sábado, febrero 17, 2007

OCW

En el submundo de las personas curiosas, las siglas OCW, si no son familiares ya, lo serán pronto. OCW significa OpenCourseWare, que es la expresión que han inventado las grandes universidades del mundo para democratizar sus materiales académicos.

En las universidades se hacen cursos. En esos cursos, un profesor recomienda o exige a los alumnos leer o visualizar determinados materiales (libros, artículos, películas, registros sonoros) y después les califica, de diversa manera, cuando, a través del aprovechamiento de esos conocimientos, los alumnos pasan un examen, redactan un ensayo, etc.

Todo esto, hasta ahora, pasaba dentro de un espacio cerrado llamado aula. Pero la filosofía de la OCW es otra. La filosofía es: ¿por qué no dejar abierta la puerta y que entre cualquiera?

Entendámonos. OCW no significa universidad abierta con campus virtual, al estilo de la Universitat Oberta de Cataluña. Instituciones como la UOC son universidades con sus matrículas, sus títulos y sus historias. Un OCW es un lugar donde hay estudiantes que siguen un curso y otros que no. Simplemente, leen. Como declara una de las primeras universidades que han hecho un espacio propio en internet para su OCW, la universidad católica de Notre Dame en Indiana, EEUU, el servicio ha sido diseñado tanto para estudiantes universitarios como para autodidactos que, simplemente, estén buscando ampliar conocimientos sobre un tema. Eso sí, conocer el curso también supone trabar conocimiento sobre el profesor que lo ha diseñado y, de alguna manera, poder contactar con él o con ella.

Por lo que he podido ver en la red, el mayor proveedor actual de OCW probablemente sea el Massachussetts Institute of Technology; el cual, además, y gracias al portal Universia, cuenta con información replicada en español. Esto quiere decir que sí, que, efectivamente, esto ha empezado más por las ciencias que por las letras; lo cual os lo cuento porque, de los que me escribís privadamente (por cierto, gracias, que de momento nadie me ha escrito para malquistarme sino para todo lo contrario), soléis informarme, casi inmediatamente, de que sois de ciencias.

La lista de cursos del MIT es, en efecto, bastante grandecita. Sobre todo si leéis el inglés, porque las que tienen versión en español son sólo una pequeñísima parte. Algunos de estos cursos, por cierto, tienen grupos de discusión.

Por lo que sé de esta historia, no es sino la punta de iceberg. La mayoría de las grandes universidades americanas están preparando sus ofertas de OCW.

¿Universidades españolas con oferta de OCW? La respuesta es, exactamente, la que estais imaginando.

miércoles, febrero 14, 2007

De alamedas y recuerdos

A pesar de la otitis y de la mala leche que me pone, debo partir de viaje. Estaré fuera un par de días en los que descansareis de mí. Pero antes quería dejaros algo, algo rescatado del baúl de los recuerdos.

Latinoamérica y España. Yo creo que por muy europeos que nos queramos sentir los españoles, y por mucho que lo seamos, un español que no sienta un vínculo especial hacia los países hispanoparlantes de América es, por fuerza, un español que desconoce su Historia, su cultura y su esencia. Españoles y americanos compartimos una Historia, no siempre fácil ni amigable, y un idioma. Mucho más de lo que tienen pueblos que se sienten hermanados.

Quizá por eso, las cosas de allá las sentimos, no pocas veces, de una forma especial. Si se trata de otro lugar, necesitamos que el suceso, para llegarnos, tenga íntima relación con nosotros, con nuestras ideas o nuestras querencias. Sin embargo, en el caso de Latinoamérica casi cualquier cosa que ocurra nos importa.

Yo crecí en un rincón de España, La Coruña, Galicia, en el que medio país o estaba allí o había vuelto de allí. A mi alrededor había cafeterías que se llamaban Montevideo, o Buenos Aires; y los mejores amigos de mis padres, gallegos hasta la cepa, hablaban con un marcado acento caraqueño. Entonces, las noticias que nos llegaban, a través de la televisión (la única; he descubierto que contarle a los jovenzanos españoles que hubo un tiempo en el que sólo había dos canales de televisión les sorprende sobremanera), las tomábamos como algo casi local, porque siempre cualquier problema, cualquier movida, afectaba a alguien que era conocido de alguien o pariente de alguien a quien, asimismo, nosotros conocíamos. En Galicia aún se puede hoy asistir a fiestas (yo os recomiendo, sobre todo si sois larpeiros y por lo tanto de buen comer, la festa do carneiro ó espeto, en Moraña, Pontevedra) donde sobre las amplias tradiciones milenarias cabalgan los usos que los emigrantes trajeron de sus tierras de adopción.

Es por todo esto que tengo un recuerdo muy angustiado del golpe de Estado del 73 en Chile. Me acuerdo de una misa, sábado por la tarde, en la parroquia de las Esclavas de María, al final de la playa de Riazor. Fue la misa del sábado posterior al golpe y la dictó un sacerdote a quien llamábamos El Chileno porque había pasado muchos años allí y conservaba el acento. Aquel cura era un rollo impresionante en las homilías; cada vez que, entrando en la iglesia con mis padres, veía yo que le tocaba a él, bufaba. Es la única vez que recuerdo que no dijo homilía alguna. Su voz, por otra parte, lo decía todo en cada oración. Y, a la salida, como he dicho, todo eran dimes y diretes, tú qué sabes de tus primos, Aurelio ya llamó y está bien, que no, mujer, en Buenos Aires no ha pasado nada de nada...

