miércoles, mayo 02, 2012

Juros


Desde que existen los pueblos organizados, existen los impuestos. Y existen de una forma muy parecida, en realidad, a como son hoy en día. Sin embargo, si todo ha evolucionado, los impuestos también lo han hecho. 

En su inicio, el impuesto era un pago de pleitesía que los pueblos sometidos pagaban a su sometedor; era algo bastante parecido a una exacción mafiosa: literalmente, quien pagaba impuestos, lo hacía para no ser masacrado o esclavizado por quien se los cobraba. 

Con el nacimiento de Estados más centralizados, todo el mundo tuvo que empezar a pagar impuestos, incluso los ciudadanos de la nación impositora; aunque bien es verdad que la exención a los más ricos es cosa muy antigua. El impuesto, en su inicio, comenzó gravando los momentos en los cuales Estados sin ordenadores podían aspirar a controlar la existencia de ingresos gravables: la posesión registrada (es decir, la de bienes raíces); y el consumo. Así, los primeros impuestos gravan la propiedad inmobiliaria (con la obligada exención eclesial), determinados tipos de consumo (los más habituales: sal, vino, trigo…) y el tránsito de mercancías (los famosos portazgos). Muchos de estos impuestos son fijados en su totalidad, para después pasarse a la siempre delicada labor de distribuir el pago entre los contribuyentes; labor que no estaba exenta de enfrentamientos y problemas sin cuento.

Hay una cosa que hoy es moneda común en nuestro sistema fiscal y que, obviamente, en los primeros Estados que perfeccionaron sistemas fiscales no pudo ser posible. Una cosa que parece no tener importancia pero que, sin embargo, es fundamental para entender la suerte financiera de los Estados medievales: esa cosa se llama retención.

La retención de Hacienda es lo que hace que la financiación de los gastos públicos pueda ser fluida y continuada. De no existir la retención, el Estado depende teóricamente, para la realización de sus gastos, del momento en que la recaudación se produce. Sin posibilidad de retenciones, el presupuesto de ingresos públicos se hace notablemente impredecible y volátil.

Pero para poder practicar retenciones impositivas, un Estado necesita tener dos cosas de las que el Estado medieval carecía: una administración recaudadora centralizada (que no existía: muchos impuestos eran territoriales, y otros tenían la recaudación arrendada a particulares); y capacidad de registro rápido de información (que tardaría casi 1.000 años en llegar).

De alguna manera, es por esta falta de capacidad recaudadora constante que nace, al menos en España, el fenómeno de la deuda pública. La emisión de empréstitos, en efecto, tiene, entonces como ahora, la gran ventaja de que el Estado, como emisor, controla cuándo va a buscar dinero, o sea cuándo lo obtiene. La emisión de deuda se adapta mucho más a las necesidades de gasto de las Administraciones; aunque tiene el obvio pero de que pagar impuestos le sale gratis a quien los recauda, mientras que la deuda, en tanto que préstamo, tiene un coste para quien la emite.

España lleva emitiendo deuda desde hace siglos, y no es ésta, desde luego, la primera vez que ha tenido problemas con la misma. Hablemos del orden de todo esto. Hablemos, por lo tanto, de los juros.

Un juro no puede considerarse un título, sino más bien un certificado. Era un papel por el que se definía un privilegio a favor de la persona citada en él. Esta persona declaraba entregar al rey un capital y, a cambio, el rey le concedía el privilegio de cobrar una parte de determinados impuestos, citados en el documento, hasta una cantidad prefijada. En realidad, por lo tanto, era como una deuda, porque el capital cobrado no dejaba de ser el rendimiento esperado por la inversión; aunque se parece más a la figura de lo que hoy conocemos como deuda subordinada, puesto que dicho rendimiento estaba vinculado a la recaudación efectiva del impuesto designado.

