No sé si en otros países será igual, pero en España la implicación de los actores en política es bastante intensa. A mí es algo que no me parece ni bien ni mal; lo que no acabo de entender es la importancia que se le da. Comprendo que los actores son gente conocida y tal; pero también es conocido Chiquito de la Calzada, y no creo que sus opiniones políticas le importen demasiado a nadie. Me resulta difícil de entender por qué es tan importante la opinión política de Pilar Bardem. Yo, al fin y al cabo, desconozco lo que ha estudiado, lo que ha leído y lo que ha reflexionado esta persona. Así las cosas, en frío me parecen más atendibles las opiniones de mi vecino Raúl o de mi primo Rafa, personas a las que conozco y de las que sé, más o menos, cómo se han formado. Si Federico Luppi piensa que a no sé quién hay que rodearlo de un cordón sanitario, respeto su opinión; pero no tengo ninguna razón para pensar que sea una opinión sólida, o endeble. Simplemente, desconozco por completo si este señor es, en materia de cultura política, un mastuerzo o un premio Nobel; y me cuesta entender a la gente que le sigue, o le ataca, sin saberlo.
Por unas razones o por otras, ya lo he escrito, los actores siempre han sido espadaña política. También lo fueron en época de Franco. De hecho, y es el recuerdo del que me quiero ocupar hoy, el año 1975, uno de los años cruciales de la Historia de España porque al final del mismo moriría el general Franco, el año 75, digo, casi comenzó con una huelga de actores.
Una huelga muy sonada en un país sin huelgas. Esto es algo que tal vez sonará extraño a aquéllos de mis lectores que hoy tengan, digamos, menos de 35 o 40 años. Pero, sí, hubo un tiempo, en España, en el que las huelgas eran ilegales, no podían existir. Para desgracia del franquismo, sin embargo, las huelgas existían, en el sentido de que la gente dejaba de trabajar y tal. La cosa le había funcionado razonablemente bien a Franco mientras el miedo a la guerra continuó ahí, en el inconsciente colectivo. No obstante, desde los años sesenta, las cosas empezaron a cambiar, por dos razones principales: la primera, el intercambio generacional, pues, después de más de veinte años de paz, se habían incorporado a las plantillas laborales un montón de personas jóvenes que no tenían tanto miedo. La segunda razón fue la inteligente estrategia del Partido Comunista (la única oposición seria que tenía entonces el franquismo; lo demás eran guateques tortilleros), que se dio cuenta de que ni iba a poder invadir España, ni con el maquis había ido a ninguna parte, ni la comunidad internacional se iba a convencer de que tenía que echar a Franco. Así las cosas, los comunistas decidieron dinamitar el franquismo desde dentro y eso, en el ámbito de las relaciones laborales, supuso el nacimiento de las Comisiones Obreras, un movimiento diseñado para minar al sindicato único falangista desde dentro. Quizá algún día hablemos del año, 1962, en el que estas estrategias alcanzaron la mayoría de edad.
Ahora estamos bastante más tarde. En febrero de 1975. Hace entonces un año de un hecho entonces de gran trascendencia política y, se decía, histórica, que fue el llamado Espíritu del 12 de febrero, al que algún día, si tengo tiempo y vosotros paciencia, le dedicaré un post. En España se notan aires de apertura, pero de apertura al modo franquista: se abre la mano, pero sólo a quienes acepten las reglas de juego del régimen. Las fuerzas de oposición no tragan; no quieren participar en una apertura en la que no se dan las libertades objetivas que en una democracia se dan. Entre ellas la huelga. Y es por ello que el gobierno se está planteando permitir huelgas legales de alguna manera; una tentativa que le costará una crisis de gobierno pues el ministro de Trabajo, Licinio de la Fuente, dimitirá; y, en cualquier caso, no se llevará a cabo hasta 1976, con Franco ya muerto. La huelga, en ese momento, es ilegal y, cuando Franco se muera, seguirá siendo, cuando menos, cuasiilegal.
A pesar de esa ilegalidad, el día 4 de febrero, quince teatros de Madrid colocan en sus taquillas el siguiente letrero: «Por incomparecencia de los actores, se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida». En la sesión de noche son ya veintiuno los teatros donde no se da sesión, es decir la totalidad de la oferta teatral de la capital. Pronto serán secundados por los actores que trabajan en Televisión Española (la única televisión de España entonces). Y para aquello sí que había que tener cataplines. Leer un manifiesto y encadenarse a un árbol es relativamente sencillo en democracia. Pero para montarle una huelga a Franco y dejarlo sin teatros, había que tenerlos bien puestos. Quizá por eso, en la lista de animadores de la huelga no faltaron las mujeres.
No obstante tener una lectura política obvia, el conflicto de los actores era en su inicio un conflicto plenamente laboral. La profesión de actor estaba regida por una ordenanza laboral que se había aprobado en 1972 pero que, según los actores, estaba siendo sistemáticamente incumplida por los empresarios de los teatros. En tal tesitura, los actores querían plantear un conflicto colectivo y negociar un convenio en el que estuviesen escritas las relaciones laborales del sector en Madrid. Algo como muy normal. Si ocurre hoy, no ocuparía ni un breve en las publicaciones económicas.
