miércoles, diciembre 29, 2010

Mano Negra, Mano Blanca (1)

1 de julio de 1928. Un día cálido, tórrido incluso, en Nueva York. Frankie Yale se ajusta su sombrero panamá frente al espejo, buscando el ladeado sexy que suelen llevar en las pantallas los galanes del cine de moda. Como siempre Yale, nacido en Italia Francesco Ioele, se ha vestido de punta en blanco, con pantalones, camisa, chaqueta y zapatos epatantes y mal combinados; el típico «uniforme» de mafioso. Porque eso y no otra cosa es Yale: un mafioso. Y de los gordos. Preside la Unión Siciliana, germen del sindicato del crimen que actuará a pleno rendimiento pocos años después bajo la dirección de Charles «Lucky» Luciano. Yale es, además, el rey de las actividades ilegales de South Brooklyn. Se mira y remira en el espejo, orgulloso de sí mismo. Aquel día de julio de 1928, Frankie Yale está en la cima de su carrera, en su momento de mayor poder. Es tan poderoso, que tiene la sensación de que nadie puede con él.

Una de las señas de la prosperidad de Yale es el Lincoln Coupé de 1928 (última moda, pues) que acaba de comprarse. Es un coche caro, pero a Yale le ha costado todavía más porque lo ha comprado a prueba de balas. En Detroit han trabajado duro para colocar las protecciones necesarias pero, finalmente, cuando Yale ha recibido el coche ha comprobado, airado, que las ventanillas no han sido blindadas. Aquella mañana, Yale ha quedado en llevar el coche al concesionario para resolver el problema.

James «Sam Brown» Caponi, soldado del pequeño ejército de Yale, le hace de chófer. Conduce hasta la esquina entre la Avenida 14 y la 65, donde hay un local de venta de alcohol ilegal. Yale y Caponi quieren tomar unos tragos antes de llevar el coche.

Cuando están en la segunda copa, alguien llama al local preguntando por Yale y, cuando éste se pone, se limita a informarle, casi telegráficamente, de que algo le ha pasado a su mujer, Lucy, y que debe volver a casa inmediatamente. Como un resorte, Yale toma la salida del local, despidiéndose de Caponi apresuradamente, y toma el coche en solitario. En el camino hacia su casa, un Buick le sigue, primero por la Avenida Nueva Utrecht, luego por la 44. A la altura del 957 de dicha calle, el Buick, que ha ido tomando velocidad, se iguala con el Lincoln que conduce Yale. Frankie mira a su derecha para observar el coche que quizá lo está adelantando. En el coche van varios hombres. Pero él se fija en uno de ellos.

Nada más contemplar ese rostro, en apenas una fracción de segundo, Frankie Yale comprende tres cosas: comprende que van a matarlo; comprende quién lo va a hacer; y también sabe por qué.

Mucha gente dice que quien sabe que va a morir ve pasar su vida por delante de sus ojos. Si Frankie Yale llegó a saber, durante aquella carrera loca por la calle 44, que iba a morir, quizá su vida pasó rápidamente ante él. Tal vez, durante ese tenso segundo durante el cual las cosas todavía no habían ocurrido, su mente viajó al 5 de enero de 1920; el día en que comenzó el hecho más importante de su vida: la guerra entre la Mano Negra y la Mano Blanca.




Lunes, 5 de enero de 1920. En los muelles de Brooklyn se desarrolla una actividad frenética, coherente con el papel de gran importancia que para la naciente pujanza económica estadounidense supone el transporte por mar. Nos encontramos en el muelle 2 del East River. Un lugar propiedad de una empresa portuaria veterana de Nueva York, la Gowanus Stevedoring Company. Gowanus acaba de comprar el almacén del muelle 2, pero lleva ya 50 años trabajando en el puerto de Nueva York. Así pues, conoce el negocio y sus pequeñas triquiñuelas. La empresa, por ejemplo, paga religiosamente su tributo a la Mano Blanca, una organización dirigida por un irlandés llamado Denny Meehan, que se encarga de que en el muelle de carga no haya robos que en otros lugares similares son desgraciadamente muy comunes.

De hecho, todo el mundo en esa zona le paga a Meehan, quien también ha comenzado a expandirse en la zona con el negocio ilegal con diferencia más lucrativo: la usura. Los muelles neoyorkinos están petados de estibadores, descargadores y jornaleros que trabajan muchas horas muy duramente y son, por ello, extraordinariamente aficionados al alcohol, las putas y los dados. Como sus sueldos no suelen dar para todo eso, piden prestado. Denny les presta el dinero, a intereses tres, cuatro o diez veces superiores a los de los bancos, y aplica métodos muy convincentes en caso de impago. Se cobra los intereses de demora machacando dedos, rodillas o cuerpos enteros, así pues todo el mundo paga. Cualquier persona que se dedique a la extorsión y la usura sabe que un puerto es uno de los lugares más interesantes para el negocio. Los muelles de Brooklyn le pertenecen a Denny Meehan.

El 5 de enero Jimmy Sullivan, el enorme capataz de la Gowanus, recibe una extraña visita. Se trata de un tipo alto y de presencia también bastante impresionante, Willie Altierri, a quien todos llaman «Two Knife». Ya en 1920, Altierri es uno de los asesinos profesionales más conocidos de la zona. Su mote tiene que ver con su método de trabajo. Two Knife siempre lleva encima dos grandes cuchillos, que guarda en unas fundas sobaqueras. Cuando no tiene nada que hacer se hurga las uñas de las manos con la punta de uno de los cuchillos y duerme con sus armas encima. Quienes le conocen saben que es extraordinariamente preciso en sus trabajos. Siempre busca el corazón o los pulmones y, además, llevado por una cierta tendencia a la refinada crueldad, siempre que tiene tiempo, después de clavar, mueve el cuchillo en el interior del cuerpo de sus víctimas para provocar un mayor daño.

Willie Two Knife visitó a Sullivan acompañado por otros dos matones de la Mano Negra: Joe «Rackets» Capolla y Joe «Big Beef» Polusi. Los tres italianos le hacen a Sullivan, como diría Vito Corleone, una oferta que no podrá rechazar. Le invitan a comenzar a pagar tributo a la Mano Negra, dado que, le dicen, ahora Brooklyn les pertenece. Sullivan llama a John O'Hara, el dueño de la Gowanus. O'Hara, que no quiere problemas, le da instrucciones de responder afirmativamente y comprometer el pago a los italianos de 2.000 dólares a la semana.

Por primera vez, pues, la Mafia siliciana da en Nueva York un paso para arrebatarle a la Mano Blanca irlandesa su negocio.

El día que correspondía rendir el primer pago, la Mano Negra envió al muelle 2 a uno de sus mejores recaudadores: Benjamin «Crazy Benny» Pazzo, quien fue acompañado por Joe «Frenchy» Carlino, que lo esperó en el coche. Carlino, el más experimentado chófer de la Mano Negra, estaba al volante de un Cadillac que era el coche personal de Frankie Yale, el jefe de la organización de Brooklyn. Yale había querido con este gesto destacar la importancia de la misión.

Pazzo tenía que recorrer una distancia relativamente corta: 325 pies. En el Nueva York de la primera mitad del siglo se popularizó una expresión: to take a long walk off a short pier. Este oxímoron quiere decir algo así como irse a la mierda. Hay quien dice que la expresión nació de los pasos de Pazzo por la nieve del muelle 2 del East River.

Tres hombres cortaron el paso de Crazy Benny hacia las oficinas de la Gowanus. Esos tres hombres eran Denny Meehan y sus dos lugartenientes: William «Wild Bill» Lovett y Richard «Pegleg» Lonergan. Los tres llegarían a ser máximos mandatarios de la Mano Blanca; los tres terminarían malamente. Pero, en aquel día del invierno de 1920, aún faltaba mucho para eso. Los irlandeses sacaron sus 45 y las descargaron en el pecho de Crazy Benny, quien cayó para atrás; ya estaba muerto cuando su espalda tocó la nieve. De las catorce balas que entraron en el cuerpo del recaudador italiano, seis le habían traspasado el corazón.

Horas después de aquel suceso, en un garage de Baltic Street, lugar de reunión de la Mano Blanca, se brindó con buen whisky. No muy lejos de allí, en la oficina de Yale, éste maldecía y daba puñetazos a las paredes, gritando: «¡Si Meehan quiere guerra, me cago en la puta que es lo que va a tener!»

Acababa de comenzar una de las guerras entre mafias más sangrientas de la Historia.

Bienvenidos a una historia cuyo guión se escribe solo.

miércoles, diciembre 22, 2010

O se entiende, o no se entiende

Iba a despedirme a la francesa, es decir por el procedimiento de quedarme simplemente callado hasta el regreso de mis vacaciones ya el año que viene, pero finalmente he cogido ánimos para escribir unas líneas.

El 20 de octubre de 1931, los gestores de la recién estrenada II República Española tenían algo ya bien claro sobre ella misma: era, además de otras cosas, un casi insoluble problema de orden público. En realidad, desde el mes de abril no habían dejado de pasar cosas feas. Había elementos monárquicos que no se habían tomado muy bien lo del cambio de régimen. Había elementos en el mismo régimen que se habían tomado demasiado bien el cambio, asumiendo que la República les permitiría cositas como quemar iglesias y conventos; y es un hecho que les dejó. Por último, también había en España grupos que, sin ser puramente republicanos, habían visto la llegada de la República con unas ilusiones que, sin embargo, apenas meses después se les empezaban a ajar, por lo que habían comenzado ya a montar sus acostumbradas violentas algaradas sindicales.

El régimen sentía su necesidad de defenderse; y se defendió el 20 de octubre con la aprobación de un texto legal que, en algún que otro foro y forillo, he calificado yo, y por la presente recalifico, como protofascista o protodictatorial.

Resulta curioso lo poco, poquísimo que se habla en los libros de Historia sobre esta Ley de Defensa de la República. Que yo sepa, por no haber no ha habido todavía ni un historiador que se haya enterrado en vida en los sótanos del Ministerio del Interior (y digo esto porque supongo que allí tendrán sus archivos, si es que los conservan) para hacer la nómina completa y exacta de todos los actos del entonces llamado departamento de Gobernación que provocó dicha ley. Sea como sea, la ley en sí es una cuestión batallona para los aficionados a la Historia. Aquéllos que se sienten más cercanos a los planteamientos de las izquierdas republicanas la ven una ley lógica para un régimen que estaba siendo acosado; uno, viene a decir este argumento, cuando es agredido, se defiende. Otras voces más críticas suelen recordar la crítica que recibió esta ley en sus tiempos contemporáneos por parte de las derechas. Una vez que hubo Constitución se le dijo, por ejemplo, al presidente Azaña que, cuando enviaba ejemplares de la misma a embajadores y otros receptores significados, debería hacer acompañar la Carta Magna con una copia de la LDR para que el lector se pudiese hacer una impresión cabal del ordenamiento jurídico español. Y decían eso porque, en su opinión, la LDR era una ley que, en la práctica, anulaba la Constitución.

¿Qué dice la LDR? Pues, sucintamente, dos cosas. En primer lugar, dice qué es ser enemigo de la República. Entre las cosas que definen en la LDR al enemigo de la República hay algunas que tienen mucho sentido: resistirse a la autoridad, tener armas ilícitamente, fomentar el golpismo militar... Pero hay otras de difícil pase. Por ejemplo, según la ley «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado» es ser enemigo de la República. O sea, que si hoy estuviese vigente la ley, decir, un suponer, que el Tribunal Constitucional no funciona o no sirve para nada sería colocarse bajo la aplicación de la Ley; tampoco se podría criticar a las autonomías. Otra disposición nos dice que es enemigo de la República quien haga apología del régimen monárquico y/o exhiba sus símbolos. Aplicando el Derecho comparado, si la LDR, como pretenden algunos, era plenamente democrática, entonces sería plenamente democrático que la actual monarquía española prohibiese la apología de la República y el uso en público de su bandera. Con un par.

La segunda cosa que dice la LDR son las cosas que le pueden pasar a un enemigo de la República. El enemigo, según dicha norma, podía ser confinado, desterrado o multado; podía ver interrumpidos sus actos públicos, clausurados sus locales, intervenidas sus cuentas e incautadas sus armas.

En los dos párrafos anteriores hay, a mi modo de ver, tralla suficiente para sacarle los colores a la Ley de Defensa de la República. Con todo, todavía no hemos dicho lo peor. Lo peor de esa ley es que otorgaba la función de aplicarla al ministro de la Gobernación.

