Como quiera que ayer hice referencia a un post que tenía escrito pero aun no había publicado, algunos lectores, en público y en privado, me han indicado la necesidad de publicarlo ahora para que, por así decirlo, no se pierda el hilo. Así pues, si queréis, podéis tomaros el post de hoy como una cierta ampliación de conceptos del que se publicó ayer.
Vamos, pues, con la polémica pedrina.
Los astrónomos, que son los que saben
de esto, nos dicen que el universo se expande. Esto quiere decir,
entiendo yo, que cada vez estamos más lejos unos de otros (bueno,
suponiendo que haya otros, claro). A la religión cristiana le ocurre
un poco lo mismo. Casi desde sus inicios, está experimentando un Big
Bang como consecuencia del cual diversos cuerpos celestes formados
por creencias se desgajan de la roca original; y, por mucho que se
empeñen los partidarios del ecumenismo, cada vez están más lejos.
Al concilio Vaticano II, del que espero que hablemos algún día (o
tal vez ya hayamos hablado cuando estas notas se publiquen) se
preocupó mucho del ecumenismo, porque su impulsor: Juan XXIII,
quería que la reunión de las iglesias o, cuando menos, el frenazo
del proceso de expansión del Universo, fuese una de las herencias
que quedasen de su papado. Por esta razón, a través sobre todo del
episcopado alemán, en el Vaticano II se fibrilaron tantas ideas y
tantos planteamientos filo o, directamente, protestantes. Se buscaba
hacer la Iglesia Católica atractiva para, cuando menos, algunos de
ellos.
Como digo, el acercamiento estratégico
del catolicismo al protestantismo es más que evidente. Pero hay una
cosa que no se discutió en el Vaticano; un elemento de discusión
que fue, sobre todo durante el siglo XIX, una línea roja que ninguna
de las partes quería pasar: la cuestión del episcopado de Pedro.
El planteamiento es simple: el Papa de
Roma es el obispo de la ciudad eterna vigente en cada momento. Es,
pues, el sucesor del primer obispo católico de la ciudad, que fue
Cephas, o Pedro, el discípulo predilecto de Jesús. La autoridad de
Pedro como primus inter pares está
adverada (es un decir) en un famoso pasaje de los Evangelios, que
sólo está en uno de ellos (Mateo), cuando Jesús le dice a Pedro
eso de tú eres mi piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y lo que ates tú aquí quedará atado en el cielo, blablablá.
Teniendo
en cuenta que uno de los building blocks
del protestantismo es el cuestionamiento de la autoridad papal, ya
que los protestantes tienden a ver al Papa como una especie de
impostor, es lógico que uno de los puntos fundamentales sobre lo que
han escrito teólogos y exégetas protestantes sea, precisamente, la
insoportable levedad de esa herencia. En el siglo XIX, al
cuestionamiento en sí del hecho de que la autoridad de Pedro estaba
recogida apenas en un pasaje de las Escrituras, se unió otro asunto
que había estado orbitando sobre las cabezas de muchos pensadores
protestantes de tiempo atrás: no sólo es que la autoridad de Pedro
sea cuestionable; es que, en realidad, Pedro nunca pudo legar el
obispado de Roma, porque nunca fue obispo de Roma; nunca estuvo allí.
Si
algún día os interesa el tema a fondo, os recomiendo que metáis
las narices en los anaqueles de las librerías de viejo francesas, a
la búsqueda de una obra titulada: Saint Pierre a-t-il été
à Rome? Compte rendu de la controverse engagée à Rome le 9 et le
10 fevrier 1872. En efecto,
aquellos lejanos días de 1872, hace ahora 152 años, se lio bien
parda en Roma, cuando teólogos católicos y protestantes se
reunieron para discutir este tema, al calor del ambiente de una
cierta apertura que generaba el concilio Vaticano I. Obviamente, no
llegaron a ninguna conclusión, como era previsible. Y no es de
extrañar, porque para entonces ya era una polémica muy vieja.
