viernes, octubre 05, 2007

Una biografía de Azaña

En este blog, como sabéis, tenemos cuidado en tratar de deciros de vez en cuando cosas que pensamos que deberíais leer. Pero también queremos dar el servicio de contaros algunas cosas que, honestamente, pensamos que no merece la pena leer. A esta segunda categoría pertenece este post de Tiburcio, que nos habla de una biografía de Manuel Azaña recientemente publicada.

[Ahora viene la introducción coñazo del duelo del blog que, como tiene que colgar los post, aprovecha para sus cagaditas; es recomendable, por lo tanto, buscar la línea solitaria que hay más bajo y que reza Os dejo con el elefante budista, y seguir leyendo desde allí.]

Azaña es uno de esos personajes de la Historia de España que están sufriendo una suerte inversa. Lo normal con un personaje histórico es que sus contemporáneos lo juzguen con pasión y la Historia lo haga de forma más ecuánime, de forma que los juicios van convergiendo. Por poner un ejemplo, los historiadores de hoy en día no sostienen, ni de lejos, opiniones tan encontradas sobre Napoleón como las que albergó Francia bajo su mandato.

En la Historia, sin embargo, hay, como digo, personajes en los cuales el proceso tiende a ser inverso: más tiempo pasa, más se enconan las opiniones sobre él. Así pues don Manuel, lejos de tener una pacífica existencia en el recuerdo, en la que dentro de la natural diferencia de opiniones su imagen quede nítida, cada vez recluta más tirios y más troyanos. En España hoy se pueden encontrar desde montones de políticos a los que les gusta decirse herederos del azañismo (hasta Aznar se apuntó, no sé si sabiendo o no que, de haber sido contemporáneo de Azaña, dudo que hubiesen siquiera sido amigos); hasta personas que mantienen la idea, muy común en los tiempos de la República, de que Azaña fue el culpable de buena parte de los males de dicha República.

Y es lo que pasa: cuando en entornos así se escriben libros, son libros de parte.


Os dejo con el elefante budista.


Las biografías pueden ser subjetivas u objetivas. Las primeras se centran en las influencias que modelaron al personaje y en su desarrollo personal. Las segundas toman como eje la acción del personaje. Las biografías subjetivas suelen describir vidas de escritores por aquello de que las novelas suelen esconder mucho de la biografía, de las aficiones y de las fobias de sus autores. Las biografías objetivas se reservan a los políticos, como si éstos fueran seres puros guiados sólo por las ideas y no pudieran tener también sus edipos, sus filias y sus fobias.

En Azaña, una biografía, José María Marco parece que haya oscilado entre ofrecernos una biografía subjetiva u objetiva. Al final ni una ni otra, lo que le ha salido ha sido un churro y encima un churro de 350 páginas. Si se quitaran todas las veces que el autor se repite, creo que el libro quedaría en 200 páginas mal contadas.

Lo primero que incomoda del libro es que, a pesar de todo lo que habla de la psicología de Azaña (indolente, vanidoso, rencoroso, con un fondo de bondad natural, sentimental…), sobrevuela sin profundizar aspectos clave sobre los que otro biógrafo más concienzudo habría profundizado sin duda. Por ejemplo, el temprano contacto de Azaña con la muerte lo despacha en apenas seis líneas: «Los folletones y las aventuras poblaron los sueños de aquel niño bajito, rechonchete y ensimismado, según se describió él mismo mucho después, que entonces anheló llevar una vida errante, quizá para dejar atrás el ambiente de la casa ensombrecida por las muertes de la madre, un hermano- Carlos- el abuelo y el padre, ocurridas casi todas antes de cumplir él los diez años.» Son muchas muertes para un niño de diez años; pienso que cualquier biógrafo subjetivo serio rascaría un poco más para ver el efecto que tuvieron sobre Azaña. También merecería un poco más de atención la relación entre Azaña y su padre, un padre del cual escribió más tarde: «Ha jugado a destrozar la vida como destroza sus juguetes un niño.» Para rematar el descuido del biógrafo, alude deprisa y corriendo a la boda que el padre celebró in articulo mortis con una mujer del pueblo y a la que dejó el usufructo de toda su fortuna. El padre afirmó que lo hacía para que sus hijos no quedasen desamparados tras su muerte, aunque la opinión del pueblo fue algo distinta y peor pensada. Pienso que un biógrafo debería ir un poco más allá, contrastar versiones, sopesar pruebas.

