viernes, julio 14, 2023

El otro Napoleón (56: Medidas desesperadas)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica  



Además de estos dos nombramientos, el consejito imperial de Châlons decidió sacar de allí y enviar a París a los miembros de la Guardia Móvil del Sena, que estaban bastante soliviantados. Además, se temía que el príncipe real prusiano estuviese aproximándose a la capital, por lo que debían acampar en las afueras para defenderla; además de impedir un movimiento insurreccional que ya se temía.

El príncipe Napoleón vio su momento llegado con esos acontecimientos. Se hace llegar a Saint-Cloud en la noche, donde comunicará que se ha de instituir la dictadura. En caso de que el Cuerpo Legislativo se niegue, el emperador, dijo, abdicará en la persona de su hijo; aunque se guarda mucho en decir que su esperanza es que él mismo sea nombrado regente. Aparentemente, su primo estaba más o menos de acuerdo.

En Châlons, Luis Napoleón ramonea antes de salir hacia París. Quiere recibir noticias de Bazaine, hasta que recibe despachos de Gravelotte sobre la retirada hacia Metz. En la tarde recibe telegrama de Palikao. El general y jefe del gobierno en París le informa de que la emperatriz ha recibido la comunicación sobre el regreso de la Guardia a la capital. Y continúa: “yo le suplico al emperador que abandone esa idea [la de ir a París], que sería vista como el abandono del ejército de Metz”. En paralelo, otro telegrama, de su propia mujer, es más claro: “No pienses siquiera en volver si no quieres desencadenar una revolución; aquí se dirá que abandonas al Ejército porque huyes del peligro”. El emperador le dice a su primo el príncipe: “No puedo volver a París; la emperatriz me ha dicho que mi posición allí no sería sostenible” (mucho menos empoderada). Y añadió, con un suspiro: “La verdad, nadie me quiere en ningún lado”. Macho, es lo que le acaba por pasar a los que mienten a todos todo el rato.

A mediodía, Trochu llegó a París. Se fue a ver al ministro del Interior, Chevreau. Éste, al parecer, se resistió a llevarlo a las Tullerías, pero al final lo hizo. La Euge lo recibió en compañía del almirante Jean Pierre Edmont Jurien de la Gravière y de su fiel Piétri. Le recibió bajo el estado de nervios en que estaba desde Forbach, cuando empezó a avizorar el final de aquella guerra. Por lo demás, para ella Trochu no era otra cosa que una amenaza para sus poderes como regente. Cuando Trochu le está informando de los nombramientos que se han hecho en su persona, la emperatriz le interrumpe para decirle que el emperador no debe regresar a París. Y, sigue: “General, ¿no pensáis que en el peligro en que estamos, no convendría llamar a los príncipes de Orléans?"

Aquello era una puñalada de pícaro; Eugenia, como su marido, veía en Trochu a un orleanista emboscado. Pero el general se lo tomó como una afrenta. Jurien intervino para poner paz, pidiéndole a la regente que le diese su confianza al general porque, dijo, la merecía. “Ustedes dos”, dijo, “están hechos para entenderse”.

A pesar de afectar no haber escuchado aquella admonición, finalmente la emperatriz estuvo de acuerdo en alcanzar un compromiso. Trochu será gobernador de París; pero no podrá, en su proclamación, anunciar el regreso del emperador.

La verdad es que, en ese momento, Eugenia de Montijo la española considera que el presente y el futuro de Francia están mejor en sus manos que en las de su marido. La regente está en París, no en el campo de batalla; teme más a una revolución que a una derrota. Sabe que su marido no puede regresar a París vencido y enfermo. Considera que, en ese caso, puede pasar una de dos cosas: o que el Ejército apoye al poder constituido, con lo que habría una guerra civil; o que no lo haga, en cuyo caso habría una masacre. Y ella, todavía, quiere salvar la dinastía. Confía en Bazaine o en Mac-Mahon, en un cambio de la suerte.

En el Ministerio de la Guerra, Palikao recibe a Trochu incluso con peores modales que la Euge. Le confiesa que si no temiese el estallido de una revolución, dimitiría allí mismo. Palikao está totalmente en contra del regreso de las tropas de Châlons a París.

