viernes, octubre 26, 2007

El Congreso


Pues sí. Por difícil que pueda ser de asumir hoy en día, hubo un tiempo en que la carrera de San Jerónimo era un camino de tierra como el que se adivina en la imagen de mi anterior post, y que el lugar que hoy ocupa el Congreso de los Diputados lo estuvo por el oratorio del Espíritu Santo, reproducido en la imagen. Lo cual me viene al pelo para escribir algunas líneas sobre este edificio emblemático.

Los reyes medievales y del Antiguo Régimen convocaban cortes, pero no eran propiamente asambleas del pueblo soberano como las que ahora conocemos. El fenómeno de los parlamentos modernos se inicia en España con las famosas Cortes de Cádiz, en las que se reunieron los españoles alzados contra el yugo francés, empeño en el que, paradójicamente, acabaron por redactar una constitución, la famosa Pepa, inspirada en las ideas de la revolución francesa.

Estas primeras cortes españolas tienen un alojamiento provisional, como todas. Si la Asamblea francesa nació en un local para el juego de pelota, nosotros los españoles, más dados a la cultura, comenzamos las nuestras en un teatro, el de la Isla de León, que fue sustituido por el teatro de San Fernando. Esto fue mientras las cortes residían en la última puntita de España que quedaba libre de franceses. Cuando pudieron pasar al mismo Cádiz, se alojaron en el oratorio de San Felipe Neri.

Una vez que los representantes del pueblo soberano pudieron reunirse en Madrid, hubieron de buscar una sede pues no había, lógicamente, edificio parlamentario. Empezaron en el llamado teatro de los Caños del Peral y luego se pasaron al convento de María de Aragón, de los agustinos descalzos. Esta sede tenía vocación de permanencia, más no fue así porque las cortes fueron rápidamente cerradas cuando esa luminaria de la sinceridad y el respeto por las personas que fue el Borbón al que llamamos (no hay más remedio) Fernando VII, las cerró, fiel a su natural absolutista y vendepatrias. Luego Riego y su famoso himno le bajaron los humos, momento en el que Fernando VII pronunció su famosa frase «marchemos todos, yo el primero, por la senda constitucional», intención en la que mentía bellacamente. Cuando llegó Riego, digo, las cortes volvieron al convento, pero pronto se sustanció la enésima cabronada del Borbón mediante la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis (o sea: primero el niño regala España a Francia y luego, cuando ya es más mayorcito, utiliza a los franceses para masacrar a sus propios compatriotas), con lo que las Cortes liberales hubieron de volver al sur, primero a Sevilla (iglesia de San Hermenegildo) y después al ya citado oratorio de San Felipe Neri.

Cuando por fin el caimán se fue por la barranquilla se instauró la regencia de su señora viuda, quien otorgó (éste y no otro es el verbo) una especie de constitucionoide, el Estatuto Real, que era algo así como el régimen absolutista disfrazado de pitufo; como ponerte hasta las cejas de laxantes e ir por ahí diciendo que tomas moléculas devoragrasas de última generación. Eso sí, había dos cámaras, el Estamento de Próceres y el Estamento de Procuradores (una especie de Senado y Congreso). El de Próceres se instaló en el Casón del Buen Retiro (el Retiro era aún posesión real y no de los madrileños; no fue hasta los tiempos de Cánovas que los Borbones nos lo pasaron), y fue en ese lugar donde se produjo una de esas escenas impagables de la Historia de España, mezcla de política y prensa del corazón: la inauguración de las sesiones del Estamento por parte de una reina gobernadora a la que habían vestido sus ayas con un tocado de múltiples veladuras destinado a ocultar su gravidez pues la gobernadora, viuda y todo, estaba en ese momento embarazadísima de su amorsito, el duque de Riánsares. A ver si os vais a pensar que Estefanía de Mónaco es la primera mujer regia a la que le ha hecho tilín un guardaespaldas.

El Estamento de Procuradores, o sea el antecedente de nuestro Congreso, se establece en el oratorio del Espíritu Santo, en la carrera de San Jerónimo; el de la lámina que os he copiado en el post anterior. No debía de ser la suya presencia cómoda, pues el oratorio había ardido por los cuatro costados el domingo 20 de julio de 1823 y estaba medio derruido. O sea, que ser entonces procurador de la nación debía de parecerse bastante a coger hoy en día el cercanías en Barcelona.

En 1841, pasado pues un huevecillo de tiempo, el país decide que para la cosa de la representación popular es necesario tener un edificio de suficiente empaque. Así pues, la iglesia se demolió y se abrió un concurso al que se presentaron 14 propuestas. Ganó el autor del edificio que hoy conocemos, Narciso Pascual y Colomer, una especie de Moneo de su época.

Habréis de saber que la gran polémica de la época no fue tanto el estilo del edifico y esas cosas, como su ubicación. Conspicuos españoles y madrileños consideraban que el lugar donde debía estar el Congreso era el paseo del Prado, casi aledaño al museo del mismo nombre; y yo tengo que decir que quienes eso pensaban, en mi opinión, pensaban bien. Un parlamento necesita estar en algún lugar a donde se pueda llegar con cierto boato y presencia, y qué duda cabe que el paseo del Prado, que transcurre en llano y tiene la vocación de ser una ancha avenida casi del tipo de las que vemos en París, es lugar mucho más adecuado para ello que la sinuosa y empinada carrera de San Jerónimo. Sobre los argumentos de eficiencia, sin embargo, pudieron los nostálgicos y simbólicos: no pocas personas veían en el oratorio del Espíritu Santo el crisol de las ideas que habían nacido en Cádiz y, por eso, consideraban que la sede de lo que dichas ideas habían creado debía estar en el mismo sitio. Y allí está.

