viernes, octubre 09, 2009

La gran guerra vasca (3)

Los primeros años de la guerra carlista, como hemos visto, se pueden definir como un momento en el que se hace valer el enorme error isabelino a la hora de valorar a las fuerzas carlistas y los avances casi constantes de éstas, beneficiadas del proceso de conversión de las mismas en un ejército moderno en las manos de uno de los principales genios militares de nuestra Historia, Tomás Zumalacarregui. Sin embargo, todo se acaba, y también la buena suerte. Los éxitos carlistas, que parecían interminables, se van a estrellar contra las murallas de una ciudad. De una ciudad que no es cualquier ciudad, como bien saben en Baracaldo, Portugalete y otros satélites: la misma Bilbao, propiamente hablando.

Tras demostraciones como el ataque e incendio del silo de pan, los carlistas sitiaron Bilbao, y fueron allí con todo lo gordo. Zamalacarregui puso en juego 23 batallones y 18 cañones que, situados en Begoña y Artagan, hostilizaron la ciudad sin piedad. El 13 de junio de 1835 comenzó la historia y pronto los isabelinos trataron de concentrar tropas de apoyo. Espartero juntó 6.000 hombres en Portugalete, Iriarte tenía 2.000 más en Valmaseda y pronto llegarían unos 15.000 más al mando de Latre y Valdés. Pero tal demostración no logró romper el cerco.

La clave estuvo en la artillería. Los bilbainos tenían unos cañones que más parecían los atributos sexuales de un polifemo y, además, sabían utilizarlos muy bien. Zumalacarregui contaba con sus cañones para ablandar a la villa, pero del sitio salieron más disparos y más certeros y pronto la artillería carlista quedó para el arrastre. Así las cosas, cuando los refuerzos isabelinos consiguieron llegar, los carlistas tuvieron que volver grupas.

Aquí hay que hacerse una pregunta clara. Porque claro era para cualquier observador avezado que los carlistas no contaban con fuerzas suficientes para tomar Bilbao, y menos aún para conservarla en su poder si lo conseguían. En tal caso, ¿por qué un militar experimentado y nada temerario como Zumalacarregui se avino a realizar la operación? La clave, pienso yo, quizá se encuentra en el especial ambiente que entre los vascos generó el incendio de Gernika, así como el hecho de que el sitio de Bilbao se vio precedido por algunas victorias fáciles y sonadas de los carlistas, como la toma de Vergara. Por lo demás, para entonces los carlistas habían comenzado a practicar uno de sus deportes preferidos: la disensión interna. En el Consejo Real de don Carlos había quien le comía la oreja al presunto sucesor de la corona con el concepto de que la fidelidad de Zumalacarregui era relativa. Y probablemente no les faltaba razón pues Zumalacarregui, como casi todos los combatientes vascos, era carlistas porque los carlistas eran fueristas; en modo alguno era fuerista como consecuencia de su carlismo.

El general vasco hizo lo que pudo. Eligió Soloetxe como el lugar ideal para romper la resistencia de la ciudad y lo atacó durante todo el día 14 de junio de 1835. En Deusto y Olabeaga, envió unas gabarras a bloquear la ría, así como a presentar batalla a las avanzadillas de Espartero. Al día siguiente, mientras inspeccionaba unas defensas, fue herido en una pierna, herida de la que moriría once días más tarde, en un episodio nunca suficientemente aclarado, porque aún hace ya casi doscientos años, un balazo en una pierna no era como para pensar que se tuviera que morir.

Las últimas palabras de Zumalacarregui, asimismo, alimentan la leyenda. Dijo algo así como que siempre supo que la Junta de Vizcaya les llevaría a la ruina. Esta última confesión ha alimentado siempre la interpretación de que el sitio de Bilbao, empresa imposible, fue realizado por presión de dicha Junta, es decir de los políticos.

Eraso continuó las operaciones, aunque en las filas carlistas el desánimo podía untarse en el pan sin cuchillo. Ni aún así los isabelinos se apuntaron un tanto, pues sus columnas fueron derrotadas el día 18 en Castresana por un general de nombre bastante poco metrosexual (Sarasa). Las autoridades bilbainas, entonces, pidieron auxilio al rey francés Luis Felipe de Orleans. Pese a que éste apenas podía mandarles un tercio de las tropas que Madrid tenía ya concentradas en la zona, confiaban más en él. No obstante, para fin de mes, los carlistas se habían quedado sin munición, y tuvieron que levantar el campamento.