Entre función y función, los actores habían celebrado una asamblea el 15 de diciembre de 1974. Hicieron acopio de reivindicaciones: mejor salario (ésta, obviamente, nunca falta), pago por los empresarios de dietas y gastos de desplazamiento (parece lógico que si se hace una representación en otra ciudad, estas cosas se paguen), cobrar los ensayos (hay que tener jeta para sostener que para un actor un ensayo no es curro), función única diaria (para mí que esto no lo han conseguido todavía), pagas extraordinarias y cobro de sueldos incluso cuando se suspenda el espectáculo. Como se ve, ni pedían amnistía para los presos políticos, ni una solución para el pueblo vasco ni nada parecido. Tenían reivindicaciones laborales, y bastante racionales, a mi modo de ver.
En la asamblea, los actores decidieron elegir unos representantes que negociasen por ellos. Fueron once los elegidos, la entonces famosa «comisión de los once», formada por: José Francisco Margallo, Vicente Cuesta, Lola Gaos, Jesús Sastre, Luis Prendes, Pedro del Río, Alberto Alonso, Jaime Blanch, José María Rodero, José María Escuer y Gloria Berrocal. Algunos no podéis tener memoria y otros la habréis perdido, pero en esta lista están algunos de los grandes dinosaurios de la escena española; es más, está el para mí mejor actor de teatro español que al menos yo he podido ver (Rodero). Y eso era, precisamente, lo que el franquismo no podía permitir.
El montaje del franquismo se basaba en la existencia de un sindicato vertical único que englobaba a trabajadores y empresarios. La idea nació del sueño nacional-sindicalista de José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma, fundadores de Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) respectivamente, quienes se fusionaron en tiempos de la República en Falange Española y de las JONS e imprimieron su ideario en un documento de 27 puntos que, entre otras cosas, definía España como un inmenso sindicato de productores. Una idea fuertemente centralizadora de corte fascista que había sobrevivido malamente a los tiempos, entre otras cosas porque, como ya hemos dicho, portaba en su interior el sorgo de las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho.
Teóricamente, en la teoría del franquismo quiero decir, las huelgas no eran necesarias porque, al estar huelguista y huelgado en la misma organización, el sindicato, en su seno se pondrían de acuerdo. Pero eso, precisamente, al franquismo le salía sarna cada vez que alguien hablaba de algún cauce de negociación por fuera de las estructuras de dicho sindicato. Y eso es, precisamente, lo que hicieron los actores de Madrid en su asamblea. Su mensaje al franquismo fue: tus delegados del sindicato nos la pelan; queremos que negocien nuestros once.
Tanto el presidente del Sindicato Nacional de la cosa del espectáculo como el del sindicato provincial madrileño se opusieron, claro, a que la famosa comisión de los once tocase pito en las negociaciones. Aducían el artículo 7 de la vigente Ley de Convenios, que atribuía a los representantes del sindicato vertical el monopolio de la discusión de los convenios.
El día 2 de febrero, hubo otra asamblea de actores en la Delegación Nacional de Sindicatos, a la que asistieron los jefes sindicales. Hubo 900 actores en la sala, de donde cabe colegir que debieron de estar hasta los que hacían de estatuarios. En dicha asamblea, los jerifaltes sindicales persistieron en la posición de impedir la participación de la «comisión de los once». Negativa que llevó a los otros 900 a votar la huelga.
El día 5 de febrero, tras un día sin teatro en Madrid, el gobierno se dio cuenta de que aquella huelga era más visible que otras, así que intentó pararla. El ministro de Relaciones Sindicales, Alejandro Fernández Sordo, se entrevistó con un grupo de actores; no hubo acuerdo. Fue ese día cuando los actores de la tele se unieron. El Estudio 1, a tomar vientos. La cosa se ponía seria.
El día 8 de febrero se produjo el acto de mayor tensión dentro de esta huelga. En el teatro Bellas Artes, junto con un grupo de actores, se encontraban reunidos otros que no trabajaban en dicho teatro en aquel momento, y fueron detenidos por la policía. La lectura de la nota oficial que hizo pública la Dirección General de Seguridad el día 10 tiene sus vetas de cachondeo.
La policía, decía la nota, había tenido noticia de que había piquetes de actores que coaccionaban a los que querían trabajar para que no lo hiciesen; argumento que parece más bien inventado teniendo en cuenta que las asambleas fueron multitudinarias y sus decisiones bastante unánimes. Además, decía la policía, se había detectado la difusión por parte de dichos piquetes de panfletos de una denominada Unión Popular de Artistas, filial [sic] del Frente Revolucionario Antifascista Patriótico. Puede ser creíble lo de la distribución de propaganda, pues entre los actores los había muy significados políticamente como Lola Gaos. Que la propaganda fuese del FRAP, ya se me hace más difícil de creer; quizá la policía estaba aquí intentando echar mierda sobre los actores, ligándolos a un grupo tan radical.
Los detenidos, proseguía la nota, habían sido sorprendidos «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación».