El palacio del Congreso (sin contar, claro, los modernos edificios que se le han adjuntado hace bien pocos años) tardó siete años en construirse, y dio mucho que hablar en las tertulias la decisión de adjudicar a un joven escultor llamado Ponciano Ponzano (hay padres que, más que tener sentido del humor, lo que son es unos cabrones) la labor de esculpir el relieve del tímpano de la fachada. Es posible que nunca os hayáis fijado en él y que, si lo hacéis, os preguntéis qué representa. Pues bien: es una alegoría en la que España abraza y protege a la Constitución, rodeada de una serie de figuras alegóricas de diversas virtudes, muy al estilo griego, tales como la Fortaleza, el Valor, la Paz… No, la Cerveza no figura.

La costumbre de hacer ondear la bandera española en la misma puntita de la fachada (amén de que sea un edificio oficial y todo eso) tiene su origen en 1823, cuando las cortes residentes en Cádiz, agobiadas por los Cien Mil Hijos, decidieron hacer ondear la bandera como signo de que nunca se rendirían.

A primera hora de la tarde del 31 de octubre de 1850, o sea dentro de unos años hará 157 añitos de nada, una joven Isabel II (20 años) vestida de tul blanco con manto de terciopelo carmesí, inauguraba las sesiones de las cortes.

Con todo, pocas cosas son más famosas de este edificio que sus leones. No sé ahora los jovenzanos, pero hace años todo el mundo sabía que esos leones son de bronce y que proceden de cañones capturados en el curso de la guerra de Marruecos. Lo que quizá no se sepa es que el escultor original de la leonada es el mismo que del relieve, o sea don Ponciano.

Ponzano hizo dos leones como los actuales, sólo que en yeso. Estuvieron colocados donde están hoy sus sucesores bastante tiempo, como cosa provisional; ya se sabe que en España es habitual que haya situaciones provisionales que lo sean durante años, eones incluso.

En 1856 se produjo una de tantas asonadas decimonónicas, en este caso una rebelión de la Guardia Nacional contra el gabinete de O’Donell, ese general a quien los ignorantes llaman cero-coma-Donell. Hubo tiros por Madrid y también en la Carrera. Resulta que uno de los leones resultó alcanzando y, siendo de yeso, quedó pobremente mutilado. El león, que al parecer fue casi partido por la mitad, fue reparado, y la provisionalidad se mantuvo. Pero eso enseñó a los padres de la patria que necesitaban felinos esculpidos en un material que aguantase mejor los golpes de Estado.

Al notable escultor José Bellver le encargaron una pareja de leones en piedra, que realizó. Pero eran bastante pequeños, así que fueron desechados. Tengo documentado que hasta hace algunos años esos leones, degradados de su función de felinos parlamentarios, estaban en Valencia, en el camino de acceso al llamado Jardín de Monforte. Incluso tengo una foto. Pero, honradamente, no sé si siguen allí (en realidad, debo confesar que ni siquiera sé si el Jardín de Monforte sigue existiendo).

No será hasta 1872 (o sea, 16 años después de que uno de los leones fuese partido por un disparo) que se colocaron los actuales leones, fundidos en la Fábrica de Artillería de Sevilla.

Las Cortes volvieron a ser errantes. Fue durante la guerra civil pues, abandonando el gobierno Madrid, se celebraron primero en Valencia y luego en Cataluña; si no estoy mal informado, primero en Montserrat y luego en el castillo de Figueras. Con el franquismo, y dado que el régimen quería convencer al mundo de su carácter democrático, las Cortes se llenaron de procuradores, por encima de seiscientos, con lo que fue necesario estrechar los escaños y dejar a los padres de la patria como anchoas en lata santoñesa.

El Congreso democrático, como muchos recordarán, fue violentado el 23 de febrero de 1981, durante la sesión de investidura del nuevo presidente del Gobierno, el centrista Leopoldo Calvo Sotelo. En el momento en que votaba («No») el diputado socialista Manuel Núñez Encabo, un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina penetró en el hemiciclo. Pistola en mano, Tejero subió a la tribuna de oradores y, colocándose de medio lado para que el presidente (Landelino Lavilla, si no me falla la memoria) le viese bien, pronunció su célebre: «¡Quieto todo el mundo!».

Se produjo un alboroto y una serie de discusiones y, repentinamente, los guardias civiles comenzaron a disparar al aire. Todos los diputados se metieron debajo de las bandejas de sus escaños menos tres: Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Manuel Gutiérrez Mellado, militar y ministro de Defensa; y Santiago Carrillo, allí arriba, en la montaña donde estaban los escaños del PC.

Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentaron con los golpistas. Tejero incluso intentó derribar a su superior directo (el ministro de Defensa) mediante una cobarde llave de judo que toda España pudo ver porque, para su desgracia y nuestra gracia, todo fue grabado por la televisión. Por lo que se refiere a Carrillo, al parecer, mientras se quedaba quieto, se le escuchó susurrar: «cuánto ha tardado en venir el caballo de Pavía» (el general Pavía fue el que, con su entrada en el Congreso, acabó con la I República).

Si algún día vais al Congreso, supongo que os enseñarán las huellas de los disparos en la techumbre, que han quedado ahí de testigos de la Historia. Hay sitio para bastantes más tiros; pero la decoración es muy bonita, así pues yo creo que es mejor no estropearla más. Jamás.

jueves, octubre 25, 2007

Adivina, adivinanza

Ando un poco liado en estas horas. Además, la votación se ha animado un poquito más, así pues estoy esperando que se remansen las aguas definitivamente para ponerme con los resultados.
Mientras tanto, os dejo aquí una pequeña adivinanza.

Esta lámina es de Madrid. No de antesdeayer, desde luego.


