miércoles, septiembre 11, 2013

Digesto allendista

Para los muy, muy aficionados, que se saltan esa regla de que en internet no hay que escribir más de cuatro párrafos, va este post que es, en realidad, re-post.

Hace cuarenta años de la muerte de Salvador Allende, y por eso quiero yo dejaros hoy aquí, acopiados en un solo texto, los diferentes posts que hice en su día sobre él y sobre el golpe de Estado en Chile. Hasta ahora han estado dispersos en el blog y no referenciados entre ellos, lo que supongo dificultaba su consulta. El texto que sigue los acopia y ordena todos.

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Salvador Allende no cayó del cielo. Ni subió de los infiernos. Salvador Allende es el resultado de una evolución que en Chile se venía produciendo ya de tiempo atrás, y que no pocas veces se había terminado por plantear como un enfrentamiento frontal, y mutualmente exclusivo, entre una oligarquía terrateniente e industrial y lo que en aquel país se conoce como los rotos; que no deben confundirse con los rojos españoles, pero se les parecen mucho. El siglo XX y, sobre todo, su segunda mitad, hicieron prácticamente inevitable la eclosión de la conciencia política de la clase obrera y campesina chilena, con elementos muy significativamente locales, sorprendentes para un observador externo. Sorprende, por ejemplo, que durante el periodo de mandato de Salvador Allende el Partido Socialista, al que él pertenecía, mostrase un radicalismo revolucionario casi absoluto, de forma que debía ser el Partido Comunista el que refrenase sus tendencias. Como también sorprende encontrarse con movimientos como el MAPU, de un leninismo casi de libro pero de inspiración cristiana.

Reflexiones en la Diada, o la ocasión perdida

Este 11 de septiembre del 2013 se celebra, una vez más, la conmemoración del día de reivindicación de la identidad nacional catalana. Se celebra, además, en un ambiente que lleva ya algún tiempo enrarecido y radicalizado por uno de los lados; mientras que el otro actúa como ese sacerdote del Novecento de Bernardo Bertolucci, que se ponía a cantar en el confesionario para no escuchar las denuncias de una feligresa contra los camisas negras. Ambas, actitudes muy edificantes que mueven al optimismo sobre el logro de una solución pactada.

A mí me compete, en este blog, hablar más del pasado que del presente. Aunque, en realidad, creo que las reflexiones de este día, en realidad, tienen mucho que ver con el pasado. De alguna manera, lo que vivimos ahora es una situación enquistada. El resultado de muchos años de construcción de una desconfianza común. En términos históricos, deberíamos pensar que estamos en una situación nada negativa. Cataluña, hoy, está gobernada principalmente por unos políticos que, en teoría, debieran sentirse más herederos de la Lliga Regionalista de Françesc Cambó que de la Esquerra Republicana de Lluis Companys, aunque sólo sea porque ésta sigue vivita y coleando. Cambó, en su día, reacciónó ante el gesto de Françesc Maciá de proclamar la república catalana, en abril del 31, dedicándole los peores epítetos. El nacionalismo catalán de corte conservador ha sido tan cañero como el que más (en 1916 dio la espantada y se marchó del Parlamento de Madrid), pero siempre ha, o había, tenido una idea de España. Así pues, teóricamente, que Cataluña la gobiernen partidos burgueses conservadores en lo social debería ser buen síntoma para España. Pero no lo es.

¿Por qué no lo es? Pues, en mi opinión, no lo es porque el montaje actual del Estado, generado en la Transición, no tenía el objetivo de solucionar el problema territorial, sino de tirar para delante con la democracia. Son cosas distintas. Distintas, sobre todo, de la otra gran oportunidad en la que se planteó este problema, que fue la II República. El momento en el que se perdió la gran ocasión histórica de articular, definitivamente, el Estado español. Una vez más, por la torpeza de tirios, troyanos, rabassaires y castellets.

Lo diré, así, para empezar, y así dejar las cosas claras: España, como proyecto, siempre ha propendido al federalismo. El foralismo, que hoy conservan los vascos y los navarros pero del que se beneficiaron otros muchos territorios de España frente a sus monarcas durante mucho tiempo, no es sino una forma imperfecta, apresurada, anticuada y socialmente discutible, de federalismo. Si tan antigua es la nación española como sostienen sus hagiógrafos, échese la cuenta de todos los años durante los cuales fue nación e imperio antes de que nos debilitásemos y cayésemos en manos del imperialismo francés, que nos trajo un rey que no hablaba español (pero, vaya, que el Archiduque de Austria tampoco hablaba catalán, que se diga...) y que nos impuso un modelo de Estado que no era el nuestro. Con los monarcas franceses, que no han dejado de dirigir nuestra Casa Real salvo en el interludio, más chusco que otra cosa, de Su Majestad Amadeo non capisco niente, es cuando nos llegó el Estado centralizado, unitario según la terminología usada hasta el franquismo. Pero el Estado centralizado no está en nuestro ADN. No por casualidad el carlismo, que defiende esas leyes viejas combatidas por esa Constitución de 1812 que ellos consideraban, con razón, ideológicamente más francesa que española; no por casualidad, digo, esos defensores de la pureza de los fueros y las Cortes medievales que los Borbones dejaron de convocar, fueron también quienes sostuvieron, durante un siglo, las reivindicaciones territoriales.

