jueves, agosto 02, 2007

Intermezzo

Como muchas otras gentes, las que este blog escriben tienen sus momentos de asueto. Yo, la verdad, aún voy a permanecer al pie de mi cañón unos días, pero el hecho de que siga aún alejado de mi domicilio habitual (y de mi ordenador) aconsejan, en mi opinión, echar el cierre con algunos días de adelanto.

Así pues, durante el mes de agosto estaré por ahí y no creo que escriba (aunque todo puede ocurrir) hasta finales de agosto o principios de septiembre.

No obstante lo dicho, os voy a dejar con algo distinto y un poco más largo, por si queréis entretener las horas agosteñas. Se trata de un cuento que escribí ya hace algunos años y que, si tenéis la paciencia de leer, descubriréis que no está en modo alguno desconectado de las cosas que habitualmente se ventilan aquí.

En todo caso, que disfrutéis el verano, aquéllos que estais en verano; y para los lectores australes, que los hay, paciencia, que en unos mesecitos estaréis vosotros arriba, y nosotros debajo.

Un saludo a todos.




El billete

By JdJ


Armando se preguntaba con frecuencia cuánto tiempo hacía que la pastelería había dado la impresión de estar a la última moda. Las paredes estaban pintadas de un verde que había oscurecido con el tiempo y los muebles y vitrinas, sencillos y angulosos, eran en su sencillez propios de otros tiempos. A pesar de los constantes cuidados de su madre, el polvo se había concentrado en algunas esquinas y los vidrios se habían esmerilado un poco con el uso; las típicas señales de un local que necesita una reforma.

Era la primera hora tarde del domingo, el último momento antes de cerrar. Le había tocado estar de guardia. Habían pasado las horas en las que se vendía pan, después las de la venta de pasteles, pastas de té y golosinas, y ahora era tan sólo el tiempo de los rezagados. El tiempo en el que no solía entrar nadie. Eso frustraba a Armando aún más, porque aquel domingo no tenía que haberle tocado trabajar. Al día siguiente tenía un examen muy importante de histología y le hubiera gustado tener algo más de tiempo para repasar las lecciones más importantes. Sus padres le habían dicho días atrás que no se preocupase, que ellos se encargarían. Pero el invierno había cambiado los planes. Esa mañana, su padre se había despertado tosiendo cavernosamente y con décimas. Ahora estaba en el piso de arriba, sudando y durmiendo plácidamente. Y él no tuvo argumentos para resistirse cuando su madre le dijo que ella tenía que atender el obrador. De la abuela Beatriz poco se podía esperar ya. Así pues, la lenta y silenciosa tarde dominical caía como una manta pesada sobre el Madrid de los Austrias y Armando, aburrido, apenas tenía fuerzas y ganas para desear que diesen las cuatro y media y recordarse, con un amargo sentimiento de fracaso, la de veces que se había repetido que él no sería pastelero.

Tenía veintidós años y otras vocaciones. Es cierto que antes de quitarse los pantalones cortos ya sabía montar nata, mezclar los ingredientes de la crema pastelera e incluso hornear un hojaldre en el punto justo que necesitan unos buenos bolovanes. Pero también había empezado muy pronto a aburrirse de estar rodeado de azúcares, tipos de leche, almendras, huevos y demás; también había empezado a aburrirse sin remedio en las interminables horas que se pasan detrás de un mostrador, viendo a la gente pasar más allá del escaparate, esas horas que estragan cualquier voluntad y acaban impidiendo otro ejercicio que no sea la contemplación inane y el cronometraje meticuloso de la monotonía. Su padre era pastelero, como lo había sido el abuelo Cosme. Y su madre no había hecho sino ocupar su lugar en el negocio. Sin embargo, él había tenido vocación por la medicina desde muy pronto y no le gustaba cuestionarse si realmente era una vocación o, simplemente, la esclusa escogida para huir de esa aburrida celda de futuro.
Esa tarde de noviembre, fría y de luz equívoca, se repetía, una vez más, que todavía quedaba media hora y que no vendría nadie. Se metió en la pequeña trastienda y trasteó con un pequeño transistor, pero eso sólo le sirvió para darse cuenta, una vez más, de lo insulsos que encontraba los programas de radio un domingo por la tarde. Viajó de palabras huecas a música incomprensible hasta que apagó el aparato. Casi en el mismo momento en que lo hizo, la campanilla de la puerta de la entrada trastabilló con un canto estridente. En realidad, la llegada del cliente inesperado le sentó todavía peor que el aburrimiento anterior. Los tenderos se acostumbran antes a la soledad que a las sorpresas.

Cuando salió de la trastienda, se encontró esperando junto al mostrador a un hombre muy viejo. Enjuto, encorvado y de piel muy pálida, lo único que parecía seguir vivo en aquel anciano eran los ojos, hundidos en dos cuencas surcadas de arrugas como la arena después de una riada. Dos manos nervudas, salpicadas de venas verdes, reposaban sobre el cristal con un temblor tan perceptible como interminable. Armando suspiró. Sólo a estos tipos se les ocurre que una pastelería va a seguir abierta un domingo a las cuatro y diez, pensó.

- Buenas tardes. ¿Qué va a ser?

El viejo lo miraba sin decir nada, con el labio inferior colgando, como si llevase allí horas sin intención de estar en otra parte. Armando elevó la voz.

- ¿Puede decirme qué desea?

