viernes, diciembre 30, 2011

Dos amigos de Madrid

Corría el año 1390 en la pequeña villa de Madrid, que entonces distaba mucho de poder considerarse ciudad. Madrid era entonces un villorio acostado sobre sus alcázares, de modo que apenas a un tiro de piedra de lo que hoy conocemos como Palacio Real, el pueblo se disolvía en fincas y labrantías. Cerca de la actual confluencia de la calle Leganitos (o sea, la calle de la huerta) y la plaza de España, había una fuente que con los siglos se llamó como la calle: fuente de Leganitos.

Allí, donde hoy pasan los coches y las personas con rapidez, hubo una vez una finca con huerta, ancha y con una villa antigua, que era propiedad de don Aparicio Guillén. Un día de 1390, el señor de la casa falleció. Al punto, la familia comunicó el evento al prior más cercano, que lo era el de la iglesia de San Martín, en la calle Desengaño, que debe su nombre a un suceso que, la verdad, no está muy claro, para que se presentase allí con dos presbíteros y la cruz, y se llevase el cadáver al cementerio. Entonces, en verdad, lo que se hacía era dejar el oficio de enterradores a los sacerdotes.

Al llegar a la casa, sin embargo, el prior se dio la vuelta y se marchó sin el muerto. ¿La razón? Pues que se encontró, allí, dos hombres y tres mujeres llorando al finado y, con su excelente ojo clínico para esas cosas, el cura se dio cuenta de que los cinco eran judíos.

La costumbre de alquilar plañideros para los funerales es mundial y se pierde en la noche de los tiempos. En el Madrid tardomedieval, este oficio, temporero y un tanto arrastrado como pocos, no era ejercido por cualquiera. Contratar judíos de baja extracción social era una manera de conseguir duelo para el entierro propio y, al mismo tiempo, no tener que rascar el bolsillo. Sin embargo, diez años antes de la muerte de Aparicio Guillén, las Cortes de Soria, ante las presiones clericales que observaban escándalo para la Fe en estas prácticas, habían prohibido estos alquileres. En realidad, la familia Guillén se podía dar con un canto en los dientes pues el prior, al fin y al cabo, se limitó a marcharse, en lugar de denunciarlos. Eso sí, no volvió en tres días, por lo que el muerto se quedó allí, descomponiéndose, hasta que lo vinieron a recoger.

A pesar del relativo sigilo con que se había llevado el tema, finalmente no se pudo evitar que las autoridades se enterasen del asunto, así pues Gabino, el hijo del fallecido, perdió el diezmo de herencia que le pertenecía; aunque su madre logró recomprarlo al ayuntamiento. Por esas cosas, Gabino Gillén quedó heredero de la finca.

Era niño Gabino y se crió allí, viviendo de los réditos que daba la huerta, que cultivaban dos viejos sirvientes. Pero había una persona más allí, Guillén, otro niño de su aproximada edad, también huérfano. Algunas crónicas dicen que Guillén era propietario de la huerta inmediata, otras nos dicen que los dos niños practicaban la propiedad de la misma huerta. Yo tengo por más cierta esta segunda versión. Sin saber muy bien de dónde pudo aparecer el amigo, es probable que el niño Gabino lo dejase vivir con él, y con los dos jardineros, pues su madre murió pronto.

Antonio Capmani y Montpalau, un excelente cronista decimonónico de Madrid, nos cuenta que entre Gabino y Guillén «no había tuyo ni mío, los productos eran de ambos, y luego que crecieron contaban los años por los arbolitos de la huerta (...) paseaban juntos y comían en la misma mesa, reinando entre los dos una misma voluntad»; tanta insistencia sobre el trato igualitario que recibía Guillén me hace pensar que, tal vez, en su origen pudo ser sirviente de la casa.

A 800 metros de la finca, cuatro minutos andando (según Google Maps), estaba la iglesia de los santos Justo y Pastor, dos niños mártires, por cuya historia estaban los infantes, según las crónicas, más que obsesionados, asaeteando a preguntas sobre su vida y milagros al capellán de la ermita. Es posible que los niños fuesen muy beatos, por qué no. Aunque también hay que tomarse esto con cautela. En un mundo como aquel, con bastantes pocas diversiones, y viviendo los infantes una vida bastante modesta, es probable que no tuvieran otra distracción que fantasear con la grandeza de unos niños que se dejaron matar por amor a Dios.

