sábado, abril 25, 2009

Los Teofilatos (y 3)

Los Teofilatos están a punto de asomar por última vez su jeta en el escenario de la Historia de la mano de Gregorio, descendiente de Alberico y nombrado conde de Tusculum por el emperador Otón III, al que Gregorio decidió apoyar abandonando a sus aliados romanos de toda la vida para luego, una vez conseguido el título, mutar en reyezuelo de su predio. Ocupaba entonces la silla pontificia el Papa Silvestre. Silvestre, que había sido preceptor del joven Otón, es un elemento especialmente interesante del papado por su intensa cultura y erudición, que hizo pensar a muchos ignorantes romanos que tenía pactos con el diablo.

Otón, apenas un joven de 18 años, ambicionaba el nostálgico proyecto de recrear en la ciudad los viejos oropeles de la perdida civilización romana. Se hacía llamar Italicus Saxonicus, a la antigua usanza, y realizó nombramientos entre los nobles romanos que venían más o menos a coincidir con los existentes en los tiempos antiguos. A Gregorio Teofilato, por ejemplo, lo nombró prefecto de la flota. La flota no existía, pero existía la boca del Tíber, sobre la que el prefecto ejercía poder, cosa que Gregorio comenzó a hacer para su beneficio. Esto, probablemente, lo enfrentó con el emperador, con lo que Gregorio, ni corto ni perezoso, se alió de nuevo con sus viejos amigos romanos y le montó a Otón un golpe de Estado en toda regla. Italicus Saxonicus, así, fue sitiado en el palacio del Aventino durante tres días completos. Sitiados por el tusculano, el emperador y el Papa Silvestre salieron cagando virutas de Roma el 16 de febrero del año 1001.

Es verdaderamente desgraciado el destino de este Otón. En efecto, en la defensa de Italia, había derramado la sangre de sus germanos y ya no tenía ejército. Así pues, fue rápidamente olvidado por quienes antes le habían obedecido, y vagó durante dos años, hasta su muerte, crecientemente desequilibrado y deprimido. Silvestre, protegido por su fama de nigromante, regresó a Roma, donde no fue acosado. Murió en mayo del 1003. Su epitafio, que puede consultarse en el Liber Pontificalis, es enigmático a la par que amargo: «el mundo, al borde del triunfo, su paz ahora desaparecida, se retorció de dolor, y la tambaleante Iglesia olvidó su descanso».

A la larga, y a la corta también, el epitafio del sabio Silvestre se rebeló muy acertado. Su muerte despertó automáticamente todos los antagonismos internos en la lucha por el papado. Tras dos nombramientos de transición, se impuso la figura, y la espada, de Gregorio el Tusculano, el cual impuso a uno de sus hijos en el papado. Murió el Papa joven, y entonces la tiara pasó a otro de sus hermanos. Así de simple. Y, cuando este hermano murió, el papado quedó, ya, definitivamente en bragas. Con el nombre de Benedicto IX, fue elegido Papa Teofilato, nieto de Gregorio de Tusculum.

Tenía catorce años.

Catorce.

Años.

Si Octaviano se las arregló para hacer del papado algo escandaloso, Teofilato consiguió convertirlo en algo ridículo, patético. Seis meses después de haber ocupado el Laterano, Benedicto Teofilato sufrió un primer golpe de Estado cuando oficiaba una misa (hay que imaginarse la escena: un tipo que anda por tercero de la ESO, con la tiara puesta y cantando la misa...) en la basílica de San Pedro. A Teofilato lo salvó la coincidencia astronómica de que se produjese un eclipse de sol que sus asesinos tomaron como un mal presagio, por lo que salieron de la iglesia por patas.

En una cosa se parecía Teofilato a su pariente y antecesor Octaviano: era un mujeriego. Esto jodió a los romanos, los cuales albergaron nuevos planes de clasificarlo por la B de Varios o, como se dice hoy, multiplicarlo por cero. Así pues, Benedicto huyó a Alemania, donde procuró la protección de Conrado, el rey local. Una vez más, un Papa sacó a relucir el juguetito de la corona imperial, y Conrado tragó el anzuelo. Benedicto excomulgó al arzobispo de Milán, que comandaba una coalición lombarda para frenar a Conrado, y regresó a Roma rodeado por un fuerte contingente de teutones.

En los dos años que siguieron, Teofilato Benedicto dejó chiquito a su pariente Juan XII. El Papa se gastaba las muchas riquezas obtenidas de honrados peregrinos en contratar mercenarios y echar polvos con putas. Aunque todo eso existía sólo por el apoyo militar de los alemanes. Cuando estos se fueron (eran mercenarios, y no iban a pasarse la vida lejos de sus casas), Teofilato, inteligentemente, cogió el canasto de las chufas y se fue a Tusculum, donde su tío, ya conde, le acogió. Allí, abrigado por los suyos, Benedicto reflexionó y se dio cuenta de algo obvio: todo el peligro de muerte que pendía sobre él, que era mucho, estaba justificado en el hecho de que fuese Papa. Así que decidió dejar de serlo ya que, entre otras cosas, quería casarse.

Pero quería seguir siendo millonario. Primero pensó en arramblar con las riquezas vaticanas, como de hecho habían hecho otros pontífices antes que él; pero se encontró las arcas vacías. En esas condiciones, lo único que podía hacer era vender el papado, es decir, obtener un préstamo contra los beneficios futuros de la institución. Buscando alguien a quien le gustase aquello contactó con su padrino, Giovanni Gratiano, arcipreste de la iglesia de San Juan de la Porta Latina. Padrino y ahijado/Papa cerraron el trato por 1.500 libras de oro.

Hay mucha gente que piensa que el movimiento de Gratiano fue bienintencionado. De hecho, don Juanito tenía aquel dinero ahorrado para restaurar una iglesia, lo que nos hace pensar que era piadoso y esas cosas. De hecho, su compra fue asesorada por dos prelados, el monje Hildebrando y Pedro Damián, que eran conspicuos representantes de un movimiento reformador de la iglesia que eliminase la corrupción de la curia.

Bueno, el caso es que, después de pagar 1.500 libras de oro, Giovanni Gratiano se convirtió en el vicario de Cristo en la Tierra con el nombre de Gregorio VI.
La verdad es que Gregorio poco hizo. Las finanzas vaticanas eran un desastre y Roma precisaba un tuneado a fondo. Pero no fue ése el peor problema. El peor problema es que Benedicto, que se había retirado inicialmente a los Montes Albanos, se aburrió pronto de lo de casarse y tal y, además, es de suponer que se le acabó la pasta. Así que regresó a Roma y reanudó su pontificado, sólidamente apoyado por muchos teólogos, los cuales sostenían un sutil argumento que bien demuestra lo chorras que puede llegar a ser esto del derecho teológico: al haber cometido el Papa simonía, su acto no era válido. Así pues, Gregorio no era Papa y quien, en consecuencia, permanecía en el cargo, era precisamente el Papa que había cometido simonía.

