miércoles, julio 17, 2013

Doping; (4: la década de la vergüenza)

De esta serie se ha publicado ya un primersegundo y tercer capítulo.


Los Juegos Olímpicos de verano de Montreal iniciaron la lista, bastante más larga de lo que se pretende, de olimpiadas catastróficas. A los canadienses les costó un Congo organizar aquellos juegos; han tardado más de un cuarto de siglo en pagarlos, con retornos bastante más que discutibles. En materia de doping, tampoco es que fuesen como para tirar cohetes; más bien, la cosa fue como para meterse esos mismos cohetes por donde amargan los pepinos, y prender la mecha. Lo primero que faltó en los juegos de Montreal fue la realización previa, por parte de los comités nacionales, de pruebas razonables contra el doping. Y, allí donde se hicieron, no sirvieron de nada. En los juegos de calificación estadounidenses de Eugene, Oregón, 23 atletas, que se dice pronto, no pasaron el control antidoping; ni uno de ellos fue sancionado y todos aquellos que se ganaron la calificación, cruzaron la frontera con Canadá como unos pichis.

A lo largo de los juegos se recogieron 1.800 muestras de orina para realizar pruebas convencionales de localización de drogas. Se obtuvieron tres resultados positivos. De las 275 pruebas sobre el uso de esteroides anabolizantes, ocho dieron positivo. Dos de estos positivos fueron suspendidos: los halterófilos estadounidenses Mark Cameron y Phil Grippaldi. De nuevo, se montó la de Dios es Cristo en el Comité Olímpico Estadounidense. Su presidente, Philip Krumm, se declaró muy desagradablemente sorprendido por la suspensión de Cameron, y se quejó de que los equipos no hubiesen sido avisados de que se iban a hacer los controles (sí; así iban los temas, entonces, con el tema del doping. Si te voy a investigar por corrupto, me lo tienes que avisar antes) o de que las dos suspensiones hubiesen sido hechas públicas antes de informar al propio USOC. Los americanos, en todo caso, no fueron los únicos. El presidente del Comité Olímpico polaco, Boleslaw Kapitan, puso el grito en el cielo cuando, seis días después de acabados los juegos y tres semanas de haber recibido su medalla de oro, el halterófilo de aquel país Zbigniew Kaczmarek, fue suspendido por doping.

El problema de los polacos era bastante evidente: la eliminación de una medalla que ya consideraban suya. Pero el problema de los estadounidenses era otro: en aquellos juegos de Montreal, ni un solo atleta de la República Democrática Alemana fue sancionado ni total ni parcialmente; a pesar de lo mucho que sabemos hoy en día sobre lo petados de drogas que llegaron a aquella convocatoria. Lo lenitivo del comportamiento del olimpismo hacia el evidentísimo escándalo de la RDA (como competidores y periodistas señalaron repetidamente durante aquellos juegos, y cualquier filmación de las muchas que hay puede confirmar, la mayoría de las nadadoras germanodemocráticas eran más grandes y masivas que los competidores de sus compañeros) tuvo unas consecuencias deplorables para la limpieza del deporte. El saltador de palanca estadounidense Willie White lo dijo con evidente claridad: «si hemos de competir con atletas sintéticos, nosotros mismos deberemos ser atletas sintéticos». Consecuentemente, el USOC aprobó la creación de un comité, presidido por el cirujano cardiovascular Irving Dardik, encargado de investigar el uso de métodos médicos y científicos para mejorar el rendimiento de sus atletas. El objetivo del comité incluía el uso de drogas para mejorar el rendimiento muscular.

Los Juegos Olímpicos de Moscú llegaron en 1980 sin que el COI hubiese sido capaz de desarrollar un régimen eficiente de chequeo contra el doping; lo cual, tras lo que acabamos de escribir, no ha de extrañar a nadie pues, en realidad, en el seno del movimiento olímpico, y tras las experiencias de Munich y Montreal, no había nadie, salvo quizás el príncipe De Merode y eso con muchas dudas, que estuviera realmente implicado en la idea de desterrar el uso de drogas en el deporte de elite.