Probablemente
los primeros que metieron cuchara en esa sopa fueron los valdenses,
de quienes ya
te he hablado. Fueron los primeros en decir, hace medio milenio
aproximadamente, que la Biblia es tremendamente parca al establecer
el principio general de que Jesús dejó en herencia una especie de
autoridad sobre los cristianos, y además se la legó a Pedro.
Obviamente, son muy pocos los creyentes que consideran que Jesús no
pretendiese crear Iglesia alguna; esto no se cuestiona. Pero lo que
defienden no pocos teólogos, incluso desde el campo católico, es
que, en realidad, a quien legó su autoridad Jesús fue al conjunto
de los apóstoles y que, por lo tanto, los actuales receptores de
dicha autoridad son el conjunto de los obispos, no uno solo. Una
teoría que lleva siglos alimentada, financiada y patrocinada por el
poder temporal, puesto que afirmar la autoridad episcopal equivale a
abrir la puerta a la construcción de iglesias nacionales casi
totalmente autónomas, que es algo que siempre ambicionaron los reyes
cristianos como los españoles, franceses, ingleses (en su momento),
polacos, y demás.
La
idea prendió especialmente en el siglo XIX a causa de las
aportaciones que hizo el hegelianismo a la exégesis. Ello permitía
ver las peripecias contadas en Hechos, y muy particularmente llamado
concilio de Jerusalén del que ya os hablé en mis notas sobre Pablo
de Tarso (en la biblioteca),
como procesos dialécticos en los que, por así decirlo, la Iglesia
de Pedro sería la tesis, la paulina la antítesis y,
consiguientemente, habría surgido una síntesis que no
sería la Iglesia de Pedro.
Esta
idea, que es una idea hermenéutica, devino rápidamente en un debate
historiográfico. Al calor de estos conceptos, el pensamiento
protestante decimonónico recuperó la denuncia de que el cristianismo contiene testimonios de segunda o tercera mano sobre el apostolado de
Pedro, pero no de primera.
La
ICAR contraatacó en este debate con varios argumentos. El principal
de ellos, probablemente, fue negar la calificación como testimonios de
segunda mano que se hacía de muchos de los escritos disponibles. Se
utilizaba mucho, entonces, el ejemplo de Papías de Hierápolis, uno
de los padres de la Iglesia que, en sus testimonios, afirma haber
hablado con personas ancianas que habían estado con los apóstoles;
y, de hecho, de él mismo se dice que fue discípulo del apóstol
Juan, aunque a mí esto no me cuadra mucho porque, como otras cosas,
está basado en una percepción de Juan como un hombre
extraordinariamente longevo. El problema de este argumento es que los
propios testimonios de Papías son, en realidad, testimonios sobre
Papías. Casi todo lo que
sabemos de lo que el buen obispo escribió son cosas que otros
(notablemente, Eusebio de Cesarea) dicen
que escribió.
El
segundo argumento esgrimido por los defensores del papado es el
argumento de autoridad basado en el tiempo. Es decir: nadie, hasta
el siglo XIV como muy pronto, parece haber cuestionado la residencia
de Pedro en Roma. Este argumento, en todo caso, tiene su truco. Sobre
todo, porque, en alguna medida, de los muchos, muchísimos,
movimientos divergentes de la ortodoxia católica que existieron en
los primeros 1.300 años de cristianismo sabemos, en buena medida, lo
que la ICAR ha querido que sepamos. El ejemplo de los
cátaros y de cómo fueron borrados de la faz de la Tierra es
bastante claro al respecto. La ICAR no se encuentra con el problema de enfrentarse a una serie de
iglesias a las que no puede controlar ni borrar hasta que llega el
movimiento protestante y su alianza de poder con diversos príncipes
centroeuropeos.
El
contraataque de los protestantes es el análisis de lo que se conoce
como la primera carta de Pedro. La primera carta de Pedro, según la
ortodoxia, es una carta compuesta en Roma
para lanzar ánimos a diversas iglesias cristianas establecidas en
Asia Menor, en lugares como el Ponto y Cilicia (más o menos la
Capadocia, pues). Pero tiene el problema de que, en su despedida,
Pedro, o el autor, le lanza a los receptores del email saludos
específicos de la Iglesia de Babilonia.
