado de las relaciones con Japón. Se comportó más como un toro en cacharrería. Y con su falta de finura, perdió de vista algo que Jordana había intentado defender: los intereses de España y de la comunidad española en Filipinas. Para Lequerica,- y seguramente no era el único-, lo esencial, casi lo único ahora, era la supervivencia del régimen franquista en la postguerra.

Rodao saca a colación una interesante circular para los medios de comunicación que Lequerica emitió el 16 de agosto de 1944 con el título “Orden y orientaciones sobre la situación de la guerra y la conducta española, con especial referencia a la lucha en el Pacífico. Contra la política japonesa de signo anticristiano y antioccidental.” La circular empezaba señalando que la visión española de la vida es la “concepción cristiana y occidental”. La vinculación con los países hispanoamericanos, la alianza de éstos con EEUU y la amistad sostenida de España con dicho país (resulta interesante hablar de amistad sostenida con EEUU, cuando el 7 de diciembre de 1941 Lequerica mató el pavo que había estado cebando para el día que ganase el Eje, para celebrar el ataque japonés a Pearl Harbour) hacen que la preferencia de los medios españoles “no vaya nunca a favor de una potencia asiática y en detrimento de una potencia occidental.” La nota también pone la posición española al diapasón de la portuguesa. Portugal también era una dictadura, pero una que había mantenido una neutralidad favorable a los Aliados durante toda la guerra. El régimen de Franco estaba intentando ver si colaba que los españoles eran como los portugueses. No coló. Un último punto interesante de la circular es que del Pacto de No Agresión entre Japón y la URSS saca unas conclusiones curiosas: se trata de una connivencia entre dos imperios asiáticos taimados que es “una hábil trampa para todos los pueblos europeos o de procedencia europea. Existe de hecho una amistad ruso-japonesa, a pesar de la filiación de estos países en la lucha entablada.”

Allá donde en 1942 se vilipendiaba a EEUU por haber tratado de borrar la huella hispana en Filipinas y se confiaba en su recuperación bajo la ocupación benévola de los japoneses, en 1945 el propio Franco le hablaba al Embajador norteamericano de “su magnífica opinión sobre la forma en que los Estados Unidos habían tratado a los ciudadanos y bienes españoles en las Filipinas durante el período de la ocupación americana” y añadía en plan pelota: “Otro pueblo joven [EEUU], lleno de intrepidez y técnicas nuevas, llegó aquí para sustituirnos. Bajo su mundo nuestras escuelas permanecieron inalteradas [ mentira y seguramente Franco lo supiera, pero había que mantenerse en el machito] y los grandes basamentos de la civilización filipina que allí quedaron no fueron quebrantados en lo sustancial.”

El terreno se estaba preparando para romper relaciones con Japón e incluso declararle la guerra y la idea se sopesó a finales de 1944. No obstante, Rodao indica que hubo tres factores que hicieron que no ocurriese. España, que no las tenía todas consigo, prefería hacer lo que Portugal hiciese y Portugal optó por no declarar la guerra. En segundo lugar, se temían los efectos de una ruptura de relaciones sobre los intereses españoles en Filipinas. Finalmente estaba la propia personalidad de Franco, que prefería mantenerse a la expectativa. Mientras que esa actitud en 1940 fue positiva, porque impidió que apostase al caballo perdedor, en 1944 le costó muy caro. A finales de 1944 la España franquista hubiera podido rentabilizar una declaración de guerra a Japón. Cuando el tema se abordó más en serio en la primavera de 1945 la ventana de oportunidad se había cerrado y los Aliados casi preferían no contar a su lado con un socio tan oportunista y desagradable.  

La liberación de Manila en febrero de 1945 y la masacre de la comunidad española que la acompañó representaron un shock para la España franquista. Lequerica pensó que había llegado el momento de declarar la guerra a Japón y se puso a hacerles guiñitos cómplices al Reino Unido y a EEUU. Ni uno ni otro vieron la iniciativa española con ninguna simpatía. Se nos había visto demasiado el plumero. Varios expertos estadounidenses que consideraron el tema señalaron que el beneficio militar de la aportación española sería prácticamente nulo, mientras que el engorro político de tener como aliado a un régimen fascista sería considerable. A la desesperada España llegó incluso a sugerir el envío de una División Azul marina. La visión del General Muñoz Grandes en bañador y con manguitos debió de atragantárseles a los Aliados, que nunca se la tomaron en serio.