Siendo aún niños o adolescentes los dos amigos, estalló una terrible tormenta sobre Madrid; una tormenta de la que se sabe que se llevó por delante enormes haciendas de la villa e incluso se hizo famosa porque un relámpago dejase ciego a un labriego. Tormenta, al fin y a la postre, que destrozó todos los árboles de la huerta y dejó a los chicos sin medio de vida.

Las crónicas dicen que el capellán de la iglesia de los niños mártires recogió a los dos niños y los ingresó en el colegio de la Doctrina (más conocido como de San Ildefonso, a la postre inventor del soniquete insoportable del día de la lotería), lo cual es curioso porque no son pocas las fuentes que sitúan la fundación de esta institución más tarde de cuando pudieron ocuparla Gabino y Guillén. El cura resolvió rehacer la huerta, cosa que le llevó tiempo; tiempo que no tenían los niños, pues Gabino falleció en la escuela, no sabemos, o al menos yo no sé, exactamente por qué causa.

Guillén volvió a la casa, pero, de nuevo según Capmani, ya no fue el mismo. Echaba de menos a su amigo, y pasaba las horas en la capilla dedicada a los dos niños mártires, rezando por él, hasta que incluso se quedó doblemente solo, porque el buen capellán de la ermita, que los había acogido, también murió.

El cronista incluso insinúa la posibilidad, o al menos a mí me lo parece, de que Guillén se volviese loco o desequilibrado, pues, nos informa, a Guillén «en todas partes le parecía ver y oír a su amigo». Pero sufrió poco; murió al poco tiempo, y nadie dudó de que las enfermedades que lo habían matado eran la tristeza, y la melancolía.

El prior de San Martín, conforme a derecho, se convirtió en propietario del bien intestado. En homenaje a la sólida amistad que allí habían mostrado los niños, llamó a la hacienda de los Dos Amigos, nombre que conservó por mucho tiempo y que quedó legado a la calle hoy situada en lo que fueron sus predios, haciendo esquina a San Bernardino.

jueves, diciembre 29, 2011

Nosotros, y la conflictiva relación con nuestra Historia (notas desde Menéame)

Cierto es que, sin llegar a estar enganchado, soy visitante asiduo del agregador de noticias Meneame. Me parece tremendamente útil poder beneficiarme del trabajo navegador de otros cientos o miles de internautas que, al encontrar cosas en la red que les parecen interesantes o criticables, las pongan en conocimiento de la comunidad para que las vea. Algunos de los posts de este blog, de hecho, han sido colocados en el agregador y dos, que yo sepa, llegaron a ser portada, que es algo que parece que muchos publicantes de internet desean.

La verdad es que no tengo demasiada idea sobre eso del karma de cada participante; ésos sí que son temas que me resbalan un poco. A mí lo que más me gusta de Menéame, como digo, es la posibilidad que me aporta de descubrir cosas que por mí solo no habría encontrado; y los comentarios. Por igual ambas cosas.

No es lo más habitual que en Meneame lleguen a portada noticias relacionadas con la Historia (aclaración: yo sólo sé mirar la portada y la página de las últimas noticias que han sido meneadas), pero cada vez que llega alguna, pincho en los comentarios para leerlos. Asumo que el viajero habitual de Menéame puede ser considerado, de alguna manera, arquetípico de lo que hay por ahí hoy en día en España, especialmente si hablamos de algos de cierta juventud. Así pues, entiendo que los comentarios permiten saber algo sobre la percepción social respecto de los temas históricos.

Hace tan sólo unas cuantas horas, alguien colocó en el agregador una entrevista publicada en La Opinión de Murcia en la persona de Luis Delgado, un novelista histórico cartagenero. Yo no lo conocía, porque entre otras cosas el tema naval no es lo mío y, además, suelo leer no ficción; pero he llegado a la conclusión de que Delgado debe de ser una versión huertana del famoso Patrick O'Brien, autor de la serie de novelas de Master & Commander. Como buen cartagenero, Delgado es un buen conocedor de la Historia naval española y, además, parece estar embarcado (nunca mejor dicho) en la labor de reivindicar la importancia de la Armada patria durante el siglo XIX; que es un siglo, en verdad, en el que da un poco la impresión que nuestros barcos se dedicaron, básicamente, a naufragar; aunque, en mi conocimiento al menos, no le faltan episodios notables, como el de la batalla del Callao, que ya hemos relatado en este blog (para gran cabreo de algunos lectores peruanos, a juzgar por los comentarios) aquí y aquí.

