viernes, junio 14, 2013

Pepe Plazuelas

En el proceloso mundo de la monarquía española, hay algunas cosas que están claras. Por ejemplo, que Fernando VII es el rey más odiado por los españoles que hemos vivido después de él; y que su, digamos, competidor, el francés José Bonaparte, es el rey de España más odiado por quienes fueron sus súbditos.

El paso del tiempo ha terminado por reivindicar al hermano de Napoleón Bonaparte, si bien, quizás, no en la intensidad que se merece. La figura de José Bonaparte, probablemente, nunca podrá dimensionarse adecuadamente, por la simple razón de que siempre tendrá el rey francés un pecado capital, que es el de haber sido un rey impuesto; impuesto, además, por un invasor. Sin embargo, como digo es la del buen Bonaparte una de esas figuras que, como el buen vino, gana con el tiempo.

José Bonaparte, el mayor de la camada de tal apellido, nació el 7 de enero de 1768 en Corti, Córcega. Fue un hijo tardío de los esposos Carlos Bonaparte y Letizia Ramolino, quienes para entonces llevaban cuatro años intentando concebir sin conseguirlo; eso sí, una vez abierta la lata, vendrían doce hermanos más.

José y su hermano Napoleón se fueron al continente a estudiar, pero en 1485 su padre falleció de un cáncer de estómago, precisamente estando en Montpellier visitando a sus hijos. Así pues José, como primogénito, hubo de regresar a Ajaccio a ocuparse de las exiguas rentas que su padre había dejado, mientras eran otros de sus hermanos los que se iban a estudiar. Años después, cuando la familia quedó asentada, decidió retomar sus estudios. Quería ser abogado y para ello quería ir a estudiar a Pisa, en Italia. En apenas un año, se doctoró en Derecho Civil y Canónico, regresó a Córcega, y se colocó como letrado del Consejo Superior de la isla.

Con la Revolución Francesa, toda la familia se trasladó a Marsella. Fue allí, en 1794, cuando José se casó con Julia Clary, hija de un comerciante local.

Cuando Napoleón fue nombrado general jefe del ejército de Italia, éste aprovechó para recomendarle al Directorio las habilidades de su hermano. París, en efecto, lo nombró embajador plenipotenciario ante la Corte de Parma y, poco después, en Roma. Prueba de que el Estado francés acabó viendo en él a uno de sus mejores diplomáticos es que, en 1800, le confiaría la negociación de los acuerdos de paz con Inglaterra y Austria, así como el Concordato con el Vaticano.

La proclamación del Imperio, obviamente, jugó a su favor. Fue nombrado Gran Elector, lo cual lo convertía en una especie de vicepresidente; y como tal ejerció en 1805, cuando las obligaciones bélicas obligaron a su hermano Napoleón a ausentarse de París. Tras la victoria de Austerlitz, Napoleón le entregó a su hermano un ejército para que conquistase el reino de Nápoles y, una vez que dicha conquista se hubo verificado, lo nombró rey.

En Nápoles, José Bonaparte, que por haber estudiado en Italia conoce el alma de aquella península muy bien, se hace querer muy rápidamente. Entre otras cosas, porque el rey francés toma diversas medidas de corte muy liberal: supresión de las normas feudales, rebaja en el poder de las grandes órdenes religiosas, venta de las tierras propiedad de la Corona y, sobre todo, dotación del país con una Constitución, la primera que tuvo. En 1808, cuando Carlos IV y su hijo Fernando renuncien en Bayona a la corona de España y consecuentemente Napoleón decida designar rey a su hermano, los napolitanos harán todo lo posible para que no se vaya.

Desgraciadamente para José, el gobierno monárquico es al gobierno a secas como una sociedad anónima deportiva a una sociedad anónima a secas: algo de naturaleza especial que se rige por reglas también especiales. Los reyes, además de ser buenos gobernantes, han de ser legítimos; esta característica, de hecho, es tan importante que no es nada raro que el rey sea un perfecto zote, y sin embargo siga siendo aceptado como tal por el hecho de ser el primogénito de su padre, o sea legítimo. Y, recíprocamente, un rey excelente será un mierda si no es legítimo. José Bonaparte fue rechazado por los españoles desde el minuto 1.