El 11 de abril de 1945 finalmente el régimen franquista rompió relaciones diplomáticas con Japón, utilizando el pretexto de las matanzas de Manila. Tanto japoneses como Aliados anticiparon que España declararía la guerra inmediatamente después. Pero el globo se deshinchó. España nunca llegaría a declarar la guerra a Japón.

Rodao apunta a varios motivos para esa no declaración de guerra. El primero fue temporal. El mismo día que España rompió relaciones diplomáticas con Japón, murió Roosevelt. Roosevelt y su entorno hubieran podido estar más predispuestos a darle árnica al régimen franquista; con Truman, su sucesor, era otra historia. Por otra parte, el régimen nazi en Europa estaba dando sus últimas boqueadas. Ya apenas le quedaban tres semanas de vida. El intento de cambiar de chaqueta en el último instante se notaba demasiado. Franco había esperado demasiado para declarar la guerra a Japón. El segundo fue de política interna. Muchos dentro del régimen estaban en contra de la declaración de guerra. El argumento esencial es que ya era fútil, se trataría de una medida sin valor moral ni práctico.     

En las postrimerías de la II Guerra Mundial, el régimen franquista intentó hacerse perdonar su pecado original de no ser fascista mediante el recurso a la geopolítica: soy tu aliado frente a los paganos y crueles japoneses. Se le vio el plumero y no funcionó. Siguieron años de aislamiento y de confiar en que la bendita geopolítica viniera al rescate. Esto ocurriría finalmente en 1953, cuando la lucha contra el comunismo, le proporcionó al franquismo la hoja de parra que necesitaba para no dar el cante en la comunidad de naciones.

martes, enero 10, 2012

Franco y el imperio japonés (1)

Publico hoy en el blog, de forma paralela al de Tiburcio, el primer capítulo de dos que ha escrito el proboscídeo sobre un tema verdaderamente interesante y bastante poco conocido, que es la relación del franquismo con el Imperio japonés. Uno de estos días, según las previsiones, me voy a pasar por el zoo para visitar a Tiburcio, que al parecer ha logrado esquivar a una recua de elefantas que lo venían procurando desde hace meses. Así pues, es posible que pronto se nos ocurran más polladas para ambos blogs.

Tiburcio y yo tenemos el acuerdo de que todo lo que yo escribo que habla de Asia se publica en su blog, y todo lo que él escribe que toca la Historia de España (broadly considered) tiene cabida aquí. 

Bueno, os dejo con él.

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Franco y el imperio japonés. By Tiburcio Samsa

En un país que confunde a los chinos con los japoneses y que todo lo que sabe de Thailandia es que hay masajes guarros, escribir sobre Asia constituye todo un desafío. Ese desafío se convierte en salto mortal si encima uno escribe sobre temas arcanos. El investigador Florentino Rodao ha afrontado ese reto escribiendo “Franco y el Imperio japonés” o la historia de cómo un intrépido caudillo que no había pasado de Tetuán afrontó las relaciones con el Imperio del Sol Naciente durante la II Guerra Mundial.

Desde comienzos del siglo XVII, cuando quedó en evidencia que Filipinas no se convertiría en el trampolín desde el que España saltaría a Asia, sino que sería nuestra última colonia americana, España perdió todo interés por Asia. Tras el desastre del 98, España terminó por asumir que Hernán Cortés quedaba muy lejos y que a lo más que podía aspirar era a un mini-imperio de andar por casa y que no quedase muy lejos: el Rif, el Sahara y Guinea Ecuatorial. Fuera de eso quedó una vinculación más sentimental que práctica con el mundo hispano, en el que se englobó también a Filipinas.

La ignorancia española de Asia en las tres primeras décadas del siglo fue clamorosa. España sólo tenía un consulado, el de Manila, y dos embajadas en la región, la de Tokio y la de Pekín, y aún se estaba preguntando si no debería cerrar una de las dos. El Embajador de España en Pekín se permitió informar a sus superiores de que los chinos eran “450 millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces” y no pasó nada.

