jueves, febrero 16, 2012

De generales

Estos días pasados he participado en un debate en internet, en un grupo de frikis de la Historia y tal, sobre cuál era el mejor general de la Historia de la Humanidad. La discusión ha sido intensa y un tanto, o un mucho, peraltada hacia lo sajón; pues ingleses y estadounidenses son la mayoría de los miembros y miembras del frikigrupo. No obstante, la presencia de personajes de diversas nacionalidades ha salpimentado las propuestas.

Yo creo que, tras días de intercambios dialécticos, hemos llegado a la conclusión de que es bastante difícil, cuando no imposible, responder a la dicha pregunta. Por razones varias.

Rationale Guan: El approach del experto/friki no siempre es el mismo. Hay personas que en la valoración de un militar ponen en juego factores meramente bélicos (o sea, su poder como estratega); y otras que hacen jugar factores políticos (sobre todo en el caso de los constructores de imperios: Alejandro, Napoleón, Julio...). Así pues, no está muy claro cuál ha de ser el ámbito de la valoración.

Rationale Tú: Entre aquéllos que hacen un acercamiento meramente bélico al problema, están aquéllos que tienden a valorar al general poderoso, es decir, a aquél que tuvo efectivos sobrados y, además, supo utilizarlos; y están los que tienden a valorar más a los que consiguieron cosas con dos de pipas, es decir sacaron petróleo de una piedra seca. Un ejemplo de mi admiración a este respecto (pronto escribiré por qué) es Heraclio de Bizancio, el inventor de la Guerra Santa.

Rationale Zrí: El hecho de estar contemplando en el análisis seis o siete mil años de Historia de la Humanidad, durante los cuales habrá habido, qué se yo, no menos de 20.000 o 30.000 guerras, hace que las comparaciones sean odiosas o directamente imposibles. Por ejemplo: la discusión: ¿Patton, Monty, Zhukov, Guderian o Rommel?, es una discusión asequible. Pero la discusión: ¿Cayo Mario, Sun Tzu o Clausewitz?, es bastante más jodida.

¿Qué breakthrough bélico fue, realmente, más eficiente? ¿La movilidad de los carros de combate alemanes ayudó más a su victoria que el uso inglés del long bow contra los franceses?

Por todas estas razones, he pensado que sería interesante haceros llegar a través del blog una lista casi completa de los nombres que se han manejado en esta discusión. Además, creo que esto tiene una función colateral pues, como veréis, en la lista no hay, prácticamente, militares españoles. La inclusión de don Gonzalo es cosa mía; y también pensé en Ambrosio Spinola, pero lo cierto es que, dentro de mis conocimientos (ya he dicho mil veces que la Histoira bélica no es lo mío) tengo dudas a la hora de valorarlo como un Number One.

Pero, como ya he dicho, soy consciente de que a la lista le falta una pasada por la Historia de España y, aunque podría habérmelo currado, lo he dejado así, valeiro que se dice en mi tierra, a propósito. Así me he hecho unas risas imaginando el rictus de trompa de Tiburcio cuando lea esto, y los saltos de indignación que probablemente ejecutará Eborense cuando no vea a ninguno de los estrategas de nuestra Guerra de la Independencia, ni a ningún militar hispano de la mar océana, en la lista.

Así las cosas, todo lo que llegue en los comentarios será trasladado a mi reunión de frikis, acompañado de una breve descripción de los méritos que queráis apuntar en defensa de vuestros candidatos.

La lista va más abajo. Y no hay más que verla para darse cuenta de que, lentamente, la discusión sobre el mayor general de la Histoira se está convirtiendo en una discusión sobre si podemos limitar la lista de los mejores generales de la Histoira a menos de 100 nombres.

