jueves, octubre 01, 2009

La gran guerra vasca (1)

Cualquiera de vosotros puede discutirme esta opinión. Pero, a la espera de vuestros argumentos, enuncio el teorema de que, hablando de Historia, no hay ningún hecho más complejo que una guerra civil. Es por eso que resulta peligroso tratar de explicarlo mediante esquemas sencillos.

En una guerra civil se juntan un montón de cosas distintas. No hay bandos puros, que sólo pelean por una razón. En cada bando, siempre, hay gentes diversas que toman su opción por motivos muy diferentes. Toda guerra civil es un dédalo de razones y de interpretaciones entrecruzadas que son las que hacen que saber de Historia sea, en realidad, interpretar la Historia.

Uno de esos hechos poliédricos, inaprehensibles, son las guerras carlistas. En la guerra carlista se juntan, como mínimo, cuatro grandes corrientes: primero, el absolutismo dinástico; segundo, el tradicionalismo católico; tercero, el fuerismo vasco; y, cuarto, las tensiones regionalistas, más que nacionalistas, en otros lugares de España, sobre todo Cataluña. En esta pequeña serie, os voy a hablar, básicamente, de uno solo de estos componentes, porque pienso que, en realidad, es el más importante: el fuerismo vasco. La guerra carlista de 1833 es, también, la gran guerra vasca. El primer enfrentamiento serio entre los vascos y el resto de los españoles. De ahí nacen muchas cosas. Creo que es importante conocerla, siquiera epidérmicamente, para entender eso que hoy llamamos el problema vasco.

La historia empieza, como dije, en 1833, a la vera de la cama de un rey voluble y moribundo. Fernando VII agoniza entre sábanas sudorosas y a su alrededor, inquietos, sus hombres políticos conspiran para evitar hechos que reputan peligrosos. Todo el mundo, en ese momento, considera que, muerto el rey, y puesto que sólo ha tenido una hija (Isabel, que además tiene apenas tres años entonces), la corona ceñirá las sienes de Carlos, su hermano. Carlos es un decidido partidario de la monarquía tradicional, como en el fondo lo ha sido Fernando. Isabel no es que sea muy liberal, pero es muy pequeña. En ella cifran sus esperanzas los sectores más liberales de palacio.

Todo el mundo le come la oreja al enfermo terminal. Fernando, entre que está sonado y que es ya de por sí gilipollas, da por la mañana una de cal y por la tarde una de arena. Primero anula la Ley Sálica, que impide reinar a las mujeres, abriendo el portillo para la sucesión en la persona de su hija. Luego da marcha atrás, presionado por la camarilla real partidaria de Don Carlos, dirigida sobre todo por el ministro Calomarde. Dice la tradición que el asunto lo zanjó la infanta María Carlota, quien arrancó de las manos de Calomarde el testamento del rey, lo rompió y luego le arreó una hostia al ministro. Calomarde habría respondido con la famosa frase «señora, manos blancas no ofenden».

Curiosamente, todo este problema de la Ley Sálica no afectaba a uno de los territorios que más decididamente serían carlistas, es decir Navarra. En Navarra, la norma aprobada en su día por Felipe V nunca había estado vigente, así pues en el territorio de Navarra no había impedimento alguno para que Isabel fuese la heredera. Sin embargo, los navarros tenían muy claro que lo que Isabel traía prendidas eran las ideas más aperturistas de sus partidarios, de un liberalismo primigenio pero ya enemigo de los fueros vasconavarros, considerados por los liberales como una chocha herencia caduca de los tiempos medievales. Navarra se hizo, entonces y por un largo siglo, carlista hasta las trancas. En las calles del futuro Euskadi se cantaba:

D. Karlosek emon dau
erege-berbea, erege-berbea,
gura dabela gorde
euskaldun legea...

O sea: D. Carlos ha dicho/el mismo rey, el mismo rey/que quiere respetar/la ley vasca.

Este planteamiento político-bélico, a la muerte de Fernando VII, tiene y tendrá su importancia para la causa vasca, por cuanto tenderá a vincular la suerte de los derechos seculares de los vascos a la causa del Antiguo Régimen; y, como quiera que ésta es la causa finalmente perdedora de la larga guerra civil que en el fondo fue todo el siglo XIX, acabará pagando muchos platos rotos y reaccionando mediante el encastillamiento en un nacionalismo con fuertes tintes tradicionalistas.