El sitio de Bilbao ha dado para mucho en las imaginaciones más o menos calenturientas de contemporáneos, herederos e historiadores. Para mí, sin embargo, fue un episodio que tuvo poca significación, y no habría tenido mucha más de haber vencido los carlistas. En primer lugar, este planteamiento es prácticamente de ciencia ficción. Las tropas de Don Carlos (por llamarlas así y no llamarlas las tropas vascas foralistas, que es como habría que llamarlas, en oposición a la resistencia vasca liberal de la ciudad) no tenían artillería, y sin artillería, a mediados del siglo XIX, era imposible debelar una ciudad adecuadamente pertrechada. De haber conseguido entrar, hubieran tenido que salir, más pronto que tarde, por patas.

Además, hemos de tener en cuenta que, mediante este sitio un tanto extemporáneo y chulesco, los carlistas perdieron a uno de sus mejores generales. Y, sin duda alguna, el mejor general del flanco más irredento del carlismo, que era el vasconavarro. La muerte de Zumalacarregui dio un pasito más hacia el embroque de Vergara. Don Carlos, que también tenía su vertiente de tonto contemporáneo, con siete trienios de antigüedad y seis balcones a la calle, se encargaría de dar unos cuantos más. Las sospechas que surgen de las postreras palabras de Zumalacarregui, por lo demás, apuntan a que los vascos también aportaron a este episodio sus buenas cuotas de cortoplacismo, oportunismo político y, en general, estupidez.

martes, octubre 06, 2009

Ciencia y orgullo

[Por alguna razón que desconozco, Blogger se empeña en que hoy es 7 de octubre. Como no se puede ir en contra los destinos de la ferralla y la pensalla, aquí queda este post, que debiera publicarse algunas horas más tarde de lo que se publica].

Hoy es miércoles, día 7 de octubre. En tal fecha, este blog, y varios cientos de blogs más por lo que sé, hace una paradinha en las funciones propias de su sexo. La razón es que al dueño de este colmao le provoca, como dicen en algunos lugares de América Latina, unirse a la campaña La ciencia española no necesita tijeras, representado por el logo que ves a la izquierda de este post. Adhiriéndome debo colocar ese logo, cosa que he hecho con gusto; escribir este post, hoy mismo, explicando por qué creo que no se debe reducir el presupuesto público de apoyo a la ciencia. Y, bueno, también se supone que debería twittear algo; pero para eso, claro, tendría que saber qué diablos es eso de twittear. La tercera condición, pues, queda en suspenso.

Puestos a daros las explicaciones de las que va este post, os diré que yo, cuando era un chavalín, pude elegir con total libertad por dónde irían mis derroteros culturales y profesionales. En la escuela se me daba bien todo, quizá con la excepción de la química. Mis especialidades eran el latín y las matemáticas, así de ecuménico me mostraba. Pero quizá una de las razones de que me decidiese por las letras era la mala sensación que me causaba la Historia de las ciencias. En la Historia de las Ciencias, apenas hay hitos que lleven nombres españoles. Recuerdo la ley de Boyle-Mariotte, o la de Hooke o, por supuesto, las de Newton. Repasaba en mis libros los faradios, los newtones, o elementos en la tabla periódica como rutherfordio, y me daba cuenta de que no hay una sola ley física que sea la Ley de Gómez, ni un solo elemento químico que se llame guadalquivirio.

Acusaba Machado a España de despreciar todo aquello de lo que no tiene idea. Es probable que haya sido nuestro mal durante mucho tiempo. España, como proyecto, tuvo la mala suerte de morir de éxito casi recién inventada, convirtiéndose en una potencia militar y económica. Cometimos el error de convertirnos en el principal baluarte de una manera de ver las cosas, la vaticana, a la que le costó entender que sus prevenciones nada tenían que ver con el avance del conocimiento; asunto del que sabe un poquito el señor Galilei, entre otros. La España que nació poderosa aprendió a girar alrededor de un concepto: el prestigio.

