jueves, marzo 22, 2018

Isabel (19: las cosas salen peor que el orto)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto


A Isabel no le habían faltado advertencias en el sentido de que Enrique podía resolver el sudoku francés mediante su conversión al catolicismo. La reina de Inglaterra se informaba de los asuntos de geopolítica católica a través de Lorenzo Guicciardini, un político a sueldo del Gran Duque de Toscana, Fernando de Medici. Los Medici eran católicos pero, al mismo tiempo, eran rabiosamente antiespañoles, lo que les llevó a tener una relación estrecha con Londres. Guicciardini le había dicho varias veces a la reina que no descartase ese enroque real.

En realidad, Isabel estaba razonablemente convencida de que Enrique iba a montar la de Saint-Denis aproximadamente unos nueve meses antes de que lo hiciera y, de hecho, había amenazado veladamente al rey francés con las consecuencias.

Todo esto, sin embargo, no impidió que, cuando le llegó la noticia, a Isabel le sentase como si tuviera testículos y alguien le hubiese arreado una patada en todo el medio de los mismos. Verdaderamente, Isabel había creído (como creen muchos conocedores epidérmicos de la Historia, muchos de ellos españoles) que su triunfo sobre la Armada había supuesto un antes y un después, había girado la manija de Europa y había inclinado en plano de la Historia en su dirección. Cuando comprobó que no era así y que la principal manzana del continente que estaba en almoneda, esto es, Francia, caía del lado de los papistas, se quedó catacróquer durante semanas. Le escribió una carta obviamente petada de reproches al rey francés (que hemos de suponer la utilizó durante alguna visita al excusado), y ordenó la retirada total de sus tropas de Francia. Burghley, sin embargo, consideraba este gesto demasiado radical; así pues, porfió sin cese hasta que la convenció de que diera una parcial marcha atrás; fueron sólo los heridos y enfermos los que volvieron; lo cual, al fin y a la postre y como veremos, fue una desgracia.

Lo que siguió fueron las consecuencias de todo aquello. A pesar de que había hecho todo lo posible por revertir el coste de la campaña francesa al rey Enrique y de que el propio Essex había pagado soldadas por sí mismo, al Estado inglés la broma de la guerra civil francesa, en la que no había conseguido nada, le costó unas 100.000 libras, que es un pastón para la época. Todo ese dinero salió de exacciones fiscales establecidas para la causa (la madre de todas las derramas). Además, la propia guerra, que congeló la principal vía de entrada y salida para lo que los ingleses se comían o vestían y vendían, esto es, el Canal, provocó en 1592 y 1593 una crisis económica de agudas proporciones que se cebó, sobre todo, en eso que hoy llamamos el paro juvenil.

Desde un punto de vista político, el tema más complicado eran los impuestos. Desde la marcha de Leicester a Holanda, el tema no había hecho sino empeorar: había sido necesario financiar la resistencia a la Armada (mientras, además, buena parte de los ingleses jóvenes eran movilizados), y después la aventura gabacha. En las últimas horas de luz de un domingo de junio de 1592, todo este tema se acrisoló en lo que hoy consideraríamos una manifa. A lo largo de la Bermondsey High Street en Southwark, se fue formando una abigarrada multitud de aprendices artesanos sin trabajo, parados juveniles en general y veteranos de guerra que, como ya sabemos, no fueron precisamente bien tratados por la reina que juraron defender. Hay que entender, por cierto, la especial sicología del parado juvenil en aquella época. La mayor parte de los jóvenes que no encontraban trabajo habían sido aprendices de un oficio en algún gremio. Habían, por lo tanto, pasado por un largo y pedregoso cursus honorum hasta llegar a ser artesanos, durante el cual, las más de las veces, sus maestros los trataban como la mierda y los explotaban vilmente. Todo eso el jovenzano de la época lo soportaba estoicamente porque sabía que al final del túnel había luz: una vez sentase plaza de artesano, en un mundo en el que los gremios establecían departamentos estancos que los liberaban de la competencia, el trabajo estaba asegurado. Salvo que no hubiese trabajo, claro. En muchos casos, durante las crisis económicas del Renacimiento y más tarde, los aprendices se sintieron como ese estudiante al que le hacen pagar un máster de 70.000 euros y, una vez aprobado, van y le dicen que en la Bolsa de Trabajo hay un par de ofertas de reponedor del Carrecuatro.