Para terminar de joder la marrana, Silvestre III, un Papa o Papillo o Papete que se había hecho nombrar durante la primera huida de Benedicto, regresó también a Roma.
Si no querías caldo, aquí tienes dos tazas. Tres Papas en Roma, a la vez. Flipante.

Hartos de tanta mamonada, los romanos se fueron a ver al emperador, a quien llevaban combatiendo durante siglos, y le entregaron la ciudad. Llegó el 20 de diciembre del 1046 para presidir un sínodo cuyo tema principal fue qué hacer con aquellos tres capullos. A Silvestre III se lo quitaron de enmedio enseguida, pues formalmente nunca había sido nombrado Papa. Al pobre Gregorio acabaron convenciéndolo de que se quitase de enmedio, así pues se exilió en compañía de Hildebrando (quien ni de coña había dicho su última palabra).

El tercer acto fue deponer a Benedicto y poner a un candidato imperial. Pero Benedicto, que había huido a Tusculum, regresó en cuando los alemanes volvieron grupas hacia casa y se dedicó a dar por culo entre los romanos, excitando su costumbre de tener papas nombrados por ellos, y no por un sucio teutón de mierda. El cuento le duró ocho meses. Porque cuando, en julio del 1048, el emperador Enrique III se presentó en Roma con su pandi, a Benedicto no le apoyaron ni los hobbits.

Tras huir de Roma, Benedicto murió, nadie sabe a ciencia cierta cómo. Su hermano, conde reinante en Tusculum, logró colocar en el papado a un pariente, pero sólo durante unos meses. La suerte de los Teofilatos se había acabado. Fueron las fuerzas imperiales, y muy especialmente Hildebrando, los que tomaron las riendas del papado y comenzaron a hacerlo fuerte. 30 años después, en Canosa, el papa Gregorio VII, que un día había sido monje y se había llamado Hildebrando, humilló a sus pies al emperador romano-germánico. Otra cosa que hizo fue retirar a los romanos el monopolio de facto para el nombramiento del obispo de Roma, así como la creación del Colegio Cardenalicio para así generar una élite de poder donde otros no pudiesen meter cuchara.



El mejor resumen de la obra de los Teofilatos es, para mí, la alocución de Arlondo, obispo de Orleans, en el concilio de Reims:

«¡Oh, Roma, cuán digna eres de compasión y qué espesas tinieblas han sucedido a la dulce luz que derramabas sobre nuestros cielos! Allí resplandecían los León, los Gregorio, los Gelasio... Entonces, la Iglesia podía llamarse universal. ¿Por qué hoy tantos obispos, ilustres por su ciencia y virtud, se han de someter a los monstruos que la deshonran? Si el hombre que se sienta en ese trono sublime carece de caridad y de sabiduría, es un ídolo; lo mismo daría consultar a un trozo de mármol. ¿A quién, pues, acudiremos cuando tengamos necesidad de consejo sobre las cosas divinas? Volvamos hacia Bélgica y Germania, donde brillan tantos obispos, lumbreras de la religión, e invoquemos su juicio, ya que el de Roma se vende a peso de oro y pertenece al que ofrece más. Y si, oponiéndose a Gelasio, alguno nos dijera que la Iglesia romana es juez nato de todas las iglesias, le responderemos: ¡Comenzad por colocar en Roma un Papa infalible!»


Este apasionante balance es obra, en buena parte, de los Teofilatos. Cuyo nombramiento, teóricamente, fue iluminado por el Espíritu Santo.

jueves, abril 23, 2009

Los Teofilatos (2)

Octaviano nació aproximadamente en el año 937. Su madre era hija de Hugo de Provenza, pero eso da igual porque el rijoso rey de Italia había huido a sus posesiones originales para no volver. El propio hecho de que Alberico, en medio de una sociedad europea crecientemente constantinopolizada, pusiera a su hijo un nombre latino como Octaviano, era la demostración de su confianza en revivir en él los brillos del imperio romano de Occidente. Sin embargo, su padre murió relativamente joven, en 954, cuando el muchacho era un adolescente. Alberico, sintiéndose morir de unas fiebres, se arrastró hasta la tumba de Pedro y, allí, hizo jurar a los nobles romanos que nombrarían a Octaviano rector de la ciudad y Papa cuando el pontífice reinante muriese. Los nobles, que lo apreciaban sinceramente, así lo juraron.

El Santo Padre reinante murió tan sólo un año después. Así pues, la principal silla de la cristiandad, el lugar reservado para el deputy god de la Iglesia católica, fue ocupado por un jovencito imberbe, tan bien educado que apenas chapurreaba el latín, y del que lo mejor que se puede decir es que era un puto broncas. Octaviano eligió el nombre de Juan XII, con lo que inició la costumbre papal de elegir un nombre distinto del que se ha tenido hasta entonces. Las crónicas de la época, que en todo caso pueden no estar exentas de alguna exageración, lo acusan de cositas como convertir el palacio Laterano en un lupanar y beneficiarse a peregrinas en la misma basílica de San Pedro. Un angelito. Aparte de ludópata, no tenía medida con las tías que le hacían tilín, regalándoles posesiones y aún joyas del tesoro vaticano.

Su error fue regalar tierras, porque eso ponía en peligro la posición de las casas nobles ya existentes. Éstas se aglutinaron alrededor de Berengario, que había sucedido a Hugo como rey de Italia. Pero Juan/Octaviano tenía sus métodos. Por ejemplo, llamar en auxilio al monarca germánico Otón, que ambicionaba ser emperador; el cual, al fin y al cabo, y merced a la chorrada de la donación de Constantino, tenía que pasar por el Vaticano para lograrlo.

Otón de Sajonia era la gran esperanza blanca del sueño imperial que Europa no había abandonado nunca, aunque en los tiempos que relatamos el referente mítico ya no era tanto el imperio romano como los bellos tiempos del carolingio, siglo y medio atrás. Otón era un gobernante decidido y con visión integradora, así pues logró colocar bajo su espada a los muy diversos condados alemanes. Pero lo que lo hizo grande más allá del equivalente a Deutschland fue que logró frenar en seco a los hunos, invasores que acojonaban, y de qué manera, a los europeos. El 10 de agosto del 955, en Ausburgo, Otón les dió a los hunos hasta en el cielo de la boca. La batalla de Ausburgo es injustamente olvidada por aquéllos a los que les gusta atesorar batallas sangrientas, porque allí murieron hasta los piojos de las cabezas de germanos y orientales. El ganador de la batalla, es decir Germania, tuvo decenas de miles de bajas aquel día; así que tratad de imaginaros la pila de muertos que se produjo en el bando de los hunos.