España, decían aquellos carlistas de la primera hora del carlismo, se ha regido siempre por un rey, y unas Cortes. Si el rey quiere pasta, se la tiene que pedir a las Cortes. Qué es eso de un rey acochinado en Versalles, mandando sobre todos, inventándose impuestos que todo el mundo le habrá de pagar por su cara bonita. Y unos cojones. El rey pedirá a los territorios; y los territorios le darán, o no. Como ocurrió, cienes y cienes de veces, en un sentido o en otro, en las Cortes a las que acudieron los Reyes Católicos, y Felipe II, y sus herederos Austrias, a pedir pasta.

El liberalismo español, de inspiración francesa, era jacobino, central. Como, además, el carlismo, además de una posición ideológica, se convirtió, por tres veces, en una alternativa bélica, esto movió a los liberales a encastillarse en sus ideas y conservar la Constitución del 12 y sus principios como un insecto precámbrico en una piedra de ámbar transparente, fosilizados, inamovibles, innegociables. Mientras sus ideas de progreso iban abriendo las puertas al librepensamiento, la educación reglada, la libertad de expresión y los derechos del hombre, se las iban cerrando al federalismo natural de España.

El experimento hizo crisis en la I República española. Pero precisamente porque no había podido desarrollarse un liberalismo federalista, acomodado a los tiempos, evolucionario, la construcción del Estado federal acabó en manos de ideologías mucho menos fiables, cuando no directamente alejadas de la realidad. Porque don Francisco Pi i Margall, en realidad, no vivía en España, sino en un universo paralelo donde sus teorías del libre pacto, ante las cuales Rousseau aparece como un Hobbes cualquiera, se llevaban a cabo sin problemas. La realidad, sin embargo, fue terca, y construir la España Federal por implosión generó el merdé del cantonalismo, en el que provincias vecinas se declararon la guerra como si fuesen Serbia y Bosnia.

En el comienzo del siglo XX, todo el mundo medianamente inteligente parecía tener claro que el tema de los territorios de España se había enquistado hasta convertirse en un problema supurante, y que más temprano que tarde habría que sajarlo, doliese lo que doliese. Esto ya era así al final de la primera guerra mundial pero, pocos años después, la eclosión de una dictadura militar que durante siete años se portó los catalanes como la siguiente de la lista se portaría con los vascos, acabó por dejar bastante claras las cosas.

Pero esa dictadura se acabó. Y dejó paso a la gran, verdadera oportunidad que ha tenido España de resolver este problema: la II República.

¿Por qué la II República y no la Transición? Pues no por que fuese un régimen más democrático; que ésta, la verdad, es una afirmación más que discutible (la Transición, con todos sus defectos, redactó una Ley Antiterrorista; pero no una Ley de Defensa de la República, que es, de largo, muchísimo menos respetuosa con los derechos fundamentales); sino porque la República, al revés que la Transición, se tiznó rápìdamente de un espíritu de ahora sí; de oportunidad histórica para resolver las cuestiones, de solucionar de una vez por todas los temas que llevaban creciendo torcidos cien o doscientos años. La Transición, ya lo he dicho antes, tuvo otro espíritu; tuvo un  espíritu de transacción de hacer lo que había que hacer para que nadie se pusiera de canto. Y, en ese espíritu, copió lo peor de la II República, por mucho que a corto plazo le pudiera ser rentable.

¿Cuáles fueron los posicionamientos básicos sobre la cuestión territorial cuando llegó la II República? Pues, lo primero de todo, y aquí está la raíz de la oportunidad perdida, lo que fueron es equívocos.

Si hay alguien que piensa que en la Transición se jugó al trile de engañar al contrario, debería repasarse la Historia de la II República. Antes de que esta surgiese, en puridad antes de que nadie, y nadie es nadie, pudiese avizorar la llegada de la República en el corto plazo, se produjo, en el verano de 1930, una reunión de casi todas las fuerzas republicanas: el Pacto de San Sebastián. Al pacto de San Sebastián no acudieron los nacionalistas vascos, que tenían un follón interno entre ellos de mil demonios entre tradicionalistas, peneuvistas y los progresistas de Acción Nacionalista Vasca y, además, por su perfil conservador recelaban de algunos, si no muchos, de los integrantes de la reunión. Sí fueron los catalanes, ampliamente representados; y también los nacionalistas gallegos, aunque representados por un político, Santiago Casares Quiroga, que en realidad estaba más interesado en tocar pelo en la gobernación de Madrid que en conseguir la autodeterminación gallega.

