viernes, diciembre 02, 2011
Perdón por las molestias
... no obstante, desde las costas norteñas, y si hay tiempo y ganas, seguiremos informando.
jueves, diciembre 01, 2011
Hellas (1)
Esto, en lo que se refiere a los programas que tienen una carga histórica, pasa por comprobar que los guionistas no hacen trampas en el solitario y se dedican a hacer el pollas con los hechos más o menos verídicos o conocidos. Por eso, en su día, ya me he despachado en este blog sobre cosas como la versión antenatresera de la figura de Viriato (que se parece a la realidad lo que Silvester Stallone a sir Lawrence Olivier) o la alucinógena versión que de los principios de la II República española nos dio la serie de TVE 1 con el mismo título, que era a la realidad de las cosas lo que los concursantes de Operación Triunfo a Wolgang Amadeus Mozart.
De un tiempo a esta parte, se estila bastante en nuestras televisiones la elaboración de series que recensionan la vida de gentes vivas. Política rentable, aunque peligrosa. Es muy fácil que el relato de la vida de un famoso de hoy pueda quedarse, o bien en la crítica fácil y poco documentada que busca el escándalo, o bien la simple y pura mamandurria hagiográfica, a la mayor gloria del personaje.
Tiempo ha, llegado a casa, en la tele del salón me encontré a dos jóvenes actores españoles recreando los papeles de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia en su juventud de recién casados. Me enteré de que era una serie dedicada más bien a la segunda, o sea a la actual reina de España que, con su sola presencia, declama nuestro cosmopolitismo: los españoles somos reinados por una dinastía francesa, cuyo último vástago coronado se casó con una mujer griega perteneciente a una dinastía de origen danés. Ah, si los Trastámara levantasen la cabeza...
Me puse a verla. Oyes, la historia del desarrollo de la sucesión a Franco en los años sesenta tiene su miga, pensé. A ver a qué sabe este pan.
En la escena que ví, Juan Carlos y Sofía comen en El Pardo con don Francisco y La Collares. Franco habla de España no sé qué, bastante en su línea, la verdad. En ese momento, suena la voz en off de la futura reina que, al parecer, está relatando la escena pasado el tiempo (modelo Cuéntame). Y dice algo así como que la joven pareja se sintió cohibida en la mesa de un dictador militar como Franco, como dando a entender que era un ambiente totalmente nuevo para ellos.
Para él, puede. Pero para ella, ni de coña, Santoña.
Cambié de canal y no volví a ver la serie. Para mí, ese solo detalle de los guionistas ya dejaba bien claro que me estaban colando una mamandurria hagiográfica. Sofia de Grecia poco podía asombrarse de almorzar con el jefe de un Estado antidemocrático viniendo como venía de un país que ni siquiera cuando había sido hasta entonces democracia se podía haber considerado democrático. Un país en el que hasta los civiles de la clase política se suceden de padres a hijos como si fuesen dinastías coronadas. Un país en el que la familia a la que ella misma pertenece había dado, para entonces, sobradas pruebas de, digamos, tics autoritarios. Un país, al fin y a la postre, que no mucho tiempo antes del momento en el que ese almuerzo se celebraba, había sido, cágate lorito, una dictadura militar; y estaba pronto a volver a serlo, si no lo era ya.
En el fondo, la historia de por qué dejé, en aquel punto, de ver aquel bodrio, es la historia de por qué Grecia está donde está, y le va a costar tanto salir. La Historia de un país en constante conflicto con su deuda pública, con Turquía, y consigo mismo.
miércoles, noviembre 30, 2011
El Valle de los Expertos
Por decir algunas cosas:
Al Valle de los Caídos ya no hay quien lo mueva; y no me refiero sólo a su existencia, sino a su significado porque, hagan lo que hagan los decretos, el significado de las cosas y de los sitios le pertenece por completo a las personas.