Todo, o casi todo, lo que se hizo desde el día en que dejamos de ser grandes, en algún momento del siglo XVII; y el momento en que nos dimos cuenta de que éramos directamente una puta mierda, o sea 1898; casi todo lo que se hizo entre esas dos fechas, digo, tuvo como objetivo conservar el prestigio. El orgullo de ser español. Y en ese terreno, la ciencia poco tenía que hacer, porque la ciencia, o mejor dicho la investigación o desarrollo científico, es un feto de maduración muy larga; así pues, procura muchas tardes de fatigas y negativas antes de poder echar un polvete en condiciones.

Nuestro orgullo era un orgullo de corto plazo. El orgullo de los matones. Por mucho que la Historia de la Ciencia española tenga muchas más referencias de las que probablemente sospechamos los legos en la materia, creo que no falta a la verdad quien diga, o al menos yo lo digo, que la ciencia española no estuvo en la agenda de nuestros reyes ni de nuestros consejos durante mucho tiempo. Despertamos a ello, más o menos, cuando, como digo, nos dimos cuenta de que éramos el cagarro de Europa. Desarrollamos una admiración probablemente excesiva por lo extranjero (hace bien pocos años se comenzaron a vender los coches Opel en España con el eslógan Ingeniería alemana a su alcance, como si la ingeniería alemana fuera la pera limonera, mientras los ingenieros españoles levantaban en Figueruelas la fábrica más eficiente de la marca) y empezamos a decirnos que aquello ya no podía ser.

Nos ha costado mucho darle la vuelta a esa tortilla. Ha costado mucho que España entendiese el valor del conocimiento, y el valor de liderarlo. Aunque no ha sido un camino de rosas. Hoy recordamos bien que Santiago Ramón y Cajal recibió un Nobel de Medicina y mucha gente olvida que Echegaray lo recibió de Literatura. Sin embargo, la emoción colectiva de ambos premios no tiene ni comparación; en su momento, fue mucho más valorado el segundo que el primero.

El franquismo, que mandó a tomar por culo a un porcentaje nada desdeñable de la ciencia española, no puso las cosas fáciles. La Transición política, tan denostada hoy por tanto y tanto culiparlante acostumbrado a ponderar los pares de banderillas siempre a toro pasado, fue, entre otras muchas cosas, la sensación de que, por fin, íbamos a ajustar cuentas con nosotros mismos. A aprender de los errores, muchos. Y la ciencia estaba en el paquete.

El guión de la democracia decía que se habían acabado, por fin, las visiones estrechas. Que había llegado el momento de que un español pudiese decir: soy español, y además un matemático de puta madre; y, dicho esto, un coro de tornerofresadores exclamase con admiración: «¡OOOOH!» Que había llegado el momento en el que, para un español, ser una autoridad en materia de cromodinámica cuántica (creo que se escribe así) se convertiría en una oportunidad para ser profeta en su tierra como no lo ha sido ninguno de sus abuelos desde los tiempos de Abderramán III el cachobestia. Por supuesto, también queríamos otras cosas: queríamos ganar la Eurocopa de Fútbol y, si es posible, el mundial. Queríamos que ¡Peeeeedro! ganase un Óscar. Queríamos situar a alguna de nuestras pericas en la lista de las tías más buenas de Vanity Fair. Cuando una nación sueña que es grande, todos los sueños caben.

Todos vosotros habéis tenido alguna vez un sueño. O dos, o veintisiete. Sueño quiere decir ese logro complicado que daríamos cualquier cosa por conseguir, y que está lejos, allá lejos. Porque todos habéis tenido un sueño, todos sabéis cómo se consigue: regando todos los días. La lotería es el único éxito que te cae por lotería. Todo lo demás te lo tienes que currar. Te lo tienes que currar muchas veces. Un amigo mío dice: cada por fin cuesta por lo menos cincuenta me cago en la puta.

Rebajar el presupuesto de investigación es, simplemente, bajar los brazos. Dejar de regar. El mismo tío que hace eso no tiene huevos de hacer lo mismo con el programa ADO y decirle al personal: a partir de ahora, nos quedamos sin medallas olímpicas. O de sacar una ley que impida a los galácticos clubes de fútbol superar determinado nivel de endeudamiento. El detalle demuestra, a mi modo de ver, la vara que usan algunos a la hora de medir nuestro éxito como país. Siguen en las mismas: el prestigio. Sólo que ahora, el prestigio ya no se mide entrando en Nápoles a sangre y fuego, sino corriendo los 1.500 metros en menos tiempo que los marroquíes. Pero el error sigue siendo el mismo.

