sábado, agosto 14, 2010

Folletín de verano (16)

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Carlos Luján regresó a casa. Para no preocupar a Laura, que sabía bien que no tenía turno aquel 13 de diciembre de 1956 y, seguramente, le había esperado para cenar. Su mujer había aprendido a hacer sopa de cena, un plato complementario entre marido y mujer (a ella le gustaba caldosa, a él más bien espesa) y, sobre todo, fácil de recalentar. Tenía asumidos los retrasos de él, a base de haberlos sufrido; pero Luján sabía que todo tenía un límite. Temía, de hecho, que finalmente Laura hiciese lo que ya había hecho un par de veces: extrañada por la tardanza, llamar a la comisaría. Allí era bien conocida, como las esposas de todos, y por eso la habrían informado de que su marido se había marchado tiempo ha y no tenía ninguna gestión que hacer. Si eso ocurría, ¿qué le podría decir? Llego tan tarde porque estaba en El Pardo, con Franco. Incluso al propio Luján, esa hipótesis, que él sabía cierta, le sonó tan imposible como le habría sonado un par de horas antes. Poco después de llegar a Madrid, a la altura de la plaza de España, Rebollo se bajó del coche y le dejó sólo. Él le pidió al chófer que se diese prisa. El chófer voló por un Madrid que Carlos Luján no podía ver. El frío se filtraba por esos vidrios blancos opacos. Había caído el manto de la noche invernal, y el silencio.


Subió los tres pisos de la casa tomando los escalones de tres en tres. Llegó sudoroso y sin resuello. Aún no había girado la llave cuando la puerta se abrió desde dentro. Laura lo miraba con expresión preocupada.


-Carlos, Carlos… ¡te he oído jadear! ¿Pasa algo?


Carlos Luján trató de sonreír.


-Qué va… llegaba…tarde…y…


-Anda, anda, anda Laura disfrutaba usando con su marido ese tono, como de adulto que le habla a un niño pequeño-. Que ya no eres un chico. Hala, dame esto y ponte cómodo.


Suavemente, su mujer fue a quitarle las tres carpetas que llevaba. Higinio Longares. Julio Cendoya.


Lucía Odriozola.


-¡No!


Laura se petrificó. Como una estatua, permaneció frente a él, con medio gesto de su mano por hacer, la boca entreabierta, los ojos intensos. Carlos boqueó.


-No toques… no toques esos papeles.


-Carlos, sé que no debo mirar tus cosas.


-No es eso, no es… Pero es que… no los toques, sólo eso.


Lo que Laura pensó se lo guardó. Le franqueó la entrada a su marido, esperó detrás de él, le ayudó a quitarse la gabardina y, tras colgarla, se fue en silencio a la cocina, a calentar la sopa. Carlos avanzó por el pasillo hasta el salón y se quedó en medio, de pie, como si no supiera que hacer.


-¡Cámbiate de ropa! oyó gritar a su mujer, desde la otra punta de la casa.


Entró en el dormitorio sin salir al pasillo, por la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Abrió el armario y buscó en el tercer cajón un pijama limpio. Era jueves, y él sabía bien que los jueves era día de colada. Su pijama no estaría bajo la almohada.


El cajón de los pijamas era su reino particular. Por alguna razón, el ebanista que había construido el viejo armario para el anciano matrimonio que había vivido en esa casa antes que ellos la comprasen lo había dividido en dos partes asimétricas: una, considerablemente ancha, donde Laura guardaba la ropa de noche de Luján, los pijamas y las batas, cuidadosamente plegadas en el perfecto planchado. Y otra, del ancho apenas de la palma de una mano, un espacio que por su estrechez carecía de utilidad para el ama de casa, por lo que había acabado por ser un pequeño cofre de los tesoros personales de su marido. Allí reposaban, junto a un par de pastillas de naftalina de las muchas que le daban al interior del mueble ese olor tan característico, una pipa con la que Luján empezó a fumar, en sus primeros años de vida adulta, algunos daguerrotipos familiares, una pequeña medalla que le habían concedido durante su periodo de formación, y otras tonterías. Inclinándose para encontrar el pijama, Luján pensó, fugazmente: nadie que no sea yo pone jamás la mano ahí. ¿A quién pueden interesarle mis recuerdos? Pensó eso, y pensó otra cosa. Sintió un pinchazo en el estómago. Se dijo: así se anuncia el peligro. Porque sabía que lo que iba a hacer era peligroso. Y, sin embargo, no vaciló. Sacó el pijama del cajón, lo dejó sobre la cama, allí al lado, dejó también los expedientes, apartó dos de ellos, tomó el de Lucía Odriozola, lo abrió y sacó el pequeño fajo de papeles unidos con una especie de pinza que había dentro. Con cuidado, agarró una pequeña tarjeta, prendida con la pinza al resto de la documentación, y tiró suavemente hasta que la liberó. Luego se volvió, dio tres pasos hacia el secreter del mismo dormitorio, buscó en un cajoncito, sacó un sobre de tarjetas más o menos del mismo tamaño, y metió dentro la que acababa de arrancar. Una vez hecho esto, regresó al armario y dejó la tarjeta en su parte del cajón, junto al resto de sus cosas.


El día de Nochebuena, por la mañana, había poca luz en la Brigada. Además de la Nochebuena, era uno más de los varios días de cielo plomizo que confundían la primera mañana con la última tarde y que habían traído una lluvia gélida que parecía siempre querer colarse por las gabardinas hacia la nuca del paseante. La jornada era medio festiva; los policías hacían turno normal, pero sólo hasta las tres.


Desde el día 13, o sea desde su entrevista con Franco, a Carlos Luján le daba la impresión de que todo el mundo sabía lo que había pasado. En realidad, no había casi cambios en su vida, salvo la actitud del comisario Antúnez, la cual, tal y como Rebollo había imaginado (o tal vez ordenado) era algo más correcta y distante que antaño, pero sin dejar traslucir, sobre todo ante terceros, que sabía lo que evidentemente sabía. Luján, en cambio, pensaba que forzosamente Antúnez había tenido que irse de la lengua. Iglesias, el Gordo Iglesias, ese panzudo policía amigo de las bromas pesadas que le dio su bautismo de fuego el primer día de servicio, había dejado de hacerle bromas. Aunque Luján iba ganando en importancia y la carrera de Iglesias estaba a todas luces estancada, probablemente por su propio deseo, el Gordo nunca había dejado de tratarlo como un recién llegado, y le gustaba pincharle. Pero hacía más de diez días de su entrevista y en todo ese tiempo no le había dirigido la palabra. Luján tenía la sensación de que nunca volverían a hablar. Para cuando el corazón de Iglesias reventó, ya empezados los sesenta, las oportunidades de Luján de trabar conversación con él eran nulas; pero, la verdad, mientras siguieron siendo compañeros no las aprovecharon.


Consciente de estar un poco paranoico tras una vivencia como la que había tenido, Luján resolvió aquellos primeros días arrimándose a Azpíriz. Los primeros tiempos compartidos en el viejo Infierno habían construido entre ambos cierta corriente de solidaridad, una suerte de querencia que había hecho que, no pocas veces y casi por casualidad, ambos policías hubieran terminado por trabajar juntos. Ésas son cosas, en todo caso, que los jefes, quienes elaboran los equipos, saben y perciben; puesto que se llevaban bien, se compenetraban, era lógico que los emparejasen en las investigaciones. Azpíriz era de un pequeño pueblo de Navarra, casi en la raya de Francia, y tenía, él mismo lo decía, cierta mentalidad de pastor. Hablar poco y fijarse mucho, solía decir. En aquellos días fue el compañero ideal para Luján. El inspector no tenía ningunas ganas de contar nada y Azpíriz no hizo el menor ademán de intentar conocer las razones del trato ligeramente adusto de que fue objeto.