Quien piense que en el Pacto de San Sebastián se habló de igualdad, de derechos, de reforma agraria, de democracia, o algo así, que se lo vaya quitando de la cabeza. Es consenso prácticamente total de los participantes que escribieron sobre la reunión que en el encuentro de San Sebastián, hablar, hablar, lo que se dice hablar, se habló de un solo tema: Cataluña.

El nacionalismo catalán, especialmente el representado históricamente por Esquerra y algún otro grupo no muy lejano como el Estat Catalá, se caracteriza mucho por esta manera de hacer las cosas. Si un Armagedon está a punto de caer sobre la Tierra, se convoca una reunión en la Casa Blanca para discutir si se envía a Bruce Willis que le ponga un pepino en el subsuelo, y los nacionalistas catalanes son invitados, lo más probable es que contesten: o se habla del derecho a la autodeterminación de Cataluña, o no vamos. Así las cosas, si por la reunión de San Sebastián nos tenemos que regir, llegaremos a la conclusión de que el gran problema histórico que tenía España a las puertas de la República no era la desigualdad del campo, ni los derechos de la clase obrera, ni la alfabetización de las gentes, ni la regeneración de la vida pública, ni la revitalización de la economía, ni la igualdad de sexos, ni nuestra posición exterior, ni la educación, ni el bienestar colectivo; era el problema catalán. Y, probablemente, es que era así.

Algún día, si tenemos tiempo y ganas y oportunidad, hablaremos in extenso de esta reunión donostiarra, de quién fue y de quién no fue, de lo que se habló, todo eso. Pero baste, a los efectos de estas notas, con decir que se habló, fundamentalmente, de Cataluña. Pero que, como siempre que políticos de Madrid y de Barcelona hablan sobre este tema; sean dichos políticos demócratas, fascistas, de derechas, marxistas, anarcoides o ingenieros químicos; como siempre, digo, no se habló claro.

Sucintamente: los nacionalistas catalanes se marcharon de Donostia convencidos de que había una concertación republicana para hacer de España un Estado federal; mientras que los no nacionalistas o incluso frontalmente contrarios al nacionalismo, salieron de allí pensando que les habían vendido a los nengs una mula ciega; un autonomismo light disfrazado de pitufo federaloide.

Entendámonos: en San Sebastián quedó claro, que diría Jardiel Poncela, como el caldo de un asilo, que el pueblo catalán expresaría su voluntad en forma de un Estatuto creado en Cataluña y votado por los catalanes. Pero, al mismo tiempo, también quedó claro que las Cortes Constituyentes de Madrid entenderían de dicho Estatuto. Para unos, los catalanes, eso suponía el mero trámite de sancionar su voluntad; una especie de vise que el Parlamento de Madrid colocaría al pie del texto que se le presentase desde Barcelona. Para otros, los de Madrid, suponía retener para el Parlamento nacional la potestad de mantener y de quitar del texto que llegase de Barcelona lo que les diese la gana.

¿Lo estás pensando? Deberías, sí: exactamente la misma confusión que en el famoso «Pasqual, aprobaré en el Parlamento el Estatuto que venga de Cataluña». Maragall se levantó a apaludir como fan poseso convencido de que eso quería decir lo que quería decir. Y Zapatero se lo tomó como una promesa electoral más. Una de ésas que cumples a tu manera o, qué coño, la incumples si hace falta. José Luis Rodríguez Zapatero es, a su manera, todo un republicano; y no, precisamente, en el mejor sentido de la palabra.

La República nació, todo el mundo lo sabe, con ese espíritu fraternal y, como decía, un poso filosófico-político dispuesto a resolver de una vez los problemas estructurales de España, de cuya permanencia se responsabilizaba a la Restauración. La República, en esto, fue como ese joven padre que se dice que él no va a cometer con su hijo los errores que cometió su padre con él; historia que termina, no pocas veces, como termina.

Además, hay que tener en cuenta que un coronel retirado, Françesc Maciá, comenzó a cargarse este ambiente positivo con el gesto de declarar la República catalana. Cuando Macía y Companys se hacen cargo, por el artículo 33, del Ayuntamiento y la Diputación, lo hacen, así lo afirmó el primero de ellos en su proclama, «en nombre de Cataluña»; y, horas después, proclaman «el Estado catalán bajo el régimen de una república catalana», invitando a «los otros pueblos de España» a constituir una confederación.

