miércoles, septiembre 18, 2013

Doping (8: y el COI vio la luz)

En realidad, no cayó ninguna venda. Si el COI se avino, finalmente, a tomarse el dopaje en serio, fue por la única razón que podía mover a Samarach y sus colegas a ello: porque comenzaron a tener la sensación de que su reputación se resentiría si no lo hacían.

En 1998, la policía francesa irrumpió en las habitaciones de los hoteles donde se alojaban un buen número de los ciclistas que competían en el Tour de Francia, y encontró toneladas de drogas por todas partes. La competición ciclista se vio sumergida en una vorágine de dudas sobre su limpieza de la que no se ha recuperado ni retirándole los entorchados al supuesto mejor ciclista de la Historia; y no debe de extrañarse de ello, puesto que ya hace tres décadas, que se dice pronto, se publicaban en la prensa deportiva viñetas alusivas a lo mucho que le estaban creciendo las tetas [sic] a Luis Ocaña. Ese mismo año, al Departamento de Justicia de los Estados Unidos llegaron algunas denuncias que hablaban de sobornos ligados a la elección de Salt Lake City como sede de los JJOO de invierno, y decidió investigarlo. Aquello fue el no va más del sinvivir olímpico: si hay algo a lo que los dirigentes deportivos temen más que a la muerte, es a los tribunales ordinarios. Un juez que no les entienda siempre corre peligro de cerrarles el chiringuito o joderles la mamandurria.

Así las cosas, el movimiento olímpico, convencido de que se estaba jugando su reputación y la posibilidad de que le empezasen a llover hostias como panes desde los tribunales del mundo mundial, apareció en febrero de 1999, en la Conferencia Mundial sobre Dopaje en el Deporte, convertido a la religión del deporte limpio. Las Naciones Unidas y varios gobiernos importantes fueron invitados a la reunión. Fruto del encuentro es la campanuda Declaración de Lausana, que viene a intentar convencernos de que el Comité Olímpico Internacional ha defendido siempre cosas que apenas meses antes de redactarse dicha declaración le importaban un culo. En el ámbito de lo útil y concreto, el principal compromiso del documento era crear una Agencia Internacional Antidopaje, que el COI se comprometía a financiar, de salida, con 25 millones de dólares.

Samaranch había perdido una batalla, la batalla de que no hubiese una política antidopaje seria. Y rápidamente perdió otra, más que nada porque se le vio el plumero (lo que tiene ser calvo). Inicialmente, el catalán esperaba retener el control absoluto por parte del COI de la nueva Agencia Internacional. Pero, claro, los gobiernos invitados a la conferencia le contestaron: macho, si me vas a meter en este lío, yo también quiero poder decir si damos whisky del bueno o garrafón. Tony Banks, entonces ministro de Deportes de Reino Unido, lo dijo bien claro: «una agencia internacional antidopaje presidida por el señor Samaranch se vería comprometida y por lo tanto es algo que preferiríamos no aceptar». En toda la boca. Por su parte, las autoridades antidopaje de los EEUU dejaron claro que no aceptarían una agencia contra esta práctica «que fuese más una operación de relaciones públicas que una solución efectiva».

Así, en noviembre de 1999 comenzó a trabajar la Agencia Mundial Antidopaje, con el reto de estar plenamente operativa para Sidney 2000. Una gran parte de su eficiencia provino del hecho de que al frente de la misma se colocase al abogado canadiense Dick Pound; persona que ya estaba fuertemente implicada contra el dopaje de tiempo atrás, pero a quien su directa implicación en la investigación y gestión del affaire Ben Johnson había disuelto todas las dudas que le pudiesen quedar.

Los principios de la WADA no fueron fáciles. Se había marcado el objetivo de hacer 10.000 tests previos a Sidney, pero hubo que rebajar el objetivo a la cuarta parte. La razón estriba, sobre todo, en que las federaciones deportivas, fundamentales para poder llevar a cabo con eficacia estas pruebas, seguían bajo el paraguas del movimiento olímpico, que había llegado a aquella conversión antidopaje aperreado y a rastras.

En Sidney, la WADA impuso la creación del cuerpo de Observadores, quince personas que tendrían la labor, y el poder, de supervisar todos los procedimientos de análisis antidopaje. Teóricamente, la agencia mundial era un mero observador en las olimpiadas australianas, pero la presencia de sus observadores funcionó razonablemente. Por ejemplo, la federación internacional de halterofilia, probablemente, y con mucho, el deporte más drogado de la Historia, suspendió al equipo rumano completo de la especialidad. Y, ya en competición, el equipo búlgaro fue invitado a coger la puerta, después de que tres de sus atletas dieran positivo en el uso de diuréticos prohibidos.