En fin. Aparte de la calidad literaria y/o histórica de los trabajos de Delgado, asunto sobre el que no puedo hablar porque no los he leído, voy a una cosa que él dice en la entrevista: dice que la visión que los propios españoles tenemos de la Historia naval de España en el siglo XIX es injusta y que deberíamos conocer mejor, y admirar más, los episodios de nuestro pasado. Y a este asunto es al que han entrado los comentantes de Menéame a saco, con intervenciones que, como decía, tienen su interés a la hora de analizar la relación que nosotros mismos tenemos con nuestro pasado.

El comentario general que se puede hacer, a mi modo de ver, se resume en una palabra: desconocimiento. De otras cosas no sé porque el que no sabe soy yo; pero de Historia, y de historiadores, en España se habla sin tener demasiada idea. Dice un comentador (todas las cursivas, desde aquí, son mías): «[La Armada] Fue sacrificada en Cuba y se mantuvo fiel a la legalidad republicana en el 36... quizá por ello los reivindicadores de lo militar la reivindican menos». Yo, sinceramente, no sé cuántas librerías especializadas en literatura militar habrá visitado este contertulio; no sé cuántos números de revistas militares o de Historia Militar habrá visto; pero, lo cierto, es que esa afirmación de que los reivindicadores de lo militar pasan de puntillas por la Armada como si no existiese, tiene menos base que el barcelonismo de Iker Casillas.

El desconocimiento básico de la Historia de España aflora en comentarios como éste, que justo es decirlo, ya se lleva un buen ramillete de cebollazos en la propìa página de Menéame: «Es increible que Andalucía haya olvidado que fue un imperio en la edad media mucho mas importante que el español. Es increible que Euskal Herria haya olvidado que fue una potencia cultural durante miles de años en toda europa. Ah eso no cuenta, que son de segunda vaya».

Supongo, pero sólo lo supongo, que el «imperio» andalusí al que se refiere el opinante es el califato musulmán que existió en España por aquellos tiempos. Se basaba, cierto, en el concepto de Al-Andalus; pero alguien debería explicarle a este ser que Al-Andalus y Andalucía son cosas distintas; vamos, que en los tiempos de Abderramán III, por poner un ejemplo, los que hoy se sienten andaluces no tenían sentimiento tal.

Por lo demás, eso de que los omeyas mandaron sobre un imperio más importante que el español, en fin, ni sumando todas las posesiones califales del mundo mundial (lo cual supone cagarse y mearse encima del hecho de que no obedecían a un mando común; especialmente en España, donde existió una cosita que se llamaba reinos de taifas) logra ser cierto.

Lo de Euskal Herria es más difícil de comprender aun, porque difícilmente Euskal Herria puede exhibir realidad alguna datable en miles de años, siendo como es un concepto desarrollado por Sabino Arana, que es un señor que todavía respiraba hace tres o cuatro pedetes. Y lo de la supremacia cultural de los vascones en Europa, es tan, tan, tan cierto, que hubo un tiempo, todo el mundo lo sabe, que en el continente, desde La Coruña hasta Moscú, todo el mundo hablaba vasco. De hecho, sólo una monumental conspiración francmasona puede explicar la Gran Mentira que se nos ha hecho creer en el sentido de que el segundo idioma que dominaba Marco Polo cuando hizo su famoso viaje era el francés, porque era la lingua franca del comercio internacional en aquella época. Lo que hablaba Polo era vasco y, de hecho, cuando llegó a la China, los mongoles le recibieron bailando un aurretxu.