Françesc Maciá pudo cargarse allí mismo, en sus primeras horas, la República. Tuvo suerte de que elementos importantísimos del mando militar español, como el director general de la Guardia Civil (un tal Sanjurjo) habían decidido ya ponerse a disposición del nuevo orden. De haber existido el día 14 de abril un núcleo duro de militares monárquicos dispuestos a dar la batalla, podrían haber intentado arrastrar al Ejército entero con el argumento de que la decisión de Barcelona era contraria a la unidad de España (que lo era); y, consecuentemente, no sé si haber revertido la situación. Pero hostias, las habría habido, y hoy no estaríamos hablando del proceso tan natural del 14 de abril. El segundo problema creado por este gesto es que condicionó, obviamente, todo el debate sobre la forma de Estado. Dicho en plata: los políticos de izquierda burguesa, el mundo Azaña podríamos decir, que en otras circunstancias habría querido creer que el nacionalismo catalán pretendía tan sólo un Estatuto, ahora sabían que la pretensión de Maciá, pronto de Companys, no era crear ningún esquema basado en la existencia superior de una nación española. El corolario de ello es que le cogieron miedo al Estado Federal y, aunque siguieron apoyándolo de palabra, de obra y de omisión pasaron de él como de deglutir deyecciones.

El primer proyecto de Constitución de la República lo elaboró una Comisión Jurídica (hoy lo llamamos Comisión de Codificación, que ya era el nombre que tenía el órgano antes de la República) que entregó un proyecto con un montón de votos particulares que defendían con bastante convicción que la República conformase España como un Estado federal. Pero en la ponencia constitucional, presidida por el socialista Jiménez de Asúa, la cosa ya comenzó a ponerse de canto. Al final del proceso, el Estado Federal fue defendido en las Cortes tan sólo por los grupos nacionalistas (Esquerra, Lliga, Unió Socialista de Catalunya, Acció Catalana, Federación Republicana Gallega, Vasco-Navarros por el Estatuto) y el viejo Partido Federal de ideología pimargalliana y sus exiguos 13 diputados. Fuera de Cataluña, País Vasco y Galicia, pues, el federalismo tenía menos apoyos que la defensa del Estado centralista que, realizada en solitario por los agrarios y algunos independientes de derechas, contó con 26 votos, que se consideraron, en la época, casposa calderilla parlamentaria. Y, sin embargo, como digo, era exactamente el doble de lo que el federalismo captó fuera de las comunidades históricas.

El grueso de aquellas Cortes constituyentes, por razones muy diversas, y por un total de 237 diputados seguros más otros fluctuantes, se lo ganó una teoría que había sido alumbrada por los nacionalistas gallegos: el llamado, entonces, Estado integral, y que hoy llamamos Estado de las autonomías. Un modelo basado en:

1) Derecho de autogobierno, según algunos para las comunidades históricas, según otros para todo quisqui.

2) Artículo en la Constitución que delimita las competencias exclusivas del Estado central, las quiera o no la región (entre ellos, la Hacienda Pública).

3) Proceso de definición de las competencias a ejercer por la autonomía propuesto por la región, pero aprobado por el Parlamento de Madrid.

Este esquema, ya lo he dicho, fue una transacción inventada por diputados que un año antes eran federalistas, cuando menos de boquilla, a causa, sobre todo, de la situación creada por Cataluña con su decisión unilateral de declararse un Estado propio, por mucho que después la revirtiese; y, tampoco hay que olvidarlo, los enormes recelos de los políticos republicanos hacia la autonomía vasca, por el corte radicalmente conservador de sus más que probables gobernantes. Porque suena hoy un tanto extraño, pero lo cierto es que aquel PNV de 1931 tenía una reivindicación de autogobierno fundamental: poder negociar un Concordato propio con el Vaticano.

Por el camino hacia el Estado integral se coló una idea que en la República no pudo llevar a cabo por falta de tiempo, pero que estaba destinada a vivir una larga vida décadas atrás. La expresó uno de los políticos menos políticos de aquel Parlamento, el diputado por la Agrupación para el Servicio de la República José Ortega y Gasset, de profesión filósofo. Ortega se subió a la tribuna para expresar la posición de su grupo sobre el proyecto de redactado constitucional sobre la forma de Estado y dijo que, en lógica, lo que todo el mundo consideraba era una regulación para que Cataluña, País Vasco, Navarra y Galicia gozasen de estatus diferentes coherentes con sus tradiciones fueristas o su voluntad de autogobierno, debía de llegar a todos. A todo aquel que lo quisiera. A toda región que se considerase con derecho a ello, y voluntad para arrostrarlo. Aquella idea fue tan mal recibida en aquellas Cortes que, en puridad, sólo recibió un apoyo definido; el del diputado republicano gallego Ramón Tenreiro. Sin embargo, cuarenta años después, pasada la larga noche de piedra del franquismo, fue la opción elegida. Es cierto que se diseñaron dos velocidades constitucionales para las autonomías; pero hasta el más lerdo de los diputados constituyentes de la Transición tenía que darse cuenta de que pasado el tiempo, o sea ahora, esa diferencia sería irrelevante.