Los juros, por lo tanto, y contra lo que ocurre hoy con la deuda pública, que en cada emisión es igual para cada comprador, eran, cada uno, de su padre y de su madre. Las características del juro que lo hacían diferente en cada caso eran:
  1. El capital a percibir, o sea el interés, era distinto en cada caso. El rendimiento figurante en el privilegio no era el fruto de ningún mercado, sino de la negociación directa entre la Hacienda del rey y el emisor (o un intermediario que éste designase, porque todo debía de hacerse en la Corte). En ocasiones, la corona pactaba con grandes banqueros, entregándoles grandes paquetes de juros para su colocación entre el público, operación en la cual pactaba con los banqueros un rendimiento mínimo por los títulos (con lo que los bancos operaban como lo que modernamente llamamos aseguradores de la emisión); pero el tipo efectivo final dependía de la negociación entre bancos e inversores.
  2.  Los impuestos a los que estaban vinculados eran impuestos concretos. O sea, si hoy se emitiesen juros, no se emitirían contra la recaudación del IVA en particular; sino, por ejemplo, contra la recaudación del IVA en Aranda de Duero. Dos juros, pues, no eran iguales, porque los impuestos a los que estaban vinculados podían tener diferentes perspectivas de recaudación. Es importante entender que, el año que la recaudación afectada era insuficiente, el Estado no tenía obligación alguna de compensar la deuda con otros ingresos (es decir: si un año no se recaudaba suficiente IVA en Aranda de Duero, el pago no tenía que producirse con el impuesto del alcohol de Burgos o el IVA de La Coruña; el inversor, simplemente, se quedaba sin sus intereses).
  3. El modo de reembolso de los juros otorgaba prelación de cobro a los más antiguos. Por lo tanto, los juros con mayor antigüedad eran más seguros, porque su cobro era más cierto. De esta manera, los juros suponían una vía de financiación muy estable para tomadores de muy largo plazo; notablemente, la Iglesia.

La emisión de deuda pública por parte de los monarcas, como operación financiero-fiscal, surgió más o menos con los Reyes Católicos; los cuales se encontraron una realidad (común a toda Europa) por la cual, en las décadas anteriores, eran las ciudades las que se habían endeudado de una forma muy fuerte, lo que hizo necesaria la intervención del Estado central, por así decirlo.

Los juros nacieron como una forma que encontraron los reyes de atraerse el poder de la nobleza. Por medio de estos privilegios, los nobles recibían unos ingresos del Estado, normalmente durante una o varias vidas, motivo por el cual estos títulos se denominaban “juros de por vida”. Sin embargo, el juro verdaderamente ligado a las vicisitudes financieras del Estado es el denominado “juro al quitar”, que es el que acabamos de describir, por el cual se comprometía una parte de los ingresos impositivos. Visto con ojos modernos, se podría decir que los juros, más que Deuda Pública, consistían en una especie de securitización o titulización de los ingresos impositivos.

Los juros, sin embargo, no tenían, como hoy en día, un valor actual, ni una duración financiera. Si la deuda actual compromete unos pagos periódicos de intereses durante un determinado tiempo (un año, cinco años, diez años…), el juro era de carácter indefinido, por lo que su poseedor obtenía su cachito de impuestos para siempre; pero, a cambio, era redimible por el rey en el momento en que considerare. Momento en el cual, la corona satisfacía el principal un día entregado, y la obligación de satisfacer el “situado” (así se llamaba la cantidad de intereses a abonar) desaparecía. La ausencia de graves fenómenos inflacionarios hacía que no hubiera necesidad de hacer más previsiones en la amortización del capital.

El tomador del juro recibía el original del privilegio, mientras que la denominada Contaduría de Las Mercedes retenía una copia. La Hacienda castellana llevaba una meticulosa contabilidad de los juros existentes y los compromisos de pago que devenían, algo que era fundamental para ella porque, en buena parte, la marcha de su presupuesto dependía de la buena fama de estos títulos, es decir de que los inversores confiasen en ellos (hoy diríamos: les diesen un rating alto); y eso sólo se conseguía llegando puntualmente con los pagos.  La necesidad de que los juros tuviesen una total confianza del mercado explica que se pagasen al contado, y en plata.

Los poseedores de los juros eran libres de enajenarlos, total o parcialmente. Esto es algo que solían hacer mucho los compradores cuando necesitaban dejar una garantía de pago (lo cual, de nuevo, demuestra la altísima confianza que se tenía en Castilla hacia estos títulos). Cada vez que se vendía un juro, era necesario comunicarlo a la Hacienda, pues ésta sólo guardaba notaría del titular inicial del privilegio. En el caso de que el juro fuese vendido a varios poseedores, además, era necesario que la Contaduría extendiese otros tantos privilegios nuevos correspondientes a cada cuotaparte de la operación.

