viernes, noviembre 27, 2009
Cataluña II: La lengua
No he editado ni una coma de los comentarios. No me ha hecho falta. Esto os, nos, honra.
De todas formas, leyendo el asunto, he pensado que lo lógico sería darle un poco de carrete al tema, ya que al parecer los paseantes de esta esquina de la red demuestran la capacidad de discutir sin montar guerras civiles, y echar mi cuarto a espadas a este asunto.
Hay un libro escrito por un alemán llamado Franz Borkenau. Se titula, en inglés, The Spanish cockpit y creo que en España se ha publicado traducido con el título El reñidero español. Borkenau estuvo en la España republicana al inicio de la guerra, si no recuerdo mal bajó desde Barcelona hasta Málaga, y cuenta sus experiencias. Al principio del libro (y hablo de memoria porque mi ejemplar es uno de los escasíiiiiiiiisimos casos en los que caí en el error, tremendo error, de prestarlo), Borkenau está en Cataluña, donde, insisto si no me falla la memoria, ha estado ya antes de la guerra e incluso de la República. Y cuenta que le extraña mucho la notable reducción del antiespañolismo que aprecia allí. Él, que se mueve o se jacta de moverse en círculos de gente humilde, decide preguntar a los catalanes por qué ese cambio.
La respuesta que transmite es muy sencilla. Básicamente le dicen: cuando estaba Primo de Rivera (padre) no nos dejaban hablar en catalán. Ahora nos dejan. Si nos dejan, ¿por qué tendríamos que estar cabreados con los españoles?
Cuando leí estos párrafos de Borkenau, algo dentro de mi personalidad Dos (ya he contado muchas veces que soy un esquizoide con dos personalidades: la Personalidad Uno sólo piensa en la XBox, y la Personalidad Dos se pasa el día leyendo libros de Historia y escribiendo novelas y cuentos) se removió. Porque, la verdad, yo, como gallego no nacionalista que me considero, es decir como miembro de esa amplia masa de «resto de españoles» que observa el fenómeno nacionalista como desde fuera, siempre había pensado que la cuestión de la lengua, entre los catalanes, era un instrumento. Un medio. Pero me pregunté si, sinceramente, no nos estaremos equivocando. Si, en realidad, el medio no será el fin.
No hay que olvidar, y es de Historia de lo que hablamos, que cada nacionalismo tiene sus raíces. El nacionalismo vasco se entierra en una serie de tradiciones premedievales y medievales que dibujan una interpretación mítica del pueblo vasco. Esto lo han tenido muchos pueblos a lo largo de la Historia, y el ejemplo quizá más ampliamente conocido es el de los romanos, que se querían ver todos ellos saliendo de la pata de Eneas; pero el vasco es el último pueblo occidental que las mantiene. El nacionalismo alemán, por citar otro ejemplo, parte de una pulsión imperialista cercenada. Alemania, aún llamándose de otra manera (Sacro Imperio, Prusia...), es una gran potencia europea que siempre tuvo aspiraciones de expansión hacia el Este, buscando contrarrestar a Francia primero y a Inglaterra después, pero considera o consideraba que esas aspiraciones habían sido siempre limitadas o directamente decapitadas por distintas conspiraciones. Dos grandes ejes de los discursos hitlerianos son la constante invocación de los grandes personajes de esa poderosa Alemania pretérita (muy especialmente Federico el Grande) y la vinculación entre el eterno concepto conspirativo y el antisemitismo.
Ambos casos, el nacionalismo vasco y el nacionalismo alemán, utilizan la lengua. De formas diferentes, porque sus niveles de extensión son distintos, pero la utilizan. De los vascos poco habrá que contar, supongo, que no sepan los lectores de este blog. Hitler y el ultranacionalismo alemán, por su parte, siempre gustó de la idea de la deslatinización del alemán, una forma de distanciar el idioma y hacerlo propio. Si uno se pasea por la Cuesta de Moyano podrá encontrar, con relativa facilidad, manuales de alemán de los años veinte o treinta del siglo pasado, y verá que casi todos, si no todos, están escritos en caracteres góticos, que eran los que gustaban a la visión nacionalista alemana del idioma.
El nacionalismo catalán difiere, a mi modesto modo de ver, de estos modelos, porque aquí, más que utilizar la lengua, se parte de ella. Claro que para admitir esta propuesta hay que admitir otra más, que no es en modo alguno del gusto del nacionalismo catalán, y es la idea de que dicho nacionalismo nacer, nacer, lo que se dice nacer, nace en el siglo XIX. Como es bien sabido, el nacionalismo catalán coloca su propio nacimiento bastante antes. Establece que la identidad catalana ha existido de siglos (cosa que es cierta e indubitable; pero una cosa es identidad y otra nacionalismo) y que la idea de la necesaria desafección de Cataluña respecto de España o, cuando menos, afección mediante un pacto entre iguales (pacto que se puede romper; tesis ésta que es la misma en el caso vasco y, de hecho, ilumina el llamado Plan Ibarretxe) data, cuando menos, de las guerras contra Felipe V.
A mí me parece que hay serias dudas de que todos los catalanes que se alzaron contra Felipe V, ni siquiera la mayoría, lo hicieran por un afán nacionalista. La guerra de sucesión española es, primero que todo, una guerra dinástica, y su perfil como guerra entre naciones se basa, fundamentalmente, en las promesas realizadas por el archiduque Carlos para ganarse a los aragoneses para su causa, basadas en la conservación de sus privilegios. No obstante, el juicio de intenciones de que el archiduque, de haber ganado, habría mantenido sus promesas, es una ucronía y, además, la interpretación de que los catalanes le apoyaron sólo o fundamentalmente por conservar sus instituciones autonómicas es, a mi modo de ver, un poco excesiva. Mi opinión es que los catalanes apoyaron a Carlos porque el otro bando era francés y ellos ya habían probado la medicina de París el siglo anterior cuando Perpiñán fuera moneda de cambio de la paz a ambos lados de los Pirineos. Como escribí en el anterior post, no hay más que leer a Cambó para darse cuenta de que este sentimiento catalán de timeo francos et dona ferentes ha sido muy fuerte a lo largo de la Historia. El corolario de esta situación es que la gran celebración del nacionalismo catalán consista en honrar a un señor cuyas convicciones y estrategias nacionalistas catalanas están lejos de estar claras.
Pero esto, a mi modo de ver, da igual, porque el sustento del nacionalismo catalán es mucho más tangible que los mitos o las interpretaciones históricas más o menos forzadas. A mi modo de ver, los catalanes le llaman renacimiento a lo que es en realidad un nacimiento o, si se prefiere, una refundación. A finales del siglo XIX, ambos nacionalismos españoles, el vasco y el catalán, se refundan, pero sobre bases completamente distintas. Sabino Arana refunda el nacionalismo vasco desde una filosofía jelkide que hermana todo lo nuevo con lo viejo, incluso muy viejo, como corresponde a su carácter y cosmovisión personal. El nacionalismo catalán, lejos de explotar sus mitos, que en todo caso no son olvidados y ahí está la Diada para demostrarlo, se funda sobre el elemento cultural. En los años críticos del último tercio del siglo XIX, dos argamasas surgen para compactar la muralla del nacionalismo catalán: una es la lengua y la cultura catalanas; la otra, el dolorisísimo debate económico en torno al binomio librecambismo/proteccionismo, en cuya base está el mayor tumor que hoy tiene el conflicto entre Cataluña y el resto de España, consistente en un doble sentimiento: por un lado, los catalanes se sienten aislados e incomprendidos; por otro, los no catalanes ven en éstos a una panda de egoístas o, por autocitarme, al puñetero vecino cabrón revientajuntas que, teniendo la comunidad unos problemas de la hostia, sólo quiere hablar de su gotera.