Una de las características fundamentales de la memoria histórica como forma de vida y cosmovisión es que se basa en la convicción de que la Historia se puede borrar. Esto no es nuevo: ya lo practicaban muchos faraones egipcios, que tomaban las piedras en las que los bajorrelieves reproducían el nombre de su antecesor, y las usaban para rellenar los pílonos de los templos que construían, donde nadie podía verlas; de esta manera, pretendían borrar del recuerdo que una vez había existido su enemigo y antecesor en el cargo. Y si alguien se cree que exagero o digo cosas de loco (que la verdad es que probablemente es así), que se lea los foros de la guerra civil de internet y repase los cienes y cienes de contertulios que han propugnado, precisamente, la idea de que los monumentos franquistas sean reducidos a gravilla y usados en el firme de las carreteras. Si cambiamos a Franco por Tutankhamon, al ministro de Fomento por Horemheb, y a los pílonos por la autovía del Cantábrico, la verdad, no veo yo la diferencia.
Pero, la verdad, todo esto es una gilipollez. Por razones que a mí se me escapan, porque es un edificio de dudoso gusto, al Valle llegan autobuses de turistas; dejarles sin espectáculo sería una tontería del tamaño de la del albañil que colocó su testículo izquierdo entre la alcayata y la pared.
Por razón de su voluntad borratriz, la memoria histórica arremete contra los nombres de las calles, las placas de las plazas, y le gustaría derribar el santuario; como sabe que no puede, va y propugna su conversión en centro de meditación civil; fistro conceptual que nos descubre que hay meditaciones civiles, militares y eclesiásticas.
Lo que hay que borrar, en esto los expertos expertean bien en mi opinión, no es el santuario, sino su característica de santuario de parte. Sí, ya sé que hay mogollón de republicanos enterrados allí; pero ni están allí por deseo propio, ni el santuario se levantó para honrar su memoria. Eso sí: el objetivo es, a mi modo de ver, batalla perdida. Por eso yo ni habría entrado en el tema.
El problema estriba en que el significado moral de los lugares no es algo que se pueda cambiar por decreto-ley. Una vez más, el dictamen de esta comisión de expertos indica la alta opinión que tienen de sí mismos las instancias políticas; que, igual que se sienten con capacidad para decidir cómo van a llamar los españoles a las poblaciones (ahora resultará que decimos Londres y no London por un decreto de Felipe II), ahora se creen capaces de decidir cuál va a ser el significado que le van a dar al Valle de los Caídos. Ya puestos, podrían decretar que, a partir de mañana a las 11, el Barranco del Lobo, donde las kabilas nos dieron hasta en el yeyuno, será un lugar de meditación sobre la alianza de civilizaciones. También podríamos pedir que los portugueses convirtiesen Aljubarrota en un centro paellero, o que los barcos ingleses vengan obligados por la Spanish and British Reconciliation Act a tocar la versión de Los Manolos de Amigos Para Siempre cada vez que sus barcos y submarinos surquen las aguas de Trafalgar.
Todo esto sale, en mi opinión, del error fundamental, de base, cometido por muchos defensores de la memoria histórica. Sacando a pasear el tema de Cuelgamuros, ellos solos se han metido en un callejón sin salida, porque el santuario no se puede volar por los aires (como poder, se puede; pero, en un país en el que se conservan corralas infectas porque forman parte del acervo arquitectónico de un barrio, poco sentido tendría intentar borrar un edificio así) ni se le puede cambiar el significado, por mucho que se le convierta en un centro por la memoria. La Comisión de Expertos dirá lo que quiera; pero tengo por mí que, dentro de x años, los falangistas seguirán yendo al valle a honrar la tumba de su fundador; y los que se tengan por herederos de los republicanos del 36 pocos autobuses van a tomar hacia Cuelgamuros para rememorar a nadie.
A todo ello hay que añadir otro factor. Si hoy por hoy es posible encontrarse en las playas de Normandía, en los aniversarios del día D, a los ya temblorosos y provectos supervivientes de las armadas aliada y alemana, juntos, honrando a todos los muertos, es porque un montón de gente, y de gobiernos, se ha tirado décadas trabajando por esa reconciliación. A los veteranos de la Cruz de Hierro y de la Medalla de Lenin, obviamente, lo que les sale de las tripas es seguir sacándose los ojos. Si han aprendido que el tiempo pasa para labrar un muro que aisle esos sentimientos radicales y aprender a comprender al otro, es porque el proceso ha sido favorecido por el discurso público.