Otón fue vitoreado por los supervivientes de Ausburgo como Imperator; algo que no se escuchaba en los bosques de Europa de mucho tiempo atrás. Podría sentirse, sin lugar a dudas, el sucesor de Carlomagno; al fin y al cabo, gobernaba sobre un territorio sobre el cual había sentado sus reales un día el ancho y brutal rey franco. Sin embargo, hay algo que Otón no tenía y Carlomagno sí; el francés había tenido un León XIII que, sentado sobre la pretendida (falsa) legitimidad otorgada por Constantino, había coronado a Carlos como emperador y, consecuentemente, sucesor de esos emperadores a quien todos admiraban, nimbados por la niebla de la Historia. Pero la decisión de coronar a un emperador germano por el Papa Formoso había provocado unos de los mayores conflictos que jamás se vieron en Roma, y Otón lo sabía. Por eso, cuando se presentó en la ciudad eterna, el 2 de febrero del 961, lo hizo abrumadoramente rodeado por sus rubios pretorianos.

Llegaron hasta las escaleras de San Pedro en medio del sepulcral silencio de los romanos. Al llegar allí, Otón descabalgó, pero se guardó de ordenar a su escudero Ansfield que siguiese detrás de él con la espada preparada. Arriba se encontró con el joven Papa Juan, quien le introdujo, en medio de una procesión, en la basílica oscura. Y allí, junto a la tumba de San Pedro que había sido saqueada de sus tesoros, lo coronó y dio nacimiento a lo que conocemos como Sacro Imperio Romano-Germánico.

Todo parece indicar que Juan, en su estupidez de camorrista de medio pelo, de Latin King de la Salvación, creyó estar dándole a un salvaje un puñado de abalorios sin valor. Quizá creyó que el puto alemán tomaría su coronita de mierda y se volvería a los bosques a adorar a los árboles, creer en espíritus y, lo más importante, a dejar de dar por culo. Es normal que alguien tan egoísta y limitadito como este Vicario de Cristo juerguista y mentiroso no se diese cuenta de que tenía delante de sí a uno de esos raros especímenes que de vez en cuando brotan en el mundo del poder, capaz de mirar más allá y tener planes ambiciosos, históricamente hablando.

Otón tenía ya cincuenta años. El Papa Juan tenía 20 y la costumbre de ir empalmado por la vida. Lo primero que hizo el alemán nada más ser emperador fue llevárselo a un aparte y darle la brasa con que se dejase de vidas licenciosas. Juan miró al suelo y fingió haber visto la luz. Pero sólo lo hacía para quitarse de enmedio al puto viejo. En cuanto Otón abandonó Roma, dos semanas después, y convencido de que el alemán le quería gobernar (y la verdad es que no se equivocaba), ¿qué hizo este Octaviano, signo y cumbre de la honradez y la hombría de bien? Pues ofrecerse a coronar emperador ¡a su enemigo Berengario!, a cambio de su apoyo. Cuando Berengario se negó, más que nada porque bastante tenía con conservar la cabeza unida a los hombros con la de hostias que le estaba arreando Otón, Juan se lo ofreció al hijo de don Beren, Adalberto. Lo cual riza el rizo de las putadas de este Papa venal (uno de los varios, por no decir muchos, de la lista), pues Adalberto, para presentar batalla a Otón, se había aliado con los sarracenos de Provenza. Dicho de otra forma: la alianza del Papa con Adalberto abría las puertas de Roma a los musulmanes. ¡Ole con ole y ole!

Por cierto, visto que Adalberto no se decidía, Juan llegó a negociar con los bizantinos y hasta con los hunos.

Otón, quien se resistía a perder la ilusión de que Juan pudiese reformarse, decidió enviar a un propio a Roma para comprobar con sus propios ojos que estaba haciendo todas las cabronadas que se le atribuían. Ese enviado fue nuestro amigo Liutprando de Cremona, el que apelaba de puta para arriba tanto a la abuela como a la bisabuela de este cráneo previlegiado. El monje, a su llegada a Roma, se encontró a un Papa altivo y desafiante, dispuesto a incumplir las promesas de reforma que le había hecho por carta al emperador y acusándole a él de haberle traicionado. Pero, de todas formas, antes de que el monje regresara a los reales del germano, éste se movió, pues en el interín Adalberto resolvió sus dudas y decidió ir a Roma a ser coronado emperador por el Papa.

La sola noticia de que Otón se dirigía a Roma (lo hizo con lentitud porque era verano y en verano la efectividad de sus tropas norteñas se reducía) levantó a los romanos contra el Papa y Adalberto, que fueron poco menos que cercados por el populacho en la residencia del pontífice. Juan, nada más conocer la cercanía del emperador, se dirigió a San Pedro, robó todo lo que pudo y huyó a Tívoli junto con su cómplice.

Nada más llegar a Roma, Otón, con la ayuda de Liutprando, convocó un sínodo. Tenía que desplegarse con mucha mano izquierda pues los prelados de la curia eran tipos muy especiales (siempre lo han sido, lo siguen siendo y es de suponer que lo serán siempre). Habían visto a papas ladrones, violadores, incapaces de mantener su palabra, pero todo eso como que lo asumían. Lo que por lo visto no podían asumir es que un seglar (Otón) se atreviese a cesar a un Papa.

Otón elaboró una pormenorizada lista de delitos cometidos por el Santo Padre y le conminó a acudir al sínodo a defenderse, eso sí garantizándole que sería juzgado según los cánones de la Iglesia, lo cual en realidad daba igual porque sería muy difícil encontrar uno solo en el que el señor pontífice no hubiese hecho sus necesidades. Juan respondió con una carta en la que amenazaba de excomunión a todo aquél que nombrase otro Papa. El sínodo le respondió recordándole, entre otras cosas, que la redacción de su carta era «más propia de un muchacho estúpido que de un obispo» (de donde se deduce que hasta entonces no se habían dado cuenta de que Octaviano sólo era un muchacho estúpido) y le devolvían la amenaza de excomunión en su persona si no se presentaba. Finalmente, la racionalidad llegó al sínodo, se depuso a Juan y se eligió a León VIII. Aunque Otón hizo un esfuerzo político con este nombramiento, pues el Papa era romano, el hecho de que los romanos no hubiesen tenido nada que ver en su elección soliviantó a los vecinos de la ciudad, acostumbrados a nombrar papas prácticamente en exclusiva. Otón sofocó la rebelión pero, instantes después, tuvo que abandonar la ciudad para perseguir a Berengario y Adalberto.

Momento aprovechado por Juan para regresar.

En el 964, el Papa depuesto convocó un sínodo al que acudieron solamente unos 30 prelados literalmente cagados de miedo, pues todos habían votado la deposición del Papa. Ésa fue la señal del declive de Juan, y del papado. Con sus imbecilidades, Octaviano había conseguido colocar el solio pontificio quizá en la peor posición de toda su Historia. Es posible que nunca antes, y nunca después, del reinado de este Teofilato rijoso y vendepatrias, haya el papado significado tan poco más allá de las murallas de Roma; y digo esto a despecho de cismas y otras situaciones bien comprometidas. La situación era especialmente jodida en uno de los grandes viveros del catolicismo europeo, Francia, que parecía mostrarse proclive a escindirse, y lo justificó apelando al Papa, al loro, de «monstruo desprovisto de todo conocimiento humano y divino, desgracia del mundo». Como decimos en mi tierra: ¡Ca... rallo!