Alexander de Merode, en una declaración que debería pasar a la Historia del deporte por lo pollas, afirmó que los juegos de Moscú fueron «los más puros de la Historia» desde el punto de vista del doping. Lo dijo porque ni a un solo atleta le fue localizado el uso de drogas prohibidas; pero eso, en realidad, fue así porque los controles de Moscú fueron un puro cachondeo. Por su parte, los Estados Unidos, aunque ausentes en los juegos, o quizás más bien aprovechando esa situación, estaban para entonces desarrollando soluciones químicas para sus atletas, pensando en la convocatoria de 1984 en Los Ángeles, donde se sentían obligados a darle una pasada a sus competidores del Este. Además, estaba el hecho de que los juegos de 1984 fueron unas olimpiadas a la americana, esto es, diseñadas desde el minuto uno para dar dinero.

Estados Unidos, en efecto, siempre ha tenido muy claro que con unas olimpiadas se puede llegar a palmar pasta a paletadas (y si no, que se lo digan a los canadienses, o a los griegos), pero que ése no es su caso. Todo, en los juegos olímpicos celebrados en Estados Unidos en las últimas décadas, está subordinado a la consecución de beneficio económico. Y el beneficio económico, en Los Ángeles, era directamente incompatible con una política estricta antidoping que tuviese como consecuencia que semidioses del deporte que hubiesen recibido medallas y aplausos y admiración y titulares en los periódicos resultasen, días o semanas después, señalados con el dedo de la acusación (y no se equivocaban: Ben Johnson perdería, años después, una auténtica fortuna nada más ser acusado de haberse dopado).

La década de los ochenta, por lo tanto, transcurrió en medio de una clara falta de sensibilidad hacia el doping, mientras el movimiento olímpico, en realidad, se fijaba en otras cosas. Y es que, inevitablemente, el peligro de quiebra del movimiento olímpico no se estimaba pudiera venir del tema del doping, sino de los gravísimos desencuentros provocados por la Guerra Fría, y que provocaron las series de boicots producidos según los Juegos fueran en el Este, o en el Oeste.

En este entorno, el uso del dopaje era descarado. Frank Shorter, segundo clasificado en la maratón de Montreal y miembro del equipo de EEUU, fue preguntado por los periodistas sobre si pensaba ganar la prueba cuatro años después, en Moscú. Shorter, con total desparpajo, respondió: «Por supuesto; he encontrado unos doctores estupendos». Aquello era tan descarado y tan industrial, que John Anderson, médico jefe de la delegación estadounidense, afirmó que el doping en Moscú amenazaba con acabar con el movimiento olímpico (pero eso no pasó, claro, porque ya se encargó el COI, y el comité soviético organizador, de que los de Moscú fuesen «los juegos más puros de la Historia»).

Los resultados de Moscú fueron tan buenos, entre otras cosas, porque la RDA, para entonces, había modificado sus protocolos químicos, de forma que en las últimas semanas antes de competir se administraba a sus atletas Testosterone-Depot y otros compuestos no detectables en los análisis. Para entonces, el puesto más importante de todos los equipos atléticos de los países más importantes eran los expertos farmacéuticos que definían el momento exacto en que el atleta debía dejar de tomar drogas prohibidas para tomar otras, o tomar hormonas.

Al COI todos estos temas se la fumaban, porque no eran públicos. Pero la cosa se puso peor cuando Renate Neufeld, una velocista de la RDA, se las arregló para desertar a Occidente llevando consigo las píldoras que le hacían tomar. Los análisis demostraron que se trataba de anabolizantes esteroides.

Así las cosas, a nadie le extrañará que las autoridades soviéticas asegurasen al COI que todas sus regulaciones antidoping serían «estrictamente cumplidas» durante los  juegos del Osito Misha. El COI, ya lo sabemos, no sólo lo creyó, sino que defendió que así había sido. Eso sí, un cuarto de siglo después, en el 2003, Michael Kalinsky, que había sido director del departamento de bioquímica de la Universidad del Deporte de Kiev, facilitó un documento que detallaba el programa soviético para administrar esteroides anabolizantes a sus atletas.

Ni un solo atleta en aquellos juegos dio positivo, a pesar de los más de 8.000 análisis realizados. Pero, en realidad, todo lo que hicieron los atletas fue cambiar a la testosterona en el momento adecuado.

En realidad, si el movimiento olímpico internacional tuviese lo que debiera tener, no es que debiera recuperar aquellas muestras, analizarlas de nuevo, y quitarle las medallas y récords a los que hoy den positivo. Como han indicado diversos estudios sobre la materia, difícilmente habrá un medallista en Moscú, no desde luego uno de oro, que merezca su premio.

