sábado, diciembre 15, 2007

El 98. 1: El día que España descubrió que era una puta mierda

Quiero iniciar este post haciéndoos una pregunta: en vuestra opinión, ¿cuánto tarda el inconsciente colectivo de un país en olvidar una guerra que le causó, más o menos, un cuarto de millón de muertos? 250.000 fallecidos son muchos. Yo diría que es algo que tarda en olvidarse.

Este hecho es la razón de que, en la Historia de España, la guerra de Cuba tenga tanta importancia. Perder esa guerra nos sumió a los españoles en un proceso, conocido como el 98, en el cual nos sumergimos en un notable pesimismo sobre nosotros mismos, nuestras capacidades y modernidad, que dicen quienes saben de esto que fue notablemente creativo y animó las grandes líneas de evolución del país durante el siglo XX (aunque también, añado yo, alimentó los enfrentamientos). Ignoro sinceramente cuál es el tratamiento que dan las escuelas estadounidenses y cubanas a estos hechos, pero sí tengo muy claro que, hoy por hoy, la guerra de Cuba le importa tres narices a los currícula escolares españoles, lo cual es notablemente injusto, pues si estudiar los hechos históricos es estudiar aquéllos que influyen en la evolución del país, la guerra de Cuba está situada en la lista de los verdaderamente importantes, junto con cosas como la Reconquista o la propia guerra civil.

Para intentar convenceros de esto inicio hoy una corta serie de posts en la que pretendo analizar el mismo hecho desde tres puntos de vista diferentes, es decir los de las tres partes que se vieron implicadas en aquel follón: España, Estados Unidos y la propia Cuba. Vayamos por partes, pues.

Para España, Cuba era la última perla de un collar ya muy gastado. A lo largo del siglo XIX, y a pesar de intentos un poco lelos como la recuperación de Santo Domingo en 1861, el país ha ido perdiendo sus colonias hasta quedarse tan sólo con Filipinas, Puerto Rico y Cuba, territorios llamados de ultramar donde conserva mercados interesantes, pero que llevan la impronta de la escasa capacidad de evolución por parte de gobiernos que, en mchos casos, bastante tienen con pervivir. Así pues, en las colonias de ultramar la modernidad entra malamente y con retraso, hecho éste que es palmario a través del síntoma de que, en algunos de estos territorios, la esclavitud humana sigue siendo legal cuando el país habitualmente tenido por epítome de la crueldad hacia el ser humano, los Estados Unidos, ya ha aprobado esa asignatura.

Desde el primer cuarto del siglo XIX, España es consciente de que Estados Unidos se sabe potencia puntera en el área, hecho éste que se concreta en la famosísima doctrina Monroe, es decir «América para los americanos»; frase que, en realidad, viene a significar «donde mandan los Estados Unidos no manda ni Dios».

Sin embargo, no todos los intentos por eliminar la influencia de otras potencias, como España, en el continente, son violentos. En 1848, año en el que EEUU le birló a México unos cuantos metros cuadrados, el secretario de Estado norteamericano, James Buchanan, convence al presidente James Knox Polk para que haga una oferta a España de 100 millones de pesos a cambio de la isla de Cuba. Dicha oferta fue transmitida al gobierno de Madrid por el embajador en la plaza, M. Saunders. ¿Qué les contestamos? Pues, simple y llanamente, que preferíamos hundir la isla en el mar que vendérsela; una respuesta muy española.

En 1854, Estados Unidos volvió a plantearse seriamente la compra de la isla, tras el conocido como Manifiesto de Ostende, en el que tal fue el consejo que le dieron al presidente Franklin Pierce sus embajadores en Madrid, París y Londres (Solué, Manso y Buchanan). El Manifiesto de Ostende tiene importancia porque es la primera vez que los estadounidenses pusieron negro sobre blanco que, caso de no querer España vender la isla, a los Estados Unidos les quedaría la posibilidad de quitárnosla a hostias.