José Napoleón I hizo esfuerzos por ganarse a su pueblo. Sobre todo haciendo gala de una religiosidad que consideraba sería positivamente recibida por los españoles. En su mente, con seguridad, estaba su primer gesto como rey de Nápoles, que había sido ir a la catedral de San Genaro y tocar al santo patrón con su propio collar de diamantes; gesto que había arrancado una salva de aplausos del pueblo napolitano. Así pues, Bonaparte, que era masón, tomó la costumbre de oír misa diaria en distintos templos de la ciudad donde se encontrase. Comenzó a ir a los toros, a pesar de que era una fiesta que le repugnaba. Y gustaba, cuando comía en público, de ordenar paellas valencianas; un plato que encontraba peor que el agua sucia. Todo, para caerle bien a los españoles.

A los once días de entrar en Madrid tuvo que salir a la naja de la ciudad, tras el descalabro gabacho en Bailén. Cuando pudo volver, una vez que su propio hermano le ayudó a recuperar la capital, se aplicó a rediseñar urbanísticamente la ciudad, que entonces era un villorio caótico. Proyectó, pero nunca realizó, una avenida similar a la que sería de los Campos Elíseos en París, desde el Palacio Real hasta la Cibeles. Lo que sí hizo fue racionalizar el tránsito y la organización urbana con la creación de varias plazas hoy bien conocidas: Santa Ana, del Carmen, del Rey, de los Mostenses, de San Ildefonso y de San Martín; sólo le valieron para ser conocido por los madrileños como Pepe Plazuelas.

José Bonaparte era bien consciente de los problemas que planteaba que la propia Francia se tomase su presencia en España como una ocupación. Por eso trató siempre de convencer a los militares franceses de que trajesen a España a sus familias; instrucción que fue normalmente preterida (sin ir más lejos, por su propia señora esposa).

El rey francés, además, reunió una corte de afrancesados, españoles normalmente ilustrados que habían asumido los ideales de la Revolución Francesa y, consecuentemente, estaban por los planes reformistas del monarca. Los Goya, Cabarrús, Maiquez, etc., han sido sistemáticamente maltratados por no pocos historiadores, que habitualmente olvidan que todos ellos tenían un soporte legal para hacer lo que hicieron, que era la renuncia expresa de su rey, Fernando VII; cosa que no tenían, por ejemplo, los colaboracionistas franceses de Vichy; los cuales, sin embargo, qué cosas, resulta que eran todos resistentes escondidos y antihitlerianos furibundos. Y un pene como una pieza de menaje.

En una cosa José Bonaparte inició una tendencia que seguirían después los borbones y aun ese breve rey llamado Amadeo de Saboya (que ya la rima tenía que haber dado para sospechar, la verdad): el carácter de pichabrava.

Ya en Nápoles, José había tenido dos hijos extramaritales con una siciliana. Instalado en España, siguió con sus correrías extramuros del sacramento, hasta encontrar a la marquesa de Montehermoso; que, la verdad, el nombrecito del título ya, de por sí, promete. María del Pilar Acedo y Sarriá hablaba perfectamente francés e italiano y tocaba la guitarra con mucho gusto. La cosa es que esta señora tenía una casa en Vitoria muy grande y cómoda. Así pues, estando José en la ciudad vasca, se hospedó en ella. Una mañana se asomó al patio y vio a una criada joven; al punto, la hizo llamar para preguntarla si quería salami. El caso es que se la tiró, razón por la cual aquella mañana no despachó con sus ministros.

Por la tarde hubo una kale borroka en Vitoria de la hostia. La gente quería linchar a la criada por haberse acostado con el francés; toda la ciudad conocía de la aventura porque la propia marquesa de Montehermoso la había contado, celosa de que el rey hubiese cedido a los encantos de una criada. Así pues José, una vez que logró impedir que a la pobre mandadera se la llevase por delante la turba por un quítame allá esos polvos, se lió con el ama. La señora marquesa debía de tener querencia por el francés, porque cuando de España fueron expulsados los gabachos y ella, viuda ya, se fue al exilio, casó con un militar galo, el señor de Caravesse.