  • Alejandro Magno
  • Smrat Chandragupt Maurya
  • Gengis Khan
  • Aníbal.
  • Atila.
  • Mauricio de Orange
  • Napoleón Bonaparte
  • Erwin Rommel.
  • George Patton
  • Georgy Khukov
  • Guillermo el Conquistador
  • Escipión Africano
  • Hernán Cortés
  • Julio.
  • Cayo Mario.
  • George Washington
  • Robert E. Lee
  • Belisario
  • Sun Tzu
  • Omar Bradley.
  • Thomas Jonathan “Stonewall” Jackson
  • Roy S. Geiger
  • James Gavin
  • Carlomagno
  • Juan I Tzimisces
  • Robert Giscard
  • Saladino
  • al-Malik al-Zahir Rukn al-Din Baibars al-Bunduqdari
  • Winfield Scott
  • Heinz Guderian
  • Erich von Manstein
  • Takeda Shingen
  • Caballo Loco.
  • Jefe José de los Nez Percé
  • Arthur Wellesley, duque de Wellington
  • James Custer
  • Võ Nguyên Giáp
  • Leónidas.
  • Temístocles
  • John Pershing
  • Juana de Arco
  • Marqués de Lafayette
  • Simon Bolivar
  • Ramsés II
  • Ciro el Grande
  • Ferdinand Foch
  • John Churchill, primer duque de Malborough.
  • Gonzalo Fernández de Córdoba.
  • Carl von Clausewitz
  • Heraclio, emperador de Bizancio.
  • Shaka Zulú
  • Alexander Nevski

Por cierto, que, por la impresión que tengo, si hemos de hablar de un ganador, tendríamos que señalar al primero de esta lista.

miércoles, febrero 15, 2012

El marxista naïf (y 10: los errores de Allende)


Una vez contada la historia de Salvador Allende y del allendismo, creo se impone un epílogo sobre sus errores.

No ha de entenderse mal este enfoque. Hablar de los errores de Allende no es hablar de que Allende fuera el único que se equivocase. Los errores de otros, y sobre todo de los Estados Unidos, existen y son materiales a la hora de explicar lo que pasó en Chile en el año 1973, bien que han sido ya bastante explicados. Es Allende, sin embargo, quien permanece más inmune a la crítica, como siempre le pasa a la figura histórica a la postre martirizada.

Salvador Allende Gossens, sin embargo, lejos de ser una persona que no dio más pasos que los que le eran lícitos; lejos de ser una persona que siempre trabajó para que no ocurriese lo que ocurrió, fue, en realidad, de palabra, de obra o de omisión, uno de los arquitectos de la situación de guerra civil larvada, o no tan larvada, que hizo crisis en Chile mediante el golpe de Estado militar, o sea la rociada de gasolina en la hoguera.

En realidad, a mi modo de ver, titular estas notas El marxista naïf es buscar para Allende la mejor sospecha posible. La más comprensiva con él. Otras personas piensan, lo han dicho y lo han escrito, que en realidad el médico de Valparaíso no tenía nada de inocente ni de bienpensado. Que, realmente, llegó a la primera magistratura de Chile con un plan para tensionar la sociedad y la política chilenas hasta el punto que lo hizo. Yo, sinceramente, al menos a mi nivel actual de conocimientos, no lo pienso. La imagen que yo me hago de Salvador Allende es la de una persona enormemente ideologizada, como había que serlo para liderar un Partido Socialista Chileno que, en los años sesenta, no es que no hubiese abandonado el marxismo; es que se declaraba leninista; y, además de ideologizada, de alguna forma tomada por esa desesperación de aquél que comienza a pensar que, en expresión muy común en España, se le había pasado el arroz. En 1970, Salvador Allende era un político fracasado, un jarrón chino polvoriento de la Historia de Chile; sólo el catastrófico fracaso de la presidencia de Frei lo pudo resucitar.