Los ocho violentos huelguistas que, según la DGS, amenazaban con hostiar al que trabajase resultaron ser: Antonio Malonda Sánchez, que entonces tenía 42 años; Yolanda Monreal Cartón, de 38; María Fernanda Agustina Sainz Rubio, de 33; José Carlos Plaza Galán, de 32; María Enriqueta Carballeira Troteaga; María de los Ángeles Heras Ortiz, de 30 años; Flora María Álvaro Puig, de 26; y Pedro María Sánchez Tercero, de 21 años.
Supongo que algún actor más o menos conocido se me está escapando con eso de que las filiaciones reales no coinciden con los nombres artísticos (1). Pero a alguno sí conozco, y por eso pregunto. ¿Os imagináis a la seria empleada de hogar de Paz Padilla en Mis adorables vecinos, o sea Tina Saiz (María Fernanda Agustina) «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación»? ¿Y a Enriqueta Carballeira? ¿Y si os digo que el nombre artístico de María de los Ángeles Heras Ortiz era Rocío Dúrcal?
Los detenidos fueron puestos en libertad algunas horas después, tras las gestiones de una comisión, una vez más, de actores y autores, de la que al parecer formaron parte Adolfo Marsillach y el recientemente difunto Fernando Fernán Gómez. No obstante, antes se les aplicó la Ley de Orden Público, en virtud de la cual les fueron impuestas multas de cierta importancia, a saber:
- 500.000 pesetas (3.000 euros) a Antonio Malonda, Yolanda Monreal, Tina Saiz y José Carlos Plaza.
- 250.000 pesetas (2.700 euros) a Enriqueta Carballeira.
- 200.000 lúas (1.200 euros) a Rocío Dúrcal.
- 100.000 pelas (600 euros) a Flora María Álvaro Puig y Pedro Mari Sánchez.
No he logrado averiguar si pagaron las multas de su peculio, de alguna caja de resistencia, o si se las arreglaron para no pagar. A lo mejor alguno de vosotros ve algún día a alguno de los protagonistas de esta historia, que todavía andan por ahí, y se lo puede preguntar.
Quienes peor lo pasaron fueron Antonio Malonda y Yolanda Monreal, que fueron repetidamente interrogados por haberse encontrado sus nombres en el diario personal de otra actriz que estaba en ese momento metida en un marrón mucho más jodido: Genoveva Forrest, que había sido relacionada por la policía con el repugnante atentado de la calle del Correo.
La huelga, ya lo he dicho, terminó el día 12. Con una aparente, sólo aparente, derrota de los actores, los cuales aceptaron que la comisión de los once no estuviese presente en las negociaciones del convenio. Sin embargo, a cambio ganaron la opción de romper dichas negociaciones si no les gustaban, con lo que, de hecho, los negociadores oficiales sindicales perdían su principal función en el mundo.
Para muchos madrileños, y españoles, aquella huelga sirvió para enseñarles que los actores tenían conciencia. A Franco, probablemente, se la trajo floja, pues no tengo noticias de que le gustase ir al teatro.
PS: Ya que a menudo se me comenta por correo electrónico que si puedo comentar las lecturas de las que voy sacando estas notas, diré que el desarrollo de esta movida lo encontraréis en un libro muy interesante que se llama 1975, el año de la Instauración (Madrid, Ed. Tebas, 1977), debido a la pluma del periodista José Luis Granados. Eso sí, echadle paciencia: a mí me costó lo mío encontrarlo (es por esto que no suelo comentar las lecturas, porque muchas de ellas son libros descatalogados).
(1) Por lo que he podido averiguar en internet, Antonio Malonda es un reputado director de teatro que, en la época de los hechos que relato, ya debía de ser pareja de Yolanda Cartón, la cual también es directora de teatro y profesora de la cosa. José Carlos Plaza es también director de teatro. De Flora María Álvaro Puig no he conseguido tener noticia.
sábado, diciembre 08, 2007
lunes, diciembre 03, 2007
El asesinato de Prim
El misterio es connatural a la Historia. A la Historia pasan los hechos importantes y también aquellos que despiertan la inquietud humana. Nos hacemos preguntas sobre el pasado y esas preguntas hacen al pasado famoso. Así, dentro de la literatura divulgativa de tema histórico no son inhabituales los libros dedicados al análisis de los grandes enigmas de la Historia.
Una de las grandes preguntas del pasado es quién mató a John Fitzgerald Kennedy. Hay teorías de muchos tipos y explicaciones para casi todas ellas. Los españoles no somos ajenos a esta polémica y yo diría que la conocemos bien y que no somos pocos los que, de hecho, tenemos nuestras propias teorías sobre quién se atrevió a dispararle en todo el cabolo al señor Presidente de los Estados Unidos. Y, sin embargo, con las mismas probablemente muchos españoles lo desconocen todo, o casi todo, del asesinato de Juan Prim, que se parece mucho al de Kennedy y, de lejos, tuvo mucho más importancia para nuestra Historia del que tuvo la muerte del mandatario estadounidense.