Las diputaciones vascas no habían enviado diputados a las Cortes de Cádiz. Más aún, el País Vasco, aunque de una forma un poco a la remanguillé, jugó bastante la baza de los afrancesados, es decir, otra causa finalmente perdedora. Se dice que esta pseudoidentificación de los vascos con José Bonaparte, a quien dieron importantes ministros como Urquijo, Colón de Larreategui o el muy céntrico Mazarredo, tiene que ver con la ilusión que algunos sectores del fuerismo albergaron de que Napoleón acabaría por esponsorizar la creación de un Estado independiente al norte del río Ebro; cosa que, que yo sepa, Napoleón se planteó con la misma seriedad con la que se planteó la posibilidad de usar rorcuales comunes para sus cargas de caballería.

En este caldo de cultivo, no cabe extrañarse de que las Cortes de Cádiz decidiesen proponer la abolición de los fueros euskaldunes sin, en realidad, pensárselo mucho. Para los diputados liberales, quitar los fueros era tan lógico como es lógico para un barrendero quitar de la acera unos papeles que molestan. Aunque hoy veamos, o queramos ver, los fueros, pelaos o amejorados, como lo más de lo más de la modernez política, lo cierto es que son privilegios antiguos; y las Cortes de Cádiz rompieron con todo, o casi todo, lo antiguo. Y, como decía, no hubo allí ningún vasco para oponerse seriamente a la movida (vascos hubo, sí; pero no habían sido elegidos por los vascos, ergo no los representaban).

Las relaciones con Fernando VII tampoco fueron buenas. Al Borbón nunca le gustaron los fueros porque eran una forma de no poder meter mano en el País Vasco y Navarra y Fernando, nunca lo olvidemos, era un rey absoluto (además de un tonto absoluto y un vendeatumadre absoluto). Durante la tercera década del siglo, hizo todo lo que pudo para terminar de abolir los fueros navarros, decisión que llegó a publicar sin llevarla a efecto. El problema fuerista provocó que los vascos tomasen las armas, y ahí está la asonada de Lausagarreta en Vitoria (1827) para atestiguarlo. Estos problemas dan alas a los tradicionalistas carlistas, los cuales predican con fuerza la idea de que sólo Don Carlos respetará los fueros. En 1830, de hecho, Madrid prepara una expedición militar para someter a los euskaldunes de una vez, con 30.000 hombres. No es la fiereza de los vascos la que detiene esos ímpetus, como le pasara a Roldán siglos antes, sino la casualidad que quiere que en el momento en que los fernandinos cruzan el Ebro para empezar a repartir, Mina entre por los Pirineos en una pseudoinvasión liberal que obliga a los ejércitos estatales a olvidarse por un rato del asunto de los fueros.

En septiembre de 1833, a la muerte del rey Fernando, las tres provincias vascas y Navarra se alzan prácticamente al segundo. Aunque con diferencias. Vizcaya y Álava fueron insurreccionales desde el primer momento. Pero la cosa no fue tan fácil y ni en Guipúzcoa ni en Navarra tuvo éxito la cosa, especialmente ésta última, a causa de la importancia que allí tiene la nobleza.

Y es que un elemento que, a mi modo de ver con pleno acierto, han destacado muchas veces los historiadores vascos, es que la insurrección de 1833 es, fundamentalmente, una movida popular. Tomemos el ejemplo del mismo Bilbao. Allí, el diputado general liberal Uhagón (la historiografía vasquista no duda en recordar que no fue en realidad elegido, sino impuesto por Fernando VII), unido al corregidor (hoy diríamos delegado del gobierno) creen tener la sartén por el mango y, con el mando de los miqueletes en la mano, presionan a los diputados carlistas para que acepten una situación de sometimiento. Éstos, en efecto, no se atreven a rebelarse, y por lo tanto acuden a la reunión de la diputación montada por los liberales. Pero cuando la noticia llega al extrarradio, a barrios hoy bien caros como Begoña o Deusto, el personal se encabrona y, poco a poco, se monta una buena manada de pueses armados que se dirigen a pedirles cuentas a sus diputados. Los miqueletes les abren la puerta de la ciudad y, de hecho, cuando esa multitud se presenta en la Diputación exigiendo la proclamación de D. Carlos, la guardia del edificio se junta con ellos dejando al corregidor y al diputado liberal, como aquél que dice, en bragas.