Salvador Allende, por lo tanto, tuvo que alcanzar la presidencia de Chile con una sensación clara de ensayo único: lo que debiera hacer, debía hacerlo una vez, o no hacerlo. No habría otra oportunidad, al menos para él. Como buen conocedor de la política chilena, pues no en vano llevaba muchos años practicándola al máximo nivel, sabía que no podía preterirla pero, aun así, percibía la necesidad de eliminar las desigualdades inherentes al capitalismo; lo cual pronto lo llevó, en la creación de la Unidad Popular, a la idea de acabar con el capitalismo mismo.

Y aquí está el primer error de Allende: su idea de construir el socialismo en plena legalidad democrática, lejos de ser la aportación genial que sus admiradores quieren ver, fue su primer, fundamental, error. El gran error que surge de la inocencia y el buenismo del presidente y que condicionará todo el proceso; porque a unos, los partidarios de la Unidad Popular, especialmente los radicales, les regalará un aval para hacer lo que querían hacer; y a los otros, la democracia cristiana y el Partido Nacional, les dará la apoyatura argumental que necesitarán para plantear su total oposición al allendismo.

El experimento chileno de Allende, lejos de demostrar que el socialismo puede construirse en libertad, demuestra exactamente lo contrario. El socialismo, y hablamos del socialismo del PSCh, esto es de inspiración marxista-leninista, es un cambio sistémico. Es hacer las cosas de otra manera. Como ya he insinuado antes, está en el propio programa electoral de la Unidad Popular de 1970: Parlamento, no; Asamblea del Pueblo. Justicia separada del Ejecutivo, no; tribunales populares. Economía de mercado, no; intervención estatal de la economía, dejando lugar sólo para la pequeña propiedad y el pequeño negocio, quién sabe si, además, como una opción meramente estratégica. Y digo esto de estratégica por dos razónes.

La primera, porque la Democracia Cristiana, tras las elecciones del 70, dio su apoyo a la presidencia de Allende tras la exigencia de un pliego adicional al programa electoral que introducía, básicamente, el respeto a la economía de mercado; pero el propio Allende declararía que aceptó aquello, simple y llanamente, para que le votasen.

La segunda, que precisamente eso (admitir la pequeña propiedad en los primeros albores de la revolución) está ya en Lenin; y todos sabemos lo que hizo Lenin al llegar al segundo cuarto del partido.

Los cambios sistémicos sólo se pueden imponer mediante la revolución, lo cual sólo en muy escasas ocasiones no incluye ciertas dosis, en ocasiones elevadísimas, de violencia gratuita y ciega. Como ya he escrito, muy lerdo hay que suponer a Allende para no imaginarse que su postrer propuesta de someter el socialismo a referendo supondría perder dicha consulta, pues los números de todas las elecciones anteriores cantan. 

Así pues, Allende pretendía implantar el socialismo, no sólo mediante la legalidad sino, además, en minoría. Ciertamente, esto lo hizo también Lenin; eso quiere decir bolchevique: la minoría. Pero Lenin lo hizo llevándose a los marineros de Kronstadt a la Duma para que apuntasen con sus fusiles a los socialrevolucionarios cuando tomaban la palabra; lo hizo cerrando los periódicos de otras ideologías, masacrando a los kulaks, destruyendo a la burguesía rusa. Vladimir Lenin prácticamente no hizo uso de un solo elemento democrático para arrimar el ascua a su sardina. Entendía que la única forma que tiene una minoría de imponerse a una mayoría es a hostia limpia.

La pretensión del allendismo de subirse a las instituciones democráticas chilenas para construir el socialismo nos conduce directamente al segundo error de Allende: la blandura con su izquierda. Hay que reconocer que la ultraizquierda chilena fue extremadamente inteligente respecto de la Unidad Popular. Con el socialismo altamiranista dentro de la coalición de gobierno, el MIR, la VOP y resto de grupos radicales no tenían ninguna necesidad de estar dentro de ella. Ellos no querían gobernar porque los ministerios eran fajas demasiado estrechas para ellos y, además, eran lo suficientemente listos como para imaginarse que Allende no les invitaría al club; pues hasta él habría entendido que un ministro mirista colocaba las cosas en su punto de ebullición.