Japón se escapaba un poco de este desinterés. En 1868 tanto España como Japón habían sufrido sendas revoluciones. Ahí terminaban los parecidos. Cuarenta años después, España seguía siendo un país de tercera, mientras que Japón había derrotado al imperio ruso, se había labrado un imperio colonial y comenzaba a hablarles a las grandes potencias de tú a tú. La imagen de un país que había aunado tradición y modernidad resultaba muy seductora para las élites conservadoras españolas. El samurái valeroso y abnegado y la geisha refinada y delicada se convirtieron en las dos imágenes predilectas de Japón. O sea que le hicimos a Japón lo que Merimée nos había hecho a nosotros cien años antes, reduciéndonos o a toreros echados para adelante o a mujeres sensuales y flamenconas.

Tras el final de la guerra civil, fueron los sectores más ideologizados del régimen los que tomaron las riendas de la política exterior. Dos ideas les guiaban: 1) Un rabioso anticomunismo y el rechazo a la democracia parlamentaria; 2) El deseo de subirse al tren del Nuevo Orden que surgiría de la esperada victoria de la Alemania nazi y la Italia fascista. En ese contexto se esperaba de Japón que plantase cara al imperialismo anglosajón en Asia y el Pacífico y que se uniese a la cruzada anticomunista. Esos objetivos comunes permitieron esconder diferencias más profundas, empezando por el disgusto de ver cómo una raza amarilla acababa con el dominio del hombre blanco en Asia o apreciar que Japón tenía sus propios objetivos, que no coincidían necesariamente con los de sus aliados. Es probable que si la II Guerra Mundial hubiese terminado con la victoria del Eje, esas diferencias habrían acabado estallando y habrían conducido a un conflicto.

Las perspectivas de tener a Japón como aliado en la guerra hicieron que se difundiese una imagen idealizada del país y se subrayasen las semejanzas, semejanzas más imaginadas que reales. Sobre esto, Rodao saca a colación una cita del siempre excesivo Ernesto Giménez Caballero, que no tiene desperdicio: “Pero la admiración y afecto de España por Japón no es de hoy, sin embargo, procede desde el momento en que nos dimos cuenta de ser el Japón la otra España; la de allá. O sea, una nación colocada frente a un poderoso Continente Occidental (Estados Unidos) y un continente inmenso de color (el Asia china e hindú). Como España es la nación del lado de acá, colocada entre Francia e Inglaterra (Occidente) y el África (Oriente). España y Japón, las dos fronteras del mundo. Son dos puertas. La misma unidad de destino en lo Universal.”

El problema surgió cuando esa misma unidad de destino en lo Universal optó por no declararle la guerra a la URSS tras el ataque alemán. Muchos se sintieron decepcionados por la supuesta defección de Japón. La realidad es que Hitler se había buscado esa defección. Cuando en agosto de 1939 firmó el Pacto de No Agresión con la URSS Hitler sorprendió a propios y extraños. Sorprender a los extraños está bien; ¡que se jodan! Pero sorprender a los propios… A Japón el Pacto le pilló con el paso cambiado. Unos meses antes había tenido una pequeña guerra fronteriza con la URSS de la que había salido trasquilado y se sentía rodeado de enemigos sin saber por dónde le caerían las collejas. Así que se puso a enmendar sus relaciones con su vecino del norte. En abril de 1941 su Ministro de Asuntos Exteriores, Matsuoka, visitó Berlin. Los alemanes le dieron pistas de que se disponían a atacar a la URSS, pero Matsuoka que era un poco obtuso en el juego de las adivinanzas no se coscó y de regreso a Japón firmó un Pacto de No Agresión con la URSS. Incluso si se hubiera coscado, está por ver si hubiera cambiado de política. Para entonces los planificadores japoneses ya habían optado por expandirse hacia el sur y tocarles los cataplines a norteamericanos, británicos, franceses y holandeses, con lo que no estaban para muchas aventuras en su frontera norte.

Esa decepción con Japón coincidió con un momento en el régimen franquista en el que los falangistas más ideologizados empezaron a batirse en retirada. El momento de tratar de adueñarse del Estado había pasado, aunque todavía no se hubiesen dado cuenta. Una de las áreas donde perdieron poder fue en la de la censura y la propaganda. Eso implicó que ya no pudiesen vender igual de bien la imagen idílica de un Japón de samuráis en comunión de intereses con España. La no entrada en la guerra contra la URSS y la constatación de que dos años de darse besitos en la boca no habían producido ningún resultado tangible llevaron a que los sectores conservadores comenzaran a ver a Japón con ojos menos favorables. A ese cambio de imagen se añadía una consideración de política interior: cuanto más se pusiese en evidencia que las relaciones con Japón eran un globo lleno de aire, en peor situación se dejaba al Ministro de Asuntos Exteriores, el cuñadísimo Ramón Serrano Súñer.