Centro neurálgico del nacionalismo catalán son los juegos poéticos florales. Si a Hitler le llegan a decir, a principios de los años 20, que en lugar de organizar un putsh lo que tenía que hacer era organizar concursos de poesía alemana, supongo que directamente le habría pegado dos tiros al pobre loco que le hubiera propuesto la idea. En el franquismo, el gran enfrentamiento del nacionalismo catalán con Franco, enfrentamiento como resultado del cual, por cierto, Jordi Pujol fue torturado, es el empeño de los catalanes por cantar en el Liceo una poesía de Maragall.
Por eso creo que, más allá de las instrumentalizaciones que siempre existen (y, de hecho, se multiplican), errarán quienes consideren que el catalán es sólo un ariete utilizado por el nacionalismo para pinchar; una herramienta, un arma, un medio.
En realidad, creo que no haber entendido esto antes es lo que ha dado, en parte, alas al catalanismo en el pasado más reciente. Históricamente hablando, en Cataluña ha habido toneladas de catalanes no nacionalistas. En tiempos de la República, el grupo más organizado y numeroso de Cataluña eran los obreros anarquistas, de intenciones nacionalistas bastante epidérmicas, cuando no inexistentes. De hecho, el obrerismo catalán, en buena medida, veía el nacionalismo catalán como cosa de burguesitos chupasangre. Pero esto ha cambiado radicalmente desde la Transición (en realidad, desde antes), cuando el nacionalismo catalán burgués cayó en la cuenta que de las dos patas de su ideología, la económica y la cultural, la primera escocía demasiado, así pues lo que debería utilizar sería la segunda.
Una cosa que me sorprende mucho del discurso catalanocrítico que es bastante común fuera de Cataluña es la machaconería con que recuerda la ausencia de raíces catalanas profundas en los principales nacionalistas. Se recuerda que si no sé qué pariente de Carod era de aquí, que si Montilla nació en Mongolia, que si la Chacón tiene un apellido propio de las Lowlands escocesas, y tal. Llama la atención, ya digo, que este argumento se esgrima en Madrid, plaza donde cada vez que encontramos un madrileño de octava generación lo metemos en formol y lo enviamos al Museo Municipal, para que quede públicamente expuesto como el negro de Bañolas. A mí me parece que eso de exigir pureza de sangre es cosa de inquisidores y de nazis. Más allá, es que, en realidad, es lógico que los adoptados por una nación se sientan orgullosos de ello. La identidad vinculada a una tierra en la que siempre han vivido los tuyos es algo de alguna forma impuesto; la identidad vinculada a la tierra hacia la que emigraste y en la que te hiciste es algo totalmente tuyo. Es la diferencia entre ser Adolfo Suárez o la duquesa de Alba; Suárez es duque por las cosas que él mismo hizo, mientras que la duquesa lo es por cosas que hicieron sus antepasados. A mi modo de ver, cuanto más rancio es un título noble, menos valor tiene.
Pero esta crítica soslaya, a mi modo de ver, la enorme importancia que juega el idioma en todo esto. Todo idioma es oro molido para un nacionalista, porque sirve para diferenciar: aquí los que lo hablan, aquí los que no. Pero el catalán, además, es la base de la identidad en que se basa el sentimiento nacionalista. ¿Cuántos catalanes son nacionalistas? No lo sé. Lo que sí creo saber es que la inmensa mayoría de ellos catalanófilos, y entiéndase que aquí estoy hablando del idioma.
El problema es otro, sin embargo. El problema que hoy no es histórico pero que lo será dentro de unas décadas, es la enorme, insondable torpeza con que, a mi modo de ver, el nacionalismo catalán ha administrado esta herencia desde la misma madrugada del 20 de noviembre de 1975 en que murió Franco.
El defecto clarísimo de los nacionalismos residentes en España es su falta de visión histórica. Como ya he escrito, en 1930 fueron a San Sebastián a condicionar todo el debate sobre el futuro de España. En 1930 había en España muchos más jornaleros y pecheros necesitados de una reforma agraria que catalanes deseosos de su autonomía o independencia; sin embargo, hubo que hablar más de lo segundo que de lo primero. En 1930, el mundo estaba inmerso en la peor crisis económica de su Historia moderna; pero lo importante, por lo visto, es que hubiese estatutos. Mucho más importante que el árbol de la abundancia era el árbol de Guernica.
En 1975, volvió a pasar lo mismo. Con esa insondable capacidad de persistir en el error que sólo tienen los nacionalistas, en un país cuyas prioridades eran la construcción de un marco de convivencia que no había existido hasta entonces (muchos piensan que había existido en la II República; no es mi caso), los nacionalistas se plantaron, pusieron pies en pared y, como siempre, gritaron: ¡De eso, nada! ¡Primero hay que hablar de mi gotera! Tan sólo la hondura de la crisis económica matizó esto un poco vía Pactos de la Moncloa.
En 1975, como ya he dicho, hacía muchos años que Cambó había muerto y había sido sustituido por Companys como modelo. Un nacionalista de hondas implicaciones en la gobernación de España había sido sustituido por un nacionalista exclusivista, dispuesto incluso a debilitarse a sí mismo con tal de mantener inmaculada su capacidad autónoma de decisión, como de hecho ocurrió en la guerra civil. Así las cosas, el gran asunto de la Constitución del 78 fue el Estado de las autonomías, que incluía ese fistro diodenal de la construcción del mismo en dos velocidades a cuenta de un concepto tan etéreo como el de nacionalidades históricas (anda que no se hunde en la noche de los tiempos la identidad asturcántabra, la castellana no digamos, o la andaluza, o la canaria) y que fue fuente de conflictos sin fin, hoy básicamente olvidados a base de generalizar una política de café para todos.
El hecho autonómico ha condicionado, para bien o para mal, toda la construcción de la Transición, generando algunas distorsiones. La principal es, precisamente, la que hemos visto precisamente con el famoso editorial conjunto de la prensa catalana. Corominas, en la cita suya que recogí en mi post anterior, habla del estatuto de autonomía de Cataluña utilizando como expresión sinómima el concepto de Constitución catalana. Como también decía en el post, la primera discusión seria del problema nacionalista, que se produce en San Sebastián en 1930, fue deliberadamente etérea por ambas partes: por la parte central, porque no se quería poner en peligro el objetivo mayor de consolidar una coalición antialfonsina; y por la parte nacionalista, porque la ambigüedad es, desgraciadamente, el terreno natural de todo nacionalista.
En los últimos 80 años, pues, ha quedado claro que la vía de solución del problema nacionalista en España es la creación de poderes autonómos regidos por legislaciones específicas. Pero a día de hoy sigue sin estar muy claro qué rango tienen dichas leyes. El rango jurídico está claro: son leyes sometidas a la condición suspensiva de su coherencia con la Constitución. Pero el rango, llamémosle, social o de opinión pública o popular, no está claro. Porque todos, en la Transición, hemos jugado a esa ambigüedad, como digo unos por oportunidad estratégica y otros por conveniencia. Hemos dejado que muchos ciudadanos de las diferentes autonomías creyesen que su obediencia se debía al Estatuto y no a la Constitución; o, más en concreto, como ahora está pasando en Cataluña, que en el caso de conflicto, ambas normas están al mismo nivel y la fidelidad del ciudadano catalán debe estar bien clara. El editorial de la prensa catalana no es tanto un alegato con el argumento «tenemos razón y así lo debes reconocer en tu sentencia» como un simple y puro «quítate de enmedio, chaval».