El MIR y su mundo, por lo tanto, permanecieron fuera de la Unidad Popular; pero tan dentro que, de hecho, cuando todo acabó, eran ellos quienes permanecían alrededor del presidente, compartiendo su martirio. Pero esa extraterritorialidad fue tóxica para el proyecto de la Unidad Popular. Uno no puede controlar a alguien que no es socio suyo, salvo usando a la policía. Allende, sin embargo, quizá porque en su fuero interno entendía, si no compartía, los postulados de la ultraizquierda, o quizá por mero cálculo político relacionado con los equilibrios en el seno de la coalición, no sacó las porras lo suficiente para parar a los radicales. En la Historia hay un hilo invisible que une al Manuel Azaña que, un día de mayo de 1931, se niega en redondo a que la guardia civil reprima a quienes están quemando iglesias, colegios y bibliotecas; y al Salvador Allende que, un día detrás de otro, deja encima de su mesa papeles que le informan de la toma ilegal de fundos por parte de patotas de la ultraizquierda, y no hace nada, o casi nada.

Sobre Salvador Allende gravitaron siempre dos graves pecados a los ojos de Occidente. Uno, el hecho evidente de que había expropiado ocho veces más empresas de las que decía iba a expropiar; dos, que en su Chile, el Chile cuyo ejército, carabineros y policía en general, obedecían sus órdenes, quienes no sólo no creían en el camino legal hacia el socialismo sino que además lo decían públicamente, camparon por sus respetos desde el minuto 1 de su presidencia; y sólo cuando sus actos fueron especialmente execrables, es decir cuando hubo muertos, reaccionó como debía.  Hasta la pastueña y bastante sectaria II República española fue más dura con su MIR, de soltera CNT-FAI.

Salvador Allende tenía prisa por construir el socialismo. Sabía que había ganado un mandato pero, preso de su misma teoría de respeto a las instituciones, sabía que debía devolverlo si no ganaba de nuevo. Esas prisas provocan el tercer error de Allende, que es la instrumentación de una política económica y social desastrosa. A despecho de acciones tan loables como eficientes desde el punto de vista de la imagen, como la campaña del medio litro de leche, el allendismo es, básicamente, un compendio de chapuzas económicas que no podía tener más resultado que el que tuvo: pobreza, estanflación, caos.

El problema del análisis de Allende, o quizá mejor debiéramos decir de Vuscovic, es el approach tremendamente maniqueo en que se basaba. Algo que marxistas y marxistoides aun hoy en día se resisten a entender: ni ellos son el compendio de todas las virtudes, ni sus enemigos, que eso son: enemigos, son una plétora de sevicias.

Ambos dos errores conceptuales los cometió Vuscovic, mientras su presidente aplaudía con las orejas; y, cuanto más se equivocaba Epi, más aplaudía Blas. El superministro económico asumió que, por principio, el mal de la empresa chilena era el empresario, también conocido como ladrón de la plusvalía del obrero. Para los marxistas chilenos, la plusvalía del obrero, como el dinosaurio de Monterroso, siempre estaba ahí, y siempre estaría. Todo lo que había que hacer, era liberarla. Estamos, por lo tanto, ante un marxismo decididamente naïf, yo diría que incluso de tonos anarcoides, porque asume la bondad intrínseca de la cogestión obrera igual que los ácratas que implantaban el anarquismo en los pueblos de Aragón antes y durante nuestra guerra civil estaban convencidos de que todos los humanos aceptarían el egalitarismo sin una protesta. 

La realidad, sin embargo, no fue ésa. Las nacionalizaciones no sólo fueron muchas, sino que se produjeron en un cortísimo espacio de tiempo que no llega a dos años. En consecuencia, el allendismo le dio la vuelta a la tortilla al tejido industrial chileno, lo colocó bajo la cogestión obrera, bajo la coordinación de camaradas no siempre bien preparados; y, como consecuencia, gripó la producción.