Durante el siglo XVI, los juros se pagaron religiosamente. Fue ésta, además, la etapa en la que Carlos V y su hijo Felipe le dieron una vuelta de tuerca genial a este sistema, generando un capitalismo popular que está en los cimientos de la hegemonía castellana de la época: sobre Aragón y Portugal, en lectura interna; y sobre el resto del mundo, en externa.

Ya hemos dicho que los juros nacieron para lucrar con ellos a los nobles y a los monasterios. Sin embargo, en la España carlina y filipina había otros elementos importantes del quehacer económico, que es lo que hoy llamaríamos altoburgueses: laneros, trigueros; prominentes primeros financieros, que se lucraban de la plata de Indias. Todos estos personajes, acumulados en las ciudades, tienen una importancia en la Historia que habitualmente les negamos. No se suele decir, sin ir más lejos, que, siglos antes, son ellos, en muchos casos, los responsables de que se levantasen las catedrales, pues son sus donaciones (no, desde luego, las de los nobles) las que hacen posibles esas obras hercúleas. En los tiempos del Renacimiento castellano, el dinero de los burgueses acomodados construirá otra gran catedral que llamamos poder imperial. Ellos, en mucha mayor medida que nadie más, comprarán los juros. Por ellos es por lo que, a la llegada a Sevilla de los barcos de América, el gobierno de Madrid enviará delegados con la cartera repleta de juros a la venta. Castilla es, entonces, una economía absolutamente próspera (y lo seguirá siendo, más o menos, hasta que la solidaridad con el resto de España sacrifique una parte de los réditos de la ganadería y las industrias típicas del territorio), y sus empresarios tienen recursos suficientes como para comprar unos títulos de cuya seguridad, además, no dudan.

Los juros, además, hicieron florecer en Castilla la intermediación financiera. El Estado vendía muchos títulos directamente (igual que ahora los vende en su web), pero también hizo uso de intermediarios, como es lógico puesto que, ya lo hemos escrito, el Estado no tenía delegaciones, y todo debía hacerse en Madrid.

Con todo, los intermediarios más habituales fueron los banqueros del rey, habitualmente genoveses. El Estado renacentista español tenía tres fuentes de financiación: 
  1. Los impuestos, que eran la base de todo pero se cobraban con retraso y a través de intermediarios.  
  2. Los juros.
  3. Los llamados asientos, que no eran sino préstamos concedidos por banqueros para resolver los problemas de tesorería del gasto público, o salir en auxilio de alguna necesidad imperiosa surgida por alguna guerra.

Los asientos eran la forma más rápida de obtener dinero, y por eso Castilla siempre abusó de su recurso; algo que pagaría caro cuando su poderío económico se esfumase. Los banqueros, sin embargo, siempre querían algo en garantía y, contra lo que se pueda pensar, no siempre esa garantía se podía ejecutar contra las remesas de plata llegadas de América, porque buena parte de lo que traían los barcos era para particulares.

En realidad, el mejor elemento para satisfacer a los banqueros eran los juros. Así, los juros podían utilizarse, en terminología actual, como una garantía colateral (algunas veces, la operación se parece incluso al comprador de dos derivados de signo distinto, que con ello se cubre de los riesgos), en el caso de que el asiento aun estuviese en plazo de pago; o como una especie de aval de descuento, en los casos, que eran muchos, en que la corona se retrasase en el reembolso del asiento, y lo pagase con juros.

De hecho, la interacción entre juros y asientos provocó la creación de los denominados juros de caución. Era un juro que se entregaba al banquero que prestaba dinero al rey, con el compromiso de mantenerlo en su poder, pudiendo venderlo sólo en caso de producirse impago del asiento original (lo cual se parece a una especie de opción o incluso, si nos ponemos muy pollas, un credit default swap). La presión de los banqueros, a los que los activos ilíquidos nunca les han gustado, hizo que estos juros finalmente se hiciesen enajenables incluso antes del impago (con lo cual pasaron a operar con una especie de reaseguro, pues en la venta del juro el banquero traspasaba el riesgo de crédito a su cliente; y, si entonces hubiese existido Bloomberg, su cotización secundaria habría aportado información precisa sobre las previsiones del mercado en torno al cumplimiento del presupuesto de ingresos de la corona).