La situación se salvó gracias al alcalde de Londres, sir Willam Webb. Webb tuvo la visión, muy moderna por cierto, de que aquel 15-M se le podía subir a la chepa con dos de pipas; así pues, tomó a su sheriff y sus adjuntos, se subieron todos a los caballos, cruzaron el Puente de Londres y procedieron a arrestar a los cabecillas del movimiento, descabezándolo de un golpe. Al día siguiente, inteligente de nuevo, Webb le recomendó a Burghley que solucionase el tema con dos hostias y una multa, o sea que no se cebase, no fuera que el resultado fuese peor que el origen.

Las sospechas eran muchas de que se preparaba otra mani para el Midsummer Day. Así las cosas, el gobierno decretó el toque de queda. Se decretó el cierre (todo el día) de las casas de juego y otros establecimientos públicos (incluso los bolos) hasta año nuevo, y se montó un importante servicio policial de vigilancia callejera no sólo en Londres, sino también en las áreas adyacentes de Medio Sexo y Surrey.

Webb, que es un tipo que yo creo que merecería una medalla histórica por el profundo conocimiento que demuestra del pueblo sobre el que gobernaba y su propensión hacia la mano izquierda, le escribió a Burghley diciéndose que se le había escapado un detalle que podría poner las cosas mucho peor: la violencia xenófoba. Los conflictos religiosos y las vicisitudes de la geopolítica en los veinte o treinta años anteriores habían provocado un importante flujo de inmigración extranjera hacia Inglaterra en general y Londres en particular, y Webb ahora temía que los disturbios se volvieran contra ella. Temía, fundamentalmente, por los calvinistas holandeses refugiados en Londres, la mayoría de los cuales habían levantado negocios y tiendas. Muchos comerciantes ingleses, poco proclives a entender las razones de la solidaridad religiosa, consideraban que aquellos tipos, algunos de los cuales ya iban por la segunda generación de residentes, les estaban quitando el negocio. Incluso entrando en el terreno de lo religioso, no dejaban de recordar que en el caso de muchos de ellos (los holandeses, por ejemplo), en realidad disponían de libertad para practicar su culto en su país de origen; así pues, concluían, allí no hacían nada.

Otro grupo de huidos religiosos, los hugonotes, se había establecido en Inglaterra desde 1572 (la noche de San Bartolomé). En gran parte, los primeros huidos ya habían muerto, y ahora quienes estaban en Londres eran sus hijos; gentes que, a pesar de haber crecido en Inglaterra, seguían manteniendo su identidad francesa y, por lo tanto, su tendencia a segregarse de los ingleses. La mayoría de aquellos comerciantes habían servido como aprendices en los gremios ingleses hasta conseguir su categoría de artesanos; pero entonces, tirando de su identidad francesa, habían tomado la costumbre de tomar sólo aprendices franceses y, además, dado que tenían contactos al otro lado del Canal para realizar importaciones de materias primas, por lo general vendían más barato que el producto propiamente local. Como eso los convertía en gente próspera, nos encontramos con que en numerosos barrios de Londres ocurría lo que en las regiones insulares españolas y otras zonas turísticas con los alemanes y los británicos: los hugonotes se lanzaron a saco a la inversión inmobiliaria. Como consecuencia: los otros protestantes le quitaban el trabajo a los ingleses, les encarecían la vivienda convirtiéndose en sus caseros; y la respuesta de la reina era esquilmar a los ingleses a impuestos para pagar guerras.

En agosto de aquel 1592, por si faltaba poco para el duro, a la manifa se unieron bacterias, virus y microbios. Se produjo una plaga mortal en la ciudad como consecuencia del regreso de los soldados enfermos de Francia. La mayoría de aquellos soldados no tenía ni un mango: la reina todavía les debía (y les seguiría debiendo) las soldadas. Así pues, la ciudad se llenó de mendigos homeless que cada vez que te pedían limosna te mandaban un ejército de bichitos por el aire.