En Châlons, hemos de recordar que Mac-Mahon acaba de convertirse en subordinado de Bazaine; así pues, le pide instrucciones. Sin embargo, la comunicación es imposible; lo que Moltke lleva horas afirmando con chulería es cierto: los prusianos han hecho imposible la comunicación por telégrafo y por tren en la zona. El príncipe real ya se acerca al Ordain, en dirección de Vitry. ¿Qué hacer? Mac-Mahon, la verdad, había contado con recibir órdenes y, de esta manera, descargarse de una responsabilidad que no quería (una responsabilidad que ya no quería nadie; ni siquiera Bazaine). Pero, como quiera que no llega nada, tiene que dar la orden de evacuar hacia Reims.

El 21 de agosto, el ejército de Châlons se pone en marcha. Al emperador lo meten en el castillo de Courcelles. Allí le visitará su vieja mano derecha, Rouher. En realidad, está brillando de nuevo, puesto que se ha convertido en el gran confidente de la regente. El antiguo ministro está allí con un recado de la emperatriz para su marido, conminándole a mover el culo hacia las posiciones de Bazaine. El argumento de Rouher es que el ejército de Châlons debe ir al encuentro del de Lorena para poder detener al príncipe real; pero Mac-Mahon, presente en la reunión, le contesta fríamente que si Bazaine no es capaz de comunicarse con Châlons eso, obviamente, quiere decir que está bloqueado. Y sigue: “no tiene víveres ni municiones. Tendrá que capitular, y nosotros no vamos a llegar a tiempo”. La decisión más racional, dice, es acercarse a París.

Rouher, que no podía discutir con un mariscal de mierdas estratégicas, le dio la razón. Allí mismo, pues, redactó un decreto (obsérvese como, en esas jornadas, gentes que no eran ministros ni nada o que lo eran pero sin poder legislativo propio, redactaban leyes; el decreto estableciendo los poderes de Trochu lo escribió él mismo sobre sus rodillas en el tren) que le daba a Mac-Mahon el mando sobre las tropas de París, más un proyecto de declaración firmada por el propio mariscal.

El 22 estaba Rouher de nuevo en las Tullerías, deponiendo ante el gobierno el resultado de sus gestiones. Alarmados ante las terribles consecuencias que tendría la noticia de que Bazaine ha sido vencido y apresado, allí mismo redactan, con la ayuda de la regente, un telegrama para el emperador que dice: “No socorrer a Bazaine tendría las más deplorables consecuencias en París. En presencia de este desastre, habría que creer que la capital no podrá ser defendida”.

Las cosas como son, cuando el telegrama llegó a Reims, el emperador y Mac-Mahon habían cambiado ya de idea. Habían recibido un mensaje enviado por Bazaine al día siguiente de la batalla de Saint-Privat, que un modesto guardia forestal había podido llevar a través de los bosques. El mariscal Bazaine, probablemente tratando de esconder su verdadera situación, anunciaba que se movería hacia el norte, a Montmédy. Este mensaje, a pesar de que no había ninguna garantía de que Bazaine finalmente hubiese ejercitado esa acción, movió a Mac-Mahon a decidir no ir a París. El 23 de agosto el ejército nómada de Châlons tira para Montmédy, a su noreste.

En ese movimiento no estaba el príncipe Napoleón. Horas antes, había sido enviado a Italia para una llamada desesperada de última hora. Francia quería el envío de 60.000 hombres; pero los políticos italianos no estaban por la labor. Entre otras cosas, con mucho criterio, los italianos argumentaban que una movilización de este calibre tomaría un mes; y que los franceses no iban a aguantar un mes. Italia, automáticamente, muñó con Inglaterra y Rusia lo que se llamó una “línea de neutros”, una especie de comité de no intervención parecido al de la guerra civil española, que garantizase que no iba a haber aportaciones de tropas en una guerra que le olía muy mal a todos.

Un síntoma claro del caos en que se había convertido la gobernación de Francia es que el gobierno de París no supo nada del viaje del príncipe a Italia. Una intervención es, en todo caso, imposible, teniendo en cuenta que Rusia ambiciona aprovechar la situación para atacar a Austria. En realidad, el único soberano que se ofreció a mediar fue Pío IX, pero los prusianos rechazaron la oferta con amabilidad. Para entonces, ya habían designado un gobernador para Alsacia y Lorena, que consideraban suyas. El Papa, por cierto, está a punto de vivir jornadas amargas. Tras el final de esta guerra, el cuerpo francés presente en Roma será llamado de vuelta a casa y, apenas unos días después, el 20 de septiembre de 1870, las tropas italianas entrarán en la ciudad, colocando a Víctor Manuel en el Quirinal, al Papa en el Vaticano, y generando un conflicto que duraría sesenta años.