Así pues, voy a tener un atrevimiento, y pido disculpas por adelantado. Hoy voy a escribir sobre un asunto que no está en mi cultura ni en mi experiencia vital. Esto no se debe hacer. Pero, qué narices, es mi blog, así pues es la Historia, pero también mis historias.

En todo caso, vierto aquí unas cuantas lecturas para contaros lo que sé, a día de hoy, de lo que ocurrió aquel día de septiembre de 1973.



Durante la madrugada del 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas chilenas hicieron los deberes. Amparándose en el derecho que la legislación les otorgaba de comprobar la existencia de armas en manos de civiles no autorizados para ello, diversas patrullas militares visitaron buena parte de las emisoras de radio del país. Muchos de los trabajadores de dichas emisoras se sintieron felices al comprobar que los milicos no encontraban armas; pero en realidad, los militares no habían ido para eso. Habían ido a sabotear las emisoras. A silenciar a Allende.

A lo largo de la madrugada han llegado a Santiago noticias de extraños movimientos de tropas en las zonas de San Felipe y los Andes, amén del acuartelamiento de la guarnición del propio Santiago, de la que el ministro de Defensa no sabía nada. En la calle Tomás Moro, situada en el barrio alto de Santiago, residencia de Salvador Allende, se encontraban ya, muy de madrugada, el propio Allende y sus ministros de Interior (Carlos Briones) y de Defensa (Orlando Letelier). Amén de varias decenas de miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), la única fuerza armada que, al fin y a la postre, lo defenderá.

Pero el primer problema surgirá en Valparaíso. En dicha población costera se encuentra gran parte de la flota chilena, convocada allí para unas maniobras conjuntas con la armada de Estados Unidos, la Operación Unitas. Los marinos ya le habían plantado cara a Allende, al que habían exigido la cabeza del comandante en jefe, almirante Raúl Montero, a favor del vicealmirante José Toribio Merino. Tal vez Allende interpretó el gesto de la flota de partir, en la tarde del día 10, hacia alta mar, como un signo de que la sangre no iba a llegar al río. Si fue así, se equivocó, porque aquel movimiento significaba exactamente lo contrario.

Porque la flota vuelve popas a las 5.30 horas del día 10. En todos los barcos, los altavoces anuncian a la marinería que retornan a Valparaíso para unirse a una insurrección militar cuyo objetivo es derrocar a Allende. La noticia llega a Tomás Moro aproximadamente una hora después, y genera una auténtica histeria. Allende se pone en contacto con José María Sepúlveda, Director General de Carabineros. En el Chile de 1973, como en la España de 1936 la Guardia Civil, los carabineros son cruciales, con sus 25.000 efectivos armados. Sepúlveda asevera su lealtad al presidente, pero lo que no sabe es que los conspiradores han contado con ello; para entonces, quien realmente manda en lo carabineros es el general César Mendoza, mucho menos proclive a la legalidad que él.

Augusto Olivares, amigo íntimo de Allende y director de la televisión nacional, que está con él y le hace de secretario, trata, infructuosamente, de contactar con los generales en jefe de los tres ejércitos: con Augusto Pinochet (Tierra) y Gustavo Leigh (Aire), no lo conseguirá porque ya no están, ni van a ir, a sus despachos del ministerio de Defensa. Con el almirante Montero (Mar), porque los conspiradores le han cortado todos los teléfonos; como han hecho también con el general Brady, responsable de la guarnición de Santiago.

Orlando Letelier llama al ministerio del que es titular, donde le atiende el vicealmirante Patricio Carvajal. Con total tranquilidad, éste le dice que no pasa nada y le anima a ir al ministerio a comprobarlo. Letelier cae en la trampa: nada más pisar el ministerio, será detenido.

Allende divide a sus GAP en tres grupos: el primero, de 23 hombres armados, le seguirá al palacio de la Moneda. El segundo se queda en Tomás Moro, acopiando armamento pesado, e irá más tarde (aunque, como veremos, éste será uno de los primeros reveses que recibirá el presidente). El tercero se queda defendiendo la casa del presidente, donde está su mujer, Hortensia Bussi de Allende. El presidente sale de su domicilio armado con la metralleta con la que quedará retratado para el mundo; un regalo de Fidel Castro con la inscripción A mi compañero de armas, Salvador.

La Moneda está ya, para entonces, reforzada con 300 carabineros con tanquetas. Sin embargo, a tan temprana hora la cosa ya no está clara en este cuerpo. El general Parada, prefecto de Santiago, no se define.

A las siete y media, las radios emiten la proclama de la Junta Militar, formada por Augusto Pinochet Ugarte, comandante en jefe del Ejército; José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada; Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, y César Mendoza Durán, director general de carabineros. La proclama intitula a la Junta como salvadora de Chile frente al «yugo marxista» y trata de evitar los movimientos revolucionarios aseverando a los trabajadores que sus logros económicos y sociales serán respetados «en lo fundamental», sin más explicaciones.

A pesar de la exitosa labor de sabotaje de las estaciones de radio, dos de ellas adictas a Allende, Radio Corporación y Radio Magallanes, aún funcionan a esa hora. Ambas conectan sus estaciones para operar como una sola. En ese momento, el general Gustavo Leigh lanza un mensaje al ministerio de Defensa: si no hay rendición, a las once de la mañana bombardeará la Moneda.

Según algunos testimonios, bastante lógicos por otra parte, la noticia de la proclama altera notablemente al presidente Allende. Pero será inmediatamente después, más o menos a las nueve y veinte de la mañana, cuando reciba la noticia que, a la postre, será un rejón de muerte para su resistencia: los dimes y diretes, las vacilaciones, las dudas de los carabineros han cesado: los trescientos hombres que protegen el palacio presidencial deciden retirarse. Inmediatamente después, comienzan las negociaciones, desde el ministerio de Defensa, para que Allende se rinda. Su respuesta es: «me defenderé hasta el final, y el último tiro de esta metralleta me lo pegaré aquí», señalándose el paladar.