Esta construcción de autonomías cuya calidad jurídico-social real no estaba ni está clara es la que propugnó la invención por parte de catalanes, vascos y, en menor medida, gallegos, con la connivencia posterior de todo dios, de una figura inusitada, que es verdad que existe ya en la vieja literatura nacionalista, aunque para mi gusto con otros matices: la figura de la lengua propia.
Teóricamente, sólo existen dos tipos de lenguas: las que son oficiales y las que no. En un país la gente habla lo que se le sale de los huevos, pero tiene que haber una o varias lenguas definidas como aquéllas en las que te cabe esperar que la Administración te comunique que te ha puesto una multa. El Estado de las autonomías, sin embargo, crea una tercera categoría: la lengua propia.
Esto supone decir: en mi ámbito, las lenguas oficiales son ésta y ésta; pero mía, mía, lo que se dice mía, es sólo la primera. Y aquí es donde reside el gran error.
Esta afirmación es una burrada histórica de primerísimo calibre. Catalanes y vascos han proferido millones de gritos de guerra importantes para su devenir; han seducido a centenares de amantes famosas, han elaborado miles de manifiestos relevantes, han creado centenares de refranes, de coplillas y de sátiras, en castellano. Afirmar que el catalán es la lengua propia de Cataluña equivale a afirmar que el castellano es la lengua impropia de Cataluña, es decir no es la lengua en la que los catalanes se expresan con normalidad; y eso es, simple y sencillamente, históricamente falso.
Con esta jugadita de la Transición, que como digo ha comprado todo dios porque ese fistro de la lengua propia no es en modo alguno monopolio de los estatutos catalán, vasco y gallego, lo que se ha hecho ha sido subvertir el modo en que la Historia interactúa con la realidad. El modo normal es: primero la Historia se despliega, las cosas pasan y los hechos se consolidan, para que luego las normas reconozcan dicha consolidación. Sin embargo, en el asunto de la lengua propia, lo que se ha hecho ha sido normar la consolidación y después hacerla Historia. Dicho de otra forma, tras declarar que el catalán es la lengua propia de Cataluña, se hace necesario conseguir que verdaderamente lo sea.
Por mucho que mis amigos gallegos y vascos no lo vean, yo veo una diferencia teórica clara entre las políticas lingüísticas de estos territorios y la de Cataluña. La política de lengua en Galicia y el País Vasco actúa sobre sociedades que no hablan mayoritariamente la lengua que se pretende hacer propia (lo cual es de traca, no es por nada: valiente lengua propia es ésa que es minoritaria). Pero no es el caso de Cataluña. Esta diferencia es, en cambio, teórica. La ambición de consolidar el catalán, no como lengua hablada u oficial, sino como lengua propia de Cataluña, hace que, en realidad, las políticas lingüísticas de vascos y catalanes (y de gallegos cuando los nacionalistas les gobiernan) se parezcan mucho, demasiado. El nacionalismo catalán le da a su lengua un trato de lengua capitidisminuida y asediada que está lejos de tener, que incluso es dudoso que tuviera en tiempos del franquismo, una vez pasados esos primeros tiempos en los que Franco era fascista y los falangistas se paseaban por Barcelona instando a la gente a hablar la lengua del Imperio.
A mi modo de ver, es esta tensión la que los catalanes no ven y, al tiempo, los no catalanes ven con exceso o exagerada. El catalán te dice: yo vivo en Cataluña y aquí no hay conflicto con la lengua. Y dice bien. El no catalán dice: en Cataluña hay una imposición del catalán que va más allá de lo democrático. Y, paradójicamente, también dice la verdad.
Ambos tienen razón, a mi modo de ver. Uno la tiene al destacar que en Cataluña es posible convivir hablando una lengua, la otra o las dos. El otro la tiene al destacar que, si Cataluña es su clase política, es hoy un territorio que está embarcado en la misión histórica de conseguir que el castellano no pueda considerarse lengua propia de dicho territorio.
En mi opinión, que tiene de jurídica lo que tú, lector, tienes de diseñador afgano de letrinas, cuando el Constitucional juzga los artículos del nuevo Estatuto referidos a la lengua, a la educación y esas cosas, está juzgando, en el fondo, este concepto de lengua propia y sus consecuencias. La Constitución de un país tan políglota como Suiza, con tres lenguas oficiales, creo, apenas le dedica al asunto de la lengua un par de artículos. No necesita los fárragos de nuestros estatutos porque los suizos no consideran ni que el francés, ni que el italiano, ni que el alemán sean su lengua propia. Por eso, no tienen más política lingüística que garantizar al ciudadano suizo que podrá dirigirse a la Administración en cualquiera de esos tres idiomas. Punto pelota.
Pero, claro, en este asunto el Constitucional llega tarde. Se está cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de enderezar una planta cuyo tallo lleva viendo crecer desviado nuestra clase política desde el año 1976, sin que hayan hecho nada por evitarlo; es más, todos ellos han votado, con fervor, en Cataluña y en otras muchas comunidades autónomas, esos articulitos de la lengua propia, y no han levantado la voz.
El argumento de la lengua propia es, como he dicho, antihistórico. Es algo que no se compadece con la Historia de Cataluña, ni con la del País Vasco (el fraile de San Millán que escribió el primer castellano era, probablemente, un español bilingüe castellano-vascuence), ni desde luego con la de Galicia, la Comunidad Valenciana, las Baleares, etc. Ni siquiera se compadece con la Historia de España, pues no dejamos de ser un país que ha dominado el mundo gracias a la fuerza disuasoria de un ejército donde se hablaba alemán, y napolitano, y siciliano, y ruteno, y francés, e inglés, y... Hace setenta años tuvimos incluso una guerra civil cuyo bando ganador contó con la inestimable ayuda de tropas que hablaban árabe.
Y es una lástima que sea precisamente el nacionalismo catalán el que haya creado este problema porque, éste es al menos mi pensamiento, si hay un nacionalismo en España que estaba en condiciones de abordar con mesura, con equilibrio, con exención de conflicto, el problema de la lengua, ése es aquél que tiene precisamente la lengua en su núcleo duro fundacional. Otrosí digo, el nacionalismo catalán.
miércoles, noviembre 25, 2009
Cataluña
Forma parte esta declaración de Pujol, que puede parecer extemporánea y fuera de sitio, de algo que efectivamente está ahí y tiene, qué duda cabe, su aquel. De un tiempo a esta parte, ciertamente, Cataluña se enfrenta a un fenómeno que los catalanes reputan como nuevo: el rechazo por parte del resto de España. De alguna manera, muchos catalanes se hacen la misma pregunta que muchos estadounidenses: why do they hate us? ¿Por qué nos odian?
No es función de este blog analizar las respuestas a esta cuestión, aunque algo diré porque, qué le vamos a hacer, no me callo ni debajo del agua. Pero sí es función del mismo, creo yo, advertirle a los catalanes, sobre todo a los más jóvenes, por jóvenes y por víctimas de la LOGSE, que este sentimiento no tiene nada de nuevo. Ya os hemos odiado antes. Más, incluso.
Acierta Pujol al diagnosticar que este sentimiento no existía durante el franquismo. Esto es así porque en tiempos de Franco Cataluña, como ente territorial propio, como identidad particular de un pueblo, sólo existía en el terreno de los coros y danzas. Los catalanes, además, no podían caer mal en tiempos de Franco porque en tiempos de Franco media España tenía un primo cavando zanjas en Sant Boi, en Cornellá, en Sabadell, o en Barcelona. Cataluña era uno de los principales entes absorbentes de la emigración española, así pues, para los españoles de aquella época, malquistarse con los catalanes era malquistarse con ellos mismos. Y es que, como con su habitual sarcasmo dijo una vez Agustín de Foxá, Cataluña es la única metrópoli del mundo que se empeña en separarse de sus colonias.