Juan consiguió el frágil apoyo de los obispos que quedaban en Roma a base de medidas tan evangélicas y propias del Vicario de Cristo como azotar o amputarle la nariz a los disidentes. Pero no logró nada, porque los curas europeos habían tomado ya su opción por Otón, por muy seglar que fuese.

Como fin lógico al sainete de la vida de Octaviano, ésta se extinguió cuando aún Otón estaba camino de Roma con la intención de apiolárselo. Al Papa de Roma lo mató un marido ultrajado que le sorprendió en el acto de tirarse a su mujer, y que, en consecuencia (y es que hay que ver la cantidad de gente descreída que hay que no respeta las púrpuras) le arreó tal mano de hostias que Juanito la espichó tres días después.

Otón llegó a Roma y sometió a la ciudad. Ésta se rebeló. Esto pasó varias veces durante el reinado de Otón, y el de su hijo Otón II, y el de su nieto Otón III. Allá por el año 1000, los Teofilatos parecían definitivamente alejados de la Historia. Pero no fue así. Eran condes de Tusculum, y todavía darían más guerra.

martes, abril 21, 2009

Los Teofilatos (1)

Una de las primeras leyendas urbanas de la Historia es la de la papisa Juana. Según reza esta chorrada, una mujer habría conseguido engañar a la curia pontificia y habría conseguido reinar en el papado disfrazada de hombre. Más o menos hasta el siglo XVI, esta historia fue dada por cierta, aunque más allá se impuso la racionalidad de que sólo era una invención. Sin embargo esta mentira, como casi todas, tiene su parte de verdad. Aunque el mundo del poder ha sido históricamente un mundo masculino, y el poder en la Iglesia católica ya no digamos, hay mujeres en su Historia, mujeres reales, que ejercieron un poder de hecho muy importante. Una de ellas es Marozia, senadora de Roma. Una mujer que fue digna miembro de una dinastía que durante algún tiempo dominó el papado, lo cual es más o menos que decir que tuvo a sus miembros en la élite de las personas más poderosas del mundo. Se trata de los Teofilatos. La palabra hoy, probablemente, no le dirá nada al lector. Y, sin embargo, hace mil años, Teofilato significaba, simple y llanamente, poder.

Corre, más o menos, el año 890. De Tusculum llega a Roma un tal Teofilato. Aquella era una emigración bastante normal. Roma es la metrópoli y Tusculum una pequeña ciudad etrusca donde los límites para los ambiciosos son demasiado estrechos. Sabemos poco de la vida de Teofilato, pero lo suficiente como para asumir que supo encontrar el éxito. Recibe los títulos de duque y de senador, además ser juez imperial. Durante el calificado como Sínodo Horrendo, del que tal vez hablemos algún día, Teofilato tuvo los cataplines de apoyar al partido de Sergio, a pesar de que éste había tenido que salir de Roma; pero no le salió mal la jugada, por cuando Sergio acabó regresando a la ciudad eterna. Esto, sin duda, le confirió poder e influencia. Pero, sin embargo, como los historiadores han destacado muchas veces, aproximadamente a partir del año 900, todos los registros que se conservan dejan de hablar de él para hablar de su mujer, Teodora. A todas luces, su esposa tomó el poder en su lugar, y lo ejerció.

Hay un problema al valorar históricamente a las mujeres destacadas de la antigüedad. La forma más sencilla de atacar a una mujer cuando se es contrario a ella es apelarla de zorra, de puta, de pendón desorejado. Esto siempre ha sido así: un hombre follador es un tipo que aprovecha las cosas que le ofrece la vida, pero una mujer promiscua es la hez. La principal fuente histórica de aquella época son los escritos de un monje, Liutprando de Cremona, decididamente contrario a los Teofilatos, y muy especialmente a las Teofilatas. Califica a Teodora de «ramera sin vergüenza» y asevera que gobernó Roma como un hombre (¿quiere eso decir que la gobernó mal?). Nos informa de que tuvo dos hijas, Marozia y Teodora, que superaron a la madre en puterío. Como digo, es dable sospechar que parte de esta violencia verbal se debe a la exageración del escritor (y me refiero a Teodora hija). Aunque algo de verdad debe haber a la luz de los datos que conocemos; por ejemplo que Marozia, casi casi con su primera regla, se quedó embarazada nada menos que del Papa Sergio, y tuvo un niño que sería, asimismo, Papa.

Lo que sí es bastante claro es que en el 911, a la muerte del Papa Sergio que era el auténtico capo di tutti cappi romano, Teodora madre, que había explotado adecuadamente el hecho de que su jovencísima hija Marozia era la que alegraba el pilingui del Santo Padre, se convirtió en el primer poder de la ciudad. Al principio, Teodora se anduvo con cuidado y es por eso que fueron papas dos de los hombres de su círculo político, los cuales, sin embargo, fallecieron muy poco después. Tras estos dos experimentos, Teodora resolvió jugar fuerte e imponer en el papado a su amante, el obispo de Rávena. Juan, obispo, se convirtió en Juan X, Papa, en el 914.

Teodora casó a su hija Marozia, que se había quedado algo parecido a viuda después de que el Papa Sergio la palmase, con un noble italiano, Alberico, marqués de Camerino. Alberico era un soldado. Había conseguido el marquesado a hostias y una vez conseguido había consolidado una tropa de mercenarios veteranos que fueron la dote que, con seguridad, Teodora valoró. La boda de Marozia supuso el traslado a Roma de aquellas fuerzas del orden, lo cual sirvió para poner a la ciudad definitivamente bajo el control de los Teofilatos.

Dicen los que saben de esto que el Papa Juan X no cumplió con lo que cabía esperar de su llegada al pontificado. Su vida se había reducido a ser un monje que le hizo tilín a Teodora, a partir de cuyo momento fue ascendiendo en el escalafón católico. Así pues, cabe esperar que hubiera sido un Papa venal y cabroncete, como otros tantos muchos. Más no fue así, pues, al parecer, fue un hombre de Estado más que razonablemente aceptable.

Además, a Teofilato, Juan y Alberico, que ahora gobernaban Roma a pachas cada uno en su esfera de poder, les cabe el mérito histórico de haber impulsado y dirigido la última campaña militar exitosa del ejército romano, el mismo que de la mano de Mario, Pompeyo el Magno, de Marco Antonio, de Quinto Sertorio, de Julio, de Marco Agripa, de Germánico, de Trajano, de tantos y tantos otros, había sido el ejército más poderoso del mundo. Formaron una liga italiana con la que consiguieron lo que aquí en España no conseguimos, que fue impedir la penetración sarracena en el país.