En el otoño, el gobierno decidió resolver el problema à la manière isabelline, esto es, simplemente prohibiendo a los veteranos que entrasen en Londres. Asimismo, ordenó que las fiestas del calendario otoñal fuesen anuladas, para que la gente no se juntase. Acojonada ante la perspectiva de enfermar, de hecho Isabel trazó un perímetro de dos millas a las redonda de su palacio donde no podía entrar ni dios. Los tribunales prácticamente cerraron, y los pocos juicios que celebraban, los más urgentes, se oían en Hertford Castle, a tomar por culo de la ciudad.

Con todas estas medidas, la mortalidad en la ciudad se moderó algo. Pero eso sólo fue mientras hizo frío. Con la llegada de la primavera de 1593, generosa, el tema rebrotó. Se ordenó que toda casa donde se produjese un contagio fuese sometida a cuarentena; la puerta de la calle debería marcarse con una cruz roja. Se cerraron de nuevo los teatros, esta vez durante trece meses. Sólo se podían hacer representaciones a más de siete millas de la catedral de San Pablo.

En el Parlamento, mientras tanto, era un clamor lo que se producía en favor de los veteranos de guerra. Incluso los nobles ingleses, a los que, la verdad, la suerte del commoner siempre les ha importado dos remigios, se habían coscado de la enorme injusticia que estaba cometiendo eso que podríamos llamar el Estado inglés con los tipos que habían ido a las guerras que a éste le interesaban y que, incluso, lo habían salvado de ser invadido por España. Arrastrando la entrepierna, la reina concedió a los que se encontraban en situación más penosa una subvención de dos shillings a la semana. Pero, vaya. En primer lugar, los beneficiarios eran aquéllos que estaban en una situación tan jodida que la norma tuvo que permitir que el beneficiario pudiera enviar a un representante a cobrar la pasta (muchos estaban tirados en una esquina, sin poder ya moverse). Y, en segundo lugar, aquella subvención apenas daba para comprar un poco de pan y queso; yo calculo que vendría a ser como darle hoy en día a un veterano de guerra unos 150 pavos al mes, si no menos. God save the precious Queen...

Además, hay otro detallito que demuestra que quien hace la ley, la hace a su conveniencia. Los tecnócratas de Burghley introdujeron en la norma un artículo fundamental: la subvención sólo sería pagadera en el lugar de nacimiento del soldado. Lo cual venía a suponer que todo un ejército de inválidos, escrofulosos, tuberculosos y sifilíticos tendrían que dejar Londres si querían tener su parte de la generosidad real.

Aquello sirvió para quitarle presión a la olla, pero no del todo. En abril y mayo, en diversos barrios de Londres comenzó a generalizarse el fenómeno de patotas de jóvenes desempleados que deambulaban en grupo por las calles, dispuestos a hacer uso de la violencia, muy particularmente contra los extranjeros. En la noche, esas pandillas distribuían pasquines y pegaban carteles en las paredes repletos de mensajes xenófobos. Tenían en qué mirarse: el llamado Evil May Day, una fecha a los inicios del reinado de Enrique VIII en la que los jóvenes aprendices locales habían desatado la violencia contra los extranjeros. Aquella vez su principal objetivo habían sido los prestamistas lombardos.