Pero no todo era cascada de colores. Pocos meses antes de Sidney, el hasta entonces responsable antidopaje del Comité Olímpico USA, Wade Exum, dimitió; pero no se limitó a dimitir, sino que se presentó ante una Corte ordinaria, ante la que presentó una denuncia contra el USOC aseverando que la mitad de los positivos por dopaje no habían sido hecho públicos; que, en realidad, el USOC estaba promoviendo el uso de drogas con su actitud; y, finalmente, aderezó sus acusaciones con insinuaciones sobre discriminación racial. Desde luego que algo había: ahí está la noticia, que surgió en aquellos momentos, de que el lanzador de peso C. J. Hunter, marido de la conocida velocista Marion Jones, había dado positivo por esteroides anabólicos, sin que se supiera. Como consecuencia de este escándalo, el nuevo COI hipermotivado con el tema del dopaje acusó en Sidney a los americanos de mantener una posición hipócrita en la materia. Los estadounidenses amagaron con no participar financieramente en la WADA, lo que provocó que Pound amenazase con sacar los gobiernos de la agencia y, por lo tanto, dejarles sin tocar pito en el tema.

Tras los juegos de Sidney, la WADA tenía muy claro que tenía que incrementar su personal y sus recursos. Pound decidió seguir hacia delante. De hecho, Dick Pound sonó, tras la retirada de Samaranch (julio 2001) para ser presidente del COI; pero los recelos de los miembros europeos del COI acabaron por favorecer al belga Jacques Rogge.

A principios del 2002, cuando fue llegando el dinero de los distintos gobiernos, la WADA se encontraba en una situación financiera más sólida. En los juegos de invierno de Salt Lake, el COI siguió dirigiendo los tests de dopaje; pero los empleados de la WADA tenían ya pleno derecho de estar presentes e intervenir en los procesos. Aunque seguía habiendo sus obstáculos. Por ejemplo, el presidente del comité organizador de los juegos trató de resistirse a la construcción de un laboratorio para los test en el mismo lugar de las competiciones. Aquel presidente, por cierto, se llamaba Mitt Romney.

Varios esquiadores fueron suspendidos durante los juegos cuando las pruebas localizaron en sus organismos un tipo de eritroproteína conocido como darbepoiteína. Asimismo Pavle Jovanovic, miembro del equipo USA de bobsleigh, también fue suspendido, en medio de protestas de su equipo, que aducía no haber sido adecuadamente informado sobre lo que podían tomar y lo que no.

Una vez más, sin embargo, la política antidopaje siguió mostrando una tendencia hacia el comportamiento caótico y arbitrario que ríete tú del clima: el atleta de bobsleigh letón Sandis Prusis, que había dado positivo por esteroides anabolizantes apenas un año antes, compitió en Salt Lake como un pichi. Había sido suspendido con tres meses, que vencieron, oh casualidad, seis días antes de la primera prueba en la que tenía que participar. El COI intentó prohibirle hacerlo, pero la Corte de Arbitraje en el Deporte concluyó que eso era competencia de las federaciones deportivas. Otro ejemplo de ilógica e incongruencia lo ofrece la esquiadora de fondo estonia Kristine Smigun, que dio positivo en un análisis y negativo en otro. Sin embargo, y a pesar de todo esto, los indicios son bastante claros de que Salt Lake fue la oportunidad en la que le empezó a quedar claro al mundo deportivo que esto de los análisis antidopaje, por fin, iba en serio.

lunes, septiembre 16, 2013

Doping (7: China como problema)

A lo largo de los años noventa, la política del COI respecto del doping no varió gran cosa. Para el olimpismo, reconocer la extensión y profundidad de las prácticas de uso de drogas en el deporte seguía suponiendo un riesgo excesivo de pérdida de apoyos económicos. El ejemplo más claro de lo que decimos es la actitud que, tras la caída del Muro en 1989, tuvo el COI hacia los escandalosos usos que se habían dado en la República Democrática Alemana. Es obvio que el COI nunca ha estado interesado en aclarar a fondo todo aquello, porque los y las atletas alemanodemocráticas siguen poseyendo unos récords y unas medallas que deberían haber devuelto. Lejos de ello, sin embargo, José Antonio Samaranch lo olvidó todo, y lo olvidó fundamentalmente en favor de un gran proyecto: la Alemania reunificada y su gran olimpiada, que él esperaba para el 2000 o 2004. Fue en la época en la que estas sedes estaban siendo designadas cuando aseveró públicamente que era imposible remontarse lo suficiente como para investigar las prácticas de doping en la RDA. Fin de la cita, caso cerrado.

