viernes, octubre 15, 2010

Matar a Hitler (Epílogo)

Inmediatamente después del mensaje radiado de Goebbels, los teléfonos de la Bedlerstrasse se volvieron locos. La mayoría de las llamadas se correspondían con distintos jefes de unidad cuyo nivel de compromiso con la conspiración comenzaba a flaquear claramente. En realidad, el mensaje radiado había sido un mazazo, pero no tanto por afirmar que Hitler estaba vivo (cosa que, al fin y al cabo, podía seguir siendo una mentira, ya que el anuncio no lo había hecho el propio Hitler) como por la demostración palpable de que los jerarcas nazis mantenían un nivel de control de la situación lo suficientemente elevado como para seguir controlando la radio. Stauffenberg seguía repitiendo y repitiendo que no podía ser verdad, que él tenía la certeza de haber matado a Hitler. Sin embargo, a eso de las siete y algo de la tarde, Hoepner parecía estar a punto de derrumbarse, y Olbricht comenzaba a creer que Beck podría tener razón al aseverar que tal vez Hitler estaba vivo.

Cuando, a esa hora, Witzleben por fin se acercó por la Bendlestrasse, con su bastón de mariscal de campo, no estaba de muy buen humor. No quería recibir información de nadie que no fuese Beck (ciertamente, la aristocracia militar alemana siempre ha sido muy rígida) y, además, sabía, porque llegaba de la calle, que las unidades de reserva movilizadas empezaban a dispersarse. Quirnheim y Olbricht convocaron una reunión urgente de oficiales para levantar la moral, pero el remedio fue peor que la enfermedad: Franz Herber y Bode von der Heyde, dos jóvenes coroneles pronazis, espoleados por la noticia de la supervivencia, dieron por culo durante la asamblea todo lo que pudieron, y más.

Más o menos a esa misma hora, el mayor Remer llegaba a la casa de Goebbels. El ministro de Propaganda le preguntó sobre su lealtad, que Remer dijo no se había movido. Campanudamente, el ministro nazi le anunció que el destino del Reich, ahora, estaba en sus manos. En las manos de un oficial intermedio. Según Speer, tomó teatralmente las manos de Remer, las estrechó largamente y, luego, dio su gran golpe de efecto: fue al teléfono, lo descolgó, activó la línea directa con Rastenburg, pidió hablar con el Führer y, cuando le dijeron que Hitler estaba al habla, le ofreció el auricular a Remer.

El mayor del cuerpo de guardias se cagó por la pata abajo mientras aplicaba el auricular a su oreja derecha y dejaba que en su tímpano del mismo lado vibrase la inconfundible tonalidad de la voz de Hitler. El Führer también era un experto manipulador de almas, como Goebbels. Indicó a Remer que a partir de ese momento quedaba bajo su mando personal. Aquello era todo lo que necesitaba aquel modesto mayor para sentirse el salvador de la Patria.

El fundador de Salomon Brothers, en su época una famosa firma de inversiones de Wall Street, solía decir que quería que sus ejecutivos llegasen cada mañana a trabajar con el deseo de morderle el culo a un oso kodiak. Ése, exactamente, fue el espíritu con que el mayor Remer salió a la calle aquella noche. Probablemente, aunque los conspiradores hubiesen contado con diez divisiones acorazadas, lo mismo se los habría llevado por delante.

En Francia, también a eso de las siete, el mariscal Kluge estaba en la duda. Nadie sabía nada con certeza. El mariscal recibía llamadas de compañeros, como el general Von Falkenhausen, a los que no sabía a ciencia cierta qué decir. A esa hora, sin embargo, Blumentritt llegó, por fin, a La Roche-Guyon, portando una presunta orden del general Von Witzleben (presunta, porque Olbricht y Beck la habían remitido horas antes de que el general se presentase en la Bendlestrasse) ordenando el arresto de todos los oficiales importantes de la SS y los miembros del NSDAP. Aquella comunicación estuvo a punto de decidirle de que Hitler estaba muerto, pero para entonces recibió una comunicación telefónica de Keitel desde Rastenburg, informándole de que estaba vivo, así como de que Himmler era ahora el jefe del ejército de reserva, lo que significaba que ninguna orden firmada por Fromm, Hoepner o Witzleben debía ser atendida.