Es éste un punto que, cuando menos en mi experiencia, resulta difícil de transmitir cuando se discute con algún aficionado a la Historia proclive a hacer un juicio comprensivo de la II República. Cuando menos mis interlocutores habituales no parecen ser capaces de enteder, o yo de explicarles, que el hecho de que una norma con unas previsiones tan duras (recordemos que prevé hasta el extrañamiento) pueda aplicarse sin participación del poder judicial, la convierte en una ley sospechosa. Que la Ley de Defensa de la República otorgue a un ministro la potestad de aplicarla convierte a ese ministro en un Guardián de la Revolución; ahí reside su carácter, más que no democrático, antidemocrático.

La LDR colocó en manos de un gobierno que, como todos los democráticos, es todo lo provisional que quieran los votantes, en posición de actuar impunemente contra quien le diese la gana. Como digo, las calificaciones del «enemigo de la República» son tan genéricas e interpretables que casi cualquiera que nos ponga la proa puede ser objeto de la acción punitiva ejercida desde un ámbito administrativo, y no judicial. Los defensores apostillan: pero, ¿y si se ejerce ese poder con mesura? Y yo respondo: ¿y si se ejerce con desmesura?

Pasado un rato, la conversación se acaba. Se llega a uno de esos puntos binarios: o tu contraparte entiende algo, o no. Si lo entiende no hay discusión posible, pues la interpretación es evidente. Y si no lo entiende también se ha acabado, porque por mucho que se le explique, no lo va a entender. Es como intentar convencer a un perturbado de que no se prenda fuego; el mismo hecho de tener que convencerle nos está diciendo que ello no será posible.

Me he acordado estas horas de esta movida leyendo en internet las noticias sobre la borrascosa votación de ayer sobre la conocida como Ley Sinde. He visto y he leído un montón de reacciones más o menos exageradas, algunas de ellas muy vistosas por tratarse de valoraciones hechas por personas con una importante imagen pública. Los autores, los creadores, han puesto el grito en el cielo; la ministra dice que nos van a mandar a la VI Flota porque en Estados Unidos no se habla de otra cosa. Y así mucho, como dicen que decían del Bolero de Ravel.

En fin. La discusión sobre los derechos de autor, sobre qué es y qué no es la propiedad intelectual en el siglo XXI, es una discusión que está pendiente de tener. Ambas partes, esto es autores y consumidores de autorías, no parecen demasiado animados a iniciarla; pero tendrán que hacerlo, porque lo que es un hecho es que el mundo ha cambiado y hoy las cosas ya no son como hace apenas quince o veinte años. Los derechos de autor, tal y como los concebimos hoy en día, son como los fielatos y almojarifazgos medievales: el mundo, hoy, ya no los permite como han sido hasta ahora. Su alternativa es cambiar, o no ser.

Pero lo que los defensores de la Ley Sinde no parecen entender es que hay un elemento previo a la justicia o injusticia de la relación entre piratería y derechos de autor. Como en la LDR, el problema no es ya quién y cómo se va a ver afectado por ella; el problema es que su aplicación, en sí misma, no es democrática.

En realidad, lo que los autores no entienden es que la enorme torpeza de esta ministra, la soberbia con la que ella y los de su cinéfilo barrio parecen estar acostumbrados a llevarse siempre el gato al agua, es la culpable de la situación. Los británicos suelen decir (aunque al parecer no es cierto) que la forma de cocinar una rana viva es meterla en agua fría, luego poner la olla bajo un fuego muy bajo, e irlo subiendo muy poco a poco. Tal y como están las cosas, la previsión de que la aplicación punitiva de la ley vaya a correr por cuenta de una instancia no judicial viene a suponer tirar la rana a las brasas directamente. En cuanto los políticos han descubierto esto, y han descubierto que hay millones de ranas en la acequia, han salido huyendo como posesos. Normal.

Se suele decir: bueno, pero, ¿acaso un ayuntamiento no cierra una carnicería cuando no reúne las condiciones sanitarias mínimas? Pues sí. Pero es que resulta que comer carne no es un derecho fundamental en España; y el derecho a la información, sí. Y se responde: pero las páginas que se hubieran cerrado no son páginas de información. Y esto tiene la respuesta: cierto. Si la ley se aplica con mesura, no hay problema. Pero, ¿y si se aplica con desmesura? Ítem más: si un legislador tiene, porque siempre la tiene, la posibilidad de encomendar a la judicatura la decisión sobre una materia y aún así se la abroga personalmente, ¿no da derecho eso a sospechar que pretende aplicar dicha potestad con cierto nivel de desmesura? Si tan ponderado y cuidadoso pretende ser, ¿por qué no deja trabajar a los jueces?

No niego que la protección de los derechos de autor en España necesite de un reforzamiento que equilibre efectos negativos que actualmente se producen. Como no niego que la Ley de Defensa de la República, lejos de ser una conachada inventada por cuatro políticos aburridos después de una noche de juerga, fue la respuesta a una necesidad sentida por las fuerzas republicanas. Pero la legitimidad de fondo no puede servir de eximente para el error de forma.

O se entiende, o no se entiende.

lunes, diciembre 20, 2010

La I República (y 3)

La discusión de la Constitución de la I República se hizo a pelo puta, en tres días de agosto, del 11 al 14, en unas Cortes medio vacías. En realidad, el centro de la vida de la nación no discurría por el salón de plenos, sino en el exterior. La discusión de una nueva Constitución parecía una broma estando el país, como estaba, sumido en una nueva ofensiva carlista y el recrudecimiento del cantonalismo. Las masas, en ocasiones abiertamente secesionistas, se hicieron con el control de poblaciones como Sevilla, Cádiz, Málaga o Granada. Buena parte de los sostenes republicanos burgueses se acojonaron con esta dinámica; un sentimiento perfectamente justificable.

El 30 de junio, el ayuntamiento de Sevilla decreta la conversión de la ciudad en una república social. El intento no salió bien, pero no impidió que los más radicales diesen un paso más adelante con la proclamación del cantón sevillano el 19 de julio, es decir un día después de la dimisión de Pi i Margall. Buena parte de estos movimientos cantonalistas no hacían otra cosa que llevar a la práctica ideas expresadas años atrás en el plano teórico por el propio Pi. Y es que, cuando se tiene una mínima esperanza de llegar al poder, más vale ser cauteloso con lo que se dice y se escribe en esos años, no sea que después nos saquen los colores. En Alcoy, el cantonalismo se tiñó de evidentes colores de revolución social y antiburguesa, y su sofocamiento acabó muy mal.

La República buscó su supervivencia en el aumento de poderes en manos de Pi, quien probablemente no los quería. Aún así, hizo intentos por sacar adelante las leyes duras que el momento necesitaba, pero no pocos de sus socios de gobierno se negaron, dándole la excusa ideal para dimitir el 18 de julio. Por 119 votos contra 93, fue nombrado en su lugar un catedrático de Metafísica, Nicolás Salmerón. Salmerón estaba convencido de que la salida para la República era desbastarla de sus veleidades revolucionarias, restituyendo el orden burgués, lo cual sólo se podría hacer con el concurso del Ejército. Por ello, durante el verano buena parte de las rebeliones cantonales, aunque ahí seguía el ejemplo de de Cartagena, fueron sofocadas.

A pesar de haber realizado esta política de orden, Salmerón era un convencido de los derechos civiles que hubo de hacer todo aquello por la obligación del momento. Probablemente estaba deseando dimitir y cuando, como consecuencia lógica de aquel proceso de endurecimiento y orden, fue restablecida la pena de muerte en España y se dictaminó su aplicación en la persona de dos cantonalistas, aprovechó para dimitir.

Detrás de Salmerón, el insigne orador Emilio Castelar obtiene, el 13 de septiembre, plenos poderes de mando. Años después, el viejo político republicano, plenamente integrado en el esquema restauracionista como verso suelto asimilado, diría aquello de que si la república regresase a España debería ser «con más Guardia Civil»; sin embargo, los poderes que recibió fueron muy amplios. Castelar envió a los diputados a casa hasta enero y suprimió algunas garantías constitucionales. Es el primer presidente de aquella República que trata de alcanzar algún tipo de entente con las fuerzas vivas del país, las cuales hasta entonces han permanecido ajenas a todo o casi todo. Castelar restablece el 21 de septiembre la siempre conflictiva arma de Artillería, hace un llamamiento de 80.000 reclutas y suprime la redención del servicio militar mediante pago en metálico, una medida puesta en marcha en su día por Mendizábal para poder financiar la primera guerra carlista y que ha sido una de las cosas más socialmente discriminatorias que jamás han existido en España. Castelar pactó, asimismo, con la Iglesia y con el capital financiero. Para financiar las nuevas Fuerzas Armadas, no dudó en imponer impuestos extraordinarios y firmar empréstitos.

Con este esfuerzo financiero y de poder, el ejército constitucional adquirió por primera vez algo parecido a la fuerza que ha de tener un ejército en un país cercado por rebeldías, y pudo por fin enfrentarse con eficiencia al desafío carlista, así como luchar contra el cantonalismo. Por esas fechas la República, por si fuera poco, tuvo que enfrentarse a un nuevo brote insurreccional en Cuba. Desde que el general Prim, con escasísima inteligencia política en mi opinión, había decidido prestar oídos sordos a los cubanos e incluso engañarlos haciéndoles creer que el nuevo régimen de libertades español también beneficiaría a sus aspiraciones, el tema cubano había estado enquistándose e infectándose, y para entonces dio la primera señal del emputecimiento que acabaría por hacer crisis en 1898.

Las últimas semanas del gobierno Castelar tuvieron un contenido sobre todo económico. Todavía seguía en pie la rebelión de Cartagena, pero su final se veía venir. Quizá el tema os suene. Finalmente, un periodo dilatado de gasto público desbocado, con escaso retorno en forma de recaudación sólida de impuestos y crecimiento económico, hizo que Castelar tuviese que ocupar sus horas en tratar de recuperar para España el crédito internacional que se desvanecía por momentos. Se preparó una emisión superior a los 200 millones en billetes hipotecarios al 8% anual, que sin embargo nunca llegaría a realizarse.

En enero, reunidas las Cortes de nuevo, Castelar se sometió a una especie de moción de confianza, y prácticamente nadie en el Parlamento le apoyó. Fue la tarde del 2 de enero de 1874, y la sesión culminó con la dimisión de Castelar. Como ésta ya se veía venir, el capitán general de la plaza madrileña, Manuel Pavía, había previsto la disolución de las Cortes si se producía esta nueva crisis.

Castelar pronuncia un discurso en su habitual estilo florido. Sus antecesores, Pi i Margall y Salmerón, responden saltándole a la yugular. Un diputado llamado Olías solicita se vote una proposición que agradece al gobierno el desempeño de sus funciones. La proposición es derrotada por abrumadora mayoría. En ese momento, y como no puede ser de otra manera, Castelar dimite.

A las siete de la tarde, dan comienzo las votaciones para formar un nuevo gobierno, de corte más izquierdista. Salmerón, que preside la sesión, anuncia que ha sido informado de que el ejército ha tomado los puntos neurálgicos de la ciudad, que el general Pavía intima a las Cortes para que se disuelvan, y que se dirige para allí.

El salón de plenos se convierte en un pandemónium que nada tiene que envidiar a esos pollos del parlamento taiwanés que de vez en cuando nos ponen en los telediarios. En medio de esas discusiones a voz en grito y el caos, un capitán de infantería (no el propio Pavía, como mucha gente cree erróneamente) entra en el salón y grita: «¡Fuera! ¡Esto se ha terminado!».

La gran similitud de esta escena con la del teniente coronel Antonio Tejero entrando en el Congreso el 23 de febrero de 1981 y gritando «¡Quieto todo el mundo!» hizo a Santiago Carrillo, presente en su escaño (y miembro de la escasa terna, formada por él mismo, Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado, que no se metió debajo de la mesa cuando sonaron los disparos), comentar: «Ha tardado en llegar el caballo de Pavía». Lo cierto es que, que yo sepa, Pavía no entró en las Cortes a caballo, y tampoco sus intenciones fueron exactamente las que adivinamos en los golpistas del 23-F. Y digo «adivinamos» porque las intenciones últimas de dichos golpistas, qué gobierno iban a formar, a quién le iban a ofrecer colaborar con él y a quién no, qué pensaban hacer con la Constitución y con la institución parlamentaria, son cosas que, como digo, cuando menos yo no tengo demasiado claras.