No obstante esta declaración tan categórica, Allende llamó (por gentes interpuestas) a los miembros de la Junta, asegurando que deseaba parlamentar con ellos en la Moneda. Los militares respondieron con la negativa e instándole a rendirse. En Valparaíso y Viña del Mar, ciudades que están sublevadas desde antes, un bando anima a la población a colocar banderas de Chile en los balcones si está de acuerdo con el movimiento; las ciudades, obviamente, se llenan de banderas.

A las 10 en punto comienzan las hostilidades en Santiago. Rápidamente, el centro de la ciudad se convierte en una ensalada de tiros.

Poco después, Allende logrará transmitir su último discurso a través de radio Magallanes. El discurso en el que pronunció ese famoso «sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor».

No faltan quienes intentan convencer a Allende de que se rinda y haga uso de la oferta de la Junta Militar (sobre cuya sinceridad nunca podremos estar seguros) de ofrecerle una salida del país. José Tohá, ex ministro amigo de Allende; y Carlos Briones, titular de Interior, lo intentaron inútilmente. En realidad, no cabe duda, por los testimonios, de que la decisión de Allende era firme. Pero también conviene tener en cuenta otros factores. Cuando menos a esa hora, es posible que Allende confiase en algunos elementos contrarios al golpe. Por ejemplo: dado que estaba aislado, no podía saber con certeza si se había producido algún levantamiento popular, en un país en el que se hablaba (y es que una cosa es lo que se habla y otra la verdad de las cosas) de 15.000 militantes de la Unidad Popular armados y dispuestos a luchar. También podía pensar que aquel golpe era algo así como el Tancazo de 29 de junio de aquel mismo año, que había sido finalmente sofocado. Otros testimonios indican que el presidente tampoco creyó demasiado en la amenaza de Leigh, pues consideraba que la aviación no sería capaz de bombardear la Moneda sin causar serios daños a otros edificios de la zona.

De hecho, las burlas de Allende fueron, en parte, su condena. Tras el Tancazo, Allende no había ocultado los comentarios sardónicos hacia los tanques que había utilizado, sin éxito, el coronel Souper para tomar la Moneda. En el golpe de septiembre, los tanques que rodearon la moneda fueron tanques Sherman, mucho más potentes y versátiles que los que había utilizado Souper. Los había hecho poner a punto el general Pinochet.

A eso de las 10,30, Allende recibe un nuevo revés. El grupo de GAP que llega de Tomás Moro con el armamento pesado, crucial para poder responder al ejército en igualdad de condiciones, es recibido con ráfagas de metralleta de los carabineros en la entrada al palacio de la calle Morandé. El presidente pierde ahí a unos hombres y unas armas que le son vitales. Y un revés más: la guardia de palacio se va, con el resto de los carabineros.

Cuando, al filo de las once de la mañana, surquen el cielo santiaguino los aviones Hawker Hunter que unos minutos antes han partido de Concepción, a unos 400 kilómetros de la capital, Allende tiene a su lado a unas cuarenta personas. Quedan con él los ministros Briones, Jaime Tohá (Agricultura) y Clodomiro Almeyda (Relaciones Exteriores); el subsecretario de Interior, Daniel Vergara, y el ex ministro José Tohá; Osvaldo Puccio, secretario del presidente, Fernando Flores, Secretario General del Gobierno, Augusto Olivares, director de la televisión nacional, y otros altos funcionarios.

Allende llama al ministerio de defensa a las 10,45 horas. Solicita diez minutos para que salgan las mujeres. El general Baeza, que fue quien atendió esa llamada y concedió la breve tregua para la salida de las seis féminas, declararía que, en esa conversación, el tono de voz del presidente había cambiado radicalmente; su voz había perdido todo rastro de agresividad, de donde cabe estimar que, probablemente, fue en la cercanía del bombardeo aéreo cuando Allende acató su destino.

El ataque aéreo se aplaza a las 11.30 horas. Por la puerta de Morandé salen mujeres y también hombres, entre ellos dos hijas de Allende, una de ellas embarazada. Sin embargo, hay una mujer que se ha quedado en la Moneda: Miriam Contreras Bell, más conocida como La Payita, secretaria privada de Allende, que no le abandonará.

A las 11.52, los aviones realizan la primera pasada sobre la Moneda, acción que repetirán siete veces más en los siguientes veinte minutos. Allende y los suyos han resistido el bombardeo en el sótano del jardín de invierno, pero ahora suben de nuevo al segundo piso, para rechazar el ataque de la infantería y la artillería. Según algunos testimonios, en ese momento Allende todavía tiene esperanzas. Cree que tres de sus ministros (Briones, Almeyda y Tohá) han salido en el grupo de liberados antes del ataque, y espera que puedan parlamentar. Sin embargo, todavía están en la Moneda. Se han refugiado en el sótano de la Cancillería, y allí encuentran, milagrosamente, un teléfono que funciona. Llegan a hablar con el ayudante de Pinochet, quien promete enviarles un vehículo para recogerlos, aunque minutos después se echará atrás, aduciendo el fuerte tiroteo. La penúltima (eso sí, más que probablemente inútil) tentativa de negociación ha quedado rota. Al parecer, las condiciones sobre las que pretendía negociar Allende eran: alto el fuego inmediato, garantías de que las poblaciones obreras no serían bombardeadas, inclusión de común acuerdo de un civil en la Junta golpista, e inicio de las negociaciones entre las partes; a cambio de lo cual Allende estaría dispuesto a renunciar a su cargo. Si es cierto que esta oferta existió o pudo existir, no lo es menos que, frente a él, lo que tenía el presidente era un enemigo dispuesto al exterminio.