Y ahora te hablo a ti. Sí, a ti. No te escondas. Sé bien, por comentarios privados que me llegan cuando escribo en este blog, que tiene un porcentaje de lectores que aún residen en la juventud despreocupada y multiorgásmica. Y te hablo a ti porque supongo que estás hasta los cojones de las ciencias. Te putean, te dejan sin salir alguna que otra vez, te atan a la dura silla del estudio. Y qué difíciles son de entender, ¿verdad?

Pues, mira. No seré yo quien te diga que los exámenes y las notas no sirven para nada. Sirven. Pero lo más importante de la escuela, y de la universidad, es que te está enseñando (o debería) a pensar. En la vida, los conocimientos tienen valor, pero relativo. Un conocimiento es algo que se adquiere. Ya te he dicho que no tengo ni puta idea de química; pero tú dame cinco años sabáticos, y ya verás cómo me empapo de formaldehídos.

Lo importante de la educación es saber pensar. Y no sabrás pensar si no aprendes a pensar como piensan los científicos. También tienes que aprender a pensar como los poetas, ciertamente. Pero eso no es cuestión del día de hoy, porque la poesía y los presupuestos del Estado tienen, afortunadamente para la primera, poco que ver.

Habría que aumentar la asignación para investigación, no a pesar de la crisis, sino precisamente porque estamos en crisis. En la pista hay dos corredores al límite de sus fuerzas. Uno, el corredor cobarde, se para y se tira al suelo, derrengado. El otro, el corredor valiente, aprieta los dientes, rompe a sudar y se deja los cuádriceps en cada paso. Si hubiésemos querido ser el corredor valiente, habríamos aumentado los presupuestos de ciencia. Pero somos unos putos membrillos.

En fin, hasta aquí he llegado. Como he dicho, no voy a twittear una mierda porque no sé lo que es eso, ni siquiera me imagino si será legal. Pero si eres lector científico, no te digo ya si eres el padre de esta iniciativa y estás leyendo esto, que sepas que me debes una. Algún día deberías escribir en tu blog científico por qué hay que conocer la Historia.

A mandar.

lunes, octubre 05, 2009

La gran guerra vasca (2)

Con total seguridad, los pseudoliberales que eran el apoyo de la reina Isabel infravaloraron a las diputaciones vascas y, en general, a los vascos. Cuando la sublevación está queriendo estallar, el Estado está casi en bancarrota y no parece capaz de financiar un esfuerzo bélico. Sin embargo, el invento del ministro Mendizábal, la famosa desamortización (y es por esta razón que se hizo tan apresuradamente) le permitió a los militares que pululaban por palacio levantar el ejército de 100.000 hombres con que soñaban y que consideraban, quizá recordando a los 100.000 hijos de San Luis, más que suficiente para sofocar la rebelión. Las provincias vascas y navarras, sin embargo, demostraron un poder casi estratosférico de movilización, pues llegaron a tener un ejército de 40.000 miembros, más 10.000 reservistas, que no está nada mal para un territorio que no acumula ni de coña ni la mitad de la superficie, ni la mitad de la población, de España.

La guerra carlista tiene dos años de desarrollo, hasta 1835, que lo son básicamente de hostigamiento del enemigo, sin enfrentamientos directos; tiempo durante el cual el ejército vasco-carlista, sin embargo, se organiza en cuatro divisiones operativas. En realidad, los vasconavarros no podían llegar realmente muy lejos con esa estrategia; el terreno era relativamente pequeño y el ejército contrario muy grande. Haría falta alguien que fuese capaz de comprender las tácticas guerreras tradicionales de los vascos, escasamente basadas en el enfrentamiento frontal, y adaptarlas a la guerra moderna (moderna entonces) que reclamaba movimientos de tropas coordinados de miles de hombres.

Ese hombre fue Tomás de Zumalacarregui.