Las intenciones de Pavía, sin embargo, sí están bastante claras. Las tropas que le acompañan están desalojando la sala cuando llega el general, quien anuncia la constitución de un gobierno con todos los partidos, salvo el carlista y el federalista. También aclara que no piensa ponerse al frente de dicho gobierno, y afirma la candidatura para ello del general Serrano. La persona de Serrano está cuidadosamente elegida, en mi opinión. Persona de acendrada simpatía en los salones monárquicos (hay quien dice que en el salón de la reina gozaba de bastante más que de mera simpatía), es también un héroe de la Gloriosa; es, por lo tanto, uno de los que en Irán se llaman Guardianes de la Revolución. A mi modo de ver, el movimiento de Pavía no es exactamente un movimiento reaccionario al estilo de los que estamos acostumbrados a verle al Ejército español en los últimos doscientos años. Es un intento de colocar la República por un carril que excluya los radicalismos y ponga el orden burgués en primera línea de prioridad. Otra cosa distinta, pero no distante, es que esta estrategia hubiera de llevar, por lógica, a la restauración monárquica.

Pavía, pues, no acabó con la República. Aunque sí acabó con la República democrática, dueña de sus propios destinos, y la colocó bajo la estrecha vigilancia del ejército, en un proceso que, casi un año después, acabaría con el regreso de la dinastía francesa tras el grito de Sagunto. Poco a poco, pues, durante el año 1874 acabaría sus días este experimento tan teóricamente bienintencionado como caótico.

Cuenta Joaquín Pérez Madrigal en uno de sus libros que en la mañana del 14 de abril de 1931, mientras unos tipos colocaban una bandera republicana en el Palacio de Comunicaciones de Cibeles, mientras en Eibar se proclamaba la República, mientras el conde de Romanones y Niceto Alcalá-Zamora negociaban el futuro de Alfonso XIII, José Salmerón, nieto si no me equivoco de Nicolás Salmerón (las cuentas no me dan para que fuera hijo), charlaba con sus adeptos en un club federal de Madrid, ante la atenta mirada del propio Pérez Madrigal. Aquel Salmerón estaba exultante porque veía cercano el regreso de la República: en unos meses, decía, sabiendo administrar bien lo que ya parecía una evidente derrota del academicismo sociopolítico monárquico, el régimen debería cambiar. El que fue motejado un día como el primer jabalí de las Cortes republicanas nos recuerda en sus páginas, pues, que, en realidad, lo que pasaría en las siguientes horas, es decir la inmediata llegada de la República, fue una sorpresa para muchos.

Ya he comentado en mi post sobre José Canalejas que el malogrado político liberal solía decir aquéllo de que «en política, todo lo que no es evolución, es revolución». A la I República le pasó exactamente esto. Ocurre muy a menudo en la vida que algo cuya ocurrencia ambicionamos largamente acaba pasando en el momento menos adecuado, y de repente. Quién no ha suspirado en el bachillerato por aquella rubia despampanante que escoge para hacernos caso precisamente el día en el que nos hemos echado otra novia. Cuando se trata de meros casos de social intercourse en plan Física o Química, la cosa no pasa de las naturales decepciones a las que todo homo sapiens está expuesto. En la vida de los países, sin embargo, estas largas esperas no suelen llevar a nada bueno.

El sueño republicano, en el que se encuentran acrisolados otros sueños liberales decimonónicos (pacifismo, obrerismo, libertades civiles...), esperó demasiado. El giro constitucional de la monarquía provocado por Riego fue una decepción. 1848 fue una decepción. La propia Gloriosa fue una decepción para muchos que la querían ver llegar más lejos. En el patio de atrás de nuestra casa, para más inri, comunas y otras vainas ponían el ejemplo de lo que bien podía también ocurrir aquí.

El carlismo, que es una mezcla interesante de ultraconservadurismo político, agrarismo radical y foralismo, perdió la inmensa guerra civil que es el siglo XIX; pero, desde algunos puntos de vista, la ganó. La presencia constante del carlismo en la vida española genera en el poder monárquico un miedo también constante a la excesiva deriva liberal; sentimiento que, en todo caso, va a favor de corriente teniendo en cuenta la escasa penetración que los avances del siglo consiguieron tanto en casa de los Borbones como en la otra casa de al lado que les prestaba legitimidad y consejo, es decir la Iglesia católica española. La acción del ticket Fernando VII-Isabel II, que en realidad es el tricket Fernando VII-Isabel II-Vaticano, sendos en todo o en parte instalados ideológicamente en el siglo anterior, tapona la vía reformista y progresista, arrastrando cada vez más a los colectivos políticos y sociales que apoyan dicha vía a una insatisfacción que tiene su expresión más violenta en el suicidio de Mariano José de Larra.

En 1869, un grupo de militares progresistas, aliados con las fuerzas burguesas de izquierdas (de la izquierda de la época, ojo), impulsaron una revolución que creyeron poder domeñar. Creyeron poder convertirla en evolución canalejiana. La cosa les salió mal. Republicanos de corazón, creyeron que un rey se puede inventar poco menos que de la nada y, lógicamente, se equivocaron, porque la monarquía es una marca y a la gente, nos pongamos como nos pongamos, no le da igual beber Pepsi que Coca, no le da lo mismo vestir Zara que Desigual.

Cuando el dique de Prim se fue a tomar por culo, el agua bajó torrentera y desbordada, en un proceso que ya nadie pudo parar. Siendo Castelar, sin duda, el político republicano más cercano a posiciones de orden y concierto, antirrevolucionarias que diría un analista marxista, puede haber quien piense que si hubiese tomado la magistratura de la nación el primero, lo mismo habría podido enderezar la cosa. Yo no creo en ello. Primero que todo, la proposición es una tautología; abdicado Amadeo, la pulsión de las fuerzas más radicales del republicanismo español era tan fuerte que Castelar jamás habría sido votado para dirigirlos, pues todos lo conocían.

Figueras fue una transacción de ese radicalismo, que, cauto y calculador, quiso poner al frente del país a una figura que había visitado muchas veces, disfrazado de florón decimonónico con frac, fajín y toda la pesca, al rey caído; así pues, podía considerarse como una bisagra entre lo viejo y lo nuevo. El nombramiento de don Estanislao, sin embargo, fue un error, por razones dos: una, porque nunca dejó de ser un rehén de la mano que verdaderamente mecía la cuna de la República, una mano federalista, antimilitarista, con ribetes obreristas en algunos barrios de las Cortes; otra, porque carecía él mismo de la voluntad necesaria para abordar las políticas de estabilidad y orden que esa media España de misa, renta vitalicia y buenas costumbres, que para desgracia del progresismo no se volatilizó en el 68, exigía para que el nuevo momio le gustase un tantito.

La I República, en efecto, fue un régimen que, durante los primeros seis u ocho meses de su agitada existencia (la gran parte de la misma, pues) no hizo nada por bienquistarse con los antiguos inquilinos de la finca llamada Poder. Hizo como que toda esa gente no existía o, mejor dicho, consideró que esa España merecía el más radical de los vacíos. Enferma de exceso de confianza en el progreso (gran enfermedad del siglo, hijo del optimismo enciclopedista y de la influencia de los creyentes en la ciencia, que tienden a considerar que las sociedades no se distinguen de un dimetilsulfato cualquiera), la nueva España republicana arrinconó a esa otra España que desprecia cuanto ignora, como escribiría décadas después Machado ignorando él mismo que dicha actitud, desgraciadamente, no es privativa de aquéllos a quienes él criticaba por sostenerla; pues las izquierdas, a lo largo y ancho de nuestra reciente Historia, también han ignorado muchas cosas, y todas ellas, sin excepción, las han despreciado.

La llegada a la presidencia republicana de Pi i Margall era algo lógico, como lo era la deriva federalista que con seguridad comportaría; pero marcó el punto más elevado de la catástrofe. Si este bloguero fuese marxista, debería escribir aquí que el pimargallismo no fue otra cosa que el enfrentamiento del esquema republicano con sus propias contradicciones. Pi había escrito y dicho muchas cosas en los tiempos en los que probablemente no tenía la más mínima ilusión de llevarlas a cabo; por otra parte estaba, ya lo he escrito en estas notas, impregnado de ese barniz debuenismo, más que roussoniano, bambinesco, que se aprecia en la mayoría de las elaboraciones intelectuales que rozan el anarquismo. En verdad, pensar que el hombre no necesita Derecho, ni dinero, ni policía, ni jueces, para formar sociedades, exige que imaginemos a ese hombre como un ser que tiende al bien por naturaleza; que es, incluso, renuente o incapaz de llegar al mal. Pi i Margall traslada este esquema de exacerbado, decimos hoy, optimismo antropológico, a la teoría de la organización del Estado, imaginando un Estado que es muchas cosas menos eso mismo: un Estado. Pi no es un nacionalista a la usanza que hoy los vemos; es un localista, un asambleario que considera que el poder nace en el momento que la más pequeña célula de organización social, la villa, se reúne para hablar sus cositas; y que todo el poder que surge detrás no es más que cesiones de poder realizadas por esa célula primigenia.

El cantonalismo es una reacción exacerbada que se mezcla con muchas cosas, entre ellas el puro y simple matonismo bucanero. Pero eso, a mi modo de ver, no exime de culpa a los teóricos republicanos, que le dieron carta de naturaleza. Y es que a mucha República española le dio igual compartir sus ideas con filibusteros, con tal de llevarlas a cabo.

Tenemos, pues: uno, una sobrerreacción provocada por una espera histórica demasiado dilatada; dos, una política sectaria que pretende construir un país democrático sin contar con el concurso de medio país; tres, alimento de la radicalidad; cuatro, alianza estratégica incluso con elementos ajenos a todo orden y pacto, con tal de que se avengan, cuando menos en principio, a ser sostén de las ideas que se quieren llevar a cabo.

Acabamos de citar, de alguna manera, los cuatro elementos que llevaron al desastre a la II República española. Pero estamos hablando de la primera.

Ahí reside, en mi opinión, la importancia de estudiar este periodo histórico. Es obvio que la marca dejada en nuestra Historia por la II República es más profunda que la dejada por la I. Pero esta I República tiene, a mi modo de ver, una extremada importancia, porque de alguna manera, con sus circunstancias particulares, y en un entorno distinto, fue el laboratorio de los errores que se cometerían sesenta años más tarde. Seis décadas después, por lo tanto, da la impresión de que no se había aprendido nada, y los mismos problemas surgieron, se gestionaron de forma parecida (o incluso más radical, como ocurre con la cuestión religiosa); y, para nuestra desgracia, la catarsis final fue exponencialmente más dolorosa.

En 1874, los diputados republicanos salieron de las Cortes por su propio pie, encabronados, monitorizados por un directorio militar, pero enteros. En 1936, el medio millón de españoles que debió nacer en tiempo de paz y no lo hizo en tiempo de guerra, más los centenares de miles de muertos que quedaron en los campos, pagaron el pato.

domingo, diciembre 19, 2010

La I República (2)

A finales de marzo, en efecto, Figueras consiguió disolver las Cortes y convocar las elecciones que se han tenido por las más libres de la Historia de España hasta la llegada de la democracia. Sin embargo, que fuesen libres no quiere decir que no fuesen complejas ni dificultosas. En realidad, fueron también el espejo de la realidad existente en el país, ya que tanto los ultraconservadores como los conservadores moderados se unieron a la extrema izquierda en su rechazo a los comicios, lo cual provocó índices de abstención siderales. En Barcelona, para que nos hagamos una idea, de 63.000 personas con derecho a voto, votaron 17.500. Cuarenta de los diputados de las nuevas Cortes fueron elegidos con menos de 1.000 votos.

Fue una victoria sin paliativos del republicanismo. Los republicanos obtuvieron 348 escaños, por 22 los radicales, 4 los conservadores y 2 los alfonsinos. Y es que, no es por nada, pero hasta 1977, casi cada vez que a los españoles les han dejado votar sin cortapisas, han votado república. Las nuevas Cortes, a propuesta de su presidente, el marqués de Albaida, declararon la forma de gobierno de España como república federal.

Según las previsiones constitucionales, Figueras debía resignar el gobierno tras las elecciones. El nuevo Ejecutivo le fue encomendado a Pi. Sin embargo, el político federal quería un gobierno libre y sin ataduras, poco vinculado a las fuerzas principales de las Cortes, y no logró sacar adelante su propuesta, por lo que las miradas se volvieron hacia Figueras. El político, sin embargo, declinó la invitación. Encabronado con su otrora gran compañero Pi, Figueras realizó un movimiento inusitado en la Historia de España. Dimitió de sus cargos casi clandestinamente ante un vicepresidente de las Cortes (inciso: ¿cuántos vicepresidentes del Congreso o del Senado sabes citar de memoria? Pues ahí tienes la exacta imagen de su importancia), y tomó un tren hacia Canfranc, por donde salió de España. En esa población hizo sus primeras declaraciones, aseverando que dejaba un país con «los ánimos agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua».

