miércoles, septiembre 20, 2017

Isabel (1: una reina acosada)

Enrique VIII se divorció de Catalina de Aragón y se casó con Ana Bolena por dos razones: por amor, pues el rey amaba sinceramente a aquella mujer; y porque tenía prisa por tener hijos. Por tener un heredero varón. De hecho, Enrique estaba tan convencido de que Ana Bolena le iba a dar un varón que le puso nombre ya en la barriga (Edward Henry) e hizo escribir decenas de cartas anunciando la buena nueva mucho antes de que la reina rompiese aguas.

Las cartas anunciaban the deliverance and bringing forth of a prince. Cuando Ana parió, tuvieron que cambiarse una por una; pero en la mayoría no había sitio para colocar dos eses. Así pues, aquellas cartas anunciaron el nacimiento de una princes, palabra que no existe en el inglés y que parece viene a designar una especie de interpolación entre hombre y mujer.

Y es muy probable que eso mismo fuese Isabel, aquel hijo tan esperado.

Isabel de Inglaterra fue coronada en 1559 y, con el tiempo, se convertiría en la primera gran reina de la Historia de Inglaterra; una Historia que, en los últimos 400 años, han escrito básicamente las mujeres, para bien y para mal. Consolidó la reforma anglicana y colocó a su país en el complicado tablero del poder europeo. Para ello tuvo que enfrentarse con la principal potencia militar del momento, España, en diversos momentos de los cuales el más famoso es lo que conocemos como el fracaso de la Armada Invencible.

La Historia de las relaciones entre España e Inglaterra en aquellos tiempos la hemos escuchado o leído (algunos) muchas veces desde el punto de vista español. Lo que yo pretendo con estas notas es hacerlo justo con el prisma inverso. Voy a intentar contar aquel reinado desde su propio punto de vista. A ver si lo consigo.

lunes, septiembre 18, 2017

Trento (29)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos.



Los papas, por lo general, suelen creerse bastante que son, perdón por el chiste fácil, la hostia. La práctica totalidad de los hombres que han ocupado el obispado de Roma se ha llenado la boca diciendo cosas como que son el último de los cristianos, el más humilde entre los humildes; pero ninguno lo ha creído nunca (ni lo cree). Un Papa siempre manda un huevo y, a base de mandar, acaba acostumbrándose a ser obedecido. Un día al año los papas le lavan los pies (previamente limpios) a un grupete de pobres reales o supuestos, y los otros 364 días mandan como generales de división. Y no les suele gustar que les lleven la contraria. Pío IV no era una excepción, y es por eso que le transmitió a Simonetta instrucciones precisas para que nadie le volviese a toser en las sesiones de Trento; y si para eso tenía que cambiar a su legado, lo cambiaba. Lo cierto, sin embargo, es que no podía hacerlo.