Esta actividad generó la primera situación en la Historia de España de otro tema que hoy está muy en boga: el endeudamiento externo. Los banqueros de la corona era, o bien genoveses, o bien judíos portugueses huidos de España tras la expulsión. Pero la población fundamental era la primera (los genoveses, por cierta, eran especialmente odiados por los catalanes, quienes los llamaban moros blancos), por lo que estos banqueros, que obtenían sus pasivos de clientes italianos, procedieron, en el marco de estas operaciones, a venderle juros masivamente a estos italianos.

Durante la edad de oro de los juros, todo esto fue oro molido para la banca: ganaba dinero con los asientos (que se devolvían) y ganaba dinero con la intermediación de los juros.

El prestigio de los juros se basaba en una sola cosa: que la emisión se correspondiese con los impuestos comprometidos. Sólo de esta manera, quien compraba el juro cobraba, y el mecanismo podía seguir siendo de confianza. El problema surgió a partir del segundo cuarto del siglo XVII, cuando las obligaciones imperiales españolas, y el agotamiento del crecimiento acelerado en Castilla, comenzaron a estancar las posibilidades de la Hacienda, sin que ésta dejase de emitir juros por ello.

Había llegado el momento de crecer los juros.

El crecimiento de un juro significa, en realidad, su abaratamiento. La razón del uso de la palabra está en que los castellanos de la época desconocían el uso financiero del porcentaje y, consecuentemente, expresaban la rentabilidad de los juros poniendo en relación nominal e intereses. Los juros, así, eran, por ejemplo, de 10.000 el millar. Esto quería decir que el tomador pagaba 10.000 maravedíes a cambio de un derecho sobre 1.000 maravedíes del impuesto de que se tratase. Es lo que hoy llamaríamos una letra al 10%, en principio perpetua.

En la operación de crecimiento, la corona invitaba al tomador a acrecer el pago realizado (de ahí lo de crecimiento), conservando el pago de intereses. Por ejemplo, si un juro de 10.000 al millar se acrecía el doble, el tomador pagaba 10.000 maravedíes más, y se convertía en poseedor de un juro de 20.000 al millar. O, lo que es lo mismo: el Estado, que le debía un 10%, ahora le debía un 5%. El crecimiento de juros era, pues, una quita en toda regla.

El otro gran acto que podía realizar la Hacienda era el desempeño del juro; esto es, hacer uso de la potestad de la corona de devolver el principal, extinguiendo toda obligación de pago y liberando la recaudación tributaria correspondiente. Normalmente, el desempeño se hacía sobre títulos antiguos a alto tipo de interés, seguido de emisión de nuevos juros a un tipo menor.

¿Por qué los inversores aceptaban estas cosas? En primer lugar, porque la puntillosa administración castellana, heredera de la obra filipina, recababa constante información sobre la marcha de las cotizaciones en todas las ciudades y, por lo tanto, sabía cuándo acrecer y desempeñar con expectativas de esperar demanda para ambas operaciones. En segundo lugar, porque los juros seguían siendo una fuente de ingresos considerada razonablemente estable, y los empresarios castellanos, sometidos a los caprichos del clima, las enfermedades del ganado, los mercados internacionales, las guerras, etc., veían en esta inversión una cobertura razonablemente segura.

El sistema hizo crisis, como digo, cuando el situado de los juros vino a equivaler, prácticamente, con las posibilidades recaudatorias de la Hacienda Real. Fue, como digo, el momento en el que empezaron los crecimientos masivos: de ser operaciones selectivas pasaron, a partir de 1608, a afectar a la totalidad de la deuda de unas determinadas características. Las operaciones masivas generaron vivas protestas, especialmente por los tomadores de los juros más antiguos (que eran, ya lo hemos dicho, los que tenían un cobro más seguro).