¿Sabríais adivinar qué famoso edificio está hoy en el sitio exacto donde está el que se ve en la imagen?
Pistas: el edificio que ves en la imagen se utilizó en su día para la misma función para la que se usa el que hoy ocupa su lugar. Y la razón de que se usara para esa función es que era, como puedes apreciar en la lámina, muy espacioso.
Esta noche (hora de Madrid) espero poder resolver este pequeño misterio.











miércoles, octubre 24, 2007

Perdono a tutti

Noticias de la votación: Tras unos días de intensa votación en nuestra encuesta Ponle nota a los políticos de la República, la cosa, como es lógico, se ha remansado en las últimas horas. Hemos recibido 45 respuestas, lo cual, en mi opinión, está más que bien y permite hacer algunas distinciones en los resultados que espero os resulten interesantes.

La combinación del hecho de que las últimas horas no hayan supuesto la adición de nuevas respuestas, unido a que estamos en internet, el universo en el que todo va muy deprisa y también envejece deprisa; y contando, por último, con que mi principal obsesión es cumplir con aquéllos que habéis hecho el esfuerzo de contestar, me ha hecho recapacitar y pensar que, tal vez, el plazo del 15 de noviembre es excesivo.

Os anuncio, pues, que de no haber una extraña intensificación de las respuestas que me obligase a reformular los resultados, quizá el próximo post que cuelgue sea ya con los resultados. Y, si no, sería el siguiente.

Eso sí, si lees esto y no has votado, te animaría a que lo hicieses, pues la pelea está siendo dura.

Hechas estas salvedades coyunturales, vamos allá con el tema de este día, alejado, una vez más, de los asuntos de los que trata la encuesta.


Perdono a tutti. By JdJ

Es posible que no me esté equivocando si digo que casi todo el mundo sabe que un pelotazo es algo más que una agresión cometida con balón. El pelotazo es también una jugada inversora muy lucrativa, que se desarrolla normalmente en poco tiempo. En España hay, según las estadísticas, siete millones de personas que sueñan con dar un pelotazo en la Bolsa, que es donde se dan los pelotazos. Es la cifra de españoles que se estima tienen, o tenemos, alguna inversión en el parqué.

Jugar a la Bolsa no es algo moderno. Como ya hemos visto, hace ahora ochenta años que ya todo estadounidense medio metía los duros en la Bolsa; de hecho, buena parte del sistema económico de Estados Unidos sigue hoy en día sustentado sobre la inversión bursátil, pues es la americana una sociedad que, según las teorías, tiene mucha menor aversión al riesgo que la nuestra. Nosotros tendemos a ser más cautos; nos da más miedo la perspectiva de pérdida.

Así pues, por estos datos sabemos que jugar en Bolsa no es algo muy moderno. Pero quizá quienes esto lean no sepan que, en realidad, es más antiguo de lo que imaginan. Porque los pelotazos bursátiles, incluso en España, no se remontan a hace ochenta años sino, por lo menos, ciento cincuenta. Hoy, para demostrarlo, quiero hablar de uno que se produjo en 1844, nada menos. Y que terminó con un teatral (o, más bien, operístico) perdono a tutti. Lo pronunció el protagonista de nuestra historia: don José de Salamanca, marqués de Salamanca y hombre que da nombre al barrio de igual ídem de Madrid.

¿Qué podemos decir de la Bolsa de aquel entonces? Bueno, lo primero que debemos decir, aunque sólo sea un apunte geográfico, es que no estaba donde se encuentra ahora, en el llamado Palacio de la Lealtad, plaza del mismo nombre. La primera ubicación de la Bolsa de Madrid había sido el local que en la calle Carretas poseía la Compañía de Filipinas, aunque dos o tres años antes de los hechos que ahora analizaremos se fue de allí para ubicarse en el convento de San Martín, sito entre la calle Arenal y las Descalzas Reales. ¿Qué se intercambiaba allí? Pues no acciones, que es lo que hoy se compra y se vende mayoritariamente en la Bolsa. Entonces había muy pocas sociedades por acciones y, por lo tanto, el mercado no existía. Lo que se vendía y cotizaba entonces en el mercado eran los títulos de deuda pública.

Un título de deuda pública es lo que en el mundo financiero se llamaba un activo de renta fija. Quiere ello decir que compromete un determinado interés a cambio de librar el capital. Es una deuda mediante la cual el particular presta dinero, en este caso al Estado o al Reino de España, a cambio de lo cual éste se compromete a devolver dicho préstamo más un interés determinado.

La cotización de los títulos de renta fija es producto del carácter mudable y variable del precio del dinero, como estamos experimentando, hoy en día, tantos y tantos españoles que tenemos préstamos hipotecarios a interés variable, normalmente referenciados al famoso euribor. El euribor y otros tipos existen hoy para dar referencias al mercado de cómo están los tipos de interés pero, de todas formas, esa referencia siempre ha existido, incluso cuando no ha existido, puesto que los inversores, desde que lo son, tienen una expectativa de beneficio. Por ejemplo, en una economía en la que los inversores tienen una expectativa de obtener, poniendo dinero en montar un negocio, una rentabilidad del 6%, alguien que emita renta fija al 3% difícilmente se comerá un colín. Así pues, si los tipos suben (las expectativas de beneficio crecen), el atractivo de la renta fija emitida a tipos menores es más bajo (dan menos de lo que está dando el mercado); de la misma forma que, si los tipos bajan, esos valores pasan a tener, por así decirlo, más valor.

A esto hay que unir el hecho de que en Bolsa se aplica mucho algo de lo que ya hablamos cuando hablamos del 29: la compra a crédito. Es decir: adquirir títulos con dinero prestado jugando a que la subida de los títulos va a ser muy superior a la tasa de interés que nos exige el prestamista. Obviamente, cuando esto no se cumple, el inversor está jodido.