La mañana de Nochebuena, el teléfono sonó en la mesa de Carlos Luján.


-Luján.


-Hola, soy Rebollo.


-Ah, hola… -Luján trató de afectar cierta indiferencia.


-Te llamo porque creo que ya ha pasado cierto tiempo, er, para poder estudiar la documentación. Así que podríamos hablar sobre cómo vamos a seguir adelante.


-Estupendo contestó Luján-. Dime dónde y cuándo.


-Ahora y aquí contestó Rebollo.


-¿Ahora? ¿Por, quiero decir, por teléfono?


Un breve silencio.


-¿Qué problema le ves?


Luján no supo qué responder. No sabía qué problema le veía. Eso sí, le veía un problema.


-Como quieras acabó por decir-. En efecto, he estudiado toda la documentación. Todos los papeles.


-Ajá.


-En realidad, he redactado un pequeño informe para cada carpeta. Quizá quieras echarle un vistazo.


-Será útil, sí.


El silencio en la línea le dijo que, en cualquier caso, esos informes no iban a sustituir a la conversación telefónica. Luján suspiró. Muy profundo. Recordó una frase que siempre decía su padre: primero el deber, después el placer. Si hay un momento para asumir riesgos, éste siempre es mejor que el siguiente.


-¿Empezamos por Odriozola?


-Ajá.


En los dos escasos segundos de silencio que tuvo, Carlos Luján desarmó lo que pudo los tonos de ese «Ajá». No encontró nada sospechoso.


-La documentación de la carpeta es bastante inconcluyente.


-¿Inconcluyente?


-Bueno, quiero decir… es ineficiente. No aporta gran cosa a lo que ya sabíamos.


Un silencio algo más largo de lo normal. Y espeso.


-Estoy de acuerdo terminó por decir Rebollo.


Luján se sintió mucho mejor.


-Quien ha recopilado esta documentación no ha encontrado nada demasiado nuevo. De hecho, casi todo procede de sus declaraciones en el 48. Natural de Valladolid, vale, en Madrid desde la infancia. Los padres, porteros de una finca. Los dos trágicamente muertos en un incendio cuando ella tenía 20 años, en el 38. Mala cosa, sin oficio ni beneficio. Se mete puta. Mala puta, no muy buena. Pero consigue malvivir sin ser detenida. Una vida más sin importancia, de no haber llegado nosotros en el 48 a registrar la casa de su vecino Anselmo.


-¿Y la tarjeta?


La voz de Rebollo sonó como la voz de alguien que pregunta por algo insulso. Sin embargo, a Carlos Luján un ejército de ratas minúsculas le subió por el espinazo.


-¿La… qué?


-La tarjeta se explicó Rebollo, hablando despacio-. No me digas que no has reparado en ella.


Carlos Luján tragó saliva.


-Joder, sí, la tarjeta… Perdona, Rebollo, pero es que de verdad la había olvidado.


-Marrón, con anotaciones a mano -salmodió Rebollo, al otro lado de la línea-. Está escrito: «La Aromática, Chamartín de las Rosas».


Luján se dijo: me está demostrando que lo recuerda. Me está demostrando que él sí que se ha fijado. Con la mano libre que no sostenía el teléfono, Luján se secó el abundante sudor de la frente.


-Sí… la había olvidado, claro, porque es que… yo…. No es nada, Rebollo.


Silencio. La mañana detenida. La vida detenida.


Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España: «Luján, no me defraude».


-¿Estás seguro?


Hay un punto hasta placentero, se dijo Luján. Se llama punto sin retorno.


-Seguro respondió, sin vacilación-. En Chamartín de las Rosas hubo, según he comprobado, una floristería que se llamó así.


Dios Todopoderoso, si es que existes: que no me pregunte la dirección.


-Obviamente, en esa tarjeta apuntaría Lucía Odriozola el nombre de la tienda, porque compraría algo en ella. La apuntó por si se presentaba otra ocasión.


-Chamartín no es tan grande como para no ser capaz de recordar dónde está una tienda.


-Pues se la darían como referencia del establecimiento, y la conservó.


-La letra de la tarjeta es la letra de la propia Lucía Odriozola, me parece a mí.


Los músculos del pecho de Carlos Luján se anudaron alrededor de su esternón, con la clara intención de romperlo. Sintió lágrimas embalsándose sobre sus ojeras. ¡Me cago en Dios, estoy tratando de engañar a Rebollo! ¡Le estoy mintiendo a Franco!


Ha fusilado. Y fusilará otra vez, si es preciso.


El resto de su vida, Carlos Luján se lo pasaría preguntándose de dónde sacó fuerzas aquella mañana para reírse.


-¡Joder, Rebollo! ¡No le busques tres pies al gato! Apuntaría el nombre de la tienda para recordárselo a alguien, sólo que luego no le dio la tarjeta.


-Y la guardó.


-… o simplemente la perdió. ¿O es que vas a decirme que todo lo que tienes en los cajones de tu casa son cosas que has querido guardar?


Nuevo silencio. Más largo que ninguno. Luego, una voz casi distante.


-Otro día seguimos. Adiós.


Tras el click de la línea, las preguntas. ¿Es cierto que se quedó sin tiempo? ¿Tuvo Rebollo que cortar la conversación inesperadamente? ¿Quizá sólo quería hablar de Lucía Odriozola, de la tarjeta que él había escondido, días antes, en su propio armario ropero?


Carlos Luján reparó en que uno de sus zapatos se le había desatado. Se agachó, sentado como estaba.


Sus manos temblorosas no le permitieron ni siquiera agarrar los cordones.


Fueran como fueran las cosas, el teléfono estaba colgado y la conversación, evacuada. Carlos Luján, sin haber tomado propiamente una decisión al respecto, había resuelto tomar un camino, y ese camino ya no tenía vuelta atrás. Todo lo que ocurriese, a partir de ese momento, pasaba por negar ante Rebollo, cuantas veces hiciera falta, la importancia de la tarjeta y, por supuesto, el hecho de que Luján la hubiese separado del resto de la documentación y la hubiese guardado en su propio armario, para conseguir con ello que, si otros ojos se posaban alguna vez sobre el caso Anselmo López, no encontrasen ese hilo del que tirar.


Era importante dar la sensación de normalidad. Para ello, Luján pensó que lo más lógico sería seguir las indicaciones que habían quedado claras en la conversación telefónica con Rebollo, esto es, enviarle los pequeños informes que había elaborado sobre la documentación recibida. Así que los dejó esa misma mañana metidos en un sobre en una bandeja que tenía en el extremo izquierdo de su mesa, donde eran recogidos para su distribución. El sobre iba dirigido al comisario, que era quien sabía cómo hacérselo llegar a Rebollo. En realidad, el comisario estaba sólo unas mesas más allá, pero Luján prefirió, para esa gestión, una actitud más distante.


Antes de encerrar los papeles en el sobre, los leyó de nuevo.