En 1868, coincidiendo con la revolución liberal en España, estalla también, con el grito de Yara, la insurrección cubana (que fue aplaudida ipso facto por el Congreso de Washington). En 1869 un agente cubano, de nombre Forbes, hace una nueva oferta de compra de la isla al gobierno español; de alguna forma, Cuba propone comprarse a sí misma. Aunque, en realidad, quien está detrás es Estados Unidos, que trata de vender la cosa del pago en forma de indemnizaciones del pueblo cubano a España por las molestias. Es el hombre fuerte de España en ese momento, el catalán Juan Prim, que era notablemente centralista. Ya sé que suena mal en un catalán; en un catalán, además, que ha dejado palabras en el diario de sesiones del Congreso bastante claras sobre la necesidad de comprender las aspiraciones del catalanismo; pero es lo cierto que a Prim la autonomía de Cuba le movía a reacciones parecidas a las que provoca en mí la sonrisa de Yola Berrocal. Y, como ya hemos tenido ocasión de contar, existe la posibilidad de que esta miopía, ausencia de seny o lo que fuese, le costara la vida.

Prim, pues, dice que y un huevo. A pesar de que trata de mostrar flexibilidad (ofrece un referendo sobre la independencia), no quiere que el tema de Cuba se trate en serio, mucho menos que lo mangoneen los yanquis. Su decisión sumirá a Cuba en una larguísima guerra insurreccional, de 1868 a 1878, en la que los soldados españoles morirán como chinches (no menos de 200.000; y piénsese que, en ese momento, España tiene aproximadamente 18,5 millones de habitantes. ¿Qué diríamos de Iraq si hubiese costado la vida de 485.000 españoles?) Esta, por así decirlo, primera guerra de Cuba, termina con la llamada Paz de Zanjón, alcanzada por el general Arsenio Martínez Campos, y que dará para que la cosa no se vuelva a torcer hasta 1895. Esta paz se consiguió a base de pactar reformas, sobre todo la apertura de elecciones a los ayuntamientos y para la designación de representantes cubanos en las Cortes españolas; reformas que nunca se llevaron a cabo, motivo por el cual las hostilidades acabaron por recomenzar.

¿Qué es lo que pasa entre 1878 y 1895? Pues varias cosas, pero sobre todo una: la inmensa labor filosófica y literaria que se produce en Estados Unidos por parte de personas que creen que su país está llamado (y lo estaba) a tener un papel más importante en la política mundial, así pues consideraban que era lícito que se implicase en enfrentamientos diversos. El maestro de la novela histórica Gore Vidal lo cuenta muy bien en su obra Empire; volveremos sobre ello cuando tratemos todo este rollo desde el punto de vista de los Estados Unidos.

España, mientras tanto, vivía los primeros años de la Restauración, con lo que tuvo estabilidad política para haberse planteado políticas diversas; pero no lo hizo, porque, en primer lugar, fue incapaz de comprender el poder emergente de los Estados Unidos; y, en segundo lugar, asumió que Cuba estaba dominada por las fuerzas conservadoras terratenientes proespañolas, es decir, infravaloró a los insurgentes. Eso sí, ante sus graves tensiones presupuestarias, fue reduciendo progresivamente su presencia militar en Cuba, de modo y forma que, en 1895, cuando vuelve el baile, hay en Cuba algo menos de 75.000 soldados del ejército español, de los cuales apenas 14.000 son realmente españoles. El conocido por la Historia como grito de Baire, es decir el comienzo de la guerra cubana que acabó con la independencia de la isla, pilló a los españoles en bragas. Y eso que ya se había producido en 1879 un conato, el conocido como Guerra Chiquita. El general Martínez Campos, encomendado nuevamente de la Capitanía General de Cuba tras la insurrección del 95, escribe al presidente Cánovas reconocimiento que lo español es odiado por la ciudadanía cubana entera, descontados tan sólo algunos de los burgueses de las grandes ciudades.

El grito de Baire se produjo el 24 de febrero de 1895 y, como he dicho, pilló a los españoles, entre ellos a su primer mando el general Calleja, con el pie cambiado. Por ello, la rebelión se extendió rápidamente y los rebeldes pudieron, pocos días después, desembarcar en el este de la isla, donde tenían más apoyo. El 19 de mayo, España asesta el primer golpe en una acción armada en la que muere la Gran Esperanza Blanca de los insurrectos, el notable poeta José Martí. Sin embargo, los cubanos no ceden y en septiembre llegarán incluso a aprobar una constitución (reunión de Jimaguayú).