El viejo no parecía ser sordo. Todos los indicios eran de que era imbécil o estaba sonado. Armando había gritado bien fuerte; era imposible que a alguien tan sordo y con esa edad le permitiesen andar solo por la calle. Si seguía allí, tan quieto y con esa expresión bobalicona, era porque quería. O porque acababa de fallecer de una hemiplejía. O porque eso tenía que pasar en aquel domingo en que le habían jodido desde bien por la mañana. Le costó a Armando recuperar de su interior las claves de la amabilidad pero, finalmente, fue capaz de salir del mostrador y acercarse al hombre. Una vez allí, se colocó cerca de uno de los oídos e hizo bocina con las manos.

- ¡Vamos a cerrar, señor!

El viejo giró la cabeza sin poner en juego un solo músculo más de su rostro.

- No me grites, que no soy sordo.

«Ahora con coñas», pensó Armando. Era demasiado. Tenía que repasar la histología, cosa que le llevaría todo el resto de la tarde. Así que había perdido todo un día de fiesta sin haberse tomado siquiera una cerveza con los amigos, sin un paseo, sin una puñetera media hora de asueto. Y ahora el viejo aquél jodiendo con la sorna del jubilado sin otra cosa que hacer. Resolvió, pues, que lo echaría más o menos amablemente.

- Pues si no está sordo, ya me habrá oído. Estamos cerrados, abuelo. ¡Cerrados!

- Nunca cambiarás. Siempre tan cascarrabias.

Armando no prestó demasiada atención a esas palabras. Estaba demasiado nublado por la decisión que había tomado de sacar al anciano del local y cerrar la pastelería en ese mismo momento, de una vez. Tenía un mal día y aquel zombie había sido la guinda.

- Dígame ahora mismo lo que quiere, abuelo. Y márchese.

El viejo se rió sin dientes, como si fuese a vomitar en cada espasmo.

- ¿Ahora me llamas abuelo? ¿Desde cuándo me ha cambiado el apodo?

- ¿Apodo, qué apodo? ¿Me va decir de una vez lo que quiere?

- Ya sabes lo que quiero.

Armando respiró pesadamente. Varias veces. No empezaba a cansarse. Ya estaba cansado.

- Márchese ahora mismo. Mire, no quiero hacerle nada, así que…

- Estamos solos, ¿no? Pensé que no eran necesarias las… formalidades.

- ¿Formalidades? Deje de alucinar, abuelo. No me canse. Es la última vez que se lo pregunto: ¿Qué coño quiere?

El viejo bajó la vista y sus labios temblaron. Parecía un robot estropeado tratando de procesar una instrucción complicada. Armando lo tomó de un brazo pero el anciano, en su más que evidente debilidad, encontró algo para permanecer bien plantado donde estaba, sin dejarse arrastrar. Finalmente habló, en un susurro.

- Medio kilo de pastas de chocolate ‑dijo; y repitió lentamente, como explicando una lección complicada‑: Pastas. De chocolate. Medio kilo.

Miró a Armando y sus ojos suplicaban algo.

En pocos segundos, Armando estaba detrás del mostrador colocando en la cajita de medio kilo las pastas. Lo hacía nerviosamente, con gestos bruscos. Tuvo que desechar un par porque las apretó tanto al cogerlas que las rompió. No le importó. Tenía prisa por terminar. Pesó la caja, ajustó la ración a lo requerido, la envolvió, ató el cordel alrededor y se la entregó al viejo informándole del importe. El viejo tomó la caja como si contuviese lo último que iba a comer en su vida, con gestos lentos y emocionados. Cuando la tuvo en su poder, metió la mano derecha en el bolsillo de su gabán, sacó medio billete cortado por la mitad y lo puso encima del mostrador.

Era un billete antiguo que debió de ser marrón. Armando lo tomó entre sus dedos. Parecía a punto de desintegrarse. Levantó la vista hacia el anciano, más extrañado que airado.

- ¿Qué es esto? ¿Es todo lo que tiene?

El viejo no dijo nada. Armando se debatió entre la idea de abroncar al anciano y la de dejarlo marchar, sin más. Se acordó del examen de histología, del día perdido. Del cansancio y la soledad de la fría mañana en el fondo de aquel local deprimente.

- Bueno, vale. Para usted la perra gorda. Le regalo las puñeteras pastas. Pero márchese de una vez.

El viejo pareció entender. Se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta arrastrando los pies. Había dado dos breves pasos cuando se paró y se volvió. Su boca temblaba mucho más ahora y su expresión era la de un padre que contempla a su hijo gravemente enfermo.

- Adiós, amigo. Hasta siempre.

Armando lo observó marcharse, cargado de hombros. Dentro de su gabán oscuro parecía la caricatura de un hombre. Esperó a que saliese y traspasase el escaparate, calle arriba, para acercarse a la puerta, salir a la acera y bajar el telón de hierro. Desde el portal de al lado abrió con su llave la puerta que daba al local, lo cerró por dentro y apagó las luces. Cinco minutos más tarde estaba en su caliente dormitorio, repasando la histología.