Si había alguien que se creía lo de la unidad de destino en lo Universal aparte de Giménez Caballero, ése era Serrano Súñer. Serrano Súñer aspiraba a ser el Mussolini español; se veía convirtiendo a España en otra Italia, en la cual la Falange jugaría el papel del Partido Fascista. Para mediados de 1941 Serrano Súñer estaba perdiendo la partida frente a su cuñado al que la única ideología que le importaba era la de mantenerse en la silla. En esa tesitura, Serrano Súñer decidió que su única posibilidad de montarse en el machito pasaba por la victoria del Eje. El Eje era la principal baza que le quedaba, ahora que los falangistas acomodaticios se estaban convirtiendo en franquistas y los ideologizados iban quedándose en la cuneta.

Serrano Súñer se pasó tantos pueblos en su pro-niponismo que el propio Embajador norteamericano en Madrid mandó una nota de protesta al Ministerio de Asuntos Exteriores español tachándolo de “portavoz” del Ministerio de Exteriores japonés. El Embajador japonés en Madrid informó a Tokio que la disposición española hacia Japón era mejor todavía que la alemana o la italiana.

De los muchos campos en los que Serrano Súñer trató de colaborar con Japón, el más llamativo, por no decir el más chusco, es el del espionaje. Japón había dependido de Alemania e Italia para plantar sus antenas en Europa, pero eso no le bastaba. España, por su condición de neutral, resultaba un lugar muy apropiado para recabar información. Otra ventaja es que los españoles, como súbditos de un país neutral, sí que podían viajar a los países enemigos de Japón. Y aquí entró en juego el personaje más desopilante de los que aparecen en el libro de Florentino Rodao, Ángel Alcázar de Velasco, el espía torero.

Alcázar de Velasco era torero, falangista radical y mujeriego, no sé bien en qué orden. Para imaginárselo, no hay más que representarse al personaje del torero Juncal que creó hace muchos años Paco Rabal. Hedillista y condenado a muerte por los sucesos de Salamanca, vio su sentencia conmutada por haber contribuido a frustrar una evasión de presos republicanos del penal en el que se encontraba. Reclutado por la inteligencia alemana, inició su peculiar carrera como espía.

Alcázar de Velasco estuvo destinado a comienzos de 1941 en la Embajada de España en Londres donde montó o trató de montar una red de espionaje, unos de cuyos clientes habrían sido los japoneses. Descubierto por los ingleses, que le dieron la patada, de regreso a la Península empezó a pasarles información a los japoneses y a ayudarles, con un afán digno de Gila, a montar una red de espionaje en EEUU.

Alcázar de Velasco era un gran fabulador, que es la manera educada de llamar a los mentirosos que tienen desparpajo y son simpáticos. El lector siente que Rodao, que entrevistó a Alcázar de Velasco para el libro, no sabe con qué quedarse de todas las historias que le contó éste. Parece que Alcázar de Velasco fue un espía muy prolífico., por no decir inventivo. Según Rodao, “buena parte de los datos entregados a los japoneses era pura invención.” No obstante, los norteamericanos llegaron a sentirse interesados por Alcázar de Velasco: muchas de sus informaciones verídicas estaban simplemente sacadas de la prensa aliada, pero había algunos datos que no procedían de la prensa sino de otras fuentes no identificadas. Los japoneses otorgaron durante mucho tiempo bastante veracidad a Alcázar de Velasco. Un dato curioso: una de las informaciones inventadas de Alcázar de Velasco era que en EEUU “un 70% de la población estaba contra la guerra, las fábricas habían decidido hacer material bélico defectuoso para protestar por la situación política”. El periodista y experto en relaciones internacionales japonés Koyosawa Kiyoshi cuenta en su diario de los años de la guerra que asistió a una conferencia que dio en mayo de 1943 un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que afirmó que: “El hecho de que continuamente estén ocurriendo accidentes de aviones en América es el resultado de la inferioridad mental de los trabajadores y mediante esos productos defectuosos intencionadamente revelan su oposición a la guerra.” Pues sí, parece que alguna de sus invenciones coló bien.