Tampoco fue manco el idilio de José con Teresa Montalvo y O'Farril, condesa de Jaruco y oriunda de Cuba. Había enviudado muy joven de un hombre riquísimo, el conde de Jaruco, y estaba bastante más que buena. Además, era sobrina de uno de los ministros del gobierno bonapartista. Tanto y tantas veces se desarrollaron los amores entre ambos que José acabó gastándose un millón de reales en comprarle a la señora un palacio en la calle Clavel esquina Bilbao. Teresa murió, sin embargo, pocos meses después, momento que el rey aprovechó para empezar a cortejar a una de las hijas de ésta, Mercedes, casada con un militar, el general Merlín. El caso es que la Montehermoso, que había contemplado con no poca preocupación el encoñe real con la cubana, decidió que ya era suficiente y le fue con el cuento al general con que si el rey se está tirando a tu señora, man. La situación en la Corte se hizo muy compleja. Allí todo el mundo sabía que sabía. Al fin, un día, José Bonaparte hizo con el general eso de preguntarle, como quien no quiere la cosa, qué haría él si su mujer le engañase. Como quiera que Merlín le contestara que matar al amante sin dudarlo, el hermano de Napoleón decidió meterse la picha para dentro.

José Bonaparte fue un legalista hasta el final. En su finca de Montefontaine, ya en Francia, tras la guerra de la independencia, se obstinó en abdicar de la corona de España por el bien de todos los españoles que le habían servido, muchos de los cuales estaban con él, para que pudiesen así pasar al servicio de Fernando VII sin problemas ni escrúpulos (aunque el rey español demostró bien pronto que no tenía ningunas ganas de conservarlos sobre la faz de la Tierra). Y, por cierto, era casi abstemio. Sorprende, en este punto, la falta de puntería del pueblo español, que lo llamaba Pepe Botella, afeándole un vicio que no tenía; sin caer en la cuenta de lo muy rijoso de sus costumbres. Pero, bueno, esto del sexo desenfrenado, no hay más que leer la Historia,  ha sido un defecto que los españoles, tradicionalmente, perdonan a sus monarcas.

He dicho que la figura de José gana con el tiempo, y a lo mejor es que gana en exceso. Sinceramente, las teorías de que España habría sido otra si se le hubiese dejado gobernar, me parecen bastante desacertadas. José Bonaparte se resistía a las ideas de su hermano Napoleón de anexionar a Francia toda la España a la derecha del Ebro (como ya sabemos que soñó también Luis XIV); pero que se resistiese no quiere decir que fuese capaz, finalmente, de ganarle la partida a ese señor a quien los españoles llamaban El Empeorador. Su reinado no podía llegar a nada y, probablemente, de prolongarse habría supuesto la provincialización de un tercio de España que, con seguridad, habría revertido al país después de la caída de Napoleón. Que el tío era majo, vale. Que eso podría haber cambiado la Historia de España, ejem...

martes, junio 11, 2013

Soixante huit (Epílogo, o sea, juicio)

Bueno, después de un montón de capítulos dedicados al movimiento de Mayo del 68, que intentaré acopiar ahora para ofrecerlos en un solo post para masoquistas, creo se impone cerrar esta serie con un epílogo que trate de elaborar un juicio histórico sobre estos hechos de la Historia reciente de Francia y de Europa.

Mi juicio, creo que es lo justo decirlo así, de salida, no es muy bueno. Es más: tiendo a pensar que las personas que tienen un muy buen juicio de Mayo del 68, lo tienen así porque no lo conocen. Si algo descubre estudiar este movimiento es lo diferente que fue en la realidad a lo que luego se ha hecho de él; una característica que se puede aplicar a otros muchos procesos de corte más o menos revolucionario, desde la revolución francesa a la rusa, pasando por la Comuna, 1848, el espartaquismo, etc. Hay dos cosas que me llaman poderosamente la atención de Mayo del 68 y que tengo por mí que la mayoría de los que lo admiran desconocen.