Lo que habría que hacer con los juegos de Moscú, Montreal y Los Ángeles, sería eliminarlos de la lista. Como si nunca se hubiesen celebrado.

lunes, julio 15, 2013

Esclavo de uno mismo

En este enlace, donde se listan las colaboraciones que Arturo Pérez-Reverte realiza bajo el título Patente de corso, encontrará el lector ya hasta cinco capítulos que el escritor y académico ha publicado bajo el conceto de Una historia de España. Yo los he ido leyendo a salto de mata, porque considerando mis aficiones y las de muchos de mis amigos es prácticamente inevitable que acaben apareciendo en mi muro de Facebook, así pues difícilmente puedo estar desinformado de su aparición. Y, conforme los voy leyendo, más me voy decepcionando.

Mi decepción es más profunda teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, yo soy también, un poquito, de esa escuela. A mí me gusta, aunque algunas veces haya lectores a los que no, usar palabras malsonantes en mi discurso. Sinceramente, creo que las construcciones correctas y sutiles no son capaces de captar, a menudo, los hechos históricos. Lo que había en la Corte española durante los últimos meses de la vida de Carlos II era una zapatiesta de la hostia; cualquiera puede escribir un notable enfrentamiento entre banderías, pero, a mi modo de ver, captará menos la esencia de los hechos. Además, la Historia, tal es mi parecer, hay que escribirla en el lenguaje de quienes pretenden entenderla, porque si no, quienes la describen no consiguen su objetivo.

Otro elemento que a mí me parece notablemente útil al hablar de hechos pasados es acudir a ejemplos presentes para describirlos. Si alguien escribe que Franz Lizst era el Justin Bieber de su tiempo, no miente. Se ganará, probablemente, la enemiga de los melómanos estrictos, que verán en la comparación una grave afrenta a la figura del pianista decimonónico. Sin embargo, Lizst no sólo era famoso en su época por las piezas que componía o por cómo tocaba el piano, sino también por lo bueno que estaba. Las señoras de la sociedad sobre todo parisina, de hecho, iban a sus audiciones a desmayarse, exactamente igual que hacen sus tatara-tatara-tataranietas adolescentes en los conciertos de Bieber (o sus madres en los de los Beatles). Franz Lizst era un señor que tiraba absolutamente a todo lo que se movía; que además tenía una belleza bohemia, de malote macarrilla, de ésas que siempre le ha hecho tilín a las tías; y, además, solía tocar piezas al piano petadas de stacatti que él tocaba como nadie, arrobándose, moviendo la melena en sentido sur-suroeste con la violencia de los compases, entrando como en trance; cosa que se comunicaba a sus espectadoras, que se desmayaban de la emoción.

Ambas cosas, lenguaje coloquial y arrastre del pasado hacia el presente, son elementos que yo reputo fundamentales para hacer que la Historia sea interesante para el lector; para que el lector pase del segundo párrafo, que es la apuesta que hace todo blogger cuando escribe. Pero, exactamente igual que le pasa al competidor de Moto GP, existe el peligro de pasarse de frenada, o de acelerada. Esto es lo que, en mi opinión, le ha pasado a Pérez-Reverte.

Este hombre da la impresión de  haberse desdoblado. De modo y forma que, ahora mismo, tenemos al Arturo Pérez-Reverte ciudadano con DNI, por un lado; y al personaje Arturo Pérez-Reverte por otro, que es un tipo que coloca borderías en su discurso, dos o tres por minuto, cuadren o no; y que se ha convertido en una especie de apóstol de la Historia contada a los gentiles. Es lo que parece que intenta en la serie que se puede leer en el enlace.

El problema para esta forma de actuar es que supone doblar la Historia como una lámina, unir los puntos de espacio-tiempo al escribir sobre ellos, y convertirlo todo en hechos comprensibles desde el lenguaje de hoy, y también desde la forma que hoy se tiene de ver las cosas. Un ejemplo de su último artículo: «Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. (...) O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute».

La primera idea que transmite este párrafo es la idea de una Hispania embarcada en una discusión bastante pollas (la de la Santísima Trinidad, que me perdonen mis lectores creyentes, lo es, y bastante. Porque la naturaleza de Dios, aun creyendo en Él, es un hecho tan inaprehensible que los hombres no deberían osar discutir sobre ella) mientras el resto del mundo va a otra bola. Ambas cosas son mentira. La discusión doctrinal sobre la naturaleza de Jesús (digámoslo así, con más exactitud; porque la discusión del arrianismo no es, propiamente hablando, una discusión sobre la Trinidad, sino sobre si el señor que bajó a la Tierra a lavar el pecado de la Humanidad era hombre, Dios, hombre-Dios, Dios-hombre, o qué) ni nació en Hispania ni tuvo en Hispania su principal teatro de desarrollo. De hecho Arrio, que era libio, encontró los apoyos fundamentales a teoría en las iglesias de la costa asiática de la actual Turquía, en la propìa Libia, en Egipto, y en Constantinopla.