En España, sin embargo, es impensable un acto en el que, en la explanada del Valle de los Caídos, se junten combatientes nacionales y republicanos para darse la mano; a pesar de que muchos de ellos, aunque sus bisnietos pretendan otra cosa, estuvieron en uno u otro bando por pura casualidad geográfica y nadie, en realidad, les preguntó si querían luchar por lo que lucharon. Y si hablamos de los más ideologizados... ¿alguien, verdaderamente, se imagina un acto conjunto de los supervivientes de los tercios requetés y los veteranos de las Brigadas Internacionales?
La visión oficial del problema guerra civil ha sido, en los últimos años, una visión centrada en proveer a una serie de personas de un reconocimiento que por lo visto les faltaba; y escribo por lo visto porque, que yo sepa, quien ha querido homenajear a cualquier víctima de la guerra civil o de la represión franquista, hace cosa de 35 años que lo puede hacer en plena libertad. Por lo tanto, se ha alimentado el yo sí, tú no. Filosofía que, por negar, está negando incluso la visión que de la guerra civil nos han dejado sus protagonistas no comunistas del bando republicano e, incluso, no pocos de los comunistas. Pero, claro, al fin y al cabo, ¿qué sabrán de la guerra civil Indalecio Prieto, o Peirats, o Azaña, o Zugazagoitia, o Sánchez Albornoz, al lado de un chavalín con un bisabuelo combatiente que ha subrayado la palabra «guerra» y la ha comentado con su compañero?
¿Cómo va a ser el Valle de los Caídos expresión de una reconciliación que los reconciliandos niegan? ¿Acaso es compatible la creación del centro de meditación civil con tentativas como la garzonita de hacer borrón y cuenta nueva de la amnistía del 77 (una vez más, la soberbia del contemporáneo: los del 77 tendrían sus razones para aprobarla, pero mis razones, por supuesto, son más sólidas) y comenzar a saldar cuentas de una guerra que terminó hace 26.500 días, con sus noches?
Esa vertiente de la memoria histórica que se mira a sí misma a través de una lente de cabestrez se empeña en no darse cuenta de que se puede cerrar al público el despacho del general Moscardó en El Alcázar, pero eso no evitará que el Alcázar sea lo que es para mucha gente, y para la Historia. Lo único que se puede hacer es dejarlo ahí, esperando pacientemente a que quienes ven en el Alcázar el símbolo de una resistencia heroica, vayan siendo minoría. Y el gesto de cerrar el despachito, o de capidisminuirlo en los materiales que enseña, va en la dirección exactamente contraria, es decir enerva a mucha gente para que perseveren en sus sentimientos.
El problema, pues, es que las iniciativas de memoria histórica, a menudo, generan el efecto exactamente contrario al que pretenden. Los hombres somos iguales toda la vida, lo cual quiere decir que, ya adultos, somos como ese niño pequeño que no se fija en su camión de juguete en toda la tarde, pero que monta un expolio de la hostia porque de repente quieres quitárselo. En el fondo de esta cuestión reside el problema básico de que la memoria, el recuerdo, como el olvido, no son cosas que se hagan nacer, o morir, por decisión de una ponencia del Congreso de los Diputados o de una sedicente comisión de expertos.
Esto puede acabar pasando con Franco. Si el CIS hiciese hoy una encuesta, estoy seguro que encontraría que no menos del 40% de los españoles, y yo creo que estoy pecando de optimismo, yerra al explicar quién fue Francisco Franco Bahamonde. Es más: estoy seguro que si se les ofreciese la posibilidad de decir que fue un ciclista que ganó el Tour, no menos de un tercio de los encuestados elegirían esta respuesta. En la segunda pregunta, la encuesta descubriría que, como mínimo, la mitad de los españoles de hoy no tiene ni puta idea, o la tiene tan ligera que no cabe sospechar nada bueno de su virtud, de dónde está enterrado Franco.