El primer informe:


CONFIDENCIAL. Julio Cendoya. Información acopiada. Diciembre de 1956


Julio Cendoya Menchén. Alias El Choto. Según documentación que obra en el legajo, Nacido en La Abubilla, Salamanca, el 13 de febrero de 1913, tal y como reza el correspondiente asiento parroquial aportado con ocasión de su alistamiento. Según declaración jurada que se adjunta, en 1936 se trasladó a Madrid para buscar trabajo, ciudad donde pasó la guerra evitando las levas. En 1940, ingresa en FET de las JONS y en 1941 responde voluntariamente al reclutamiento para la División Azul, sin que se le aprecien actividades dignas de mención en ese ínterin.


Su aceptación en el reclutamiento no estuvo exenta de problemas. El expediente es parcial, probablemente porque la documentación relacionada con el mismo ha desaparecido o está en algún legajo administrativo que los autores de este informe no han llegado a encontrar. Pero lo que sí dice su documentación es que dicho alistamiento se produce tras la lectura de un informe médico, signo éste que nos indica que Cendoya tenía algún tipo de problema de salud que hizo pensar a los cuadros médicos del reclutamiento que era inútil para el servicio. No obstante, dicha dolencia se desconoce, por no obrar en el expediente el certificado médico al que alude la leva.


Según testimonio del cabo Herminio Pozas y del soldado Julio Abrantes, Julio Cendoya murió en el curso de la acción suicida del Lago Ilmen, al sur de Novgorod, mostrando desprecio por la muerte y tras realizar esfuerzos por salvar la vida de sus compañeros, esfuerzos culminados con el máximo sacrificio, la muerte; motivo por el cual fue condecorado por el Ejército alemán…


CONFIDENCIAL: Higinio Longares Corrochano. Información acopiada. Diciembre, 1956


Nacido el 21 de noviembre de 1908 en Seseña, Toledo, según testimonios de terceros que así se lo habían oído referir. El 21 de julio de 1948, apareció de madrugada en la calzada bajo el Viaducto, en lo que según todas las trazas fue un suicidio. Entre sus ropas se encontró un papel con el lema In Bello Amicitia escrito; el mismo lema del anillo que portaba Anselmo López cuando se encontró su cadáver. Asimismo, se le encontraron manchas de vino y varios cristales, de donde se concluyó que, en el momento de lanzarse al vacío, llevaba una botella de vino consigo.


Carlos Luján seguía leyendo su propio informe. Lo que leyó ahora le demostró, al igual que ya lo había hecho cuando lo escribió, que si bien él había dejado el caso López la misma noche que Longares apareció, Rebollo había continuado. Las pesquisas llevaban su sello.


Dicha botella estaba envuelta en papel de periódico, cuyos trozos también aparecieron con el cadáver. Al observar la policía que los papeles se correspondían con una edición, bastante atrasada para la fecha del óbito, de El Pensamiento Navarro, resolvieron realizar algunas averiguaciones sobre esa pista. En las pensiones del centro de Madrid, las más cercanas para un suicida que escogiese el Viaducto, se acabó dando con una, la Pensión Natalia, regentada por el matrimonio formado por Aurelio y Etelvina Barandiain, ambos naturales de Estella, Navarra. Los dos reconocieron a Higinio Longares y condujeron a los testigos que pudieron dar razón de él.


Ambos patronos se sintieron compungidos por la muerte Longares, aunque no extrañados. Según su relato, el fallecido venía comportándose en las últimas semanas de una forma extraña. Ellos pensaban que tenía una depresión o algo parecido. Había descuidado su aspecto, dejando crecer el pelo y la barba, y se había vuelto huraño. Aunque los testigos no pudieron asegurar que bebiese, tampoco lo negaron; quizá les había hecho pensar eso que Longares había mostrado durante toda su estancia notable afición y habilidad para el dibujo, práctica que sin embargo había abandonado en los últimos tiempos. El matrimonio pensaba que Longares tal vez se había quedado sin trabajo, aunque, puesto que pagaba la pensión con relativa puntualidad, no hicieron más averiguaciones. Hasta donde ellos sabían, la profesión de Longares era camarero. Como siempre había sido reservado respecto de su vida, ellos sabían que había estado empleado en varios bares y restaurantes, el último de ellos al parecer bastante grande e importante; nunca, sin embargo, facilitó el nombre.


Las pesquisas policiales en una serie de restaurantes escogidos no dieron resultado alguno.


El inspector Carlos Luján levantó la vista de sus propios informes. Media mañana y, sin embargo, la oficina seguía sumida en esa luz equívoca de las primeras horas. Madrid, Nochebuena del 56; aire triste y bastante frío. Su mirada se cruzó con la de Azpíriz.


-Tienes el aspecto de alguien que tiene problemas le dijo el navarro, mientras parpadeaba varias veces.


Luján sonrió. Así era Azpíriz. Era su forma de preguntar si podía ayudar en algo.


-¿Qué tal te manejas con la medicina?


Azpíriz se encogió de hombros.


-Como en el mus: con mucho miedo.


Luján rió. Definitivamente, le gustaba Azpíriz. Además de tener esa calidad propia del compañero de viaje, del parroquiano generacional, se daba cuenta de que, una vez que se lograba penetrar la fachada de laconismo norteño del policía aún candidato al ascenso a inspector, se encontraba un sentido del humor muy sutil y, sobre todo, mercancía que en aquellos momentos Carlos Luján valoraba mucho, un elevado sentido del compañerismo.


-Trato de averiguar algo que supongo tendrá que ver con algún tipo de enfermedad.


-Entonces, pregunta por ahí Azpíriz hizo un gesto de la barbilla que quería abarcar todas las mesas de la oficina-. Aquí, todos somos unos enfermos.


Con el tiempo, Luján había terminado por acostumbrarse al humor de Azpíriz, y ya no le provocaba prevención. El subinspector tenía la curiosa manía de hacer a sus propios compañeros, a la Policía, de blanco de sus chanzas, lo cual era, sobre todo al principio, incómodo. Como todas las personas lacónicas, Azpíriz tenía esa rara habilidad de dejar en su interlocutor la duda de si una frase había sido pronunciada en serio o en broma. Así pues, nunca estaba claro si lo que decía era una crítica real o simulada. Todo aquello formaba parte, pensaba Luján, del complejo montaje que el subinspector había levantado a su alrededor para que nadie supiese, en realidad, lo que pensaba. Pero hacía su trabajo y, además, no sabía decir una palabra de más.


-Necesitaré algo más que eso le contesté-. ¿Podrías encargarte tú? Ya sabes, preguntar a los médicos.


-¿De qué tipo, el médico?


-Uno concreto. Sólo que no tengo ni puta idea de quién es, ni de dónde encontrarlo.


-Un médico especializado en ni puta idea Azpíriz tomó notas, con toda seriedad-. Hecho. ¿Me dirás para qué?


Siempre igual. Frases medio en serio, medio en broma. Y esa actitud de no dar hilo sin puntada. Pero Azpíriz era lo mejor que Luján tenía a su alrededor.


-Julio Cendoya susurró.


Azpiriz miró al techo, unos segundos, antes de hablar.


-Supongo que ahora tengo que hacer como que no me acuerdo de que un tal Cendoya era parte de la investigación que hicimos en el 50 sobre aquel tipo de la División Azul que apareció muerto y sin manos.


-En el 48 corrigió Luján y, al instante, Azpíriz hizo un rictus sarcástico.


-Joder, Luján. Es la trampa más vieja del mundo.


Luján suspiró, y asintió con la cabeza.


-Ya no te escapas. ¿Para qué coño estás investigando al muerto ése? Y, ¿qué pasa? ¿Enfermó en Rusia? De hecho, ¿es posible ir a Rusia y no enfermar?


-Te he dicho que a quien investigo es al Choto aquél... el tal Cendoya.