A mi modo de ver, un perito en Historia, yo honradamente no sé si así se reputa a sí mismo Pérez-Reverte, debería contar esta movida con el significado que tuvo. Y no es necesario salirse de los ejemplos contemporáneos para hacerlo. Porque exactamente igual que en guerras contemporáneas que «vendemos» como conflictos religiosos cuando en realidad hay mucho subsuelo social y de otro tipo (piénsese en las guerras de musulmanes contra hindús; o en los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes en Líbano), en la era de la Hispania visigoda lo que había en el mundo era un enfrentamiento cada vez más amargo entre dos bloques, el viejo imperio de Occidente y el de Oriente; que tomaban la cuestión de la naturaleza de Jesús como punto de fricción. Aquella era una lucha de poder, de zonas de influencia; y una Hispania arriana estaba, simple y llanamente, descolocada; era una bomba bizantina cebada en el patio de atrás del Papa (de hecho, en aquel entonces los bizantinos controlaban importantes áreas del Levante español). De hecho, para mí la conversión de Recaredo es la primera decisión española de nuestra Historia. Porque Recaredo, tal es mi idea, no se convierte porque se da cuenta de que la mayoría de la sociedad hispana de la época es cristiana niceica. No. Se convierte porque se da cuenta de que, solo, no va a poder garantizar la unidad de la península, así pues teme que le ocurra desde los Pirineos lo que acabará ocurriéndole a Don Rodrigo desde Marruecos. Y busca, por lo tanto, una alianza táctica con el otro gran poder fáctico de aquella Hispania, la Iglesia; alianza en la que los obispos le piden, a cambio, la conversión.

Así pues, da la impresión de que una tesis de partida (en España siempre hemos andado centrados en nuestras querellas y nos ha importado un culo lo que pasaba en el mundo) va siendo confirmada por el escritor con los datos; sean los datos proclives a la dicha confirmación, o no.  

Por lo demás, supongo que es ser muy tiquismiquis, pero la expresión «cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio», se tiene muy poco. El ejército arriano no se nutría de aquéllos que eran «convertidos», o sea nuevos cristianos. Buena parte de su grey estaba formada por obispos de diversas diócesis (que, por lo tanto, ya eran cristianos) y sus correspondientes parroquias, que llevaban siendo cristianas, en no pocos casos, desde los tiempos de Pablo, o de Barnabás, de Orígenes, o de Tertuliano. Segunda cosa, Arrio no era un obispo hereje. Era un obispo que después de ser obispo, vio condenadas sus teorías. La expresión «obispo hereje» parece querer decir que, cuando Arrio desarrolló sus teorías, era consciente de estar montando una herejía. Y no hay tal, entre otras cosas porque teorías parecidas a las de Arrio, véase el docetismo, o el maurinismo, sin ir más lejos, convivieron en el mundo cristiano durante mucho tiempo, dejaron su huella en las páginas de los padres de la Iglesia, como Tertuliano; y no eran consideradas herejías propiamente hablando.

Con todo, ya lo que más llama la atención de este párrafo es eso de «y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute». Se dice, aunque no se sabe, que Arrio pudo morir envenenado. Pero lo que no murió, fue quemado. Como tampoco murieron sus seguidores; el emperador Constantino los condenó a muerte, pero fue ésa una condena más formal que otra cosa. La práctica de quemar a los herejes no se llevaba entonces. Ésta es, de hecho, una de las muchas cosas que se pueden recordar a un contertulio cuando te dice eso de que la Edad Media fue la pera limonera del oscurantismo y la violencia y, sin embargo, en el Renacimiento triunfó el Amor Humanista y el Buen Rollito Respetuoso. De todas formas, que nadie se llame a engaño, que ser judío en España en tiempos de los reyes godos no era ningún chollo.

Este párrafo, de los varios que he subrayado en estas cinco crónicas del insigne académico, es, para mí, una buena prueba de que una cosa es ser fiel al estilo propio, y otra distinta convertirse en esclavo de él. Hay mucho camino que recorrer en la explicación de la Historia, pero es un camino que debe hollarse con mucho cuidado, porque está minado. Minado de errores bienintencionados y, también, de puras y simples imbecilidades.