No volvió a recordar al viejo loco hasta la noche, a la hora de la cena. Su madre lo llamó con insistencia varias veces antes de que saliese. No lo hizo hasta que no hubo terminado de repasar todas las lecciones que había decidido releer antes del examen. Fue su pequeña rebelión ante la imposición de aquel domingo estúpido. Cuando llegó a la mesa todo el mundo estaba cenando. Su madre había terminado de servir las verduras (también el plato de Armando, que lo esperaba humeando) y masticaba en silencio, dando la impresión de que no había nadie más que ella en la habitación. Su padre, pálido y con los ojos cargados, tragaba con dificultad. Y la abuela Beatriz, empequeñecida, casi calva y con esa expresión casi idiota que tenía en el rostro desde hace años, mareaba las viandas llevándoselas a la boca de cuando en cuando. Armando se disculpó tenuemente por su tardanza, pero a nadie pareció importarle. En la televisión resumían los goles de la jornada.

- ¿Cómo estás, papá? ‑preguntó por decir algo.

Su padre gruñó algo que lo mismo quería decir «mejor» que «muy fastidiado». Armando no tuvo ánimos de aclararlo.

- ¿Has terminado de estudiar? ‑preguntó su madre, sin levantar la vista del plato, después de muchos segundos de silencio.

- Sí, creo que sí.

- ¿Cuándo es el examen ese? ‑le preguntó su padre, con voz rota.

- Mañana. Mañana por la mañana.

- Entonces el martes estarás en el homenaje.

Lo había olvidado. El homenaje. Maldijo Armando aquel estúpido domingo, capaz de borrarle de la mente incluso las cosas que le importaban.

- Por supuesto. No me lo perdería por nada. Además, tengo que ir, ¿no?

Su padre asintió sin palabras. En verdad, Armando ni quería ni podía faltar. En el acto iba a dejar de ser militante de las Juventudes Comunistas para ingresar en el Partido Comunista. Y le iban a dar el carné con el número 345. El número del abuelo Cosme.

Como si estuviera adivinando sus pensamientos, la abuela Beatriz le miró y habló con esa voz suya, parkinsoniana, nacida en una garganta en galerna permanente.

- Ya puedes estar orgulloso, Mando…

- Lo estoy, abuela ‑contestó él que, en verdad, así se sentía‑. Pero lo importante es el homenaje al abuelo Cosme. Él es el protagonista.

La abuela Beatriz se emocionó. Lo hacía muy a menudo, incluso delante de una telenovela barata. Pero eso no restó significado a su cuello estragado, sus manos agitadas y la caída de su mirada aguanosa.

La que, sin embargo, parecía algo fastidiada era la madre.

- Bueno, ojalá que esto sirva para que Mando no tenga que exponerse el día de mañana como el abuelo Cosme.

- Esto no tiene nada que ver, mamá ‑protestó Armando‑. Los tiempos han cambiado y ahora la lucha es otra. Pero eso sólo aumenta el mérito de los que se la jugaron entonces.

- Tu madre ‑informó el padre, hablando despacio para no atraer la tos‑ es de los que opinan que lo mejor es olvidar.

La mujer dejó caer con leve estrépito sobre el plato de loza los cubiertos que estaba utilizando.

- Lo dices como si fuese un pecado mortal.

- No somos creyentes ‑contestó el padre, masticando indolentemente.

- Eso ya lo sé. Pero parecemos tener pecados como los curas. Por ejemplo, olvidar el pasado.

El padre de Armando volvió la vista hacia su mujer con una mezcla de extrañeza y el embrión de la ira.

- Los hombres que olvidan el pasado están condenados a repetirlo.

La mujer rió amargamente.

- ¡Qué bonito! Las frasecitas de costumbre. ¡Por Dios! Estamos en el año 2000, Cosme. Si no dejas de mirar al pasado, nunca verás el futuro. Que yo sepa, ya no quedan patrullas de anarquistas en la esquina de aquí al lado fusilando a quien les da la gana.

- Pero quedan fascistas ‑interrumpió Armando‑. Muchos. Y hay que seguir luchando contra ellos.

- ¡Por Dios, Mando! ¡No digas imbecilidades!

Armando no quería discutir con su madre. Intercambió un parpadeo inteligente con su padre y ambos se callaron, no sin antes sonreírse levemente, de medio lado. Ambos se entendían bien, ambos comprendían. Incluso encontraban lógico que ella, que al fin y al cabo se había incorporado a la familia cuando se casó, no valorase lo suficiente que durante décadas aquella misma pastelería, casi con la misma pintura y los mismos muebles, fuese uno de los lugares de Madrid donde se intercambiaban correos los comunistas del interior con los del exterior. Éstos últimos entraban en España clandestinamente y se dirigían a la tienda para recoger sus sobres y dejar otros donde el abuelo Cosme leía la nueva contraseña que utilizaría el próximo visitante. Más de veinte años exponiendo la vida en aquella labor callada sin la cual, como rezaba la carta del mismísimo Julio Llamazares, Secretario General del PCE, que semanas atrás había recibido el padre de Armando, la oposición a la dictadura habría sido imposible. Tanto Armando como su padre sentían que todo lo que tenía la familia era eso: una pastelería venida a menos y el recuerdo de un héroe. Y la voluntad de repetir sus hazañas si era preciso. Ambos estaban convencidos de que un buen comunista no necesita nada más.