Aunque la invención más sui géneris de todas llegó a comienzos de 1943, cuando Serrano Súñer ya no era ministro. Alcázar de Velasco les informó que Serrano Súñer había hecho un viaje secreto a Roma, donde había mantenido una entrevista con los Ministros de AAEE de Alemania e Italia y con un enviado norteamericano con vistas a un acuerdo de paz. La entrevista había sido fructífera, aunque el principio de acuerdo alcanzado no había progresado ante la negativa alemana a concertar una paz con EEUU sin contar con Japón. La información puso de los nervios al Embajador japonés en Madrid, que buscó y obtuvo la corroboración de la información de labios del propio Serrano Súñer. Sondeos en Roma y Berlin acabarían revelando que todo era una invención. ¿Por qué se inventaron esa historia?, se pregunta Rodao y la respuesta plausible que encuentra es bastante maquiavélica: incitar a Japón a que atacara a la URSS ante el temor de que sus aliados le dejaran en la estacada. Un falangista radical podía ver en ese ataque japonés la única posibilidad de que Alemania ganase la guerra a esas alturas del partido. Si ese falangista radical era Serrano Súñer, podía pensar que con ese ataque sus acciones personales volverían a cotizar al alza, ante la perspectiva renovada de que finalmente el Nuevo Orden se hiciera realidad.


domingo, enero 08, 2012

Pero... ¿alguna vez la Iglesia pensó que la mujer es una zarigüeya?


Seamos claros desde el principio. La vida en el planeta Tierra, para las mujeres, nunca ha sido fácil. La mujer, en términos generales, desde el momento en que, dentro de la división del trabajo en la familia, vio cómo el papel de salir a cazar y/o a guerrear (por lo tanto, a obtener el sustento) le era adjudicado al hombre, ha sido considerada como una especie de menor de edad, con derechos consecuentemente menores que aquéllos de los que disfrutaba el hombre. A empeorar estas cosas colaboró la circunstancia somática femenina del ciclo menstrual, que nunca he estado bien visto por los mitos construidos por el hombre. Siendo la religión musulmana una creencia relativamente tardía, todavía nos encontramos en ella a Mahoma consolando a su mujer porque no puede entrar en la Meca; está en esos días. Y de las complejas elaboraciones de las costumbres judaicas, forzadas por la impureza esencial de la mujer durante su periodo, se podría hablar, y no parar.

Este tema de la mujer puteada es visto por mucha gente como una especie de curso histórico en el cual la mujer, cuando menos en Europa, ha ido, lentamente, de menos a más. Según esta teoría, la Edad Media debería ser un periodo más jodido para las mujeres que los siglos posteriores, durante los cuales el bálsamo del humanismo habría curado algunas de las veleidas hipermachistas del hombre medieval. A hombros de esta idea, se han construido mitos diversos, de entre los cuales el cinturón de castidad y el denominado derecho de pernada son dos casos muy visibles.

La Edad Media, en efecto, tiene fama de etapa oscura, brutal, feudal, lo que coadyuda para estas elaboraciones mentales. Y, sin embargo, las cosas no son exactamente como se pretende. Sin ser la Edad Media un tiempo del hombre de costumbres modélicas, tampoco es tan cierto lo que se dice. En primer lugar, no tiene mucho sentido defender que la Edad Media fue un tiempo de capullos retrasados y, tres minutos después, alabar el alumbrado público de la ciudad de Córdoba y otras tantas cosas implantadas por los musulmanes durante su dominación española; siendo lo cierto que dicha dominación se produjo durante los tiempos medievales. Por lo que se refiere a la propiedad y el poder feudal, ya diversos medievalistas, como Sánchez Albornoz, han destacado que cuando menos en España las necesidades de la reconquista, que obligaban a los reyes a implantar pueblas o colonizaciones en condiciones comprometidas, hicieron que esos monarcas otorgasen a dichos pobladores privilegios de variada laya que, de hecho, hicieron que aquellos hombres medievales fuesen, de lejos, mucho más libres e independientes que, un suponer, los siervos del ducado de Lerma o de Medina-Sidonia en sus mejores tiempos, algunos siglos después.