Kluge se sintió relajado: al fin y al cabo, si ciertamente el golpe había fracasado, él se enteraba antes de haber hecho nada a su favor. Ordenó a Blumentritt que llamase a Rastenburg, pero nadie se puso porque estaban todos reunidos. Finalmente, recordando que allí estaría Stieff, a quien conocía levemente, preguntó por él. Stieff, como sabemos, era parte de la conspiración. Pero a esas horas, viviendo en primera persona todo lo que estaba pasando en Rastenburg, tenía tan claro que el golpe había fracasado que desistió de intoxicar al jefe del frente Oeste.

Quien, sin embargo, no se resignaba, era Stuepnagel. En el momento en que Blumentritt lograba el contacto con Stieff, el general viajaba hacia La Roche-Guyon, acompañado del coronel Hofacker (primo de Stauffenberg) y del doctor Max Horst, éste último cuñado del general Speidel, también partidarios del golpe.

Kluge recibió a esta delegación deshaciéndose en deferencias, e inició una reunión con ellos a la que se unió Blumentritt. Hofacker realizó un largo discurso de un cuarto de hora sobre la necesidad de que Alemania se deshiciese de Hitler. Kluge lo escuchó con total educación y, cuando el coronel hubo terminado, zanjó la cuestión con un lacónico:

-Caballeros, el tiro ha fallado.

Seguidamente, les preguntó si cenarían con él.

En ese momento, Stuepnagel supo que estaba más muerto que vivo. En París, tropas a sus órdenes estaban deteniendo oficiales de la SS y de la Gestapo. Él había ido a La Roche-Guyon para obtener de Kluge el OK a esa orden. Y ahora sabía que el mariscal no lo daría. Estaba perdido.

Espoleado por su sentido del honor, Stuepnagel preguntó a Kluge durante la cena si podían hacer un aparte. Allí, a solas, le confesó lo de las detenciones en París. Cuando Kluge supo que su idea de que no había hecho nada a favor del golpe no era verdad, le pasó lo que Fromm unas dos o tres horas antes: tuvo un gran ataque de ira, seguido de una extraña tranquilidad que, en realidad, quería decir que no sabía qué hacer. Acabó por decirle a Stuepnagel que le quitaba el mando, y aconsejándole que desapareciese. Acto seguido, musitó para sí:

-Si por lo menos ese cerdo estuviese muerto...

Ya de noche, el oficial de la SS que en su día había rescatado a Mussolini, Otto Skorzeny, llegó a Berlín para coordinar el contraataque de la SS. Había sido intereceptado en un coche camino de Viena para poder colaborar en la obra. Algo más tarde de la medianoche, aterrizaría en Berlín Himmler, y se dirigiría inmediatamente a casa de Goebbels

A las diez y media, Herber, Von der Heyde y otros pronazis asaltaron la Bendlestrasse. Entraron en una sala de reuniones donde Olbricht estaba reunido con civiles: Eugen Gerstenmeier, Peter Yorck y Berthold Stauffenberg. Había un cuarto, Otto John, pero se había ido a las nueve. La secretaria Delia Ziegler salió por patas por el pasillo para avisar a Beck y a Hoepner, que estaban con Fromm. Por el camino, encontró a Stauffenberg y Haeften, que se dirigieron inmediatamente a la sala. Hubo un tiroteo. Stauffenberg fue herido en su único brazo. Los pronazis terminaron por ganar, arrestaron a Stauffenberg, Beck, Hoepner, Olbricht y Haeften, y liberaron a Fromm. Éste se apresuró a montar un consejo de guerra a las once de la noche. Sabedor de que las órdenes de los conspiradores, realizadas bajo tu teórico mando, le implicaban en el golpe, estaba ansioso por hacer méritos. Beck solicitó el derecho que le asistía como alto mando de recibir una pistola para suicidarse. A Hoepner le ofrecieron la misma solución, pero la rechazó.

