jueves, enero 03, 2013

Soixante huit (8: La batalla de Saint-Germain-des-Pres)


De esta serie se ha publicado ya un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto y séptimo capítulo.


Resumen de lo publicado: Las cosas entre las huestes de Sauron y los hobbits cada vez van peor. En varios puntos de Hobbiton,  durante los variados enfrentamientos, los nasgul han detenido a hobbits que iban pertrechados de armas prohibidas. Sus comparecencias en la Corte de Mordor ponen los ánimos en punto de ebullición; más todavía cuando los jueces de Sauron, en una muestra de miopía estratosférica, los condenan a penas de relativa severidad. Mientras tanto, algunos hobbits tratan de que los enanos sindicales se les unan en la guerra contra Mordor; pero los enanos, que son muy suyos, prefieren seguir viendo el espectáculo sin intervenir.

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6 de mayo de 1968. Una fecha muy importante que conviene retener.

Esa mañana, con el Quartier Latin tomado por la policía y la huelga en la universidad de París prácticamente total, salvo en las facultades de medicina y derecho, es el día señalado para que Daniel Cohn-Bendit y otros siete compañeros deban comparecer ante la denominada Comisión de Asuntos Contenciosos y Disciplinarios de la Universidad. La fecha es recibida en las calles cercanas a la universidad con la difusión, a mano, de un manifiesto en el que sus inspiradores aprovechan que, hace casi medio siglo, todavía faltaba mucho para que en Europa se desarrollasen las legislaciones estrechas de derecho a la intimidad y a los datos personales. Ese manifiesto incluye los nombres de todos los miembros del Consejo de la Universidad, las direcciones de sus casas, sus números de teléfono, todo, y termina con un inquietante: a vous de jouer, camarades.  Vosotros mismos, camaradas.

El manifiesto contiene, en su texto ideológico, estopa para casi todo el mundo. Para los reaccionarios burgueses, desde luego; como para los fascistas. Pero también para los “estalinianos” de la UEC, pero también a los distintos grupúsculos trotskistas (la JCR, la FER, la VO), a los prochinos de la UJC (m-l) o CV de base, e incluso a los “anarquistas a la Cohn-Bendit”.

El texto continúa afirmando que no es la universidad, sino “toda la sociedad la que debe destruirse” y viene firmado por “los estudiantes indignados”, sin más. Puestos a expresar alguna afinidad, estos indignados terminan su comunicado dando vivas a la Zengakuren, es decir a la organización estudiantil comunista japonesa.

Los ocho estudiantes, acompañados del ya inevitable Leclerc, llegan a la universidad cantando La Internacional (lo cual, no nos cansaremos de escribirlo, no deja de tener cierto contrasentido, tratándose de estudiantes mayoritariamente anarquistas). Intentan entrar a la vista todos juntos, pero la Comisión se niega. Hora y media de dimes y diretes después, se acuerda que el “juicio” sea, finalmente, conjunto.

Fleischl, Duteuil y Cohn-Bendit serán defendidos por dos de sus profesores de universidad: Henri Lefevre (filósofo marxista francés, desarrolló el llamado humanismo marxista, interpretación de Marx que algunos, sin ir más lejos muchos de los comunistas del 68, consideran el auténtico marxismo; y otros, entre ellos muchos de los que han llevado a la práctica la dictadura del proletariado, un oxímoron. Sus teorías se oponían al estructuralismo de Althusser; polémica que sirvió para ligar de cojones durante muchos años en según qué círculos universitarios españoles. En 1978, cuando consideró que se había apartado de la ortodoxia soviética, regresó al Partido Comunista, del que se había separado. Murió en 1991); y Alain Touraine (sociólogo investigador de la sociedad post-industrial, desde el 2010 es Premio Príncipe de Asturias; aunque ningún apasionado de las ideas de Mayo del 68 habría aceptado recibir un premio de un miembro de la Casa Real española o de alguna otra, parece ser que los años lo volvieron más pragmático que eso).

Olivier Castro será defendido por su padre, abogado, y por otro profesor de Nanterre, Paul Ricoeur (quien ya desde diez años antes, tras comenzar a enseñar en la Sorbona, se había convertido en uno de los principales filósofos franceses. Su gesto de participar en la defensa de Castro, sin embargo, no fue muy bien pagado por los estudiantes, quienes acabaron por tratarlo de colaboracionista y de personaje ridículo. En 1969, durante unos conflictos en Nanterre, universidad de la que había sido nombrado rector, Ricoeur trata de proteger a los alumnos de la policía, y lo que consigue a cambio es que los educandos le caneen a fondo. Así las cosas, se fue a enseñar a Estados Unidos. Paul Ricoeur, que moriría en el 2005l, siempre tuvo un alma reivindicativa; ya se destacó en sus acciones contra la ejecución de Sacco y Vanchetti. Su error, quizá, fue no adscribirse a ningún partido o movimiento).