El gran movimiento que había provocado la reacción de Figueras, finalmente, se concretó: el nombramiento de Pi i Margall para la primera magistratura de la nación. Pi i Margall, admirador irresctricto de Proudhon, tenía enormes convicciones democráticas, pero un planteamiento federal cuyos errores dejaría bien clara aquella I República. Margall no creía, ni de lejos, en la autonomía regional que tenemos hoy en día; de hecho, la autonomía regional es, para mí, un invento castelariano para herir de muerte el pimargallismo. En realidad, lo que era Pi i Margall es aquello que, en mi opinión, debe de ser todo aquél que se quiera considerar federal: un localista. Creía, fundamentalmente, en el poder local, puesto que el Ayuntamiento es la primera asamblea de ciudadanos. En un esquema preñado, como suele ocurrir con todas las cosmovisiones anarcoides, de excelentes pensamientos y un buenismo exacerbado, Margall creía que una nación puede construirse a base de la unión libre de los municipios libres. Todo lo que nación hiciese procedería de una serie de pactos desde la base que respetasen de forma radical la libertad del individuo (sobre todo, la de pactar o la de no pactar).

El pimargallismo, por lo tanto, por mucho que suponga un interesante soplo de libertad en una Historia como la nuestra, bien necesitada de esos vientos, llevaba en su seno el germen del caos que acabaría por producir.

La Constitución republicana es, en el fondo, el resultado de un débil pacto entre las tesis de Pi i Margall y las de Castelar. Así, el texto admite que cada uno de los Estados que conforman la nación tendrá su propia Constitución; pero también dice que ni uno de sus artículos puede ser contrario a la Constitución española. En estricto seguimiento de las tesis federales, la verdadera célula política y administrativa del país pasa a ser el municipio. La Constitución, por último, plantea una estricta neutralidad del Estado respecto de la religión, lo cual le granjeó a este proyecto la inmediata hostilidad de los católicos.

Con todo, el principal problema que plantea la presidencia de Pi i Margall es el haber dado alas a un fenómeno bien conocido de nuestra Historia: el cantonalismo, cuyo principal ejemplo es Cartagena.

Cartagena se sublevó el 12 de julio de 1873. En el gobierno civil de Murcia se establece una Junta Revolucionaria bajo la presidencia de Antonio Gálvez Arce, a quien todos conocen por El Toñete. El general Carmona asume el mando en Cartagena, donde se producirá la primera insurrección marinera de la Historia de España. Una vez sublevados los marinos, y teniendo en cuenta que en Cartagena casi no había otra cosa más, e ítem más que el desconcierto entre los mandos fue total, se hicieron rápidamente con la población y las instalaciones militares.

Tras un intento fracasado de mediación por parte del ministro de Marina, Antich, los cartageneros elijen a un sevillano, Roque Barcia, como su máximo mandatario. Estos hechos coincidieron con la caída de Pi y la llegada de Nicolás Salmerón, evolución del régimen de la que ya nos ocuparemos. El día 20 de julio, cuando Salmerón lleva apenas unas horas en el cargo, el gobierno de Madrid declara pirata a la flota de Cartagena, y envía a sus mejores generales (Pavía, Villacampa, Martínez Campos) a sofocar las rebeliones cantonalistas. Eso sí, con Cartagena, dado que es una ciudad con inusitadas capacidades de defensa, no podrán.

El día 20, lo que podríamos denominar la flota cartagenera bombardea Almería, pero las dos fragatas que hacen dicho trabajo son apresadas camino de Málaga por buques franceses, británicos y alemanes. Días antes, los cantonalistas atacan Torrevieja e incluso se llevan de la aduana los fondos que hay allí acumulados. Luego le toca ataque y saqueo a Orihuela. En Chinchilla, sin embargo, se encuentran con las fuerzas constitucionales, que les repelen.

Martínez Campos inicia el asedio de la ciudad ya en agosto. Sin embargo, pudiendo aún salir por mar, los cartageneros atacarán Alicante el día 27, y días después Valencia, donde roban todo lo que pueden. En buiena parte, el cantonalismo cartagenero, para entonces, se ha convertido en un paraguas bajo el cual se protegen y actúan elementos dedicidamente fuera de la ley.

El 10 de septiembre, dos días después de que Salmerón, tras negarse a firmar la sentencia de muerte de dos cantonalistas apresados, haya dimitido y sido sustituido por Castelar, se produce el primer enfrentamiento naval entre ambas fuerzas, constitucionalista y cantonalista. El almirante Oreivo, finalmente, consigue establecer el bloqueo por mar. El 11 de enero de 1874, sólo nueve días después de que la propia República haya colapsado bajo los cascos del caballo de Pavía, el general López Domínguez toma la plaza.

jueves, diciembre 16, 2010

La I República (1)

El siglo XIX español bien puede ser concebido como un gran condensador en el que las tensiones entre la España liberal y la tradicional se van acumulando hasta que llegan diversos estallidos. El principal de ellos es la revolución llamada Gloriosa, de 1868, que supone, por primera vez, la victoria sin paliativos de las fuerzas más progresistas y reformistas del arco político nacional. La Gloriosa llevaba en su seno la propuesta de reformas muy radicales pero, sin embargo, aquéllos que la administraron, y el ejemplo más evidente es el general Prim, trataron de atemperar ese radicalismo convirtiendo el país en una monarquía constitucional, eso sí bastante avanzada.


La idea, sin embargo, no prendió. En primer lugar, porque su principal arquitecto fue asesinado tres minutos antes de que fuese a comenzar la obra de teatro; Prim le decía y le decía a sus allegados que era poseedor del secreto para hacer de España una monarquía liberal y constitucional avanzada, pero quien quiera que sea que se lo apioló en la calle del Turco nos dejó con las ganas de conocerlo. En segundo lugar, el otro actor principal de aquel experimento, el rey Amadeo, fue mal recibido por los españoles, por la aristocracia con decidida hostilidad, y con cierta distancia por parte de los políticos que debían apoyarle y que, al fin y al cabo, eran monárquicos apenas de fachada.


Por todo lo dicho, cuando Amadeo se marchó, las cosas avanzaron en la única dirección posible, es decir hacia la República; y lo hicieron de una forma tan decidida y lógica que dicho avance incluso se produjo de forma flagrantemente ilegal, pues la República fue proclamada por unas Cortes ordinarias que carecían de mandato constitucional para modificar la forma de Estado.


Un año más tarde, todo eso se había ido al carajo. En estas notas trato de explicar, un poquito, por qué.


La República llegó, desde luego, en un clima de euforia por parte de quienes la habían esperado largamente. Sin embargo, no llegó exenta de problemas. En el momento de proclamarse el nuevo régimen, el Estado español experimentaba un acromegálico déficit de 546 millones de pesetas de la época. Las finanzas públicas contaban con 32 millones para hacer frente a los empréstitos públicos que vencían a largo plazo, por valor de 153 millones. Y las posibilidades de allegar recursos fiscales eran escasas, teniendo en cuenta que las principales áreas económicas del país, notablemente el País Vasco, Cataluña y Valencia, estaban siendo estragadas por la guerra (carlista), lo que había provocado la huida masiva de las fábricas y establecimientos productivos. Ni siquiera la única noticia internacional positiva del nacimiento de la República, el reconocimiento por los Estados Unidos y su capacidad de prestar dinero, pudo aliviar los problemas del país.


Desde un punto de vista político, la I República presentaba otros problemas. El republicanismo español era el resultado de un totum revolutum de fuerzas políticas; en modo alguno era la consecuencia de la presión de una gran fuerza unitaria. Los republicanos eran muchos y muy variados. Los había, sobre todo, federalistas y centralistas; la I República, y la Historia de España a partir de ahí, nuestro presente incluído, no es otra cosa que la pelea entre quienes piensan que las regiones han de recaudar los impuestos y financiar al Estado (es decir, el federalismo autonomista que persigue el nacionalismo catalán no independentista); y los que piensan que es el Estado quien debe recaudar los impuestos y financiar a las regiones (republicanismo castelarista, que informa nuestra actual Constitución).


Había republicanos decididamente simpatizantes de las nacientes ideologías obreras, y los había de corte totalmente burgués, que no querían irse con los internacionalistas ni a ponerse medias suelas en los zapatos. Además, podría decirse que la Restauración monárquica que acabaría llegando era una consecuencia lógica de los acontecimientos, dado que la I República nunca dejó de depender de los monárquicos. En los últimos años de Isabel II, mientras en la camarilla de la reina seguían pululando los monárquicos irredentos y, diríamos hoy, fachas, se había desarrollado un monarquismo burgués, proclive a los esquemas constitucionalistas, que no tuvo grandes problemas a la hora de bienquistarse con el republicanismo ganador.


Los republicanos, sin embargo, fracasaron estrepitosamente a la hora de fagocitar a esos elementos, hacerlos verdaderamente de los suyos. Si la gente piensa que la II República fue un régimen fuertemente ideologizado, debería darse un paseo por la I. Los republicanos de 1873 eran, primero que todo, producto de su propia ideología. Por ello, soportaban a los monárquicos, pero ni los aceptaron plenamente ni se avinieron a aceptar el hecho de que, probablemente, eran ellos los que socialmente estaban en minoría. En la I República ocurrió algo que volvió a producirse en la II: los monárquicos siguieron reteniendo buena parte del poder intermedio, el poder de los cuadros, el poder de los tipos que, al fin y a la postre, ponen a funcionar un país cada mañana a eso de las seis. Como ese poder intermedio nunca se sintió cómodo dentro del régimen republicano (error que volvería a ser cometido sesenta años después), cuando sonaron las trompetas restauradoras (y quien dice trompetas restauradoras, dice cornetín de los tercios africanos al mando del general Franco) no tardarían en escucharlas.


En la primavera de 1872, el duque de Madrid don Carlos, autotitulado Carlos VII, entró en España por Vera de Bidasoa y dio el grito de la rebelión carlista general. Fue un movimiento erróneo y precipitado que tuvo como resultado la humillante derrota de Orquieta y la rendición de los bizcaitarras en Amorebieta, que obligó a don Carlos a volver a Francia. Sin embargo, este enfrentamiento, quizás, acabó por convencer a Amadeo de Saboya de que estaba gobernando un país que no entendía (hay quien dice que non capisco era la frase más habitual del monarca), que no le entendía, y que nunca llegaría a gobernar. El 7 de febrero de 1873, Amadeo abdicó, abriéndole las puertas, a la vez, a la I República y a la reacción tradicionalista que le puso la proa. Los carlistas se alzaron de nuevo y pronto tendrían un rosario de victorias en Eraul, Montejurra, Somorrostro o Abárzuza.


Antes de esto, las mismas Cortes que entendieron de la renuncia de Amadeo decidieron, el 11 de febrero de 1873, constituirse en Asamblea Nacional. Votaron a favor 258 diputados y 32 en contra. Estas Cortes votaron la República y designaron jefe de la misma, «amovible y responsable», al abogado catalán Estanislao Figueras. La acción de las Cortes, como he dicho ya jurídicamente discutible, dio alas a esa tendencia, tan española, de hacer lo que a uno le sale del pingo. La feria comenzó el 12 de febrero en Montilla, con una rebelión campesina que anunciaba los tonos que con el tiempo alcanzaría la movilización rural anarquista en el Sur de España. Las turbas la tomaron con el mayor terrateniente de la población cordobesa, Francisco Solano Rioboo, y, asimismo, lincharon a un guardia rural. Pero no fue el único ejemplo. El mismo día 12 se producen intentos de declarar el Estado catalán en Barcelona.


Este estado de gran tensión afectó a la formación del Gobierno, que hubo de adelantarse en el tiempo. Figueras, más que formar un gobierno a la usanza normal, mediante consultas, dimes y diretes, hizo una labor urgente que, en realidad, hizo que el primer ejecutivo republicano fuera un poco un pastiche formado por los primeros tipos que se avinieron a acompañar al presidente en la aventura. Aquel gobierno, por lo tanto, tenía participación de radicales y republicanos, de intereses y puntos de vista bien disímiles, además de cuatro miembros que habían sido ya ministros de Amadeo.


Muchos republicanos llegaron a la República teniendo, como se haría más patente durante la presidencia de Pi i Margall, una confianza desmedida en el sistema federal. Estos propagandistas no encontraban necesidad de dar grandes explicaciones sobre un sistema de gobierno y de Estado que para ellos estaba muy claro y, además, por sus afinidades ideológicas eran muy proclives a mezclar el federalismo con ilusiones de corte revolucionario. Fruto de esta transmisión más bien ineficiente fue la creación de juntas revolucionarias en toda España, que germinaron en lo que conocemos como cantonalismo.