A las 12.30, los aviones bombardean la residencia privada de Allende.

Pasada esa hora, el general Javier Palacios, director de Instrucción del ejército, comienza la operación propiamente dicha de toma de la Moneda y apresamiento del presidente Allende.

A eso de la una y pico de la tarde, la Moneda se llena de gases lacrimógenos lanzados por los carabineros. Allende, entonces, decide enviar a parlamentar a tres personas: Fernando Flores, Daniel Vergara y Osvaldo Puccio. Sin embargo, en el ministerio de Defensa el vicealmirante Carvajal recibe la oferta de los emisarios con una negativa rotunda. Esa noticia provoca en Allende la convicción de que ha de rendirse. Augusto Olivares, que es quien ha comunicado con el ministerio para obtener la negativa, baja al primer piso tras comunicárselo a Allende, y se mete en un baño en el que, tras orinar y hacer unos chistes con el doctor Óscar Soto, se pega un tiro. Es más que probable, ya lo hemos leído, que la intención de Allende fuese, desde muy en la mañana, no rendirse personalmente en caso alguno. Pero lo que es, también, evidente, es que si algún resquicio de duda le pudiera quedar, el suicidio de su amigo y colaborador lo embocó definitivamente hacia su propia muerte autoinfligida.

Cuando el general Palacios entra en la Moneda, aún bajo una lluvia de balas, un delantal blanco de médico ondea ya en una ventana del palacio, en señal de rendición. Una vez dentro, Palacios ordena al doctor Soto que suba al segundo piso a comunicar a Allende que tiene diez minutos para rendirse. Allende le contesta:

‑Bajen, bajen todos. Yo bajaré el último.

Pasan los diez minutos y en el segundo piso no dejan de disparar. A todas luces, los GAP aún supervivientes han decidido compartir el destino de su jefe. En el segundo piso del palacio hay una larga galería, la galería de los presidentes, donde están los bustos de todos los dirigentes de la nación. En ese pasillo se luchará puerta a puerta. Cuando llegan al salón O’Higgins, está en llamas; el sable del héroe de la independencia chilena se salva de milagro.

En el salón de la Independencia encontrarán a Allende, sentado, con la cabeza levemente ladeada. Un hombre muerto. Un mito que nace.

martes, febrero 13, 2007

Periodismo pírrico

El otro día, cuando comenté la cachondada de La Razón sobre la Noche de los Cristales Rotos en Alcorcón, el dicho titular desapareció como por arte de magia de la edición en internet. Supongo que lo vería más gente que yo, claro, pues modesto criticón soy yo. No sé si ahora ocurrirá lo mismo.

Leo en El Semanal Digital (las cursivas son mías): «Incluso en círculos socialistas lo reconocen a Elsemanaldigital.com, y se muestran sorprendidos, por ejemplo, ante la pírrica agenda oficial del presidente del Gobierno para esta semana, en la que solamente se han incluido dos encuentros (...)».

¿Cooomor? ¿La agenda del presidente, pírrica? ¡Pero si el que estaba en guerra era el presidente anterior!

Pirro de Épiro fue rey de Ídem unos 400 años antes de Cristo. Entonces, Roma empezaba a ser el gendarme de Occidente, pero Grecia mantenía sus posesiones imperialistas en el Mediterráneo, eso que se ha dado en llamar la Magna Grecia. Evidentemente, la expansión creciente de Roma le tocaba las bowlings a los griegos, y la cosa se puso fea cuando los romanos medio sitiaron Tarento por mar. Pirro era aliado de Tarento y allí que mandó un formidable ejército de 20.000 marines, 3.000 jinetes y 36 elefantes, con trompa y todo. Con estos mimbres le encendió el pelo a los romanos en la batalla de Heraclea.

En dicha batalla, sin embargo, Pirro le hizo unos 15.000 muertos a los romanos, pero perdió, asimismo, 7.000 efectivos. Fue una pérdida, sobre todo, cualitativa, pues murieron la mayor parte de los oficiales y de los mandos del ejército epirota. De ahí que, desde entonces, se dijese que con un par de victorias más como ésa, Pirro podía considerarse acabado.

Una victoria pírrica, desde entonces, significa aquello que nos cuesta tanto esfuerzo conseguir que nos agota, hasta ser, de hecho, más una derrota que otra cosa.

Y, ahora. ¿Me queréis explicar cómo narices puede una agenda ser pírrica? ¿Con quién narices se va a reunir Zapatero que piensa plantearle batalla, ganarla y, sin embargo, perderla?