Los protestantes, pues, tienden a interpretar que esta carta no fue
escrita en Roma, sino en Babilonia. Y que fue escrita en Babilonia
porque ahí era donde Pedro tenía el loft.
En el
debate de 1872, por todo ello, los protestantes hicieron la confesión
escandalosa: “Nosotros negamos que Pedro haya estado en Roma,
precisamente porque nos ceñimos a lo que dice la Biblia”. Una
afirmación bastante fuerte (en el sentido de sólida) que,
precisamente por ello, no fue contestada por los católicos, quienes
retrucaron que, en realidad, la ICAR nunca había pretendido defender
la autoridad de Pedro sólo con la Biblia (noniná).
Efectivamente a punto de estrenar el último cuarto del siglo XIX, la
Iglesia Católica ya estaba en modo reconocer que los detalles
históricos de las Escrituras son pocos, esquemáticos, a menudo
incongruentes y que, por lo tanto, no se deben tomar literalmente;
pero, vamos, que esta asunción no la hacían ellos voluntariamente,
sino empujados por las consecuencias del tsunami de librepensamiento
que fue ese siglo.
El
argumento católico, pues, era que algo, o alguien, no tiene, para
haber existido, que ser citado en las Escrituras. Y, para ello,
recordaban un tema del que se habla muy poco: los Hechos, que son la
gran crónica del primer cristianismo, apenas citan a la mayoría de
los apóstoles de Jesús, o no los citan en lo absoluto. Este
argumento, claro, es útil y efectivo si partes de la base de que la
existencia de esos apóstoles es incontrovertible. Pero, claro, si
tiendes a pensar (como este amanuense) que los apóstoles son
invenciones simbólicas destinadas a abrochar el mensaje cristiano
con sus raíces hebreas, la cosa es que la piedra que lanzaste te
vuelve y te da en medio de la frente.
Los
Hechos, como recordaron los protestantes en aquel debate, de lo que
hablan, en realidad, es de Saulo. Hacen una notaría bastante exacta
de sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo, así como de
su martirio final. Y, por ello, cabe la pregunta: ¿por qué no
describen el viaje de Pedro a Roma? ¿Y su muerte? ¿Cómo es posible
que los redactores de la Biblia, y muy particularmente Lucas a quien
se atribuyen los Hechos, no sintieran la necesidad de describir la
peripecia de la persona que había sido designada como sucesora de
Dios en la Tierra, cuando sí lo hacen de un señor que se dio un
piñazo montando a caballo?
Es en
este punto donde adquiere tanta importancia el debate sobre las
fuentes doctrinales del cristianismo. La Iglesia católica siempre ha
sido consciente de que, si Dios habla a través de la Biblia, la
verdad es que es más bien lacónico. La Biblia, sobre todo el Nuevo
Testamento, le presenta al hombre un esquema moral y escatológico
realmente sólido; pero no exento de faltas, de dudas, de momentos
indecisos. El mensaje de Dios en la Biblia no es total; pero no pasa
nada, nos dice la ICAR, porque Dios ha seguido hablando a
los hombres a través de lo que
se denomina la tradición, es decir, las elaboraciones de la propia
Iglesia. Dios, por lo tanto, está en los cuatro Evangelios; pero
está también en Orígenes, en Barnabás, en Tertuliano y, si nos
apuramos, hasta en las mierdas que suelta Bergoglio los domingos por
el micrófono. Este paso era un paso necesario para la ICAR, pues de
no admitirlo se habría encontrado inerme ante lo que considera
herejías; y para prueba, ahí están los muy diferentes movimientos
en que se ha dividido el protestantismo, precisamente por negar
prácticamente más autoridad que la de los textos.