Hay dos teorías para explicar comentario tan jugoso. Una, la menos mala, es que estas cosas las diga el comentante porque se las han contado en un bar, o las ha leído en el prólogo de un folleto. La otra, mucho más grave, es que se las haya contado su profesor de Historia en el colegio. Esta segunda nos llevaría a una conclusión curiosa: no se trata de que a los españoles no nos guste admirar nuestro pasado sino que, simplemente, hemos desplazado dicha admiración; ahora admiramos el pasado de nuestra Comunidad Autónoma y, para alimentar dicha admiración, somos capaces de inventarnos lo que sea.

De hecho, este comentario es jaleado por éste otro: «También es increible que Galicia olvidase que fue un reino muy importante, independiente del Reino de León, en la edad media... cosas de ser de segunda, como tu dices». Comentario en sí muy interesante, porque demuestra cómo, probablemente, actúa cierta Historia, o cierta enseñanza de la Historia, actualmente: apropiándose, por así decirlo, de cosas que pasaron en ciertos territorios. Esto es: si Galicia formó parte de una cierta unidad política (supongo, pero sólo lo supongo, que el posteador se refiere a los tiempos de lo que podríamos denominar, en palabras de hoy, el Estado suevo; pero su referencia a la Edad Media me deja un tanto pijarriba), entonces se concluye: a) que la idea de Galicia como unidad ya existía entonces; b) que fue la idea-motor de la dicha unidad estatal. Con un par.

Comentario igualmente impagable es el del contertulio que tercia: « Otra cosa es que sojuzgar a otros pueblos para expoliar sus recursos sea motivo de orgullo, como defiende este señor». Este pobre señor Delgado se refiere a la Historia naval de España en el siglo XIX; precisamente el siglo en el que todas las colonias españolas, casi sin faltar una, da la casualidad que se des-sojuzgaron. En Historia, confundir años es normal y desde luego perdonable. Pero confundir siglos...

Abundan, también, las intervenciones modelo «dónde vas, manzanas llevo» que, a mi modo de ver, están aflorando una actitud un tanto torpe, de quien quiere atacar la tesis central (los españoles deberíamos admirar nuestro pasado) pero no sabe cómo. Así, otro comentante nos dice: «Bastante tenemos con reivindicar una vivienda digna y un curro que no nos esclavice más de lo preceptivo». Reconozco que es un argumento novedoso: la razón principal para que alguien no conozca la Historia de su país reside en los metros cuadrados de su salón. Debería fijarse este comentante en el pequeño detalle de que, en este mundo en que vivimos, los pueblos que más saben sobre su Historia suelen ser los que menos tienen. Españoles que no saben quién fue Isabel de Castilla los hay a puñaos. Muchos más que kurdos que no saben quién fue Saladino.

Otro comentario del mismo tenor: «Más sorprendente es que en menos de unos pocos meses la gente se olvide de políticos que les han choriceado, puteado, y pisoteado y para más inri les vuelvan a votar, como para estar pensando en la armada». La gallina. Inasequible al desaliento, este comentante continúa: «Y es que en España se nos da muy bien por desgracia, olvidarnos de todo lo importante. Eso sí cosas como : el día, año y alineación de la selección española cuando ganó el Mundial , se la sabe más de media España». Talmente: conocer la personalidad y hazañas de Blas de Lezo es lo mismo que saberse que Juan Señor metió el gol definitivo en el España-Malta. Y olé.

Otrosí dicen los posteadores: «Sin querer renegar de la historia de nuestro país, ya va siendo hora de que seamos un poco conscientes de cual es nuestra situación actual, y nuestro papel en el panorama internacional». De nuevo, nos encontramos con una frase que abrocha dos cosas que no tienen nada que ver. Llevando esta teoría al extremo, en las escuelas españolas debería suspenderse la enseñanza de la Historia cada vez que España dejase de tener silla en el Consejo de Seguridad de la ONU, o perdiese una votación en el Consejo de Ministros de la Unión Europea.

Otra técnica típica de quien quiere criticar pero no sabe muy bien cómo, postura que como he dicho es muy normal cuando se habla de la Historia de España, es hacer juicios de intenciones de quien habla: « Yo no he "olvidado" eso de que España tuvo una gran armada pero no voy por ahí con camisetas con mensaje y cantando consignas con un megáfono [que hemos de entender que es lo que hace Delgado con sus declaraciones]. Es que me imagino al hombre este pensando cada vez que se cruza con alguien "mira, otro que se ha olvidado de que fuimos un imperio ultramarino». Ya. Puestos a imaginar, todos podemos imaginar cosas de todos.

