martes, mayo 05, 2020

Fernando (39: el rey, en España)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

El 28 de marzo, se recibe en Madrid un oficio del teniente general Copons en el que informa de la llegada del rey a Gerona. La cosa no había sido del todo fácil. El día 19, teniéndolo Copons todo preparado para recibir a Fernando en Báscara, el jefe de la región militar recibe una comunicación de los franceses en la que se le dice que el Gobierno francés ha decidido conducir a Fernando, bajo la denominación de conde de Barcelona, a la Ciudad Condal. Copons se negó. Napoleón, de hecho, había ordenado cuando Fernando todavía estaba en Francia que fuese retenido hasta que la devolución de todas las guarniciones francesas fuese segura; el general Suchet, sin embargo, juzgando que, en la situación general de Francia, ya el tema de España era menor, resolvió no cumplir dicha orden, o cumplirla a medias, puesto que le propuso a Fernando quedarse con su hermano Carlos apenas dos días; en efecto, el infante quedó en poder de los franceses dos días más, tras los cuales fue liberado.

El día 22, el rey llegó a Figueras, y allí se dio el primer baño de multitudes que lo vitorearon apasionadamente. Se rumorea que la inmensa mayoría de quienes lo adularon eran catalanes.

En Gerona, Copons le manifestó a San Carlos que tenía una carta de la Regencia para el rey. Fernando, tras leerla, redacta una contestación en la que se limita a asegurar que “me enteraré de todo, asegurando a la Regencia que nada ocupa tanto mi corazón como darla pruebas de mi satisfacción y de mi anhelo por hacer cuanto pueda conducir al bien de mis vasallos”. Fernando, pues, está ya apuntado a la táctica de no comprometer demasiado por escrito, pues ya vino desde Valençay tramando la idea de cargarse la labor de la Regencia y de las Cortes. El día 28, la expedición reinició su viaje a Madrid pasando por Valencia, es decir, la ruta prescrita por los regentes. Llegó a Zaragoza a las tres de la tarde del 6 de abril, miércoles santo. Allí estuvieron hasta el 11.

En realidad, todo empezó en Daroca, pues fue ése el punto en el que Copons, que era el jefe del ejército español en el área catalana, los dejó. La noche de su llegada a la población, se reunieron en conciliábulo el rey, su hermano (liberado hace días), San Carlos, los duques de Osuna y Frías, Palafox y el conde de Montijo, a quien ya conocemos (es el famoso Tío Pedro del motín de Aranjuez). Todos los citados, salvo Palafox, se mostraron defensores de la idea de que Fernando no debía jurar la Constitución. Finalmente, Palafox logró llevarse al duque de Frías a su flanco, mediante la propuesta de que Fernando acabase por firmar la Constitución con reserva de derecho, es decir, reservándose la posibilidad de modificar aquellos artículos que se opusieran a sus derechos legítimos. Osuna pareció volverse de este partido, pero sólo a ratos. Como consecuencia, la reunión se disolvió a la española, o sea, sin acuerdo.

Tengo yo por más que posible, aunque las fuentes son hueras en el sentido, que el Tío Pedro se ofreció a Fernando para agitar a las masas a favor de lo que, con seguridad, el Borbón estaba ya decidido a hacer, que era no firmar Constitución alguna. Montijo, en efecto, fue enviado a Madrid, para soliviantar a los barrios más humildes contra las Cortes. Porque, sí; ya sé que suena extraño y que no cuadra con según qué visiones; pero en ese momento, es claro que la mejor baza de Fernando eran los descamisados, y que las ideas de las Cortes eran cosas del Ibex. A lo mejor por esto es por lo que, en el fondo, no gusta mucho en los tiempos presentes repasar esta historia.

El 11 de marzo llegó a Valencia la nueva de que el rey pasaría por allí. El ayuntamiento tuvo que imponer impuestos al comercio, pues el tema lo pillaba sin el numerario necesario para agasajar al rey como se merecía. Para el rey y comitiva se reservó el palacio de Cervellón; mientras que al presidente de la Regencia, el cardenal Luis de Borbón y Vallabriga, se lo alojó en una casa particular.

Un día antes de la llegada física de Fernando a Valencia, comenzaron a publicarse en la ciudad dos periódicos absolutistas: El Fernandino, dirigido por Blas Ostolaza; y Lucindo, dirigido por Justo Pastor Pérez.