Sin embargo, a pesar de esta actitud distante, la multiplicación de escándalos de dopaje estaba dejando claro que las estrategias contra el mismo debían cambiar e intensificarse. Como decíamos, los escándalos estaban ahí. En 1992, tres atletas alemanes que habían «crecido» siendo alemanes democráticos, entre ellos la campeona velocista Katrin Krabbe, fueron pillados en Sudáfrica metiéndose en el cuerpo orina de personas no drogadas. Su entrenador, Thomas Springstein, fue despedido, y los atletas suspendidos por cuatro años. Pero la cosa no había terminado.

Emil Vrijman, el abogado de los atletas, atacó la sanción recordando que, como es lógico, puesto que los deportistas estaban compitiendo en Sudáfrica, era este país el que había realizado las pruebas de orina; y destacó el hecho de que no existía un acuerdo internacional sobre la forma de proceder en este tipo de cosas, insinuando con ello que tal vez los procedimientos de los sudafricanos no habían sido los adecuados. Bajo esta presión, la federación alemana redujo la sanción de Krabbe de cuatro años a uno, lo que sentó a cuerno quemado en la IAAF. Aun así, Krabbe acudió a los tribunales ordinarios. En 1995, una corte bávara ordenó a la federación alemana y a la IAAF a indemnizarle con 2,7 millones de dólares en salarios no percibidos por razón de su suspensión.

Todas estas contradicciones en la política antidopaje fueron heredadas por los juegos de Barcelona en 1992. En muchos deportes los medallistas fueron testados, pero en otros, como por ejemplo en natación, apenas lo fueron. Además, los que se hacían se realizaban poco menos que por sorteo. El ejemplo está en la medallista de plata estadounidense (100 metros libres) Jenny Thomson, que tuvo que pasar el test; mientras que quien le ganó, la china Zhuang Yong, no. Asimismo, también se produjo un cierto escándalo cuando fue encontrado Clembuterol en el organismo de varios atletas británicos. Al parecer, su entrenador creía sinceramente que no era una substancia prohibida; y es que, realmente, no estaba en la lista de compuestos prohibidos, aunque algunos miembros de COI y federaciones lo consideraban prohibido de facto por pertenecer al mundillo de los esteroides anabolizantes. La política antidopaje, pues, era una especie de caos.

En 1993, tras la experiencia de Barcelona y algunos años antes, el olimpismo se planteó que tenía que conseguir evitar la apelación de atletas y entrenadores a los tribunales ordinarios, que se iba convirtiendo en norma, y donde solían tener las de perder (en el caso Krabbe, el juzgado había concluido que la federación alemana no tenía potestad para castigarla por algo pasado en Sudáfrica y chequeado por sudafricanos). Éste es el origen del proyecto para crear un conjunto de reglas y procedimientos universales y trasnacionales, con una Corte Suprema de Arbitraje.

Además, había un nuevo problema.

Con la caída del Muro, habían desparecido progresivamente los países del bloque soviético y eso, paulatinamente, había supuesto una menor frecuencia de prácticas de dopaje. Pero a partir de Barcelona 1992, comenzó a verse claro que había un nuevo jugador que había tomado las riendas de la forma soviética de hacer deporte: la República Popular China.

Los chinos que fueron a Barcelona eran ya entrenados y desarrollados como atleta con el concurso continuado de las drogas. Cuando Lin Yi estableció un nuevo récord olímpico en los 200 metros estilos en una piscina catalana, la cosa era tan escandalosa que su entrenador tuvo que apresurarse a afirmar que jamás había caído en las manos de ninguno de los antiguos entrenadores de la República Democrática Alemana que, sólo por casualidad, habían encontrado trabajo en China tras caer el Muro. En los mundiales de atletismo de Stuttgart, donde nada menos que tres atletas coparon la prueba de los 3.000 metros femeninos, sus competidoras comenzaron a hablar descaradamente de dopaje. Todo el mundo se fijaba para entonces de que China parecía repetir el patrón que un día mostró la RDA: atletas femeninas que progresan mucho más rápido que sus colegas masculinos.