Pero la Historia de España no empieza precisamente el día que Franco da el famoso parte de cautivo y desarmado bla bla bla. Antes hay, sin ir más lejos, un periodo, que llamamos II República, más que nada porque fue una república, y además fue la segunda, en la que los catalanes ya sufrieron en sus carnes buena parte de lo que hoy sufren (verbo colocado aquí para los que piensan que no lo merecen) o experimentan (verbo colocado aquí para los que piensan que lo merecen).
En 1948, cuando los rescoldos de la guerra civil aún humeaban, José Ortega y Gasset, principal neurona de la nación durante mucho tiempo, acusaba a los nacionalismos catalán y vasco de ser agresivos contra España. Aunque hemos de reconocer que, en el caso de Cataluña, este rechazo ha estado algo más matizado, pues no son pocos los ensayistas y pensadores que, a lo largo de la Historia, han visto a Cataluña como un pueblo constantemente torturado por el constante penduleo entre la atracción y repulsión hacia el resto de España.
Pero errará, como digo, quien piense que lo que está pasando actualmente entre Cataluña y el resto de España es nuevo. Si en el actual Congreso de los Diputados hubiese alguno que supiese hablar, bien podrían pronunciarse hoy estas palabras, que salieron de la boca de Ortega, entonces diputado de la Agrupación al Servicio de la República (junto con Marañón o Unamuno), durante la discusión del Estatuto catalán:
«El problema catalán se puede conllevar, pero no resolver. Frente al sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destinos, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que el problema de tal condición pueda ser resuelto de una vez y para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo de paroxismo, sería como multiplicarlo por sí mismo, por su propia cifra; sería, en suma, hacerlo más insoluble que nunca».
La discusión, hoy en día, en torno al Estatuto catalán, se ciñe, y digo bien se ciñe, a definir los techos competenciales de Cataluña y, sobre todo, su sistema de financiación. Pero las palabras de Ortega, el tono del debate parlamentario del Estatuto, iba mucho más allá. Iban al centro de la cuestión, cual es la posibilidad de que España y Cataluña pudiesen seguir compartiendo vagón en el tren de la Historia.
El catalanismo, fenómeno relativamente nuevo en términos históricos (no así la conciencia catalana, que es muy antigua), nace como elemento de un debate económico que ya hemos analizado en esta esquina de la red: el debate entre proteccionismo y librecambismo. A finales del siglo XIX, de la mano sobre todo de Valentí Almirall, el catalanismo se hace federalista. Es su gran paso: ya no se trata de que Madrid nos de dinero, sino de que nosotros le demos dinero a Madrid. La diferencia entre federalismo y centralismo no es otra que la dirección del vector del dinero.
En 1887, el Centre Catalá de Almirall se escinde y un importante grupo del mismo funda la Lliga de Catalunya, que será el origen del catalanismo de izquierdas. Por su parte, de la enorme fuerza que el tradicionalismo tiene en Cataluña (pues quizá cueste creerlo ahora, pero Cataluña ha sido muy, muy católica; diferencialmente católica, diría yo), unida al hecho de que hace ciento y pico de años se consolida en la región una burguesía pujante, hace nacer el catalanismo de derechas, cuyo principal exponente histórico es la Lliga Regionalista de Françesc Cambó, el político que resumió con claridad su filosofía política con el famoso llamado: «¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!».
Cambó, por cierto, no creía en la independencia de Cataluña, pues consideraba que una Cataluña independiente caería inevitablemente en la órbita de influencia geopolítica francesa; destino que le parecía peor que ser español porque los españoles (léase los castellanos) aguantan muchos más carros y muchas más carretas. Yo creo que tenía razón; quien no lo piense, que se ponga a contar en cuántos institutos públicos del Rosellón se escolariza a los niños en catalán.
Dicen los historiadores que el conflicto entre Madrid y Barcelona surge en algún momento de las primeras décadas del siglo XX. Yo estoy de acuerdo con esta opinión. Si el 98 fue un desastre para toda España, lo fue especialmente para Cataluña, que se quedó huérfana de mercados fundamentales; mientras que para Madrid, paradójicamente, una vez que las políticas estabilizadoras dieron su fruto, sonó la hora de la industrialización y de cierto despegue. En los cincuenta años que abarcan el último cuarto de siglo del XIX y el primero del XX, Barcelona se hincha a hacer exposiciones universales y todo tipo de milongas sin que Madrid pueda aún soñar con hacerle sombra. Pero la indudable tendencia centrípeta de España juega a su favor y, poco a poco, Madrid se va convirtiendo en el inevitable kilómetro cero de muchas cosas.
Cuando en 1930 las teóricas fuerzas del teórico progreso de España (pues allí había de todo, amén de ausencias bastante pronunciadas) se reúnen en San Sebastián para diseñar la estrategia de una especie de coalición republicana, catalanes y vascos se presentan en la sala exentos de ilusión y dejando muy claro que para conseguir su apoyo hay, primero, que garantizarles que lo suyo va a quedar bien. Allí, en el Pacto de San Sebastián, es donde se planta el primer mojón de uno de los elementos que, a mi modo de ver, mina la imagen de Cataluña en el resto de España. Desde aquel día, de alguna manera, Cataluña se comportará en España como ese miembro cabrón de las viejas comunidades vecinales, cuando todo había que aprobarlo por unanimidad, que votaba a todo que no, dejando a la comunidad sin ascensor, sin portero, sin alarma, sin puerta nueva para el portal y sin lo que hiciese falta, hasta que no le pagasen la reparación de la puta gotera de su salón. De alguna manera, igual de Sánchez Albornoz definió un día al País Vasco como la abuela cabreada de España, Cataluña comienza a ser, en la década de los treinta, el vecino tocahuevos. Quizá por eso, para completar el retrato digo, es que nunca ha querido ser presidente, gesto éste que tiende a extremar entre el resto de los vecinos la imagen de que al relapso se la chufla la comunidad y todo lo que le importa es su gotera.
La culpa, en buena parte, es del general Miguel Primo de Rivera. Nunca un gobernante ha decepcionado tanto a los catalanes (y digo esto porque ya supongo que no esperarían gran cosa de Franco; y alguien de quien nada esperas podrá concitar tu odio, pero no decepcionarte). Cuando, ya en tiempos de la República, se produjo el juicio parlamentario del rey Alfonso XIII, el defensor del Borbón, el conde de Romanones, se ganó un buen abucheo por decir en su discurso una cosa que es una verdad jodida, pero verdad: los catalanes, y muy especialmente los nacionalistas catalanes, aplaudieron con las orejas cuando Primo de Rivera se alzó en Barcelona. Estaban encantados. Siempre se dice que la dictadura de Primo surgió por la reacción del ejército ante la eventualidad de que se tomasen represalias por el desastre de Annual; pero este análisis, que yo no niego, olvida la fortísima demanda que existía en Barcelona, en Tarrassa, en Manresa, para que surgiese alguien que le arrease una mano de hostias a los pistoleros obreros. Y no por casualidad Primo de Rivera inaugura su poder dictatorial declarando a la prensa que «he tomado tanto cariño a Cataluña que todo mi anhelo es servirla». De hecho, en 1924 el general certifica la pervivencia de la primera gran victoria del catalanismo, la Mancomunidad de Barcelona, que le costó a los catalanes desplantes y cesiones mil; pero, con las mismas, un año más tarde se la carga con el Estatuto Provincial.