Azpíriz entornó los ojos. Joder, se dijo Luján observando ese gesto inquisitivo; este tipo ha nacido para policía.


-Era… otro divisionario ¿no?


-Ajá Luján no encontró motivos para circunloquios ni falsas pistas-. Un tipo muy radical, ya sabes.


-¿Ya sé? ¿Es que yo soy muy radical?


Yo qué coño sé lo que eres, pensó Luján mientras sonreía ante lo que decidió que era una broma.


-Un tipo muy radical. Falange por encima de todo. Estado sindical. Esas cosas. Franco me vale mientras me vale y, si no, lo aparto.


-Un tipo con futuro sentenció Azpíriz.


Luján no supo si sonreír o no.


-Ése es el tipo que estaba enfermo de vete a saber tú qué cojones.


-¿Y le dejaron ir a la guerra?


-¡Joder, Azpíriz! ¡Eso es lo que quiero que tú averigües!


Luján tendió, de mesa a mesa, los papeles con el informe que había redactado sobre la documentación recibida de Franco.


-Aquí tienes los datos. Verás que el reclutamiento definitivo cita un informe médico con conclusión de utilidad. Supongo que te basta para tirar del hilo. Pero devuélvemelos, que los tengo que remitir.


Azpíriz agarró los papeles, los repasó en silencio. Luego entornó los ojos de nuevo.


-Y no debo preguntar por qué has reabierto un caso de hace ocho años dijo.


-Eso es.


-Sólo debo preguntar de qué estaba enfermo este tipo.


-Lo has entendido muy bien.


-Así pues continuó Azpíriz, muy tranquilo- en el supuesto de que yo tuviese familia en Madrid, y en el supuesto de que dentro de esta familia tuviese, digamos, un tío; y en el supuesto de que ese tío mío fuese de Falange y que yo le hubiese escuchado más de mil veces juntar las palabras Franco y traidor; en el supuesto de que todo esto fuese verdad, tú no necesitas que averigüe, discretamente, si ese tío mío tan radical sabe algo de otro falangista radical llamado Cendoya, que murió en Rusia. Porque tú, todo lo que quieres saber es de qué cojones estaba enfermo el tal Cendoya.


Luján le sostuvo la mirada. Azpíriz tenía los ojos fríos, como la habitación; y equívocos, como la luz. Se limitó a dejar escapar un suspiro y una sonrisa, levantarse y, cogiendo su sombrero, decirle a su compañero.


-Tengo una cita. Suerte con tu gestión. En su lugar, descanse.

viernes, agosto 13, 2010

Folletín de verano (15)










Carlos Luján se preguntaría, no pocas veces durante los más de cuarenta años que le quedaban de vida, de dónde sacó fuerzas, en aquel momento, para dar los cinco o seis pasos que tenía que dar sin aturullarse, plantarse delante de su Caudillo, y saludarle. Lo que sí consiguió recordar siempre es la duda que le corroyó durante ese espacio de tiempo en el que se estaba acercando. Se preguntaba si sería propio, al llegar a la altura de Franco, taconear y levantar el brazo. Así había aprendido que se saluda al Jefe. Pero en 1956, cualquier falangista medianamente bien informado, y Luján lo estaba por encima de la media, alcanzaba a saber que el saludo fascista no era algo que Franco esperase necesariamente de su gente. Tomó una decisión rápida y, al llegar delante de Franco, simplemente repitió el gesto de Rebollo: se puso firmes (aunque hizo más ruido con el taconeo) e inclinó la cabeza, en señal de respeto, con un gesto seco.


-¡Mi general! se oyó decir.


Franco lo miraba de abajo a arriba (Luján le sacaba algo más de una cabeza), con los ojos levemente entornados, y con un gesto en el rostro indefinido pero, o así se lo pareció a Luján, cargado de violencia. El Caudillo miraba con ojos fríos y esa frialdad impregnaba todo su rostro. Así pues, allí delante, escrutándolo, un interlocutor podía pensar que estaba cansado, enfadado o delante de alguien por quien profesase un odio especial; no había más interpretaciones posibles. Luján, para darse ánimos, escogió la primera.


Franco le tendió la mano derecha. Luján, tras una vacilación que quizá el Generalísimo no apreció, se la estrechó. Estrechó una mano más caliente que fría, fofa. Franco no hizo el menor esfuerzo por apretar la de Luján.


Franco miró tras de su hombro izquierdo, y luego a Luján.


-Siéntese ahí le dijo-. En el sillón de enfrente.


En efecto. A la derecha de la mesa, donde era imposible despachar nada porque estaba llena de papeles, había un conjunto de dos sillones y un sofá, arrimados al ventanal. Los dos sillones estaban enfrentados uno con otro. A todas luces, allí era donde Franco despachaba. Él, sentado en un sillón, y su interlocutor, sentado en el de enfrente.


Nada más dar el primer paso, Luján sintió un pinchazo en el estómago.


Franco se sentaba en uno de los sillones. Pero, ¿en cuál?


Esa duda lo paralizó. Se detuvo. Franco siguió andando. Al llegar a los sillones, el Caudillo lo miró. Sus ojos helados parecieron titilar, quizá de impaciencia.


-Siéntese, Luján.


Carlos Luján miró tras de sí. Buscaba el apoyo de Rebollo.


Pero Rebollo ya no estaba en la sala.


Volvió a mirar a Franco. El Caudillo señalaba, con su mano izquierda, el sillón más lejano de su mesa de trabajo.


-Luján, hágame el favor. ¿Quiere sentarse?


Zentarze. Franco decía algo parecido a zentarze. No era exactamente la zeta de algunos andaluces, sino algo intermedio entre esa zeta tan neta y la ese castellana.


No divagues, Luján. ¡No divagues, coño!


Una vez sentado, Luján se sintió mejor. Allí, todo lo que tenía que hacer era esperar. Si Rebollo no le había instruido, es porque no se esperaba de él que empezase a hablar. En eso, acertó.


Lo del sillón era una estupidez. Si hubiera estado algo más tranquilo, Carlos Luján habría reparado que junto al sillón en el que Franco había terminado por sentarse, en el suelo, había una carpeta. A todas luces, el Caudillo la había dejado allí antes de ordenar la apertura de la puerta. Ahora que estaba sentado, la tomó, la abrió e invirtió dos o tres minutos en estudiar o reestudiar dos o tres documentos de los que contenía. Por supuesto, no se molestó en hablar con Luján hasta que no hubo terminado.


Cuando lo hizo, cerró la carpeta, la colocó en pie apoyada en la mitad de sus muslos, y juntó las manos agarradas a ella, los brazos estirados, mirando a Luján.


-Le he llamado para que me hable del caso Anselmo López.


Luján habría esperado que Franco se pusiera a cantar la Internacional antes que eso.


-¿El caso? ¿Quiere decir, Anselmo…?


-El caso Anselmo López, sí. Ah, antes una cosa.


-A sus órdenes, Mi General.


-Usted no me hará ninguna pregunta.


-A sus órdenes, Mi General.


-Aquí sólo pregunto yo.


-Sí, Mi General.


-Hábleme del caso Anselmo López.


-Sí, Mi General.


Luján tragó saliva. Ojos fríos. Órdenes precisas. El silencio no era una opción.


-Anselmo López fue un veterano de la División Azul que apareció muerto en la primavera de 1948 en Madrid. Yo fui al levantamiento del cadáver. El juez era…


-El juez no importa.