La gran jugada bursátil de José de Salamanca se produjo en noviembre de 1844, es decir hace ahora 163 años. En aquel año, según los cronistas, el gobierno español procedió a una reestructuración y emisión de deuda propia y de ultramar que literalmente inundó Madrid de papel, así pues todo el mundo que pudo (y muchos que en realidad no podían) se dedicó a invertir. ¿Por qué? Pues porque en España gobernaban los conservadores, es decir el general José Narváez, el Espadón de Loja, y todo el mundo cotizaba una prolongada y provechosa estabilidad económica que, con seguridad, eliminaría los problemas del Estado para pagar aquella deuda que, además, se emitió a una interesante tasa del 3%.

Según los relatos más o menos contemporáneos de lo que ocurrió, en el Madrid de 1844 todo dios jugaba al alza. Esto es: compraban más que vendían, convencidos de que lo que iban a hacer los títulos era incrementar su valor. Sin embargo, hubo un bolsista que jugó a la baja, a vender. Se trataba de José de Salamanca quien, además, actuaba por nombre propio y también por nombre del propio Narváez y del duque de Riánsares, marido de la reina. Si trasladáis esto a la actualidad, gritaréis, escandalizados: ¿Zapatero y la reina Sofía jugando a la Bolsa? Bueno, eran otros tiempos...

Salamanca, según crónicas de tanto fuste como la del conde de Romanones o su biógrafo Hernández Girbal, respondió a aquel optimismo general jugando a la baja. La gente se cachondeaba de él y se decía que resultaba difícil de entender por qué había decidido suicidarse financieramente. Ya cotizaban los bolsistas la ruina del bueno de don José cuando de Nájera llegaron las noticias de la sublevación del general Martín Zurbano. Pronto se dijo en Madrid que aquella asonada liberal era bastante más que un golpe localizado en Nájera pues, se decía, el general Prim estaba presto a apoyarlo en Madrid. En realidad, la sublevación de Zurbano no llegó a nada y Narváez acabó fusilándolo. Pero, por medio, siempre según esta versión, la Bolsa se pegó una hostia del 10%, y no pocos inversores quedaron en manos de Salamanca. ¿Por qué? Pues porque muchas de las ventas hechas por el futuro marqués lo habían sido a plazo; así pues, en el momento que llegase el día señalado en la operación y Salamanca ejecutase la venta, los otros inversores deberían pagarle el precio convenido en su inicio, muy superior al real, pues entre el contrato y la venta la Bolsa se había derrumbado. Si a eso unimos el hecho de que muchos de esos vendedores habían comprado a crédito, tenemos todo el panorama montado.

Según el relato de Hernández Girbal, tras la fuerte caída, Salamanca se presentó un día en el convento (aunque Girbal cita erróneamente en su libro la sede de la Compañía de Filipinas). No estaba saliendo del coche de punto y ya estaban varias personas echándosele encima para solicitarle comprensión y un poquito de paciencia. Con mucho trabajo, Salamanca entró en el salón de cotizaciones, ya para entonces seguido de una nutrida cola de cometa formada por inversores arruinados. Salamanca llegó al llamado estrado de los agentes, que tenía una plataforma que colocaba a quien se subía un poco por encima del mar de cabezas que llenaba la sala, y se subió. En ese momento, se hizo el silencio. El silencio del acojone.

Pausadamente, Salamanca sacó de su cartera un gran mazo de pólizas de venta (retened este dato).

Una voz, simple, humilde, se escuchó sobre el murmullo:

-Queremos pagarle, pero… ¡por Dios, denos algo de tiempo!

Salamanca, tras mirar al hombre que le había hablado y dudar por un momento, comenzó, despacio, a romper los papeles que tenía en las manos mientras pronunciaba una frase entonces famosa, la de la romanza de Don Carlo en la ópera de Verdi Hernani:

-¡Perdono a tutti!



Estamos, pues, ante un capitalista anticapitalista, capaz de un gesto increíble: dejar de cobrar, o cuando menos de exigir lo debido. Y un hombre de importante sagacidad, que tuvo la inteligencia de jugar en contra de la tendencia general, excesivamente confiada en el alza de las cotizaciones.

Y, sin embargo, estas versiones, varias veces repetidas por escritores del pasado como digo, tienen probablemente bastante de mito, es decir de media verdad.

En los años sesenta del siglo pasado, un agente de cambio y bolsa aficionado a la Historia, José Antonio Torrente Fortuño, escribió un libro llamado Salamanca, bolsista romántico (si sois ratas de librería de lance, lo podéis encontrar; de hecho, yo lo he visto en alguna caseta de la Feria del Libro Antiguo de Madrid que se ha celebrado estos días). En dicha obra, Torrente aborda una seria investigación sobre los hechos de 1844, investigación que arroja el sorprendente resultado de que en dicho pelotazo Salamanca no jugó a la baja sino todo lo contrario, esto es, al alza. Sucintamente:

En primer lugar, Torrente hizo algo que los anteriores biógrafos de Salamanca no habían hecho, que es encerrarse en la biblioteca de la Bolsa para resumir las cotizaciones de aquellas jornadas. Se centró en los tres valores que entonces formaban el Ibex patrio: la deuda al 3%, conocida como Consolidado Inglés; la deuda al 5% amortizable; y la deuda flotante del Tesoro. Y, sorpresa: las cotizaciones entre el 1 de octubre y el 30 de diciembre de 1844 no muestran caída alguna del 10%.