Manuel Carrasco Formiguera, uno de los nacionalistas catalanes asistentes a la reunión del Pacto de San Sebastián, deja bien claro que en la misma quedó asimismo diáfano que, cuando llegase la República, habría autonomía para la región basada en el principio de autodeterminación, cito, «concentrada en el proyecto de Estatuto o Constitución autonómica, propuesta libremente por el pueblo de Cataluña».
Dicho de otra forma, y según esta versión: los políticos de ámbito nacional que estaban en San Sebastián, los Prieto, los Lerroux, los Maura (Miguel), los Alcalá-Zamora, etc., hicieron lo mismo, exactamente lo mismo, que hizo en el 2004 Rodríguez Zapatero: «Pascual, aprobaré el Estatuto que salga del Parlamento catalán». Ambos gambitos terminaron de la misma forma: con un Estatuto final que resulta ser la mitad de la mitad de la mitad de lo pedido, y con los catalanes en una esquina lamiéndose las heridas y mascullando: «¡Putos castellanos!»
Si hemos de creer a Prieto, en todo caso, en la reunión de San Sebastián se produjo otro ejemplo, el primero quizá, de otro gran factor que alimenta la inquina anticatalana (aunque, en este punto, es probablemente peor la antivasca): la ambigüedad. Porque este testigo de la reunión, en la que estaba a título personal y no representando al PSOE, no explica las cosas tan claras como lo hacen los catalanes. Según Prieto, los nacionalistas primero hablaron de pacto y después de libertad absoluta, es decir, de una Cataluña independiente que ya vería qué lazos tendía con España. Esta posición puso de los nervios a los contertulios más conservadores, como Maura o Alcalá; pero como quiera que no estaban allí para resolver el problema catalán sino para ver de echar al Borbón, saltaron elegantemente por encima del asunto, hablando de un Estatuto pero sin dejar muy claro (aquí creo que Carrasco no miente) quién tendría la última palabra, pues si los políticos nacionales dejaron claro que serían las Cortes nacionales las que habrían de aprobar el Estatuto, los catalanes sacaron cierta sensación (que perdura hoy día) de que nada puede más que la fuerza de los votos, así pues, si los catalanes mayoritariamente quisieran algo, ese algo tendrían.
Esa medianía, ese no hablar claro, ese ser San José los martes y la Purísima los miércoles, ha sido, desde aquel día, el tono imperante en el problema catalán. A base de actuar así, especulando con lo que se puede llegar a hacer, lo que se puede llegar a decir, lo que se puede llegar a votar, Cataluña se ha convertido para España en ese hijo medio loco que nunca sabes por dónde te va a salir en cada caso y así, el domingo que viene de visita tía Gertrudis, lo mismo le da dos besos a su queridísima tía que le rompe una lámpara en la cabeza a la jodida foca de los cojones.
En mayo de 1931, ya en la República, se forma la Comisión redactora del proyecto de Estatuto Catalán, que es sometido a referéndum el 2 de agosto del mismo año. De 792.582 personas con derecho a voto, 592.691 votaron que sí, 3.276 votaron que no, 1.105 votaron en blanco el proyecto redactado, y el resto se quedaron en casa o se fueron a la playa o al Paralelo, según gustos. Creo que nunca los catalanes han expresado democráticamente una aspiración tan mayoritaria.
Ya lo siento por el president Montilla; pero el hecho es que El Socialista, periódico oficial del PSOE, saludó este referéndum calificando a la Generalitat catalana (entonces aún Diputación provisional o, en lenguaje finisecular, Ente Preautonómico) de «organismo anacrónico y patriarcal» y calificando el nacionalismo catalán de «vergonzante»; además de acusar al coronel Françesc Maciá de haber coaccionado a la Generalitat a votar el fistro de Estatuto. Consideraba el problema catalán «pleito de etiología oscura y morbosa» y concluía que, en recto Derecho, el referéndum «carece en absoluto de validez para basar en él su virtualidad autonomista [de Cataluña]». En el número del 4 de agosto están todas estas perlas.
El 13 de agosto, una caravana de coches, al frente de la cual se coloca el líder de la Esquerra, se dirige a Madrid a entregar el Estatuto. Los catalanes concretan en este viaje, por si no fuesen suficientes los precedentes, la tercera característica que a mi modo de ver identifica su mala imagen: su manía de actuar, incluso en el terreno de las formas, como si el resto de los españoles no existiesen cuando de hablar de Cataluña se trata. Maciá, Casanovas, Companys y el resto de la partida no podían ser tan tontos como para no saber que el referéndum, se pusieran ellos decubito supino o decubito prono, era la jura de bandera, pero aún les quedaba el resto de la mili. Cualquiera más político que ellos, cualquiera con más mano izquierda (cualquiera con seny de verdad, que diría Pla) se habría presentado en Madrid haciendo loas de Cervantes, de Zorrilla, de Juan de Austria, de Isabel la Católica y hasta de Don Pelayo y abrazando con lágrimas en los ojos a sus hermanos castellanos, pues, como bien saben los pícaros, para asestar puñaladas siempre hay tiempo.
Los británicos suelen decir: ¿cómo se cocina una rana viva? Pues metiéndola en una olla de agua fría, colocándola en un fuego muy bajo y subiendo la intensidad de éste muy, muy despacio. Pero a los catalanes, por lo que parece, no les gustan las ancas de rana. O quizá es que piensan que España ya no está viva.
La llegada de la caravana catalana el 14 de agosto provoca en Madrid el primer caso serio de anticatalanismo cerril y ciego. En las paredes de la capital aparecen carteles insultantes contra Maciá. Como presunto responsable de ello será detenido Ramiro Ledesma, el de la unidad de destino en lo universal.
Y pasó lo que tenía que pasar.
El 9 de abril de 1932, se lee en las Cortes el proyecto de Estatuto redactado por la ponencia parlamentaria. A los nacionalistas catalanes los huevecillos se les suben hasta las ojeras. El proyecto estatutario recorta notabilísimamente el proyecto traído en caravana, sobre todo en el aspecto financiero. Toda veleidad federalista desaparece del texto. Unión Catalanista, el think tank que parió las Bases de Manresa, elabora un manifiesto que supone otro aldabonazo en esa actitud que describía antes de hacer como que España no existe. En lugar de dirigirse a la opinión pública española, que habría sido lo inteligente porque es ella la que le podía sacar las castañas del fuego, traducen el manifiesto al francés, al inglés y a otros idiomas y lo dirigen a la Sociedad de Naciones. En el manifiesto dicen cosas como que «de nuevo las Cortes han negado la posibilidad de Cataluña, han negado sus derechos». A los catalanes, es mi opinión, no les falta su punt de razón. Por variadas que sean las versiones del Pacto de San Sebastián, parece claro que en el mismo, si no se dijo tal cual, sí desde luego quedó en el aire la conclusión de que los catalanes decidirían por sí mismos. Los futuros jerifaltes republicanos prefieron ciento amarillo a uno colorado, y el desánimo catalán con el proyecto de Estatuto fue la consecuencia de todo ello.
Madrid envidó. Y Cataluña envidó más. En su manifiesto, Unió Catalana anuncia al orbe internacional que rechazará toda forma de autogobierno «que no tenga por base un acuerdo libremente convenido entre los dos Estados». Toma ya.
En esta reacción está el siguiente elemento de la mala imagen del nacionalismo catalán fuera de Cataluña: la sensación de que la negociación no es tal. Los catalanes de la República hablaban de pacto, de componenda entre partes. Pero la sensación que daban era de estar planteando un trágala. Actuaron como si «pacto», en catalán, significase «darme la razón». Un pacto presupone cesiones por ambas partes. Pero Cataluña tenía claro lo que quería y eso era lo que estaba dispuesta a aceptar. Y le pasó lo que le suele ocurrir a quien se pone de canto en una negociación: si no quería caldo, dos tazas se llevó.