Cuando se piensa en el cantonalismo disgregador todo el mundo piensa en Cartagena, entre otras cosas porque fue el último mohicano del movimiento. Pero, en realidad, el epicentro de la movida estuvo en Barcelona. Como digo, el federalismo no es en ese momento un movimiento totalmente puro; en la ciudad condal, entre otras cosas, se funde con el fuerte elemento antimilitar que se incuma en la ciudad, y que acabará con las décadas estallando en escándalos como el famoso de la revista Cu-Cut! El 22 de febrero, a causa de esta presión, el gobierno abole las quintas. Pero, claro, toda acción tiene su reacción. En los cuarteles los soldados que ya han sido movilizados se rebelan. Aquella movida fue notablemente negativa, teniendo en cuenta que Cataluña se encontraba en ese momento bajo la amenaza del carlismo, que ya controlaba alguna de sus zonas y ahora veía cómo su enemigo colapsaba en conflictos internos. De hecho, las necesidades de la guerra, que no eran otra cosa que la necesidad de atemperar las reivindicaciones por un tiempo, abrieron una grave brecha en el federalismo, que se partió en una tendencia comprensiva y otra intransigente, cada vez más enfrentadas.


Los catalanes temían un movimiento de Cristino Martos, líder del centralismo exacerbado, que podría llegar incluso a golpe de Estado. El 8 de marzo se distribuyó por Barcelona el rumor de que el Gobierno, una vez presentada en la Asamblea la propuesta de disolverla para convocar unas Cortes constituyentes, había perdido la votación, lo que habría forzado a Figueras a dimitir y a dejar su puesto precisamente a Martos. Los federales intransigentes, dando por cierta la noticia, retaron a la Diputación a proclamar el Estado catalán al día siguiente. La Diputación, desbordada por el sentimiento popular a pesar de estar teóricamente controlada por los moderados, votó una resolución por la que anunciaba que se consideraría disuelta si dimitía el Gobierno vigente, y daba amplísimos poderes, incluso revolucionarios, a dos de sus diputados, Françesc Sunyer i Capdevila y Baldomero Lostau. Sin embargo, acabó por llegar el telegrama que confirmaba que el resultado de la votación en Madrid había sido el contrario del señalado por los rumores. En ese momento, benévolos e intransigentes se pusieron a negociar. Los primeros consiguieron el aplazamiento de las veleidades independentistas que buscaban los otros; y los segundos arrancaron la conversión del ejército en profesional y voluntario. Sin embargo, la calle seguía presionando, con lo que el 11 de marzo Figueras tuvo que viajar a Barcelona para tratar de aplacar los ánimos. No resulta nada aventurado pensar que si en ese momento el presidente de la República llega a ser de Palencia, quizá el Estado se habría terminado por romper.


En abril, la situación dio un giro a peor. La abolición de las quintas había llevado a la excesivamente optimista impresión de que se crearía una numerosa milicia voluntaria, los llamados, ejem, Cuerpos Francos. Se quería un ejército de unos 48.000 hombres, pero apenas se apuntaron 10.000, y con una capacidad militar muy reducida. De hecho, la pequeña historia de los Cuerpos Francos, y la no tan pequeña del Ejército Popular de la República en la Guerra Civil, demuestran el teorema de que un ejército no es algo que se improvise, y necesita algo más que ilusión para funcionar.


El 23 de abril, un héroe de La Gloriosa, el almirante Topete, lideró un movimiento conservador. Su intención, en connivencia con los radicales, es decir la derecha de la República, era que, una vez que las elecciones se habían ya convocado para el 10 de mayo, la Comisión Permanente de las Cortes, dominada por los radicales, convocase a la Asamblea Nacional por su cuenta, sin contar con el Gobierno, para votar la caída de Figueras, que había de ser sustituido por el general Serrano. El Gobierno respondió con prontitud que sorprendió a los conspiradores y, por lo tanto, pudo esquivar el problema; pero recibió una primera herida seria que, además, provenía de aquellos santones que habían comenzado todo el proceso que había acabado por cristalizar en la República.

Finalmente, entre el 10 y el 13 de mayo, España fue a las urnas.

miércoles, diciembre 15, 2010

Plaza Mayor


La imagen no es muy feliz, pero no tengo otra. La tomé el domingo con el móvil, cuando iba de paseo por la Plaza Mayor (sí, el pedazo sombra que se ve soy yo; pero ya estoy a dieta, ¿vale?). Después de cienes y cienes de paseos por el mismo sitio, fuí y caí en que las farolas de la plaza tienen bajorrelieves en su basamento, bajorrelieves que repasan, de alguna manera, la Historia de la plaza.

Este bajorrelieve que veis, que está en la farola noroeste, la que está justo enfrente de la calle de Ciudad Rodrigo, tiene la palabra «Ajusticiamientos» y pretende hacer notaría de la función que la Plaza Mayor ha tenido como escenario para la ejecución de la pena capital.

Tratándose de un relieve educativo, que por lo tanto muestra lo que hubo, desde mi punto de vista no tiene desperdicio. ¿Por qué tendrán algunos pedagogos de la Historia esta manía de crear iconos que son pastiches de épocas notablemente distantes entre sí? En el relieve se ve a un tipo en el momento de morir ajusticiado por el garrote vil, rodeado por el verdugo y alguien que a todas luces es un fraile, probablemente dominico. En segundo plano se ve a dos alguaciles que custodian al que suponemos siguiente de la lista; un condenado que todavía tiene puesto el capirote típico de los condenados por el Santo Oficio.

Tomé la foto después de dar un respingo: ¿los condenados por el Santo Oficio, ejecutados a garrote vil? No lo puedo jurar, pero mi impresión es, más bien, que el garrote vil es una técnica de ejecución que se generalizó en España dentro del movimiento decimonónico que buscaba humanizar la pena capital, toda vez que el método de toda la vida, la horca, no pocas veces era lento y angustioso. Como digo, el garrote vil es hijo de un modo de hacer las cosas que parió en Francia la guillotina; y, por lo tanto, no es un sistema de ejecución que se generalice hasta los años que, precisamente, la Inquisición está desapareciendo (tercera década del siglo).

Que el relieve se refiere a ejecuciones ligadas a la Inquisición no sólo lo dice el capirote. Lo dice también el fraile, sobre todo si es dominico como yo sospecho, puesto que los dominicos son los grandes urdidores del building up del Santo Oficio.

Pero es que aún hay más. Los condenados por la Inquisición acababan en la hoguera. Pero ni siquiera lo hacían en la Plaza Mayor.

La verdad, esto de la Inquisición es uno de los temas en los que muchas personas dan por ciertas cosas que lo son sólo a medias.

Se dice, por ejemplo, que la Inquisición torturaba para conseguir confesiones. Lo cual es cierto. Pero se dice como si fuese la única que realizase dicha práctica, lo cual no es cierto. El brazo seglar, a la hora de arrancarle a cualquier mastuerzo la confesión de que él había robado la gallina o asesinado al vecino, tampoco se paraba en barras.

Se dice a veces, también, que los autos de fe y ejecuciones eran ceremonias públicas y masivas que se celebraban en lugares singulares, como por ejemplo la Plaza Mayor de Madrid, en presencia de los reyes. Pero decir esto es cometer el error, como digo bastante común, de considerar que las ejecuciones formaban parte de los autos de fe.

Fidel Pérez Mínguez, bibliotecario que fue de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, en su libro Psicología de Felipe II (Madrid: Editorial Voluntad, 1925), hace una afirmación categórica: «Monarca alguno español ha presenciado jamás la ejecución de una pena de muerte»; afirmación ésta que creo podemos hacer extensiva a los cinco años que aún fue rey Alfonso XIII desde la publicación de este libro, más todo el reinado de Juan Carlos I. La afirmación, por supuesto, abarca también a los ajusticiados por condena de la Inquisición.

A lo que sí asistieron los reyes españoles, y el cuerpo diplomático, y la nobleza, y el todo Madrid, Valladolid o lo que fuese, entre otros sitios en la Plaza Mayor gallardonita, fue a los autos de fe. Pero es que el auto de fe consistía en la lectura de las sentencias que habían recaído sobre los acusados, pero no en su ejecución. Los sacerdotes pronunciaban sermones morales que tenían como función intimar a los condenados para que se arrepintiesen de los delitos por los que ya habían sido condenados; y a quienes así lo hacían se les hacía un favorcito, que podía ir desde salir de allí más o menos indemne hasta el detallito de que el condenado, antes de comenzar a arder, era piadosamente estrangulado.

El propio Felipe II confirma estos hechos en una carta de 2 de abril de 1582, que le escribe a sus hijas desde Lisboa, en la que afirma: «Ayer fuimos al auto y estuvimos en una ventana, donde lo vimos y lo oímos muy bien, y diéronnos sendos papeles de los que salían a él, y el mío os envío aquí para que veáis los que fueron. Hubo primero sermón, como suele, y estuvimos hasta que se acabaron las sentencias. Después nos fuimos, porque en la casa donde estábamos los habían de sentenciar la justicia seglar a quemar a los que relajaron los inquisidores».

El Rey Prudente, pues, abandona el domicilio lisboeta donde los relajados (finalmente condenados a muerte) por la Inquisición van a ser entregados al brazo seglar, o sea a la justicia civil, para que los ejecute.

En la Plaza Mayor o lugar singular del auto de fe, engalanado con tribunas y tapices, en el momento en el que los reyes se piraban, se acababa todo. Mucha gente se dispersaba, aunque había siempre un núcleo de personas que querían ver la ejecución. Todos éstos se iban, siguiendo a los reos, a las afueras de la ciudad, donde dichas ejecuciones se realizaban.

Famosos son los autos de fe vallisoletanos de 21 de mayo y 8 de octubre de 1559. Ambos se celebraron en la Plaza Mayor, y su asistencia se estima hasta en 200.000 personas. Pero las ejecuciones fueron en el entonces llamado Campo de Marte, que después y no sé si ahora se llamó Campo Grande, a unos dos kilómetros de la Plaza. En Toledo los autos de fe se celebraban, cómo no, en Zocodover; pero las hogueras se prendían en la Vega. En Córdoba, los ajusticiamientos eran en un lugar que llamaban El Marrubial y, en Madrid, fueron, primero en la desaparecida puerta de Fuencarral; y, cuando la ciudad creció, en la carretera de Aragón, hoy final de la calle Alcalá.

Así pues, la Plaza Mayor de Madrid albergó, sí, ejecuciones por el garrote vil. Pero no de reos relajados por la Inquisición, primero porque en el tiempo en que el Santo Oficio ordenaba apiolarse al personal el garrote no se usaba; y segundo porque, aunque se hubiese usado, nunca lo habría sido en la misma plaza.

Todo parece indicar, pues, que el «guionista» de estos bajorrelieves se documentó con la revista Don Miki...

domingo, diciembre 12, 2010

Marruecos: los comienzos (y 2)

En un entorno en el que parecía haberse logrado cierta estabilidad, la tensión entre Francia y Alemania subió súbitamente de tono en septiembre de 1908. El 15 de dicho mes, las autoridades francesas detuvieron a un grupo de prófugos de la Legión Extranjera que fueron reclamados por el cónsul alemán por ser súbditos del país. Como suele ocurrir, al primer momento de máxima tensión se siguió una negociación entre las partes, que fue muy rápida, de forma que el 9 de febrero de 1909, ambas partes hicieron una declaración conjunta en la que, entre otras cosas, afirmaban que no tomarían medida alguna encaminada a obtener, para sí ni para nadie, un privilegio económico.

Lo más importante para España, sin embargo, no era lo que la declaración decía, sino lo que no decía, ya que ni citaba ni a España ni a los intereses españoles absolutamente para nada. Encabronado por lo que era una clara señal de superioridad francesa, el Gobierno español intentó llegar a algún acuerdo bilateral con los alemanes, pero éstos, obviamente, se negaron. Todo esto, unido al hecho de que Inglaterra se negó a negociar una nueva delimitación de Gibraltar, vino a alimentar la animadversión de muchos españoles hacia lo europeo; animadversión que, en mi opinión, explica, mucho más que otros factores que habitualmente se citan, la escasa proclividad que pronto mostrarán los españoles hacia nuestra implicación en la primera guerra mundial.

El cambio de Sultán en Marruecos, por lo demás, no supuso cambio alguno en el control y la seguridad de la zona. Si el país era una anarquía anteriormente, lo siguió siendo, y especialmente en los alrededores de Melilla. En octubre de 1908, una partida de moros ataca a unos trabajadores españoles en las minas de Beni-Bu-Ifrur. Las minas hubieron de cerrarse y, para cuando se reabrieron, lo hicieron bajo intensa vigilancia militar suministrada por el comandante de la guarnición melillense.