En la tercera década del siglo XVII, los juros empezaron a experimentar problemas de demanda. Por primera vez, se encontraban con que el mercado empezaba a ser renuente a comprar los privilegios. Al reiniciarse la guerra de Flandes, ya reinando Felipe IV, el gobierno tuvo que decretar algo muy parecido a una quita o suspensión de pagos, pues redujo el rendimiento de todos los juros que estuviesen dando más del 5%; y, además, lo hizo sin desempeñarlos (amortizar el principal) ni crecerlos, sino, directamente reduciendo el rendimiento. A partir de 1630, la demanda de juros prácticamente desapareció, momento en el cual la corona comenzó una carrera desenfrenada por reducir su nivel de endeudamiento, primero dejando de pagar con plata y pasando a pagar con moneda de vellón; y, después, aplicando descuentos unilaterales en el interés, conocidos como la annata y la media annata. La medida se planteó como algo provisional y provocado por la grave crisis de las finanzas públicas de 1630, pero cinco años después se eternizó, convirtiéndose de facto en una especie de Tasa Tobin, es decir un impuesto sobre la adquisición de deuda pública. Todavía en 1727, seguía la corona peleando con este monstruo de deuda, decretando una modificación unilateral del nominal de los juros de 20.000 al millar a 33.000 al millar. Pero, al revés que un siglo antes, esto no se hacía obteniendo la diferencia del tomador; era, ya, una simple y pura quita del interés.




Quien quiera profundizar en lo que aquí se ha contado, puede acceder, gratuitamente, a un excelente trabajo, de cuya introducción he sacado buena parte del contenido de este post. Se trata del análisis Oferta y demanda de deuda pública en Castilla. Juros de alcabalas (1540-1740), debido a Carlos Álvarez Nogal y publicado en las series de Historia Económica del Banco de España. Pero a quien le guste bucear en las librerías usadas le interesará buscar el monumental La Hacienda del Antiguo Régimen, del maestro Miguel Artola; y, si busca mucho más, puede tener la suerte de encontrar un libro delicioso, titulado Hacienda Pública de España, obra de Ramón de Espínola. La edición que yo tengo es de 1849, Imprenta de Manuel de Campo, Madrid.

Asimismo, quien quiera empaparse de los crecientes problemas que el presupuesto militar creó a la Hacienda española, debería leer el insuperable Guerra y decadencia de I. A. A. Thomson.

Yo, ya lo siento, pero es que tengo debilidad por la Historia de los Impuestos.

lunes, abril 30, 2012

Una guerra de viñetas (1)


Esta viñeta, cuyo autor desconozco  (firma en la esquina inferior izquierda, pero no la decodifico), fue publicada el 18 de febrero de 1937 por el Diario Vasco. En zona republicana, pues.

Resulta una viñeta realmente excepcional por la forma directa con la que trata el tema de la sexualidad libre. Asunto que en los años treinta del siglo XX era tabú en España, también en zona republicana.

En este caso, sin embargo, el tema se pone al servicio de uno de los asuntos preferidos de los caricaturistas republicanos: la presencia de tropas moras en el bando nacional. La propaganda republicana hizo esa presencia mayor de lo que realmente era; la motejó de intolerable interferencia de tropas no españolas (lo que se dice ver la paja en ojo ajeno y blablabla); y, sobre todo, acusó a los moros de realizar crueldades sin fin, entre las cuales se encontraba en lugar preferente la violación de las mujeres. De esta manera, se trataba de construir una oposición total, civil y militar, al avance de las tropas nacionales.

El pretendido desenfreno sexual de los moros es aquí sublimado en otra cosa diferente. Aparece el soldado junto a una mujer entrada en años, que sonríe satisfecha. El diálogo que acompaña a la viñeta es:

- Usted es de los buenos...
- Yo ser... regular.


El diálogo juega con el doble sentido de la expresión "de los buenos" (la señora, de clase alta, considera a los nacionales los buenos); de la expresión "ser regular": ser regular en la cama, o pertenecer al cuerpo de regulares.

No era nada habitual, en la chistología de la época, ni en sitio alguno en realidad, explotar la figura de la mujer entrada en años (y en kilos) que, a pesar de ello, da pasos para darse una alegría al cuerpo; menos aún puliéndose a un moro. Es por ello que os la traigo aquí.

Kurdos


El imperio otomano podría considerarse una de las mayores, si no la mayor, irregularidad de la Historia moderna, a juzgar por los muchos problemas que a la postre creó desapareciendo.