En octubre, Gómez y Maceo, líderes militares de los insurrectos, comenzaron la invasión de la mitad oeste de la isla, acción que tenía como objetivo fundamental paralizar la zafra azucarera y, consiguientemente, estrangular la economía cubana (que, como vemos, dependía básicamente de lo mismo que básicamente depende hoy en día). Esta ofensiva comenzó en Baraguá y terminó, en tan sólo tres meses, con la toma de Mantua (22 de enero de 1896).

El gobierno español pudo pensar en negociar. Pero en lo que pensó fue en ganar la guerra, como fuese. Cesó a Martínez Campos, un militar de talante negociador (al fin y al cabo, había terminado la primera guerra con un pacto) y lo sustituyó por un halcón, un militar amigo de la mano dura: Valeriano Weyler. Prueba de que Martínez Campos no era el hombre para aplicar mano dura es la confesión que hace en una carta a Cánovas, en la que confiesa que «tengo creencias que son superiores a todo y me impiden los fusilamientos y otros actos análogos». No era el caso de Weyler.

Weyler se planteó endurecer la mano y, por primera vez desde el inicio de esta segunda guerra, obstaculizar de verdad la acción de los insurrectos; su dureza tuvo efectos colaterales, como alimentar las historias de la prensa sensacionalista americana, que se hizo de oro contando atrocidades ciertas y no tan ciertas que presuntamente estaría cometiendo Weyler. El general dividió la isla en tres zonas delimitadas por trochas, que así se llamaban a las líneas flanqueadas por fuertes que eran defendidos por pequeñas fuerzas de una veintena de hombres. Las trochas se podían comunicar por medio de reflectores (un poco el sistema de alarmas que utilizan los ejércitos de Rohan en El Señor de los Anillos). Militarmente, esta racionalización del ataque español dio sus frutos. Weyler consiguió hacer retroceder a los insurrectos del sector occidental y, el 7 de diciembre de 1896, incluso logró matar a Maceo.

Lo que no consiguió la insurrección, sin embargo, lo consiguieron los hechos internos de España. En agosto de 1897, el anarquista italiano Angiolillo asesinaba al presidente Cánovas. Este político conservador fue sustituido por su opositor liberal, Práxedes Mateo Sagasta, nada partidario de la política de Weyler, por lo que éste fue cesado y sustituido por el general Blanco. Siguiendo su orientación liberal, algo más abierta, el gobierno Sagasta, cuyo ministro de Ultramar era Segismundo Moret, anunció reformas y un gobierno autónomo para Cuba; España trataba de acabar con la guerra por medio del diálogo.

Y, sobre todo, tranquilizar a Estados Unidos.

En marzo de 1897 había llegado a la Casa Blanca el presidente McKinley, un hombre con el cual el nuevo imperialismo americano se terminaba de consolidar. El 20 de mayo, el Congreso de EEUU aprobó la llamada Propuesta de Morgan, por la cual se reconocía el derecho de los cubanos a hacerle la guerra a España. En septiembre, estalló la bomba: el embajador americano en Madrid, Woodford, anunció al gobierno Sagasta que, o la guerra con los cubanos terminaba el 1 de noviembre, o los Estados Unidos intervendrían. Los españoles contestaron recordando que habían prometido reformas. El 6 de diciembre, en su mensaje al Congreso, McKinley nos contestó diciendo claramente que las tales reformas eran insuficientes; que quería una paz, y una paz justa, es decir no una victoria militar (que, por otra parte, estábamos lejos de obtener).

Éste fue el momento, en el año 98, cuando se desarrolló en España el carpetovetónico orgullo hidalgo, idiota y miope. Se decía en la prensa que los americanos todo lo que tenían era un ejército capaz de matar indios, pero que cuando se enfrentasen a españoles les íbamos a dar la del pulpo. Se decía que no sabrían maniobrar sus barcos y luchar contra una armada gloriosa de siglos, formada por marinos que sí sabían navegar (la triste historia es que las restricciones presupuestarias de décadas habían dejado la Armada española bajo mínimos, y Estados Unidos era ya, entonces y de largo, la mayor potencia naval del mundo). Al gobierno no le faltaron advertencias, como la del almirante Cervera, quien en marzo de 1898 le advirtió que con nosotros los barcos americanos no tenían ni para empezar. Pero los ministros no hicieron ni puto caso.