La primera es que M68 dio escasos réditos, si es que dio alguno, a sus líderes; y, sin embargo, fue oro molido para los segundones de la partida. Como ya se ha dicho en algunos puntos de estas notas de una forma algo menos organizada, ninguno de los grandes organizadores de las movidas de M68 llegó a algo serio en el mundo de la política francesa o europea. Daniel Cohn-Bendit, el supuesto Gandalf el Blanco de aquel movimiento, se ha arrastrado durante décadas, a extramuros de la Política con p mayúscula, vinculándose a organizaciones minoritarias que, en esto ha sido honesto, consideraba eran las que mejor representaban las ideologías que se manifestaron en el Quartier Latin. Alain Geismar ha tenido una existencia de personaje de segunda fila en las estructuras de poder, de florón de aquellos tiempos. Jacques Sauvageot ni siquiera intentó eso. El maoísmo militante, que iba a mover el mundo mundial si hemos de creer a la dinámica de las asambleas de Nanterre, no se ha comido una mierda en elección alguna en Francia tras los sucesos. Alain Krivine, la Gran Esperanza Trotskista, se ha quedado para vestir, si no santos, sí por lo menos revolucionarios. Y qué decir de Pierre Mendes-France, que iba a ser el Archipámpano de la Revolución, el Nuevo Gran Timonel, el hombre que traería al gobierno de Francia los usos democráticos de verdad y bla...

Pîerre Mendes-France ocupa hoy en las enciclopedias Larousse mucho menos espacio que el hombre que se ofreció para ser presidente de la República en cohabitación con él. Ese hombre, François Mitterrand, sí que ganó con el proceso: quince años después, fue, efectivamente, Monsieur le Président. El Luis XIV de la V República, y eso a pesar de haber sido un político desahuciado durante varios puntos de su carrera, y de poder ser, de hecho, blanco de muchas preguntas incómodas sobre su pasado (que nunca le llegaron porque, además de beneficiarse de M68, Mitterrand siempre se benefició del proceso de alucinación colectiva de la sociedad francesa respecto de sus actitudes frente a, o más bien respecto de, Hitler).

Aunque un buen análisis debería ser más profundo y aflorar más nombres, no deja de ser cierto que los dos grandes ganadores de la política francesa tras Mayo del 68, además de Valéry Giscard d'Estaign, que ya estaba jugando su baza antes de que los hechos ocurrieren, son: un representante del socialismo oficial que tuvo un papel poco menos que protocolario en el proceso revolucionario, y que de hecho se subió al carretón en las últimas, François Mitterrand; y el oscuro, pero al mismo tiempo brillante (este señor es así: un oxímoron en sí mismo), secretario de Estado de Empleo que firma con los sindicatos y la patronal los acuerdos de Grenelle y los posteriores: Jacques Chirac. Si parásemos por cualquier calle del Quartier Latin, a finales de mayo de 1968, a cualquiera de aquellos estudiantes gafapastas que, tras un aspecto de empollón, escondían a un maoísta de la UJCml, o a un trotskista lambertista, o, lo que es peor, a un guerrillero katangoise de aquéllos que pululaban por la Sorbona patrullándola como si París fuese la selva congoleña; si parásemos a cualquiera de éstos y les dijésemos que Mitterrand y Chirac serían los dos grandes receptores de poder tras el proceso que estaba llevándose a cabo, se habría partido literalmente la caja de risa. Esto es así porque la inmensa mayoría de aquellos jóvenes eran marxistas bastante ortodoxos; y, consecuentemente, creían estar viviendo un proceso dialéctico en el que ellos no eran la antítesis, sino la síntesis; y, consecuentemente, no aceptaban un movimiento de reflujo, una marea baja como la que finalmente se produjo, y que instaló a la sociedad francesa, y por extensión las europeas, muy lejos de las soluciones extremas que M68 propugnaba.

Otro elemento importante que aflora del conocimiento mínimamente profundo de Mayo del 68 es la inveracidad absoluta de la afirmación de que fue «un proceso de unión de la izquierda». En realidad, fue todo lo contrario. Nadie en el ámbito de las derechas francesas combatió Mayo del 68 con tanta saña como el Partido Comunista Francés. La colección de L'Humanité de aquellos cincuenta días está petada de artículos de fondo, algunos de ellos escritos por el propio Georges Marchais, poniendo a parir a los revolucionarios de Nanterre. Las gentes de izquierdas suelen tener una visión idílica de sí mismas y, por lo tanto, les cuesta ver los espacios de competencia y, sobre todo, les cuesta admitir que, en el marco de una competencia de estas características, cualquier formación es capaz de dar la espalda a sus propios principios con tal de meterle a sus camaradas una buena cucurbitácea camino del sigma rectal. Esto mismo hicieron el PCF y su sindicato amigo, la CGT. Y, haciendo eso, violaron los únicos, en realidad muy pequeños, posibles que tuvo aquel movimiento de triunfar.