Juan Prim era de Reus y militar. Militar, catalán y liberal, consumió los inicios de su carrera en intentonas golpistas liberales que no llegaron a gran cosa, hasta que una sí que salió bien, en 1868. Fue la revolución llamada Gloriosa por la cual la reina Borbona, Isabel II, tuvo que salir por pies de España, tras lo cual se inició una inusitada subasta por el trono de España que ya hemos contado en este blog. De todo ello, el gran factótum era el general Prim, verdadero poder fáctico del gobierno, por encima de los conmilitones que le habían acompañado en el golpe como el general Serrano (llamado El General Bonito y que, al parecer, había sido amante de la reina a la que había puesto en la frontera) o el almirante Topete. Prim decía que tenía la fórmula para hacer de España una monarquía estable y democrática. Aunque no se la contó a nadie, y por eso no sabemos si, verdaderamente, la tenía. Porque Juan Prim fue muerto horas antes de la llegada del rey elegido, Amadeo de Saboya, a Madrid. Muerto en muy extrañas circunstancias.
Lo primero que hay que decir de los tiempos en que Prim fue muerto es que se había instaurado en España eso que llamamos crispación. Bueno, más que crispación, guerra, porque a lo que ahora vamos a contar hay que añadir los pequeños detallitos de que los carlistas se habían alzado en armas, poniendo al país contra las cuerdas; y que había en los campos de España 50.000 republicanos luchando a favor de la implantación de la República.
A La Gloriosa le pasa un poco como a la II República algunas décadas después: llegó con apoyos mayoritarios pero, una vez llegada, descubrió que esos apoyos mayoritarios eran de muy variada laya y que resultaba difícil colmarlos todos. El proceso iniciado con La Gloriosa tuvo su principal problema en las fuerzas radicales que querían una democratización más profunda y un régimen republicano; así como en las muy conservadoras, que querían el regreso del Antiguo Régimen. Estas fuerzas trataban de presionar lo más que podían, en algunos casos mediante sistemas no muy ortodoxos. Como ejemplo de esto tenemos la tristemente famosa Partida de la Porra, una especie de banda de Latin Kings liberales al mando de un personaje prominente, Felipe Ducazcal. Ducazcal, que como empresario había sido favorecido por el primismo, se dedicó a defender al gobierno por el curioso sistema de llevarse a sus aporreadores a las reuniones de la oposición, tanto monárquica como republicana, y liarse a hostias con el personal. Algunas de las víctimas de la estrategia de convicción de Ducazcal fallecieron como consecuencia de las caricias recibidas.
Una de las actividades preferidas de la Partida era el asalto de periódicos de la oposición; y en uno de ellos parece que podrían haber puesto la primera piedra del asesinato de Prim. Se trató del asalto a El Combate, un periódico de izquierda radical, que utilizaba un lenguaje muy tabernario y demagógico, y que estaba dirigido por un político liberal que había colaborado en el golpe de Estado contra Isabel II: José Paúl y Angulo. Un tipo temible este Paúl y Angulo que, en cierta ocasión, acusó en su periódico a un ministro del Gobierno, Nicolás María Rivero, de ser esto y aquello y de haber vendido la República por un cuartillo de vino. Conminado en el Congreso a retractarse (ambos, Rivero y Paúl, eran diputados), éste se limitó a decir que los insultos proferidos en el artículo no los retiraba porque eran verdad; aunque, en el caso del cuartillo de vino, había que admitir que era una figura retórica pues, concluyó, «todos sabemos que el señor Rivero necesita mucho más que un cuartillo».
El 3 de diciembre de 1870, algunos periódicos de corte gubernamental publicaron una carta de Ducazcal, en la que relataba cierto encuentro con Paúl y Angulo «en la calle de Isabel la Católica, inmediata a la de Flor Baja». En tono insinuante, Ducazcal evitaba contar lo que pasó en dicho encuentro, pero terminaba su descripción dirigiéndose a él e informándole de que «yo iba desarmado; el señor Paúl y Angulo, no; y, en prueba de ello, si quiere recuperar el arma que sacó, puede fácilmente pasarse por mi casa a recogerla». Negro sobre blanco: lo llamaba cobarde, flojo y mal peleador.
Paúl contestó con una carta en la que negaba conocer a Ducazcal, carta que éste contestó llamándole cobarde con todas sus letras. Hubo, pues, la convocatoria de un duelo, que en su primera intentona fue abortado por la policía pero que finalmente se celebró en el arroyo del Abroñigal (por Vallecas, si no me equivoco). Ducazcal disparó primero, y falló; luego Paúl y Angulo le acertó en la oreja y lo dejó seco. Ninguno de los contendientes falleció, pero la anécdota dejó la crispación en todo lo alto.
Ricardo Muñiz, un hombre de muchos contactos de aquel Madrid, se dirigió en esos días a Juan Prim para facilitarle una lista de diez individuos de la peor ralea que, según él, habrían sido contratados para matarlo. Y hay quien dice que Kennedy no era ajeno al hecho de que lo querían muerto. Al parecer, Prim acabó dándole la lista a un inspector de policía, pero nadie fue detenido.