Por último, René Riesel será defendido por un abogado de su familia. Y el último, Michel Pourny, elaborará ante la comisión el típico discurso anarquista en plan “no admito la autoridad de esta Comisión”, y se largará de la sala.

De todas formas, esta comparecencia es un trámite previo. Los estudiantes son informados de que el viernes deben comparecer de nuevo, y será entonces cuando deban proceder a desplegar su defensa. A eso de la una, los estudiantes salen de las instalaciones universitarias y remontan el bulevar Saint Michel cantando La Internacional otra vez. Caminan por las calles del Quartier Latin, por las cuales, desde las 9 de la mañana, han estallado las granadas lacrimógenas en enfrentamientos entre los estudiantes, convocados por la UNEF, y la policía. A las 12,30, hora prevista para la reunión de los Comités de Defensa de la Represión, hay unos 6.000 manifestantes en la zona, y se decide marchar hacia algún lugar de la ciudad. A pesar de los votos y argumentos insistentes de los maoístas, que siguiendo su catón quieren ir a los barrios populares, se decide marchar hacia la Bastilla. Y es en esa marcha donde se popularizará el que será el eslogan más repetido en Mayo del 68; eslogan que no tiene nada que ver con juegos de palabras más o menos conceptualmente felices, sino con una reivindicación. Los manifestantes gritan: “¡No somos un grupúsculo!” Éste es, de hecho, el eslogan de Mayo del 68; tiene poca erótica, poco atractivo; pero cierto es que los chicos y chicas de Mayo del 68 estaban más bien poco interesados en ser realistas pidiendo lo imposible o prohibir las prohibiciones; lo que más les interesaba era contestar el discurso oficial, gubernamental, que hacía responsables de las movilizaciones a “grupúsculos” de izquierdas, a los que, al tiempo de nombrarlos así, trataba de quitar importancia. Aquel grito de Mayo del 68 era una forma de decir que los grupúsculos, en realidad, eran grupazos.

A las tres de la tarde, tras haber cruzado el Sena, la policía reacciona con una carga muy fuerte. Los estudiantes reaccionan cruzando coches en la calzada y utilizándolos de barricada. Una hora más tarde, la masa de manifestantes ha llegado a la plaza Maubert, donde permanecerán más de dos horas, llevando a cabo una batalla campal con la policía. Es a esa hora, más o menos a media tarde, cuando el SNE Sup publica un comunicado diríase que histórico, en el que llama a los profesores a tomar su sitio en la calle junto a los manifestantes. Son pocas las veces que, en democracia, una organización política o sindical ha llamado, negro sobre blanco, a tirarle piedras a la pasma.

En la rue des Fossés-Saint-Bernard, unos estudiantes rodean una lechera y la atacan. La dotación policial que está dentro tiene que salir a la naja y refugiarse en una cafetería.

Hemos dicho que el  SNE Sup, en ese momento, está llamando al profesorado a la lucha. Pero no es el único movimiento profesoral. En Nanterre, a las cinco y media, en medio de un ambiente extrañamente calmo, el decano Pierre Grappin ha convocado una reunión de todo el personal enseñante. Hay más de 200. Cuando Grappin comienza a hablar, un profesor de literatura, Guy Michaud, le interrumpe para repetir la consigna del SNE Sup: los profesores deben estar en la calle, luchando codo con codo con los alumnos. Algo menos de 100 asistentes, en ese momento, abandonan la sala, camino de la calle. Diez de ellos serán recibidos minutos después por el ministro Alain Peyrefitte. Le dicen que cese la represión inmediatamente y, para sustentar esta postura, le argumentan que la violencia en Nanterre se ha exagerado, y que, en realidad, ha sido la suspensión de las clases por el decano la que ha emputecido las cosas. Es táctica común de la guerrilla urbana, ciertamente, crear el problema y luego tratar de convencer al mundo de que el problema real es la reacción que se ha tenido al mismo. Lo que ya es de traca es que señores catedráticos se traguen eso. Pero ya se sabe que, cuando queremos tragar, no hay truño suficientemente ancho para nuestra epiglotis.