El calor no es bueno para aplacar los ánimos cuando están exaltados, y por eso no colaboró demasiado en el conflicto el hecho de que el verano de 1593 fuese para los londinenses un verano con todas sus letras, dicho sea en términos hispánicos. Pero, claro, tanto calor en una ciudad abigarrada y sucia que, además, llevaba meses coqueteando con las epidemias, no vino precisamente para llenar las piscinas, sino los cementerios. En las cárceles, muchos presos murieron por golpes de calor y la ciudad, literalmente, quedó parada, puesto que buena parte de los hombres de negocio se fue al campo y cerró sus chiringuitos. En junio, la reina ordenó que se celebrasen oraciones públicas en contra de la plaga; ella misma estaba un poco acojonada puesto que, a pesar de que se había refugiado con un estrecho círculo en el castillo de Windsor, había visto cómo uno de los sirvientes de una de sus camareras moría dentro del castillo por la plaga. La situación era tan comprometida que se hizo necesario desconvocar la Feria de Bartolomé, un mercado de grandes proporciones, que se combinaba con diversos juegos y entretenimientos, que tenía lugar a mediados de agosto fuera de las murallas de la ciudad y era, por así decirlo, los sanfermines de los londinenses. Las autoridades de la ciudad abogaron por el establecimiento de controles para que los enfermos no pudieran entrar en la feria a cambio de que ésta no fuese desconvocada. Pero la reina se negó, a pesar de que sabía de que la feria de agosto era fundamental para la economía londinense (como las ventas de Navidad de hoy en día para algunos comercios). Finalmente, Burghley la convenció de que si no había feria sería un desastre económico de grandes proporciones.

La conspiración de hechos, esto es, la plaga y la pérdida de Francia para la causa protestante, acabaron por llevar a Isabel a varios de esos periodos de depresión que por otra parte fueron relativamente frecuentes en su vida. La lectura que hizo de los hechos, a pesar de llevarla a la depresión, siguió siendo coherente con su sicología, esto es, siguió buscando las vías para liberarse ella personalmente de toda carga: todo lo que había pasado, incluso la plaga de Londres, no era culpa de ella, sino un castigo de Dios por la conversión al catolicismo de Enrique. En su visión entre mesiánica e interesada (porque no me digáis que la interpretación de las cosas no le venía de coña a una señora que tenía bastantes problemas a la hora de decir eso de por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa), Isabel, que ya tenía sesenta palos, comenzó a pasar largos ratos leyendo la Biblia, a ver si encontraba una solución a su problema teológico y moral, además de traducirse la Consolación de la filosofía de Boecio.

El horrísino calor de 1593 se terminó al año siguiente, dando paso a unos meses cálidos repletos de tormentas. Un montón de agua que siguió manando hasta bien entrado el verano y que arruinó los campos. En agosto se pasó más o menos bien, pero en septiembre regresaron los diluvios y las inundaciones. El valor del grano se dobló, y ya se sabe que, en una economía como aquélla, el encarecimiento del cereal suponía el inmediato encarecimiento de las mesas de los más pobres. La situación pedía movida, y la hubo.

Comenzaron las demostraciones, las rebeliones y los saqueos en Londres. El Consejo Privado trató de resolver el problema como siempre lo intentan todos los consejos privados del mundo mundial, sean éstos absolutistas, democráticos o devotos de la Sharia: decretando que los agentes económicos tienen que vender los productos a un precio menor, aunque sus costes sean los que son. Y los agentes económicos respondieron aquella vez como responden siempre: pasando de todo porque por otra parte, no les queda otra puesto que el comerciante es un comerciante, no una ONG. Una noticia contribuyó a calentar, además, los ánimos: aquel verano se acabó sabiendo que el lord Chamberlain, lord Hunsdon, había contratado a la compañía de Will Shakespeare para que representase en palacio dos comedias para la reina. La noticia, la verdad, daba toda la impresión de que a la reina le importaba más echarse unas risas que alimentar a su pueblo. Recordemos, además, que la reina, por mor de una royal prerogative, enviaba a sus oficiales a los mercados, donde requisaban los (mejores) alimentos que ella iba a tomar a un precio artificialmente bajo que no era el del mercado. Así pues, la carestía de la vida no iba con la reina, a pesar de que era, con mucho, la persona más rica de Inglaterra; y, al parecer, todo lo que preocupaba ante la crisis que vivía el país era levantar su propio ánimo.

En realidad, Isabel de Inglaterra nunca tuvo la sensación o la convicción de que fuese responsabilidad suya aliviar la dura situación de sus ciudadanos. En la monarquía anglicana fundada por su padre, la política económica no existía. Pero, claro, lo que sí existían, eran los indignados.

martes, marzo 20, 2018

Yalta (Epílogo)

Las victorias de Stalin


El domingo 11 de febrero, a eso de las diez de la mañana, Roosevelt se levantó con una sola idea e la cabeza: marcharse de Yalta aquel mismo día. Como ya se ha dicho en estas notas, el presidente de los Estados Unidos consideraba que los objetivos que se había marcado para la conferencia de Yalta estaban más que cumplidos y, por lo tanto, todo lo demás, todo lo que quedaba, la sobraba un poco. Éste es el espíritu que le imprimió a la octava y última reunión plenaria, cuyo principal objetivo era aprobar el comunicado de la reunión que sería hecho público al día siguiente.