El secretito es éste: hay gente que entiende que pírrico significa pequeño, débil, insulso. Pero si pírrico significa pequeño, entonces napoleónico significa resistente a la oxidación. Ya puestos...

lunes, febrero 12, 2007

Proceso a un rey (o ex rey, según se mire)

La Historia de la mayoría de las grandes naciones es la historia de una dialéctica entre sus sociedades y sus dinastías gobernantes. No existen muchos ejemplos en el mundo como el de Japón, que sigue siendo una monarquía, además ocupada por la misma dinastía. La mayor parte de los países ha tenido reyes de dinastías diferentes y relaciones con ellos en ocasiones muy conflictivas y violentas. Británicos y franceses, sin ir más lejos, han llevado a sus reyes al cadalso. No es nuestro caso. A los españoles no nos va eso de cortarle la cabeza a un rey en la plaza pública. Lo cual no quiere decir que nuestra relación con ellos haya sido fácil. Hicimos, por ejemplo, una guerra para traer a un rey, Fernando VII, que nos salió rana y antiliberal, motivo por el cual tuvimos más de un problema con él, hasta el punto de que, algunos años después, a Isabel II la echamos de España. Ha habido momentos de la Historia de España en los que ser rey de la nación ha sido tan poco chollo que, incluso, hay un rey que fue recibido con la mayor de las indiferencias, Amadeo de Saboya, quien al llegar a Madrid se encontró una ciudad silenciosa cuyos habitantes estaban a cualquier otra cosa menos a recibirle. Claro que Amadeo había llegado a ser rey después de una subasta entre las dinastías europeas en la que nadie quiso pujar, lo cual es todo un síntoma. Algún día, también, contaremos esto.

Sin embargo, con diferencia, el rey de España con el que los españoles exteriorizaron en mayor parte sus diferencias es Alfonso XIII, abuelo de nuestro actual rey Juan Carlos. Es un caso único en la Historia de España porque es un rey encausado por el pueblo.

Tras el advenimiento de la II República, el 14 de abril de 1931, el nuevo régimen estableció una denominada Comisión de Responsabilidades, destinada a depurar éstas en relación con las agresiones que a la acción constitucional se habían producido en el pasado reciente. En la práctica, esta comisión se convirtió en un encausamiento de la dictadura del general Primo de Rivera, quienes en ella colaboraron y, muy especialmente, el rey Alfonso XIII como impulsor de esta deriva antidemocrática.

El acta de acusación de esta Comisión, nacida de las Cortes constituyentes, es de extremada dureza con el ya ex rey. Asevera de él que mostró «desde sus albores una irrefrenable inclinación hacia el poder absoluto». Varias veces, durante el debate parlamentario de la causa, sería recordada la anécdota que cuenta en sus memorias precisamente quien le defendió en dicha sesión, el conde de Romanones; anécdota según la cual el rey, tras la toma de posesión de su primer gobierno, lo hizo llamar de nuevo cuando ya los ministros se habían retirado a sus casas para tratar no sé qué nombramiento militar. Esta anécdota quedó grabada como ejemplo evidente de lo caprichitos que era don Alfonso.

El acta de acusación imputaba también al rey de ser imperialista y, en aras de esos deseos de dominación, haber impulsado la guerra de Marruecos contra el sentir y los intereses del pueblo español. La guerra de Marruecos, que empezó en 1909, alcanzó su clímax en la matanza de Annual, un hecho tan desastroso que ni siquiera el rey pudo sustraerse de que de ella se hiciera una investigación razonablemente libre e independiente, la del general Picasso. Dicha investigación, dice el acta, hizo evidente que «el verdadero responsable del impremeditado avance de Annual (…) fue el propio rey, el cual, directamente y a espaldas del Consejo de Ministros, dispuso aquella operación militar».

Tras realizarse el informe Picasso, el rey decretó la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, esperando, según interpretación que hacían los firmantes del acta de acusación, que los resultados le fuesen favorables. Sin embargo no fue así, y el nuevo gobierno dictaminó que el informe Picasso y las responsabilidades consiguientes fuesen vistos en el parlamento. Pero no hubo tal, porque aquellas Cortes no volvieron a reunirse tras irse de vacaciones de verano en 1923. En septiembre, Primo de Rivera dio el golpe de Estado.

En contra de Alfonso XIII citaba aquel acta hechos que consideraba incontrovertibles y otros indicios, como su famoso discurso de Córdoba de 1921, del que algún día hablaremos, en el que, en efecto, insinuó algo así como que si los políticos elegidos no hacían lo que debían, él tendría que actuar.

El acta de acusación encontraba también una veta de culpabilidad del rey en el hecho de que la reacción de la inmensa mayoría de las guarniciones militares, tras el pronunciamiento de Primo en Barcelona, fue ponerse a sus órdenes. De esta manera, argumentaban los diputados republicanos, si no fuere cierto que el rey maquinaba para que dicho golpe se produjese, lo habría podido parar con facilidad, pues quienes tenían que inclinar la balanza, los militares, no hicieron otra cosa que esperar sus órdenes.

Muy interesante es el párrafo del acta en el que se analiza hasta qué punto le es aplicable al rey el artículo 48 de la Constitución de 1876, vigente en ese momento (las Cortes Constituyentes, por propia definición, aún diseñaban la Constitución de la República). En las palabras del acta, la Historia da la vuelta a la esquina y afirma que «su irresponsabilidad [del rey] sólo puede ampararle cuando actúa dentro de la Constitución»; en otras palabras, un rey no puede aducir su condición real cuando no actúa conforme a las normas de la democracia que le ha designado rey. Un principio que hoy nos parece obvio, pero que hace setenta años no estaba tan claro. No se puede aducir la inviolabilidad constitucional de un monarca que destruye la constitución con sus actos, nos dice el acta. Y, siendo un hecho que la dictadura de Primo incumplió los plazos constitucionales para convocar nuevas Cortes, es obvio, para los redactores, que el rey agredió a dicha Constitución, trabajó contra ella, por lo que no le cabía amparo en dicha norma.