Los vascos aprendieron a desenvolverse como un ejército napoleónico. A plantear ataques frontales combinados con movimientos sorpresivos de ruptura de las líneas enemigas. En relativamente poco tiempo, los carlistas consiguieron asegurarse el control del País Vasco, excepción hecha de sus capitales. Y comenzaron a pensar en hacer lo que ya venían haciendo desde los tiempos de Recaredo y Sisebuto, es decir organizar expediciones y razzias en terreno castellano. Actitud que obligó a los castellanos a cambiar el paso y diseñar una guerra de contención en la que no habían pensado, y que les llevó a intentar aislar más o menos lo que hoy es el País Vasco y Navarra con una línea de fuertes. El general Gómez fue el primer estratega carlista que se dio uno de esos paseos: salió con 4.000 soldados, tiró para Santander, luego pasó a Asturias, luego a Galicia, puteó varias ciudades; luego bajó hasta Extremadura y a Algeciras, con un columna de 30.000 isabelinos persiguiéndole, y luego se volvió a su tierra forrado y con un montón de prisioneros.

A la eficiencia carlista (yo creo que cabe poca duda de que, en esos momentos, la inteligencia militar estaba más en el bando carlista que en el isabelino) se unió, como factor importante, la torpeza liberal. Como hemos dicho, los gubernamentales controlaban las capitales, especialmente Bilbao. Allí destituyeron a la diputación bizcaitarra (que se fue a Gernika) y formaron otra de corte totalmente liberal, de la que eran cabezas visibles el eterno Uhagón y Mariano de Eguía. Esta diputación de pega decretó la movilización de todos los jóvenes del área; medida torpe donde las haya, porque todo lo que consiguió fue que los jóvenes del área desertasen a las filas carlistas en fila de a 27.

La reina Isabel había mostrado cierta sensibilidad regionalista al poner al frente de su ejército a generales vascos. Casi todos lo eran: Valdés, Quesada, el mítico Mina, Iriarte, Oraá, Jáuregui. Isabel no entendió que, para bien o para mal, desde entonces y ahora también, los vascos no distinguen, en realidad, entre vascos y no vascos; sino entre vascos nacionalistas (entonces, fueristas) y resto del mundo. A los ojos de un fuerista, si alguien era de Mundaka pero profesaba el centralismo isabelino, era tan poca cosa como si hubiese nacido en el mismo Chamberí. En los albores de la guerra propiamente dicha, el general carlista De la Torre le mete una mano de hostias del cuarenta y siete a las tropas isabelinas del Barón del Solar. Esta derrota y otras acciones cambian completamente la faz de la guerra por el lado isabelino. La reacción de los militares, heridos en su orgullo, es iniciar una represión, con fusilamientos incluidos, que sirve para disparar el contador de agravios que todo nacionalista que se precie ha de llevar siempre consigo, dispuesto a ser alimentado. Por lo demás, a finales de 1833 ya está don Baldomero Espartero en el campo de batalla.

En abril de 1834, algún tiempo después de que el gesto de D. Carlos de jurar los fueros vasconavarros haya galvanizado a su bando, Zumalacarregui administra una nueva derrota a Quesada en Alsasua. Es una batalla directa, sin historias raras. Y en ella las fuerzas isabelinas son superiores en número. Y, aún así, pierden. Mal rollo. Rodil sustituye a Quesada como máximo general del ejército isabelino del norte. Su llegada supone un incremento exponencial de la represión. Pero parece poco, porque es cesado y sustituido por Mina, que va más allá. Los carlistas actúan en consecuencia. La guerra carlista se convierte en una guerra sin prisioneros. Lo dicho: sin prisioneros. Ya sé que hay mucha gente que va por ahí diciendo y escribiendo que si la guerra civil española del 36 fue la guerra más cruel nunca conocida en España y bla, bla, bla. Además de viajar más, hay que leer un poquito más de Historia.

Mina, cuando llegó al norte, tenía a su disposición 45 batallones. Zumalacarregui, todo lo más, podía reunir algo más de veinte. Sin embargo, el error del general isabelino fue pensar que todo el monte era orégano y que los navarros, igual que le habían ayudado contra el francés, le ayudarían ahora. En el momento en que reclamó la ayuda navarra, entró a jugar el gesto de D. Carlos de haber jurado los fueros, y los navarros se decantaron por ponerse enfrente. El viejo general fue finalmente sustituido tras los incidentes de Lecaroz, donde hizo fusilar a uno de cada cinco varones.