Como no podía ser menos, en un biógrafo que pretende hacer algo de biografía subjetiva, José María Marco dedica dos páginas a los rumores sobre la presunta homosexualidad de Azaña. Si nos atenemos al libro, hay muy poco sobre lo que fundamentar esa supuesta homosexualidad: la amistad con Cipriano Rivas Cherif (perfectamente explicable sin recurrir a temas sexuales) y algunas alusiones en sus escritos literarios. Muy poco comparado con todas las trazas que apuntan a un Azaña heterosexual.

Si como biógrafo subjetivo José María Marco deja bastante que desear, como biógrafo objetivo no lo hace mucho mejor. Alterna los episodios sobre los que se explaya prolijamente con saltos en el vacío, en los que pasa deprisa y corriendo sobre situaciones. Por ejemplo, dedica siete páginas a las maniobras para descabalgar a Alcalá-Zamora de la Presidencia de la República en abril y mayo de 1936, pero apenas explica la actitud de Azaña ante la violencia previa al alzamiento del 18 de julio ni lo que pensaba sobre la posibilidad de una conspiración militar. Se explaya sobre la pelea entre Negrín y Azaña, cuando el primero quería en febrero del 39 que el segundo regresase a la zona todavía en poder de los republicanos, pero no dice nada de la reacción de Azaña ante el golpe de Casado, que terminó de derrumbar a la República.

A menudo, cuando uno desmenuza los largos párrafos, en los que parece que el autor cuenta mucho, se encuentra que un párrafo de 30 líneas contiene mucha palabrería, varios juicios de valor del escritor, algún comentario que ya se hizo dos páginas más atrás y sólo un par de informaciones realmente interesantes. Había pensado en traer a colación algún párrafo como ejemplo, pero descubro que si ya me aburrió leerlo, transcribirlo y comentarlo es una tarea superior a mis fuerzas y mi paciencia.

Lo mejor del libro es que, tal vez a pesar de su autor, consigue dar una idea de la compleja personalidad de Azaña. Como alevín de político en los años diez del siglo XX lo presenta como un diletante, indolente, algo holgazán y esteta. Como político republicano lo muestra como un hombre soberbio, vanidoso, dado a los resquemores y a veces a las pequeñas mezquindades, pero también leal con sus amigos, generoso e idealista. Donde queda mejor parado es en la parte final del libro, como Presidente de una República en guerra. José María Marco muestra un Azaña humano, preocupado por los sufrimientos de los españoles, que siente la parte de responsabilidad que ha tenido en el desastre, que, aunque consciente de su impotencia, intenta mantener por principios y por idealismo el prestigio de la institución del Presidente de la República.

Cerré el libro pensando: ¡Qué personaje más interesante! ¡Qué pena que no haya conseguido un biógrafo mejor!

miércoles, octubre 03, 2007

El pistolerismo (IV): auge y caída del barón de König

Debo recordarte que este post está integrado dentro de un ladrillo-coñazo del que forman parte, por su orden:



La huelga de la Canadiense



Brabo Portillo y Pau Sabater



The last chance



Si después de todo esto aún tienes ganas de leer, vamos allá con the fourth leg.



El 1 de diciembre de 1919, como ya hemos dicho, las semillas del fuerte enfrentamiento social en que consistirá el pistolerismo ya están plantadas. En dicha fecha, los patronos catalanes dictaminan un cierre patronal cuyo objetivo estratégico es, literalmente, dejar sin recursos a 50.000 obreros. La espiral ha comenzado a desarrollarse pero, además, pronto se producirán nuevos elementos del drama.

El 10 de diciembre, en Madrid, se celebraba un histórico congreso de la CNT. Fue el congreso en el que la definición anarcosindicalista del sindicato fue puesta en discusión, ante la presión de no pocos miembros de acordar el ingreso de la organización en la III Internacional, lo cual habría supuesto acercar el sindicato a la órbita soviética. Las discusiones fueron amplias y enconadas y, finalmente, la personalidad de Salvador Seguí, el Noi del Sucre, consiguió convencer a sus correligionarios de la importancia de no precipitar soluciones. Así pues, se decidió enviar, antes de decidir, a una delegación que conocería Moscú y comprobaría las bondades del sistema soviético. Dicha delegación estuvo formada por Ángel Pestaña, Eusebi Carbó e Hilari Arlandis; y no regresó muy convencida de que Lenin fuese un freedom maker, precisamente.