El 9 de julio, en el barranco de Sidi Musa, a tres kilómetros escasos del límite de la zona de influencia española, se produce un nuevo ataque en el que mueren seis obreros españoles. Los militares salen en defensa de los mineros y ocupan Sidi Musa, Iebel Sidi, Sidi Alí y Amet-el-Hach. El 18 de julio, los moros contestan, y comienzan unos combates que no terminan hasta el 27, día en el que se produce la célebre batalla del Barranco del Lobo, que inspira una célebre canción que una vez todos los españoles supieron (entre otras cosas, porque los niños la cantaban jugando en los recreos).


En el Barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles
que murieron por la patria.

Pobrecitas madres, cómo llorarán
al ver que sus hijos
ya no volverán...


Y no me acuerdo de más.

La necesidad de mover tropas para defenderse frente a estas acciones es la que provoca la Semana Trágica de Barcelona. En medio de la campaña internacional de prensa que se monta contra la represión de dichos disturbios y muy especialmente el fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia, un militar francés, el general D'Amade, declara públicamente que las acciones militares españolas son una amenaza para el enclave galo de Taza e invita a actuar contra los españoles. El general, eso sí, fue cesado. De hecho, el Gobierno francés tuvo una actuación muy cauta respecto a España, desoyendo incluso las llamadas del Sultán en favor de una especie de juicio internacional sobre las actuaciones del ejército español en el área de la raya de Melilla.

Sin embargo, esto no quiere decir que Francia diese la espalda a sus intereses. En paralelo, negociaba con el Sultán una serie de acuerdos encaminados a consolidar su posición económica en la zona; acuerdos entre los que figura la formación de un monopolio de tabacos gestionado por una empresa francesa, algo que le habría de aportar jugosos dividendos. El siguiente paso de Francia para consolidar su posición en el área fue aprovechar el caos del país, que amenazaba la capital de Fez, para anunciar que estaba manejando la posibilidad de proceder a una intervención militar en la zona. España, consciente de que esa intervención cambiaría notablemente la relación de fuerzas en la zona, se apresuró a anunciar que estaba dispuesta a lo mismo. España temía, pues, la instauración por Francia de un protectorado real en Marruecos que la dejase de lado.

El 21 de mayo de 1911, tropas francesas entraban en Fez. El 3 de junio, España respondió desembarcando tropas en Larache. En tan poco tiempo transcurrido, los galos habían ocupado ya Fez, Rabat, Mequinez y Casablanca. Por su parte, el despliegue militar español supuso la ocupación de Alcázar, Arcila y la práctica totalidad de la franja entre Ceuta y Montenegrón. El 1 de julio, el que faltaba se unía a la fiesta: el cañonero alemán Panther echaba el ancla en el puerto de Agadir.

Berlín justificó este movimiento por la necesidad de proteger a los comerciantes alemanes de la plaza, bastante numerosos. Pero, en todo caso, remitió una nota a París en la que decía una gran verdad: una vez que los tres países europeos habían movido ficha militar en Marruecos, ya no era posible volver al statu quo anterior. El Acta de Algeciras, la verdad de una forma un tanto ficticia, partía de la base de promulgar la autoridad del Sultán y la integridad del Imperio. Ambas cosas, sin embargo, se veían desmentidas por los hechos. Marruecos era una nación ocupada, cuyo monarca por lo tanto carecía de autoridad real; y, además, se había convertido, por la vía de los hechos, en dos naciones distintas, el Marruecos francés y el español. Eso sí: de hecho, pero no de derecho.

Francia, probablemente, pensó en elevar la tensión. Existen indicios de que el gobierno de París pensó en enviar un buque de guerra a Mogador, lo cual habría puesto las cosas muy difíciles. Sin embargo Francia, dentro del espíritu de la Entente Cordiale, pulsó antes el sentir de la Inglaterra, que le contestó que, se hiciera lo que se hiciera, Londres no lo secundaría activamente, por lo que se abandonó la idea; pues a Francia, de toda la vida, le ha dado caquita la idea de hostiarse con Alemania en solitario.

Había, pues, que negociar. Inglaterra, la principal alcahueta de la negociación, propuso una conferencia cuatripartita entre Inglaterra, Francia, Alemania y España. Alemania prefería una mesa tripartita sin Inglaterra. Por su parte Francia no sólo quería a Inglaterra en la negociación, sino también a Rusia, consciente de que no hacerlo sería dejar las manos libres a quien se había convertido en actor proalemán del tablero europeo. Alemania, quizá como reacción a este movimiento francés, reaccionó de la única manera que podía para evitar la presencia inglesa en la conferencia: restringiéndola al máximo. Como muchas otras veces en la Historia de Europa, sin ir más lejos las varias que la Unión Europea ha estado en encrucijadas de difícil solución, Berlín tomó la opción de llamar a París y sugerir: «Oye, chato, ya que nosotros somos los que tenemos más cañones y más bancos y que el otro que nos puede hacer sombra es un anglosajón aislacionista insular, ¿por qué no nos reunimos solitos y nos dejamos de leches?»

Eso mismo fue lo que hicieron. Y, por el camino, dejaron a España en la cuneta. Francia y Alemania se reunieron, según explican sin ambages los memorandos alemanes de la época, para «encontrar los medios posibles para evitar los rozamientos que podrían producirse en Marruecos entre sus intereses respectivos». Alto y claro. En Marruecos había dos intereses susceptibles de solaparse, y ellos eran los de Francia y los Alemania. España era vista como lo que probablemente era ya, es decir como un elemento exótico que reclamaba unos derechos difusos sobre el país pero cuya operatividad e influencia real eran despreciables pues, al fin y al cabo, nosotros éramos los de «la opción sí, pero la responsabilidad no».

Las protestas de los ministrinis españoles fueron muchas y batallonas, pero tuvieron la misma utilidad que intentar abollar una campana lanzándole un merengue. A todo lo que se atuvo París fue a admitir que se negociaría con España, pero tras la firma de los acuerdos con Alemania, y sobre la base de los mismos.

Habían pasado menos de diez años desde la declaración anglofrancesa de abril de 1904. En aquel entonces, Londres, consciente de que tenía que limitar en lo posible el creciente poder francés en la otra orilla del Estrecho, exigió a París que todo movimiento en Marruecos respetase los inalienables derechos de España. Ahora, sin embargo, el negociador era otro, Alemania y, fuese por egoísmo o, más probable, por que verdaderamente así estaban las cosas, aceptaba una negociación con París sin tener ni mínimamente en cuenta los intereses de España.

Como podemos ver, por lo tanto, la crucial historia hispanomarroquí de los 15 primeros años del siglo XX es la historia de un inmenso trile francés en el que París fue ganando constantemente poder en el área de Marruecos a base de disminuir la importancia de España en la zona; a veces mediante el pacto, a veces mediante el ninguneo. El verdadero ganador de esos años es, sin lugar a dudas, Francia, que se benefició de ser un país políticamente mucho más estable que España, con camnbios de gobierno menos frecuentes, y que tenía las cosas mucho más claras respecto al Magreb, aparte de un ejército más moderno y capaz.

Francia, consciente de su posición fuerte, presionó en las negociaciones con Alemania en que la existencia de un Marruecos de influencia española ni siquiera se citase, algo que era demasiado hasta para Berlín. Sin embargo, en buena parte lo consiguió, pues la referencia a España no aparece en el tratado final, aunque se cita en la carta explicativa que lo acompaña. Dicha carta, en todo caso, todo lo que dice es que Alemania se comprometía a no intervenir en acuerdos entre Francia y España sobre Marruecos lo cual, visto lo visto, era dejar a Madrid a los pies de los caballos. En realidad, en ese momento a Alemania lo único que le interesaba de España era que le vendiese la Guinea, operación que sin embargo se quedó en proyecto.

El 4 de noviembre de 1911 se firmaban los acuerdos francoalemanes, en los que se dejaba total libertad a Francia en Marruecos, con la única cortapisa de respetar la libertad económica de las naciones. Comenzaron las negociaciones entre Francia y España, y en el primer minuto quedó clara la actitud gala: París pretendía que España pagase el precio de las concesiones económicas que, en virtud del tratado de noviembre, le había hecho Francia a Alemania. El Gobierno Poincaré, en efecto, quería cobrarse en la zona española las concesiones hechas a los germanos en el Congo, por lo que pensaba reclamar Larache y Alcazarquivir. Se habló incluso, en aquella época, de una visita de un representante francés al rey Alfonso XIII, en la que el galo se habría expresado en términos tan prepotentes que el monarca dijo haberlas recogido en una nota que guardó en su caja fuerte, añadiendo que «ahí la encontrarán en caso de desgracia para mi persona». El caso es que la desgracia le vino al rey veinte años después, pero ignoro si los republicanos, buscando sus títulos de propiedad y su documentación como los buscaron, encontraron la maldita nota.

Las negociaciones empeoraron. Francia, sacándose de la manga una intención por sustantivar la unidad del Imperio marroquí que hasta aquel minuto le había importado un cojón, opinó que dicha unidad debía ser garantizada mediante la imposición en todo el territorio del sultanato de un mismo acervo jurídico. Todo Marruecos, pues, se regiría por las mismas leyes, que serían las francesas, por supuesto. Con todo, el principal conflicto, lógicamente, era la fijación de la frontera entre las zonas francesa y española.

Francia ambicionaba Cabo de Agua, pero abandonó la idea ante el criterio inglés de que formaba un todo con las Chafarinas; argumento que, en el fondo, no quiere decir otra cosa que Londres consideraba que dicha cesión a Francia modificaba el statu quo en la zona, y eso es algo que no estaba dispuesta a admitir porque quería seguir siendo la única gran potencia con capacidad para dominar el Estrecho. Así las cosas, Francia dijo contentarse con ganancias en la ribera derecha del Lucus hasta unos 10 kilómetros de Larache, algunos terrenos en la margen derecha del Uarga, y pequeñas entregas en la región de Uazán.

España contestó en marzo de 1912: el Cabo de Agua, ni de coña. Las modificaciones en el Lucus, ni de coña. En el Uarga, pequeñas cesiones y sólo en la margen izquierda, lo cual para Francia era hacerse un pan con unas tortas, pues era terreno insuficiente para protegerse de las kabilas rifeñas. En compensación, Madrid exigía los terrenos de la tribu de los Beni-Yoahi, en la cuenca del Muluya; algo que los franceses reputaban imposible por lo que suponía de poner en peligro la conexión entre Marruecos y Argelia. El acuerdo, que se dilató algo más por el asesinato de Canalejas, no se firmó hasta noviembre, el 27.

Finalmente, España cedía un trozo del Muluya, así como el margen izquierdo del Uarga y una pequeña franja en el derecho; no muy grande, pero productiva y fértil en grado sumo (el valle del Uarga era considerado entonces, hoy lo desconozco, el granero del Rif). Con estas cesiones, Poincaré lo confiesa abiertamente en sus memorias, los franceses tenían lo que querían, es decir tierra suficiente como para conectar Orán y Fez a través de Taza.

Al Oeste del Marruecos español también cedíamos terreno, concretamente entre la laguna de Ez-Zerga y el paralelo 35.

Se redujo considerablemente el tamaño de Ifni, el territorio de soberanía española, que quedó reducido al terreno comprendido entre el Uad Bu Sedra y el Uad Nun. Se perdió la zona entre el río Tazeronalt y el Uad Bu Sedra. Por lo tanto, el protectorado español del Ifni y el protectorado del sur de Marruecos quedaron desconectados. Entre este protectorado sur y Río de Oro se situaba una extensión de desierto considerado por el tratado res nullius o tierra de nadie, aunque se reconocía el derecho de España a ocuparlo.

En lo concerniente a la forma en que España ejercería su poder en su protectorado, el tratado de 1912 establecía importantes matices, en todo caso, coherentes con nuestra propia decisión de no exigir la administración del territorio por no querer asumir las responsabilidades de la misma. Además, ya en el Acta de Algeciras España había admitido la idea de la unidad del Imperio, y en el tratado de 1912 no hizo sino admitir los hechos aceptando que su protectorado estuviese bajo la autoridad civil y religiosa del Sultán, por muy teórica que fuese dicha autoridad; esta admisión habría de provocar innumerables conflictos interpretativos en el futuro. El Sultán ejercía dicha autoridad a través de un delegado, el Jalifa, escogido de una dupla de candidatos propuestos por Madrid. Desde Tetuán, el Jalifa ejercía la autoridad del Sultán, aunque sus actos administrativos estaban monitorizados por un Alto Comisario español.




Gabriel Maura, portavoz de la oposición conservadora, habría de decir en las Cortes, durante el pleno que conoció de este tratado: «Este tratado recorta todos nuestros derechos y no da entera satisfacción a ninguno de nuestros intereses, y cada uno de estos intereses, recortados, o mal satisfechos, es un peligro y un rozamiento y un conflicto para el mañana».