Esta vez, la Prensa sí que se dio cuenta de la movida, cuando menos la occidental, y se comenzaron a publicar reportajes y artículos reclamando que se hiciese algo. Pero el movimiento olímpico no estaba del todo convencido. Incluso cuando fue informado de que siete nadadoras chinas habían dado positivo entre 1991 y 1993 en diversas pruebas, siguió sin hacer nada. En los juegos asiáticos de 1994 en Hiroshima, fueron once los nadadores chinos que dieron positivo, pero el propio De Merode descartó públicamente cualquier acción al respecto; afirmando, en un ejemplo de cinismo exacerbado, que eran «accidentes que pueden ocurrir en cualquier parte». En una reunión, en 1995, entre miembros del COI, de la FINA (Federación Internacional de Natación) y autoridades chinas, en Beijing, los visitantes se limitaron a señalar que los casos de dopaje era «sucesos individuales».

Pero, claro, la gente que pierde en estas condiciones no se queda quieta. La Federación Alemana de Natación anunció, inmediatamente, que no acudiría a los mundiales de la especialidad que se iban a celebrar en Beijing. Ralf Beckman, portavoz de la federación, lo pudo decir más alto, pero no más claro: «no queremos participar en una competición que va a ser un nido de dopaje». La federación australiana, mucho más poderosa en el mundo de la natación como es bien sabido, fue más allá y pidió una prohibición de competir para todos los nadadores chinos durante cuatro años. De hecho Australia, Estados Unidos, Japón y Canadá se unieron para boicotear la participación de China en la competición de la Asociación Pan Pacífica de Natación. «No vamos a permitir», afirmaron los representantes de los Estados Unidos aquella vez, «que se repita la historia de la República Democrática Alemana».

Los chinos reaccionaron publicando en 1995 una nueva política contra el dopaje. Y la cosa pareció funcionar, porque en Atlanta 1996 ni un solo chino dio positivo (aunque también es cierto que los nadadores chinos se llevaron una sola medalla de oro; casualidad…) Pero en esa música, el COI no había tocado pito alguno.

Cara a Atlanta, fueron los Estados Unidos los que empezaron a ponerse serios con el tema, en buena parte impulsados por su vicepresidente, Al Gore, persona totalmente convencida de la necesidad de eliminar las drogas del deporte. En los primeros meses de aquel año, el comité olímpico estadounidense desarrolló unas nuevas normas antidopaje en las que, entre otras cosas, reducía a 48 horas el plazo en el que un atleta sería avisado de que iba a ser sometido a controles. En Atlanta se gastó más que nunca antes en controles antidoping, contratándose los servicios de hasta 600 personas que llevaron a cabo 1.800 pruebas.

En  paralelo a aquellos juegos, el problema del dopaje seguía encontrándose con problemas en los tribunales debido a la inexistencia de una sola política en todos los países. En 1995, la nadadora estadounidense Jessica Folchi (que entonces tenía 15 años) dio positivo en esteroides y castigada por su federación por dos años. Sus abogados apelaron la decisión ante una corte de Nueva York. La federación estadounidense de natación, temiendo una condena súper-cara, dio marcha atrás en su decisión y la dejó en manos de la FINA. Los tribunales entonces apoyaron a Folchi, lo que provocó que la FINA reimpusiera la sanción de dos años en el ámbito internacional. Afortunadamente para el olimpismo, Folchi no consiguió calificarse para los juegos de Atlanta. De haber conseguido la mínima, se habría producido el conflicto de una competidora suspendida por la federación internacional, pero autorizada a nadar por los tribunales ordinarios.

Por todos estos hechos, todo el mundo sabía que el gran tema de la reunión del COI de 1997 tenía que ser la construcción de un entorno internacional que llevase a una sola definición de dopaje, y a una sola política contra él. Pero las ganas de hacerlo eran tan intensas que fue entonces cuando Samaranch echó gasolina a la hoguera afirmando que la lista de sustancias prohibidas debía ser reducida para dejarla sólo en aquellas drogas que, además de mejorar el rendimiento de sus atletas, fuesen dañinas para su salud. Finalmente, el presidente tuvo que envainársela, y el COI comenzó a trabajar en un código internacional contra el dopaje. En 1998 Dick Pound, sin embargo, presionó más recordando que, en realidad, nada se resolvería hasta que no se construyese una autoridad internacional en la materia.


La venda estaba cayendo. Treinta años después, que se dice pronto. El COI, sin duda alguna, es un cotolengo de gentes honradas.