El acta, no obstante, tenía sus torpezas. La principal de ella, declarar al rey culpable de un delito de lesa majestad, ya que «si los ataques al monarca, privándole de su libertad e imponiéndole actos contrarios a su voluntad, con violencia o intimidación grave, constituyen delito de lesa majestad contra el rey, es evidente que éste puede ser responsable de igual delito cuando realiza tales desafueros contra la soberanía del pueblo». Por elegante que sea el argumento, lo cierto es que, y quedó claro en el debate parlamentario, eso de que a un rey le declaren culpable de un delito de lesa majestad es una gilipollez. En todo caso, también le hacían culpable del delito de rebelión militar; es decir, lo ponían al frente del golpe de Estado de Primo de Rivera, del que éste habría sido tan sólo un ejecutor.

En el capítulo de penas, se fijaban:

- La pérdida de todos sus títulos y honores (motivo por el cual, los políticos de izquierdas se referían a él como «el ex rey», por cuanto había perdido la calificación de monarca.
- Aunque, dice el acta, sus actos son merecedores de la pena capital, se proponía la de reclusión perpetua en caso de que volviese a pisar España.
- Incautación por el Estado de todos los bienes de su propiedad en España.

Dos diputados de corte conservador, Antonio Royo Vilanova y José Centeno, firmaron un voto particular en el que, sucintamente, y sin negar la traición del rey al pueblo a través de sus movimientos anticonstitucionales, recordaban la generosidad del pueblo español el 14 de abril, cuando el rey abandonó España sin ser hostigado por nadie, y venían a proponer dar seguimiento a esa actitud, más pasota que perseguidora, con una condena por alta traición que conllevase el destierro y la inhabilitación.

Como he dicho antes, en la sesión del Congreso que estudió este acta y la votó, la defensa del rey fue hecha por Álvaro de Figueroa, conde de Romanones. Esto es una opinión personal y por lo tanto debéis así tomarla; pero debo confesar que, en mi opinión, Romanones estuvo más brillante que el acusador, el Fiscal de la República y luego Director General de Seguridad, Ángel Galarza. De hecho, quizás este discurso de Romanones, que fue un poco su canto de cisne, fue el mejor de los que pronunció en su larga vida parlamentaria (y maniobrera).

Comenzó el diputado liberal dinástico atacando el acta por su escasa solidez jurídica. En efecto, la Comisión de Responsabilidades calificaba el delito e imponía la pena basándose en hechos que consideraba palmarios, pero sin acopiar ni un solo testimonio de cargo o de descargo. «Vosotros», le espetó a la Comisión de Responsabilidades y al parlamento en pleno, «vais a faltar, al condenarle, a uno de los principios básicos del derecho penal, y es que nadie puede ser condenado sin ser oído». Asimismo, Romanones utilizó, con habilidad, el éxito cívico del 14 de abril (un cambio de régimen radical en el no corrió ni una gota de sangre) para negar el acta de acusación; puesto que, dijo, si los acusadores afirmaban que el rey había trabajado durante treinta años para conseguir la total obediencia del ejército, resultaba obvio que no lo había conseguido, pues el 14 de abril ni un espadón había levantado su sable para impedir que se tuviese que ir de España.

Negó, asimismo, las acusaciones de afanes imperialistas porque, dijo, hasta llegar la dictadura de Primo de Rivera España era un país constitucional, con un gobierno constitucional, así pues regía al completo la regulación de la Constitución de 1876 en el sentido de que el rey era inviolable y de los actos de gobierno (por ejemplo, la guerra de Marruecos) era responsable el gobierno. Esta argumentación era tan intachable que hasta el mismísimo Indalecio Prieto, parlamentario del PSOE y por lo tanto en las antípodas de Romanones, admitió su validez en la prensa de la época.

La madre del cordero, de todas maneras, era la dictadura. Y aquí, con algo menos de cintura, se defendió Romanones, como cantaban los de Palacagüina, como gato panza arriba.

Según el viejo político liberal, era cierto que los generales le habían profesado obediencia al rey en las primeras horas del golpe; pero no sin recordarle, al mismo tiempo, que comulgaban con las ideas e intenciones de Primo de Rivera. Además, en un golpe de efecto, leyó durante su intervención un telegrama, en ese momento inédito, remitido por el propio Primo al rey. Telegrama en el que el jefe del golpe de Estado le decía al rey que no pensaba dar marcha atrás y terminaba anunciando, lúgubremente, que estaba dispuesto a dar «carácter sangriento» a su asonada si fuese necesario. Claramente, Romanones se quería subir a una ola, la de los muchos españoles que le reconocían a Alfonso XIII la inteligencia de darse el piro de España el 14 de abril para evitar males mayores, tratando de convencer al parlamento de que en 1923 había hecho exactamente lo mismo: aceptar la dictadura para evitar un baño de sangre. Cómo es que no encontró el momento de darle la vuelta al calcetín en siete años, es algo que no explicó, claro.

Su siguiente estrategia fue repartir marrones. Ponerle un ventilador a la mierda, decimos hoy; Antonio Maura decía colocar una turbina en la cloaca. El rey no convocó las nuevas Cortes que la Constitución exigía, reconoció; pero también es cierto que quienes presionaron para que así fuese, el propio Romanones y el político liberal-demócrata Melquíades Álvarez (presente en las Cortes republicanas), se quedaron solos. O sea, el rey no quiso Cortes, pero España tampoco. En este argumento, claro, Romanones olvidaba que una cosa es ser rey y otra ser pueblo y que si uno quiere ser rey tiene que saber ser más valiente, mucho más valiente, que el pueblo.

Su siguiente ataque fue hacia los nacionalistas catalanes, a los que les recordó que cuando Primo dio el golpe de Estado en Barcelona, en dicha ciudad ni dios movió un dedo en contra de él. Los diputados catalanes protestaron airadamente, pero lo cierto es que Romanones, mutatis mutandis, tenía toda la razón.