Puesto que se entendían entre ellos, la incomprensión de la madre era un dato casi irrelevante. Pero, en cualquier caso, Armando no quería discutir con ella. Siendo casi un adolescente había alfabetizado a algunos viejos militantes y allí había aprendido que algunos de ellos, aunque sólo fuesen unos niños durante la guerra, guardaban de ella un recuerdo que era una empinada cordillera de desgracias y privaciones. Y está la paz, además. La paz que para muchos significó huida y exilio y para todos los demás, la mayoría, silencio, mentira, hipocresía de supervivencia. No pocos de aquellos jubilados y jubiladas, al calor de su actual calefacción central y frente a televisores panorámicos a través de los cuales podían incluso comprar pequeños electrodomésticos casi mágicos, habían puesto un cortafuegos entre esto y aquello, dando por bien vividas ambas vidas pero sin dejar que unas se comunicasen con las otras. Ante ese tipo de gente, pensaba Armando, lo mejor es cambiar de conversación. Y eso trató de hacer. Y por ello, sólo por ese deseo de no beligerancia, fue por lo que se acordó del viejo loco.

- Esta tarde, en la tienda, a última hora, me ha pasado algo muy curioso.

Nadie le contestó. Las brumas del enfrentamiento anterior seguían ahí.

- A punto de cerrar entró un viejo senil. Quería medio kilo de pastas. Se las tuve que regalar.

Aquello sí que se ganó la atención de su madre y una disimulada mirada de reprobación de su padre. Él sabía que ocurriría, pero prefería discutir por eso.

- ¿Medio kilo? ¿Y se lo regalas?

- Deberías haberlo visto, mamá. El tipo estaba loco.

- Haberme llamado. Ya verías lo rápido que echo yo a los locos.

- Joder, mamá. Tampoco es eso.

- Si no es para tanto ‑terció su padre‑, pon tú en la caja lo que no pagó el viejo.

La base del estómago de Armando ardió. Aquella incomprensión se sumaba al domingo asqueroso que había tenido que pasar. No podía soportar percibir una injusticia de ese calibre.

- Las pondré, papá. No te preocupes. Mañana mismo, antes de irme a clase. Qué coño, ahora mismo bajo y pongo el dinero.

- Mando, no es eso…

- ¿Y qué es, mamá? Me paso todo el puñetero día detrás del mostrador cuando no me tocaba, pongo en peligro el examen de histología y luego… y luego aparece un tipo de cien años sordo y gilipollas que me empieza a llamar de tú y me dice que soy un cascarrabias y se queda allí, como un vegetal y luego me paga con medio billete caducado… ¿qué tenía que hacer, llamar a la policía por medio kilo de pastas?

Aunque no lo deseaba, no había podido evitar gritar. Trataba de no hacerlo, porque la abuela Beatriz era muy sensible a las broncas y enseguida empezaba a llorar como si fuese a haber asesinatos. Aquella vez no fue una excepción. Cuando Armando se fijó en ella, lo miraba con un pánico muy limpio, neto, en los ojos. Había soltado los cubiertos y, detenida en sus inacabables temblores nerviosos, no le apartaba la vista. Su boca se doblaba en un rictus de angustia.

- Mando, tu abuela…

- Vale, vale. Me callo. Pero es que no soporto que seáis tan histéricos con el dinero…

- ¡Déjalo, Armando! ‑su padre tosió después de elevar la voz‑. Déjalo estar ya, hombre. Un anciano grillado no tiene tanta importancia. Vale, y medio de pastas tampoco.

- Aquí tengo el billete ‑contestó Armando, más calmado, metiendo la mano en el bolsillo derecho del pantalón‑. Lo mismo vale algo.

Se lo tendió a su padre, que observó el papel sobado con curiosidad.

- Coño, sí que estaba mal el viejo ése. Esto es… espera, no se ve bien. Abuela, mire. Esto le traerá recuerdos.

El padre de Armando le alcanzó el medio billete a la abuela Beatriz. Ella lo cogió y lo observó como si fuese un cadáver inesperado. Respiró pesadamente.

- Son veinticinco pesetas ‑informó su padre‑. Dinero de la República.

- ¿De la República? ‑contestó Armando‑. Nunca había visto uno.

- Pues tu abuela sí. ¿A que sí, mamá?

La anciana no hablaba. Miraba y remiraba el billete y enarcaba las cejas como si se estuviese reencontrando con un viejo amigo. Tardó muchos segundos en hablar mientras los otros tres comensales la observaban sin saber qué decir.

- Veinticinco pesetas… ‑terminó por mascullar‑. Medio kilo de pastas de chocolate no valía tanto.

La madre de Armando se levantó con cierto estrépito y comenzó a recoger los platos.

- Pues ahora valen más. Mucho más.

Armando se alzó de hombros. Estaba visto que aquella noche cualquier cosa que se dijese acabaría en discusión. En la televisión, Roberto Carlos trataba inútilmente de justificar una derrota. Se concentró en la pantalla, decidiendo que era lo mejor que podía hacer.

El examen de histología no fue mal. Tampoco demasiado bien, pero sí lo suficiente como para que Armando estuviese satisfecho. Pero terminó agotado, a eso de las doce y media. Como todavía estaba fastidiado por haber perdido todo el domingo entre la pastelería y el examen, decidió fumarse las clases de ese día y marcharse a casa. A mediodía entró en la pastelería y encontró a su madre sola y con cara de pocos amigos.

Le tendió un par de billetes verdes.

- Toma. Las pastas. Pero que no se te olvide el cambio.

Su madre, por toda respuesta, sacó unas monedas de la caja registradora y se las dio, después de haber guardado los billetes en uno de los cajetines. Sólo después dijo con voz neutra.

- ¿Qué tal el examen?

- Bien, creo.