El 28 de diciembre de 1872, Juan Prim, junto con otros miembros del gobierno, había de tomar un tren para ir a Cartagena a recibir a Amadeo de Saboya, el nuevo rey, quien llegaba a España. Dicen las crónicas que el día anterior, 27, nevaba suavemente en Madrid. Era la última tarde y la sesión de las Cortes había terminado, no sin antes aprobar la lista civil de 6.500.000 pesetas para el rey que llegaría en unos pocos días. En ese momento, mientras Prim salía del Congreso por la puerta de la calle de Floridablanca, un compacto grupo de individuos de mala pinta bebía en una taberna de la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas. Cuando dio la hora del final de la sesión parlamentaria, esos hombres dejaron sus vasos y salieron a la calle, a lo largo de la cual se apostaron.
Prim ofreció a dos diputados, Práxedes Mateo Sagasta y Herreros de Tejada, llevarles en su landó. Pero ambos se excusaron, motivo por el cual al vehículo subieron los señores Naudín y Moya, asistentes de Prim. El primer ministro ordenó que se fuera primero al palacio de Buenavista, donde estaba su despacho y donde, dijo, tenía que hacer unas cosas; después iba a ir al Hotel de las Cuatro Naciones, en la calle Arenal, donde se celebraba un banquete del Gran Oriente.
¿Se dieron cuenta los integrantes del landó que a ambos lados de la calle había, cada diez o veinte metros, un tipo embozado que, casualmente, al pasar el landó por su altura encendía un fósforo? Nunca lo sabremos. ¿Se darían cuenta cuándo, casi en Alcalá, varios carruajes se cruzaron para detener el landó, que era una conspiración? Tampoco lo sabremos. Lo que sí es prácticamente seguro es que fue Moya el asistente que primero se dio cuenta de los bultos que, en la noche, se acercaban al landó, y gritó.
‑¡Mi general, nos hacen fuego!
El primer embozado que llegó golpeó con el arma el cristal de una ventana y, luego, los escasos testigos le oyeron gritar:
‑¡Prepárate, que vas a morir!
Los terroristas dispararon por ambos lados, con tanta violencia que acojonaron a los caballos, que salieron a la naja inmediatamente y se llegaron al lugar al que estaban acostumbrados a ir, es decir al palacio de Buenavista. Una vez allí, Prim descendió del landó y subió las escaleras con la levita chorreando sangre. El médico que acudió presto le extrajo siete balas del cuerpo, pero algunas más quedaron dentro. Poco tiempo después, Juan Prim soltaba el último suspiro.
¿Quién fue? Lo cierto es que Prim fue asesinado unos 100 años antes de Kennedy y todo lo que le puedo decir a quienes confían en que algún día se sepa quién mató al presidente estadounidense es que, en el caso del militar y político español, la pregunta sigue, más de un siglo después, sin una respuesta clara. Las investigaciones judiciales llenaron nada menos que 18.000 folios, pero ni el autor material ni el intelectual quedaron nunca esclarecidos.
La persona más señalada es Paúl y Angulo, motivo por el cual hemos traído a colación su especial relación con Ducazcal, significado primista. Esto es así porque Paúl ponía a Prim de cabrón para abajo en su periódico; pero hay una distancia muy grande entre hostigar a alguien en un periódico y pegarle veinte tiros. Paúl y Angulo huyó a París, donde escribió un opúsculo en el que, obviamente, negaba toda culpa. Falleció el 10 de abril de 1893, muerte que provocó el archivo del sumario.
Pero hay varios candidatos más. Tal vez recordéis al Duque de Montpensier, ese hombre de la familia real que, en los últimos años de Isabel II, conspiró contra los Borbones acariciando la idea de sucederles, y que dilapidó sus posibilidades de ser elegido rey de España en un absurdo duelo. Pues bueno: Montpensier, que tenía pasta como para sobornar asesinos como de aquí a Lima, sabía bien que Prim, decidido partidario del de Saboya, había sido uno de los principales enemigos de sus pretensiones dinásticas.
El cuadro de posibles asesinos de Prim se completa con uno que, curiosamente, también aparece en la nómina de los posibles asesinos de Kennedy: Cuba. En 1873, la isla, aún española, albergaba ya claros deseos independentistas que acabarían por sustantivarse en 1898. Prim había bloqueado ya algunos proyectos autonomistas de Cuba, por considerarlos excesivamente lesivos para los intereses de España, lo cual había provocado que los independentistas cubanos se colocasen frente a él. Pudieron ser también ellos los que pusieran el dinero para pagar a los asesinos del catalán.
Sin salir de Cuba están, además, los negreros españoles, pues entonces la esclavitud todavía era legal en Cuba y Puerto Rico y su abolición era uno de los objetivos políticos de Prim, lo que les había provocado ya conflictos con ellos.
Y aún nos queda un candidato más: Francia. Napoleón III, emperador de los franceses, había sido derrocado en 1870, en medio de una desastrosa guerra con Prusia que había colocado a los ejércitos prusianos casi a las puertas de París. En dicha circunstancia, un enviado de los franceses logró huir de la capital en globo y se vino a España para recabar nuestra ayuda. El 19 de octubre de aquel año, un tal Kératry, o sea el enviado, logró entrevistarse con Prim.