La
posición protestante, por lo tanto, se sustentó, y se sustenta,
sobre dos pilares fundamentales: el primero, que las Escrituras no
hablan del viaje y martirio de Pedro; peor que eso: no sólo no
hablan del viaje y martirio de Pedro, sino que sí hablan del viaje y
martirio de Pablo, con lo que no se entiende muy bien cómo es
posible que Dios nos quiera contar la peripecia del Director
Financiero, pero nos esconda la del CEO. Y, segundo: en realidad, las
Escrituras no sólo escamotean la información de que Pedro viajó a
Roma, allí fue martirizado y, consecuentemente, a su muerte legó
los poderes heredados de Jesús al Francisquito de turno; sino que,
en realidad, niegan esa realidad en el punto y hora que en la única
esquina de dichas Escrituras en la que Pedro nos aporta sus
coordenadas GPS, resulta que estaba en Babilonia. Argumento, éste
último, que la Iglesia católica contraataca afirmando que la
tradición solía referirse a
Roma llamándola Babilonia. Un argumento probablemente cierto, pero
de poca eficacia ante quien afirma que se está ciñendo
exclusivamente a lo que dicen las Escrituras. Diversos escritores
protestantes, sobre todo en el siglo XIX, defendieron la idea de que
la cita es literal y que, de hecho, Pedro murió martirizado por los
partos.
La
gran línea de ataque católica a esta teoría, bastante eficiente
desde mi punto de vista, es ésta: si, realmente, el lugar donde
Pedro se jubiló y al final se lo apiolaron fue Babilonia, ¿por qué
Babilonia no reclamó nunca su condición de Luz de la Cristiandad?
Y, sobre todo, ¿por qué es Roma quien conserva la tumba de Pedro?
¿Acaso llevaron los restos por SEUR? Como digo, es un argumento de
cierta fuerza; aunque justo es decir que su fuerza se base en que sea
un argumento esgrimido entre creyentes.
Para un no creyente, el tema ya está más difícil, porque las
pruebas de que lo que está dentro de esa tumba sean los restos de un
tal Cephas son, digamos, sketchy.
Personalmente,
considero que el argumento antiprotestante más eficiente que
manejaron los católicos en aquella polémica fue el hecho de que las
iglesias orientales (nestoriana, jacobita, monofisita, melquita,
maronita); iglesias que llegaron a expandirse por el imperio
bizantino, oriente, Arabia, Egipto o Etiopía, son iglesias que, sin
embargo, en lo tocante a este tema, no quitan ni una coma al relato
pedrino de la ICAR. No tiene sentido, según los católicos, que, si
Pedro predicó y murió en Babilonia, todas estas iglesias lo hayan
olvidado. Como digo, este argumento siempre me ha parecido el más
fuerte a favor de la posición de los católicos; aunque, una vez
más, se trata de un argumento eficiente entre creyentes, ya que
parte de la base de que Pedro ejercía un magisterio eficiente y real
que, por lo tanto, debía ser recordado. A través de la óptica de
que puede ser un personaje de carácter más simbólico que otra
cosa, ya la cosa cambia.
El
siglo XX, cuando menos en mi percepción, modificó un poco los
parámetros de esta discusión. O, más bien, la disolvió bastante.
La Iglesia católica experimentó en un solo siglo, el XIX, una
pérdida de poder muy superior a toda la que había sufrido en medio
milenio anterior; y en el siglo XX ha seguido en la misma línea. El
protestantismo, por otra parte, perdió el interés por el
ecumenismo; aunque en los tiempos presentes, en los que el
descreimiento general está haciendo peligrar la pasta para
todo el mundo (y no olvidéis que la pasta es
el objetivo de toda Iglesia, porque no son sino modelos de negocio),
yo creo que se nota cierta revitalización de las tentativas de
acercamiento. Pero ésta fue una de las grandes y pasionales
polémicas del siglo XIX, sostenida con unos niveles de pasión y
violencia (afortunadamente, verbal) que hoy nos cuesta bastante
imaginar.
Bueno,
qué digo. Pasad media hora en X, y ya os haréis una idea.