La situación está llamada a resolverse como casi siempre. Desde el centro se monta una gran armada, al mando del general Sarsfield, que entra en el País Vasco a leche limpia. Toma Vitoria y se dirige hacia Bilbao. El 25 de noviembre, los carlistas abandonan la ciudad. Pero se dispersan en pequeñas partidas por todo el territorio.

En Madrid creen estar sofocando una rebelión. Pero lo que ha empezado es una guerra en toda regla.

martes, septiembre 29, 2009

El hipódromo


Esta imagen data de la primavera de 1905. El edificio que se ve al fondo de la imagen es el Museo de Ciencias Naturales de Madrid, con su inequívoca cúpula. Lo cual quiere decir que lo que estás viendo es el paseo de la Castellana hace algo más de cien años.

Como puedes comprobar viendo la foto, hace cien años la Castellana no era propiamente Madrid. Madrid, obviamente, era mucho más pequeño. Algunos días antes de tomarse esta foto, aprovechando ya el buen tiempo, se celebró en Madrid una de las primeras carreras pedestres urbanas, que ganó un tal señor Carlos Robert, quien invirtió 46 minutos en correr 10 kilómetros. ¿Que no te lo crees? Bueno, lo de la marca planetaria no te lo puedo demostrar, pero por lo menos te puedo enseñar la foto, donde Robert (izquierda) posa junto a José Nougués, que quedó segundo. No pierdas detalle de lo artesanal de los dorsales.


.
... pues bien: esta carrera, en la que participaron 35 corredores, se publicitó como una carrera desde Madrid hasta Chamartín, y volver. O sea, que Chamartín de la Rosa aún era un pueblo distinto de la capital (lo siguió siendo bastante tiempo, de hecho). Esto te podrá dar una medida de que la Castellana estaba en el extrarradio.

Unos pocos año antes de la foto que reproduzco, Amadeo de Saboya, el brevísimo rey italoespañol que acabó trayendo una república, tenía una amante a la que visitaba asiduamente en su casa del principio de la Castellana. Lo hacía así porque por aquellos lares no se aventuraban los paseantes.

En la Castellana, como puedes ver en la foto, había un hipódromo. Celebérrimo hipódromo. Durante muchos años, el no va más para la sociedad madrileña. Esta foto es una de las pocas que he encontrado tomada en dicho hipódromo. Hoy, esta instantánea es imposible. Sobre lo que fue lugar para las carreras de caballos se levanta hoy la fea mole de los Nuevos Ministerios.

Me pregunto qué dirían las encopetadas damas de la foto si alguien les hubiera dicho que estaban pisando el futuro centro financiero de España.

domingo, septiembre 27, 2009

Lhardy

A veces, los lugares son Historia. El paso del tiempo es un tamiz muy exigente que pocas pepitas de oro logran superar. Teniendo en cuenta la cantidad de gente que, en los últimos treinta siglos, ha muerto de enfermedad, o a causa de la violencia, o del hambre, la verdad es que cada uno de nosotros es una puta casualidad. Igual le ocurre a los lugares. Les resulta muy difícil sobrevivir, porque para sobrevivir es necesario resultarle interesante a todo tiempo que llegue. Cuando se es una pirámide enorme, sobrevivir es relativamente fácil. Pero cuando se es un restaurante más, ya la cosa cambia. Quizá por eso Lhardy, en la madrileña Carrera de San Jerónimo, tiene tanto mérito. Lugar que ha sido, y creo que sigue siendo, de reunión de gente importante y pituca, Lhardy tiene ya 170 años en sus fogones, y alguna que otra anécdota jugosa. El centro de este post es, de hecho, la circunstancia de que Lhardy ostenta un curioso récord histórico que, que yo sepa, no ha sido igualado por otros restaurantes famosos: el de haber servido de refugio último de conspicuos políticos en huida.

Emilio Lhardy nació en Suiza, y recaló en Madrid en 1839. Dicen quienes saben de esto que, quizá, la decisión de visitar un país en aquel entonces tan ignoto, y bastante incómodo, pudo provenir de que Lhardy tenía cierta amistad con Prosper Merimée, digno artista francés que profesaba cierta admiración por España.