-Sí, Mi General. El cadáver tenía las manos cortadas. Post mortem. Eso quiere decir…


-Post mortem. Lo entiendo.


Luján se permitió una tosecita breve.


-Sí, Mi General. El cadáver no tenía identificación ninguna, salvo una pista que siguió el inspector Rebollo a través de sus calcetines y un anillo que encontré yo en sus… en sus calzoncillos.


-Siga.


-Sí, Mi General. Hicimos la investigación… la investigación básica. A las órdenes del comisario Ramos. Hablamos con los veteranos de la División que pertenecían a su compañía y que regresaron vivos. Por lo del anillo.


-In Bello, Amicitia declamó el Caudillo, como si recordase el nombre de un viejo amigo casi olvidado.


Luján sintió un escalofrío. Se dijo: Joder, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, General de la Cruzada, Espada de Trento, se ha leído el puto atestado policial… ¡del caso Anselmo López!


Así que, dentro de su cabeza, rebotó, igual que casi diez años antes, la misma pregunta: ¿quién coño era Anselmo López?


Miró a Franco. Directamente, a los ojos. Franco quizá le miraba a él. Quizá no.


-Le recuerdo que usted no hará preguntas.


-No… no he hecho ninguna, Mi General.


-Mejor así.


El Caudillo movió la carpeta y la dejó en el suelo, en el mismo sitio donde la había puesto antes. Volvió su rostro hacia Luján.


-Luján, dígame… -habló en seguida, abortando en los labios del policía un nuevo «Sí, Mi General»- usted sostuvo una teoría… casi increíble, durante la investigación de aquel asesinato.


-Una teoría… -Luján no preguntó, afirmó. Trataba de recordar.


-Una teoría, sí.


Así que era eso. Saber, siquiera embrionariamente, qué hacía allí, mejoró la seguridad de Carlos Luján en sí mismo.


-Pensaba que el asesinato era cosa de rojos. Quiero decir, bueno…


Se mordió la lengua. ¿Se atrevería a llamar rojo a un divisionario? ¿En el despacho de Franco, frente a él?


-Un asesinato entre rojos le escuchó decir al Caudillo, con el mismo tono de voz con el que podría decir «hay una mancha en la alfombra». Con el mismo tono de voz con el que Carlos Luján sospechaba ahora que diría «que lo fusilen al amanecer».


Luján asintió.


-Siempre hubo algo muy extraño en la actitud de ese hombre. Quiero decir que vivía como, como…


-¿Como si fuese un rojo?


-Eso es lo que quería decir, Mi General. Muchas gracias, Mi General. Con todas las facilidades y ayudas que los divisionarios recibieron, él, que además era un herido de guerra condecorado, vivía una vida pobre y apartada. Además, estaba atormentado.


-¿Atormentado?


-Atormentado, Mi General. Por el pasado.


Un soplo de calidez veló los ojos de Franco. Durante dos segundos, puede que menos.


-Luján, una guerra puede ser muy cruel con sus soldados.


-Usted lo sabe, Mi General. Yo no. Pero, por lo que yo pude saber, o intuir, o sospechar, aquella tortura le nacía de dentro. De él mismo. No sé si me explico.


La mirada de Franco se heló de nuevo.


-No.


Luján tragó saliva. Franco lo acorralaba con su actitud distante. Pero él tenía la mente clara. Quizá, en ese momento se dio cuenta de que llevaba los últimos ocho años pensando en Anselmo López mucho más tiempo del que imaginaba.


-Mi General, en 1948, un divisionario que vivía en Madrid tenía miedo. Miedo físico. Tanto que, quizá, le movía a llevar aquella vida de Don Nadie. Su médico personal tenía la sensación de que temía el regreso de algo que había ocurrido en su pasado. Mi General… ¡López peleó en Rusia! ¿Acaso tiene lógica que un veterano de Rusia tenga miedo de ver aparecer un pelotón de soviéticos por la calle Serrano abajo?


Franco se echó ligeramente hacia atrás, sin dejar de mirar a Luján. Éste pensó: está valorando mis palabras.


Tras unos segundos, hizo un leve rictus de su boca.


-Siga.


-Sí, Mi General. Mi teoría, que nunca pude comprobar, es que Anselmo López estaba torturado por algo que hizo en el pasado. Tal vez en Rusia. In Bello Amicitia sugiere la pertenencia a algún grupo cerrado, a una… comunión de intereses especial. Así que, tal vez, sólo tal vez, esa pertenencia especial lo explicase todo.


-¿Todo?


-Todo. Un testigo de la División me contó que aquel anillo lo usaban un grupo de combatientes comandados por un tal Cendoya. Quien me lo dijo me aseguró que eran unos falangistas muy radicales.


Franco elevó el mentó. Luján lo interpretó como una señal para que se callase.


-Y dicen que los extremos se tocan.


-Lo dicen, sí, Mi General. Mi teoría es que Anselmo López era rojo. Eso explica que todo lo que haya de su pasado antes de la División Azul sea lo que encontramos en su casa, o sea, una foto y un mensaje muy extraño.


Nuevo mentón arriba.


-Usted no sabe qué significa RIP 203, ¿verdad?


-No, Mi General.


Franco se relajó.


-Está bien. Continúe.


-Sí, Mi General. Decía que el hecho de que no sepamos nada de Anselmo López antes de 1942 es muy curioso. Tenía edad para haber hecho la guerra.


-Puedo asegurarle dijo Franco- que con nosotros no combatió.


-Sí… lo imaginaba, Mi General. Así que o fue un civil no significado, o combatió con los rojos. Pero si fue un civil no significado, hay algo que no cuadra.


Franco enarcó las cejas.


-Explíquese.


Bajando por la cuesta de sus pensamientos, Carlos Luján se olvidó hasta del protocolario «Sí, Mi General» que se había autoimpuesto.


-Imaginemos por un momento que Anselmo López no empuñó un fusil durante la guerra. Así pues, no fue movilizado por los rojos. Esto quiere decir que no tenía militancia. Si hubiera sido un comunista, un socialista, o un anarquista, lo lógico es que se hubiese presentado voluntario.


-Siga.


-Pero, si no tenía impulso ninguno para irse voluntario a luchar contra… ejem, contra nosotros, ¿por qué lo tuvo, de repente, para irse a Rusia?


Hasta el estólido rostro de Franco dejó entrever que comprendía.


-No vamos a discutir, Mi General, sobre si las levas de los rojos fueron o no verdaderamente voluntarias. Pero lo que sí sabemos es que las de Rusia sí lo fueron. A Rusia no fue nadie a pelear que no quisiera ir. Los tiempos de empuñar un fusil por orden de otro se habían acabado en España.


Franco inspiró más aire del habitual, lo expulsó y, luego, habló.


-Entiendo su razonamiento. Las piezas sólo le encajan a usted admitiendo que López tenía un pasado y que fue por ese pasado por lo que fue a Rusia.


Luján asintió.


-El mismo pasado que lo atormentaba a la vuelta. El mismo pasado que, quizá, lo mató.


Franco tomó aire de nuevo y miró durante unos segundos a Luján con ojos casi cerrados. Luego se agachó en la silla, agarró la carpeta, se levantó llevándola, caminó hacia su mesa y la dejó sobre ella. Sólo entonces volvió a mirar a Luján.


-El caso Anselmo López ha sido reabierto informó el Caudillo-. Usted y Rebollo lo llevan de nuevo.


Luján se levantó.


-Sí, Mi General.