Estas palabras del maurismo cabreado son, de alguna manera, el reflejo de los porqués que, en mi opinión, explican que sea importante conocer esta primera etapa de la política marroquí española; la política que se produce antes de la guerra abierta y de otros episodios, como el desastre de Annual, que son bien conocidos.

Los primeros pasos de la política marroquí española explican, a mi modo de ver, la sobreactuación de España en materia marroquí. En efecto, a lo largo del siglo XX Marruecos ha tenido una importancia inusitada en nuestra Historia, importancia que se ha desarrollado con el bajo continuo de unas relaciones casi nunca buenas, casi siempre imposibles. Ciertamente, en el día presente hay factores nuevos que no existían hace cien años, entre los que cabe citar la cuestión del Sáhara y el pequeño detalle de que España es una democracia constitucional y Marruecos una dictadura atroz; pero algo de lo que hoy ocurre tiene que ver con este poso, esta sensación existente en la política española desde muy atrás, de que en el asunto de Marruecos se iba a pelo puta y era necesario apretar los dientes, dar un golpe de riñones y, consecuentemente, hacer movimientos no pocas veces absurdos o excesivos.

España no tuvo una política colonial coherente en Marruecos, porque reclamó un protectorado que no podía pagar ni mantener; lo cual, para colmo, no la libró de tener que hacer lo que no quería, es decir embarcarse en imponentes gastos militares; la política de opción sin responsabilidad , al fin y a la postre, nos salió tan cara o más que habernos metido en el asunto de hoz y coz desde el primer momento. Como lo que nace mal crece peor, si la etapa colonial fue mala, la poscolonial fue peor aún, pues España nunca fue para Marruecos esa potencia de referencia, papel que en todo caso ha jugado Francia, nación que, como he tratado de explicar en estas notas, ha ido siempre a lo suyo, y cuando lo suyo le ha supuesto joder a España, no le ha importado lo más mínimo.

García Prieto, en el mismo debate parlamentario en el que intervenía Gabriel Maura, se refería a la existencia en España de un conflicto entre imperialistas y «partidarios de una política de recogimiento» en Marruecos. Buena parte de la política marroquí española tuvo como objetivo llegar a algún tipo de transacción con esos imperialistas, con lo cual, finalmente, no se conseguiría otra cosa que alimentarlos. Por el camino, la sobreactuación española, los intentos constantes por ejercer un poder y un mando que los tratados nos negaban, fue uno de los elementos que, junto con la agitación francesa y la propia dinámica entre los fieles al Sultán, acabó generando un conflicto cainita entre dos pueblos vecinos, condenados a no entenderse.

Puede pensarse, en todo caso, que la sobreactuación española en Marruecos nos aportó cuando menos un beneficio. Al menos, digo, la eterna reivindicación de Marruecos, que Francisco Franco se llevó a Hendaya en la cartera, impidió que España entrase en la guerra con Alemania. Sin embargo, hay personas que, como yo, pensamos que si Hitler llega a transigir en lo de Marruecos, la reacción de Franco habría sido tirarse un pedo y decirle al Führer «si me lo pintas de colores, entro en la guerra».

miércoles, diciembre 08, 2010

Marruecos: los comienzos (1)

En alguna que otra anotación a pretéritos post, a lo que había que unir algún que otro mensaje privado a mi buzón, me habéis dicho que estaría bien hablar algún día de Marruecos. Algo se ha dicho sobre el asunto, sobre todo cuando traté la enfermedad de Franco. Sin embargo, la Historia de España y Marruecos es más longeva que esos tiempos hoy habitualmente invocados a causa del conflicto del Sahara, y a estos orígenes se refieren buena parte de los mensajes que he ido recibiendo. Así pues, he pensado en escribir unas notas sobre la materia y, por lo tanto, describir la política marroquí española durante los tan apasionantes como complejos años del principio del siglo pasado. Espero que las mismas os arrojen alguna luz para comprender cosas que hoy están pasando.

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España llegó al siglo XIX notablemente debilitada como país, lo cual significó que los tiempos en los que marcaba la política internacional se trocaron por otros en los cuales los sucesivos ministerios de Madrid hacían más o menos lo que podían para integrarse en las alianzas internacionales que mejor respetasen sus necesidades.

En la última década del siglo XIX, estas intentonas llevaron a España a arrimarse al eje franco-ruso en detrimento de Alemania. En 1894, el Senado español decidió denunciar el tratado comercial hispanoalemán y, un año después, producido el conflicto internacional del estrecho de Formosa, volvió de nuevo a alinearse con las posturas de París y San Petesburgo.

Con la firma el Tratado de París, 10 de diciembre de 1898, España perdió sus colonias y entró en una grave crisis de conciencia colectiva que es bien conocida por todos, o casi todos los españoles. En esa situación, España alimentó el interés de Inglaterra, que no hay que olvidar que ya tenía una pica puesta en la península, llamada Gibraltar, y que cada vez se sentía inmersa dentro de un tablero internacional de creciente enfrentamiento que, efectivamente, acabaría provocando la primera guerra mundial. Sir Henrick Drummon Wolff, entonces embajador británico en Madrid, comenzó las conversaciones con el gobierno español, presidido por Francisco Silvela y cuyo ministro de Asuntos Exteriores era el duque de Almodóvar del Río, sobre la fortificación de los terrenos españoles aledaños al Peñón. En el marco de dichas conversaciones, Inglaterra manejó la posibilidad de apoyar los intereses españoles. Incluso se llegó a hablar de un canje de Ceuta por Gibraltar.

Todo tenía sentido en el marco de la preparación por parte de Londres de una guerra con Francia. El 10 de julio de 1898, una expedición francesa a las cuencas del Nilo llegó a Fachoda, donde literalmente chocó con las tropas británicas al mando de Sirdar Kitchener.

España dio seguridades a Inglaterra de que no fortificaría los terrenos de Sierra Carbonera, junto a Gibraltar, pero no fue más allá. Para entonces, tenía ya demasiado miedo de Francia como para intentar una alianza unilateral con Inglaterra. Conforme daba la vuelta a la esquina el siglo, una vez perdida la alternativa inglesa, para España ya sólo quedaba la opción de la alianza con el francés. Por otro lado, en esas mismas fechas (1900 a 1902), Francia negoció con Italia un acuerdo entre potencias coloniales que dejó libre Marruecos para futuras operaciones de influencia. Merced a los acuerdos francoitalianos, París abandonó sus pretensiones sobre la Tripolitania, lo que dejó Libia a la influencia de Roma; mientras que ésta abandonaba sus pretensiones sobre Marruecos.

Todo el mundo se preparaba para la guerra. Las cancillerías europeas, de hecho, creían en su inminencia. Sin embargo, repentinamente se produjo un hecho sorpresivo, bien conocido de la Historia, que dejó a todos con un palmo en las narices: la llamada Entente Cordiale entre Francia e Inglaterra. Francia, acuciada por el cerco que las Potencias Centrales ejercían sobre ella, maniobró hábilmente para comenzar a ser ella la que aislase a sus enemigos.

Antes de la firma de este acuerdo histórico, el mejor tono entre París y Londres favoreció la acción francesa en Marruecos. En enero de 1900 habían ocupado los franceses los oasis de Tidikelt e In-Salah. Después de eso, avanzaron por el valle de La Zoupsana, tomaban Igli, Timmimoun...hasta conseguir enlazar sus posesiones argelinas y tunecinas con las colonias occidentales. El Sultán de Marruecos aceptó de buen grado la acción de los franceses, los cuales combatían la anarquía existente en el país y ofrecían algunas retribuciones interesantes, tales como la definición total de la frontera entre Marruecos y Argelia, que en 1845 sólo había quedado establecida para las áreas costeras. Francia metió en Marruecos toneladas de asesores y dinero. Preparaba el protectorado.

Mientras tanto, Madrid temblaba. Un embajador de la época, León y Castillo, lo dejó escrito con más claridad de la que yo pueda utilizar: «Expulsados de América, expulsados de Asia, si, prescindiéndose de nosotros, éramos también expulsados de África, estábamos amenazados de serlo también de Europa». España, pues, necesitaba reconstruir su situación colonial. Y miró a Marruecos.

De esta forma, España sacó de su desván derechos históricos sobre Marruecos y el noroeste del Sahara que hasta los propios españoles habían olvidado. El propio León y Castillo, que firmó lo tratados por los cuales España obtenía territorios en el occidente de África (incluyendo Guinea), califica de «poco menos que ilusorios» los derechos invocados por España en las negociaciones (afirmación que, en todo caso, y esto es importante matizarlo, no se refiere a los derechos de España sobre las plazas de Ceuta y Melilla, que son previos a la existencia del Estado marroquí). El 27 de junio de 1900 se firmó con Francia el tratado por el cual le eran adjudicados a España los territorios de Guinea y Río de Oro, concretamente 28.000 kilómetros cuadrados en el primero de los territorios y 190.000 en el segundo. Aunque Río de Oro acabaría teniendo un significado económico merced a sus yacimientos de fosfatos, en su momento España valoró en la adquisición sobre todo sus elementos de defensa, por lo que suponían de capacidad de garantizar la seguridad de las Canarias.

El acuerdo francoitaliano en torno a Marruecos y la Tripolitania, por su parte, sacó de su letargo a los gobiernos de Madrid, los cuales, pese a tener una ambición primaria por ampliar su ámbito de influencia a Marruecos, no hacían gran cosa por negociarlo con Francia. En 1902, las negociaciones entre León y Castillo y Delcassé, el ministro francés de Asuntos Exteriores y quizás la principal personalidad internacional europea del momento, cuajaron en un proyecto de acuerdo por el cual España obtenía la influencia en todo el Marruecos septentrional hasta el Sebú, incluyendo la capital, Fez.

Con el borrador del tratado bajo el brazo, León y Castillo se vino a Madrid para hablar con Práxedes Mateo Sagasta, primer ministro, y Almodóvar, ministro de Asuntos Exteriores. Los tres pusieron en el secreto a Francisco Silvela, jefe del Partido Conservador, en un gesto que es una demostración de que eso de no dialogar entre los partidos del gobierno y la oposición está lejos de ser una tradición española.

El embajador regresó a París a continuar las negociaciones y, una vez terminadas, envió un propio a Madrid con un texto del tratado pactado pasado a limpio. El tratado iba acompañado por unas instrucciones según las cuales, al recibirse en la embajada de París un telegrama con el texto «Guadalajara», se procedería a firmar el dicho tratado.

Sin embargo, a la que llegaba aquel mensajero, el gobierno liberal cayó, pillando, entre otras cosas, a Almodóvar en Jerez celebrando la boda de una de sus hijas. Teóricamente, el cambio del Ejecutivo no debía afectar al trato con Francia, puesto que Silvela, como hemos visto, estaba enterado de los contactos y los aprobaba. Sin embargo, no fue así. Abárzuza, el nuevo ministro de Estado, era un convencido de que el conflicto entre Francia e Inglaterra no se resolvería nunca y, por lo tanto, juzgó temerario para España firmar con París un tratado referido a territorios del Estrecho, todo ello a espaldas de Londres. Silvela trató, entonces, de conseguir al menos el aval de San Petesburgo al tratado, para así cubrirse el riñón frente a los ingleses. Como contrapartida, los conservadores españoles ofrecieron el compromiso español de no firmar tratado alguno en Europa sin el placet de ambos socios (Francia y Rusia), lo que en la práctica significaba colocarse dedicidamente en su eje de influencia (un movimiento, pues, del calibre del de José María Aznar haciéndose la foto de las Azores). Rusia, sin embargo, se mostró renuente a este acuerdo, por lo que suponía de ruptura del equilibrio europeo existente; y, por el camino, Francia e Inglaterra dieron la campanada.

¿Cómo llegaron Francia e Inglaterra, vecinos irreconciliables, a firmar un tratado? Ambos tenían razones para ello. Francia estaba políticamente desangrada por el escándalo Dreyfuss, y a Delcassé, además, le interesaba enterrar el problema de Fachoda. Inglaterra, por su parte, estaba necesitada de apoyos continentales en Europa a causa de la guerra del Transvaal, donde no le iba todo lo bien que hubiera esperado. En realidad, el gobierno británico era más partidario de encontrar a su amigo continental en Alemania, pero el Kaiser rechazó la oferta por desconfiar de los fracasos militares de los ingleses en la actual Africa del Sur.