En la isla las cosas no iban mejor. El ejército de Cuba totalizaba ya 200.000 efectivos (entre los cuales se cuenta, por cierto, un joven observador británico llamado Winston Churchill), pero de éstos casi 140.000 estaban enfermos o heridos. Esta tropa de soldados afiebrados tenía frente a sí a 50.000 mambises capaces de cualquier cosa en su selva y una potencia en el norte capaz de poner 100.000 hombres más en los campos de batalla en relativamente poco tiempo. ¿Teníamos alguna oportunidad de ganar la guerra de Cuba? No sé; quizá, si la hubiésemos comenzado en 1492…

En medio de todo esto ocurrió lo del Maine. Creo que lo lógico es desarrollar mejor esta parte cuando hablemos de la guerra desde el punto de vista americano. Pero, con todo, a mí me parece que el asunto del Maine tiene gran importancia, sin duda; pero, en todo caso, de lo que ya os he contado creo que se deduce que el ultimátum americano de 18 de abril se habría producido, en todo caso, con Maine o sin Maine. Había una dinámica, y esa dinámica era ya muy fuerte horas, días o semanas antes que, por causas que nunca sabremos con exactitud, este barco estadounidense estalló por los aires.

La guerra hispano-estadounidense se decidió en el mar. Los Estados Unidos sabían bien que España quedaba a tomar por culo de Cuba y que, por lo tanto, la guerra era para nosotros, sobre todo, un problema de aprovisionamiento; una vez cortada la línea de provisiones, guerra ganada. Y las provisiones llegaban por barco.

El almirante Dewey, jefe de la flota americana, se había situado en Hong-Kong en los días del ultimátum y, una vez iniciada la guerra, puso proa hacia Filipinas. El 1 de mayo, en la bahía de Cavite, no dejó ni los palillos de dientes. Al crepúsculo de aquel día, España había perdido 6 cruceros, 3 cañoneros, 167 marinos y tenía 214 heridos. Los americanos tenían 12 heridos. Sic.

Nos dieron hasta en el cielo de la boca.

Tenemos los españoles el mérito histórico de haber sido poco menos que los inductores de eso que se ve ahora en las pelis y series americanas que transcurren en la Casa Blanca, es decir esa sala secreta desde donde se siguen los conflictos. Fue precisamente para la guerra de Cuba donde por primera vez, en la mansión de la avenida de Pennsylvania, se montó esa sala operativa que coordinaba todas las noticias de enfrentamientos. Sólo que no se montó en el sótano, donde creo que está ahora, sino en la segunda planta (hemos de recordar que entonces no había aviones, así pues la Casa Blanca no podía estar amenazada por el aire).

De culo, cuesta abajo, sin frenos y contra el viento, lo que quedaba de la escuadra naval española, al mando del mismo almirante Cervera que había predicho que perderíamos por goleada, se atrincheró en el puerto de Santiago de Cuba. Una flota dirigida por el almirante Sampson bloqueó el puerto y se dedicó a esperar. Sabía que la liebre, tarde o temprano, tendría que salir de la madriguera. Que la guerra seguía su curso, los ejércitos necesitaban pertrechos y llegaría el momento que los españoles tendrían que salir a buscarlos.

El 10 de junio, los marines desembarcan en Guantánamo (de donde, por cierto, ya no se han ido). El día 22, otro ejército desembarca en una localidad cubana cuyo nombre produce algún que otro mareo: Daiquirí. Con este desembarco, el general Shafter inicia una estrategia de pinza con los rebeldes, tratando de aislar Santiago de Cuba. Una división americana toma Siboney el día 23. Al día siguiente se produce el llamado combate de las Guásimas. 2.000 españoles tendieron una trampa a los americanos, pero éstos eran tantos que la cosa no salió muy bien.

El 1 de julio se producen las batallas de El Caney y de San Juan, con las que Shafter pretendía colocarse a las puertas de Santiago. Hasta siete oleadas de infantería rechazaron los españoles en El Caney, pero con la octava ya no pudieron, entre otras cosas porque habían registrado unas bajas del 90%, es decir, la tasa registrada en las unidades más expuestas del desembarco de Normandía. En la acción de San Juan brilló un teniente americano llamado Teddy Roosevelt, que pronto llegaría a presidente.