Estados Unidos había sido el redactor del primer borrador. Fue leído por Stettinius aunque, en realidad, casi todo el texto se debe a la pluma de un funcionario del Departamento de Estado, Wilder Foote, que fue invitado a estar presente en aquella última reunión plenaria.

Winston Churchill propuso unas cuantas enmiendas al texto, la mayoría de carácter redaccional, pues el primer ministro británico era un obseso de la conservación del inglés británico frente al americano (otra de las guerras que perdió). Fueron aceptadas sin problema. Como ejemplo, el primer ministro británico quiso quitar del documento varias veces que se citaba la palabra joint, aduciendo que además del significado que se le daba en el papel, conjunto, esa palabra también designaba a un asado que tradicionalmente toman las familias inglesas en domingo.

Stalin, por su parte, no tuvo objeciones; tal vez porque a muy pocas familias soviéticas les daban los kopeks como para tomar asado los domingos. El texto fue aprobado, y a la una menos diez de la tarde pasaron todos a la mesa para comer y allí, en la mesa, firmaron el documento.





Franklin Delano Roosevelt dejó el palacio de Livadia a las cuatro de la tarde de aquel día. A los inicios del viaje, le confió a su amigo y asesor Harry Hopkins su convicción de que había conseguido traer a Iosif Stalin hacia sus convicciones y su visión de la política internacional. En esa chorrada de grandes dimensiones creo que se puede resumir con cierta eficacia el espíritu y los resultados de la conferencia de Yalta.

Para cuando los representantes de las tres grandes potencias se reunieron en Crimea, el destino de las tres naciones bálticas como parte integrante de la URSS estaba ya sellado. Stalin, ese Stalin que al parecer había sido convencido por el hada estadounidense, apenas escamoteó durante la conferencia el hecho de que pretendía incluir en su área de influencia tanto a Yugoslavia como a Finlandia; cosa que en un caso consiguió parcialmente y en el otro fracasó (pero no, desde luego, porque en Yalta se produjese una defensa cerrada de los derechos de los fineses). En Yalta Stalin sabía que controlaba con casi total seguridad Bulgaria, como sabía que Vychinski estaba organizando un golpe de Estado comunista en Rumania que pronto haría papel mojado de los por otra parte insoportablemente leves análisis sobre el país que se realizaron en Yalta. Albania quedaría en manos también los comunistas, aunque con el tiempo el régimen de Mehmet Sehru y Enver Hoxa decidiría jugar al verso suelto. Durante buena parte de la conferencia el Departamento de Estado envió diversos informes no muy optimistas sobre la evolución de los acontecimientos en Polonia, Hungría y Rutenia; pero fueron básicamente ignorados por unos negociadores que sólo querían oír hablar de lo suyo.

La pregunta básica de Yalta es, probablemente, ésta: Stalin llegó al final de la guerra con un estrecho cinturón de naciones controladas, muy estrecho, que necesitaba ampliar si quería tener aspiraciones de poder pelear con éxito en la guerra fría que se avecinaba. Yalta, mutatis mutandis, le dejó hacerlo, y lo hizo por un objetivo superior, que era conseguir la paz mundial después de dos guerras devastadoras. ¿Acaso no fue, como sugirió Roosevelt muchas veces, un pago incluso barato?

Quien crea ello, puede creerlo. Yo, personalmente, considero que Yalta no consiguió, como pretenden los rooseveltianos, detener la violencia; la desplazó, que no es lo mismo. Durante las décadas subsiguientes, seres humanos morirían, y siguen muriendo, por decenas, por centenares de miles, por millones, en conflictos armados que tal vez surjan por motivos locales, pero son, indudablemente, animados por la dinámica bipolar nacida en Yalta. Lo único que pasa es que todos esos muertos, con la única excepción de los Balcanes, ya no residen en las calles donde se vendió con éxito la idea de que Yalta había acordado la paz mundial.