Esta opción, lo hemos dicho, no tuvo demasiados adeptos en la República, y esto es así porque la concepción en aquellos tiempos del problema territorial español era mucho más precisa. Se trataba de resolver el problema de quien, por Historia, lengua o tradición, quería gobernarse; entendiéndose que todos los demás se colmaban siendo gobernados desde el Estado central. En el momento en que se plantea un Estado en el que todas las regiones son autónomas, es necesario plantear el problema de la solidaridad entre ellos, que es lo que ha hecho petar el actual estado de cosas; porque el que paga se cansa de ver que, un año detrás de otro, el que cobra siga pasando el recibo al cobro.

Aun y a pesar de ser, ya lo he dicho, más precisa la percepción del problema en aquellos tiempos, no por ello dejó de descarrilar. El sistema autonómico o «Estado integral» se construyó a base de podar notablemente el Estatuto venido de Barcelona; algo que los catalanes entendían se les había garantizado que no se haría. A partir de ahí, que aflorase el conflicto de la Ley de Cultivos era sólo cuestión de tiempo. Por lo demás, que Barcelona plantease de nuevo, en 1934, su rebelión respecto del Estado central, mediante un auténtico golpe de Estado independentista, se podría haber evitado; hubiera bastado con que al frente de la Generalitat estuviese alguien con miras más largas que Lluis Companys, hecho éste que no era nada difícil, la verdad. Companys era tan buena persona como político mediocre.

Finalmente, Madrid conservó la llave de la caja (elemento fundamental del federalismo es que no sea así) porque los pilotos políticos de la República, Azaña fundamentalmente, perdieron muy pronto la confianza en los catalanes, comenzaron a acordarse en sus diarios de la famosa frase de Espartero de que Barcelona hay que bombardearla cada cincuenta años, y buscaron vías de transacción para conservar todos los resortes del poder en manos de lo que ellos consideraban la República, esto es: Madrid. Cataluña, por su parte, acumulando en apenas tres años dos actos de descarada deslealtad institucional (que, en muchos países del mundo, habrían supuesto perder toda ilusión de ser autónoma durante por lo menos un siglo, cuando no for good), se convirtió en lo territorial en lo que las izquierdas republicanas fueron en lo social: un ente cagaprisas que, precisamente por su apresuramiento en hacer en meses lo que no se había hecho en cien años, acabó provocando que el régimen tomase un exceso de velocidad para la vía, y descarrilase en la primera curva cerrada.

La Transición no podía parecerse a ese proceso. Mal que le pese a los líderes históricos de los partidos sobre todo de izquierdas, la Transición no llegó porque el general Franco se fuese a Barajas y tomase un avión para exiliarse como, salvando las distancias tecnológicas, hizo Alfonso XIII en 1931. La  Transición llegó después de que Franco se muriese en la cama, asegurando que lo que dejaba lo había diseñado él. A partir de ahí, la obsesión de los pilotos del proceso es que nadie encontrase razones para extrañarse del proceso afirmando que no era eso a lo que había venido. La solución tenía que ser café para todos y alguien, en el momento oportuno, se acordó de aquel viejo discurso de Ortega... La República, en cambio, había echado a su antecesor, y tenía un cheque en blanco, firmado por la sociedad española en la puerta del Sol, ante el ayuntamiento de Eibar, en todas las esquinas de España, para resolver las cosas de una vez. Se encontró, sin embargo, con el problema de que aquellos políticos, por mucho que tanta gente los tenga en una nube, hicieron empalidecer a los actuales en lo que a mezquindad, cortedad de miras y demagogia se refiere. En 1931, en un momento en el que España habría aceptado su conversión en Estado Federal sin más resistencias que las de un pequeño grupo parlamentario formado por diputados castellanos apenas unidos por su fe católica y sus ideas conservadoras en lo social, prefirieron, unos, en Madrid, jugar al equívoco; y otros, en Barcelona, a la deslealtad. Menos mal que eso es el pasado, y hoy esas cosas ya no pasan, ¿verdad?