- ¿Bien, o bien creo?

- Bien, creo.

- Menos da una piedra ‑contestó su madre, torciendo la boca.

- ¿Todavía estás de mala leche?

Su madre suspiró.

- Tu padre está peor. Tiene un pito en el pecho. El médico ha dicho que la cosa va a ser larga.

Armando comprendió. Aquella matrona, acostumbrada a cargar sobre sus espaldas toda su casa y la mitad de un negocio, también tenía derecho a la debilidad. Entró en el mostrador y la besó.

- Sube, anda. Yo me quedo.

- ¿Tú? ¿Pero no decías ayer que…?

- Mamá, por favor. Vete. Olvídate de lo que decía ayer. Sube, anda.

Consiguió arrancarle una sonrisa y algo que pareció una caricia. Se marchó sin una palabra más.

Julio Llamazares, secretario general del Partido Comunista de España, le había hecho llegar un par de días antes al padre de Armando el borrador del discurso que leería al día siguiente en el acto de homenaje a los héroes de la oposición interna. Armando lo tenía consigo y entretuvo la soledad de la tienda releyéndolo. Citaba a Cosme Seisdedos tres veces, lo cual hacía parecer que su abuelo era el más destacado de los homenajeados. En realidad, eso era, pensaba Armando, porque ninguno de los otros había dejado un nieto que quisiese ingresar en el Partido. Pero, aún así, se regodeó con esas tres citas, hechas con el lenguaje preciso y cargado de sentimientos de las arengas. Estaba imaginando la voz del líder pronunciando ese nombre a través de los altavoces cuando temblaron unas contra otras las campanillas de la puerta. Armando levantó la vista. Una mujer entrada en años, gorda y con escaso pelo rizado había entrado en la tienda. Cruzó mentalmente una apuesta consigo mismo: palmeras o, en todo caso, una napolitana para tomar, sin envolver.

- Buenos días. ¿Qué desea?

La mujer no dijo nada. Abrió su bolso y buscó dentro hasta que sacó un enorme monedero. Sacó dos billetes y los puso encima del mostrador de cristal.

- Tengo la sospecha de que mi padre dejó ayer a deber aquí unas pastas.

La sorpresa dejó helado a Armando. Desde la noche de ayer no había vuelto a pensar en el viejo senil de la tarde anterior. Y lo que menos podía esperar es que su hija se preocupase de pagar su deuda.

- Estuvo… estuvo un señor aquí, sí. Yo le atendí. Pero ya le dije que no se preocupara, que le invitaba.

- Insisto en que me las cobre.

Armando se fue a la caja a darle el cambio a la mujer. Y a rumiar la tenue luz de culpa que veía en su interior. Se arrepentía de haberle gritado a aquel hombre, de haberle hablado con brusquedad. El tipo imbécil del día anterior era, de repente, un viejo desorientado. Un dolor en su estómago le castigó.

- Oiga, señora… ‑balbució cuando le alcanzó las monedas‑. Si su padre le dijo, bueno, que yo le hablé un poco… no sé, un poco fuerte, yo es que…

- No se preocupe ‑contestó la mujer, con voz resignada‑. Soy yo quien le tengo que pedir perdón. No me di cuenta de lo que había hecho hasta que por la noche le encontré el paquete de pastas. Mi padre no lleva nunca dinero encima, así que le pregunté cómo las había conseguido.

- Bueno, yo se las regalé.

- Ni hablar. Está muy mayor, el pobre. Se le va la cabeza.

- Ya. Me hablaba cómo si me conociese.

- ¡No me diga! ‑la tristeza se instaló en los pómulos de la mujer‑. Es que ya no reconoce a veces, ¿sabe? Hay momentos en que se empeña en que yo soy su madre.

- Lo siento.

- Ya, gracias. Pero ése es mi problema, no el suyo. Entró aquí a comprar las pastas como pudo entrar en cualquier otro sitio. Pero vi en el envoltorio el nombre y la dirección de la pastelería y decidí venir a pagárselas.

- No tenía por qué hacerlo.

- Gracias, pero lo prefiero así. Espero que nos disculpe.

Armando sintió una corriente de ternura hacia aquella mujer. Iba vestida de luto, con ropas de nylon de tienda barata. Se repetía a sí mismo que no debería cobrarle.

- No tiene que pedirme perdón, mujer. Sólo espero que su padre esté bien.

La mujer se miró los zapatos y suspiró de nuevo. Tardó en acumular fuerzas para hablar otra vez.

- ¿Me haría usted un favor?

- Si está en mi mano…

- Déjeme una tarjeta de la pastelería.

Armando se la dio y ella sacó un bolígrafo del bolso y escribió rápidamente unas notas. Le entregó a Armando el pedazo de papel. Había escrito: «Clara María Lugones». Y dos teléfonos.

- El primer número es el de nuestra casa ‑informó la mujer, señalando con la punta del bolígrafo en la tarjeta‑. En el segundo me encuentra de siete a nueve. Son unas oficinas que están aquí al lado, limpio allí. Si mi padre volviese…

- Entiendo ‑interrumpió Armando‑. La llamaré si eso pasa.

- No lo ponga nervioso, por favor ‑la voz de la mujer había adquirido un tono de súplica‑. Si lo ve muy despistado, llámele Beto. Todo el mundo lo llama así. Quizá eso le centre un poco.

- No se preocupe. Y gracias por el dinero.

- Adiós, señor.