-Compaginará esta labor con las suyas habituales. Su comisario sabe lo que está haciendo, pero nunca, esto quiero que lo tenga claro, Luján; nunca hablará con él de esto. Usted sólo hablará del caso López con Rebollo y con las personas que él adjunte al caso.


-Sí, Mi General.


Franco se acercó a Luján. Le tendió la mano de nuevo.


-No me decepcione, Luján le dijo, mientras se la estrechaba. Esta vez, sí que apretó levemente.


Carlos Luján no pudo más. Borracho de Franco, cuando soltó la mano del Caudillo se cuadró, taconeó con fuerza y, con un gesto eléctrico, levantó el brazo derecho estirado, en diagonal, por encima de su hombro.


-¡Arriba España!


Franco permaneció frente a él, impávido. Esperó pacientemente a que Luján recogiese su brazo y ejecutase un nuevo saludo de cabeza.


-Una cosa más.


-Sí, Mi General.


-Trabajando con Rebollo, es posible que nos volvamos a ver.


-Sí, Mi General.


-Así pues, una cosa tiene que quedar clara: usted no ha estado aquí.


-No, Mi General.


-Usted no conoce al Caudillo.


-No, Mi General.


-Está bien. Retírese.


A la salida del despacho de Franco, le esperaba un ujier. Hicieron juntos el camino hasta el garaje. Al llegar, el chófer le abrió la misma puerta por la que había salido. Luján entró. Dentro le esperaba Rebollo, fumando, con expresión sardónica.


-Y ahora dime que no hubieras preferido que te hubiese dado el paseo, como temías.


-Eres un cabrón, Rebollo. Un hijo de puta.


Luján soltó más epítetos mientras el coche ganaba velocidad por la carretera de El Pardo. Pero terminó por callarse. Rebollo pareció respetar su necesidad de ordenar sus ideas.


-Oye terminó por decir Luján-. ¿A ti tampoco se te pueden hacer preguntas?


Rebollo, con gesto más serio, negó con la cabeza.


-No puedo hacerlas. Pero supongo que ni tú ni el Caudillo seréis tan inocentes como para pensar que no me las hago.


-Todo lo que tienes que hacer es obedecer. Las preguntas que te hagas son cosa tuya. Toma.


Rebollo le alcanzó una carpeta de papel, donde había escrito: «Caso Anselmo López».


Luján no quiso mirarla en el coche. Fue su acto de rebeldía frente al silencio de su casi compañero. Ante la evidencia de que Rebollo era, más que su jefe en aquel caso, su inspector, su comisario político, el representante de Él en aquello. Se sentía frente a algo que por fuerza tenía que ser muy importante, pero obligado a caminar con un antifaz puesto. Su orgullo mantuvo la carpeta cerrada delante de Rebollo.


La abrió tres horas más tarde. Cuando Laura ya se había dormido, después de preguntarle en la cena qué tal el día y de que él se inventase cualquier historia (no podía contarle nada; pero, de todas formas, ella nunca le habría creído).


En la carpeta estaba la foto de los dos hombres posando en la calle Alcalá que habían encontrado en casa de López. Y el papel donde estaba escrito y reescrito RIP 203. El expediente sanitario de López. El atestado. Todos, materiales ya conocidos, que Luján convocó sin problemas en su memoria.


Pero había tres carpetas más, algo más pequeñas, dentro de la carpeta.


En una carpeta se leía: Julio Cendoya, y otros.


En otra carpeta se leía: Higinio Longares


En la tercera se leía: Lucía Odriozola.



jueves, agosto 12, 2010

Folletín de verano (14)

Texto completo











Era jueves, un día frío en Madrid, precursor de las Navidades. La vida era mucho más tranquila que meses atrás, al inicio de aquel año difícil. A pesar de que en las tertulias habituales en los locales del Movimiento se hablaba y se hablaba de los mil rumores surgidos por los conflictos generados por la subida de salarios de Girón, a pesar de que el Partido había digerido con dificultad que Fernández Cuesta hubiese acabado pagando el pato de los sucesos de enero junto a Ruiz-Giménez, a pesar de los precios y de la escasez, aún bastante visible, aquella Navidad del 56, al menos para Luján, Laura y Bruno, aparecía con los tintes de las buenas perspectivas.



De hecho, cuando Carlos Luján dobló una conocida esquina camino de su casa, no reparó en el negro vehículo, a todas luces oficial, que estaba parado allí. Un coche largo y limpio, de cromados relucientes, al que cualquiera le dedicaría una mirada admirativa, incluso Luján, sino fuera porque iba ensimismado pensando en el regalo navideño de su mujer. Lo superó con su paso apresurado y fue sólo después cuando escuchó una voz que rasgaba sus densas reflexiones.



-¡Luján! ¡Camarada!



Se volvió. Del auto había salido Ismael Rebollo. Lo miraba sonriente, con un pie aún dentro del vehículo y la mano en el brillante tirador de la puerta.



-¡Rebollo! Luján sonrió también. Hacía meses que no veía a su otrora mentor. Se acercó, repasando lentamente con la vista los perfiles del automóvil- ¡Chico, cómo hemos prosperado!



-Es prestado informó Rebollo, sin demasiada pasión.



-¿Prestado? ¿Un coche del PMM1?



-Prestado, sí. Es de mi jefe. O de un jefe de algún jefe mío. No lo sé bien.



Encendió un cigarrillo. Lo miraba con una expresión extraña. Luján pensó: quizá está decepcionado porque no me he impresionado lo suficiente.



-¿El jefe del jefe de un inspector de policía le ha prestado un cochazo para que se lo enseñe a un pelagatos?



-Digamos que ha entendido que lo necesito. Y no he venido a enseñártelo. He venido a llevarte conmigo en él.



Luján sintió una fuerza dentro de él que echaba su cuerpo ligeramente hacia atrás. Puso sus sentidos en guardia. Decididamente, aquella situación no era normal. Su interlocutor era casi su amigo, cierto; pero él mismo ya no era normal, después de que, a lo largo de aquel mismo año, había desaparecido virtualmente de la comisaría en la que, según órdenes que se había ocupado de consultar discretamente, sin embargo seguía destinado, cuando menos formalmente. Ahora un tipo así, de cuyas actividades en pro de eso que se llama Seguridad del Estado no le cabía a Luján duda alguna, un tipo así se presentaba a la salida de su trabajo, un jueves en la tarde-noche, con un coche oficial en el que no se podrían subir ni cien personas en todo Madrid, invitándole a subir.



La situación era, en verdad, extraña. Y Luján se sintió tan descolocado que Rebollo lo notó. Aunque, probablemente, lo habría notado de cualquier forma.



-Joder, Luján dijo, escupiendo la última bocanada de humo y tirando el cigarrillo, aún mediado, al suelo-, por lo menos se podrá decir de ti que te dieron el paseo en un cochazo, ¿no?



Luján sintió un nudo en la garganta. Rebollo sonrió.



-¡Me cago en Dios! ¡No me digas que te lo has creído!



Luján trató de sonreír. Se relajó un poco. De momento, al menos.



-Vamos a ver a una persona y es esa persona quien nos ha enviado este coche.



El ya inspector Luján escrutó con atención el coche. Adivinó, en la triste penumbra de la calle y a la luz de la bombilla escasa del interior del auto, su tapicería, suave y en colores claros, lujosa.



-Vamos a ver a alguien muy importante, entonces.



-Muy importante, sí.



-Mi casa está cerca. Quizá, yo…



-Luján le interrumpió Rebollo-, vamos a ver a alguien, no vamos a un baile. Así vas bien.