El Pokemon de la Transición ha evolucionado con los años y se ha convertido en un ser fofo, problemático y cascarrabias. Bueno, la verdad es que los nacionalismos siempre han sido cascarrabias; abuela cabreada de España le llamaba al País Vasco Claudio Sánchez Albornoz. La solución que parece que se busca es ahondar en la asimetría del Estado de las autonomías; o sea, coger lo peor de éste, y lo peor del esquema federal. Bull's eye. El enquistamiento que se producirá acabará por producir, en realidad ya lo está produciendo, un efecto muy español, y es que la deriva federal no llegue como llegan las cosas, esto es tras discusiones, valoraciones y cross-checking; sino de la mano de demagogos ignorantes, que no saben de lo que están hablando y ponen en el Estado Federal la ilusión de que lo va a solucionar todo de una forma natural. Lo que se dice plantar, de nuevo, las semillas del fracaso.

Si uno coge hoy a una decena de políticos de primerísima fila, los encierra en la habitación de un hotel, y les conmina a discutir el principal problema estructural de España, las probabilidades son altísimas de que se pongan de acuerdo en hablar de una cosa: Cataluña. Exactamente igual que hace 83 años.

Lo que se dice un movimiento lampedusiano.

lunes, septiembre 09, 2013

Lo mejor que nos podía pasar

Nos ha pasado lo mejor que nos podía pasar. De verdad. Los Juegos Olímpicos no son ningún negocio. De hecho, no lo es ninguna competición deportiva de altura mundial. De la Copa América, en su momento, se dijo que reportaba muchos más beneficios que unas olimpiadas porque sus aficionados y practicantes son todos pijos y forrados de pasta; y, la verdad, no parece que para Valencia haya un antes y un después de la Copa América. Los Juegos Olímpicos, más o menos hasta México o Munich, fueron básicamente el sueño del barón Pierre de Coubertin, y tal (bueno, también fueron el sueño de Hitler y otros; pero no nos vamos a poner estupendos). A partir de Montreal, sin embargo, fueron abducidos por dos cosas. La primera de ellas fue la política, porque las Olimpiadas se convirtieron en una especie de anexo a la guerra de Vietnam, sólo que sin armas. La segunda fue el negocio. El olimpismo comenzó a concebirse como un negocio, como una teórica máquina de hacer dinero que reclamaba su parte por ponerse en marcha; esto, que ya era perceptible en los últimos setenta, se convirtió en la norma con la llegada a la presidencia del COI del español José Antonio Samaranch quien, de hecho, fue contratado para acabar convirtiendo los JJOO en una NBA o en una Fórmula 1 a lo bestia. Lugares, pues, donde lo menos importante es que gane el mejor o que la gente vaya altius, citius, fortius y bla, sino que haya mogollón de espectadores sentados frente al televisor en el que, en los ínterin, les van a meter publicidad a cojón de pato el segundo. La quintaesencia del espíritu olímpico moderno es Sergei Bubka, aquel pertiguista ucraniano que se paseaba por las competiciones de la Golden Gala y sólo batía el récord del mundo de la especialidad (un centímetro más...) si le pagaban para ello. Eso es el deporte de elite moderno: una almoneda, con reglas de almoneda. ¿Qué cuáles son las reglas de la almoneda? Pues, fundamentalmente, una: el que quiera culo, que se moje el peces. O, dicho de otra forma: para sacar pasta, antes tienes que poner pasta. Y, como la oferta es ganar mucha pasta, con las mismas tienes que poner, antes, mucha pasta. Lo cual convierte la apuesta de organizar unos juegos olímpicos en una apuesta extraordinariamente arriesgada.

Hay cosas de las que nunca o casi nunca se habla. Por ejemplo, la amortización. De toda la vida, cuando creas un activo de tu propiedad, tienes que provisionar, año a año, su depreciación, para que tu balance siga mostrando tu situación patrimonial verdadera. El principio de que dentro de los costes de una inversión hay que incluir la amortización de los activos adquiridos o creados es de libro. Cuando se hacen las cuentas de muchos proyectos de infraestructuras, este tema de amortización se suele preterir con elegancia. Nosotros mismos, los españoles, cuando montamos nuestra primera, absurda, línea de alta velocidad Madrid-Sevilla (para fomentar, se dijo entonces, el eje de transporte Madrid-Lisboa que, a día de hoy, y han pasado veinte años, ni está ni se le espera), comenzamos a defendernos al poco de comenzar a circular los trenes afirmando que «la línea era rentable». Esa rentabilidad se conseguía obviando la amortización de toda la infraestructura, que se le encalomaba a la caja común de la pasta pública, y a otra cosa. El mismo truco del almendruco, esto es no contabilizar la amortización de las inversiones, es el que sirve para presentar estos presupuestos en negro de las Olimpiadas. O del Fórum de las Culturas. O de la Expo mañica, o.... Pongamos por caso: montamos una Exposición Internacional en Viveiro, provincia de Lugo. Allí, junto al mar y tal y tumba. Prevemos que van a venir visitantes que multiplicarán la población de Viveiro por diez, y la habitual carga de turistas veraniegos, que la hay, por tres. Eso quiere decir que hay que construir hoteles, y que hay que renovar la estructura de distribución de agua, porque, caso contrario, el día que haya diez veces la población de Viveiro intentando beber, no saldrá nada por el grifo. Pues bien: luego, cuando se hacen las cuentas, se incluye en el beneficio la actividad hotelera, sobre todo los puestos de trabajo de los nuevos hoteles, pero nunca la amortización de los mismos. Y, por supuesto, de la amortización de la nueva red de distribución de agua, que Viveiro no necesitaba antes de la Expo y que si no se hubiese celebrado ésta nunca habría tenido que construir, ya ni hablamos. Todo eso, sin mencionar que, a menos que los visitantes de la Expo se queden prendados de la costa de A Mariña, al año siguiente no volverán, con lo que los hoteles por encima de la capacidad turística estructural de la zona acabarán cerrando (sin haberse terminado de amortizar, por cierto).