El fondo de la cuestión, en todo caso, es prístimamente planteado por otro comentario. Éste: «Una cosa es conocer la historia, algo totalmente recomendable, y otra ensalzar las gestas y conquistas militares del siglo XIX. Aquí, afortunadamente, estamos vacunados contra esas tonterías que no llevan a ningún lado (bueno). Francamente, es una de las cosas que más aprecio de la cultura española, lo crítica que es con sus propios héroes añejos salvapatrias, ya que la crítica racional es la única que nos deja ver lo más parecido a la historia real, a lo que pasó realmente. Lo otro es autofelación y sólo lleva a mentiras y brazos en alto».

Entiendo que lo de los brazos en alto se refiere al franquismo; porque es práctica bastante habitual de todos aquellos que, como este comunicante, disfrutan de la «crítica racional» que se practica en España sobre su Historia que confundan todo régimen totalitario de derechas con el fascismo; lo cual es una gilipollez de libro, dicho sea de paso. Pero, bueno, en Historia lo importante no es conocer los hechos, sino ser suficientemente crítico con los propios héroes añejos salvapatrias. Lo que no sé es qué pensará este comunicante sobre la actitud que España debe de tener respecto de héroes de su Historia tales como Lluis Companys o Rafael Casanovas, por poner un par de ejemplitos.

Digo que en este mensaje está la raíz de la cuestión porque refleja, una vez más, lo extraña e increíblemente apegados que seguimos viviendo en España, casi 40 años después, al franquismo. El pilar maestro ideológico del franquismo, el falangismo, hizo del pasado de España, que calificaba de imperial y glorioso, uno de los leiv-motiv de su formulación. Así llegaron aquellas salidas de pata de banco en las que se calificaba a España de martillo de herejes, espada de Trento y no sé qué cosas más. Cuando Franco va y se muere, se supone que lo que hay que hacer, inteligentemente, es olvidarse de eso y construir con criterio propio. Pero eso, a lo que se ve, no es lo que hemos hecho. Lo único que hemos hecho ha sido continuar el franquismo, sólo que le hemos dado la vuelta: ahora lo que antes era bueno es malo y lo malo, bueno. Ahora resulta que, un suponer, Buenaventura Durruti, que era un asaltador de bancos que propugnó la creación de un régimen egalitario en Aragón en el que se repartieron más de tres y más de cuatro hostias, es un santo varón revolucionario. Y, sin embargo, un señor cartagenero que se atreva a decir que es intolerable que España no admire a sus marinos del siglo XIX es alguien que está alimentando «mentiras y brazos en alto». Un facha, vaya.

Nunca dejará de sorprenderme la medida en la que un viejo que se murió en 1975 sigue gobernando nuestras vidas y nuestra forma de pensar.

lunes, diciembre 26, 2011

Impuestos en España (hasta los Reyes Católicos)

Informo a la amable audiencia de este blog que el pasado sábado Papá Noël tuvo el detalle de dejar al lado de mi calcetín la última toma de Call of Duty. Por el dicho motivo, mi intensidad bloguera se verá resentida, porque la carne es débil y yo, al fin y al cabo, tengo que alimentar a esa parte de mí que todavía tiene doce años. No obstante, trataré de responder en fondo y forma al ritmo habitual de posts del blog. A ello, ya lo puedo anunciar, me va a ayudar Tiburcio el año que viene con un post de gran, gran calidad.

En fin, al torrao.

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Seguro que piensas que pagas muchos impuestos, y demasiado. Ni te culpo ni te desmiento. Algunos economistas dicen que el 9% del PIB marca el techo de lo que se puede llegar a cobrar en impuestos; pero, sea como sea, el Estado, cualquier Estado, se aplica siempre en alcanzar esa frontera en la medida de lo posible.

Este post no busca demostrarte que pagas muchos impuestos, ni pocos. Sólo pretende demostrarte que esto de pagar impuestos es tan antiguo como las sociedades mínimamente organizadas. En éste y en otros posts futuros, iré desarrollando las principales figuras fiscales de las que al menos yo tengo noticia para que te puedas ir dando cuenta de qué va la movida. O, más bien, de qué iba. Mejor dicho: de qué sigue yendo.