Los movimientos fracasan, y tal le pasó a Mayo del 68; pero eso no quiere decir que no triunfen a la larga. Mayo del 68, de hecho, es un movimiento ampliamente triunfante, hasta el punto de que todos los que hoy estamos vivos sobre la Tierra, cuando menos en los países occidentales, somos, de alguna manera, hijos de Mayo del 68. Los españoles, tal vez, en mayor medida que otros, puesto que hemos abrazado ese movimiento (que pasó de nosotros como de comer mierda, como bien recuerda el escritor y gastrónomo Xavier Domingo, que sí estudiaba en Nanterre en aquellos días, en un artículo que escribiera para la revista Historia 16) como si fuera nuestro; como digo, las más de las veces sin conocerlo, sin valorarlo y, ojo, sin haberlo vivido.

La gran herencia que nos ha dejado Mayo del 68 es la filosofía del egalitarismo. En esto, a M68 se le nota la vis anarquista. Los mismos marxistas que durante la II República española y la Guerra Civil combatieron el egalitarismo de la FAI han terminado por asumir el egalitarismo de M68 y hacerlo suyo. Hoy, lo que no trata por igual a todo el mundo, no es ni democrático ni defendible. M68 ha servido para olvidar que, en realidad, discriminar es tratar de forma desigual a los iguales; merced a su raíz anarquista, ha conseguido convencernos de que la práctica de tratar desigualmente a los desiguales también es deleznable.

El ejemplo más claro donde se ve esto es en el ámbito de la educación. Ayer mismo seguía yo en Twitter una discusión sobre el tema de las becas. Un tuitero, obviamente liberal, venía a decir que permitir que la universidad se llene de brillantes y de zotes no hace sino hacer zotes a los brillantes. Entonces alguien le contestó algo así cómo: «el hecho de que defiendas becas con alta exigencia de nota demuestra lo que opinas de la igualdad». Esto, en junio del 2013, es Mayo del 68 en estado puro. La educación es un derecho y, por lo tanto, no se puede vedar el acceso a la misma a nadie; aunque sea un zote. Aunque, en expresión muy española, no valga para estudiar. Unas becas que te financiasen todo, absolutamente todo, pero que te exigiesen una nota de 8,5 o superior, estarían tratando de forma desigual a los desiguales. Y eso, tras Mayo del 68, también es pecado.

El espíritu de Mayo del 68 se ha cargado la educación en los países occidentales, y algún día, tal vez, los impulsores de este proceso se encontrarán con generaciones que les pedirán cuentas por ello. Las cosas se podrían escribir de forma más edulcorada, pero es lo que hay. Mayo del 68 fue, primero que todo, un proceso de cambio en el sistema educativo, muy influido por la forma de pensar de la primera mitad del siglo XX, que concebía (Big Brother, Brave, brave new world...) las sociedades occidentales como enormes fábricas de epsilones sin pensamiento; de personas sin criterio ni capacidad crítica, «diseñadas» para trabajar por los engranajes capitalistas. En la resistencia frente a ese orden de cosas soñó un sistema educativo distinto, en el que había que desterrar cosas como: el aprendizaje memorístico, el saber clásico, los exámenes (anda que no ha dado para pajas sin fin el mito ése de la evaluación continua...), los deberes, la disciplina en clase, los castigos, y, en general, la autoridad. Autoridad del maestro y autoridad del esfuerzo; ambas. La educación deja de ser un proceso por el cual el maestro, por interés o generosidad, vierte sus conocimientos sobre el alumno (en la antigua India, las clases comenzaban con una breve ceremonia en la que los alumnos colocaban su cabeza bajo el pie del maestro); para pasar a ser un proceso compartido de conocimiento e integración, y todas esas cosas.