Ciertamente, prescribir el paso del rey por Valencia fue un gesto de sobradismo excesivo por parte de la Regencia. En realidad, la causa constitucionalista bien habría hecho evitando esa plaza, pues su capitán general, Francisco Javier Elío, era abiertamente contrario a las novedades liberales. En su inicio Elío, juzgando la causa liberal beneficiaria de mayor apoyo social, decidió obedecer las órdenes gubernamentales que recibía y, así, ordenó a su auditor, Matías de Gaztañaga, que redactase un manifiesto de bienvenida al rey bastante alineado con la causa constitucional. En las jornadas por venir, sin embargo, ambos, en comprobando que lo que el pueblo quería, mayormente, era la vuelta del rey absoluto, irían destapándose cada vez más.

El infante Antonio tuvo, o dijo tener, una indisposición que lo separó de la comitiva principal, lo que le permitió llegar a Valencia antes que su sobrino. Esa llegada prematura le permitió sondear voluntades y posiciones; bueno, se lo permitió más bien a Macanaz que lo acompañaba, porque a Antonio le faltaba neurona para conspirar, como para casi cualquier otra cosa. Macanaz creó pronto una pequeña célula absolutista en las habitaciones de su jefe, de la que formaron parte Juan Pérez Villamil, Miguel de Lardizábal, los dos directores de los periódicos citados, y mucha más gente con el tiempo. Desde el primer día que estuvo en Valencia, también con antelación pues se había separado de la comitiva, también acudió Escoiquiz.

Los absolutistas comenzaron a descararse cada vez más. El general Elío, por ejemplo, en presencia del infante Antonio y del cardenal de Borbón, presidente de la Regencia y, por lo tanto, máxima autoridad gubernamental, le pidió el santo del día al primero, cuando era al segundo al que debía cumplimentar con ese privilegio; gesto que provocó un cabreo monumental del cardenal, de natural acomodaticio y poco amigo de broncas. El cardenal de Borbón era el enviado lógico a Valencia, pues era la cabeza de la Regencia; pero he de decir que, en esto, una vez más, la propia Regencia y las Cortes se equivocaron. El buen curita presidía la Regencia por dos motivos: uno, el ser un Borbón, lo que le daba a la institución una pátina de continuidad; dos, que era de natural acomodaticio y poco amigo de las peleas. La primera de estas características era, ya, írrita. La segunda no era la mejor de las mejores para las jornadas que se iban a vivir y que, la verdad, los liberales en el gobierno de España tenían que pensar que irían más o menos por los carriles que fueron. Debieron, pues, las Cortes y la Regencia enviar a Valencia una diputación formada por personas con más criterio, y mayor voluntad de defenderlo.

El día 15, Fernando entra en tierras valencianas. El general Elío lo recibe en la raya con Aragón. El rey viene de Cataluña y Aragón recibiendo enormes muestras de afecto en cada pueblo, y en Valencia las cosas no cambian. Por la noche de aquel día, el mismo conciliábulo de Daroca vuelve a reunirse, aunque ya no está Montijo, que ha sido enviado a Madrid a conspirar. La asamblea, en todo caso, está crecida: está el infante Antonio, Macanaz, el duque del Infantado y Pedro Gómez Labrador. Y, por último, Carlos, el hermano del rey, quien hace un encendido discurso en contra de la firma de la Constitución, que será muy convincente para su hermano. Infantado, sin embargo, fue de la opinión de que no jurar era demasiado peligroso, así pues apoyó la idea de Palafox y Frías de un juramento condicionado. Aunque en la reunión no se alcanzó decisión alguna, parecía claro que Fernando estaba por la posición de no firmar la Constitución. Sin embargo, cobarde al fin y al cabo como había sido toda su vida, prefería no decirlo claramente, ni siquiera rodeado tan sólo por sus parciales, por ser consciente de que todavía no contaba con la fuerza suficiente para imponer sus deseos al país.

Al llegar al llano de Puzol, la comitiva real se encontró con la del presidente de la Regencia. El cardenal se detuvo para ver llegar a la comitiva real, pero no se bajó del caballo como sí hizo el ministro que lo acompañaba. Era la actitud lógica: en ese momento, Luis de Borbón era la máxima autoridad del Estado español y, por lo tanto, era Fernando de Borbón, quien no podía ser considerado todavía rey de España, quien tenía que ir a saludarle. Fernando, sin embargo, se quedó clavado y esperó todo lo que hizo falta, hasta que el acomodaticio cardenal se acercó a cumplimentarlo. Fernando lo recibió ceñudo y le alargó la mano. El Regente se la estrechó, momento en el que Fernando hizo fuerza para llevarla a los labios del cardenal y que se la besase. Luis de Borbón hizo fuerza en contrario pero, finalmente, cuando Fernando lo conminase: “Besa”, le otorgó el ósculo.