Según las crónicas, este conde de Kératry le solicitó al militar español la ayuda militar española contra Prusia, ofreciendo a cambio el apoyo de Francia a la proclamación de la República española, con Prim de presidente. Más concretamente: 50 millones de pesetas más una flota de buques para apiolarse a la resistencia cubana, a cambio de que 80.000 españoles se fuesen a París a hostiarse con los prusianos.
Prim le contestó al conde que perdía el tiempo pues España, y ésta era vieja teoría del militar, no era republicana sino monárquica. Kératry protestó con un tibio «pero… ¿y Cataluña, y Barcelona?»; a lo que Prim contestó con un lacónico «son precisamente las insurrecciones de Cataluña las que han alejado a los republicanos del ejército». Y zanjó con un histórico «no habrá en España República mientras yo viva»; frase que cumplió.
Es un hecho que Francia reaccionó a aquella entrevista dando todo tipo de facilidades a los carlistas que hacían la guerra sobre todo en el País Vasco y Cataluña, así pues tampoco es descabellado que se planteasen quitar de en medio a aquel político que les había ninguneado.
Así pues, ahí ha quedado, para la Historia, nuestro Kennedy. Al igual que el estadounidense, el nuestro iba a marcar una nueva época. Al igual que en su caso, eran sus tiempos nuevos, marcados por nuevos usos y actuaciones. Al igual que ocurre en el caso de Kennedy, Prim se buscó pronto muchos y poderosos enemigos, y no hizo gran cosa por cauterizarlos. Al igual que Kennedy, Prim murió en la calle, en un desplazamiento oficial, y no se sabe a ciencia cierta ni quiénes ni cuántos fueron sus asesinos. Por último, al igual que ocurre con Kennedy, la muerte de Prim tiene un culpable señalado, Paúl y Angulo, cuya acción nunca pudo demostrarse; y muchos posibles autores intelectuales, de todos los cuales se carece de pistas ciertas.
Eso, más la pregunta, sin respuesta, de qué habría sido de la Historia de España de no haber sido asesinado Juan Prim.
Una de las grandes preguntas del pasado es quién mató a John Fitzgerald Kennedy. Hay teorías de muchos tipos y explicaciones para casi todas ellas. Los españoles no somos ajenos a esta polémica y yo diría que la conocemos bien y que no somos pocos los que, de hecho, tenemos nuestras propias teorías sobre quién se atrevió a dispararle en todo el cabolo al señor Presidente de los Estados Unidos. Y, sin embargo, con las mismas probablemente muchos españoles lo desconocen todo, o casi todo, del asesinato de Juan Prim, que se parece mucho al de Kennedy y, de lejos, tuvo mucho más importancia para nuestra Historia del que tuvo la muerte del mandatario estadounidense.
Juan Prim era de Reus y militar. Militar, catalán y liberal, consumió los inicios de su carrera en intentonas golpistas liberales que no llegaron a gran cosa, hasta que una sí que salió bien, en 1868. Fue la revolución llamada Gloriosa por la cual la reina Borbona, Isabel II, tuvo que salir por pies de España, tras lo cual se inició una inusitada subasta por el trono de España que ya hemos contado en este blog. De todo ello, el gran factótum era el general Prim, verdadero poder fáctico del gobierno, por encima de los conmilitones que le habían acompañado en el golpe como el general Serrano (llamado El General Bonito y que, al parecer, había sido amante de la reina a la que había puesto en la frontera) o el almirante Topete. Prim decía que tenía la fórmula para hacer de España una monarquía estable y democrática. Aunque no se la contó a nadie, y por eso no sabemos si, verdaderamente, la tenía. Porque Juan Prim fue muerto horas antes de la llegada del rey elegido, Amadeo de Saboya, a Madrid. Muerto en muy extrañas circunstancias.
Lo primero que hay que decir de los tiempos en que Prim fue muerto es que se había instaurado en España eso que llamamos crispación. Bueno, más que crispación, guerra, porque a lo que ahora vamos a contar hay que añadir los pequeños detallitos de que los carlistas se habían alzado en armas, poniendo al país contra las cuerdas; y que había en los campos de España 50.000 republicanos luchando a favor de la implantación de la República.
A La Gloriosa le pasa un poco como a la II República algunas décadas después: llegó con apoyos mayoritarios pero, una vez llegada, descubrió que esos apoyos mayoritarios eran de muy variada laya y que resultaba difícil colmarlos todos. El proceso iniciado con La Gloriosa tuvo su principal problema en las fuerzas radicales que querían una democratización más profunda y un régimen republicano; así como en las muy conservadoras, que querían el regreso del Antiguo Régimen. Estas fuerzas trataban de presionar lo más que podían, en algunos casos mediante sistemas no muy ortodoxos. Como ejemplo de esto tenemos la tristemente famosa Partida de la Porra, una especie de banda de Latin Kings liberales al mando de un personaje prominente, Felipe Ducazcal. Ducazcal, que como empresario había sido favorecido por el primismo, se dedicó a defender al gobierno por el curioso sistema de llevarse a sus aporreadores a las reuniones de la oposición, tanto monárquica como republicana, y liarse a hostias con el personal. Algunas de las víctimas de la estrategia de convicción de Ducazcal fallecieron como consecuencia de las caricias recibidas.