Por el camino, el espíritu de Mayo del 68, que surgió para evitar que el mundo fabricase epsilones, lo que ha hecho ha sido fabricar un mundo de seres concienciadísimos que no distinguen un logaritmo neperiano del lápiz de labios de Beyoncé.

Otra gran herencia de Mayo del 68 es el muy especial concepto de representatividad social y política. Hoy estamos tan acostumbrados a vivirlo que ni nos percatamos de cómo es; pero resulta realmente curioso a poco que se piense.

Tiene su coña eso, que se dice mucho, de que Mayo del 68 fue un movimiento democrático. Mayo del 68 fue un movimiento asambleario, que no es lo mismo. De democrático tuvo poco, ya que sus propios impulsores, lo dejaron bien claro en sus manifiestos y sobre todo en las entrevistas que el propio Cohn-Bendit concedió a la prensa en aquellos momentos, concebían su movimiento como una democracia reservada a los suyos. Mayo del 68, como movimiento, otorgaba carnés de demócrata; y a quien no lo recibía, lo lapidaba, como pudieron apreciar incluso prestigiosos premios Nobel, cercanos al movimiento, que intentaron hablar en esa supuesta ágora abierta a todos en que se había convertido Nanterre, y no lo consiguieron porque quienes consideraban aquel foro de su propiedad democrática no permitían notas discordantes en el mismo.

Ni qué decir tiene que tampoco colabora mucho para elevar las credenciales de democracia del movimiento su punto más elevado, que es el mitin de Charléty; reunión en la cual, ahí está la prensa de la época y bastantes libros que lo cuentan muy bien, la tesis que se defendió era la toma revolucionaria del poder bajo la interpretación de que la masiva huelga general del país había demostrado que el Estado gaullista había dejado de existir. Los revolucionarios de Mayo del 68 no estaban dispuestos a someterse al examen de las urnas y, precisamente por eso, el gesto del Gobierno Pompidou de convocar elecciones acabó con la ya muy frágil (en realidad, inexistente) unidad del movimiento. Porque los verdaderos activistas e ideólogos de Mayo del 68 no querían ir a unas elecciones; querían tomar el poder. Se sentían sobradamente legitimados para ello; y aquí reside la segunda gran herencia de Mayo del 68.

Se puede formular así: la legitimidad se puede obtener de las urnas, o de otra manera. O, si se prefiere: la legitimidad de la calle es tan legitimidad como la de las urnas. Incluso, más. Así las cosas, en el mundo post Mayo del 68 hay un alcalde que decide urbanizar una zona; entonces llegan unos señores, la Asociación Ecologista de la Loma Tiesa, y dicen que eso es una burrada. Y, automáticamente, el alcalde (que ha sido elegido para ser alcalde) ya no tiene que negociar con los concejales (que también han sido elegidos para ello), sino con la Asociación Ecologista de la Loma Tiesa; que son unos señores de los que, habitualmente, se desconoce cuántos militantes tienen al corriente de pago, cuánta gente les apoya, o la calidad de sus técnicos (si es que los tienen), etc. Simplemente, están ahí, y dicen que la calle los ha legitimado. Finalmente, el proyecto de urbanización ha de pactarse con unos señores que nunca han pasado por el filtro de los votos para estar ahí. En las siguientes municipales, un grupo ecologista, obviamente cercano a los de la Loma Tiesa, se presenta a las municipales, y saca tres votos; pero nadie parece darse cuenta.

Este proceso, que se puede apreciar en cualesquiera partes (véase el fenómeno de los reverendos afroamericanos de las ciudades de Estados Unidos, que dicen representar a una raza que luego vota a otros), es más intenso en España, porque en España, en realidad, fue un fenómeno que tuvo su justificación durante los años en los que la representación política no era perfecta porque estábamos migrando desde una dictadura. Hoy, sin embargo, tres décadas después de la construcción de los canales democráticos, ahí sigue.

En suma, Mayo del 68 no es un periodo histórico que despierte cuando menos mis pasiones. Le veo más sombras que luces y no acabo de ver la utilidad de su herencia; es más: en su herencia veo cosas que me gustan más bien poco. Pero está ahí, en nuestro ADN. Nosotros, las gentes de hoy, como Peter Parker, no podemos sortear el hecho de que, por mucho que lo neguemos, somos arañas.