Beck estaba tan nervioso que falló su primer tiro en la sien. Cuando le fueron a quitar la pistola, rogó por una nueva oportunidad, que Fromm le concedió. Solicitó también ayuda si fallaba, por lo que Fromm designó a un sargento para hacer el trabajo. Todo parece indicar que, realmente, lo que mató a Beck fue el disparo en la nuca del sargento, por lo que siempre se ha especulado que también en la segunda intentona falló, cuando menos en parte.

Mientras tanto, Fromm había hecho formar en el patio un pelotón de fusilamiento y, con la vista puesta en el reloj (es de suponer que sabía o suponía que Himmler, el verdadero jefe del ejército de reserva, no tardaría mucho en presentarse, y quería tener el trabajo hecho para entonces) decretó la condena a muerte de Stauffenberg, Olbricht, Quirnheim y Haeften (Hoepner, de mayor graduación, fue enviado a prisión a la espera de juicio). En realidad, Stauffenberg estaba ya muy jodido, por la fea herida recibida en el brazo. De hecho, si bajó al patio fue porque Haeften lo llevó casi en volandas.

En el Hotel Raphael de París, a esas horas, los hombres que habían obedecido las órdenes de Stuepnagel estaban cogiéndose un moco histórico. Uno de los miembros de ese grupo, el coronel Linstow, consiguió hablar con Stauffenberg cuando los pronazis entraban ya en el ministerio y, al colgar, la cascó de un infarto. Stuepnagel llegó pasadas las doce. Se limitó a unirse al consumo inmoderado de alcohol y esperar, indolentemente, al último acto del golpe, que fue la retransmisión radiada del propio Hitler, que se produjo a eso de la una.

Para entonces, los principales conspiradores estaban ya muertos. Goerdeler había huido de la Bendlestrasse y estaba escondido. Otto John, el que se había marchado a las nueve, estaba en su casa con su hermano y el hermano de Bonhoeffer, temiendo que en cualquier momento la Gestapo aporrease la puerta. Gisevius estaba escondido en un sótano. Tresckow, en el frente del Este, estaba acostado sin dormir; cuando Schlabrendorff le informó del fracaso, se limitó a sentenciar: «Me dispararé en la cabeza». Por lo que respecta a Dohnanyi, Müller, Bonhoeffer, Hoepner, Gerstenmaier, Yorck y Berthold Stauffenberg, no pudieron oír el mensaje de Hitler; en la cárcel no dejaban escuchar la radio tan tarde.

Ernst Kaltenbrunner, responsable de seguridad del Reich, se presentó en la Bendlestrasse un poco antes de las doce. Aquello detuvo las ejecuciones sumarias de Fromm. La SS tomó el edificio y, en ese momento, Fromm, radiante con sus muertos bajo el brazo, pensó que era el momento de ir a casa de Goebbels, a hacer méritos. El taimado ministro nazi lo recibió con frialdad, le anunció que estaba arrestado, y le dejó helado al decirle: «Se ha dado usted jodida prisa para poner sus testigos bajo tierra».

En París, el general de la SS Karl Oberg fue encomendado de la misión de arrestar a Stuepnagel. Cuando llegó al Hotel Raphael, se lo encontró mamado, con su gente. Stuepnagel aceptó la misión sin problemas, y le invitó a unirse a la fiesta. Y así los encontró Blumentritt, cuando llegó de La Roche-Guyon, con órdenes de Kluge de tomar el mando de Stuepnagel.

Stuepnagel fue reclamado en Berlín por Keitel. En el coche en el que hizo el viaje solicitó una parada a la altura de Sedan, un lugar de gran significado para cualquier militar prusiano por la importante batalla que allí decidió la guerra franco-prusiana. Salió a mear, aunque en realidad salió para suicidarse. Se cascó un tiro en la sien que reventó su ojo derecho. Lo encontraron flotando inconsciente en el río. En el hospital de Verdún lo curaron lo suficiente como para estar presente en su consejo de guerra.

Kluge, por su parte, envió a Hitler un extenso informe acusando de todo a Stuepnagel. Pero cuando vio llegar a La Roche-Guyon al mariscal de campo Walther Model, con órdenes de sustituirle, supo que estaba condenado. Fue llamado a Berlín. En el viaje en coche, pararon para comer y Kluge se sentó al pie de un árbol para tomar su almuerzo. Su almuerzo, y una dosis de veneno con la que se mató.