Pero en esa fecha se produciría, esta vez en Barcelona, otra reunión de mucha mayor importancia para el pistolerismo. Se produjo en el número 32 de la calle Tapicería, en la sede de un ateneo obrero de ideología legitimista (carlista). En ese acto Ramón Sales, un activista sindical, acompañado de dirigentes carlistas catalanes como Salvador Anglada o Pere Roma, fundaban la Corporación Nacional de Trabajadores-Unión de Sindicatos Libres de España; un sindicato que se conocería como El Sindicato Libre o, simplemente, el Libre, y que, a partir de ese momento, competiría con la CNT por el dominio de los obreros catalanes; y el término competencia incluye muchos tipos de enfrentamiento.

El 19 de diciembre, en medio del cierre patronal y en un ambiente de espiral violenta, dos anarconsindicalistas que se harán famosos en la Historia de España, Ramón Casanellas y Pere Matheu, se bautizan en el mundo del terrorismo obrero matando a tiros al industrial Manuel Elizalde, cuando está parado en su automóvil en la calle Roselló de Barcelona. El entierro de Elizalde es toda una manifestación de la burguesía y encona las posturas.

Los cenetistas estaban convencidos de que Elizalde había tenido participación en el asesinato de Pau Sabater, algo que probablemente no es cierto. Pero es evidente que dicha acción estaba influyendo en buena parte de las acciones violentas. Medí Martí, un pistolero anarquista, acompañado por otros cómplices, esperó en una carretera del Poble Nou a Joan Serra, el conductor del coche en el que Sabater había sido secuestrado. A pesar de que Serra no murió en el tiroteo, quedó muy malherido. El día 5 de enero, víspera de los Reyes Magos, otra partida de pistoleros atentó en su coche contra el dirigente patronal Feliu Graupere, que salió apenas herido el incidente en el que, sin embargo, resultó muerto un policía de escolta, Ricardo San Germán. Este hecho, sin embargo, colocó a los obreros en una situación muy comprometida, dado que al día siguiente el ejército declaró el estado de sitio.

El 26 de enero se acabó el cierre patronal. En ese momento, la CNT, en manos de sus miembros más radicales, decretó la huelga general; calculando que los empresarios (lo cual era cierto) habían terminado el cierre con pocos recursos, pretendían hacer caer el capitalismo. Aunque los que cayeron fueron ellos; acabado el cierre, los trabajadores volvieron en masa al trabajo; lógico, pues si alguien estaba a dos velas, eran ellos. Una reacción que dio alas, dentro del sindicato, a sus miembros más posibilistas; y, tal vez, radicalizó aún más a los del gatillo fácil.

No obstante, como ya hemos visto con anterioridad, los periodos de normalización y de tendencia a la paz siempre se corresponden con otros movimientos en sentido contrario. En este caso, los sucesos de las últimas semanas habían colocado a los empresarios en situación de guerra abierta… aunque clandestina. Las principales acciones patronales se decidían en una casa situada en el número 80 del paseo de Gracia, esquina con la calle Mallorca. Este era el piso donde el mensajero de los empresarios, Miró i Trepat, se entendía con el nefasto barón de König, el heredero de Brabo Portillo. Los sucesos, además, no hacían sino alimentar esta tendencia; el 22 de febrero, un empresario francés, Theodore Genny, era asesinado a puñaladas. Tres delincuentes comunes, Victoriá Sabater, Martí Martí y Josep Perís, fueron condenados a muerte por este asesinato. Otros activistas proyectaron matar al conde de Salvatierra, recientemente nombrado gobernador civil de Barcelona, volando el tren en el que iba. De haber consumado el atentado, que fue descubierto a tiempo, habrían realizado una auténtica matanza.