En realidad, sí que hay una caída, aunque del 2% tan sólo. Se produjo en las jornadas posteriores al 10 de octubre de 1844, cuando el Gobierno anunció las condiciones del canje de Deuda Flotante por Deuda al 3% (la medida que, como decíamos, inundó Madrid de papel); este canje se realizó al 40% (esto es, el Tesoro entregaba 250 reales nominales al 3% por cada 100 reales de Deuda Flotante retirados), en un movimiento que, al parecer, fue interpretado por el mercado como una señal de notable debilidad por parte del Erario público a la hora de poder atender pagos, motivo por el cual las cotizaciones de sus empréstitos cayeron. Sin embargo Salamanca, que es diputado, se levanta en el Congreso en una sesión celebrada en noviembre de aquel año, con intención de criticar al ministro de Hacienda, Alejandro Mon. En dicha crítica, afirma su optimismo y asevera que los inversores no han sabido entender el decreto de conversión; dicho de otra forma, apuesta, negro sobre blanco y con taquígrafos, por la revalorización de la deuda que en la Bolsa se negocia. ¿Tiene sentido una declaración de tal calibre en alguien que está convencido de que las cotizaciones van a bajar?


El 16 de noviembre se produce la famosa sublevación de Zurbano en Nájera y, según las cifras publicadas por Torrente, las cotizaciones, simple y llanamente, se quedan donde estaban.

Por si no fueran pocas estas evidencias, el curioso bolsista hizo algo más y hundió la nariz en los registros bursátiles, a la búsqueda de las operaciones de Salamanca. Los datos, también publicados en su libro, marcan una gran abundancia de órdenes de compra y, cuando hay órdenes de venta, casi siempre aparecen operaciones de compra casadas con ésta, algo posteriores. Alguien que juega a la baja, vende; y el que juega al alza, compra. Y si Salamanca compró más que vendió... ¿a qué jugaba exactamente?

A ello hay que añadir otro detalle. Antes os he dicho que retuvieseis el dato de los relatos de la época, que describen a un Salamanca que va a la Bolsa y públicamente rompe las pólizas de venta. Pero, si alguien tiene en la mano un documento que acredita un compromiso de venta… ¿qué es, comprador o vendedor? Obviamente, es comprador; es al comprador al que le resulta vital tener la fe pública del compromiso, pues es él quien tiene que reclamar la posesión del valor una vez comprado. Y si Salamanca, en la célebre escena, sacó de la cartera un enorme fajo de pólizas de venta, entonces es que estaba comprando a lo bestia. O sea, jugando al alza.

¿Dónde está la clave de este misterio? ¿Por qué se equivocaron de una forma tan radical los cronistas más o menos contemporáneos de Salamanca? Pues la cosa tiene, a mi modo de ver, su explicación.

La primera explicación es que, en 1844, no había ni televisión ni radio. Esto quiere decir que había mogollón de gente que vivía su vida sin tener ni puñetera idea de lo que hacían las cotizaciones de Bolsa. Este desconocimiento, a todas luces, afectó a algunos de dichos cronistas, quienes probablemente, cuando hablaron de bajadas del 10% y cosas similares, hablaban de oídas, porque alguien les había dicho que había oído que dicha caída se había producido; y no tenían medios de comprobar la veracidad de aquellos asertos.

La segunda razón está en la estrategia de Salamanca. Un atento análisis de las operaciones del millonario demuestra, como he dicho antes, que compró mucho más que vendió y que, cuando vendió, cubrió la venta con compras inmediatas. Pero lo hizo, básicamente, vendiendo al contado y comprando a plazo. De esta manera, las operaciones que eran «visibles» en el parqué eran las que se hacían en el día; los agentes de Salamanca llegaban a la Bolsa y, ¿qué hacían? ¡Vender, claro! Vendían, vendían, vendían. Ese mismo día firmaban operaciones a plazo por las que compraban mucho más de lo que estaban vendiendo, pero eso la mayoría de los inversores del parqué no lo «veía». A los ojos de todo el mundo, Salamanca estaba jugando a la baja; jugando al desplome de la deuda pública, lo cual es lo mismo que decir jugando al desplome del crédito de la economía española. Y todo el mundo sabía que Salamanca hacía negocios bursátiles en compañía del primer ministro, Narváez, y del factotum de palacio, el conde de Riánsares.

Si vosotros supierais que Zapatero y Solbes juegan a la Bolsa, y que juegan a la baja… ¿qué pensaríais? ¿Compraríais o venderíais?

Salamanca, pues, engañó a los inversores. Jugó claramente al alza mientras que en el parqué aparentaba jugar a la baja. Él sabía que la operación de conversión de la Deuda Flotante era técnicamente buena, provechosa, y acabaría por hacer subir el valor. Sin embargo, el decreto de conversión generó una bajada del 2%. ¿No tendría él nada que ver en ello? Las investigaciones de Torrente no nos lo aclaran. Pero es un punto interesante para quien sea habilidoso en la lectura de papeles financieros y tenga ganas de investigar.

Como trile bursátil no está mal, no. Nada mal. Con parte de las ganancias de este montaje, estimadas en 30 millones de reales, un pastonazo de la época, supongo que adquiriría Salamanca su bello palacio, que es el que está en el paseo de Recoletos, nada más pasar la Casa de América camino de Castellana (número 18, creo). Echadle un vistazo. Un pedazo de queli.

La anécdota demuestra dos cosas de la Bolsa. Una, que es necesario que sea un mercado grande. En Inglaterra, Salamanca no habría podido hacer lo que hizo; la Bolsa de Londres era entonces tan grande que hubiera sido imposible mover a todos los inversores en una misma dirección. En cambio, aquella Bolsa madrileña era, como amargamente denunciaron en el Congreso los enemigos de Salamanca, un lugar que un solo especulador podía llevar del ronzal.