Lo que teníamos antes de que a la memoria histórica se le ocurriese dictarle a la sociedad española lo que debe pensar o dejar de pensar sobre su pasado, era una sociedad que, básicamente, no pensaba nada sobre dicho pasado, y que, desde luego, no estaba dispuesta a batirse el cobre por ninguna de las formas de interpretarlo. Lo que tendremos, en el momento en que la momia del general salga de debajo de la losa del Valle de los Caídos, será la posibilidad de que un señor del que ya nadie sabía gran cosa vaya y se convierta, de repente, en objeto de culto y de peregrinación. Ese día, si es que llega, el proceso de memoria histórica habrá alcanzado sus máximas cotas de estupidez.
El mejor desprecio es no hacer aprecio, dice un sabio refrán español, que los arquitectos de la memoria histórica, por lo que se ve, no conocen.
domingo, noviembre 27, 2011
El hijo del zapatero
Bueno, pues la respuesta a la adivinanza que os proponía es: Josif Djougachvili, más conocido como Stalin. La foto que os he escaneado fue publicada por el investigador francés Robert Charroux, y Stalin es el niño que está delante, en el centro. El resto de los que figuran en la foto no son su familia. Son miembros de la familia Daurichevy, y él posa con ellos por una razón sencilla: porque quizá fuesen su familia.
La infancia de Stalin es cuestión batallona porque el líder soviético nunca fue muy claro respecto de la misma. Apenas se le conocían amigos o parientes de sus primeros tiempos, y los años de niño, contados en las publicaciones oficiales, tuvieron desde el primer momento un tufo a montaje que tiraba para atrás. En efecto, muy pronto las biografías de Stalin comenzaron a hacer hincapié en su condición de niño proletario que, en consecuencia, habría adquirido desde muy pronto conciencia revolucionaria. Esta versión encajaba como un guante en las necesidades propagandísticas del personaje, lo cual hizo dudar de ella ya en vida del dictador.
Tampoco es que la muerte de Stalin y los años hayan avanzado mucho en este punto, tal vez porque, realmente, la infancia de Stalin no es un elemento de gran importancia a la hora de conocer y juzgar al personaje. En todo caso, la cuestión plantea sus preguntas.
La historia oficial de la Unión Soviética presentaba sistemáticamente a Stalin como hijo de un agricultor, aunque otras veces se escribió que era hijo de un obrero zapatero de Tiflis. Versión ésta última que es casi verdad, porque Besarion Djougachvili, el padre de Stalin, verdaderamente hubo de emplearse como obrero en una fábrica de zapatos; pero eso fue después de que se arruinase con su zapatería propia, aspecto éste que se ocultaba en las biografías oficiales porque insinuaba un origen burgués para el líder de la revolución mundial.
Josif Djougachvili debió nacer en la aldea georgiana de Didi-Lillo, que era el lugar de residencia de los padres de su madre, Katerina, familiarmente conocida como Katho. Katho Djougachvili, nacida Gheladzé, había llegado desde Gori, donde residía con su marido, el zapatero Besarion.
Aquí ya tenemos una cosa complicadilla. ¿Por qué Katerina se fue a parir a casa de sus padres? Habrá quien piense que es un gesto normal en una mujer, querer estar en ese momento cerca de los consejos y la experiencia de su madre. Pero, la verdad, las cosas probablemente eran de otra forma. Katho se fue a Didi-Lillo porque tenía el pequeño problema de que era un poco pendón desorejado y, consecuentemente, había bastantes probabilidades de que el niño no fuese de Besarión; cosa que el zapatero, probablemente, sabía, porque las apuestas son muchas a que jamás realizó guarrerida alguna con su señora.
En el mercado Dakhuruli de Gori tenía su puesto el zapatero Besarion, y allí se quedó, cosiendo chustis (pequeñas botas usadas en la zona) mientras su mujer agotaba las últimas semanas del embarazo. Hemos de sospechar que algunos de esos zapatos se los vendería a algún frangui o franchi, es decir miembro de la clase alta local. La palabra proviene de franco o francés, porque esta clase alta procedía, casi en su totalidad, de los cruzados franceses que se habían refugiado, siglos atrás, en la zona.