La situación era comprometida y, por ello, al barón de König y su banda les daba mucho negocio. No obstante, el austriaco era muy ambicioso. Por eso mismo urdió un plan con uno de sus secuaces, un tal Bernat Armengol, que había sido activista sindical. Contando con el know how de Armengol, que sabía cómo escribían los sindicalistas y guardaba papel de la CNT, se dedicó a enviar cartas amenazadoras a empresarios; lo que se dice, crear demanda allí donde no la había. Incluso se rumoreó que algunos de sus secuaces llegaron disparar a empresarios para acojonarlos. No contento con engañar al sector privado, König también engañó al sector público. Era informador del jefe de policía, Arlegui y, para que éste estuviese contento, se inventó la historia, falsa, de que un café llamado El Rápido era un centro de actividad terrorista, donde la policía llegó a hacer una redada el 27 de marzo. Allí mismo tuvieron la escasísima cosecha de detener a un activista mediano, Ácrata Vidal, al que dieron una paliza allí mismo, delante de los clientes.

El barón, en compañía de activistas del Libre, se dedicaba a engañar a sindicalistas y luego detenerlos. Por ello, empezaron las agresiones contra este sindicato. El 2 de abril resultó muerto el capataz de la factoría Fabra & Coats, dirigente del libre, Tomás Vives. La guerra intersindical había comenzado. Pero esto es un juego a tres bandas entre los dos sindicatos y la policía y los cuerpos parapoliciales y, en ese momento, a los cenetistas el Sindicato Libre todavía les preocupa poco. Uno de los grupos terroristas más sanguinarios de la CNT, el comandado por Progreso Ródenas, atenta en pleno paseo de Gracia contra Miró i Trepat, el mamporrero de König, aunque no consiguió acabar con él. Para qué quería más el austriaco. Hizo sus averiguaciones y, una vez que supo que Ródenas, en realidad, a quien quería matar era a Bernat Armengol, porque le habían calado, hizo que sus espías le transmitiesen la noticia de que estaría el 23 de abril en una cafetería situada en la esquina de la ronda de San Pablo y la calle Aldana, situada creo que en lo que hoy se conoce como El Raval. La banda de Ródenas se situó estratégicamente para cargarse a Armengol cuando saliese, pero ni éste salió ni se pudieron marchar de rositas, porque allí les estaba esperando la policía. Hubo heridos y detenciones, aunque algunos miembros de la banda cenetista lograron escapar, abriéndose paso a tiros.

Para los sindicalistas y los mercenarios de König, la cosa era quién mandaba en Barcelona. Como en los diálogos de las pelis del far west, ambas partes parecían tener muy claro que Barcelona era demasiado pequeña para los dos. El asunto se dirimió el día 28, en un chiringuito de la plaza del Peso de la Paja. Allí iban muy a menudo los hombres de König en plan chulo y mafioso, haciéndose los dueños del lugar. Pero esa tarde los ácratas surgieron de entre la gente y empezaron la ensalada de tiros. Mataron a dos mercenarios y perdieron a uno de sus acólitos antes de que llegase la policía. Los hombres de König dejaron de ir por el chiringuito.

Pintaban bastos para König. Le echaban de la calle y, además, había cometido un grave error. Tras los sucesos de la cafetería de El Raval, se las había ingeniado para que la policía detuviese también a Bernat Armengol. Nosotros sabemos que Armengol era un soplón que trabajaba para König, pero algo debía de haber entre ambos, porque lo cierto es que el confidente fue detenido y encarcelado. Una de las causas probables es que König podría estar tirándose a su mujer.

El caso es que Armengol acabó en la cárcel, donde le metieron con los suyos, es decir, en una galería llena de cenetistas. Armengol sabía que, allí, su vida no valía ni medio céntimo, pues todos sabían que era un soplón, así pues decidió cambiar de bando, y comenzar a delatar a los hombres de König.

En los días siguientes, los pistoleros anarquistas acabaron con Manuel Grau, colaborador de König, y con Pere Torrens i Capdevila, uno de los chulos de la plaza del Peso de la Paja. Resultó herido y, dos días después de recibir el alta, lo remataron. Así las cosas, los hombres de König intentaron recuperar su prestigio reconquistando, en la tarde del 17 de mayo, el quiosco de la plaza del Peso de la Paja. Se liaron a tiros con los anarquistas, pero el enfrentamiento quedó en tablas.

El tiroteo de la plaza del Peso de la Paja se convirtió en un problema político también en Madrid. Además, el ambiente estaba muy enrarecido porque, algunas semanas atrás, y no se sabe muy bien por qué, la policía había reaccionado pelín mal a la celebración de los juegos florares de Barcelona. Esta competición poética era uno de los principales actos del catalanismo de la época y aquel año, como otros muchos, terminó con el personal cantando Els Segadors, que ya se sabe que es el himno del catalanismo, y algún día contaremos por qué; pero a la pasma no debió de hacerle gracia, porque entraron en el local y se liaron a hostias con todo quisqui. Como consecuencia, la burguesía catalana la tomó con el gobernador de Barcelona y la cosa estaba fea.