A Zumalacarregui, sin embargo, le preocupaba una cosa. Con diferencia, de todos los territorios históricos, aquél donde los fueristas tenían más fuerza, más posibilidades, era Vizcaya. Pero el líder militar bizcaitarra, Zabala, se contentaba con hacer guerra de guerrillas. En octubre de 1834, Zumalacarregui consiguió la destitución de Zabala y la colocación en su lugar del navarro Eraso. Con el riñón cubierto, pues, el general baja a las tierras alavesas y, en Alegría, consigue una humillante victoria contra las tropas isabelinas. La batalla de Alegría es importantísima. Es la primera vez que los vascos no ganan a base de dar por culo desde los bosques y las colinas, sino en una llanura, cargando y acometiendo con la bayoneta. Peleando como un ejército mayor de edad, que es lo que para entonces había hecho Zumalacarregui de ellos. La represión carlista fue brutal, inhumana. Querían tomar Vitoria. Aún así, no lo consiguieron.

A principios de 1835 los isabelinos, a la deriva, declaran el estado de sitio. Si había alguna esperanza entre los vascos liberales de que podrían conseguir una solución pactada al conflicto, se disolvió ese día. Pero ni el estado de sitio puede esconder el hecho de que, para entonces, los vascos mandan en los campos de Vasconia, hasta el punto de que las tropas carlistas, en marzo de aquel año, atacan un edificio utilizado como silo de harina, que está a apenas 200 metros de las puertas del mismo Bilbao. Este hecho coloca la situación en la capital vizcaína en muy mal tono. El gobernador militar no hizo nada por ayudar a la dotación del almacén mientras los carlistas entraban, los mataban a todos e incendiaban el edificio. Los bilbainos, pues, vieron morir en directo a sus vecinos sin que nadie les ayudase y, para colmo, se quedaron sin pan. Las gentes comenzaron a volverse contra los militares.

Algunas semanas después, Gernika es atacada por Iriarte, que ha ido allí hostigado por los carlistas. Pero éstos le engañan, porque no se han ido de la ciudad y le reciben desde las casas a tiros. Cuando Iriarte quiere volver grupas, se encuentra con tropas guipuzcoanas que rodean la ciudad y le cortan el paso. Los isabelinos registran enormes pérdidas. Y hay otra cosa importante, importantísima: la participación, fuera de Guipúzcoa, de tropas donostiarras. Eso se debe al genio militar de Zumalacarregui, que era euskaldún como el que más, pero al mismo tiempo tenía claro, con preclara conciencia militar, que en la guerra hay que dejarse de chorradas diferenciadoras, porque en la guerra no hay más diferencia que la que nos separa del enemigo. Cien años más tarde, en Santoña, cuando los gudaris vascos se rindan tras haber perdido el País Vasco a manos de Franco, no habrá ya ningún Zumalacarregui entre ellos.

A socorrer a Iriarte acabó yendo Espartero, que logró salvar a algunas compañías que se habían refugiado, con el culo contra la pared, en un convento. Aquella acción de Espartero de Gernika fue el origen de su decisión más jodida. Porque hemos de saber que Espartero es un personaje histórico con muy buena imagen en España. Era liberal, lo cual place a los ojos de los progresistas. Y más les place aún el hecho de que, habiendo empezado de soldado raso, terminase sus días recibiendo incluso una oferta para ceñir la corona de España. Nunca nadie en la Historia de España ha llegado tan alto desde tan abajo. Sin embargo, los vascos odian a Espartero. Y, la verdad, no cabe culparles de ello. Espartero hizo lo único que no se le puede hacer a los vascos: quemar Gernika. Un vasco que se precie de serlo, pues, odia a Espartero por la misma razón por la que odia a Franco. Exactamente la misma. Franco provocó más muertes, claro está. Pero, vascamente hablando, probablemente el crimen esparteril es peor, porque la intención del general fue borrar Gernika, su casa de juntas y el árbol, para siempre (aún hoy, por cierto, resulta inexplicable que no lo consiguiera). Y, una vez terminada su labor, colocó un cartel que decía: «Aquí fue Guernica». Creo que sus intenciones eran bien evidentes. En las reacciones, muchísimas, contrarias al movidón, comienzan a leerse los actualmente comunes argumentos referidos al imperialismo castellano.

Y aquí, entre las ruinas humeantes de la ciudad sagrada de los vascos, dejamos el relato por hoy.