La historia de las naciones, como tal, es una historia impositiva. Si los Estados centralizados nacen y se reproducen, es por la necesidad de recaudar impuestos con eficiencia. Los impuestos están ahí para hacer fuertes a las naciones. Y, como Hispania ha sido una nación fuerte de tiempo atrás, de tiempo atrás está gravada con impuestos.

En la España romana, como es lógico, se cobrarían los mismos impuestos que gravaban al resto de la república o el imperio. Por lo tanto, hemos de entender que se cobraría la indicción, un impuesto sobre la renta de la propiedad rural; así como la superindicción, un impuesto especial recaudado en momentos de especial necesidad por parte del Estado (o sea, cuando había hostias). Para recaudar este impuesto, la propiedad rural era censada cada quince años.

Los agricultores pagaban la vigésima, o contribución del 5% de sus cultivos. Y era ésta una tasa fundamental para el funcionamiento de Roma, porque se pagaba en especie, y es, por lo tanto, la contribución que permitía la supervivencia de uno de los pilares de la civilización romana desde la Lex Frumentaria de los Gracos, merced a la cual el Estado facilitaba a los ciudadanos trigo a precio político. Medida ésta que fue la que alimentó durante siglos al lumpenproletariado romano, hacinado en barrios como la Subura, permitiendo con ello la pervivencia del régimen político hípercensitario, en el cual sólo eran políticos los patricios con pasta.

Romano es también el impuesto de sucesiones, del 5%, aunque dejó pronto de cobrarse a las sucesiones entre parientes cercanos, así como a las herencias medias y pequeñas. Existía el IVA en Roma, en forma de un impuesto del 1% sobre las ventas, así como una especie de IRPF: la capitación que, sin embargo, se aplicaba sólo a los hombres libres, los cuales la repartían, asimismo, entre los colonos que explotaban sus tierras.

Aquellos labradores que trabajaban tierras cedidas por el Estado pagaban el ager publicus: un décimo del grano cosechado y un quinto de la leña cortada. En lo que se refiere a cobros públicos ligados a los monopolios, el principal, en el caso de Roma, era el impuesto derivado por operar en el comercio de sal, establecido como de titularidad estatal.

Como podemos ver, los romanos, como civilización muy compleja, cobraban también un número elevado y complejo de impuestos. En España, la llegada de los godos dio un giro a esta situación, aunque sólo en parte porque, como es bien sabido, los reyes visigodos permitieron que los hispanorromanos mantuviesen su organización e instituciones, con lo que se creó una sociedad dual: por un lado, los antiguos hispanorromanos seguían pagando impuestos; y, por otro, los godos casi no pagaban nada, porque, al ser la corte visigoda pequeña y sencilla, no reclamaban los reyes demasiados ingresos. Los reyes godos, por lo tanto, vivían de los productos de las tierras que les habían tocado, de los impuestos pagados por los ciudadanos hispanorromanos, y de una pequeña contribución de sus pares, llamada eudo. El Fuero Juzgo prohíbe que romano pueda vender tierras a godo, en una medida que, claramente, está buscando evitar que la producción agrícola que está pagando impuestos deje de hacerlo.

Existían algunos impuestos ligados a la situación de cada momento, como las angarias y los bagages, pero los sucesivos concilios de Toledo se preocuparon mucho de que los obispos refrenasen su imposición (probablemente, como medida anticorrupción).

Esta estructura permanece básicamente inalterada hasta que estos godos originales, convertidos en reyes cristianos de la Reconquista, comienzan a gobernar sobre un terreno cada vez mayor, lo que les obliga a realizar crecientes exacciones fiscales para poder financiarse. Así pues, los tiempos de la primera reconquista generan una muy variada casuística fiscal.

Empecemos por la justicia, por la cual el rey se hacía dueño de multas impuestas a los súbditos por causas diversas.

La moneda o señoreage, que era un impuesto que cobraba la corona por acuñar moneda.

La fonsadera era un impuesto pagado por aquéllos a los que el rey concedía tierras en las zonas reconquistadas y que, al ser llamados a guerrear con él, preferían no ir y equilibrar su obligación en metálico.