No obstante, aquella coalición era más frágil de lo que parecía. Marozia, en realidad, odiaba al amante de su madre, el Papa y, consecuentemente, cuando Teodora murió, su posición se hizo delicada. Así que Juan hizo lo que se ha hecho de toda la vida de Dios en una situación así, que es buscar un aliado. Lo encontró en la persona de Hugo de Provenza, con quien pactó que si le ayudaba, sería coronado rey de Italia. Sin embargo, Marozia también movió pieza y, concretamente, aprovechando que se había quedado viuda de nuevo, le ofreció a Guy, hermanastro de Hugo y señor feudal de la Toscana, en matrimonio. Los esponsales pusieron en manos de la más que probable causa de la leyenda de la papisa Juana un ejército respetable.

Aunque Juan volvió a Roma y logró sobrevivir un par de años, en 928, tras un motín, fue capturado y encarcelado. Marozia lo dejó morir de hambre en su celda de San'Angelo; decisión que, como veremos, fue premonitoria de su mismo destino. Tres años después, Marozia hizo nombrar Papa a su primer hijo, el que había tenido con Sergio. Tenía 20 tacos.

Ser Papa era cosa importante, porque, a causa de la gilipollez de la donación de Constantino (trapacería papal donde las haya, de la que también algún día habría que hablar) todo Occidente consideraba que la decisión de nombrar emperador (y la Europa de entonces se consideraba aún el viejo imperio romano) estaba en manos del sumo pontífice. Marozia ya había colocado a su propio hijo en el sillón de quien tenía que realizar ese nombramiento. Ahora ya sólo hacía falta que el candidato adecuado tuviese suficiente apoyo militar como para que nadie le tosiera caso de ser nombrado. Y tener poderío militar pasaba por amigarse con Hugo de Provenza.

Si Hugo de Provenza hubiese nacido algunos siglos después de cuando nació, probablemente hoy se harían películas sobre él, con algún actor de ésos que sabe hacer de malo-malo en su papel. Aparte de una persona de un sadismo y una propensión a la cabronada realmente refinadas, era el típico gobernante frío para el cual no existían obstáculos. Hay gente que cree que Maquiavelo inventó algo; pero la verdad es que la gente que cree eso suele ser gente que no ha leído demasiado sobre la Edad Media (y el imperio romano o bizantino, no digamos).

Otra característica de Hugo es que era notablemente rijoso, hasta el punto de que en una tierra como aquella Italia, en la que se follaba en las horas pares y en las impares también, y se hacía en panaderías, aceras, sacristías, criptas y lo que cayese, en un mundo así, digo, su corte era considerada un burdel. Es natural que Marozia le pareciese un trofeo atractivo. Sin embargo, no podía casarse con ella porque Marozia, como sabemos, estaba casada con su hermanastro Guy. Ni corto ni perezoso, Hugo mancilló sin un pestañeo la memoria de su madre declarando que Guy era un bastardo y, cuando éste protestó, lo encarceló y, una vez allí, hizo que le arrancasen los ojos. Además, ya estaba casado. Pero su esposa tuvo el detallazo de morir a tiempo para que él se pudiera presentar en el 932 en Roma para desposar a Marozia.

Todo iba bien. Pero había una pieza suelta.

No sé si lo recordáis, pero Marozia había tenido un hijo con Alberico de Camerino, al que puso el mismo nombre. Hijo de guerrero, era al parecer tan sanguíneo como su padre y, además, cosa importante, conocía a Hugo de Provenza y sabía bien que a su ahora padrastro no le temblaría el pulso a la hora de cegarlo o asesinarlo. Tras un incidente menor (Alberico fue obligado a servir el agua con que Hugo se iba a lavar las manos, la derramó sobre él a propósito y el padrastro lo abofeteó), Alberico salió de San'Angelo y se ofreció al pueblo de Roma para liderar una rebelión contra la dominación provenzal. El mensaje se dirigió a uno de los pueblos que, la Historia lo demuestra, más proclive es, o era, a coger el bate de béisbol y arrearse a hostias con todo lo que se menea. Las turbas rodearon el palacio del santo ángel. Y lo cierto es que Hugo, como casi todos los despiadados, en el fondo era un cagado, pues cuando se enteró, en lugar de presentar resistencia, que habría podido, sólo pensó en salir de allí.

Marozia fue atrapada y, al parecer, porque no está muy claro, su hijo Alberico resolvió no mancharse las manos con su sangre. Casi. Porque no la mató pero, al parecer, la hizo meter en los sótanos de San'Angelo, donde la emparedó para que se muriera de hambre y de sed. Era su madre, desde luego; pero estaba casada con un tipo que nunca había escondido las intenciones de apiolarse al joven guerrero y, que se sepa, jamás puso objeción.

Alberico gobernó Roma durante 20 años en los que desposeyó a su hermanastro el Papa de casi cualquier poder temporal. La política de Alberico frente al Papa se parece bastante al concepto que hoy tenemos del Papado; él no se metía en sus cositas de fe, textos sagrados, liturgias y tal, pero no les dejaba mandar en la Tierra. Así pues, aquel reinado de Alberico pareció colocar a los papas en el lugar lógico, bastantes siglos antes de que lo hiciesen realmente, pues el poder temporal del papado es algo perceptible hasta el siglo XIX.

Sin embargo, fue el propio Alberico el que dejó al Papado volver a las andadas por tener la debilidad de creer en su hijo. Octaviano. Un perfecto hijo de puta.

domingo, abril 19, 2009

Ribbentrop (y 2)

Segunda parte de Una de ineptos, by Tiburcio Samsa.


En febrero de 1938 Von Ribbentrop consiguió finalmente su sueño de ser nombrado Ministro de Asuntos Exteriores. Hitler quería mover ya el avispero centroeuropeo y Von Neurath, conservador y prudente ya no le servía. En Nuremberg Von Ribbentrop alegaría que a partir de 1938 Hitler fue su propio Ministro de Asuntos Exteriores y en buena medida es cierto. Von Ribbentrop fue más un secretario ejecutor de las órdenes de Hitler que un decisor. Sólo tuvo margen de maniobra real en aquellos temas que a Hitler no le interesaban demasiado, como Oriente Medio, o donde todavía no había tomado una decisión.

Hitler escogió a Von Ribbentrop por su servilismo y lealtad perrunas; otro rasgo que le atraía de él era su inflexibilidad, un mal rasgo para un diplomático. Von Ribbentrop había desarrollado la habilidad de coger al vuelo las opiniones de Hitler y reelaborarlas de manera que sonasen como si fueran sus propias opiniones. Con ello Hitler quedaba siempre maravillado con la sintonía entre sus ideas y las de su Ministro. Pero, por lo demás, Hitler le encontraba envarado, aburrido, pomposo, carente de sentido del humor e irritante por su vanidad.

Recién designado, tuvo que tragar con no jugar más que el papel de comparsa en la anexión de Austria. Estaba tan fuera del juego, que la anexión en sí le pilló en Londres, despidiéndose de las autoridades británicas. Tuvo que pasar por la humillación de que fuesen los británicos los que le dijesen lo que estaban haciendo los alemanes en Austria en esos mismos momentos. Decidió que la próxima vez él tenía que estar en el candelero. Y la próxima vez fue Checoslovaquia.