En la mañana del 21 de julio, Tresckow se levantó, tomó un coche, condujo hasta el frente y penetró en tierra de nadie, justo entre las líneas alemanas y rusas. Luego hizo varios disparos al aire, quizá para que pareciese que se había visto envuelto en algún tipo de enfrentamiento. Luego cogió una granada, tiró de la anilla. Y la dejó en su mano. En realidad, su compañero Schlabrendorff, que sin éxito intentó convencerle de que no se matase, es el militar de mayor rango que, habiendo estado implicado en el golpe, salvó el pellejo. Aunque también llegó a estar detenido por la Gestapo y coqueteando con la idea de matarse, porque fue salvajemente torturado.

Fellgiebel y Stieff, los compañeros de Stauffenberg en Rastenburg, fueron arrestados, al igual de Hofacker y Finckh. Witzleben, quien había llegado tarde a la Bendlestrasse y se había marchado no más tarde de las diez, fue arrestado en la mañana del día siguiente. Por lo que se refiere a Goerdeler, dado que la Gestapo aprendió en la documentación incautada que tenía un importante papel previsto en la nueva Alemania surgida del golpe, puso precio a su cabeza (un millón de marcos). Huyó de Berlín y llegó hasta Marienburgo, donde durmió en la sala de espera de la estación de tren. Allí lo reconoció una mujer, que lo denunció y facilitó su arresto. Los nazis, por cierto, nunca le pagaron a la señora el millón de marcos.

Kleist y Delia Ziegler fueron arrestados. Gisevius, sin embargo, logró escabullirse, aunque no podía volver a su casa, así pues pasó todo el invierno berlinés cagado de frío porque sólo tenía ropa de verano, hasta que, en enero del año siguiente, consiguió pasar a Suiza. Por lo que respecta a Otto John, aprovechó que era asesor jurídico de la Lufthansa; se limitó a tomar, con toda normalidad, el vuelo de la compañía que, el 24 de julio, le llevó de Berlín a Madrid, y allí se multiplicó por cero. Otros conspiradores que se salvaron fueron Schlabrendorff, Müller, Pastor Niemöller, o los familiares de Stauffenberg, Goerdeler, Tresckow y Hofacker. Estaban todos en un campo de concentración liberado por los estadounidenses el 4 de mayo de 1945.

El 22 de septiembre, la Gestapo encontró y abrió el refugio de papeles de Donanhyi en Zossen. Fruto de la documentación encontrada pudo probar la implicación de personas como Canaris u Oster.

Se estima que no menos de 7.000 personas fueron arrestadas e interrogadas en relación con el golpe, de los cuales unos 200 fueron ejecutados. Antes, algunos fueron torturados, otros mantenidos encadenados, o sin comida. Los libros que he podido consultar dicen que no sólo se filmaron los juicios, sino también las ejecuciones. Lo que no sé es si esas películas siguen existiendo y, si es así, quién las custodia.



He citado en este conjunto de posts decenas de nombres. La inmensa mayoría de ellos, militares. Espero, pues, haberte convencido de que, si quieres hablar con propiedad, cuando te refieras a los alemanes que lucharon durante la segunda guerra mundial, no debes utilizar la expresión «los nazis».

La inmensa mayoría de los citados en esta serie dio su vida para convencerte de esto.

miércoles, octubre 13, 2010

Matar a Hitler (7: Goebbels into action)

Pues sí. El gordo general Fromm hubiera preferido que se lo tragase la tierra cuando Stauffenberg, su jefe de gabinete; y Olbritch, su jefe de intendencia, le comunicaron que, en realidad, las órdenes vinculadas al golpe de Estado ya habían sido distribuidas en todo el ejército de reserva bajo su mando teórico. En realidad, hubo un primer momento en que le contaron el cuento de que todo era cosa de un coronel suyo, Mertz von Quirheim; el cual, probablemente por estar en la conspiración y por mantener su honor, confesó unas culpas que no eran suyas. Stauffenberg, sin embargo, no pudo resistirlo cuando vio a Fromm dispuesto a arrestar a Von Quirheim y hacer caer sobre él todo el peso de su autoridad, y le confesó que él era el asesino del Führer. Para entonces, el despacho de Fromm estaba ya lleno de conspiradores. Así pues, cuando el alto mando se levantó para declarar bajo arresto a los golpistas, Von Kleist y Haeften, presentes, colocaron sendas pistolas en su prominente barriga, bajándole los humos.