En abril de 1932, el ayuntamiento de Palencia vota una resolución solicitando que todos los diputados castellanos abandonen las Cortes para no votar el Estatuto catalán. En la mesa del presidente de la República, del primer ministro y de los diputados se agolpan los mensajes furibundamente reivindicativos llegados de la España no catalana. Y aquí tenemos el siguiente error del nacionalismo catalán: vivir la vida como si las rabietas de los no catalanes no les afectasen. Una persona que piensa eso, ¿qué derecho tendrá a reclamar que las rabietas de los catalanes se tengan en cuenta fuera de Cataluña?
Entre el 6 de mayo (inicio de las discusiones del Estatuto) y el 27 de julio, se reciben en las Cortes 506 comunicaciones en contra del Estatuto. Las comunicaciones no catalanas a favor del Estatuto proceden de: la Agrupación Guipuzcoana de Estudiantes, el Ayuntamiento de Gijón, el Partido Republicano Federal de Jaén, el Centro Republicano Español de Rosario de Santa Fe (Argentina) y el Partido Socialista Revolucionario de Sevilla. Las diferencias son como para pensarse un poco la estrategia de imagen, digo yo...
El debate sobre el Estatuto catalán del 32 tiene todos, pero todos los elementos de hoy en día, incluso exagerados. En primer lugar, el mito del catalán agresivamente avaro y expresamente movido por el interés lucrativo. Alejandro Royo Vilanova, político católico derechista, declara por aquellos días: «[los nacionalistas catalanes del momento] han seguido la norma de conducta que una vez trazara el señor Cambó: “Tomad lo que os den, pero no cejéis en el empeño de que os den más”». Esto, seamos sinceros, es lo que hace cualquier negociador inteligente; pero esta actitud, en aquellas jornadas del 32, quedó grabada para siempre en el inconsciente colectivo español como cosa de catalanes. Y sigue Royo: «es comodísima la postura de estos señores catalanes: para la economía somos todos uno; para la política han de entenderse solos». Bajando por la cuesta, añade que «los catalanes hablan el catalán, pero no lo saben escribir». Argumento éste que habré escuchado, en los últimos seis meses, unas quince o dieciséis veces. Sin dejar este tema del idioma, el ABC se quejaba en junio de que, para recibir la enseñanza en castellano en Cataluña, había que solicitarlo por escrito. Como se puede ver, las cuerdas que se tensan son siempre las mismas.
La apelación de Royo a la comodísima actitud de los catalanes nos lleva a otro error estratégico del nacionalismo catalán (siempre según mi opinión) cual es el asuntito de las balanzas fiscales, que no es sino expresión técnica del gran argumento filosófico/moral que se puede resumir así: yo, catalán, me mato a trabajar, para que los extremeños/andaluces/castellanos/etc. se toquen los huevos. El nacionalismo catalán dio en los tiempos de la República carta de verdad divina al asunto del desequilibrio fiscal de Cataluña con el resto de España, sellando con esta actitud el último de sus errores frente a la opinión del resto del país: la actitud constante de dar por axiomáticas cosas que son discutibles. Cierto es que Cataluña aporta más de lo que recibe. Pero eso también lo hace un contribuyente de la Hacienda española que, en lugar de ganar los 30.000 o 40.000 euros que son el salario medio español, gana 600.000 o un millón. Esto no quiere decir, desde luego, que el nacionalismo catalán esté equivocado. El problema está en que nunca se ha avenido a discutirlo.
Nos asombró, en su día, que un político catalán gritase muerte al Borbón. Nos parecerá nuevo eso. Pero será por desconocer que, durante el debate del Estatuto, los estudiantes de la Universidad Central de Madrid se manifestaron por el centro de la ciudad al grito de «¡Muera Maciá!»
Manuel Azaña dejó escrito que parece ser una constante de la Historia de España que Barcelona sea bombardeada [se entiende: por España] más o menos cada medio siglo. En esto, como en tantas otras cosas, don Manuel se equivocó. Pero el espíritu de sus palabras tiene que ver con la enorme tensión que Cataluña imprimió a la República con sus reivindicaciones y su actitud, que llegó al punto máximo de desafección con ocasión del golpe de Estado revolucionario de octubre de 1934, cuando pretendió autoproclamarse república catalana soberana, y la cagó. Antes de ello, por cierto, la Generalitat ya había protagonizado una provocación abierta al Tribunal Constitucional (para que se vea que nihil novum sub solem) a cuenta de la Ley de Cultivos.
Luego llegó Franco y todo esto no es que se tranquilizara, es que fue enterrado a siete metros bajo tierra. Ahora Pujol viene a decir que por lo menos en aquel entonces los catalanes no caían tan mal y no se encontraban con tantos problemas (en puridad, no se encontraban con ninguno, porque no había problema). La declaración, como digo, puede parecer un tanto rara. Pero, como espero haberte explicado en este texto superferolítico, tiene su punto de verdad. Histórica, al menos.
En resumen, el asunto catalán es de longa data y hay, de hecho, poquísimas cosas que estén ocurriendo hoy que no ocurriesen hace setenta años, es decir el otro momento histórico en el que pretendió resolverse el problema catalán haciendo otra cosa distinta de, como diría Azaña, bombardear Barcelona. De hecho, esto es lo que estremece. Porque viene a significar que, quienquiera que sea quien deba haber aprendido algo del pasado, no lo ha hecho.
España es nación muy rancia y antigua en el contexto europeo (en el mundial, no digamos). Pero quienes defienden este principio, desde lo que los nacionalistas llaman españolismo, no pueden echarse a dormir tranquilamente encima de concepto tan genérico. Cualquiera que conozca un poco la Historia de España sabe que España existe hace muchos siglos, pero existe a base de arbitrarse como pacto entre iguales. El concepto de Hispania existe desde los romanos y ya en la Alta Edad Media es un concepto ampliamente utilizado para definir al conjunto de gentes habitantes de esta esquina de Europa. La nación, por su parte, se forma definitivamente en el siglo XV, al calor sobre todo de la misión histórica de la Reconquista, o más bien de su final. Pero si España surgió a mediados del siglo XV, debemos recordar que varias generaciones después de ese nacimiento, el rey de España y el conde-duque de Olivares todavía tuvieron que ir a Barcelona a intentar convencer a los aragoneses (entiéndase esto como una sinécdoque de la España mediterránea) para que contribuyesen a los gastos bélicos castellanos. Y sólo lo consiguieron a medias, además. Lo que no tiene sentido es que un diputado del siglo XXI exhiba opiniones que hagan parecer a Isabel de Castilla un primor del espíritu abierto y la propensión al diálogo. No hay que olvidar que el patrón de nuestra nación, Santiago, es conocido como patrón de las Españas.
Si sólo fuesen los españolistas los que meten la pata, aún. Pero el caso es que el nacionalismo catalán no les ha ido ni de lejos a la zaga en torpeza. Cambó, quizá el último nacionalista razonablemente amueblado, entendía que la única forma de ser un buen nacionalista catalán era tener constantemente una idea de España y trabajar para ella. Por eso era monárquico e influía todo lo que podía en la formación de mayorías en Madrid, no sin ello menoscabar ni medio centímetro su ambición catalana, que le llevó a hacer cosas tan poco edificantes como bloquear la reforma fiscal de Santiago Alba a finales de la segunda década del siglo pasado, acción que retrasó bastantes años el diseño en España de un esquema tributario moderno y acorde con los tiempos, tan sólo porque no le hacía pandán a los industriales catalanes. Pero Cambó, o más bien los suyos, acabaron entrando en el Parlamento catalán, el día que discutió el fallo del Constitucional sobre la Ley de Cultivos, como si fuesen unos rateros que mereciesen la horca. Y, por supuesto, cuando el golpe de Estado del 36 fracasó en Barcelona y las hordas de incontrolados se hicieron con la ciudad, su casa fue una de las primeras saqueadas.