Poco tiempo después de haberse marchado la mujer, Armando cerró la pastelería para la hora de la comida. Resolvió no contar de momento su encuentro con la mujer. Tampoco recuperó su dinero de la caja registradora. Seguía teniendo mala conciencia y eso propulsó su silencio. Comió mirando la televisión, reposó unos minutos en el sofá y, después, a las cinco, se ofreció para bajar a la tienda. La tarde fue intensa, con bastantes clientes y mucho que hacer. No fue hasta las siete o siete y media cuando se encontró solo tras el mostrador y volvió repasar, una vez más, el discurso de Llamazares. En la página cuatro dio un respingo y sintió que la columna vertebral se le helaba en décimas de segundo.

El secretario general del PCE citaba entre los comunistas desaparecidos a Herminio Lugones, alias Beto.




A las ocho de la noche de aquel lunes, Armando Seisdedos cerró la pastelería familiar. Había atendido a unos pocos clientes de última hora y había releído seis veces más el discurso de Llamazares. Cerró la pastelería pero no apagó las luces. Siguió dentro porque quería utilizar el teléfono de la tienda, no el de casa. Llamó a un buen amigo de su padre, cuadro del Partido. No le costó disimular. Le hizo ver que estaba emocionado y agradecido por el acto del día siguiente. Le dijo que había leído el discurso del Secretario General y que quería saber quién le había dado las referencias históricas de su abuelo y de todos los demás héroes de la oposición interna. Su interlocutor le dio el nombre de un catedrático de la Complutense, también militante. Colgó sin más. Buscó en la guía el apellido de aquel hombre y encontró tres referencias. Las dos primeras no tenían nada que ver con el PCE y también les colgó de forma abrupta. En la tercera llamada, un hombre maduro cogió el teléfono, con voz cansada.

Armando pronunció su nombre y le preguntó si era el catedrático universitario. Su interlocutor lo reconoció con prevención.

- Soy Armando Seisdedos. El nieto de Cosme Seisdedos.

- Oh. Encantado de conocerte. He estudiado a tu abuelo, sí. De hecho, yo mismo…

- Sí, lo sé. Sé que es usted quien ha facilitado la información para el homenaje. Le estoy muy agradecido.

- No hay de qué, muchacho. Pero podías habérmelo dicho mañana mismo en persona. No entiendo por qué me llamas a estas horas.

- Perdone, señor. Le pido disculpas, pero necesito saber algo, y saberlo ahora.

El catedrático reflexionó en silencio. Armando pensó que en sus dudas pesaría finalmente el prestigio de su abuelo y no se equivocó.

- Todo esto es un poco extraño. Pero, en fin, tú dirás.

Armando tomó aire y trató de poner en orden sus ideas.

- ¿Qué sabe de Herminio Lugones?

- Nada, creo. ¿Quién es Herminio Lugones?

- ¡Cómo que no sabe nada! Herminio Lugones es Beto, es… el discurso del Secretario General también lo cita.

El catedrático no se tomó tiempo para contestar.

- ¡Ah! ¡Haber empezado por ahí! A menudo, sólo recuerdo los apodos. Bueno, Beto era uno más. Un militante del interior.

- Lo suponía. Y, ¿qué fue de él?

- Nadie lo sabe a ciencia cierta ‑explicó el catedrático‑. En su día se dijo que la policía lo localizó y detuvo. Pero jamás nadie coincidió con él en la cárcel y los archivos policiales, que se pudieron consultar después del 75, tampoco dicen nada. Se lo tragó la tierra. O se lo tragó el franquismo, quién sabe.

Armando sintió una punzada de decepción.

- ¿Desaparecido? Pero, ¿por qué?

- Ya le he dicho que nadie sabe qué pasó. Más difícil entonces sería saber por qué, chico. Alguna vez, cuando me veía con La Pasionaria, la he oído recordar a ese hombre como un auténtico militante dispuesto a todo. Quizá lo consideraron tan peligroso que en lugar de detenerlo lo mataron sin dejar rastro. No sería el primer caso. Pero, si puedo preguntar, ¿a qué viene este interés tan repentino?

- Bueno… ‑balbuceó Armando‑, todo forma parte de mi deseo por saber de mi abuelo. Oiga, dígame sólo una cosa más.

- Tú dirás.

- ¿Le dice algo un billete de veinticinco pesetas de la República cortado por la mitad?

El catedrático pensó largo rato.

- Nada. Nada en absoluto. ¿Debería tener un significado para mí?

- Sí, supongo. Algún tipo de señal o de mensaje.

- Podría ser ‑contestó el catedrático‑. Los correos hacían cosas así. La clave era comprar determinada cosa o, quizá, pagar de determinada forma. Era el único modo de…

Armando ya había colgado. Un frío le bajaba por los hombros. De repente recordaba y comprendía. Apagó apresuradamente la tienda y subió a su casa. Entró como una exhalación en el salón-comedor. Allí, la abuela Beatriz veía la televisión con mirada ausente.

Estaban solos. El padre de Armando seguía en la cama y su madre estaría haciendo la cena. Se sentó junto a su abuela, arrimando una silla.

- Abuela, el billete. El billete de veinticinco pesetas. Lo conservas, ¿verdad?

La anciana lo miró como si llevase años esperando esa pregunta. De un bolsillo de su bata sacó el pedazo de papel y lo observó de nuevo como la noche anterior, con una especie de miedo atávico.