Una de las actividades preferidas de la Partida era el asalto de periódicos de la oposición; y en uno de ellos parece que podrían haber puesto la primera piedra del asesinato de Prim. Se trató del asalto a El Combate, un periódico de izquierda radical, que utilizaba un lenguaje muy tabernario y demagógico, y que estaba dirigido por un político liberal que había colaborado en el golpe de Estado contra Isabel II: José Paúl y Angulo. Un tipo temible este Paúl y Angulo que, en cierta ocasión, acusó en su periódico a un ministro del Gobierno, Nicolás María Rivero, de ser esto y aquello y de haber vendido la República por un cuartillo de vino. Conminado en el Congreso a retractarse (ambos, Rivero y Paúl, eran diputados), éste se limitó a decir que los insultos proferidos en el artículo no los retiraba porque eran verdad; aunque, en el caso del cuartillo de vino, había que admitir que era una figura retórica pues, concluyó, «todos sabemos que el señor Rivero necesita mucho más que un cuartillo».
El 3 de diciembre de 1870, algunos periódicos de corte gubernamental publicaron una carta de Ducazcal, en la que relataba cierto encuentro con Paúl y Angulo «en la calle de Isabel la Católica, inmediata a la de Flor Baja». En tono insinuante, Ducazcal evitaba contar lo que pasó en dicho encuentro, pero terminaba su descripción dirigiéndose a él e informándole de que «yo iba desarmado; el señor Paúl y Angulo, no; y, en prueba de ello, si quiere recuperar el arma que sacó, puede fácilmente pasarse por mi casa a recogerla». Negro sobre blanco: lo llamaba cobarde, flojo y mal peleador.
Paúl contestó con una carta en la que negaba conocer a Ducazcal, carta que éste contestó llamándole cobarde con todas sus letras. Hubo, pues, la convocatoria de un duelo, que en su primera intentona fue abortado por la policía pero que finalmente se celebró en el arroyo del Abroñigal (por Vallecas, si no me equivoco). Ducazcal disparó primero, y falló; luego Paúl y Angulo le acertó en la oreja y lo dejó seco. Ninguno de los contendientes falleció, pero la anécdota dejó la crispación en todo lo alto.
Ricardo Muñiz, un hombre de muchos contactos de aquel Madrid, se dirigió en esos días a Juan Prim para facilitarle una lista de diez individuos de la peor ralea que, según él, habrían sido contratados para matarlo. Y hay quien dice que Kennedy no era ajeno al hecho de que lo querían muerto. Al parecer, Prim acabó dándole la lista a un inspector de policía, pero nadie fue detenido.
El 28 de diciembre de 1872, Juan Prim, junto con otros miembros del gobierno, había de tomar un tren para ir a Cartagena a recibir a Amadeo de Saboya, el nuevo rey, quien llegaba a España. Dicen las crónicas que el día anterior, 27, nevaba suavemente en Madrid. Era la última tarde y la sesión de las Cortes había terminado, no sin antes aprobar la lista civil de 6.500.000 pesetas para el rey que llegaría en unos pocos días. En ese momento, mientras Prim salía del Congreso por la puerta de la calle de Floridablanca, un compacto grupo de individuos de mala pinta bebía en una taberna de la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas. Cuando dio la hora del final de la sesión parlamentaria, esos hombres dejaron sus vasos y salieron a la calle, a lo largo de la cual se apostaron.
Prim ofreció a dos diputados, Práxedes Mateo Sagasta y Herreros de Tejada, llevarles en su landó. Pero ambos se excusaron, motivo por el cual al vehículo subieron los señores Naudín y Moya, asistentes de Prim. El primer ministro ordenó que se fuera primero al palacio de Buenavista, donde estaba su despacho y donde, dijo, tenía que hacer unas cosas; después iba a ir al Hotel de las Cuatro Naciones, en la calle Arenal, donde se celebraba un banquete del Gran Oriente.
¿Se dieron cuenta los integrantes del landó que a ambos lados de la calle había, cada diez o veinte metros, un tipo embozado que, casualmente, al pasar el landó por su altura encendía un fósforo? Nunca lo sabremos. ¿Se darían cuenta cuándo, casi en Alcalá, varios carruajes se cruzaron para detener el landó, que era una conspiración? Tampoco lo sabremos. Lo que sí es prácticamente seguro es que fue Moya el asistente que primero se dio cuenta de los bultos que, en la noche, se acercaban al landó, y gritó.
‑¡Mi general, nos hacen fuego!
El primer embozado que llegó golpeó con el arma el cristal de una ventana y, luego, los escasos testigos le oyeron gritar:
‑¡Prepárate, que vas a morir!