Ciertamente, todos los imperios de gran tamaño que un día dejan de serlo legan en herencia al mundo un rosario de enfrentamientos, traiciones y acciones disolventes; eso lo saben bien los herederos de Alejandro, o los últimos emperadores romanos. Son, tal vez, los chinos los únicos que han conseguido desmantelar su imperio sin perder la cohesión territorial y social; aunque eso lo hicieron, en buena parte, a base de sustituir un imperio por otro.

Una de las consecuencias terribles del desmantelamiento del imperio turco es la cuestión kurda; la cual, pese a encontrarse actualmente algo más, digamos, solucionada, sigue siendo un elemento desequilibrante de primer nivel en el Oriente Medio.

La minoría racial kurda es considerada la mayor de las existentes en el mundo que carece de un Estado propio. Su “nación” se extiende por territorios situados en las actuales Turquía, Irán, Irak, Siria y la antigua URSS (sobre todo, Azerbaiyán). Aunque también hay comunidades kurdas, que han tenido su importancia, en Jordania, Líbano, Yemen, Afganistán, Pakistán y Europa, en una situación genérica que se parece mucho, o más bien muchísimo, a la diáspora palestina. Los kurdos, sin embargo, históricamente han cometido el error de no meterse con un pueblo en el punto de mira de la opinión pública occidental, como el de Israel. Esto los ha convertido en palestinos de baja intensidad.

Los kurdos son considerados originarios de cierta mezcla de etnias arias en el norte de Mesopotamia. Los arqueólogos, hasta donde yo sé, han podido datar la presencia kurda en sus tierras aproximadamente 2.500 años antes de Jesucristo. En el llamado desfiladero de Derbendigaver, por ejemplo, se han encontrado unas inscripciones que relatan guerras entre kurdos y acadios; lo que demuestra que los kurdos de entonces no eran muy listos seleccionando enemigos, pues pocos cabrones había en la zona más cabrones que los acadios. De los kardoka habla Xenofonte en su Anábasis, relatando que eran excelentes jinetes.

Cuando, allá por el 614 antes de Jesucristo, el rey medo Ciaxares arrasa Assur, mandando a tomar por culo a los asirios y su política de dominación esclavista sobre el resto de los pueblos mesopotámicos, los kurdos forman parte de la alianza ganadora. La interpenetración entre kurdos y medos hizo que cuando algunas de las tribus de éstos últimos se hicieron mazdeístas, los kurdos se convirtiesen también en adoradores de Zoroastro. Aunque no pocos de los kurdos desarrollaron otra creencia, preislámica, conocida como yazidismo. Una creencia que ha dado para mucho en los discos duros de los polla-escritores históricos, que alguna vez han hecho juegos malabares con estos kurdos llamados “adoradores del diablo”, no creo yo que con mucha base. El yazidismo creía en la existencia de siete ángeles custodios del mundo (supongo que no habrá un solo católico que se atreverá a levantar la mano y decir que creer esto es una chorrada), de los cuales el principal, Melek Taus, también llamado Shaytán, ha sido identificado con Satán. Identificación que tampoco está tan clara, la verdad.

Toda esta libertad religiosa quedó bastante más que en entredicho con la llegada de las siempre democráticas mesnadas mahometanas. Los hombres del Islam se apiolaron a los relapsos, quemaron sus templos, e hicieron todo lo necesario para convencer a los kurdos de que debían abrazar la religión verdadera; cosa que ellos hicieron en buena medida, claro.

Kurdo era el joven Ziryab, mosulense de toda la vida, que llegó a formar parte de la corte bagdadí de Harum al Rachid, pero que fue rápidamente fichado por Abderramán II, quien se lo trajo a Córdoba, donde Ziryab, que por encima de todo era músico, fundó el primer conservatorio de música de nuestra Historia; conservatorio donde comenzaron a escucharse las armonías orientales que hoy en día brotan, en cualquier disco, de la garganta de Camarón de Isla y Enrique Morente, o de los dedos de Paco de Lucía.

Kurdo era el mayor general musulmán de la Historia, Saladino, el hombre que consiguió parar a los franj, como ellos llamaban a los cruzados (obviamente, trataban, sin éxito, de pronunciar la palabra “franco”) y los derrotó sin paliativos, merced a sus mejores tácticas, así como otras cosas sin importancia, como que la costumbre musulmana de lavarse tres veces al día para rezar tuvo como consecuencia de las mesnadas islámicas tuviesen muchas menos epidemias que los cruzados, los cuales, por mucho que sudasen dentro de sus lorigas, no se bañaban nada más que de vez en cuando, convirtiendo sus cuerpos en una especie de Marina d’Or pulguera, piojera y chinchera.