En París se formaron en esas jornadas, de forma más que meritoria, dos cuerpos de ejército. En el Cuerpo Legislativo, los republicanos, que ven llegar su momento, intensifican sus diatribas para conseguir hacer llegar ese momento lo antes posible, conscientes de que cualquier pequeño cambio del guion puede dar al traste con todo.

El 17 de agosto, el gobierno de París ha creado un Comité de Defensa, presidido por un Trochu que ni siquiera se habla con Palikao. El parlamento se pone de canto. Finalmente, se llega a un acuerdo y el Comité se abre a dos senadores y tres diputados; entre ellos, Thiers, quien será la voz cantante.

El ejército de Châlons estaba formado de cuatro cuerpos de ejército, algunos de ellos diezmados por las batallas anteriores, otros desmoralizados e, incluso, aquél que no había entrado aún en combate, bajo el mando de oficiales que ellos mismos no creían en la posibilidad de victoria alguna. Eran 130.000 hombres, pero apenas avanzaban, y mucho menos actuaban bélicamente, de forma coordinada. Con ellos marcha el emperador, siguiendo a Mac-Mahon, la mayor parte del día literalmente ciego de opio para poder soportar los dolores. Su hijo, en todo caso, estaba cerca; Eugenia había dado orden expresa de que no fuese llamado a París.

Mac-Mahon confiaba con contrarrestar a los alemanes y llegar a Montmédy en cinco etapas, para allí reunirse con Bazaine. Seguía al pie de la letra el planeamiento imaginado por el Estado Mayor de Palikao. Gracias a tener un ejército muy numeroso podría, siempre según este plan, vencer al príncipe de Sajonia y después, ya reunido con Bazaine, atacar al ejército prusiano que se había aventurado por la Champaña, al mando del príncipe real.

El plan no estaba mal pensado. Pero, sin duda, reclamaba de la sorpresa y la rapidez; y el ejército de Châlons hizo todo menos avanzar deprisa. El día 26, todavía estaba en Vouziers, muy lejos de los puntos que teóricamente debiera haber alcanzado. Por lo demás, en un error sinceramente inexplicable, el secreto de aquel avance fue roto por un despacho de la agencia Havas, que fue reproducido por el Times en Londres, describiendo con claridad el avance de Mac-Mahon, y su destino. El bocachancla, aparentemente, fue alguien del gabinete ministerial de Palikao.

El príncipe real estaba en el bajo Ornain, pero algunas de sus unidades de caballería se habían llegado ya hasta Vitry. Esperaba a las tropas del príncipe de Sajonia para, juntos, avanzar hacia París. El 25 por la tarde fue informado de que los franceses remontaban el Mosa. Eso hizo que Moltke cambiase sus planes, ordenando al III y IV ejércitos que volviesen sobre sus pasos en la misma dirección que los franceses. Dos días después, el príncipe de Sajonia llegó al Mosa por Stenay, mientras que el príncipe real estaba muy cerca, en Buzancy.

Es el 27 de agosto. Mac-Mahon estaba en Chesne-Populeux, y allí es donde le informan de que los dos ejércitos alemanes vienen a por él. Al mismo tiempo, le llega información de que Bazaine no ha cumplido lo que dijo por escrito y apenas ha podido salir de Metz. En esas condiciones, decide dejar a su compañero a su suerte, pues se da cuenta de que los prusianos tienen varios triunfos en la mano para incomunicarle de París. Son decisiones muy graves, y el general siente que no puede tomarlas solo; así pues, exige el consenso del emperador. El consejo de Luis Napoleón es retirarse hacia el noroeste, para así tratar de salvar al Ejército. Mac-Mahon comunica a París la decisión y, pocas horas después, recibe un telegrama de Palikao: “Si abandonáis a Bazaine, la revolución estallará en París, y usted será atacado por todas las fuerzas del enemigo”.

Al mediodía del día siguiente, nuevo telegrama de Palikao: “En nombre del consejo de ministros y del Consejo Privado, os demando que socorráis a Bazaine, aprovechándoos de las treinta horas de ventaja que le lleváis al príncipe real prusiano”. En realidad, MacMahon se sintió bastante liberado con este telegrama, pues sentía el peso de tener que tomar él las decisiones.

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