Los terroristas dispararon por ambos lados, con tanta violencia que acojonaron a los caballos, que salieron a la naja inmediatamente y se llegaron al lugar al que estaban acostumbrados a ir, es decir al palacio de Buenavista. Una vez allí, Prim descendió del landó y subió las escaleras con la levita chorreando sangre. El médico que acudió presto le extrajo siete balas del cuerpo, pero algunas más quedaron dentro. Poco tiempo después, Juan Prim soltaba el último suspiro.
¿Quién fue? Lo cierto es que Prim fue asesinado unos 100 años antes de Kennedy y todo lo que le puedo decir a quienes confían en que algún día se sepa quién mató al presidente estadounidense es que, en el caso del militar y político español, la pregunta sigue, más de un siglo después, sin una respuesta clara. Las investigaciones judiciales llenaron nada menos que 18.000 folios, pero ni el autor material ni el intelectual quedaron nunca esclarecidos.
La persona más señalada es Paúl y Angulo, motivo por el cual hemos traído a colación su especial relación con Ducazcal, significado primista. Esto es así porque Paúl ponía a Prim de cabrón para abajo en su periódico; pero hay una distancia muy grande entre hostigar a alguien en un periódico y pegarle veinte tiros. Paúl y Angulo huyó a París, donde escribió un opúsculo en el que, obviamente, negaba toda culpa. Falleció el 10 de abril de 1893, muerte que provocó el archivo del sumario.
Pero hay varios candidatos más. Tal vez recordéis al Duque de Montpensier, ese hombre de la familia real que, en los últimos años de Isabel II, conspiró contra los Borbones acariciando la idea de sucederles, y que dilapidó sus posibilidades de ser elegido rey de España en un absurdo duelo. Pues bueno: Montpensier, que tenía pasta como para sobornar asesinos como de aquí a Lima, sabía bien que Prim, decidido partidario del de Saboya, había sido uno de los principales enemigos de sus pretensiones dinásticas.
El cuadro de posibles asesinos de Prim se completa con uno que, curiosamente, también aparece en la nómina de los posibles asesinos de Kennedy: Cuba. En 1873, la isla, aún española, albergaba ya claros deseos independentistas que acabarían por sustantivarse en 1898. Prim había bloqueado ya algunos proyectos autonomistas de Cuba, por considerarlos excesivamente lesivos para los intereses de España, lo cual había provocado que los independentistas cubanos se colocasen frente a él. Pudieron ser también ellos los que pusieran el dinero para pagar a los asesinos del catalán.
Sin salir de Cuba están, además, los negreros españoles, pues entonces la esclavitud todavía era legal en Cuba y Puerto Rico y su abolición era uno de los objetivos políticos de Prim, lo que les había provocado ya conflictos con ellos.
Y aún nos queda un candidato más: Francia. Napoleón III, emperador de los franceses, había sido derrocado en 1870, en medio de una desastrosa guerra con Prusia que había colocado a los ejércitos prusianos casi a las puertas de París. En dicha circunstancia, un enviado de los franceses logró huir de la capital en globo y se vino a España para recabar nuestra ayuda. El 19 de octubre de aquel año, un tal Kératry, o sea el enviado, logró entrevistarse con Prim.
Según las crónicas, este conde de Kératry le solicitó al militar español la ayuda militar española contra Prusia, ofreciendo a cambio el apoyo de Francia a la proclamación de la República española, con Prim de presidente. Más concretamente: 50 millones de pesetas más una flota de buques para apiolarse a la resistencia cubana, a cambio de que 80.000 españoles se fuesen a París a hostiarse con los prusianos.
Prim le contestó al conde que perdía el tiempo pues España, y ésta era vieja teoría del militar, no era republicana sino monárquica. Kératry protestó con un tibio «pero… ¿y Cataluña, y Barcelona?»; a lo que Prim contestó con un lacónico «son precisamente las insurrecciones de Cataluña las que han alejado a los republicanos del ejército». Y zanjó con un histórico «no habrá en España República mientras yo viva»; frase que cumplió.
Es un hecho que Francia reaccionó a aquella entrevista dando todo tipo de facilidades a los carlistas que hacían la guerra sobre todo en el País Vasco y Cataluña, así pues tampoco es descabellado que se planteasen quitar de en medio a aquel político que les había ninguneado.
Así pues, ahí ha quedado, para la Historia, nuestro Kennedy. Al igual que el estadounidense, el nuestro iba a marcar una nueva época. Al igual que en su caso, eran sus tiempos nuevos, marcados por nuevos usos y actuaciones. Al igual que ocurre en el caso de Kennedy, Prim se buscó pronto muchos y poderosos enemigos, y no hizo gran cosa por cauterizarlos. Al igual que Kennedy, Prim murió en la calle, en un desplazamiento oficial, y no se sabe a ciencia cierta ni quiénes ni cuántos fueron sus asesinos. Por último, al igual que ocurre con Kennedy, la muerte de Prim tiene un culpable señalado, Paúl y Angulo, cuya acción nunca pudo demostrarse; y muchos posibles autores intelectuales, de todos los cuales se carece de pistas ciertas.
Eso, más la pregunta, sin respuesta, de qué habría sido de la Historia de España de no haber sido asesinado Juan Prim.
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