Tampoco podemos dejar de citar los yantares, que eran servicios y pagos que tenían que hacer los pueblos de la zona donde se encontrase el rey y/o su familia (piénsese que entonces la Corte era poco menos que nómada) para mantenerlo. Esta contribución debió dar para protestas bastante ruidosas, porque Juan II de Castilla retiró a la reina y al príncipe el derecho a reclamar yantar por su cuenta y, al tiempo, eximió a los pueblos de menos de 100 habitantes de pagarla. Los yantares estuvieron en vigor hasta que las Cortes de Castilla establecieron un estipendio anual fijo para la Casa Real.

Según el Fuero de León, aquellos taberneros que hubieran de servir al rey, por encontrarse éste en su ámbito de residencia, le tenían que pagar seis dineros por día, a cambio de lo cual, durante el tiempo de servicio, el rey les mantenía, tanto a ellos como a sus asnos; los panaderos habían de pagar una pieza de plata cada semana, y los carniceros venían obligados a satisfacer un convite para todo el Concejo de la población; el fuero 37, por último, establece la obligación de toda mujer de amasar pan para el Rey, aunque exime a las féminas que no sean siervas. Eso sí, de amasar pan o amasar otras cosas para Urdangarín, no dice nada.

El rey se hacía dueño, asimismo, de los bienes de los condenados a muerte, salvo en algunas poblaciones que, como Córdoba, tenían fuero para conservarlos. Este derecho fiscal era una fuente de corrupción en sí misma; por ejemplo, no pocos historiadores consideran que Isabel de Castilla, a la hora de impartir justicia, solía tener cierta tendencia a apiolarse a acusados que tuviesen pasta, porque de esa manera financiaba las campañas de reconquista de su marido.

La martiniega era un impuesto que se cargaba sobre las tierras entregadas por la corona con dicho gravamen (una especie, por lo tanto, de ager publicus, que muchos nobles no habían dejado de cobrar en los tiempos feudales). Su nombre deriva de que su tasa era 12 maravedíes por cada plebeyo residente en el dicho terreno el día de San Martín. Asimismo, la marzadga era un impuesto satisfecho por los explotadores de las behetrías a sus señores; pago que se realizaba en marzo, de ahí el nombre.

También existía, en aquellos tiempos tardomedievales, un complejo sistema de impuestos de sucesión. La mañería era un impuesto que se pagaba por los que morían sin sucesión, incluidos los clérigos y frailes; consistía, simplemente, en que los bienes del mañero fallecido pasasen a manos de la corona, o del señor de las tierras donde residiese. Por mor de la aubana, albana o albinagio, el rey se quedaba con los bienes de un extranjero que falleciese en Castilla sin haberse naturalizado castellano o, aun habiéndolo hecho, no testase a favor de un castellano o extranjero naturalizado; este derecho, por cierto, existía en casi toda Europa, y en Francia no fue abolido hasta la Revolución Francesa.

Los moros residentes en Castilla satisfacían la morería, así como la aljama o judería los judíos. La base imponible de dicho impuesto era la protección prestada por el rey a estos ciudadanos, aunque, la verdad, mucho, mucho, no los protegía. Moros y judíos pagaban, asimismo, la alfarda, alfardón o lafardilla, que se les imponía por permitirles el rey vivir en sus tierras. Los moros, asimismo, pagaban los llamados diezmos morunos, de los cuales el principal era el alfarafe.

La almocatracía gravaba la producción textil lanera, motivo por el cual los vestidos debían llevar el correspondiente sello (como hoy en día las cajetillas de tabaco, por ejemplo).

Por supuesto, cuando se habla de la recaudación impositiva en los tiempos tardomedievales, no se pueden olvidar los montazgos, pontazgos o portazgos, todos ellos impuestos por el tráfico aduanero entre provincias, ciudades y aun pueblos.

Todos los citados eran los impuestos regulares, sobre los cuales los reyes castellanos podían pedir ayudas o pedidos de carácter extraordinario; o la moneda forera, un pecho quinquenal que cobraba el rey sobre sus tierras.