La segunda cosa que demuestra es que para los mercados bursátiles es fundamental la transparencia. Lo que impide que estas cosas pasen es que todo se pueda saber. Por eso los mercados bursátiles modernos son transparentes.

O eso dicen.

domingo, octubre 21, 2007

El proceso de los templarios

Una de las noticias relacionadas con la Historia que ha saltado a las primeras páginas de los periódicos en los últimos tiempos es la relativa a la apertura por parte del Vaticano de las actas del proceso a la orden del Temple. El asunto ha levantado cierta polvareda y algunas ilusiones porque los templarios, de tiempo atrás, concitan la curiosidad de mucha gente, incluso de mucha gente a quien la Edad Media se la transpira. Esto es así, creo yo, porque el carácter un poco secreto y particular de los templarios ha hecho de estos caballeros objetivo usual de mistagogos varios, de ésos de 200 euros la línea, que suelen escribir novelitas y chorradas especulando con la posibilidad de que Jesucristo fuese un venusiano con un tercer ojo en el talón del pie derecho, o que los mayas ya habían inventado el concurso Gran Hermano y lo proyectaban en el interior de los edificios de Machu Pichu.

A mí me parece que la apertura de las actas vaticanas no va a suponer gran cosa, aunque fijo que algún libro nuevo saldrá contándonos que los templarios fueron condenados por comunicarse directamente con funcionarios marcianos. La Edad Media no es mi fuerte, pero algo sí he leído sobre los templarios y su proceso, y ese algo que sé es lo que me hace pensar que se trató de algo bastante vulgar, tan vulgar como lo pueda ser la ambición humana por las posesiones ajenas.

Esto es, sucintamente, lo que yo sé sobre el proceso a los templarios.

Esta orden nació en 1119, año el que ocho caballeros que hoy llamaríamos franceses (aunque uno de ellos era, en puridad, borgoñón) la fundaron con el objetivo de ser los guardaespaldas de los peregrinos que iban a Jerusalén. Era una orden seglar pero con la dureza propia de las órdenes de frailes, pues sus miembros debían voto de pobreza, obediencia y castidad. Se la llamaba Caballería Pobre de Cristo del Templo de Salomón a causa de un regalo de un rey que les entregó un edificio junto al templo de Salomón.

Luego llegaron las cruzadas, acciones en las que los templarios hicieron mucha falta para darse de leches con los infieles, hecho que les hizo prosperar: más necesarios eran, más prebendas y herencias recibían. Desde Portugal hasta Armenia, sin dejarse las islas británicas, el Temple se extendió bravamente, con un contingente importante de acólitos. El enorme caudal de favores que hicieron a la causa católica hizo que la Iglesia los tomase bajo su protección específica, dotándoles de muchos privilegios, entre ellos tener sus propios clérigos; así, los templarios no tenían que confesar sus pecados a alguien que no fuese de su cuerda.

Después de que el experimento de las cruzadas quedase en poco menos que nada, con la caída de Akkon en 1291, pudo pensarse que el Temple habría de desaparecer pues, al fin y al cabo, su misión principal ya no tenía sentido alguno. Sin embargo, no fue así. Los templarios eran para entonces muy poderosos, así pues se trasladaron a Chipre y siguieron ejerciendo una gran influencia sobre la Iglesia. No obstante, sus enemigos, o deberíamos decir quienes ambicionaban hacerse con las grandes riquezas templarias, entendieron que era el momento de acabar con ellos.

Estamos ya a finales del siglo XIII, y ahora entra en escena de nuestra historia el rey francés Felipe IV, llamado el Hermoso como lo sería algún tiempo después el marido de Juana la Loca (así pues, ojito con confundirlos). Felipe era una rey muy francés y muy ambicioso. Lo cual quiere decir que para quedarse con lo de los demás no reparaba demasiado en pequeños detalles. A Monsieur Le Beau le rondaba la idea de hacerse con toda la pasta de los templarios por la vía de una reforma por la cual esta orden, que en realidad había perdido ya su razón de ser, se fusionase con otra gran orden de monjes soldados, la de San Juan, momento en el cual él abdicaría de la corona de Francia en la persona de su hijo para nombrarse Gran Maestre de la cosa. El plan estaba bien pero precisaba del OK de los grandes maestres de ambas órdenes, cosa que el rey no obtuvo. Pero eso no le amilanó.

Por aquel entonces tenía Francia un ilustre huésped: el papa Clemente V. Sabido es que por aquella época y en años que la siguieron el Vaticano pasó por años dificilillos en los que fue relativamente común que los papas tuvieran que salir por patas de Roma. Clemente estaba, pues, desterrado y en el lugar justo para poder ser objeto de las presiones del ambicioso rey. Felipe se presentó ante Clemente, escandalizado por los rumores que de tiempo atrás habían circulado por toda Europa, en el sentido de que los templarios eran una especie de iglesia dentro de la Iglesia, y llevaban su hecho diferencial hasta el punto de tener una ceremonia de iniciación en la que el nuevo templario tenía que negar a Cristo y escupir sobre un crucifijo. El papa no estaba, al parecer, nada convencido de que aquellas acusaciones fuesen ciertas. Pero, ante el hecho de que el gran maestre del Temple, Jacques de Molay, nombrado en 1293, se mostraba dispuesto a que la orden fuese investigada, puso en marcha la maquinaria.

Felipe no estaba, sin embargo, dispuesto a que todo quedase en manos del Vaticano; eso no le garantizaba que los templarios fuesen a ser condenados. Así que hizo lo que hace siempre alguien poderoso que sabe que no lleva la razón: poner a trabajar a los abogados.