Lhardy, como buen suizo, no era cocinero, sino pastelero. Había nacido en Chaux-les-Fonds en 1806, y desde muy joven había mostado vocación por el pasteleo y la cocina. Su pericia en las artes blancas la adquirió en Francia, que en ese momento era la capital mundial del dulce y el lugar donde se estaba inventando la pastelería moderna. Sabido es que el rey de los bollos, el cruasán, fue inventado por los vieneses (que también se llevan lo suyo en lo azucarado), y tiene esa forma porque de esa manera los locales de la ciudad tomada por los turcos se comían la media luna sin cometer crimen alguno. Pero, más allá del cruasán, todos los demás bollos y pasteles, o casi todos, son de invención francesa, pues a los franceses a pasteleros no los gana nadie (de lo bolleros y bolleras que sean, prefiero no hablar) y es por eso que la práctica totalidad de los inventos en la materia los conocemos por sus nombres franceses.

Según lo que he podido leer, Lhardy trajo a Madrid la delicadeza y el adorno en la pastelería, hasta entonces rica pero basta y simplona, como sabe cualquiera que se haya comido alguna vez una rosquilla tonta, una lista, un hueso de San Expedito o similar. De él se dijo, en aquella época, que le había puesto corbata blanca a los bollos de tahona; expresión que parece decirnos que tomó lo que ya se hacía y lo adornó, quizá, con azúcar glas. Pero, además, se trajo todo el bagage de invenciones parisinas. En el interior de su establecimiento comenzaron a verse en Madrid los petit-choux, más conocidos hoy como petisús o piononos; los millefeuilles, que a base de generaciones de españoles zampabollos han sido traducidos y se llaman milhojas; los brioches; los maffins, que hoy se escriben con su u original y correcta... Lhardy pone de moda los vaul-au-vents, de soltera volovanes, e introduce esas especialidades saladas propias de las pastelerías, notablemente el jamón de York.

La verdad es que Lhardy llegó y besó el santo. Le entró a los madrileños por donde otros restaurantes no le podían entrar, es decir excitándoles la glándula azucarada, y tuvo un éxito inmediato. De tal suerte que, con permiso La Fontana de Oro y de otros lugares también de mucho porte, en mi opinión el siglo XIX madrileño es, en gran parte, el siglo de Lhardy, y de Fornos. En uno he entrado y he comido. En el otro no he podido porque a la máquina del tiempo parece que le falta una bujía que hay que traer de Alemania. Estos dos locales había que pisarlos para ser alguien en Madrid. Yo diría que, por establecer una distinción, Lhardy era más aristocrático, más encopetado, más serio. Mientras que Fornos era un restaurante un poco crápula. En Fornos era donde se recogían las pequeñas masas de madrileños impenitentes que de madrugada salían de la cuarta del Apolo (hoy Hacienda municipal de Madrid) con ganas de seguir la juerga. Tenía el Fornos unos reservados en la planta de arriba que permanecían muchas veces toda la noche abiertos, o más bien entreabiertos, servidos por algún discreto camarero que nunca observaba muy de cerca lo que ocurría dentro, como en el tango, a media luz. En Fornos se ha jincado más que en Física o Química.

La prosperidad de Lhardy llevó al dueño a quedarse con todo el edificio, en cuya última planta incluso instaló un par de habitaciones para el caso de que a algún ilustre comensal se le hiciese tarde para volver a casa, y que pudiese dormir allí. Ignoro si hoy sigue existiendo este servicio, aunque sospecho que no.

Prueba del tono aristocrático de Lhardy es su vinculación con la casa real. Tanto de Isabel II como de Alfonso XII (en este último caso, con total seguridad) se dijo o se supo que eran asiduos del restaurante, a donde les gustaba ir de incógnito, sin ser reconocidos; que era algo más sencillo que hoy en día porque entonces no había programas del corazón. Pero, con todo, el verdadero monocultivo de Lhardy, sobre todo en el siglo XIX y principios del XX, son los políticos. Todo el que mandó un poquito en España acabó, por fas o por nefas, comiendo o cenando en Lhardy no una, sino varias veces.