- Es una señal, ¿verdad? Una señal entre comunistas clandestinos.

La mano de la vieja tembló más que de costumbre. En un instante, pareció renacer y con gestos inusitadamente lúcidos rompió el billete en varios pedazos.

- Haz caso de tu madre, Mando. Y no te montes historias en la cabeza.

- Puedes romperlo, abuela. Es más tuyo que de nadie. Pero dime la verdad. Es una señal, ¿verdad?

- ¿Una señal de qué? ‑protestó la anciana con aprensión‑ ¿De qué me estás hablando?

- Abuela, lo sé todo ‑contestó Armando, con suavidad‑. Me acabo de dar cuenta ahora mismo.

- ¿Darte cuenta? ¿De qué?

- De que yo dije ayer que aquel viejo me había comprado medio kilo de pastas. Pero tú sabías que todas eran de chocolate. Ésa era la otra señal, ¿verdad? Un tipo que compra medio kilo de pastas de chocolate con medio billete de veinticinco pesetas. Y tú sabes lo que significa.

La abuela Beatriz bajó la vista y comenzó a lagrimear. Movía los labios susurrando algo que Armando no podía oír.

- ¿Qué dices, abuela? Háblame, por favor. Cuéntamelo. Es una señal, ¿de qué?

- No quiero… ‑terminó por decir la abuela con voz audible‑ no quiero que te pase nada.

- Por Dios, abuela, ¿qué me va a pasar?

- Prométeme que no se lo dirás a nadie. Prométemelo.

- Vale, te lo prometo. No lo contaré. Pero dime qué significa esa señal. Necesito saberlo, abuela.

La vieja siguió llorando. Armando la dejó que se tranquilizase. Esperó pacientemente hasta que la abuela Beatriz recuperó un temblor habitual en su cuerpo y algo de compostura. Cuando así lo hizo, habló con voz ronca.

- Beto ha recibido la orden. La que estaba esperando. Ayer vino a comunicarlo a través del correo.

La vieja le miró con el pánico troquelado en las pupilas.

- Esta tarde. En el Paseo de Recoletos. Va a matar a Franco.





A las doce de la mañana del día siguiente, martes, la plaza de toros de Vista Alegre estaba llena a rebosar. Había allí grupos con pancartas y banderas rojas vociferando y cantando. El acto fue hermoso. Hablaron los dirigentes regionales, luego los líderes de Comisiones Obreras y, por fin, el Secretario General del PCE. Todos ellos utilizaron el mismo tono tenso, encendido y pleno de significado en sus intervenciones. En el escenario, tras los oradores, un gran panel blanco estaba lleno de fotografías. Decenas, centenares de imágenes de los héroes anónimos del comunismo que eran homenajeados en aquel acto. La multitud enardecida interrumpía a menudo las palabras de los líderes con aplausos y gritos.

Armando Seisdedos y su padre estaban en la primera fila de sillas, esperando su turno para mostrarse ante el público al final del acto. A pesar de la fiebre y del desastroso estado de sus pulmones, Cosme no se había querido perder el acto. Parecía que el homenaje se lo hiciesen a él. Estaba tieso en la silla, aguantándose las lágrimas, apretando los labios. Su mandíbula cuadrada soportaba toda la entereza que era capaz de disimular. Su hijo lo observaba con escepticismo y, al tiempo, con ternura. Pensó si lo mejor sería callarse como le había exigido su abuela e, incluso, lo hizo durante mucho tiempo; pero, lentamente, la convicción de que no era quién para decidir el nivel de estupidez de los demás, y menos de un padre, creció en él. Así que, durante el aburrido discurso de un dirigente menor, acercó su boca al oído de su padre, y le musitó:

- ¿Sabes dónde estuve anoche?

- No. No viniste a cenar, a tu madre no le sentó muy bien. Podrías habernos dado una explicación.

- Estaba en Recoletos, frente a la Biblioteca Nacional. Impedí el asesinato de Franco.

Cosme se separó de su hijo y lo miró como si le estuviesen naciendo serpientes en lugar de pelo.

- Mando, pero, ¿qué estupideces dices?

- La verdad, papá ‑contestó Armando, sobreponiéndose a los aplausos‑. Ayer por la tarde, Herminio Beto Lugones se apostó en el Paseo de Recoletos para matar a Franco de regreso del Palacio de Correos.

- ¿Cómo? ¿Franco? ¿Beto Lugones? Pero, ¿qué…?

- Beto Lugones, sí. Está ahí ‑Armando señaló a una foto del mural trasero del escenario, la séptima por la izquierda de la cuarta fila contando desde arriba. A cinco fotos de distancia estaba el abuelo Cosme‑. Lo creas o no, ese hombre, que todos dan por desaparecido, estaba ayer a las nueve de la noche en Recoletos esperando que pasara Franco.

Su padre se rascó la barbilla.

- Armando, ¿tú estás bien? ‑se le notaba que le costaba creer que estuviese diciendo lo que decía‑. Franco ha muerto, hijo. Hace veinticinco años. ¿De qué narices me estás hablando?

Armando tomó aire. Ahora ya no podía volver atrás y lo que estaba por venir le daba miedo.

- Te estoy hablando del viejo loco que entró en la tienda el domingo.

- ¿Aquél tipo? ¿Ese tío quería matar a Franco?

- Sí. El billete era una señal. Y el medio kilo de pastas también. Una operación muy sencilla. Cuando Beto me la contó ayer parecía imposible que fallara.