En este punto, el allendismo, o el vuscovismo, se portó como ese general imbécil que no se da cuenta de que a las tropas que avanzan y toman terreno enemigo hay que alimentarlas de alguna manera, y proveerlas de nuevos suministros. Da la impresión de que Allende creía que el socialismo era algo que caería de cajón, por su propia lógica; idea que es, en un político tan experimentado como él, de un simplismo intolerable. Allende primero creó el problema y luego, con total desparpajo, reclamó la solución, en su famoso discurso, ya citado, de que los chilenos tienen que entender que hay que trabajar y hay que producir más, bla.

La política económica de Allende fue tan caducamente equivocada que hay que remontarse, casi, siglos atrás para encontrar gentes que, como él y su gobierno, tuviesen una creencia tan intensa en que, en materia monetaria, un Estado puede hacer lo que se salga del pingo. En España, por ejemplo, esas convicciones provienen de los tiempos en que el país nadaba en la plata de América. Décadas, si no un siglo, antes de que Allende tuviese uso de razón, el mundo ya sabía que la masa monetaria no se puede hacer crecer sin tasa, porque eso, al final, alimenta la inflación. Sucintamente, en el Chile de Allende se tomaban medidas para frenar la depreciación del peso que, en realidad, lo que hacían era depreciarlo más; con ello los chilenos, todos los chilenos, se levantaban, cada mañana, un centímetro más pobres.

Por supuesto, en el ámbito económico no hay sino citar otro de los grandes errores de Allende, cual es su famosa doctrina expropiatoria. La Doctrina Allende fue notablemente lesiva para Chile y es, además, una teoría de dudosa legalidad. Como ya hemos tenido ocasión de comentar, la Doctrina Allende se basa en un hecho moralmente comprensible: si quien es expropiado ha obtenido sus riquezas mediante la explotación, no merece justiprecio; o, dicho de otra forma: si los esclavos hubiesen sido hecho libres, en alguna nación, mediante la nacionalización de las tierras o las fábricas en las que trabajaban, no habría sido justo pagarle indemnización a sus propietarios.

Que las ideas sean prístinamente comprensibles y moralmente exigibles no quiere decir, necesariamente, que sean legales. Allende no pudo evitar que su Doctrina sonase a subterfugio para no pagar y, en puridad, no es posible afirmar que no lo fuese. Pero es que, además, sólo los muy tontos piensan de sí mismos que podrán permanecer en el orden internacional sin guardar unas mínimas reglas de respeto hacia el Derecho y las reglas de juego entre naciones.

Con todo, y por lo menos para mí sin duda, el gran error de Allende, si exceptuamos el primero que los genera todos que es su extraña concepción de socialismo impuesto en el marco de la democracia, es su relación con el estamento militar. Como ya he insinuado en otros párrafos, es bastante habitual que en España, puesto que los españoles suelen desconocerlo casi todo incluso de sí mismos, se sea notablemente injusto con Chile desde un punto de vista histórico. Sobre todo hace unas pocas décadas, cuando nosotros ya éramos democracia y Latinoamérica era un rosario de espadones, los españoles tendían a mirar a Chile por encima del hombro, considerándolo uno más de esos países cuya Historia bien podía resumirse como un continuo de asonadas militares y periodos de dictadura.

Ese destino, no obstante, no es el que vivió Chile; se adapta mucho mejor a la Historia de España. Chile tiene prolongados periodos de parlamentarismo, y su ejército exhibe una tradición constitucionalista que nosotros no podemos aseverar de nosotros mismos. Tanto es así que algunos de los partidarios de Pinochet recuerdan la resolución del Congreso chileno de finales de agosto, en la que con palabras apenas veladas se reclamaba del Ejército la intervención para restablecer el orden; declaración que, según esta peripatética teoría, daría legitimidad constitucional al golpe de Pinochet (y, hemos de suponer, también su gesto posterior de cagarse y mearse encima de esa misma Constitución).