Y, por último, Romanones hizo suyo el argumento que el principal político de la dictadura, José Calvo Sotelo, entonces exiliado fuera de España, había expresado ya por carta. El pacto tácito entre la República y el rey, firmado a eso de las dos de la tarde del 14 de abril.

La historia es ésta: el día 14, conforme se fue sabiendo de la victoria de los republicanos en los principales ayuntamientos de España, la cosa se fue caldeando. En Eibar se declaró la república y un grupo de activistas lograron colgar una bandera republicana en el madrileño Palacio de Comunicaciones, en la plaza de la Cibeles, ése que ahora se ha quedado Gallardón. A eso de las dos de la tarde Romanones, en su condición de íntimo amigo del rey, decidió parlamentar la situación con Niceto Alcalá-Zamora, que era la cabeza visible de las fuerzas republicanas coligadas en el Pacto de San Sebastián. La entrevista se celebró en el domicilio del doctor Gregorio Marañón y a ella asistieron Romanones, Marañón, el doctor Pittaluga y el también médico Mateo Jiménez Quesada, los tres últimos en plan mamporrero más que nada. En dicha reunión, Romanones, tras admitir que la deriva republicana no había quién la parase, pidió unos días para la marcha del rey, y Alcalá-Zamora insistió en que Alfonso XIII debía abandonar palacio antes de la puesta del sol.

Cosa que hizo. Y, argumentaban los monárquicos, ¿acaso no fue eso un pacto político de alto nivel?

Romanones dijo en el parlamento, recordando que la Comisión de Responsabilidades consideraba al rey merecedor de la pena de muerte (aunque se la cambiaba graciosamente por las que ya he citado): «Si el ex rey hubiera sido entonces [el 14 de abril] condenado a muerte, yo os aseguro que la República no hubiera venido sin sangre». Dicho de otra forma: el interés de España el 14 de abril era evitar la violencia y ambas partes, republicanos y rey, pactaron para que ello fuese así. Pero dicho pacto excluía, tácitamente, la fijación posterior de culpas. El rey, tras el magnánimo gesto que tantas vidas había ahorrado, no podía ser ahora acusado. O sea, Romanones venía a dar a Alfonso XIII un tratamiento parecido al de esos delincuentes que en las pelis americanas de policía pactan la confesión de culpabilidad para reducir condena o evitarla por completo.

Esta tesis fue contestada por el propio Alcalá-Zamora el cual, tras pedir la palabra, dijo, entre otras cosas, que «sin conciertos y sin pactos, el Gobierno no fue ni el obstáculo ni el amparo para la huida del ex rey, ni el escollo ni el jaleador de la ira popular; el pueblo quedó en libertad y el Gobierno no azuzó la ira de la multitud». O sea, defendía la idea de que el rey se fue porque no tuvo más remedio y que los republicanos cumplieron su parte no animando al personal a perseguirlo.

Ángel Galarza, que ya digo que en mi opinión estuvo torpón y hasta inoportuno, empezó por decir la gilipollez de que el acta de la Comisión se limitaba, en lo que se refiere a los hechos anteriores al golpe de Primo, a «estudiar al sujeto del delito»; cualquiera que lea el acta verá que esa afirmación es una tontería. Entre otras torpezas, acusó al rey de estar en connivencia con el general Fernández Silvestre en la catástrofe de Annual, y lo hizo utilizando una frase, «puesto que de ello pueden existir pruebas», de ésas que levantan más dudas que certezas, así pues no valen para nada. Sin embargo, por muy torpe que fuera Galarza, tenía elementos muy sólidos a su favor. Especialmente, y por ahí atacó, el hecho, palmario, de que cuando Primo de Rivera, avanzada la dictadura, se dirigió al rey indicándole que la fase militar de la misma se podía dar por acabada éste, en lugar de optar por la vuelta a la democracia, siquiera formal, optó por la dictadura civil, con un a modo de Cortes orgánicas ademocráticas. Decisión ésta que, se ponga Romanones decúbito supino, decúbito prono o de canto, tomó Alfonso sin tener pistola alguna en la nuca.

Eso sí, Galarza regresó a la gilipollez antijurídica al tratar de justificar la calificación de delitos del acta de la Comisión. Reconoció que los delitos de lesa majestad y de rebelión militar podrían no estar definidos en el Código Penal; pero, argumentó con más inocencia que otra cosa, «los delitos que cometen los reyes no están en los artículos de los códigos». ¡Leñe! En el dicho caso, ¿dónde están? ¿En el Libro Gordo de Petete? Joder con el señor Fiscal de la República...

Algún grupo de diputados más versados en derecho que Galarza et altera (Pedro Rico, Fernando Rey, José Domínguez Barbero, Claudio Sánchez Albornoz, Bernardino Valle, Mariano Ruiz Funes y Melchor Marial) les salvaron el culo presentando una proposición a la Mesa del Congreso en la que colocaban los puntos sobre las íes adecuadas: el rey era acusado de alta traición, delito que sí contemplaba el Código Penal, y declarado fuera de la ley para que, «decaído de todos sus derechos y privado la paz jurídica, la República deberá incautarse de sus bienes, y cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional».

Lo que no estuvo presente en aquel debate, salvo tangencialmente, y esto fue utilizado por los monárquicos para zaherir al gobierno, fueron las acusaciones de corrupción. En realidad, ésta había sido la primera línea de ataque de los republicanos contra el rey Alfonso, sobre todo a través del durísimo discurso que pronunció Indalecio Prieto la tarde del viernes 25 de abril de 1930; un discurso que, por lo que veo, incluso los biógrafos del político vascoasturiano tienden a olvidar.