El público rugió de nuevo como respuesta a una alusión a la legalización de las drogas. Padre e hijo, sin embargo, estaban completamente solos en medio de aquel barullo.

- Un camarada del Partido ‑explicó Armando‑ se había infiltrado en los talleres de El Pardo. El Rolls cubierto, el regalo de Hitler, se estropeó aquel día de invierno de 1941. Una serie de coincidencias hábilmente urdidas provocarían que el general usase un coche descubierto. Y a Beto Lugones no le importaba morir, como a los anarquistas de principios de siglo. Lo creas o no, ayer llevaba dentro de la camisa cuatro granadas con munición de guerra. Supongo que ya has adivinado que, para él, estos últimos cincuenta y nueve años no han pasado.

- Joder, Mando. La hostia…

El orador se había arrancado con La Internacional y ahora la plaza entera coreaba la canción. Quizá Armando y su padre eran los únicos que no cantaban ni levantaban el puño. La gente todavía seguía cantando cuando el padre gritó.

- ¿Qué hiciste, Mando?

- ¡Qué iba a hacer, papá! Llamé a la hija del pobre hombre y ella llamó al hospital y a la policía. Lo entretuve hasta que llegaron. No hubo problemas, está más muerto que vivo. Y enfermo de Alzheimer. Creo que por eso no distingue el pasado del presente.

- ¿Crees? Coño, Mando, es evidente. Un tipo que pretende matar a Franco en el año 2000 no tiene muy claro el calendario.

- Ya. O no quiere tenerlo claro.

El himno había terminado. El público aplaudía a rabiar. Padre e hijo se miraban, una vez más, en silencio. Armando sabía que su padre sospechaba. Y sentía pena por él y por sí mismo.

- Papá… ‑dijo al fin, mientras el último orador, el Secretario General del PCE, subía a la tribuna‑, papá… el abuelo Cosme traicionó a Beto Lugones. Lo delató. Beto Lugones nunca llegó a Recoletos. Lo detuvieron antes. Antes incluso de que pudiese ir a la pastelería a comprar medio kilo de pastas de chocolate para señalar la inminencia del atentado.

Su padre no dijo nada. Armando no sabría decir siquiera si lo veía.

- Papá, el abuelo Cosme era un delator. Un confidente de la policía. Los fascistas sabían que era del PCE, sabían que era su correo, pero debieron pensar que era más útil mantenerlo así que detenerlo. O tal vez fue la otra condición que puso por delatar el atentado contra Franco. Por eso la abuela no quería que…

El nombre de Cosme Seisdedos resonó en los altavoces. El Secretario General les señaló con el dedo a ambos y el público los atronó con un aplauso cerrado. Vecinos del público los zarandearon exhibiendo emocionadas sonrisas. Ambos recibieron las felicitaciones como alucinados, sin vida, esperando que los dejaran en paz. Pronto el público se subió a otra ola oratoria de su dirigente y pareció olvidarlos. Sólo entonces el padre de Armando pareció despertar de un mal sueño.

- ¿Otra… otra condición? ¿Qué quieres decir con eso, Mando?

Armando trató de sonreír y pasó un brazo por detrás de los hombros de su padre. Allí, tan cerca, a pesar del griterío, podía susurrar.

- El abuelo se convirtió en confidente a cambio de la vida de Beto Lugones. Eran amigos, papá. Muy amigos. Beto se pasó años escribiéndole cartas al abuelo. Algunas las leí anoche. Y no son las cartas de un resentido, créeme, sino de alguien que echa de menos a su amigo, a su compañero, a su camarada.

- Pero tu abuelo fue… fue el que jodió a ese tipo ‑salmodió Cosme hijo, escuchándose.

- Espera, papá. Espera. Beto Lugones no fue encarcelado ni torturado ni asesinado. Esos cabrones se limitaron a internarlo en un siquiátrico. Estuvo allí muchos años. Cuando salió, en el sesenta y ocho, era ya viejo y estaba un poco sonado. Su hija lo cuidó. Hace un par de años la familia regresó a Madrid. Él ya estaba muy enfermo. Su ficha, sus datos, sus referencias, se perderían en cualquier caja fuerte. Los franquistas lo olvidaron y los comunistas nunca volvieron a saber de él. El único que recordaba era él. Y el domingo pasado decidió cumplir de una vez con su deber.

Padre e hijo se miraban derrotados. Sonó una voz en los altavoces que pronunciaba el nombre de Armando Seisdedos y la multitud aplaudió de nuevo. El nieto de Cosme Seisdedos se levantó para subir a la tribuna. Mientras subía las escaleras y una vez arriba, seguía mirando a su padre.



Armando recibió su carné del PCE con el número 345. Fue abrazado por todos los líderes y vitoreado como el símbolo de que la lucha continúa. Luego tomó el micrófono y, con voz entrecortada, pronunció un breve discurso en el que, en resumen, habló de la importancia del compromiso con las ideas propias pero, matizó, todo gran hombre debe siempre ser coherente con su condición humana, principio y fin de todas las cosas. Acto seguido, hizo un extraño, pero intenso, panegírico de la amistad.

De todos los discursos que se pronunciaron aquella mañana, el de Armando Seisdedos fue el que arrancó los aplausos más tibios. Los informativos del día, que encontraron sus palabras insulsas, torpes y vacías de contenido, ni siquiera lo citaron.