Saltos mortales dialécticos aparte, el problema estriba en que no fueron Washington, ni Eduardo Frei, ni siquiera la derecha o la ultraderecha chilenas, quienes señalaron a los militares el camino del poder. Fue Salvador Allende. El presidente Allende, convencido del gubernamentalismo del ejército chileno, decidió hacerlo suyo, ponerlo de su parte. Así las cosas, en los últimos veinte o treinta meses de su vida, apenas se dejó ver en público si no era rodeado de uniformes y, de hecho, convirtió al general Carlos Prats en su vicepresidente político plenipotenciario. En el marco de un análisis tremendamente simplista, Allende parece haber asumido que, una vez que el ejército chileno se bajase del faetón de la neutralidad política, iba a realizar ese gesto siempre por el lado izquierdo. ¿Por qué, en un país mayormente de centro-derecha, cuya institución militar además, como suele ocurrir siempre, tiene perfiles más conservadores que la media?

Alguien debió engañar a Allende; quizá, supongo, José Tohá, su ministro, primero de Interior, luego de Defensa, y el propio general Prats. Alguien le tuvo que decir al presidente que controlar la subversión reaccionaria en el seno de un ejército implicado de hoz y coz en la labor gubernamental, estaba chupado. Alguien se lo tuvo que contar; pero también es cierto que él se lo tuvo que creer. Que es algo que hacen, con demasiada asiduidad, las personas crédulas.

El Allende de las últimas boqueadas, el Allende de la primera semana de septiembre de 1973, se me aparece como un hombre desconectado de la realidad, víctima de sus propios análisis simplistas. Todavía cree en la fidelidad del ejército; todavía quiere fijarse en la prueba de total fidelidad aportada por el general Pinochet tras el tancazo. Sus círculos más ultraizquierdistas no le dicen eso; le dicen que hay una conspiración reaccionaria, y que la violenta aplicación de la Ley de Armas es su primer escalón. Pero Allende no lo ve, quizás porque para entonces ya no puede fiarse de esa misma ultraizquierda, que tantas veces le ha puesto las cosas difíciles y le ha engañado. Es probable, incluso, que cuando decide sacar a pasear el refrendo sobre el socialismo, piense que Chile le va a votar en masa, y que toda esa gente que ahora está contra él va a aceptar el resultado sin más.

El fondo de toda la cuestión es, a mi modo de ver, que Allende está convencido de tener la razón. Y, por alguna razón, eso le basta. Siendo más cierto que la Historia de la Humanidad está empedrada con los nombres de muchos personajes que tuvieron la razón, y de los que hoy no sabemos nada.

La mayor prueba del fracaso del allendismo es que, aunque al comunismo le quedaban el día que murió aun 16 años de vida, su experimento no se volvió a intentar. La vía hacia el socialismo desde la democracia parlamentaria quedó cegada en el momento en que él se reventó el velo del paladar.


Volvieron a florecer las alamedas. Pero lo fueron plantadas por hombres con mucha mayor dosis de realismo que Salvador Allende Gossens, el marxista naïf.

lunes, febrero 13, 2012

El marxista naïf (9)


En coherencia con lo que acabo de escribir, en realidad el golpe de Pinochet empezó semanas, si no meses, atrás. La derecha había presionado en el Congreso para lograr sacar adelante la Ley 17.798 de Control de Armas, a la que Allende no se supo oponer. Ordenó una actitud contemporizadora durante la fase parlamentaria que no le sirvió de nada y, cuando finalmente fue aprobada, en un gesto como poco inelegante, decidió vetarla. Sin embargo, ni eso le sirvió, pues el veto llegó al Congreso fuera de plazo y tan plagado de errores formales y legales que no pudo ser admitido a trámite. La anécdota quizás ilustra el intensísimo debate que se produjo en el Palacio de la Moneda; y la más que probable tesis de que Allende se resistió hasta el último minuto a dar su veto a torcer. No se olvide, a este respecto, que el médico de Valparaíso vivía básicamente convencido de que su actitud respecto de los militares le había granjeado su apoyo; lo que lo convertía en un moderno Casares Quiroga, convencido de que no habría golpe.