Todos estos argumentos abonaron la estrategia del presidente del gobierno, Eduardo Dato, de exiliar al barón de König, cosa que hizo por siempre jamás pues este nefasto personaje no volvió ya a España, ni siquiera en los años de la dictadura de Primo de Rivera.

El 19 de junio, era cesado como gobernador de Barcelona el conde de Salvatierra, para alegría de los burgueses. Y ya hemos dicho que König había sido expulsado de España. El nuevo gobernador, Federico de Carlos y Bas, acudía con voluntad conciliadora a la ciudad.

¿Se ha acabado, pues, nuestra historia?

Desgraciadamente, ni de coña. Ni de remotísima coña.

lunes, octubre 01, 2007

El Callao (y II)

Era una guerra que España no podía ganar. Desde luego, en momento alguno se planteó, siquiera remotamente, el traslado de tropas de tierra para hacer una guerra como es debido; todo lo que intentó España fue castigar alguna población costera con su escuadra, para así forzar un final más o menos honroso de las hostilidades, a ser posible con anuencia para las reivindicaciones hispanas. Fue entonces cuando se decidió bombardear Valparaíso y cuando, para ordenar dicha medida, el ministro de Estado (Asuntos Exteriores), Bermúdez de Castro, envió al almirante de la escuadra, el gallego Casto Méndez Núñez, un oficio en el que le conminaba a sucumbir con gloria en mares enemigos mejor que regresar a España con vergüenza; despacho éste que provocó la respuesta de Méndez Núñez que de una forma o de otra todos los españoles, al menos los de mi generación, hemos oído referir alguna vez: «Si desgraciadamente no consiguiese una paz honrosa para España, cumpliré las órdenes de VE destruyendo la ciudad de Valparaíso, aunque se necesario para ello combatir antes con las escuadras inglesa y americana, allí reunidas, y la de Su Majestad se hundirá en estas aguas antes de volver a España deshonrada, cumpliendo así lo que su Majestad, su Gobierno y el País desean, esto es: primero honra sin Marina, que Marina sin honra».

Como se aprecia en las palabras de Méndez, la clave de todo este enfrentamiento eran Estados Unidos e Inglaterra, pues ambos países tenían barcos surtos en Valparaíso, amén de muchos intereses en Chile que les aconsejaban mediar para que no hubiese leches. Así las cosas, el comodoro Rodgers y Lord Denman, jefes de la flota gringa y británica, se pusieron a darle la barrila al almirante español para que declarase en qué condiciones no iniciaría el bombardeo de la bella ciudad chilena. Finalmente, Méndez Núñez aceptó poner como condición que Chile declarase que no había tenido el propósito de ofender a España, (amén de devolver la Covadonga), a cambio de lo cual España declararía que no tenía intención de conquistar el país (o sea, declarábamos lo obvio) y devolvería diversos botines y prisioneros de guerra. El acuerdo se sellaría, cómo no, con un intercambio protocolario de cañonazos, 21 como casi siempre, haciéndose el primero de ellos por parte de una fortaleza chilena. Quien haya tenido la paciencia de leer hasta aquí ya sabrá que este orden venía, de alguna manera, a significar que Chile se disculpaba ante España.

Chile no aceptó las condiciones. Lo cual no quiere decir estrictamente que no quisieran la amistad con España o que le diesen una importancia capital a lo del cañonazo. En realidad, lo que pasó es que los diplomáticos británicos en el país, no se sabe muy bien por qué, se dedicaron a comerles la oreja a los chilenos con que España, en cualquier caso, no iba a proceder al bombardeo de Valparaíso. Así pues, creyéndose salvos de la agresión con que se les amenazaba, nos hicieron la higa.