Durante la primavera de 1938, mientras la crisis checoslovaca se desarrollaba, Von Ribbentrop se ocupó de empeorar las cosas con declaraciones tan belicosas, que hubo algún momento en el que el Embajador británico en Londres llegó a pensar que la guerra entre Alemania y Gran Bretaña era inminente. Al mismo tiempo, procuró reforzar los lazos con Italia y Japón con el fin de formar un frente común frente a los ingleses. La alianza con los japoneses es de destacar por lo estúpida: Von Ribbentrop eliminó dos décadas de relaciones estrechas en lo político y lo militar con China a cambio de sonrisas de unos japoneses que todavía no habían descartado la posibilidad de llegar a un acuerdo con los ingleses. Mientras hacía todo eso, Von Ribbentrop azuzaba a Hitler, asegurándole que hiciera lo que hiciera los ingleses no irían a la guerra. Vamos, la que estaba liando porque se había sentido esnobeado durante su etapa de Embajador en Londres. Desde luego necesitaba una terapia para manejar su agresividad.

Toda Europa recibió con alivio el Pacto de Munich de septiembre de 1938: no habría guerra en Europa a causa de Checoslovaquia. Toda Europa, menos Von Ribbentrop. Le habían privado de la oportunidad de zurrar a los ingleses. De hecho Von Ribbentrop hizo todo lo que estuvo en sus manos para torpedear las conversaciones. Göring y Von Neurath hicieron lo posible para mantenerle al margen de los asuntos. Aunque Von Ribbentrop fue quien rió el último. Firmados los acuerdos, Hitler le dijo que no se preocupase, que ese pedazo de papel no significaba nada.
Años más tarde, Von Ribbentrop se atribuiría todo el mérito del Pacto de No Agresión con la URSS. De anticomunista furibundo en 1936, cuando salió para Londres, había pasado a ser un rabioso anglófobo y ahora los soviéticos ya no le parecían tan malos. Lo cierto es que Von Ribbentrop no fue el único en aquellos años que vio atractivo un acercamiento a la URSS. Estaban los militares que recordaban la cooperación entre ambos Ejércitos en los años 20 bajo el Tratado de Rapallo, estaba Göring, que veía la necesidad de contar con las materias primas rusas, estaban los militares y diplomáticos que deseaban evitar una guerra en dos frentes como en 1914-18…Von Ribbentrop siempre consideró este Pacto su obra maestra. ¿Hasta qué punto se le puede dar todo el crédito por él? Cierto que apoyó con entusiasmo el acercamiento a la URSS, pero no fue el único en Alemania que vio la necesidad de ese acercamiento. Además, en esta ocasión no cometió ninguna pifia memorable. Creo que le podemos otorgar al menos la mitad del mérito.

Incluso en ese momento de triunfo, Von Ribbentrop se las apañó para convertir una victoria en derrota. Con su tendencia a tomar sus deseos por realidades y a sobreestimar los aspectos positivos de las cosas, le había vendido a Hitler que el Pacto Germano-Soviético haría que los británicos retirasen su garantía a Polonia y que Italia reforzase su alianza con Alemania. Nada de eso ocurrió. Von Ribbentrop se encontró con que le había vendido a Hitler más bienes de los que tenía y ahora existía el riesgo de que la invasión de Polonia acarrease una guerra contra Francia y Gran Bretaña que Alemania tendría que combatir sin el apoyo italiano. Durante los días previos a la invasión de Polonia, cuando los británicos intentaban desesperadamente salvar la paz, Von Ribbentrop jugó una influencia nefasta. Tenía ganas de darles fuerte a los polacos y además estaba convencido de que las democracias occidentales no irían a la guerra por Polonia. Cuando el 2 de septiembre se recibió en Berlin el ultimátum británico, Von Ribbentrop aún tuvo los arrestos de decirle a un cabreado Hitler que seguía creyendo que tenía razón y que los británicos no irían a la guerra. Es probable que en agosto de 1939 sin el espoleo de Von Ribbentrop, Hitler se habría tomado más en serio el riesgo de guerra con Francia y Gran Bretaña y habría cancelado la invasión de Polonia.

Una vez hubo empezado la guerra, Von Ribbentrop empezó a ver cómo su importancia disminuía y corría el riesgo de convertirse en irrelevante. Eran los militares y los responsables económicos los que habían tomado todo el protagonismo. Todos se estaban cubriendo de gloria, menos él. Además, una consecuencia de la guerra y de las conquistas alemanas, es que cada vez eran menos los países con los que Alemania mantenía relaciones diplomáticas. Así empezaron para él unos años de actividad frenética, magros resultados y broncas continuas por parte de Hitler.

La campaña de Polonia la pasó en el tren militar de Hitler. Curioso lugar para un Ministro de Asuntos Exteriores, que hubiera debido estar en Berlin parando golpes. En 1940, como entendió que la cuestión judía era de máxima importancia para Hitler y no quería estar lejos de los focos, se convirtió en un defensor de la opción de deportar a todos los judíos a Madagascar. Hay que decir que Von Ribbentrop no era antisemita, pero, por otro lado, jamás se hubiera enfrentado a Hitler por un tema que al Führer le importaba tanto como eran los judíos. La actitud de Von Ribbentrop sobre el Holocausto está a tono con la cobardía moral de la que solía hacer gala: se puso anteojeras y procuró no ver lo que estaban haciendo con los judíos, aunque en el fondo sabía mucho más de lo que hubiese querido. También pasó 1940 elaborando planes sobre cómo sería Europa tras la victoria alemana. Su idea era la de una suerte de unión aduanera y monetaria en beneficio del Reich. Europa sería una suerte de federación, en la que uno de los federados sería mucho más que un simple federado. Otra área en la que trató de inmiscuirse fue Francia, de la cual le habían apartado. Aunque consiguió que Asuntos Exteriores tuviera formalmente algo que decir sobre la Francia de Vichy, su influencia fue escasa y nunca logró que Hitler alterase sus opiniones furiosamente anti-francesas.

Cabe decir en crédito de Von Ribbentrop que en la segunda mitad de 1940, cuando Hitler empezó a planear la invasión de la URSS, fue de los pocos que consideraron esa invasión una locura. Recordó a Hitler lo que había dicho en su día Bismarck, que nunca había que dar demasiado crédito a las opiniones de los aficionadillos sobre la debilidad rusa. Von Ribbentrop estimaba con total lógica que Alemania tenía más que ganar de la amistad con la URSS que de una guerra contra ella y que era esencial terminar primero con los británicos. Más allá de la sensatez de estas opiniones, estaba el hecho de que Von Ribbentrop veía cómo Hitler se disponía a derribar el edificio del Pacto Germano-Soviético, que consideraba como un proyecto suyo y del que estaba tan orgulloso.