Así se construyen las enormes cifras de beneficio de las Olimpiadas.

Pero es que, además, a veces ni siquiera maquillando los datos, las Olimpiadas consiguen dar beneficios. Hay juegos, como Pekín o Moscú, de los que poco sabemos, más bien nada. De otros sabemos que fueron sonoros fracasos; que se puede perder pasta con unas Olimpiadas, incluso cuando se celebran en fecha tan señalada como su centenario. Que los griegos, que son tan desorganizadillos, pierdan dinero organizando unos Juegos Olímpicos, se podría llegar a entender. Pero es que ésa es una trampa en la que también han caído gentes más serias (bastante más serias que nosotros, sin ir más lejos) como los canadienses.

Hay que entender, también, aunque sea una perogrullada, que las candidaturas a ser sede olímpica no son de los países, sino de las ciudades. La carga impositiva general puede ayudar y ayuda; pero quien carga con la mayor parte del esfuerzo es el colectivo de residentes en la ciudad de que se trate, que son quienes han de financiar el esfuerzo. Y Madrid, a día de hoy, es la ciudad más endeudada de España y puede que de Europa. Alberto Ruiz Gallardón, el padre de este proyecto, nunca entendió, a mi modo de ver, algo que se puede formular de la siguiente manera: o se soterra la M-30, o se organizan unos Juegos Olímpicos; pero las dos cosas no pueden ser; la goma no da para tanto. En realidad, claro, es que Gallardón pensaba que con el soterramiento de la autopista urbana iba a generar una operación inmobiliaria de dimensiones poceras seseñeras que se lo iba a financiar todo a base de cesiones de suelo al municipio y bla. Pero se le pinchó la burbuja. Eso sí, no se entiende cómo es posible que, tras ese tremendo pinchazo, que está provocando que por las costas de España se estén colgando ya anuncios pilotados por la Sareb de pisos que se ofrecen hoy por la mitad que hace apenas dos años; tras este pinchazo, digo, se nos sigan vendiendo las virtudes de la Olimpiada, cuando éstas se basan, básicamente, en ese modelo que nos ha fallado. El error de presentarse a las del 2016 todavía tenía un pase. Pero sostenella y no enmendalla para el 2020 es, verdaderamente, preagónico, y viene a demostrar que, muy a menudo, el despacho de trabajo del gobernante, más que un lugar de gestión, es una burbuja de inmunodeprimido.

De habérsenos concedido los Juegos, antes de su celebración, tal es mi convencimiento, la tasa de basuras, el impuesto de bienes inmuebles y todo lo demás, habrían comenzado a subir. Para no bajar ya nunca, porque sabido es que toda unidad de cuenta monetaria en el bolsillo del particular, sometida a la impulsión de un sistema tributario, experimenta un movimiento centrífugo uniformemente acelerado. Como los precios y como otras muchas cosas.

Lo que nos toca ahora es concentrarnos en pagar lo de que debemos, no en adquirir nuevas deudas. Manda huevos que haya tenido que ser una asamblea de millonarios de dudosa moralidad económica quien nos lo haya hecho ver.