Esta ley daba amplias potestades a los militares para reprimir la posesión de armas por particulares, potestades que éstos utilizaron en toda su amplitud. Es por eso que en Chile hay muertos del golpe de Estado antes del golpe de Estado.

El 4 de agosto, un trabajador de la Industria Lanera Austral, Manuel González Bustamante, de 27 años, cae muerto por una ráfaga de ametralladora en el curso de un allanamiento practicado por fuerzas militares en aplicación de la ley de control. La peor noticia para la izquierda es que la operación fue coordinada por el general Manuel Torres Ruiz quien, apenas unas semanas antes, era hostigado en las calles de Santiago por los ultraderechistas a causa de su comprensión hacia el gobierno de la Unidad Popular. El día 5, mientras González fallecía en el hospital, moría en el Hospital Regional de Temuco Robinson Gutiérrez, obrero ferroviario, que había sido hallado malherido dos días antes. Gutiérrez formaba parte de una guardia obrera que vigilaba el puente recién reconstruido, pues había sido volado días antes por elementos ultraderechistas que apoyaban el paro de camioneros.

La ultraderecha tuvo en esos días la humorada de distribuir por las calles de Santiago un folleto que advertía de la inminente producción de un «golpe de Estado comunista con la ayuda de las Fuerzas Armadas».

El 25 de julio, en un clima casi de guerra civil, los camioneros van de nuevo a la huelga. El 17 de junio ha renunciado el general del Aire César Ruiz Danyau, ministro de Transportes, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo. El gobierno reacciona a la movilización nombrando algo así como comisionado para la huelga al subsecretario del departamento, Jaime Faivovich, que comienza por requisar los camiones de los huelguistas. Sólo en la granja de Hugo Gálvez, un ex ministro de Alessandri, aparecen 760 vehículos escondidos.

El 9 de agosto, Allende forma lo que llamó «gabinete de seguridad nacional» y Ruiz Danyau vuelve a Transportes. Otra prueba de que el presidente no ve de qué manera están evolucionando los militares. El ministro limpia su ministerio de civiles y pone trabas a las requisas de camiones, así como a la ocupación estatal de las distribuidoras de combustible. Lejos del plan del gobierno, que incluía escoltar a los camioneros para protegerlos de los frecuentes atentados, el ministro se reúne con los líderes gremiales en su propia casa. Los camioneros reclaman: sobre todo, el cese de Faivovich. El 18 de agosto, el general dimite de nuevo.

Salvador Allende y el general César Ruiz se tuteaban.

El 18 de agosto hay un conato de golpe militar, pero los generales detienen los movimientos de los aviones que se dirigen de Santiago a Concepción: no quieren dar el golpe hasta que el general Prats esté completamente apartado, para no dar la oportunidad a militar alguno de elegir el bando contrario.




El 21 de agosto, una multitudinaria manifestación de mujeres, esposas de militares de diversas graduaciones con inclusión de las más altas, se agolpa frente a la casa del general Prats, exigiéndole que dimita. Un solo militar se presentará después a pedirle perdón al general por la actitud de su esposa; gesto que no le impedirá, semanas después, ser ministro de Pinochet.

El 22 de agosto, patotas ultraizquierdistas y ultraderechistas combaten en la calle, tapizada con pasquines exigiéndole a Allende que renuncie o que se pegue un tiro.

El 23 de agosto, desde muchos puntos de vista, cae Allende: el general Carlos Prats dimite. Eñ 28 de agosto, dimite el gobierno en pleno.