E hizo bien, porque los finos juristas galos acabaron encontrando una fisura en el derecho procesal canónico que pensaban serviría para que el rey francés metiese el cuezo en la labor de cargarse a los templarios. Según los abogados, la Iglesia tiene potestad sobre una orden, pero no sobre sus miembros. No era el papa, sino la Inquisición (institución nacional, dependiente, por así decirlo, de cada gobierno) quien podía juzgar a las personas por apóstatas, o por herejes, etc. Y, además, puesto que una cosa es una orden y otra sus miembros, aún demostrando los inquisidores que todos los miembros del Temple eran herejes, aún así el papa no podría condenar a la orden por herejía. Motivo por el cual solicitaban del pontífice que, como paso previo a todo proceso personal, disolviese la orden del Temple.

Un retruécano jurídico para liberar los bienes de la orden y poder rapiñarlos a gusto.

Mientras el papa valoraba todos estos argumentos, Felipe decidió una política de fait accompli. Aprovechando que De Molay estaba en París para asistir al entierro de Catalina de Valois, lo hizo detener y, en las siguientes veinticuatro horas, hizo lo mismo nada menos que con 2.000 templarios franceses.

El pliego de acusaciones incluía la historia ésa de la negación de Cristo y lo de los lapos en el crucifijo, además de otras acusaciones menos edificantes. Según las mismas, el neófito era obligado a desnudarse, momento en que la persona designada como receptor del nuevo templario le besaba en el principio del culo, en el ombligo y en la boca. El nuevo templario debía hacer lo mismo con el receptor. Según la acusación, los templarios juraban aceptar sin rechistar los deseos de otro templario de echar un cañete. Por último, se les acusaba también de no adorar a las imágenes católicas, sino a un extraño ídolo con barba que, por lo que sé, nunca ha aparecido (aparte el leve detalle de que Jesucristo siempre es representado con barba).

Para cuando el papa quiso protestar por todo este espectáculo, en las mazmorras inquisitoriales francesas se estaba trabajando a toda prisa a los testigos.

En octubre de 1307, el propio De Molay fue interrogado, momento en el que admitió haber renegado de Cristo en su ceremonia de entrada en el Temple, aunque lo de dar o recibir por donde amargan los pepinos lo negó. Las referencias que yo tengo es que esta confesión, que repitió horas después ante un grupo de cardenales, la hizo sin mediar tortura. Pero a mí me cuesta creerlo, dados los acontecimientos posteriores y, asimismo, por el hecho de que dicha confesión no detuvo el tormento de otros templarios menores, signo, para mí, de que la confesión de De Molay era insuficiente.

Conforme fueron tomando fuerza las torturas, las acusaciones se fueron completando. Los templarios fueron acusados de tener prohibido coger con sus brazos a niños que iban a ser bautizados, o acostarse bajo el mismo techo que una mujer (ya sabemos que acostarse con la mujer lo tenían prohibido, pues eran castos) y, paradójicamente, de violar a sus sirvientas.

Aunque posteriormente fueron rectificadas, las acusaciones afloradas en ese primer juicio contra el Temple, celebrado en septiembre y octubre de 1307, corrieron por toda Europa y supusieron un escándalo de tales proporciones, que la orden ya nunca se recuperó ante la opinión pública.

Felipe el Hermoso, considerando que había ganado la batalla, envió una carta a todos los soberanos de Europa, recomendándoles que detuviesen a sus templarios e hiciesen como él. Y, por supuesto, se las prometía muy felices pensando que ya era, virtualmente, dueño de las inmensas riquezas del Temple francés.

Sin embargo, si en la Historia de Europa ha habido alguien experto en hacerse con la pasta de otros, ese alguien ha sido siempre el papa. Clemente tenía una herramienta de la que un rey no sólo carecía sino que, en la medida que fuese un rey católico, tenía que cumplir: la bula. Así pues, dictó una bula por la cual los templarios debían ser detenidos y sus bienes incautados, momento en el cual todas aquellas riquezas, incluidas las afloradas en el curso del proceso francés, pasarían a sus manos.

Al rey francés aquella bula le sentó más o menos como un masaje de ortigas en la hemorroide. Convocó a la universidad de París (una vez más, los abogados) para encontrarle algún agujero a la bula; pero, claro, si algo sabe hacer un papa, es escribir bulas y encíclicas. El papelito no tenía resquicios, pues en pontífice no había dado hilo sin puntada.

El 20 de mayo de 1309, lo que podríamos denominar el gobierno de Francia (no existía tal cosa, pero los que fueron a la reunión con el papa eran los que más se parecían a ello) se reunió con el vicario de Cristo para convencerle de los denodados esfuerzos que el rey Felipe había hecho en pro de la cristiandad, esfuerzos que, a su juicio, le hacían acreedor de recibir algunos eurillos de las plusvalías de los templarios.

El papa reaccionó, nos dicen las crónicas, con gran indignación, y bramó que los templarios no eran aún culpables y que había que dejar a la Iglesia hacer su trabajo. Mientras se quedaba con las riquezas, claro (no puedo evitar apostillar que, en esas condiciones, tampoco yo tendría prisa alguna).

A regañadientes, el rey francés admitió los términos del papa y, algunas semanas después, llevó ante él a los templarios que tenía detenidos para que confirmasen sus declaraciones. El papa había aducido que muchos de ellos habían confesado bajo tortura y que esa declaración, por lo tanto, no podía tomarse muy en serio (por alguna razón que no me explico, para cuando, dos siglos después, la Inquisición española comenzó a apiolarse judíos, conversos y herejes, el Vaticano había olvidado este argumento). Sin embargo, para sorpresa suya, los testigos confirmaron las acusaciones. Bueno, sorpresa, sorpresa, lo que se dice sorpresa… Estaban presos y, lo más importante, sabían que podían volver a ser torturados.