Hay, a mi modo de ver, razones palmarias para explicar por qué nos han dado boleta a las primeras de cambio, cuando resulta que íbamos a ganar sin bajarnos de la limusina, y tal. Hace cuatro años nuestro problema era la seguridad (el terrorismo) y esta vez mucha gente decía que, como eso estaba solucionado, ese adalid del trabajo bien hecho y el pan sudado con la frente propia llamado Alberto de Mónaco tendría que callarse y ya no había problema. Dudoso. Madrid es una ciudad en la que hace muy poco tiempo unas adolescentes han muerto aplastadas en un acto multitudinario que, al lado de los que se montan en unas Olimpiadas, es una reunión de cuatro matados. Todo el mundo que ha querido ha podido escuchar la repugnante grabación en la que un empleado municipal le dice a una comunicante desesperada que se lo tiene que currar y arrastrar el cadáver mobibundo de su amiga 300 metros para que lo recoja una ambulancia. A lo mejor hay quien se piensa que como eso pasa en español, la gente en Suiza no se entera. Se equivocan. En realidad, en Suiza y en otros países, el alcalde habría dimitido la misma noche de las muertes y si, por una casualidad de la vida, hubiese sobrevivido en el puesto hasta la difusión de la dicha grabación, lo habría hecho entonces. Si la candidatura de Madrid podría haber tenido alguna posibilidad por este flanco habría sido si la responsable de aquel desaguisado no hubiese estado presente en Buenos Aires. Ya bastante problema es que en España seamos tan diferentes que en una de nuestras tres ciudades internacionales (Madrid, Barcelona, Sevilla) tengamos un alcalde que todo lo que puede hacer si un día visita la ciudad Stephen Hawking, o Jimmy Carter, o o Richard Gere, es invitarle a tomarse a relaxing cup of café con leche in the Plaza Mayor. Pero es que, además, si ese líder, o lideresa, iletrada, es responsable de unos hechos que levantan serias sospechas de que en Madrid sepamos manejar multitudes, y aun así nos pegamos a la poltrona con Super Glue, pues para qué queremos más.

Otra cosa que ha pasado recientemente en España es que se ha sentado en el banquillo a unos señores que eran dopadores industriales, que sometían, cuando menos desde hace once años, la sangre de deportistas a procesos de refurbishment acompañados de barra libre de eritopoietina, hormonas, testosterona e insulina; que costó un huevo encausarlos, porque los juzgados se hicieron los orejas; y que las condenas finales dejaron bastante claro que, en España, intentar ganar por la vía anabolizante sale barato de cojones. Ya pueden decir misa ortodoxa en griego los sucesivos secretarios de Estado para el deporte, que España no por ello dejará de ser una plaza sospechosa para el deporte de la jeringuilla. Y ahora mismo el COI sabe que lo único que le podría poner el momio en peligro es que el dopaje se cargase el sueño olímpico. En su presentación, Tokio se aprestó a decir dos cosas: una, que no hay radiación en Tokio; otra, que nunca ningún atleta japonés ha dado positivo en un control antidoping. Es lo que hay y, también, es lo que no hay.

Hay, de todas formas, un grupo, digamos, social, que en este tema de la candidatura de Madrid ha quedado como el ass: los medios de comunicación y los periodistas. Vale que el periodismo deportivo no es, precisamente, de los más clarividentes que existen. Como es práctica común en el periodismo español colocar a un tipo del Atleti a seguir al Atleti, a otro del Madrid a seguir al Madrid, etc., la capacidad de discernimiento del periodista medio es muy limitada (imagínese un medio de comunicación que fichase a un contertulio de El gato al agua para seguir al PP, a otro de Al Rojo Vivo para seguir al PSOE y a IU, a otro de la TV3 para seguir a CiU... Pues eso mismo es el periodismo deportivo español). Si a eso le unimos que todos los grandes grupos de comunicación españoles, que tienen alguna que otra esperanza porque  RTVE ha tenido experiencias muy poco edificantes recientemente (como los juegos de Pekín, que le costaron un Congo y de audiencia tampoco fueron como para emocionarse), nos hemos encontrado con un periodismo acrítico que ni siquiera se ha hecho ni media pregunta sobre la escandalosa afirmación, escandalosa por no decir goebbelsianamente manipuladora, de que el 91% de los españoles apoyaban los juegos. Todo ha sido consenso, cascada de colores y apoyo oficial obligado. Ni en las mejores dictaduras.

Back to basics. Invertir se reduce siempre a lo mismo: a detectar que las expectativas racionales de beneficio superan a los riesgos asumidos. Los Juegos Olímpicos hace ya muchos años que no cumplen con esta condición, pero el extraño prestigio del Comité Olímpico (extraño porque ahí está la lista de sus miembros conspicuos; échesele un vistazo al histórico del Comité Olímpico Español, y no hay que remontarse mucho...) hace que todavía haya ciudades pollas que sigan mordiendo la manzana. Será, supongo yo, porque los representantes públicos, que son siempre los que lo comienzan, son como ese Gran Capitán al que acusaron de hacer planes contando con aportaciones que no eran suyas. Lo que de toda la vida se ha llamado, en español, tirar con pólvora del Rey.

Bien está lo que se acaba. Porque ésa es otra: a ver si se acaba ya de una vez.