Méndez Núñez anunció el bombardeo de Valparaíso para el 31 de marzo de 1866, si no había avenencia. Debió de ser muy convincente pues el comodoro Rodgers, que hasta entonces había jugado a no creerse la acción, no sólo se puso de su parte, sino que anunció que la flota americana se iba de najas del puerto chileno. Se ofrecieron algunas soluciones al conflicto, que Chile no aceptó. El gobierno chileno, ciertamente, o estaba muy seguro de que los españoles estaban acojonados, o se había fumado algo, o tenía en su seno una cuota respetable de imbéciles; incluso, es posible que ocurrieran las tres cosas a la vez, porque su propuesta para solucionar el conflicto no se le ocurriría ni a un teletubbie con diarrea: un duelo internacional entre la flota española y la aliada, eso sí con la condición de que España retirase de la contienda su barco más moderno, la Numancia.

El 31 de marzo, desde las 9,15 hasta las 12 de la mañana, tras un aviso de dos cañonazos para que las escuadras americana e inglesa abandonasen el puerto, los barcos de guerra españoles Blanca, Villa de Madrid, Resolución y Vencedora bombardearon la ciudad semidesierta de Valparaíso, cuyos habitantes estaban en las alturas circundantes. Causaron las bombas daños por valor de unos 55 millones de pesetas de la época, según Chile.

Todo parece indicar que el bombardeo de Valparaíso envalentonó a la escuadra española, que empezó a albergar un proyecto más ambicioso, como era repetir el bombardeo, pero esta vez en la plaza de El Callo, auténtica plaza naval fuerte de los peruanos. Madrid quería que, tras Valparaíso, se bombardeasen diversas poblaciones menores, como Itique. Méndez Núñez se presentó en el puerto peruano el 27 de abril, avisando de que en cuatro días lo bombardearía.

El Callao era, ya lo he dicho, un puerto fuertemente protegido por dos torres blindadas y un total de 88 piezas de artillería, a lo que hay que sumar algunas medidas de urgencia tomadas por los peruanos, como el hundimiento en la costa de torpedos unidos a la costa por cables eléctricos. Los pocos barcos peruanos del puerto tenían cuatro piezas más. Por el contrario, por España estaban: la Numancia, que armaba 40 cañones; la Almansa, con 50; la Villa de Madrid, con 46; la Resolución, con 40; la Blanca; 36; la Vencedora, 3. En total, 215 piezas, aunque debe recordarse que eran barcos y que los barcos tienen esa cosa que se llama babor y estribor y, si se dispara por babor, no se puede disparar por estribor a menos que le queramos dar al horizonte. Así pues, la capacidad real de fuego era la mitad de esta cifra.

No obstante lo que acabamos de decir, no son pocos los historiadores españoles que destacan la franca desigualdad de fuerzas existente en la acción, a favor de los peruanos. Fundamentalmente, porque ellos estaban en casa, y tenían todo un país a las espaldas para proveerse de lo que necesitasen. Los barcos españoles no tenían ni un solo punto donde reabastecerse o repararse en más de 1.000 kilómetros. Esto viene a demostrar fehacientemente ese viejo aforismo de que en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira; todo depende del color del cristal con que se mira. Los peruanos, por su parte, tienden a pensar que fue una lucha desigual, pero llevando ellos la peor parte.

La víspera del bombardeo, el almirante Méndez Núñez recibió, de manos del alférez de navío, Álvarez de Toledo, un oficio del gobierno de Madrid ordenando el regreso de la escuadra. La respuesta de Méndez Núñez fue:

- Mañana, día 2, bombardeo El Callao. Usted no ha llegado todavía. Llegará pasado mañana y, en cuanto me comunique la orden del gobierno, me apresuraré a cumplirla.

Así pues, el bombardeo de El Callao nunca debió producirse.

El bombardeo se inició a las 11,50 horas del 2 de mayo de 1866. Los barcos españoles sufrieron diversas situaciones, entre los cuales cabe destacar que el almirante Méndez Núñez, que se encontraba en la Numancia, fue herido; o que la Almansa tuvo que retirarse un tiempo del fuego por sufrir un incendio a bordo. Con todo, los daños fueron muchos más para las personas en tierra, hasta el punto de que a eso de las cuatro de la tarde sólo tres de las 88 piezas de la línea de puerto seguían disparando a los españoles. El fuego cesó a las cuatro y cuarenta de la tarde, cuando la mayoría de las embarcaciones españolas estaban ya casi sin munición. La batalla se saldó para los españoles con unos daños en sus fragatas y goletas que a ellos mismos sorprendieron por su levedad. El error fue de los peruanos, los cuales, a todas luces, se apuntaron a una estrategia de dejar entrar a los españoles en la rada para luego cañonearlos a lo bestia; estrategia errónea pues sus piezas de mejor calibre eran dificilísimas, cuando no imposibles, de usar en distancias cortas, con lo cual los pepinos más gordos, lejos de impactar en los barcos, los pasaban por encima.