Aquel día por la tarde, se dio el caso casi inusual en la Historia de que un mismo ejército, el de reserva alemán, tuvo al mismo tiempo tres jefes. Estaba Fromm, medio arrestado. Estaba, también Hoepner, quien sustituyó a Fromm tras que éste fuese confinado, cambiándose el uniforme allí mismo. Y estaba Himmler, el cual había sido nombrado por Hitler en cuanto el Führer se dio cuenta de que todo lo que estaba pasando tenía su centro en Berlín y en estas unidades.

Los conspiradores, en todo caso, se demostraron malos guardianes. Fromm y su adjunto, Heinz Ludwig Bartram, habían sido confinados en una sala de reuniones; pero los presos no tardaron mucho en darse cuenta de que dicha sala no tenía una, sino dos puertas. Casa con dos puertas, mala es de guardar, escribió creo que Tirso de Molina, y gran verdad es. Así pues Bartram, de cuya capacidad para el movimiento hábil todo lo que hay que decir es que sólo tenía una pierna, consiguió seguir en contacto con el resto del ministerio e incluso aprender las rutinas de comprobación de los guardias responsables de controlar que seguían dentro de la sala.

El trato dado a Fromm, inesperado para algunos conspiradores que esperaban su implicación, abrió las primeras fisuras en el movimiento. Von Helldorf, por ejemplo, abandonó exasperado el ministerio por dicha causa.

A causa de las órdenes de Valquiria, a las cinco menos cuarto se había declarado la ley marcial, y a partir de de las cinco y media comenzaron a llover las llamadas de unidades en demanda de instrucciones, que eran atendidas por Olbricht y Stauffenberg. Beck, por su parte, se encargó de hablar con Stuepnagel en Francia; el general, no muy convencido, le intimó que hablase con el mariscal de campo Hans Günther von Kluge, jefe de toda la cosa francesa, en La Roche-Guyon, cosa que Beck haría demasiado tarde.

En medio de todo este follón, se presenta en el edificio del ministerio el coronel de la SS Piffraeder, junto con otros dos miembros del cuerpo. Llegó, se plantó delante de los conspiradores, taconeó, levantó el brazo, dijo aquello de Heil Hitler y pidió permiso para hablar en privado con el coronel Von Stauffenberg. Gisevius, presente en la escena, conocía bien a este SS Oberführer Piffraeder, sabía que era un nazi vocacional y que, por lo tanto, no podía estar ahí para nada bueno. Advirtió a Stauffenberg, así pues éste se presentó a la entrevista con su pequeña guardia pretoriana (Hans Fritzsche, Von Kleist y Kurt von Hammerstein, todos ellos jóvenes oficiales de su cuerda). Estas cuatro personas colocaron al coronel y sus acompañantes bajo arresto.

Era, no obstante, media tarde. Según Valquiria, para entonces el centro administrativo de Berlín debía estar en manos de las tropas leales; y en las radios debía haber proclamas de los golpistas. Y, lo que es peor, nadie había ejecutado todavía los tres asesinatos previstos: Josef Goebbels; el general Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo tras el asesinato de Reynald Heydrich; y Heinrich Müller, más conocido como «Gestapo Müller», jefe de la sección cuarta de este cuerpo (y, de paso, considerado el jerarca nazi de mayor graduación del que nada se ha sabido tras la caída de Berlín). A causa de esta inoperancia, en el ministerio había grandes discusiones. Algunos de los conspirados querían hacer uso de los policías al mando de Von Hellforf; pero otros conspiradores, que acabaron por ser mayoritarios, preferían mantener el golpe como un movimiento meramente militar. Las discusiones eran tan fuertes que incluso hubo un momento en que Keitel llamó desde Rastenburg y nadie lo atendió (confieso que les entiendo; algo parecido me pasó a mí en la mili. Doy fe que, cuando estás en medio de una discusión, ni cuenta te das cuando comienza a sonar el himno nacional).