En El Caney, poco menos de 300 españoles mataron a 441 estadounidenses. En San Juan, las bajas están muy equilibradas. Fueron dos batallas de extremada dureza, hoy olvidadas.

Santiago estaba, pues, cercada. Había llegado el momento que Sampson esperaba, en el que la liebre tenía que salir de su madriguera. El 3 de julio de 1898, el buque insignia español, llamado María Teresa, se lanzó a toda máquina contra el acorazado Brooklyn, disparando, tratando de atraer hacia sí a los barcos americanos y permitir al resto de la flota salir de najas del puerto. Los americanos no cayeron en la trampa. Cuatro horas más tarde, se habían apiolado cuatro cruceros acorazados, habían hecho 323 muertos, 150 heridos y 1.720 prisioneros. En el lado americano, un muerto y un puñado de heridos.

Muchas veces he escuchado la historia de que, mientras se producía esta batalla (por llamarla de alguna manera), el gobierno español, en Madrid, estaba en los toros celebrando por adelantado una victoria que daba por segura. Jamás he encontrado un libro de Historia que diga cosa tal, así que doy en pensar que es una leyenda urbana histórica, que haberlas hainas.

El 18 de julio, el gobierno español inicia gestiones para solicitar un armisticio. El 10 de diciembre, en París, firmaba el fin de su presencia en el Pacífico, con la excepción de las islas Carolinas, Marianas y Palaos, que poco tiempo después vendería a Alemania (aunque la voluntariedad de esta acción no fue completa; pero ésa es otra historia).

Ese acuerdo fue, para España, el traumático momento en que se dio cuenta de que el que fue un día Imperio donde nunca se pone el sol, ahora era una puta mierda. Las huellas del 98 se dejan sentir aún hoy en día en tantos y tantos españoles siempre dispuestos a ponderar en mayor valor lo que viene de fuera que lo propio. El 98 alimentó la leyenda negra que quiere ver en España un país más atrasado que la media, anclado en el pasado, ineficaz y ególatra. De la noche a la mañana, descubrimos que, lejos de ser ya el niño más fuerte del patio, cualquier matón de medio pelo nos podía sacar la mugre sin problemas. En parte, las dos Españas nacen de las dos distintas formas de enfrentarse a ese problema.

Lo tenemos encima, aunque no lo veamos.

miércoles, diciembre 12, 2007

Usera

Por mucho que la Historia lo intenta, no consigue hacer justicia a todos quienes en ella destacan. El tiempo es un juez muy duro y, tarde o temprano, para la mayoría de las personas una vez recordadas llega el olvido. Su traza sigue ahí; dan nombre a tal o cual lugar, pero las personas pronuncian ese nombre sin tener realmente conciencia o información sobre a quién se están refiriendo.

El Madrid moderno ha tenido diversos constructores y uno más famoso que ninguno: el marqués de Salamanca. En realidad, yo creo que si le preguntasen a la mayoría de los madrileños, contestarían que Madrid, como ciudad, es mérito de Carlos III y del marqués más o menos a partes iguales. Pero Madrid es muy grande y en él hay sitio para otros constructores. Hoy os quiero hablar de uno que está en boca de muchos madrileños, aunque, en realidad, no sepan quien es: Marcelo Usera.

Nació Marcelo Usera en 1874, de una familia de posibles. Su padre era inspector de ingenieros de minas y ganaba sus peculios para poder pagar una vida y unos estudios a sus cinco hijos, aunque lo pagaba a base de prolongadas ausencias de casa. Ausencia que pronto se hizo extrañamiento, porque fue destinado a Cuba, que entonces aún era española.

En 1890, los buenos oficios del señor Usera padre le granjearon el nombramiento de inspector general del Cuerpo de Ingenieros, motivo por el cual regresó a España. Sin embargo, en ese momento, de gran felicidad para la familia, sobrevino la tragedia, pues el buen hombre falleció repentinamente en aquel viaje de regreso. Marcelo, que hace la carrera de Filosofía y Letras, tiene que empezar a ayudar a mantener a su familia a base de dar clases, lo cual no le impide también estudiar Derecho.