Los hombres medievales, que habían heredado los baños públicos de sus antecesores, bien romanos, bien bizantinos, se lavaban bastante más que sus nietos y bisnietos (pero menos que los musulmanes, lo cual les dio a éstos una ventaja inesperada en las Cruzadas, pues eran menor pasto de las epidemias). La costumbre de bañarse se la cargó la Iglesia, como muchas otras cosas, por razón de que los baños públicos de las ciudades seguían siendo, como en su origen, unisex, y eso esa algo que no se podía permitir.

El machismo de la iglesia católica es algo que está fuera de toda duda. A día de hoy, todavía se resiste a conceder a hombres y mujeres la misma calidad en la grey de Dios, que ya le vale. Pero, con todo, en los tiempos medievales era bastante peor. Campeón de campeones de la supremacía masculina fue Tomás, aquel filósofo y santo de Aquino que estaba tan gordo que trabajaba en una mesa con rebaje para encajar ahí la panza.

La doctrina cristiana es, como ya he tenido ocasión de recordar en no pocos posts de este blog, las bases de la religión hebrea reinventadas por ese gran reformador que fue Pablo de Tarso, aderezadas con adiciones de aquí y de allá, que buscaban hacer la nueva doctrina comprensible a las gentes; se buscaba, en efecto, que el cristianismo «le sonase» a los paganos como algo cercano a lo que ya creían antes de ser cristianos; por eso celebramos la Navidad en las mismas fechas que el solsticio de invierno que celebraban romanos o mitraístas; o la Semana Santa en el mismo momento de las fiestas del nacimiento de la primavera o la muerte y resurrección de Adonis, fiesta ésta extendidísima en lo que hoy conocemos como Próximo Oriente en los tiempos en los que los obispos se daban codazos con otras religiones para hacerse sitio.

La doctrina cristiana hereda, fundamentalmente a través de Agustín de Hipona, toda la carga sexo-segregacionista y culpabilizadora de la mujer que ya hay en la religión hebrea. Como digo, exagerado sería decir que esto es algo que los cristianos adoptan por creer en ello; no hay que olvidar el factor de que esto es en lo que ya creían los gentiles antes de existir el cristianismo. Los primeros cristianos, por así decirlo, ya vinieron machistas de serie. De hecho, el primer cristianismo era, de lejos, setenta mil veces más comprensivo de y con la mujer que las otras religiones al uso, y fue esta capacidad de atracción la que lo hizo rápidamente popular. Mujeres y esclavos explican buena parte del éxito del cristianismo preconstantiniano.

El cristianismo coloca el pecado, tanto original como artesanal (hecho con las manos propias, vaya), en el centro de su moral. Ser cristiano es luchar contra el pecado; y la mujer, que como todo el mundo sabe es ese ser que hace que muchos hombres caigan en el pecado, se convierte en culpable. Por esta razón, Tomás de Aquino la llamará «deficiencia de la naturaleza» que «es de menor valor y dignidad que el hombre». Con el intermedio de la Iglesia, la vieja división de labores dentro de la familia se ha, digamos, radicalizado, y así Tomás escribe: «el hombre ha sido ordenado para la obra más noble, la inteligencia; mientras que la mujer fue ordenada con vista a la procreación». De hecho, nos anota, para cualquier otra cosa, cualquiera, que no sea tener hijos, «el hombre bien puede ser mejor asistido por otro hombre que por una mujer».

Nadie, en consecuencia, se ha sentado hoy delante del ordenador para contar una historia que no vaya de segregación y desprecio. Pero lo que no está tan claro es que el punto más alto de dicho desprecio haya que situarlo en la Edad Media.

El derecho de pernada, por ejemplo. Esta institución jurídica, que en su tiempo se conoció como ius primae noctis, el derecho de la primera noche, tiene dos orígenes posibles, que yo sepa. Uno sería la voluntad, no por parte del noble, sino de sus vasallos, de incluir en su línea de sangre la sangre del señor, que se suponía de mejor calidad (azul, vaya). La otra explicación, que a mí me parece más coherente, recuerda la cantidad de veces que los antropólogos se han encontrado en culturas del mundo mitos relacionados con la última sangre virginal. Una vez más, como vemos, la mujer sangra, y esa sangre genera un mito.