Saladino, que tan bueno fue para los musulmanes en general fue, sin embargo, bastante mal estadista para los kurdos, pues no creó una nación cohesionada. Los kurdos siguieron siendo pueblos unidos por una lengua, una cultura y unas tradiciones, pero divididos en pequeños reinos feudales. Cerca de ellos, sin embargo, medraban los mamelucos en las armadas árabes, proceso que se combinó con la emigración masiva de los turcomanos, empujados por la marea mongol, cohesionando el proyecto de un imperio otomano.

De forma un tanto inexplicable (pero sólo un tanto, pues hasta el muy cristiano Rodrigo Díaz de Vivar ofreció su espada a señores caldeos), los kurdos engrosaron las tropas del sultán turco Selim quien, el 23 de agosto de 1514, frenó la expansión hacia el Oeste de los persas, lo que acabaría provocando el dibujo de las actuales fronteras entre Turquía e Irán, es decir la primera división seria de los kurdos entre dos naciones.

A principios del siglo XIX, el sultán otomano Magmud II inicia una política centralizadora que compromete el poder de los señores feudales kurdos. Con consecuencia de ello, se producirán las sublevaciones kurdas de Abdulrrahmán Pachá (1806); Mir Mohamed, algunos años más tarde hasta su asesinato en 1837; Yezdan Sher (1855); y, finalmente, Obeidullah, en 1880.

El imperio turco, en todo caso, da la vuelta al siglo en medio de muchas más revueltas nacionalistas, no sólo kurdas, sino también albanesas, griegas o armenias. Todo esto hará crisis en la Gran Guerra, que los turcos pierden por haberse aliado con Alemania.

En el Tratado de Mudros, 30 de enero de 1918, desparece el imperio otomano. La Turquía superviviente, apenas Anatolia, es obligada en el Tratado de Sèvres a aceptar la autodeterminación de Armenia y el Kurdistán. Los kurdos, pues, rozan la independencia; pero no la conseguirán porque el Tratado nunca se aplicará pues, en Turquía, todo cambia radicalmente con la revolución liderada por el joven militar Mustafá Kemal, Atatürk o padre de los turcos, quien se las arregla para expulsar a los dominadores extranjeros de su país y convence a los armenios de que se olviden de sus sueños independentistas mediante la realización de uno de los genocidios más vastos y bastos del siglo XX.

En 1923, Tratado de Lausana, Kemal fuerza la vuelta atrás de las condiciones de Sèvres; un año más tarde, funda la República Turca, de carácter nacionalista, hasta el punto de eliminar los restos de cultura árabe en el país y declarar el Estado no musulmán. Además, Kemal prohíbe a los kurdos residentes en su país cualquier expresión de su cultura y su lengua, y reprime con gran violencia las revueltas que se producen. En Turquía se dejan de editar mapas donde siquiera aparezca el Kurdistán.

En aquellos años y en el Kurdistán mosulí, situado fundamentalmente en el norte de Iraq, se descubrieron importantes yacimientos de petróleo. Esto, inmediatamente, hace que las potencias europeas recuperen un interés por esta zona que antes no tenían y, así, en el 1920, Gran Bretaña y Francia firman el acuerdo de San Remo, por el cual crean el fistro de Estado iraquí bajo su control. Ingleses, franceses y estadounidenses serán socios en la extracción de petróleo en la zona de Mosul.

Las sublevaciones kurdas reclamando el cumplimiento de las viejas promesas de la posguerra mundial son reprimidas. Igual destino viven los kurdos iraníes, perseguidos por el sha Reza Kahn.
En 1945 se crea, en Irán, el primer Partido Demócrata del Kurdistán, PDK, es decir la primera formación política organizada en defensa de los intereses nacionalistas kurdos. Es un movimiento que aprovecha la segunda posguerra mundial, y que da un paso más con la fundación de la denominada República de Mahabad, bajo la dirección del líder del PDK, Qazi Mohamed, así como, indirectamente, de la familia Barzani, venida desde Iraq.