Las fuerzas españolas registraron en la acción 43 muertos y 151 heridos, casi todos ellos marineros pues sólo dos, Enrique Godínez y Ramón Rull, eran guardiamarinas. Por parte peruana, las fuentes españolas cifran las bajas en 2.000, entre los cuales se contó el ministro de la Guerra y Marina, José Gálvez, y el coronel Zavala, hermano de Juan Zavala, que en ese mismo momento era ministro español de Marina. Muchas pérdidas se debieron a que los peruanos colocaron un frente de trincheras en el puerto pensando que los españoles querrían desembarcar en El Callao; cosa que, que yo sepa, nunca se nos pasó por la cabeza, así pues aquellos infantes murieron como chinches por una prevención inútil. Eso, sin olvidar que, como hemos dicho, el almirante español tenía orden de volver grupas.

Para colmo, 17 años después de la acción, el marino que sustituyó a Méndez Núñez al mando cuando resultó herido, Novo y Colsón, escribió un libro en el que decía lindezas como «las posiciones tomadas por la escuadra para batir a las fortalezas fueron tan poco estratégicas, que difícilmente se hubieran podido elegir peores».

Según este experimentado marino, a la escuadra española le habría bastado atacar El Callao desde el sur, maniobrando desde el sur de la isla de San Lorenzo en dirección este, para haber dispuesto para bombardear de un espacio amplio y profundo, con mucha capacidad de maniobra pues; mientras que la segunda división se podría haber colocado frente a la batería de Santa Rosa, desde donde podía bombardear sin que la fortaleza situada al norte del puerto pudiese alcanzarla. De esta manera, las baterías de la parte sur del puerto habrían quedado entre los dos grupos, que las habrían destruido con facilidad, pudiendo después unirse en el bombardeo a la fortaleza norte. Lejos de esto, los españoles se colocaron en El Callao en lugares donde siempre había algún cañón que les podía disparar.

O sea: fue una chulería.

Fue, en efecto, un intento por mostrarse ampulosamente belicosos, con desprecio hacia el peligro y la muerte. En mi opinión, algo hizo, para qué negarlo, cierto espíritu español de desprecio hacia el latinoamericano, en el sentido de creerle incapaz de presentar batalla seria en un terreno en el que España acumulaba ya entonces un glorioso pasado de siglos. Colocarse a tiro de los cañones peruanos cuando todos o casi todos ellos podían ser atacados desde posiciones seguras fue un gesto como el del matón que se enfrenta a otro en la calle haciéndole señas para que se acerque y diciendo: «Pégame, anda, pégame. Ven y pégame, si tienes huevos».

Creo que aquellos marinos, herederos ya se ha dicho de la inmortal honra de Lepanto y tal, se maquinaron primero lo que iba a pasar y, después, tuvieron completa certeza: España no presentaría batalla. En Madrid, alguien con dos dedos de frente se había dado cuenta de dos cosas: una, que el ejército y la marina españoles ya no eran lo que habían sido; dos, que los propios tiempos habían cambiado y que ya no estaba sonando la hora en la que el honor está por encima de la política y la diplomacia.

Fue una machada, una machada absurda que nos costó 43 vidas, y a los peruanos 2.000. ¿Salvamos el honor? Digamos que el 98% de españoles actualmente vivos, y creo que me quedo corto, que no saben una puñetera palabra de la acción de El Callao, son la demostración palpable de que más que salvar el honor, hicimos el gilipollas.

La batalla de El Callao, por último, no tiene ganador ni perdedor. Usualmente, desde España se suele argumentar que la ganamos nosotros, pues dejamos el puerto hecho una braga, destrozamos todas las piezas y causamos muchas más bajas que las que sufrimos. Los peruanos, por su parte, recuerdan que el bombardeo terminó a las cuatro y cuarenta y que a las cinco en punto el pueblo de El Callao podría estar descojonado, pero no había sido tomado por los españoles.

La discusión sobre quién ganó la batalla de El Callao es una más de las muchas gilipolleces que componen este episodio histórico.