Siendo la desfloración una operación no pocas veces dolorosa y casi siempre hemodinámica, esto es seguida de hemorragia, hemorragia que además salía de ese ser casi demoníaco llamado mujer, son muchos los pueblos del mundo que generaron mitos y creencias relativos a la liberación, en dicho acto, de espíritus malignos, que serían liberados a través del juju desflorado. Ante tales creencias se produce el miedo y los novios, literalmente, se cagan por los pantys de pensar que se tienen que tirar a su novia. Este problema se resuelve encargándole este primer polvo al hombre-brujo o a alguien poderoso: por ejemplo, el señor conde.

Ambos ejemplos nos deben llevar a reflexionar sobre el hecho de que, en los dos, no es el follador, sino los follados los que, por así decirlo, se empeñan en que las cosas pasen así. Algo que nos puede llevar a sospechar que el derecho de pernada no era visto a través del mismo prisma moral con que lo vemos hoy, desde el balcón del siglo XXI.

A pesar de este origen, muy antiguo, el derecho de pernada se confunde pronto, en los tiempos medievales, con un derecho económico: el censo, o tasa, que los siervos habían de pagar a sus señores al casarse, momento en el que pasaban no pocas veces a usar en mayor medida de las tierras propiedad del cobrador. Así pues, las más de las veces, y muy en contra de lo que dibuja la imaginería ignorante, los señores se cobraban la pernada como les interesaba, esto es en pasta gansa. 

¿Cómo que «les interesaba»?, se preguntará alguien. Pero, leñe, un polvo siempre apetece, ¿no? Pues no. La inmensa mayoría de las mujeres medievales que pululaban por los castillos y zonas adyacentes se pasaban trabajando como cabronas 18 horas al día desde los seis años; convivían con vacas, burros, cerdos y gallinas en la misma casa, por llamarla de alguna manera; ordeñaban, araban, tiraban de la yunta si necesario; eso si no caían enfermas de una viruela que les dejaba la cara como la del general Noriega. Perdían muy pronto la dentición y, en términos generales, sobre todo después de la desaparición de los baños, apestaban. Hay polvos y polvos, y algunos no apetecen demasiado. Entre cobrar cien euros o tirarte a la novia de Chucky, ¿tú que elegirías?

De hecho, tengo por mí que fueron los señores, aliados con la propia Iglesia, en mucha mayor medida que el pueblo llano, quienes desarrollaron rápidamente una especie de ceremonia simbólica por la cual el señor ejercitaba el derecho de pernada dando una zancada por encima del cuerpo de la novia tumbada.

También se pone muy en duda hoy el día el uso, ni masivo ni siquiera razonablemente esporádico, de los cinturones de castidad, que bien pueden ser elementos nacidos de la imaginería medieval posterior.

Otro elemento que permite decir que, tal vez, ser mujer en la Edad Media, comparada con el llamado Renacimiento, no eran tan mal chollo, era para aquéllas que tuviesen la costumbre de ser raritas o heterodoxas, o estar locas. A estas mujeres distintas o esquizofrénicas el mundo antiguo las conoció como brujas. Y hay mucha gente que piensa que el hombre medieval las ahorcaba o quemaba. Pero es una equivocación de fechas.

La Iglesia, eso no se niega, comienza pronto una cruzada contra la brujería. Pero no contra las brujas, sino contra las creencias supersticiosas en general. Sin embargo, hasta el siglo XIII las guías para párrocos, conocidas como Penitenciales, apenas prescriben penitencias de rezo y pago de dinero para los casos de brujería. Para ver arder a las brujas hay que esperar a los años en los que Buonarotti anda pintando la Capilla Sixtina. El Malleus Maleficarum, un best seller alemán donde se prescribe el fuego para las brujas, fue escrito en 1486. La represión de la brujería en España, especialmente intensa entre los vascones, comienza en el siglo XVI. De hecho, hay historiadores que, no sin cierta sorna, nos recuerdan que en el Renacimiento, a pesar de que se nos vende como la victoria de lo racional, se produce un cambio como poco curioso. Durante la Edad, el hereje es el que cree en demonios y espíritus malignos. Pero, a partir del siglo XV y XVI, el hereje pasa a ser aquél que no cree en los demonios y niega su existencia. Este cambio persiste hasta hoy en día, en el que la Iglesia católica, como otras creencias cristianas, sigue teniendo sacerdotes exorcistas, en lugar de dar el paso que en mi opinión debería dar, que es salir al balcón de San Pedro para contarle a la cristiandad que, simple y llanamente, el demonio no existe.