Como consecuencias inmediatas de esa conferencia, nos encontramos con los movimientos no menos inmediatos de control soviético de los países que formaron parte de su zona de influencia, incluyendo el golpe de Estado de Praga; además, Corea quedó pobremente organizada desde el punto de vista geopolítico, generando en muy pocos años un grave conflicto bélico que ha tenido a familias enteras separadas hasta el día de hoy, y lo que te rondaré; en Indochina se acabarían produciendo muertos, también estadounidenses, a capazos; Indonesia comenzó unas décadas de su Historia en buena parte escritas con sangre; Mao tomó el poder en China y se llevó por delante a 70 millones de compatriotas; Camboya; el bloqueo de Berlín; Cuba; Congo, Angola, Somalia, Sudán...

El caso más sangrante es, probablemente, China. En la conferencia de El Cairo, noviembre de 1943, Chang Kai Chek recibió garantías de que le sería devuelto Manchukuo; pero un año y unas semanas después, como ya hemos leído, Roosevelt y Hopkins llegaron a una serie de acuerdos con Stalin que de hecho le otorgaban a la URSS parcelas muy relevantes de poder en el área. Y todo eso a cambio de que, medio año después del momento en que Alemania se rindiese, la URSS le declarase la guerra a Japón.

La idea es muy clara. Roosevelt tenía un aliado, que era Chang Kai Chek. Y, por conseguir la ayuda a plazo de un país comunista, lo sacrificó. En paralelo, mostraba una frialdad absoluta hacia personajes como los líderes polacos exiliados en Londres, también aliados suyos naturales, a los que dejaba al pairo en la geopolítica internacional, condenándolos al olvido, cuando no a la prisión o al paredón si volvían a Varsovia y se ponían muy gallitos. El mensaje que lanzó FDR a sus aliados fue tremendo: estoy contigo mientras no me convenga otra cosa. Los enemigos de mis amigos son mis enemigos hasta el momento que decida que los enemigos de mis enemigos han dejado de ser mis amigos porque ya no quiero ser más rato enemigo de mi enemigo. Harry Truman, un sucesor con las ideas mucho más claras en materia de política internacional, haría famosa esa frase de “no abandonaré jamás a un solo hombre libre en manos de un tirano”; una frase que estaba destinada, precisamente, a corregir el tremendo error que la política exterior líquida de FDR había creado en el bando, digamos, proamericano.

Roosevelt murió unos dos meses después de la conferencia de Yalta. Un periodo muy corto en el que todavía tuvo, sin embargo, tiempo de escribirle una carta al camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS, el 1 de abril. Era sobre Polonia, y se producía en una situación de facto en la que estaba muy claro que la URSS no iba a aceptar más gobierno polaco que el de Lublin. Le afeaba la cosa, pero para entonces al zorro georgiano lo que le dijese el puto viejo se la sudaba. Tres días después, todavía le quedaron fuerzas para leer un demoledor informe de Harriman (aunque parezca acojonante, el único de todos los funcionarios americanos en Yalta que de verdad entendía a los soviéticos, y el menos escuchado) sobre los problemas existentes en Polonia y Rumania. Un informe en el que Harriman resumía brillantemente la estrategia de Moscú en tres puntos: llegar a acuerdos internacionales con las grandes potencias; construir un cinturón de países satélite fuertemente controlados; e incrementar la influencia comunista en países occidentales como Francia, Bélgica e Italia mediante la acción de partidos comunistas dizque democráticos.

Una hora antes de morir, Roosevelt le envió un telegrama a Churchill en el que abogaba por “minimizar en lo posible el problema soviético”. Y añadía: debemos permanecer firmes. Tócate los huevos, María Remigia.