En aquel año de 1930, un catedrático de Derecho que había sido primorriverista hasta las cachas, Quintiliano Saldaña, había publicado un libro, La orgía áurea de la Dictadura según las referencias que tengo, en el que insinuaba la corrupción real con estas frases (las cursivas son mías), referidas al contrato de concesión del monopolio telefónico español: «Que estén reconocidos a la piedad que detiene mi pluma para no escribir estos nombres. Y con ellos, otros más altos. Y luego otro, todavía más. El cheque de los 600.000 dólares [un pastón de pastones]. Todo, todo se ha de saber, por el megáfono de la Justicia, el día en que se exijan las responsabilidades de la dictadura».

Prieto recogió en su discurso este testigo y fue más allá en las insinuaciones, hasta el punto de que todo el mundo en la atiborrada sala del Ateneo en la calle del Prado; todo el mundo en Madrid; todo el mundo en España entendió que estaba señalando con el dedo al rey y a su entorno. Sin embargo, como he dicho, en el debate parlamentario nada de esto apareció. Y, de hecho, Prieto acabaría, como ministro de Hacienda de la República, teniendo más de un problemilla con alguno de los negocios que había denunciado, como el del monopolio de petróleos.

En todo caso, y como ya habéis leído, la condena de Alfonso XIII suponía la incautación de sus bienes en·España. El primer paso de dicha incautación fue abrir la caja de caudales que existía en el Palacio Real (supongo que ahí seguirá), en la que se encontraron:

- 150.000 pesetas en billetes.

- Acciones por valor de 6.800.000 pesetas, propiedad de Alfonso XIII.

- Acciones por valor de 11.715.000 pesetas, cuya propiedad no estaba clara.

- Una llave de oro y rubíes, llave de Andalucía, regalo a Isabel II.

- Cinco collares del Toisón de Oro.

- Una llave de Cádiz.

- Una llave de oro, regalo a la regente María Cristina.

- Una barra de plata de las minas de Potosí (Perú).

- Un estuche con un pergamino, propiedad de María Cristina.

- Monedas de oro, medallas, planchas de plata y otros objetos valiosos.

Asimismo, al rey se le incautaron los siguientes bienes inmobiliarios:

- Una participación en la casa situada entonces en el número 11 de la calle Eduardo Dato, por valor de 385.687,43 pesetas.

- Un solar en el distrito de Buenavista, si bien había indicios de que había sido ya vendido.

- Una casa en la carretera de Extremadura 44, cuyo usufructo había sido cedido por la regente María Cristina a La Gota de Leche, que no sé muy bien qué era. Valor desconocido.

- También en Madrid: una casa en la calle de Antillón, también con usufructo cedido a un asilo de niños. Así como otra en la calle de la Espadaña, también cedida.

- Los muebles del palacio de Pedralbes (el palacio en sí había sido ya donado al Ayuntamiento de Barcelona).

- El palacio de Miramar, en San Sebastián, tasado en 4.210.914 pesetas.

- Villa María, también en San Sebastián, cedida a la Cruz Roja.

- Lore-Toki, un caserío guipuzcoano dedicado a la cría de caballos de carreras, tasado en 151.528,40 pesetas.

- El caserío donostiarra de Ollo, 91.972,80 pesetas.

- El caserío de Amasorraín, 172.349,20 pesetas.

- La península y palacio de la Magdalena en Santander, tasados en 2.584.048,45 pesetas.

- La isla de Cortegada en Pontevedra, sin tasar.

- El torreón de Balsaín en Segovia, tasado en 10.000 pesetas, incluyendo solar y huertas (5.000 pesetas) y las caballerizas (6.250).

- Una porción en una casa sita en el paseo de Santo Tomás, en Ávila, inmueble cedido a los padres dominicos para un colegio.

He buscado en la base de datos del BOE alguna referencia que me permita saber cuál fue la suerte de esta sentencia. Sospecho que el franquismo debió de revertir la decisión de las Cortes republicanas, que como habéis leído declararon a Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena fuera de la ley, devolviéndole por lo tanto esa paz jurídica que la sentencia republicana le negaba. Lo que no sé es qué ocurrió con las incautaciones, si fueron devueltas a la familia, o los bienes se justipreciaron (habría algunos imposibles de devolver, por su carácter mueble), o qué.

O quizá no, o no del todo. Porque lo cierto es que los ataques furibundos contra Alfonso XIII ni de coña se acabaron con la República. De hecho, el libro más crítico, más que crítico insultante en algunos pasajes, que he leído contra este rey (y es que no sé si llamarlo ex rey, puesto que existe una sentencia que lo decae de todos sus títulos), se titula Sobre la caída de Alfonso XIII (Tomás Echeverría, Sevilla, ECESA, 1966) y, para que os hagáis una idea del perfil de su autor, sólo os copiaré aquí el pie de imprenta: «Se terminó de imprimir este libro en los talleres de la Editorial Católica Española SA, en Sevilla, el día 29 de septiembre de 1966, festividad de San Miguel Arcángel, defensor de la verdad. ¡Que su poder aguerrido proteja a la España, paladín de la Iglesia, contra el peligro del liberalismo, venciéndolo por Cristo Rey y para Cristo y España, a las órdenes de María, Reina, y consiguiendo para la Patria la continuidad del 18 de julio, en que fue rescatada, y que la sangre de tantos mártires reclama!»

Republicano, republicano, lo que se dice republicano, el libro no lo es mucho, ¿no os parece?