El que piense que este cambio, pasar de criticar al que cree en demonios a perseguir al que no cree en ellos, es un cambio a mejor, un cambio evolutivo hacia delante, debería hacérselo mirar.

Con todo,  quizás el elemento más puntero de estas ideas sobre el machismo de la Edad Media es la afirmación, que se puede leer en cienes y cienes de sitios y que mucha gente repite a menudo, de que la Iglesia llegó a plantearse que la mujer no tenía alma y, por lo tanto, era equiparable a cualquier otro animal irracional; una zarigüeya, por ejemplo.. Y es en este punto donde hay, sinceramente, que parar la cuádriga.

Se nos dice que esta discusión sobre el alma femenina se produjo en el concilio de Macôn, en la actual Francia, creo. Como digo, muchos de lo que han escrito esto lo dan por totalmente cierto. Pero, en realidad, sólo están difundiendo una falsa leyenda urbano-histórica. En primer lugar, la primera referencia a esta discusión en Macôn no se produce hasta un texto holandés del siglo XVI, bastantes décadas después del pretendido concilio. Unas cuantas, porque el llamado concilio de Macôn se habría celebrado en el 585, o sea, unos 1.000 años antes, durante los cuales no hubo referencia alguna al mentado debate. Para que nos entendamos, es como si pretendiésemos que un historiador que afirmase este año del 2012 sobre cosas ocurridas en el año 1100, hasta hoy desconocidas, pretendiese convencernos de que no se ha tomado un tripi antes de escribir.

Pero es que además, pequeño detalle, en Macôn no concilio alguno. Todo lo que hubo en dicha ciudad, y en dicho año, fue un sínodo provincial; en otras palabras, una tertulia de obispos de la zona para discutir sus cosillas. Una reunión en la que, por definición, no se producían discusiones teológicas. El tal sínodo dejó actas; pero en ellas la cuestión del alma femenina no aparece.

Lo único trazable en la Historia medieval que se parece (pero, como veremos, sólo se parece) al famoso debate, está en las crónicas de Gregorio de Tours. Greg nos cuenta, en este sentido, que durante la reunión de Macôn, uno de los presentes preguntó por qué el término homo (los sinodales, obviamente, hablaban en latín) se aplicaba a las mujeres.

El pollas que planteó esta pregunta no era, necesariamente, más machista que los demás. Era, simplemente, un ignorante. Obispo, deán o arcediano de alguna de las diócesis francas reunidas en el sínodo, adivinamos que debería ser un cabestro con sayón que de latín sabía poco; lo suficientemente poco como para no saber que el latín, para el ser humano con gónadas, (EDITO: el primer comentario de este hilo, de Wonka, me recuerda que soy muy mal escrito:; pero el segundo, de Yolanda, me recuerda que las mujeres también tienen gónadas. Así pues, con profundo dolor de mi corazón, y quien no se lo quiera creer queno se lo crea, debo poner aquí que, por gónadas, se debe entender cojones) no reserva el término homo, sino el término vir (varón). Homo, que viene de humus, tierra, y por lo tanto, en su origen quiere decir «nacido de la tierra», designa al hombre en general, al ser perteneciente al género humano.

Ésta fue la pregunta que hizo el pollas de Macôn; y un segundo pollas, en Holanda, mil años más tarde, agarró el rábano por las hojas, concluyó que la intención de la pregunta era negarle la condición de humanus a la mujer, y se inventó que en la reunión se había discutido sobre si hay alguna diferencia entre Beyoncé Knowles y una zarigüeya coja. Cuando, en realidad, se trató, tan sólo, de una duda filológica, y bastante sencillita, por lo demás.

Así pues, volvamos a la pregunta del post. Pero, ¿alguna vez pensó la Iglesia que la mujer es una zarigüeya? Y la respuesta es: no.

Y, como epílogo, para recordar lo oscuros y machistas que fueron los tiempos medievales comparados con los que les siguieron, recordemos esta previsión testamentaria del Sachsenspiegel alemán de 1270: «Siendo lo cierto que los libros sólo los leen las mujeres, deben corresponderles a ellas en herencia».