Al principio, cuando había pasado poco tiempo desde Yalta, la conferencia se tuvo por lo más de lo más de la inteligencia geopolítica de las grandes potencias occidentales, y muy particularmente los Estados Unidos. El tiempo, sin embargo, es un juez implacable. Roosevelt y Churchill hubieran debido tener la suerte de que a Stalin le hubiese estallado alguna arteria por razones ignotas en los cuatro o cinco años que siguieron a Yalta, y que su sucesor hubiera sido un poco maula. Esto es lo único que les habría salvado, en mi opinión, de haber quedado como los catetos que fueron en esa mesa.

Eso sí, también hay que entender las cosas. Gobernantes como Roosevelt o Churchill tenían como principal obsesión a principios de 1945 comenzar a ahorrar vidas de compatriotas. En Yalta todo el mundo creía que quedaban todavía seis meses de guerra en Europa y existía la convicción, en buena parte cierta, de que los alemanes lucharían hasta el último hombre. Por otra parte, en Japón los americanos calculaban en cientos de miles las vidas estadounidenses que todavía se perderían. Hay que entender que con tal de cerrar la guerra, o cuando menos de compartir sus cargas, estaban dispuestos a cualquier cosa. Pero, la verdad, cualquier persona con dos dedos de frente tendría que darse cuenta de que Stalin, que había perdido literalmente millones de conciudadanos luchando en Europa, tampoco iba a apostar mucho en Asia; no estaba en condiciones. Estados Unidos podría haber apostado por muchas cosas, entre otras una demostración nuclear en el mar, cerca del Japón, mucho menos cruenta que Hiroshima y Nagasaki pero lo suficientemente acojonante como para dar poder al partido de la rendición que ya existía en la elite japonesa, y ellos tenían que saberlo. Roosevelt, sin embargo, escogió comprar a Stalin al precio que fuese.

Conforme han ido pasando las décadas, conforme el peso de los hechos ha ido desvalorizando muchas de las decisiones de Yalta, se ha ido construyendo otro mito: el mito de que Roosevelt era un muerto en vida y que es su debilidad física y mental la que justifica sus errores. Pamemas. En primer lugar, Roosevelt se mostró totalmente dispuesto durante toda la conferencia, muy particularmente sus entrevistas personales con Stalin. Si vendió al Koumingtang en la almoneda fue porque quiso, no porque le doliese ningún fistro. Si creyó que le estaba vendiendo una mula ciega a Stalin fue porque lo quiso creer, no porque los calmantes le nublasen el entendimiento. Y si dejó tantos cabos sueltos en la conferencia fue porque se quería largar a contar en Washington que había sacado adelante su Organización de las Naciones Unidas.

Churchill tampoco anduvo muy fino. A pesar de ser personaje inteligente y de fino análisis, no supo leer las circunstancias y darse cuenta de que la defensa a ultranza del Imperio británico era una batalla perdida, no en Yalta, pero sí ante la Historia. No pasarían ni cinco años después de la conferencia antes de que Inglaterra hubiera de dar una señal más que evidente en la India de que su proyecto imperial había tocado a su fin; si el primer ministro británico hubiera sabido ir a Yalta descargado de ese pie forzado, su capacidad de presión habría sido muy otra. Pero escogió defender el pasado. Como escogió también defender la causa francesa contra toda lógica, consciente de que necesitaba a París para presentar buena batalla en Europa a lo que se venía. Pero eso también le condicionó porque, la verdad, la reivindicación gala no tenía pase.

73 años después, en alguna parte seguimos siendo Yalta. En otra mucha, también, ya no; el mundo actual es un poco como el nudo gordiano que se labró en Yalta, parcialmente desanudado. La impresión fundamental que a mí me ha dejado el estudio de Yalta, las lecturas sobre la conferencia, es lo engañados que estamos los commoners: tendemos a pensar que en las grandes negociaciones internacionales se ventilan personalidades superiores a las nuestras y objetivos de gran calado; pero, en realidad, incluso la más importante de las conferencias internacionales no fue otra cosa que una reunión de egos, la toma de decisiones basada en informes desenfocados, cuando no mentirosos; mientras los asistentes perpetraban un error tras otro y, tras perpetrarlo, se daban palmadas en la espalda y se dedicaban brindis.

Sic transit gloria mundi.