Von Ribbentrop intentó en esos meses un par de combinaciones diplomáticas imaginativas dirigidas contra el Imperio Británico. Una fue crear un gran bloque euroasiático compuesto por Alemania, Italia, Japón y la URSS. Esta idea estuvo condenada desde el principio al fracaso, dado el anticomunismo visceral de Hitler y la razonable desconfianza rusa. La otra fue la de crear un frente antibritánico en el Mediterráneo uniendo a España, la Francia de Vichy e Italia a Alemania. Hitler hizo algunos esfuerzos con poca convicción en esa dirección con las entrevistas que mantuvo ese otoño con Franco, Petain y Mussolini. La posibilidad de que esa estrategia mediterránea funcionase siempre fue baja. Hitler no estaba realmente interesado en ella y los intereses de los tres países eran demasiado contrapuestos como para que hubiera sido posible acomodarlos. Para finales de 1940 resultó evidente que estas ideas quiméricas de Von Ribbentrop habían fracasado y que el camino que la diplomacia alemana iba a seguir era el de la guerra con la URSS.

Uno de los principales defectos de Von Ribbentrop era su servilismo para con Hitler. Siempre quería agradarle y una bronca fuerte por parte de éste (y durante la guerra hubo bastantes) podía bastar para dejarle postrado en cama con una depresión durante varios días. Aunque a Von Ribbentrop le diese yuyu el ataque a la URSS, como eso era lo que había ordenado el señorito, se entregó en la primera mitad de 1941 a los preparativos diplomáticos de la Operación Barbarroja.

A Von Ribbentrop le tocó procurar que los italianos no se enteraran de los preparativos militares alemanes contra la URSS. A estas alturas de la guerra, los alemanes habían empezado a cansarse de esos aliados que no conseguían conservar ni las posiciones militares ni los secretos. El 2 de junio, 20 días antes del inicio de Barbarroja, Von Ribbentrop aún tuvo la cara dura de decirle al Ministro de Asuntos Exteriores italiano, Ciano (al que detestaba), que los rumores sobre un próximo ataque alemán contra la URSS «carecían de fundamento o al menos eran excesivamente prematuros». Me pregunto cómo se tomaría Ciano la segunda parte de la frase.

Otro aspecto de la invasión que interesó sobremanera a Von Ribbentrop, al igual que a otros líderes nazis, fue la parte del botín ruso que le correspondería. Von Ribbentrop confiaba en que Rusia se despiezase en varios Estados soberanos (más o menos lo que Gorbachov y Yeltsin consiguieron cuarenta y cinco años después) en los que se establecerían gobiernos títeres. Para ello harían falta diplomáticos que ayudasen a crear las administraciones civiles de los nuevos estados y que dependerían de él. Hitler le tenía reservada una sorpresa desagradable: la administración civil sobre los territorios ocupados dependería de Alfred Rosenberg, un viejo rival de Von Ribbentrop. La única compensación que logró extraer fue que el Ministerio de Asuntos Exteriores podría enviar diplomáticos como consejeros y observadores, pero sin ningún poder. Es más, con su habitual falta de tacto, cabreó tanto a Hitler que hasta esa pequeña concesión le fue recortada: los consejeros no podrían aconsejar, sino simplemente elevar informes a Von Ribbentrop, copia de los cuales tendrían que dar a Rosenberg. Cuando el 16 de julio varios de los principales jerarcas se reunieron para debatir sobre la ocupación del territorio soviético, ni tan siquiera se molestaron en convocar a Von Ribbentrop.

Todos estos meses de intentar disuadir a Hitler del ataque contra la URSS, primero, y de tratar de forjarse una esfera de influencia en la Rusia ocupada, después, pasaron factura a las relaciones entre Hitler y Von Ribbentrop. Las tensiones acumuladas entre ambos estallaron el 28 de julio por un incidente trivial: la petición de Von Ribbentrop de que los diplomáticos pudieran también recibir una condecoración recientemente creada por valentía. Esa fue la gota que colmó el vaso. Hitler le echó una bronca que se escuchó en Londres. Von Ribbentrop tomó la decisión de recuperar a toda costa el favor de su amo y se propuso no volver a contradecirle jamás.

En esos meses Von Ribbentrop volvió a tener uno de esos errores de juicio que costaron tan caros a Alemania. Von Ribbentrop había pasado cuatro años en su juventud en EEUU y afirmaba que conocía bien el espíritu norteamericano; lo mismo que había dicho de los británicos, sobre la base del güisqui que les vendía. Von Ribbentrop afirmaba que EEUU no era un enemigo a tener en cuenta. La política exterior de Roosevelt era puro farol. El armamento norteamericano era una basurilla. EEUU era un país sin cultura ni soldados, era un país judaizado incapaz de convertirse en una raza de guerreros y ases aéreos. Siendo un país mestizo, era una nación moralmente inferior. Si decidiesen entrar en la guerra, los japoneses podrían vencerlos con facilidad. Hay perlas de sabiduría que al historiador le dejan sin palabras. No creo que Hess hubiera podido mejorar estas afirmaciones.

Tras la entrada en guerra de EEUU, Von Ribbentrop se encontró con que era un Ministro de Asuntos Exteriores con muy pocos asuntos que tratar. Ya eran muy pocos los países que seguían manteniendo relaciones diplomáticas con la Alemania nazi y de éstos, varios no pasaban de la categoría de vasallos y las relaciones con ellos ya no eran tan «exteriores». Otros jerarcas nazis se habían entrometido en sus áreas de influencia, mientras que él no había conseguido hacer lo mismo en las de ellos. Von Ribbentrop era un hombre vanidoso y desocupado, ansioso por meterse donde no le llamaban. Es ahora que la etapa ridícula de su vida da paso a la etapa patética.

Un ejemplo de las actividades a las que se entregó en aquellos años: en la primavera de 1942 organizó en una reunión en Berlin con todos los caucasianos que pudo encontrar, desde ex-príncipes hasta intérpretes de balalaika de los clubes. El objetivo era crear un embrión de gobierno del Cáucaso en el exilio. Rosenberg se indignó ante esa invasión de sus competencias y denunció ante Hitler que la reunión era un nido de espías aliados. El resultado fue que Hitler le dijo a Von Ribbentrop que se metiera en sus propios asuntos, que el Ministerio de Asuntos Exteriores no tenía nada que hacer con países con los que Alemania todavía estaba en guerra. Otra iniciativa «peculiar» de von Ribbentrop en aquellos años: ofrecer a Churchill y Roosevelt el «regalo» de un millón de judíos, con la idea de que ello entorpecería el esfuerzo bélico aliado.

Von Ribbentrop había sido siempre un peso ligero dentro de la jerarquía nazi y en aquellos años lo fue todavía más. Quienes pensaban que debían entablarse conversaciones con los Aliados, creían que Von Ribbentrop no debía dirigirlas. Goebbels intentó suplantarlo. Himmler también pensaba que no había alternativa política para poner fin a la guerra mientras Von Ribbentrop estuviese al frente de la diplomacia alemana. Hasta en su propio Ministerio había quienes conspiraban contra él, entre otras cosas, por encontrarle demasiado tibio en lo que respectaba a la cuestión judía. Lo que salvó a Von Ribbentrop al final fue el aprecio de Hitler hacia su lealtad lacayuna y que dentro del ambiente de celos que predominaba en la jerarquía nazi, cada uno prefería a un débil Von Ribbentrop al frente de Asuntos Exteriores, que no a un rival más poderoso.