-Es que, yo…



-Tenemos que ir, Carlos. Ahora.



Luján se sintió dar un paso atrás.



-Yo no tengo nada que hablar con nadie importante.



-Eso es cierto concedió Rebollo-, pero… pero, al mismo tiempo, no lo es. ¡No lo es, joder! Luján, deja de tocarme los cojones y sube al coche, anda.



El inspector sentía sus pies inyectados de plomo.



-¿Así se acaba todo? ¿Qué es lo que he hecho mal? ¿Casarme con la hija de un rojo, hablar mal de Franco en las cantinas de la Falange..., no, no delatar?



Inconscientemente, Luján estaba elevando la voz. Rebollo se le acercó y colocó su boca junto a una de sus orejas.



-Carlos Luján, me cago en tu puta madre, te prometo, te juro, te firmo, te rubrico, lo que quieras, cojones, que nadie te va a poner una mano encima hoy. Se trata de hablar, sólo de hablar. Eso sí, con alguien que no espera.



Rebollo se apartó unos centímetros. Ambos se miraron a los ojos. De alguna forma, en ese momento Luján leyó en los de su jefe, cuando menos aún nominalmente, que no le mentía.



-Si quieres, quédate con mi pistola durante el viaje.



-No hará falta. Luján tomó aire, lo exhaló y, luego, entró en el coche.



Dentro de aquel vehículo, los sonidos de la calle habían desaparecido. La tapicería era suave y agradable al tacto. Al volante iba un hombre vestido en uniforme de chófer, un tipo con una faz muy rural. En todo el viaje no volvió el rostro y, mientras Luján lo espió por el retrovisor, no hizo el más mínimo ademán de estarle espiando a él.



Los cristales de atrás del vehículo eran opacos, blancos. Nada más entrar Rebollo en el auto detrás de él, instruyó al chófer para que arrancase y, después, otro cristal opaco, también blanco, surgió de los respaldos de los asientos delanteros, incomunicando las dos mitades del vehículo. Luján no sabía adónde iba. Pero trató de tranquilizarse.



-Dime, Carlos le habló Rebollo, con voz suave-, ¿se te han ido ya los temores de otra guerra que tenías hace meses?



-Todo parece más tranquilo reconoció Luján-. Aunque se dicen cosas.



-¿Cosas?



-Cosas, sí. Que por ahí fuera no nos quieren.



-Pero ya estamos en el club2.



-Y que dentro las cosas están que arden.



-Pues las llamas no se ven por ninguna parte.



Ismael Rebollo desvió su vista hacia la ventana opaca, como si pudiera ver a su través. Luján observó que el coche dejaba, progresivamente, de tomar curvas y curvas, de callejear, para realizar desplazamientos en recto cada vez más largos. Así que coligió que estaban entrando, probablemente, en algún área sin semáforos. Estaban saliendo de Madrid.



-¿Qué me puedes decir del ambiente, ya sabes, en el Partido? preguntó el inspector, casi en un susurro, sin mirar a Luján. Éste captó la indirecta.



-Si no te he hecho ningún comentario sobre el ambiente, será porque no he querido. O, tal vez, porque no hay nada que comentar.



Rebollo le miró. Con gesto inexpresivo.



-Carlos, así no vamos a ninguna parte. No puedo pedirte que pienses exactamente como yo, pero por lo menos sí puedo pedirte que no me tengas prevención. Hemos trabajado mucho juntos.



-Eso es cierto respondió Luján-. Tan cierto como que, a día de hoy, no sé si pienso o no como tú, porque no tengo ni puta idea de lo que piensas.



Rebollo pareció acusar aquel golpe. Suspiró sonoramente, y le dedicó a Luján esa mirada con la que un profesor mira a un buen alumno que le ha decepcionado con un suspenso inoportuno o una travesura que nunca imaginó que cometería.



-Estamos a 13 de diciembre dijo.



-Feliz Navidad.



-Para ti también. ¿Sabes qué fue lo más importante que pasó ayer, 12 de enero de 1956, en España?



-Tengo la sensación de que tú mismo me lo vas a contar.



-Pues sí Rebollo no ocultó su incomodidad ante la actitud ofendida y a la contra de su ex subordinado-. La cosa más importante que pasó ayer en España fue que los obispos se fueron a ver a Franco.



Luján se alzó de hombros. Aún sabiendo que Ismael Rebollo era de los que no daban hilo sin puntada y que, por lo tanto, esa información tenía que llevarle a algún lugar, le inquietaba no tener ni idea del recorrido, así que prefirió mantener la actitud distante.



-Ejem, no parece mucha novedad. Los curas visitando a Franco a las puertas de la Navidad. Españoles todos, una vez más turbo la paz de vuestros hogares. Lo de costumbre.



Esas últimas frases las pronunció Luján derivando a propósito su voz hacia un tono más agudo, imitando a Franco. Rebollo frunció el ceño.



-Ten cuidado, Luján. Ten cuidado.



A esas alturas de la conversación, Carlos Luján se sentía lo suficientemente seguro de sí mismo como para acusar el golpe con suficiente disimulo. Se dijo que Rebollo, probablemente, no habría sido capaz de adivinar que, en efecto, se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos. Ambos compañeros, en cualquier caso, se conocían. Dejaron que el silencio tranquilizase las cosas.



El coche ganó velocidad progresivamente.



-Fue una audiencia como otras muchas, sí comenzó a hablar repentinamente Rebollo, como continuando una conversación que no se hubiese interrumpido-. Pero si fueras un poco más listo y te arrimases un poco más hacia quien te ha invitado ya muchas veces a hacerlo, descubrirías que detrás de los hechos protocolarios pasan cosas interesantes.



Luján se miró las manos. No podía reprimirse.



-Y éste es el momento en que yo tengo que preguntarte qué cosa importante ocurrió ayer entre los obispos y el Generalísimo.



Rebollo asintió antes de hablar.



-Pues dos cosas: una, que le recordaron que ellos son el sostén del Régimen. Y, dos, que podrían dejar de serlo si el Jefe oye los cantos de sirena de tu amiguito Arrese.



Nada habría podido evitar que Luján, como un resorte, levantase la cabeza para enfrentar su mirada con el rostro torcido, levemente risueño, de su interlocutor y compañero de viaje. Los cantos de sirena de Arrese. No podía referirse más que a una cosa.



-Los proyectos de…



-Los proyectos de, sí. Esas leyecitas sobre el gobierno y el Movimiento que se han inventado en la Secretaría General3. Todo eso de que será el Movimiento quien diseñará el gobierno de España y, por eso, el gobierno de España deberá responder ante el Movimiento. Todo eso de que el Consejo Nacional, será la instancia ante la cual tanto los ministros del gobierno como las propias Cortes deberían responder de sus acciones o intenciones. Todo eso de que el Consejo Nacional del Movimiento es el epicentro del Movimiento, capaz incluso de decirle a Franco cómo tiene que hacer las cosas.



-¡Eso no es verdad!



-¿Ah, no? Ahora, Rebollo parecía realmente divertido- Atendiste poco en las reuniones del Partido, Carlos…



Luján calló. Para qué negarlo. Él había leído los proyectos y, a todas luces, Rebollo también. No tenía sentido negar lo evidente. La Secretaría General había diseñado un sistema jurídico en el que la Falange era el gran gendarme del Movimiento. Ni siquiera Franco podría desviarse sin su permiso.



-No puedo creer que los curas… -acertó a balbucear.