El nacionalismo catalán, desde la República hasta hoy, se ha convertido en un nacionalismo exclusivista (sólos catalanes tienen derecho a hablar de Cataluña) además de incansable. Incansable quiere decir que ni una sola vez ha bajado la guardia para preterir sus reivindicaciones ante misiones de mayor calado. Como ya hemos dicho, el qué hay de lo mío de vascos y, sobre todo, catalanes, presidió el Pacto de San Sebastián, a pesar de que la misión histórica de aquel encuentro era muy otra. Cuando en 1962 suena la hora de hacer otro encuentro histórico, otro encuento para discutir la España del futuro sin Franco, la España históricamente reconciliada, los catalanes no van a Munich, hemos de entender que porque los conservadores, socialistas, liberales, monárquicos y franquistas demócratas allí reunidos no estaban en condiciones de garantizarles nada sobre lo suyo. La combinación de ambas características ha devenido, a mi modo de ver, en esta situación de la que se queja Pujol, en la que el catalán primero deja de ser comprendido para, después, dejar de ser apreciado. Como he dicho en este post, la estrategia de imagen pública del nacionalismo catalán no ha hecho nada, absolutamente nada en casi un siglo, por mitigar este efecto.
Hace algunos años, cuando un político nacionalista catalán, Miquel Roca, decidió resucitar a Cambó y formar un Partido Reformista nacional para presentarse a las elecciones, se quejaba durante la campaña electoral de que le reprochasen ser catalán como si ser catalán fuese ser apestoso. Alfonso Guerra le contestó con un matiz de gran importancia: usted, le dijo, no cae mal por ser catalán; cae mal por ser nacionalista catalán. El problema de muchos catalanes, entre ellos casi todos sus políticos, es que no aprecian el matiz de la frase guerrera, o mejor guerriana. Para muchos catalanes, ambas expresiones son sinónimas.
La identificación de Cataluña con su nacionalismo ha vinculado estrechamente los destinos de ambas cosas. Cataluña ha sido lo que su nacionalismo ha pasado a ser. Cuando el nacionalismo catalán, a principios del siglo XX, se decía cultivado e internacionalista y vendía la idea de un catalán que, a diferencia del castellano, sabía dónde estaba París, hablaba francés (el inglés de la época) y vendía sus paños en medio mundo (y las tres cosas eran ciertas de toda certitud), el catalán medio fue ese tipo con una cultura media superior, una mayor intensidad de contacto con el exterior, abierto al mundo, leedor, culto. Conforme la tensión Madrid-Barcelona se va acentuando a favor de la primera, pues siempre gana más quien más tiene que crecer, el nacionalismo catalán deriva hacia visiones más foralistas, particularistas; exacerba el conflicto del idioma y cambia la escala de valores, pues ahora el buen catalán ya no es el que sabe dónde queda Cape Code, sino el que baila la sardana de puta madre. Y Cataluña comparte ese destino.
Why do they hate us? Pues por un montón de razones, casi ninguna de las cuales, por no decir ninguna, es nueva en términos históricos. ¿Solución? Bueno, yo tengo una opinión. Al fin y al cabo, este problema, como apuntaba ya al principio de este post superferolítico, ya lo han tenido otros. Los estadounidenses, por ejemplo. Y, a día de hoy, lo han resuelto. ¿Cómo lo han hecho? Pues sorprendiendo sin sorprender.
Los americanos han encumbrado a Barack Obama. Que es un tipo sorprendente. Es negro y dice cosas que muchos jamás pensarían que diría un inquilino de la Casa Blanca (una vez más, juega aquí la mala memoria de la Historia de la gente, pues tampoco Obama dice muchas cosas que no dijese ya Jimmy Carter, pero bueno...) La de Obama, en todo, caso, es una sorpresa relativa o, si se quiere, de fachada. Quiere reformar la sanidad, pero su reforma se parece a los sistemas sanitarios a la europea como Lola Gaos a Jennifer López, y aún así aquí le saludamos porque va a hacer como nosotros. Dice que quiere una nueva era en las relaciones entre países pero Guantánamo sigue abierta, sigue echando barro para cegar el pozo afgano, y lo que te rondaré, moreno.
Corolario: hace lo que todo presidente americano hará siempre, pero él lo dice lindo.
Quizá, señor Pujol, lo que Cataluña necesita para caer bien es un Jordi Obama.
lunes, noviembre 23, 2009
¡Y dale...!
Dice Molina ciertas cosas que a mí me parecen puestas en razón, aunque siempre susceptibles de ser matizadas. Dice, por ejemplo, que tiene muy claro que los responsables directos de la guerra civil fueron quienes dieron el golpe de Estado contra la República, pero que también acusa de irresponsables a muchos políticos de izquierdas de la época, por su actitud en el fondo proviolenta en los meses anteriores al inicio de los enfrentamientos, que él ha comprobado leyendo las actas de las Cortes.
A mí me parece, como digo, que esta afirmación merece matizarse. Creo que no es sostenible la idea de que el golpe de Estado y la guerra civil existen por la radicalización del Frente Popular tras ganar las elecciones de febrero del 36, por el simple hecho de que ganar el FP las elecciones y ponerse Mola a diseñar el golpe de Estado fue todo uno, eso sin contar los contactos que goicoecheas y otros maniobreros habían tenido ya, por ejemplo, con Mussolini. En febrero de 1936, por lo tanto, mientras Azaña, al frente del nuevo Ejecutivo, aún prometía un gobierno para todos con un discurso integrador, los golpistas ya estaban preparando su movida. Los alzados en julio de 1936 no le dieron tiempo al Frente Popular a radicalizarse; ya habían decidido arrearle la hostia antes de que lo hiciera.
El problema para la interpretación histórica es que, como decimos los gallegos, aún por encima, el FP fue, y se radicalizó. En esto, desde luego, estoy en total acuerdo con Molina cuando arremete contra la irresponsabilidad de los diputados en la tribuna. Si un diputado de la nación amenaza con la muerte a otro diputado de la nación, como hizo José Díaz al decirle a Gil-Robles aquello de su señoría morirá con las botas puestas (escandalosa frase que fue además jaleada por la siempre muy demócrata Dolores Ibárruri), debería perder su escaño porque, simple y llanamente, no lo merece. Un parlamento en el que se permiten estas zarandajas es un parlamento cuyos diputados acaban tirados en el vestíbulo de la Almudena con un tiro en la nuca (o sea, Calvo Sotelo). Desgraciadamente, aún hoy tenemos que escuchar cosas parecidas, como cuando un señor representante del Estado va y le dice a un diputado que lo que él desea es que lo tiren a una cuneta con un tiro en la cabeza.
Dice también Muñoz Molina que la guerra civil se pudo evitar. Lo cual es una obviedad, pues sólo hay dos cosas que son totalmente inevitables, a saber: la muerte y que el Real Madrid la cague en la Copa.
Para el escritor, el hecho de que hubiera una gravísima crisis económica y una situación geopolítica internacional que define como espantosa, no son razones para sostener una idea fatalista sobre el estallido de la guerra civil. De hecho, dice, leyendo las memorias de los personajes de la época se ve claramente que la gente no quería ese horror y que incluso quienes lo estaban provocando no eran conscientes de ello.