Las necesidades crecientes de los reyes de la Reconquista les obligaron a sumar diversos impuestos. Así, en el siglo XIII nacen los derechos de cancillerías, especie de tasas cobradas sobre actos de la Administración (gracias, títulos, nombramientos…)

De tiempo muy antiguo, además, se cobraran en la Castilla cristiana los diezmos, tal y como prescribe la Iglesia. Durante mucho tiempo, Corona e Iglesia se repartieron este impuesto, hasta que el concilio lateranense prescribió la naturaleza plenamente eclesial de este impuesto. A partir de ese momento, los reyes españoles iniciaron un lobby superpresionante sobre Roma para que se aceptase una participación de la corona en estos dineros, que suponían una recaudación muy regular, dado que nadie o casi nadie osaba no pagarla y enfrentarse a los fuegos del Infierno. Finalmente, el papa Alejandro II reconoció que dos novenas partes del diezmo debieran corresponder a la corona, momento a partir del cual esta exacción comenzó a conocerse como tercia real.

Con todo, en esos tiempos es cuando nace quizá el impuesto más importante de la Historia fiscal española: la alcabala. Era la alcabala el IVA tardomedieval, y gravaba un porcentaje sobre las ventas producidas. Es bastante claro que el origen de la alcabala es está ya en Roma pero, en lo que a León y Castilla se refiere, se puede decir que nace formalmente en 1342, año en el que las Cortes le conceden su recaudación a Alfonso XI para que así pueda financiar el sitio y toma de Algeciras.

En 1393 la alcabala pierde su carácter coyuntural pues, en la declaración de mayoría de edad de Enrique III por las Cortes de Madrid, éstas declaran: «El reyno vos otorga alcabala veintena, que son tres miajas al maravedí é mas seis monedas por este año, é face cuenta que montara la alcabala veintena doce cuentos é mas las rentas vuestras viejas, que son foreras é salinas, é diezmos de mar e tierra, é juderias, é morerias, é montazgos, é portazgos, é algunos pechos tales, siete cuentos, é tienen que es asaz». Al declarar las Cortes, pues que el reino consideraba «que es asaz» la recaudación de las rentas del rey más la alcabala, venía a integrar dicho impuesto dentro de los de recaudación continuada. Y hasta hoy.

Las Cortes de Burgos que concedieron alcabala a Alfonso XI la establecieron en el 5%. Los Reyes Católicos la subieron al 10%. En 1539, las Cortes de Madrid la llevaron a su primer tipo de nuevo. No sé por qué motivo y medio, a finales del siglo XVIII era del 14%, y fue reducida a la mitad, y al 4% cuatro años más tarde.

¿Más impuestos? Pues sí. Cada vez que un rey castellano se casaba, los vecinos de la nación pagaban 150 millones de maravedíes, impuesto denominado chapín de la Reina. Asimismo, el alesor, impuesto que se pagaba al propietario de un terreno en el que se levantaba un edificio, se satisfacía a favor del Estado (o sea, el rey) cuando el edificio se construía sobre tierra recuperada a los moros.

La maquila, que era la porción de grano que el molinero tomaba por sus servicios, también sirvió de base para crear una proporción de lo producido para el rey (maquila del Rey, pues).

Las leyes leonesas, asimismo, establecían una contribución anual de los viticultores al rey, consistente en «tres buenos cueros con sus arretas de sebo».

Los censos, que yo interpreto algo así como exacciones sobre la propiedad, eran de muchos tipos: silvático (sobre los bosques), montático (montes), pascuario (pastos), annonario (sobre las tierras de pan llevar, o sea cerealeras); censos paráticos, mansionáticos, también llamados fredas, paradas o albergas, satisfechos por los posaderos. Censos estáticos o estaciones (pagados por los tenderos). Así como el censo portático, también conocido como carrigamiento o tragina, que era una exacción pagada en aduana de acuerdo con la carga llevada.

Puesto que el censo pudiera ser pagado por el arriero, el carretero o un peón, tenía distintos nombres: respectivamente, tasca, censo rotático o pedaje. Cito esto porque entiendo que es de la última acepción, es decir de la tragina pagada por un peón, de donde viene el término peaje.

Y, bueno, preparar los bolsillos, que otro día los iré rascando. Especialmente, atentos los zaragozanos, valencianos y catalanes, que a la próxima iremos, seguramente, con el reino de Aragón.