El 4 de septiembre, el centro de Santiago es testigo de una imponente manifestación allendista. Es el tercer aniversario del triunfo de la Unidad Popular.  Esa misma noche, el ejército allana más de una decena de fábricas, en busca de armas. El día 5, a duras penas consigue Allende convencer al almirante Raúl Montero que permanezca como comandante en jefe de la Marina; el estamento militar le presiona para que renuncie y deje su lugar al almirante José Toribio Merino.

El 6 de septiembre, el general Pinochet hace pública una nota en la que advierte a la población que no realice provocaciones al ejército «ya que tales actos podrían tener graves consecuencias en virtud de las órdenes dadas a la tropa».

El 7 de septiembre (¡el 7 de septiembre!) Allende informa a sus colaboradores más cercanos de que el ejército está contra él (el ejército que, en ese momento, hace diez meses que ha ordenado deponerlo). Los líderes de izquierdas todavía creen en la existencia de un golpe, apoyado por el Ejército de Tierra, para imponer a Eduardo Frei en la presidencia, pero sin acabar con el régimen democrático. Según ellos, Marina y Aire son los sostenes del golpe fascista y antidemocrático.

El 8 de septiembre (¡el 8 de septiembre!), esto es tres años y cuatro días después de haber ganado las elecciones a la presidencia, Allende plantea a su equipo la posibilidad de convocar un plebiscito sobre la transición al socialismo. Esta iniciativa, de haberse llevado a cabo, habría abierto un boquete en la Historia (el comunismo ha llegado al poder a través de la guerra o el golpismo; nunca ha sido impuesto por un referendo), pero es de suponer que hasta Allende, nada más ver la composición del Congreso, nada más ver los resultados de las elecciones de marzo, las mejores de toda su vida, se daría cuenta de que tal consulta la perdería. A mayor abundamiento, ese mismo día Eduardo Frei hace unas declaraciones en la prensa internacional en las que afirma que Chile está en peligro de guerra civil, porque «quienes controlan el poder están decididos a pasar por encima de cualquier consideración para imponer sus ideas, aunque la mayoría del país las rechace». Frase muy, muy importante, medida. Obsérvese que en ella no figura la expresión gobierno, ni Unidad Popular, ni siquiera presidente Allende. Enigmáticamente, Frei se refiere a los que controlan el poder, en plural.

El 9 de septiembre, la DC propone la renuncia de Allende, simultánea a la de todos los parlamentarios, y convocatoria de elecciones. El movimiento se interpreta como una intentona de la democracia cristiana más izquierdista, buscando evitar la pura reivindicación de su derecha (que Allende se vaya) y proponiendo, de alguna manera, el plebiscito del presidente, pero de una forma más ordenada y legal. Ciertamente, si esas elecciones se hubiesen celebrado, todo el mundo las habría considerado un plebiscito al allendismo.

La policía gubernamental informa al presidente de que el golpe de Estado será el lunes. Allende se reúne en su casa de la calle Tomás Moro (premonitorio) con Carlos Altamirano, el portavoz de la izquierda irredenta. Se ha escrito que la discusión acabó con unos berridos que harían imposible escuchar a los tres tenores que estuviesen cantando en la habitación de al lado. Tengo por mí que Allende, sin tener personalmente deseos de transar con los militares, estaba dispuesto a tragarse ese sapo. En la sostenella y no enmendalla del gobierno, Allende se lleva más de una torta que debería impactar en el metafórico rostro de Carlos Altamirano, el Luis Araquistain de la tragedia chilena.

El día 10, desde el Palacio de la Moneda, se filtra la idea plebiscitaria de Allende. La Democracia Cristiana anuncia una macromanifestación ese fin de semana para reclamar aumentos de salarios del 100%, para equilibrar el coste de la vida, desbocado. Una manifestación de mujeres, frente al Ministerio de Defensa, corea: «Fuerzas Armadas al poder, te lo pide la mujer…»

Ya es demasiado tarde. El resto está contado en otro sitio.