En 1865 ocurrió el primer asilo que hoy quiero contaros.

En aquel año, concretamente en la noche de San Daniel, hubo unos gravísimos incidentes estudiantiles que conmocionaron a la capital. Uno de los principales objetivos de los estudiantes era el ministro gaditano Luis González Bravo. En aquellos tiempos, los ministros no tenían tantas escoltas (medio siglo después, todo un primer ministro sería asesinado en la Puerta del Sol mientras contemplaba un escaparate) y, además, Madrid era un lugar pequeño en el que era fácil que te encontrasen. Así que González Bravo resolvió disfrazarse de arriero. Esto equivale a pensar que mañana José Blanco se va a disfrazar de chófer para andar por Madrid; así tendréis una imagen bastante clara de lo que han cambiado los tiempos.

González Bravo, que además de político era periodista y, ya lo hemos dicho, sanguíneamente gaditano, resolvió cruzar la Puerta del Sol hacia el Ministerio de la Gobernación, hoy sede de la Comunidad de Madrid, y allí refugiarse. La plaza estaba llena de alborotadores dando por culo. Lo que siguió tiene su lógica pues, como es bien sabido, los de Cai no se callan ni sumergidos en una piscina de ácido sulfúrico. Bravo, viendo lo soliviantados que estaban los comunes, se subió a una farola y comenzó un discurso para convencerles de deponer su actitud.

Los transeúntes de Sol se quedaron agilipollados escuchando a tamaño pico de oro, pues González Bravo no era ningún mal orador. Pero, conforme avanzó la perorata, comenzaron a darse cuenta, siquiera intuitivamente, de un hecho: en España, y en 1865, los arrieros, todos, hablaban con acentos cerrados, profiriendo anacolutos como quien respira y, por lo general, asesinando el idioma canónico con cada palabra. Pero aquel arriero hablaba que lo flipabas.

Ergo no era un arriero.

Viendo que el personal se estaba coscando de la movida, González Bravo se bajó de la farola. Quiso tirar hacia Gobernación, pero se dio cuenta de que ese detalle lo delataría. Así pues, echó a andar, como distraído, en dirección contraria, seguido de grupos de madrileños crecientemente mosqueados. Al llegar a la altura de Lhardy, abrió la puerta y se tiró en plancha. Don Emilio lo acogió en su seno y lo tuvo allí hasta la mañana siguiente, pues antes el gaditano no se atrevió a salir, no fuera que le sacasen la mugre.

El general Prim, todopoderoso regente de los destinos de España que fue, tenía la costumbre, honradamente no sé si la inventó, de contratar los servicios de catering de Lhardy, pues servía las comidas en su casa, pero se traían cocinadas del restaurante. Se dice también que el arquitecto de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo, se ponía allí ciego de queso de Rochefort, su verdadera pasión; eso, claro, los días que no se quedaba en casa porque tenía invitado a cenar a su amigo Emilio Castelar, pues ambos políticos, uno monárquico en todas sus células y el otro republicano hasta en el Purgatorio, eran buenos amigos. Lamentablemente, esa España ya nunca volverá.

El segundo gran asilado de Lhardy fue el marqués de Salamanca. Financiero y político español, forrado hasta las cachas a base de hacer negocios en los que no faltó la generosidad, Salamanca adquirió un palacio en la calle Cedaceros, a tiro de piedra del restaurante, razón por la cual lo frecuentaba mucho. Cuando llegó la revolución del 68, La Gloriosa, y en sus primeras horas, todos los que se podían considerar representantes del viejo orden contra el cual se alzó la revolución, se consideraban en peligro. Salamanca era hombre envidiado a la par que admirado, y pronto le llegaron mensajes de que permanecer en su casa no era seguro. Así pues, Salamanca huyó del hogar y se fue a refugiar a Lhardy, donde los buenos oficios de don Emilio le procuraron ropas de fogonero. Y así disfrazado salió a la calle, de incógnito, para tomar el tren de Aranjuez y desde allí huir a su finca de Los Llanos, donde terminó por esconderse.

Todos estos hechos, de alguna manera, se respiran aún en esta esquina del Madrid de siempre. Y si, encima, comes bien, pues ya es la leche. Eso sí, siempre es recomendable que consigais que pague otro.