Ésta es la vida de Marcelo Usera, la vida pues de un burgués venido a menos, golpeado por la mala suerte, hasta que en 1904, con treinta años de edad, se casa con Carmen del Río. Su esposa posee algunas tierras de labrantío pasado el Manzanares, tocando Carabanchel, Villaverde y el propio término municipal de Madrid. Esto le permite a Usera penetrar en el mundo de la producción agropecuaria, donde destacará. En 1912, con ocasión de la Exposición Agrícola y Ganadera Internacional que se celebra en Madrid, recibe varios premios. Y no es ésta la única prueba del talento organizador de Marcelo. A los veinte años se había ido, como todos los pobres, a hacer el servicio militar, alcanzando el grado de oficial y adquiriendo una serie de experiencias que le permitieron redactar un trabajo titulado Suministros a un ejército en operaciones; obra que llamó la atención nada menos que del rey Alfonso XIII, el cual acabará pagándole la edición del estudio y los costes derivados de la expedición del título de abogado.

Es tras la primera guerra mundial cuando Usera comienza a madurar la idea de que Madrid va a crecer. Una idea ciertamente visionaria; ahora parecerá muy fácil creer en ella, pero lo cierto es que, en los primeros años del siglo pasado, Madrid era una ciudad provinciana que ejercía de capital administrativa, que no económica, de un país más bien poco productivo; nada parecía indicar que habría de crecer significativamente.

Marcelo Usera decide, como décadas antes el marqués de Salamanca, construir un pequeño Madrid dentro de Madrid. Pero no puede. Las tierras que posee tras su matrimonio, ya lo he dicho, están muy dispersas; hay parcelas por aquí y por allá. Así que él comienza una labor de concentración basada en la permuta; se deshace de tierras en Carabanchel y Villaverde, sectores que en ese momento quedan muy lejanos a las líneas de expansión que él imagina, a cambio de tierras en el área de Madrid.

Una vez conseguidas las tierras, Usera promueve y comienza a comercializar las casas de su nuevo barrio, que en su origen se denominó La Legión ya que aquel hombre, al parecer, tenía gran admiración por Millán Astray, el militar que la fundó; de hecho, las calles y plazas del nuevo barrio llevan nombres de distintos jefes legionarios (una calle, por cierto, se denomina del Comandante Franco). En realidad, los nombres del futuro barrio de Usera son muy curiosos; en la primera mitad del siglo XX, en una medida que por cierto me parece muy recomendable, los vecinos tenían la potestad de decidir los nombres de las calles de sus barrios. Por este motivo, las calles del barrio de Usera llevan, en muchos casos, los nombres de parientes o empleados de Usera que eran conocidos en el barrio.

Según la documentación que he podido leer, Usera vendió 300 parcelas de La Legión, a 30 céntimos el pie. Luego acometió una operación muy parecida en un barrio conocido como El Parador del Sol, más o menos donde hoy está el puente de Praga; y, por último, promovió la construcción del barrio que lleva su nombre.

Se dice que por una parcela que le faltaba en su barrio, que valía unas 125 pesetas, Usera pagó 5.000. La gente pensó que era gilipollas. Pero, una vez urbanizada, la vendió por 30.000.

Ideó un barrio para unos 10.000 pobladores en casas de una a tres plantas; un concepto muy rural que el crecimiento de Madrid acabó, digamos, «matizando». No sé muy bien cuántas personas viven hoy en el barrio de Usera, pero para que sean seis o siete veces la cifra inicial, no tiene que pasar nada.

Usera falleció el 29 de enero de 1955. En su barrio había donado el suelo para la construcción de un colegio, que al parecer consideraba su gran obra. Su testamento dejaba en herencia en nuda propiedad a dicho grupo escolar, con una riqueza equivalente a un millón y medio de pesetas; una pasta para la época.

Nadie duda que don Marcelo quería hacer dinero, y lo hizo. Pero su labor tiene el tufo de esas personas que, además de hacer dinero, hacen otras cosas. Las crónicas de la época dibujan a un Marcelo Usera conocido por sus vecinos, a la par que clientes, los cuales, como acabo de decir, nombraban las calles con personas de su entorno, como si de una especie de familia se tratase. Así pues, el barrio de Usera hoy existente, con su nombre quizá olvidado para muchos, sirve para recordarnos algo sobre lo que a menudo dudan muchas personas: nos viene a recordar que, para hacer dinero, no es estrictamente necesario ser un cabrón.