En mayo de 1901, contra viento y marea, los ingleses lograron redactar un proyecto de acuerdo angloalemán, que le fue entregado a Eduardo VII, junto con un informe confidencial, justo antes de un viaje a Alemania para tomar las aguas. El rey Eduardo, durante el citado viaje, se entrevistó con el Kaiser; pero, lejos de utilizar secretamente el documento de su secretario de Estado Lord Landowne, cometió la torpeza de entregárselo a su sobrino, el cual reaccionó de forma chulesca, lo que hizo que ambos reyes y parientes se separasen mosqueados. Esta distancia arrojó a Lord Chamberlain en los brazos del siempre laberíntico Delcassé. El 2 de febrero de 1903, ambas partes filtraron la noticia de que habían llegado a un acuerdo sobre el Norte de Africa. Eduardo VII realizó un rápido viaje a Francia, en el curso del cual se entrevistó con Loubet, primer ministro. Ese mismo mes, León y Castillo viajó a Madrid para explicarle a Maura y Rodríguez San Pedro, primer ministro y ministro de Estado respectivamente, las bases del acuerdo francobritánico. Pero los conservadores de Madrid siguieron en sus trece de que ambas potencias jamás serían capaces de llegar a un acuerdo en cuestión tan batallona para ambos. No les faltaban elementos para ello ya que Lord Lansdowne le había asegurado al duque de Mandas, embajado español en Londres, que Inglaterra nunca llegaría a ningún acuerdo con Francia sobre el Norte de África sin antes consultar con Madrid. No entendieron que la diplomacia es oficio muy perro, como increíblemente parece estar descubriendo media Humanidad leyendo los estúpidos cotilleos de Wikileaks.

El 8 de abril de 1904, Francia e Inglaterra firmaban, finalmente, un acuerdo por el cual la segunda entregaba a la primera el protectorado de Marruecos. Con ese acuerdo, España perdía las ventajas significativas que pudo obtener en el tratado de 1902, que prefirió no firmar por temor a un cabreo de los ingleses; algo que, la verdad, se entiende mal teniendo en cuenta que, en el mismo año de 1902, Francia e Italia habían alcanzao sus famosos acuerdos sin que Londres hubiera dicho this mouth is mine. De hecho, Delcassé dio largas a la negociación con los británicos para tratar de dar tiempo a terminar la que tenía en curso con nosotros, pero nosotros nos negamos. El tratado de 1902 nos ofrecía terrenos mucho más extensos que los que finalmente hubimos de aceptar (y que constriñeron la presencia española al Rif), reconocía una igualdad de derechos con Francia, y tres millones de habitantes de los cinco que había en Marruecos. Entre otras cosas, hubiera dejado Fez dentro del área de influencia española.

Mientras ocurría todo esto en las frías cancillerías europeas, en Marruecos la temperatura subía. El Sultán sufría las rebeliones de Bu Hamara y Bu Amana, el último de lo cuales fue incluso capaz de casi cercar al Sultán en su capital, en enero de 1903.

El artículo III, de carácter secreto, del tratado francobritánico, establecía que «una cierta extensión del territorio marroquí adyacente a Ceuta, Melilla y demás presidios debe caer dentro de la esfera de influencia española el día que el Sultán deje de ejercer en ellos su autoridad», así como que «la administración de la costa de Melilla, hasta la orilla derecha del Sebú, debe confiarse exclusivamente a España».

El gobierno Maura se adhirió al convenio e inició negociaciones con Francia para concretar su aplicación. Pero las cosas habían cambiado. Delcassé ya tenía lo que quería. El mismo hombre que había perdido el culo por llegar a un acuerdo con Madrid cuando lo que le interesaba era presionar a los ingleses disponía ahora de un acuerdo ventajosísimo para Francia pactado con Londres. Por ello, nos la metió a la francesa. A pesar de haber firmado la cláusula tercera secreta que acabo de copiar, aprovechó con habilidad que los españoles la desconociesen para pactar con ellos, a favor de corriente, un acuerdo que fijaba el límite de las tierras españolas no en el Sebú, es decir donde decía el acuerdo, sino en el Lucus. Como consecuencia, España perdía el control sobre Fez. En todo caso, lo más grave ya había ocurrido. Por mor del acuerdo de 1904, al aceptar Inglaterra el protectorado de Francia, todo Marruecos, incluidas pues la zona de influencia española, quedaba bajo dicho protectorado. España, por lo tanto, había de aceptar la pérdida de la condición de par de Francia en Marruecos, y avalaba la superioridad jurídica gala; el protectorado español venía a ser un subprotectorado.

De hecho, León y Castillo cuenta cuenta en sus memorias que le montó un pollo a Delcassé por todos estos motivos, ante lo cual el jefe de la diplomacia gala le preguntó si España aceptaría ser un protectorado con las mismas responsabilidades que el francés. León y Castillo estaba a favor de ello, pero prefirió consultar con Madrid. Aquel verano, en San Sebastián, el embajador se reunió con su jefe, el ministro Rodríguez San Pedro, quien fue categórico al aseverar que España no estaba dispuesta a asumir todas las responsabilidades de un protectorado (entre ellas, garantizar la defensa del territorio). En un alarde de cinismo político, el ministro maurista afirmó que «España quiere la opción, pero no la obligación». O sea: yo quiero mandar, pero cuando mandar me cueste un esfuerzo, que se esfuerce otro. En una posición casi imposible, León y Castillo regresó a Paris y pactó con los franceses que durante quince años España tendría esa opción sin obligación (lo que suponía, también, que Madrid no podría hacer nada en la zona sin el conocimiento y la aceptación de París), con lo que de hecho el estatus de subprotectorado.

Tal y como quedaron las cosas, el principal ganador fue Francia, quien había conseguido minimizar el papel de España en la zona y, al tiempo, había obtenido el acuerdo activo de Inglaterra para ello. Así las cosas, era inevitable que Alemania, alarmada por el avance francés, moviese ficha.

En abril de 1905, Alemania envió a Tánger a la llamada misión Tattenbach, por la cual el conde de tal nombre ofreció ante el Sultán a Alemania como protectora frente a Francia. En paralelo, la embajada alemana en Madrid multiplicaba los contactos con el gobierno español para tratar de conseguir que deshiciesen lo acordado con Francia. Pero, con todo, el gran gesto alemán se produjo el 31 de marzo de aquel año, con el desembarco, también en Tánger, del Kaiser alemán Wilhelm II. Este gesto del monarca alemán hizo hablar en Europa, diez años antes de hacerse realidad, en la inevitabilidad de una guerra entre franceses y alemanes.

El 12 de abril de 1905, Alemania llamaba a las potencias europeas a celebrar una conferencia para discutir el estatuto internacional de Marruecos. Quince días después, el propio Sultán, fuertemente influido por Tattenbach, llama a la acción internacional colectiva en su territorio. Delcassé era partidario de ponerle la proa a esta internacionalización de una administración que Francia había ganado y tenía a su favor a los ingleses, pero Rouvier, primer ministro, era partidario de sacrificar a su ministro de Estado, con tal de no colocarse en riesgo de acabar a hostias con Alemania. El 6 de junio, durante el Consejo de Ministros, al exponer su criterio el ministro de Asuntos Exteriores y pasar de él el gobierno como de deglutir deyecciones, Declassé hubo de dimitir.

Rouvier, sin embargo, no planteaba un entreguismo total ante Alemania. De hecho, una vez dado este paso atrás, ya no dio ninguno más y, por eso, en el tratado franco alemán de 8 de julio de 1905, los tratados francobritánico e hispanofrancés de 1904 permanecieron inalterados. Una vez más, pues, Francia conseguía imponerse y mantener sus intereses; hecho que procuró la inquietud de su otrora socio, el Zar de Rusia, quien el 23 de julio de 1905, en Björkoë, alcanzó una entente con Alemania.

El 16 de enero de 1906 dio principio a la Conferencia internacional de Algeciras sobre Marruecos, que fue colocada bajo la presidencia del duque de Almodóvar del Río. La conferencia de Algeciras estuvo muchas veces a punto de irse a la mierda, tan opuestos eran los puntos de vista de los participantes. Los principales puntos de fricción entre las potencias se referían a la cuestión de quién ejercería y organizaría las labores de policía (Alemania quería una internacional, y París sólo aceptaba que fuese francoespañola), y cómo se instrumentaría el sector financiero marroquí.

Después de muchas discusiones, la delegación austrohúngara presentó un borrador de resolución, que incluía: el mando supremo policial en la persona del Sultán; el mando francés de los retenes policiales de Tánger, Safi, Rabat y Tetuán; el mando español de los de Mogador, Larache y Mazagán; un oficial elegido por el Sultán (de una terna presentada por las potencias distintas de España y Francia) mandaría el retén de Casablanca y ocuparía la Jefatura de Inspección Policial marroquí, fuerza que sería mayoritariamente local. Esta propuesta, que no carecía de racionalidad, era sin embargo inviable en la práctica, como rápidamente argumentaron los españoles. Además, Alemania se negaba a la fórmula del oficial de Casablanca, que no le garantizaba que dicho oficial fuese a ser alemán o representativo de los intereses alemanes. Sólo eliminando esta propuesta pudo llegarse a un acuerdo.

De Algeciras no salió nadie contento. Alemania no consiguió romper el pacto francobritánico y Francia se vio sometida a una serie de limitaciones en Marruecos que antes no tenía. Por lo que respecta a España, consiguió el reconocimiento de su situación especial en el Rif, más la jefatura policial de Tetuán y Larache. Eso sí, la conferencia consiguió lo que buscaba: impedir (más bien aplazar) la guerra.

Pero eso no evitó que la situación interna marroquí se putease. Comenzaron los disturbios en Tánger, Alhucemas, Cabo Juby o Casablanca. En Arcila, los partidarios de El Raisuni tomaron la población. En Marrakesh, Muley Hafid conspiraba contra su hermano Abd-el-Azis. El 5 de diciembre de 1906, Francia y España anuncian a las potencias de la conferencia de Algeciras su decisión de enviar a Tánger «fuerzas navales suficientes para hacer frente a cualquier eventualidad».

El 19 de marzo de 1907, era asesinado en Marrakesh un médico francés, el doctor Mauchamps. Francia, como represalia, ocupó la ciudad de Uxda. España apoyó la reivindicación gala ante el Sultán. En julio de 1907, la tensión subió de tono con una matanza de europeos en Casablanca. España y Francia enviaron policias, pero con espíritus totalmente distintos. Francia envió 2.000 policías que inmediatamente se lanzaron a diversas acciones de represalia. España envió 500 policías con instrucciones estrictas de no ver, no oír y no hacer nada de nada.

Entre enero y mayo de aquel año, España, Francia e Inglaterra iniciaron negociaciones para buscar un pacto en torno al statu quo mediterráneo. El llamado Pacto de Cartagena fue una iniciativa un tanto torpe por parte del Gobierno español, por cuanto acabó firmando al pie de un papel que se comprometía a, ojo al dato, mantener el statu quo de las posesiones continentales e insulares de los Estados firmantes. Lo cual suponía, negro sobre blanco, aceptar el dominio británico sobre Gibraltar. A partir de 1907, pues, si España puede aducir el tratado de Utrecht para recuperar Gibraltar, Reino Unido puede invocar el Pacto de Cartagena para no devolverlo.

No obstante, quien no respetaría el Pacto de Cartagena sería Francia, la cual inició en 1911 conversaciones bilaterales sobre Marruecos con Alemania, a pesar de que se había comprometido a compartir con España e Inglaterra cualquier iniciativa susceptible de cambiar el estado de cosas mediterráneo. Asimismo, en 1914, puesto que los sucesos también afectaban al equilibrio mediterráneo, las potencias deberían haber activado el Pacto antes de la guerra, cosa que no hicieron.

Sigamos con Marruecos. Desde que, en abril de 1903, Bu-Hamara se apoderase de la alcazaba de Frajana, el rebelde antisultán ocupaba toda la zona colindante con la plaza española de Melilla. En noviembre de 1906, tras un contraataque, la Mehalla del Sultán alcanzó la orilla derecha del Muluya. Una parte de las fuerzas cruzó el río y entabló combate con los de Bu-Hamara, pero fueron abandonados por el Sultán y hubieron de refugiarse en el área de control español el 14 de junio de 1908. En esta situación de enfrentamiento que amenazaba sus propias tierras de influencia, España decidió activar la competencia que tenía de sustituir a la policía del Sultán, y con tal motivo ocupó la Rastinga.

Asimismo, la lucha entre el Sultán Abd-el-Azis y su hermano Muley Hafid. Éste último consiguió el 5 de enero de 1908 ser proclamado Sultán por los nobles del reino en el santuario de Muley Dris y, contando y con el apoyo moral además del militar, aplastó a su hermano en Marrakesh el 19 de agosto. El 14 de septiembre, Francia y España cursaban una nota a las potencias de Algeciras anunciando la aceptación del nuevo sultán, que se produjo oficialmente el 5 de enero de 1909. De alguna forma, el asunto marroquí entraba en una nueva fase.