Más o menos a media tarde se presentó en el ministerio el general Von Kotzleisch, comandante del distrito de Berlín, en demanda de noticias. Se negó a tratar con Hoepner porque no aceptó su nuevo mando sobre el ejército de reserva, y también rechazó los términos conciliadores de Beck. Tuvo que ser puesto bajo arresto. Los arrestados comenzaban a ser multitud.

A eso de las seis, por fin, las primeras unidades movilizadas por los mensajes de Valquiria se dejan ver por la Bendlestrasse. Estas unidades eran un batallón de guardias, unidades del servicio de formación de tiro, así como unidades de la academia de Infantería de Doeberitz. Lo más granado de esas tropas eran los guardias, al mando del mayor Otto Ernst Remer, quien, paradójicamente, era un furibundo creyente nazi; aunque su jefe directo, general Kurt von Haase, simpatizaba con el golpe.

Este mayor Remer fue el encargado, dentro de las órdenes repartidas a la llegada de las unidades, de arrestar a Goebbels. Arrestarlo, y tal vez matarlo.

Hay, ciertamente, muchas cosas jodidamente malas que se pueden decir de Josef Goebbels y de su esposa, entre capulla y mística. Pero que era un cobarde o un imbécil no están en la lista. De hecho, el golpe de Estado contra Hitler estaba a punto de chocar contra él.

A las cinco de la tarde, Goebbels había hablado personalmente por teléfono con Hitler, así pues a él no le podían hacer lo que a Remer, es decir contarle que estaba muerto y esperar que lo creyese. Hitler le había ordenado que saliese en la radio asegurando que el Führer estaba vivo, aunque le dejó carta blanca para organizarlo como creyese que convenía. Goebbels llamó a su lado a Albert Speer, el arquitecto ojito derecho de Hitler y ministro de Armamento, teóricamente para pedirle consejo, aunque si hemos de creer a Speer, éste sacó más bien la conclusión de que lo que quería Goebbels era asegurarse de que no estaba implicado en el golpe. Asimismo, Goebbels movilizó por teléfono al Leinstandarte Adolf Hitler, que viene a ser algo así como la guardia mora de Hitler pero en plan SS, y que estaba estacionada en Lichterfelde, entonces a unos cinco kilómetros de Berlín.

Goebbels vivía a un paso de la puerta de Brandenburgo. Cuando Speer llegó, se lo encontró hablando en tres o cuatro teléfonos a la vez. Al poco, el ministro de Armamento cayó en la cuenta , asomándose por la ventana, de que había tropas formando cerca de la casa. En ese mismo momento, Hans Hagen, también devoto nacionalsocialista y adjunto al mayor Remer, consiguió que le cogiesen el teléfono en el ocupadísimo domicilio de Goebbels. Hagen avisó al ministro de Propaganda del envío de tropas contra él, y le recomendó que hablase con Remer, cuya lealtad al Führer, le aseguró, seguía incólume. En realidad, el propio Remer era quien había enviado dicho mensaje.

Siempre he considerado más que posible que tanto Remer como Hagen estuviesen en ese punto jugando a dos barajas. Algo pasadas las seis de la tarde, ambos habían cumplido a rajatabla las órdenes de Valquiria, así pues si los golpistas vencían no serían ellos represaliados. Sin embargo, querían seguridades de que las cosas eran como los conspiradores decían, y por eso Hagen hizo de explorador. Se vio con Goebbels a la vista de la puerta de Brandenburgo, recibió del ministro seguridades de que Hitler estaba vivo y, al salir de la casa, se las arregló para pillar una moto y se largó a toda pastilla, a distribuir la noticia de que el Führer estaba vivo. En ese momento el general Von Haase, probablemente por recibir información sobre los movimientos orquestales en la oscuridad de Remer, deshizo la orden de que fuese el mayor el encargado de arrestar a Goebbels. Este detalle, y una nueva conversación con Hitler en la que el Führer debió dejar muy claro que sus órdenes debían ser cumplidas unmittelbar, decidieron a Goebbels a proceder a la radiodifusión del mensaje, que se produjo a las 18,45 horas.