Sin embargo, Mahabad durará apenas un año. La URSS, en cumplimiento de las previsiones de Yalta y otras conferencias, abandona el norte de Irán, con lo que el país queda en manos del Sha, para entonces aliado ya de Estados Unidos, el cual unifica la nación bajo su gobierno, eliminando el proyecto independentista kurdo. El 30 de marzo de 1947, muchos de los dirigentes de la efímera república, entre ellos su primer ministro, son ahorcados.

El líder kurdo Barzani será el único cabecilla importante que logrará huir de la represión producida con la caída de la República de Mahabad. Se refugia en la URSS donde permanece hasta 1958, cuando la monarquía feisalí de Iraq cae tras la revolución de Kassem. Sin embargo, tres años más tarde, ante la política iraquí de no reconocer los derechos del pueblo kurdo, Barzani volverá a la clandestinidad y al enfrentamiento.

En los últimos años del shanato proamericano en Irán, este país y Estados Unidos se convertirán en los grandes valedores del movimiento kurdo, no desde luego por convicción moral alguna, sino para así debilitar la posición de Sadam Husein en el interior de Iraq. Sin embargo, Husein capeará muy bien el temporal con el acuerdo alcanzando con su vecino persa relativo al uso del estuario de Chat-el-Arab, que supondrá el fin de la ayuda iraní a los kurdos. A partir de ahí, el dictador iraquí se aplicará contra los kurdos con una crueldad genocida, con episodios repugnantes como el bombardeo de la ciudad de Halabja con armas químicas, que produjo 5.000 muertes. En agosto de 1988, con el fin de la guerra con Irán, el régimen iraquí intensifica sus acciones represoras, causando un movimiento de centenares de miles de refugiados.

En Irán no le fue mejor. El PDK, dirigido por Abdulrahman Gasemlu, fue una de las formaciones que apoyó la revolución de los ayatolás; sin embargo, una vez llegado Jomeini al poder, la cúpula religiosa shií se olvidó muy rápidamente de aquel apoyo, con lo que los kurdos acabaron guerreando con los guardianes de la revolución. En Turquía, la fuerte implantación del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha generado diversos problemas al Estado, el cual, pese a considerar a los dirigentes del PKK meros terroristas, ha tenido que dar pasos liberalizadores, con un ojo puesto en su candidatura al ingreso en la Unión Europea.

Tras la segunda guerra del golfo y la caída de Sadam Husein, la situación de los kurdos se ha normalizado significativamente. Tienen representatividad en el Estado iraquí y determinados grados de autonomía. En Turquía, como ya hemos dicho, han visto cómo la lengua y cultura kurdas salían de la caverna de la prohibición. Sin embargo, a mi modo de ver el problema kurdo está lejos de haberse resuelto.

Como ya he dicho, sorprende bastante que la reivindicación kurda, que histórica, cultural y numéricamente es tan importante como lo pueda ser la palestina, tenga escasos adeptos en el mundo occidental, el cual, en términos generales, desconoce por completo o casi por completo el problema kurdo.

El problema kurdo es, en sí, muy complejo. Primero porque afecta no a uno, sino a varios países: Turquía, Siria, Irán, Iraq; como poco. Segundo, porque la propia actuación de los kurdos tampoco es del todo defendible. No sólo han respondido, en ocasiones, a la represión con terrorismo, como hizo el PKK en su etapa más radical; es que, además, los kurdos son beneficiarios del genocidio armenio, pues parte de sus tierras fueron ganadas gracias al mismo, bien aprovechando las muertes causadas por los turcos; bien llevándolas a cabo ellos mismos. Por lo tanto, en un entorno de reclamación de derechos históricos, tal vez, al minuto siguiente de reclamar los kurdos algunos de sus territorios, se encontrarían con que los armenios también los reclamasen.

Las guerras de Iraq han cambiado los hechos, otorgando a los kurdos un poder federal, pero están lejos de haber resuelto el problema. El Estado iraquí es un Estado débil. Y, en otros países, la cuestión kurda sigue pendiente.

A veces, verdaderamente, da la impresión de que la cuestión kurda es algo así como el resultado del compendio de todos los errores que el hombre, kurdos incluidos, ha conseguido cometer a lo largo de la Historia.