Yo no sé, sinceramente, qué lecturas ha hecho Muñoz Molina para decir eso. A lo peor es que son las mías las que no son las adecuadas. Pero no comparto su afirmación casi en nada.
Si tomamos como ejemplo la revista Nueva Era, del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) de Maurín, Nin y tal, en ella se escribe, poco tiempo antes del golpe de Estado: queremos la guerra civil. Yo no sé qué parte de esta frase es equívoca, la verdad.
El POUM era bien poca cosa, cierto. Pero el mismo mensaje, es decir el mensaje de aquí conseguiremos el bien del proletariado por las buenas o por las malas, está en un montón de discursos de Francisco Largo Caballero, el líder del PSOE y el auténtico cortador del bacalao en el Frente Popular; tanto que hizo la jugada maestra de quitarle a Azaña el poder efectivo, colocarlo de florón en la presidencia de la República, y además impedirle que pudiera encargarle la formación del gobierno a Indalecio Prieto, con lo que se convirtió en el Gran Manejador del Cotarro.
Una cosa son las memorias escritas cuando ya el horror o su mayor parte ha pasado, memorias a menudo dirigidas a explicar cosas como yo no quería esto, yo es que pensé, bla, bla (y el ejemplo más claro es la plañidera Velada de Benicarló de Azaña, libro falso cual euro de madera; o los distintos libros autoexplicativos de los disidentes del comunismo como Hernández, o El Campesino); y otra, muy distinta, la acción de esos mismos amanuenses de sus recuerdos cuando dichos recuerdos eran presente.
Tomemos a Azaña, por ejemplo. Si tan listo era, como sostienen sus admiradores, podía haber sumado dos y dos y haberse dado cuenta de que la llamada izquierda burguesa nunca dominaría el Frente Popular; ni siquiera el socialismo moderado de Prieto. Azaña, como el resto de políticos burgueses de centroizquierda, o eran tontos del culo o se tuvieron que dar cuenta de que sumando sus votos y sus apoyos a la izquierda obrera, en el entorno de un sistema electoral que primaba fuertemente (como debe ser, en mi opinión) las coaliciones electorales a priori, lo que estaban haciendo era poner el país a los pies del largocaballerismo, o sea del peor PSOE. Con el tiempo, Azaña acabaría desarrollando la teoría, que probablemente llegó a creer a pies juntillas, de que la deriva revolucionaria de las izquierdas obreristas no se podría prever. O sea, que la deriva revolucionaria de unos tipos que ya habían dado un golpe de Estado revolucionario (octubre de 1934) y además hablaban sin ambages en sus actas y en sus mitines de la necesidad de la dictadura del proletariado, era algo así como impredecible. Joder con el tío listo.
Lejos de ser cierto lo que dice Muñoz Molina, cuando menos en mi opinión, lo que pasó no fue que en la primera mitad del 36 hubiera gente provocando la crispación y la guerra casi sin darse cuenta. Lo que había, más bien, era gente que consideraba que, una vez sofocado el golpe de Estado de Sanjurjo en el 32, y una vez laminadas en las urnas las derechas (otro análisis erróneo, porque de laminadas, nada; la existencia de una fuerte opinión derechista en la sociedad española se le hace patente a cualquiera que analice los resultados, aún aquéllos cuya veracidad es dudosa); una vez ocurrido todo esto, digo, el golpe de Estado de las derechas no tenía posibilidad de triunfo. Y es que, además, creo que tenían razón, porque el golpe de Estado de julio del 36 fue un fracaso, y eso que mediaba el asesinato de Calvo Sotelo, que convenció a muchísimos indecisos.
Pero lo que ya me deja acojonado es leer la «solución» que Muñoz Molina ha encontrado a todo esto: que el Parlamento nombre una comisión de historiadores que describa lo que pasó.
Valiente chorrada.
En primer lugar: el Parlamento, ¿qué leches de pito toca en esto? A ver: el Parlamento está para decidir si se toman medidas contra el cambio climático; pero no para decidir si el cambio climático existe, si es intenso, si empezó hace dos años o catorce o no ha empezado. Eso es cuestión de los climatólogos. Pues con las mismas, la interpretación histórica no es cuestión de políticos, sino de historiadores y, en última instancia, de todo aquel que se quiera acercar a los hechos históricos y construir una interpretación de los hechos.
¿Por qué tienen los historiadores que reunirse en el Parlamento? ¿Le tienen alergia a las aulas magnas? Más aún: ¿por qué tienen que reunirse? ¿Por qué tiene que existir, como yo interpreto de las palabras de Molina, una sola versión de lo que pasó? ¿Qué pasará al día siguiente con quienes no la sostengan? Si la tal comisión dictamina el día de mañana que Manuel Azaña fue un señor inteligentísimo, ¿qué le pasará a este pobre bloguero por pensar que Don Manuel era más bien limitadito, además de fatuo hasta la extenuación? ¿Me retirarán la licencia de blog, me pondrán una multa, me prohibirán usar adjetivos en los post?
¿Qué necesidad ve Muñoz Molina de que haya una sola versión, consensuada por no sé qué historiadores... ¡nombrados por el Parlamento!, de la guerra civil? No sé, lo mismo piensa que así acabará con la crispación hoy existente en el debate sobre ese fistro llamado memoria histórica. Si es ése el caso, quizá debería ir pensando en ir al oftalmólogo; de cerca puede que vea bien, pero de lejos ve menos que Pepe Milks. La crispación existirá siempre o, cuando menos, existirá durante un periodo bastante largo de tiempo, como por cierto ocurre siempre con las guerras civiles cruentas. Ya puede Muñoz Molina impulsar el nombramiento de mil comisiones. Las cuales, por cierto, probablemente le sorprenderán llegando a mil conclusiones distintas.
Lo cual nos lleva al segundo asunto. ¿Con qué criterio van a elegir los parlamentarios a esos historiadores? ¿Les exigiremos a sus señorías un nivel mínimo de lecturas sobre el asunto para poder votar por unos u otros? La respuesta es no, porque los diputados no necesitan del conocimiento para nombrar comisiones, puesto que saben que los comisionados son, siempre, comisionados de cuota. Los historiadores de esa comisión no lo serían por ser buenos historiadores, sino por ser agradables a los ojos del PSOE, del PP y de los nacionalistas.
Por lo que se ve, no le llega a Muñoz Molina con el espectáculo, bastante bochornoso, que viene dando de tres décadas para acá el Tribunal Constitucional, institución donde más que la competencia jurisprudencial se valoran las cojeras de tirios y troyanos, y pretende reproducirlo con la Historia.
Y es que la democracia crea estos monstruos. El monstruo de la democracia consiste en creer que todo lo que no pasa por el Parlamento es ilegítimo. La toponimia, de toda la vida, la han decidido los hablantes y el uso, que son los que deciden que los españoles digamos Londres y no London, Jacksonville y no Ciudad Jackson. Pero ahora la toponimia la decide el Parlamento. Y, por lo que se ve, también va a decidir, en un futuro cercano, la interpretación histórica de los hechos. En los libros de Historia de Bachillerato de dentro de unos años, la Unidad 12 se llamará: «La Guerra Civil Española (según texto del RD 2876/2012, de 7 de octubre, BOE de 13/10/2012). Shit you, little parrot.
Pero, claro, con precedentes como la Ley de la Memoria Histórica, que no es otra cosa que el intento por imponer una determinada interpretación de la Historia a través del BOE, qué nos íbamos a esperar.