Repasando, pues: Goebbels sabía desde las cinco de la tarde que Hitler estaba vivo, a menos que creyese que los zombies saben marcar el teléfono (ésta parece más bien una creencia propia de Himmler). Pero no radió la noticia hasta casi dos horas después. A mi modo de ver, hay dos posibilidades aquí. Una, que Goebbels esperase a ver si el golpe había triunfado, para jugar sus cartas. Otra, que fuese así de cauteloso porque, en realidad, si receló hasta de Speer, no sabía en quién podía contar. Mi opción personal, sin dudarlo, es la segunda. Goebbels tenía que saber que los conspiradores, en todo caso, lo considerarían un alter ego de Hitler, así pues en una Alemania sin el Führer no habría sitio para él respirando. El ministro de Propaganda no era tan idiota como para creer, como creyó Himmler al final de la guerra, que negociando hábilmente con el conde Bernardotte se podría ir de rositas. La diferencia de intelectos de Goebbels y Himmler es similar a la que existe entre un Porsche y un Warburg-Trabant.

En La Roche-Guyon, hacia las siete, Von Kluge atendía la llamada del general Beck, quien le intimaba a unirse a la conspiración. Mientras le escuchaba, alguien le pasó una transcripción del mensaje de Goebbels. Algunos en el ministerio, de todos modos, la habían escuchado en directo.

En la Bendlerstrasse, el personal se fue por los pantys.

lunes, octubre 11, 2010

La vieja máxima del barón de Rotschild

Me he largado de puente, así pues coloco el blog en situación, como decían en un sainete, decubito supino, uséase acostao.


Antes, eso sí, os dejo una pequeña reflexión que sólo es epidérmicamente histórica. El barón de Rotschild fue, probablemente, el mayor banquero del siglo XIX; lo cual es decir mucho porque en esos cien años hubo un montón de banqueros y magnates realmente ricos. Dicen que el barón tenía alguna que otra máxima de negocios, de las cuales la más famosa, quizá, es ésta: En tiempo de crisis, haz patrimonio.


Quiere esta máxima decir que el rico que consigue que una crisis económica le pille con pasta en la cartera, normalmente se hará más rico, porque lo que hará será comprar activos, sobre todo inmobiliarios, a precios realmente bajos, para luego hacer negocio con ellos cuando las cosas vayan bien.


Me dio por preguntarme si esto es así; si, verdaderamente, los agentes económicos operan como el barón de Rotschild. Así que me fui a la web del Centro de Gestión Catastral y para la Cooperación Tributaria, o sea el catastro, que tiene desde hace años la amabilidad de poner a disposición de los curiosos algunas tablas estadísticas.


Me bajé los datos sobre titulares de bienes inmobiliarios urbanos del 2006 (antes de la crisis) y del 2009 (ya en la crisis). La base de datos discrimina dichos propietarios según el número de bienes que poseen, hasta llegar al máximo de los que poseen, en una sola provincia, más de 50 activos inmobiliarios distintos.


Así que comparé las cifras. Y el resultado lo expresé en una hoja Excel que, si todo va bien, se puede consultar pinchando aquí.


Y pues, es verdad. El número de propietarios de bienes inmuebles ha crecido en tres años, según el catastro, entre un 20 y un 30% normalmente, aunque hay provincias que más (especialmente Melilla) y otra que menos (Burgos). Pero, si vemos las evoluciones porcentuales por categorías, observaremos que el crecimiento de propietarios de un solo bien inmobiliario (lo que se suele denominar el común de los mortales con hipoteca) ha crecido muy por debajo de la ratio del total de propietarios; y esto es así porque los multipropietarios han crecido mucho más. En no pocas ocasiones, más que se han doblado. De hecho, da la impresión de que cuanto más avanzamos en la escala, cuando más propietario son los propietarios, más ha aumentado su número. Este patrón, sin embargo, tiende a romperse, con algún patrón geográfico, pues esa ruptura afecta a los dos territorios insulares, al Este de Galicia y a la provincia de Palencia.


Hay, pues, bastantes más Rotschild de lo que parece.