-No están solos interrumpió Rebollo-. El presidente de las Cortes4 también le ha enviado una carta a tu, no sé si llamarlo Jefe o Secretario General, o qué; bueno, le ha enviado una carta a tu Arresito diciéndole, entre otras cosas, que lo que pretende construir en España es la Unión Soviética.



-¡Eso es un ultraje! Luján sintió que la sangre subía a su rostro.



Rebollo sonrió, abiertamente.



-Oh. Y, ¿qué más da?



-¡No da igual!



-Más de lo que tú crees. ¿Sabes por qué?



Luján se revolvió en su amplio asiento, incómodo.



-Dímelo.



-Pues, fácil. Sea verdad o mentira que Falange quiere dominar España como Stalin la Unión Soviética, no es lo importante.



Encendió un cigarrillo, lo saboreó, expulsó el humo, muy, muy despacio. Después habló, más despacio de lo habitual en él.



-Lo único importante, camarada, es que Franco lo ha creído.



La sangre que había subido huyó en medio segundo. Una vez más, Luján sintió la punzada del peligro y una sensación de inseguridad.



-De una vez, Rebollo: ¿qué hago aquí?



-Ir a una entrevista.



-¿Con quién, para qué?



-Si estuviese autorizado a responderte esas preguntas, ya te habría informado, ¿no te parece?



Se miró las manos de nuevo. Las vio temblar.



-Rebollo dijo, con un susurro-. ¿Voy a volver a casa esta noche?



-¡Joder, Luján, no seas dramático! Exclamó el inspector-. Morirás con sesenta años y de cirrosis, como todos los buenos policías.



En ese momento, el coche aminoró la marcha.



Unos metros más allá, el coche se paró. Luján escuchó unas voces con sordina. Uno de los dos interlocutores, el chófer o aquél ante el que se había parado, rió breve pero intensamente. Luján creyó distinguir el eco, más bien la ausencia del eco de los espacios abiertos. El coche reanudó la marcha. Luján miró a Rebollo. Cara de póquer. Decidió esperar. Empezó a contar sus respiraciones; contar las pulsaciones de su corazón habría sido demasiado cansado.



El coche aminoró de nuevo, se inclinó un poco hacia abajo. Quizá un garaje, aunque no muy profundo. Luego se paró.



Rebollo puso la mano sobre la manija de su puerta y señaló con la barbilla la de la de Luján.



-Hala, fuera fue todo lo que dijo.



Luján abrió la puerta. Una fuerza, desde fuera, terminó el gesto. El chófer. Era un tipo joven, muy enjuto y moreno, con el pelo ralo pero muy peinado. Vestía un uniforme oscuro que Luján no fue capaz de reconocer. Con la gorra de plato en la mano libre, asintió levemente, sin sonreír. Luján hizo lo mismo, salió del coche y miró a su alrededor.



Un garaje como cualquier otro. Muy amplio, bastante limpio y ordenado. No se veían herramientas a la vista, tan sólo algunos papeles crucificados en un panel de corcho, un enorme mapa político de España, como los de las escuelas, y diversos enseres de los que hay en los lugares donde se guardan coches. Bajo una luz bastante mortecina, distinguió el bulto de dos coches más. Estaban tapados con lonas oscuras. No obstante, se adivinaba que eran grandes, y largos. Coches de gente importante, anotó en la cabeza. Además, dos.



Rebollo se dirigió sin palabras a un lugar poco iluminado del garaje. Al seguirle y acercarse, Luján distinguió una escalera de metal. Subieron. Atravesaron dos o tres estancias muy deprisa. Rebollo apretaba el paso; Luján pensó que intentaba impedirle que se parase. Si fue así, lo consiguió. Durante tres o cuatro minutos, Carlos Luján atravesó estancias y subió algún que otro corto tramo de escaleras sin poder ni pensar dónde estaba. Eso sí, conforme subían, se daba cuenta de que el nivel de las estancias mejoraba. Primero pisaron baldosas, algunas, no pocas, desportilladas. Luego empezaron a pisar alfombras abundantes y a ver pinturas de dudoso gusto colgadas de las paredes. Y muchos dorados.



Finalmente, tras consumir un pasillo, Rebollo llamó a una puerta y, tras una voz que dijo: «¡Adelante!», entraron en una estancia bastante amplia, rectangular. En uno de los extremos de la estancia había una ventana muy grande, pero las espesas cortinas la separaban del mundo en ese momento. En la pared de enfrente de la puerta había una mesa en la que estaba sentado un hombre de mediana edad, con uniforme militar. A su izquierda, frente a Rebollo y Luján, había una puerta. Luján se fijó en que estaba blindada.



Rebollo se acercó a la mesa y le entregó un papel al hombre que estaba allí sentado. La estudió como si estudiase una sentencia de muerte.



-Ismael Rebollo y Carlos Luján leyó el hombre, y luego levantó la cabeza-. ¿Es así?



-Es así confirmó Rebollo.



-¿Puedo ver su documentación?



Rebollo solicitó a Luján con la mirada que se acercase. Luján lo hizo.



-Tu documentación, Carlos.



Luján buscó su cartera y extrajo su cédula de identidad. Se lo dio al hombre, que anotó el número y el nombre en lo que parecía ser un estadillo.



-¿El suyo? preguntó el hombre, cuando terminó de apuntar, mirando a Rebollo.



-Cuando él se aleje contestó el inspector, señalando a Luján.



Carlos Luján regresó al punto de partida, es decir al vano de la puerta por la que había entrado. Sólo entonces, Rebollo metió la mano en un bolsillo interior de su americana, sacó una cartera negra y la desplegó frente al hombre. Éste abrió y cerró la boca y enarcó las cejas. Luján lo interpretó como un: «¡Ah, claro, ahora comprendo por qué querías que se alejase!»



Luján se fijó en el detalle de que el hombre de la mesa no apuntó el nombre de Rebollo en el estadillo.



Rebollo recuperó su carné y volvió con Luján. No se dijeron nada. Esperaron allí, de pie, en absoluto silencio. El hombre de la mesa se puso a escribir, como si ellos no existieran.



Luego sonó un timbre.



El hombre reaccionó al timbre como si su mero sonido le provocase una descarga eléctrica. Se levantó y, al hacerlo, Luján observó que del cinturón de la guerrera de su uniforme pardo pendía una cadena: la llave de la puerta blindada. Caminó hacia ella, tomó la llave, accionó el mecanismo y empujó la puerta hasta dejarla entreabierta.



-Les espera fue todo lo que dijo y, en ese momento, en un gesto que a Luján le pareció absurdo, les estrechó la mano.



Rebollo señaló con la barbilla a la puerta.



-Vamos.



-¿Vamos? ¿Así, sin que me expliques…?



-Vamos.



De tres zancadas, Rebollo llegó a la puerta y la empujó. Luján, que iba detrás de él, adivinó tras las anchas espaldas de Rebollo, una habitación profusamente decorada, grande. Enfrente de él, en la distancia, una mesa con varias montañas de papeles.



Rebollo había entrado en la estancia. Se puso firmes y ejecutó un saludo con la cabeza. Luego dio un paso a su izquierda y desapareció del campo visual de Luján.



En medio de aquel salón, vestido de paisano, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, Generalísimo de los Ejércitos, esperaba de pie. No parecía estar muy contento.








1 Parque Móvil Ministerial.





2 En 1955, España había entrado en la ONU.





3 Se refiere a la Secretaría General del Movimiento, es decir la Falange.





4 Esteban Bilbao. Fue diputado ya en la República, en representación del Tradicionalismo, y en 1956 era Presidente de las Cortes.