El caso es que el papa, ante las evidencias que el ladino Felipe colocó frente a él, no tuvo más remedio que condenar a los templarios franceses y admitir, por lo tanto, el derecho del rey a incautarse de sus bienes. Se convocó para 1.310 con concilio en Viena, en el que la orden del Temple debería justificarse.

La investigación contra la orden en sí quedó en el ámbito del papa, mientras que la de sus miembros la harían los obispos (es decir, los poderes temporales de cada país). A partir de agosto de 1309 comenzaron las investigaciones en paralelo, el papa por un lado, y los clérigos, asistidos por los poderes del rey de Francia, por su lado. Éstos siguieron deteniendo templarios y torturándolos.

El caso es que todo aquel montaje exasperaba a Felipe, pues había podido embargar los bienes de la orden, pero todavía no eran totalmente suyos, no hasta que la orden fuese disuelta. Por ello, en mayo de 1310 convocó él un concilio en Sens, bajo la presidencia del obispo de París, Felipe de Marigny. Dicho concilio condenó por relapsos a 54 templarios que habían abjurado de sus autoacusaciones, y los quemó vivos. O sea, envió un mensaje a todo el Temple francés: aquí el que niegue lo de los esjarros al crucifijo va a la hoguera. Et vive la France!

Comenzó a haber codazos en los palacios inquisitoriales. Los templarios acudían en masa a confesar. Eso sí, esto ocurría sólo en Francia. En Portugal, España, Alemania e Inglaterra, extrañamente, no se producían estas confesiones espontáneas.

El Vaticano celebró su concilio vienés el 16 de octubre de 1311. En el mismo, el papa proclamó la bula Vox in excelsis la cual, entre otras cosas, dice:

El Consejo de la mayoría de los cardenales ha llegado a la conclusión de que la orden del Temple, en sí, no puede ser condenada en derecho, pues no ha sido inculpada en su totalidad. Pero como sería un escándalo que una orden con mala fama continuara subsistiendo, con lo cual ningún hombre de bien ingresaría en ella; puesto que muchos de sus miembros han confesado graves delitos y ya que sus bienes están en difícil situación y que, conforme a la opinión de la mayoría, el asunto no puede demorarse, se disuelve en virtud de provisión papal y se reserva la disposición de las personas y sus bienes.

Genial pieza ésta de justicia vaticana. O sea: no sé si eres culpable, pero como otros dicen que lo eres y eso hace pupita a tu imagen, voy y te disuelvo (corolario: entre difamador y víctima, elijo al difamador). Y dos, y que no falte: la pasta para mí.

Luego pasaron siglos preguntándose sobre las razones de la eclosión del humanismo cristiano y, algunos, todavía se preguntan por qué estaba tan cabreado Lutero.

Los bienes del Temple fueron trasferidos a la orden hospitalaria de San Juan, controlada por el papa. Una vez más, a Felipe le había tangado el santo padre. El rey francés hizo un nuevo intento presentando una factura de gastos por gestión de la cosa así como por haber administrado los bienes incautados, factura que París y Roma pasarían un huevo de años discutiendo.

El 19 de marzo de 1314, el Vaticano condenó a los cuatro grandes dirigentes del Temple (Jacques de Molay, Hugo de Pairoud, Geofroy de Gonneville y Charney) a cadena perpetua. El segundo y el tercero se quedaron calladitos al escuchar la sentencia, pero no así De Molay y Charney, los cuales protestaron vivamente. Como veremos, acabaron en el microondas por ese detalle.

El 11 de mayo se leyó la sentencia públicamente en París, y De Molay y Charney volvieron a decir, a voz en grito, que todo aquello era una capullada. En ese momento, fueron entregados al alguacil el cual, según el derecho de la época, debía entregarlos a la Inquisición para un nuevo proceso, condena y posterior entrega de nuevo al poder civil, pues no sé si sabéis que la Inquisición, en puridad, nunca quemó a nadie; se limitaba a condenar al personal a la hoguera y entregárselo a la policía para que los quemasen ellos.

No obstante Felipe, encabronado y jodido por haberse quedado sin las pelas, no esperó a la sentencia. Hizo llevar a los dos ex templarios a un cadalso frente a la catedral de Notre Dame y, allí mismo, los hizo quemar.

Una de las historias que ha animado más las teorías de mistagogos y otros charlatanes es la tradición según la cual De Molay, ante la pira, vaticinó el fin de la dinastía de los capetos, fin que se produjo, como sabemos, con la decapitación del Luis XVI durante la revolución francesa. Importante chorrada. Es bastante lógico que De Molay, puesto que iba a ser quemado vivo por el rey, no le fuese muy partidario; así pues, tampoco es tan extraño que vaticinase el fin de él y de su familia. Si dicho fin se produjo cuatrocientos y pico años después, no parece una predicción muy acertada. Yo mismo puedo predecir en el presente post que algún día la familia del presidente del gobierno sufrirá de molestísimos picores; en 400 años, anda que no hay tiempo para que algún Zapatero pille una urticaria.

En España, la cosa fue de forma diferente. El reino de Navarra masacró a los templarios, dada su cercanía con Francia. Cataluña, Aragón y Valencia emitieron sentencia el 4 de noviembre de 1312, proclamando los templarios absueltos y libres de toda sospecha (al estar la orden disuelta, los bienes del Temple pasaron a las órdenes de Montesa y de San Juan). Castilla y Portugal también absolvieron a sus templarios con fecha 21 de octubre de 1310. Los bienes portugueses se fueron a la orden de Cristo; los de Castilla se los apioló la corona.

Fue, pues, una movida por lo de siempre: por la pasta. Y, sinceramente, no creo que los legajos que ahora el Vaticano va a hacer públicos cambien eso.