Para el verano de 1943, las relaciones diplomáticas alemanas se reducían a seis territorios ocupados (Francia, Grecia, Croacia, Serbia, Dinamarca y Eslovaquia), dos marionetas japonesas (Manchuria y el gobierno chino de Nanking), seis aliados (Italia, Japón, Finlandia, Rumanía, Bulgaria y Hungría) y ocho neutrales (España, Portugal, Suecia, Suiza, la Santa Sede, Argentina, Turquía e Irlanda).Von Ribbentrop, acosado internamente y más o menos consciente de que Alemania ya no controlaba los acontecimientos, se entregó a una actividad tan frenética como inútil. Una de sus preocupaciones fue aumentar el tamaño del Ministerio de Asuntos Exteriores, que en 1943 llegó a tener tres veces más personal que el que tenía en 1938, cuando Alemania tenía relaciones con el triple de países. Otra preocupación: que varios traductores tradujesen un libro ilegible (El bolchevismo soviético tras los pasos del imperialismo zarista) a varios idiomas, con el objetivo de distribuirlos a todas las embajadas en el extranjero.

Pero no todo lo que hizo Von Ribbentrop en aquellos años fue igual de insensato. Él fue de los que quisieron que Alemania llegase a algún tipo de pacto con la URSS en el 43. Con Hitler en el poder, resultaba imposible, pero según se estaban poniendo las cosas de negras en el frente militar, tal vez fuese la única posibilidad de salir de la guerra un poco airosos. También convenció en los primeros meses de 1944 que no había que invadir Hungría, lo que crearía una diversión de fuerzas, sino que había que mantener al Almirante Horthy en el poder, pero sometiéndole a presión y obligándole a nombrar un gabinete más germanófilo. El problema de siempre con Von Ribbentrop es que, aunque era capaz de hacer juicios sensatos sobre la situación internacional, su devoción por Hitler le cegaba y acababa convirtiéndose en el ejecutor, y a veces en el corifeo, de decisiones diplomáticas absurdas.

Los últimos momentos del régimen nazi tienen algo de farsa patética. Los jerarcas intentan mantener el tipo, como si no estuviesen al borde del abismo, como si todavía hubiese un mañana de poder y gloria para ellos. Von Ribbentrop alcanzó en el final de 1944 y primeros meses de 1945 el colmo del patetismo. Toda una vida de vanidad le impedía aceptar que era un Ministro desprestigiado de un régimen agonizante. De estos meses quiero contar algunas anécdotas sobre este Von Ribbentrop cada vez más alejado de la realidad.

En noviembre de 1944 Hitler aceptó la formación de un Ejército de Liberación Nacional ruso mandado por el ex-general soviético Vlassov. Von Ribbentrop luchó para que el Ejército tuviera un componente político con el objetivo de meter finalmente la cuchara en los asuntos rusos… en un momento en el que Alemania ya no controlaba ningún territorio en la URSS. Se creó el Comité Vlassov y Hitler aceptó que, aunque no fuera soberano, el Ministerio de Asuntos Exteriores gestionase sus inexistentes relaciones internacionales.

En cierta ocasión, Von Ribbentrop y Goering entablaron delante de Hitler una disputa sobre quién de los dos estaría más cerca de Hitler en la lista de criminales de guerra que elaborasen los norteamericanos. No sé quién ganaría la discusión. En el mundo real la ganó Goering, pero Von Ribbentrop obtuvo la consolación del conseguir el segundo puesto.

En diciembre de 1944 una de las cuestiones que quitaron más el sueño a Von Ribbentrop fue la de la constitución del gobierno francés en el exilio. Von Ribbentrop deseaba que el fanático Doriot reemplazase a Fernando de Brinon como jefe del gabinete. Todo el mes de enero de 1945, fracasada ya la ofensiva de las Ardenas, Von Ribbentrop se lo pasó intentando reconciliar a los dos grupos, que se odiaban más entre sí que a los Aliados. Fueron los Aliados lo que resolvieron la trifulca: un bombardeo aliado acabó con Doriot el 22 de febrero.

En febrero de 1945, Von Ribbentrop decidió que había llegado el momento de corregir algo de lo que siempre le habían acusado: la falta de contacto con los diplomáticos destinados en Berlin. Nada más oportuno en aquellas circunstancias que organizar tés semanales en su casa con lo que quedaba de cuerpo diplomático. Los pobres invitados a cambio de un té con pastas tenían que soportar interminables monólogos sobre el peligro bolchevique y la victoria alemana. En uno de los tés, en el mes de marzo, Von Ribbentrop apareció con una gran noticia en el frente diplomático: ¡la suspensión del acuerdo económico entre Turquía y la URSS! Me imagino la cara de consternación que debieron de poner los invitados. Se preguntarían entre sí si no debería alguien informar a Von Ribbentrop de que los rusos estaban a 100 kilómetros de Berlin.

Y la guinda: el 23 de abril en el búnker de Hitler. De pronto Von Ribbentrop descubre que el Ministro de Armamentos Albert Speer ha estado discutiendo con Hitler un plan para evacuar a los gerentes de Skoda Works al oeste, para evitar que caigan en manos de los rusos. Von Ribbentrop tuvo una rabieta, porque consideraba que el asunto tenía una faceta diplomática y nadie le había consultado. Al final tragó, a condición de que en la resolución constase que había sido a iniciativa del Ministro de Asuntos Exteriores.

La imagen que Von Ribbentrop dejó de sí en Nuremberg fue la de un pobre hombre, que todavía admiraba a Hitler y que intentaba exculparse por sus acciones, ofreciendo relecturas de la Historia cuando menos peculiares. Fue en ese encarcelamiento cuando tuvo que sufrir la última afrenta a su dignidad: le leyeron el último testamento de Hitler y observó con completa estupefacción que no le mencionaba en ninguna parte. Después de dos horas de convencerle de que efectivamente Hitler no había pensado en él en sus últimos instantes, Von Ribbentrop exclamó con amargura que cómo era posible aquello, con todo lo que le había aguantado, con todo lo que le había dado. Y concluyó diciendo: «Esto me hiere más que cualquier otra cosa que pudiera haberme hecho».

Una valoración final sobre Von Ribbentrop sería que no era un completo estúpido, pero que sus buenas cualidades se vieron siempre ensombrecidas por su vanidad y por un complejo de inferioridad, que le hacía ser poco diplomático, pomposo y distante. Su servilismo hacia Hitler, con el que casi tenía una relación sado-masoquista, le nubló a menudo su mejor juicio. Y un último defecto, que para un Ministro de Asuntos Exteriores es anatema: tomarse las cosas como algo personal.