Un poco antes de las siete, los estudiantes y profesores, ya unidos, abandonan como pueden la plaza Maubert y tiran por el bulevar Raspail. Pronto se les unirá una delegación de profesores de la facultad de Ciencias que viene de intentar convencer a sus mayores de que cese la represión. Está Laurent Schwartz, y Claude Chevalley (importante matemático francés, muerto en 1984; tenía inquietudes políticas, aunque nunca militó).

En el bulevar Saint Michel, algunos estudiantes han roto una valla y la queman en medio de la calzada. De nuevo, gases lacrimógenos. Las barricadas se levantan, sobre todo, en la rue du Four, donde vuelan las piedras. La carga policial obliga a los manifestantes hasta recular, en un hecho no exento de simbolismo, hasta el monumento a Diderot.

Es la batalla campal de Saint-Germain-des-Pres. El enfrentamiento entre estudiantes y gobierno que colocará Mayo del 68 en un punto de no retorno, por varias razones. La primera porque el poder, representado aquí por una anacrónica comisión de conflictos universitaria, no sabe ver que los ocho estudiantes inculpados no podían, aquel lunes, salir de su audiencia igual que entraron. Ciertamente, para entonces los estudiantes ya eran responsables de hacer algo más que gritar por la calle (porque aquéllos de entre quienes desde el primer día se manifestaron en Mayo del 68 y tenían intenciones pacíficas no llegarían ni al 1%); pero hubiera sido un movimiento más inteligente haberlos exonerado aquella mañana, cuando menos en parte, de sus acusaciones; y no hacer la tontería que se hizo, esto es citarlos para el viernes parea que se defendiesen. El mero detalle está demostrando el estrabismo catastrófico que sufría el poder político francés aquel mes de aquel año; nadie, en la Administración gala, pareció darse cuenta de que, con la dinámica que tenían los acontecimientos, esperar al viernes equivalía a aplazar la solución varios siglos; entre un día y otro, eran muchas las cosas que podían pasar.

La segunda cosa que pasó es que con la batalla de Saint-Germain-des-Pres, la guerrilla urbana estudiantil se profesionalizó. Días después, cuando los obreros se unan a las manifestaciones, los estudiantes les darán clase, en plena calle, sobre la mejor manera de resistir los gases lacrimógenos o de montar una barricada. En Saint Germain, lo que había comenzado el 22 de marzo se convierte, por una vez y para siempre, en un movimiento revolucionario (en realidad, debe escribirse termina de convertirse; siempre lo fue). En un movimiento revolucionario que ya ha ido mucho más lejos que la revolución oficial. En mi opinión, en aquella manifestación violenta, aquella batalla en toda regla por el centro de París, la policía no queda en demasiado buen lugar; pero el Partido Comunista es, de hecho, el gran perdedor. La ortodoxia revolucionaria, la estrategia política basada en que exista una élite que dice cuándo ha de tirarse la piedra y cuánto esconderse la mano, queda con el culo al aire en la tarde del 6 de mayo. A partir de aquel día, quien en Francia, en Europa o en el mundo considera que debe hacer la revolución, aprende que no necesita un Politburó para llevar a cabo sus deseos. Unos jovenzanos de Nanterre y La Sorbona le provocan al Poder, en cinco o seis horas del 6 de mayo de 1968, más problemas de los que le ha dado todo el PCF desde el final de la guerra mundial.

Y la tercera cosa que ocurre es la actitud de los profesores. Como ya he escrito o insinuado, la verdad, bastante difícil de entender. Pero está ahí, al fin y al cabo. La mitad del estamento profesoral (son la mitad de los asistentes a la asamblea de Grappin los que la abandonan), premios Nobel incluidos, se apunta al bombardeo, y se baja a la calle a tirar adoquines. A la larga, lo pagará muy caro, porque su actitud, cuando sea conocida por el votante francés, animará una década entera de neogaullismo; en el gobierno y, también, en la universidad.

A las ocho y media de la noche, prime time galo, Alain Peyrefitte es entrevistado en la ORTF por el periodista Yves Mourouzi. El señor ministro parece un disco rayado: las autoridades universitarias han derrochado paciencia con los estudiantes. Todo esto es resultado de que, en términos de libertad, a los estudiantes se les ha dado la mano y ellos han cogido, primero el codo, luego el hombro. Hay en París 160.000 estudiantes y la mayoría lo que quiere es examinarse.

De donde no hay…