Según recuerdos de refugiados georgianos recogidos, sobre todo, por historiadores franceses (ya que París fue el destino de la mayoría de ellos), el zapatero Besarion tenía fama en Gori de impotente. Esto explicaría que su mujer hubiese ocultado su embarazado marchándose de la ciudad; pero, al fin y a la larga, como todo el mundo habla y se mueve, acabó por saberse que Katho estaba en la villa de sus padres, al cargo de un niño pequeño. Las biografías oficiales de Stalin afirmaban que el matrimonio había tenido doshijos antes que Josif (Mikhail y Georgii), que habrían muerto muy jóvenes; sin embargo, otras versiones indican que Stalin fue su primer y único hijo, lo cual sugiere que el dato de las biografías fue colocado ahí para lavar el rumor de impotencia del padre.
Pero, si el buen Besarion no era el padre de Stalin, ¿quién lo era? Las cosas no están claras. Algunas versiones apuntan a un tipo llamado Egnatachvili, que tenía un colmao donde servía vino, probablemente frecuentado por mujeres casquivanas, y que era bastante visitado por el zapatero (el cual, al parecer, era tan ligero de costumbres como su señora, aunque en su caso trabajaban menos las gónadas, y más el hígado). Hay quien decía que el tabernero agasajaba al hombre para poder tirarse a su mujer a gusto; de ser así, no sería, desde luego, el primer tabernero de la Historia que acudió a este ardite.
En apoyo de esta tesis está el hecho de que Egnatachvili tuvo una vida muy errante, pues salió de Gori para radicarse primero en Taschkent, en Turkestán, y luego en Bakú, la capital azerbaiana; pero, a pesar de tanto traslado, nunca dejó de enviar pequeñas cantidades de dinero a Katho Djougachvili, se supone que para pagar la educación del niño. Puesto que en la casa de los Ghelazdé nadie sabía leer ni escribir, los vecinos tenían que firmar los acuses de recibo del correo, y es por eso que sabían que la mujer recibía dinero, y quién lo enviaba.
No obstante, hay otra tesis bastante más apoyada: el padre sería un pristav, es decir jefe de policía, llamado Damián de Daurichevy. Tesis ésta que sería una putada para Stalin, porque don Damián era un frangui. Tenía, pues, de proletario lo que yo de lagarterana.
El señor Daurichevy, en primer lugar, se preocupó, como probablemente hizo también Egnatachvili, de la educación de Josif, a quien para entonces ya todos llamaban Sosso (Koba, el otro sobrenombre de Stalin, data de los años revolucionarios). De hecho, durante varias temporadas el jefe de policía colocó al niño Djougachvili en compañía de dos de sus propios hijos, Lisa y Josif (llamado también Sosso) Daurichevy, a las órdenes de una institutriz, la señora Stepanova.
Otro argumento a favor de esta tesis es Sosso Daurichevy, el hijo del jefe de policía, que alcanzó ciertos rangos en el ejército soviético y del que se conservan fotos; fotos que revelan, al decir de muchos, un sospechoso parecido con el secretario general del PCUS. Para muestra, un botón.
Asimismo, también se señala que los hijos Daurichevy tendrían una pequeña malformación hereditaria en un dedo. Y da la casualidad de que todas las biografías oficiales de Stalin realizadas durante su vida en la URSS, probablemente para destacar su espíritu sacrificado, citan una deformidad de la mano que le provocaría dolores; aunque, según Nadeida Allilueyva, su segunda mujer, esa circunstancia se debería a una infección de la sangre, no a nada genético.
Si seguimos el relato recopilado por los historiadores interesados en la materia, durante años Besarion trataría de sacarle a su mujer la información sobre quién era el padre de su hijo; algo a lo que ella se negó sistemáticamente. La señora acabó por convencerle de que era mejor que aceptase el fait accompli, entre otras cosas porque, de esta manera, acallaba en parte los rumores sobre su pretendida falta de virilidad.