Las Cortes de Cádiz, ya lo he dicho, habían buscado en Luis de Borbón el candidato ideal para presidir la Regencia, puesto que era miembro de la familia de los reyes, aunque bastante indirecto; además, era cardenal. Luis de Borbón les garantizaba, pues, el contacto de lo nuevo con lo viejo; pero, la verdad, fue un error casi desde el primer tiempo. A Luis de Borbón siempre le costó llegar hasta donde la Regencia y las Cortes querían llegar y, la verdad, su actuación durante las jornadas de Valencia fue, digamos, manifiestamente mejorable.

Seguido a esa anécdota entró Fernando en Valencia. Como un síntoma claro de lo que iba a pasar, en el besamanos que se celebró inmediatamente en el palacio de Cervellón, uno de los intervinientes, el canónigo Juan Vicente Yáñez, hizo un discurso para exigir la reinstauración de la Inquisición. Desde ese mismo día, Fernando daba a las tropas el santo y seña cada noche, bien sabedor de que ésa era una competencia de la mayor autoridad del Estado, esto es, el presidente de la Regencia. Al día siguiente, regresando de misa, Fernando pasó delante del regimiento donde estaba Elío, y éste hizo una arenga en la que afirmó: “la sangre que resta a todos los soldados españoles se verterá por aseguraros en el trono con la plenitud de los derechos que os concedió la Naturaleza”.

El 11 de abril, como es bien sabido, tras ser destituido por el Senado, Napoleón abdicaba, y el día 12 el conde Artois entraba en París, representando al Luis XVIII.

El 1 de mayo, tras mejorar de su gota, se anuncia la partida de Fernando de Valencia el día 5. Ese día el pueblo valenciano se concentra en la vieja plaza de la Virgen de los Desamparados, rebautizada plaza de la Constitución, arranca la placa, y pone otra donde dice Real Plaza de Fernando VII.

En fin, volvamos atrás.

Como ya hemos contado en su momento, cuando Fernando se fue de Madrid camino de Burgos, dejó el país en mano de una Junta presidida por el subnormal de su tío. La forma en que esos gobernantes se desempeñaron, deglutiendo ciruelo tras ciruelo que les presentaban los franceses, los apartó de la gente, que se montó la cosa del gobierno a su bola. Lógicamente, tras los sucesos del 2 de mayo, cuando los franceses despacharon a Bayona a los miembros de la familia real, Murat se enseñoreó de la Junta. El hecho, pues, de que el gobierno formal de España hubiera quedado en manos del enemigo provocó el movimiento juntero en toda España, espontáneo y autónomo. Pronto, sin embargo, las distintas juntas montadas en diversos rincones de España sintieron la necesidad de articularse y coordinarse. Después de Bailén y de la salida de Madrid de los franceses, muchos de estos enlaces entre juntas se reunieron en la capital y en Aranjuez. El 25 de septiembre de 1808, en esta última villa, representantes de las juntas crearon la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, bajo la presidencia de Floridablanca y la secretaría de Martín Garay.

La Junta, que desde luego siempre se conformó como el gobierno de un reino provisionalmente sin rey, debía convocar unas Cortes y crear una Regencia. Jovellanos, el auténtico alma teórica de la Junta, propuso la convocatoria para el 1 de octubre, momento hasta el cual se debía nombrar una Regencia de cinco individuos. Una minoría, sin embargo, se mostró contraria a estos designios, por lo que la convocatoria se retrasó al 7 de noviembre. Estas Cortes, sin embargo, nunca se reunieron a causa de lo mal que iba la guerra.

La Junta creó una Junta Militar para la dirección de la guerra; Junta que creó cuatro ejércitos al mando de los generales Vives, Castaños, Blake y Palafox.

Cuando Napoleón entró en España a hostia limpia y los españoles fueron barridos en la sierra madrileña, para la Junta Central estuvo bien claro que mejor se iban de Aranjuez. Pensando inicialmente instalarse en Badajoz, lo acabaron haciendo en Sevilla el 16 de diciembre. El 28 moría Floridablanca, que fue sustituido por el marqués de Astorga.

A pesar de estos malos momentos, la Junta tenía muy claro que tenía que convocar unas Cortes. En pura lógica absolutista, la convocatoria tendría por motivo principal proveer los medios para la guerra. Pero aquí, como sabemos, es donde las cosas cambiaron bastante.

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