Sin embargo, cabe imaginar que el zapatero no se sintió, nunca, de acuerdo con esta decisión de dejar pasar las cosas. Sólo aceptando esto es posible aceptar, en consecuencia, que nada menos que once años después del nacimiento del joven Sosso, le montase a su mujer un pollo mundial, le colocase un cuchillo en la garganta y le obligase a confesar, según algunas versiones, el auténtico padre del niño.
Lo que está bastante claro es que Besarion, como dipsómano profundo que era, se desempeñaba, quizás por lo que sabía o sospechaba, con enorme violencia con su mujer e hijo. Así lo afirmaba, por ejemplo, I. Iremashvili, un menchevique georgiano que conoció a la familia, y según el cual el padre procuraba frecuentes palizas a ambos, especialmente al niño, al que castigaba casi todos los días antes de irse a la cama, a menudo sin motivo.
Tras conocer que Daurichevy era el padre real de Stalin, el padre jurídico del crío habría, siempre según algunas versiones de la historiografía, agredido al jefe de policía, siendo ésta la razón última de que tuviese que abandonar Gori y establecerse en Tiflis, donde murió en 1890.
Stalin le dijo a Emil Ludwig, en una de las escasísimas entrevistas al líder soviético que han sido publicadas, que los años de Tiflis fueron fundamentales para él y para su aprendizaje revolucionario. Por lo que se sabe, su trayectoria fue bastante normal en un revolucionario. Su madre lo quería sacerdote, y al parecer, de niño, Josif se mostraba piadoso y obediente, lo que le hizo acreedor de alguna que otra mención positiva en la escuela parroquial. Sin embargo, en la adolescencia desarrollaría su rebelión, que no lo fue social, inicialmente, sino nacionalista. Su rechazo a la escuela parroquial se debió al hecho de que esta institución era un medio de rusificación; el Stalin adolescente, sin embargo, odiaba el ruso, no quería estudiar la gramática, y prefería amar a los poetas georgianos; muy especialmente a Chota Roustaveli, de una de cuyas novelas, La piel del leopardo, tomó el seudónimo de Koba que luego adoptaría como revolucionario.
Prendido de sus ideas nacionalistas, el joven Sosso acabó por tomar contacto con una especie de ateneo obrero andante, un tipo llamado Gloudzidzé que, delante de su tienda, impartía enseñanzas sobre la Historia de Georgia y filosofía en general, con claros tintes anarquistas. Entonces, el futuro Stalin tenía 9 años y, poco a poco, su carácter fue cambiando. Aunque aún unos años más tarde lo encontramos no haciendo ascos a la burguesía al cortejar a una niña de 13 años, Lisa Tzinzilchvili, hija de franchis. Finalmente, Stalin ingresó en el seminario, de donde fue expulsado por sus actividades propagandísticas, en ese momento todavía más nacionalistas que otra cosa. Regresa a Gori, luego a Tiflis de nuevo, y en esta ciudad, tras emplearse en el ferrocarril, comenzará la carrera de revolucionario que lo llevará a la cima del mundo.
Una vez allí, en la cima del mundo, Josif Djougachvili dejará crecer a su alrededor el mito, mito que desdibujará por completo la auténtica historia de su infancia, hasta el punto de que hoy sea prácticamente imposible reconstruirla. Pero queda para los sicólogos la posibilidad de estudiar la evolución de su intelecto y su moral bajo la premisa de que pudiera ser hijo adulterino, de haber tenido que vivir muchos años bajo la presión de serlo y las palizas que ello le procuraba; y de no poder identificarse con su familia carnal por pertenecer ésta, precisamente, a las clases sociales que su puño aplastó.
Clandestinamente, en 1905, Kristofor Tkhinvoleli, antiguo compañero de seminario de Stalin, lo casó con su primer amor serio, Yekaterina Svanizde, de quien se dice era guapísima. Stalin la llamaba Katho, como a su madre, y quienes conocieron por entonces al activista bolchevique decían que la amaba profundamente. Pero Katho murió, al año siguiente, de tifus.
El mundo entero salió perdiendo con esa muerte.