sábado, abril 12, 2008

Gibraltar «casi» español (y 3)

Bueno, esta es la última toma. Y, aunque están juntitas en el blog, bueno sería informar de que es éste el tercer capítulo de una serie, así pues hay un primero, y después un segundo.


En marzo de 1782, el gobierno británico, al que hemos dejado en nuestro anterior artículo en proceso de creciente jodimiento por problemas internos, a los que no es en modo alguno ajeno el trauma de la pérdida de las colonias americanas, envía plenipotenciarios a París para hacer el enésimo intento del siglo por arreglar las cosas entre las dos potencias europeas. España vuelve a entrar en el juego y, a juzgar por la moral de nuestros políticos, con grandes perspectivas.

Las instrucciones que el Zapatero de la época, conde de Floridablanca, le remite a su Moratinos, el conde de Aranda, son en este sentido muy claras. Floridablanca da por consolidada la recuperación de Menorca y asevera que España puede racionalmente esperar que también le sea devuelto Gibraltar en cuatro meses. De hecho, da instrucciones a su ministro de no ceder en nada; lejos de ello, incluso insinúa a su ministro que exija la restitución de los derechos de pesca para los barcos españoles en las costas de Terranova. Floridablanca dice estas cosas porque está convencido de que la coalición francoespañola va a ser capaz de garantizarse el control de la isla de Jamaica, con lo que espera tener un importante elemento de trueque en las negociaciones con la pérfida Albión.

No obstante lo escrito, y consciente de que la suerte siempre es cambiante y que la política internacional se asemeja a una impresionante Operación Triunfo en la que los que votasen por teléfono fuesen chimpancés, don Flori también pensó diversas soluciones para el caso de que la solución se pusiera jodida. Juzgó, en este sentido, posible ofrecerle a Inglaterra un puerto franco en Menorca, o la cesión de territorios en el golfo de Guinea, eso sí, dice en las instrucciones, «sin perjuicio de quedarnos en los territorios y derechos necesarios para hacer nuestro comercio de negros». La pela es la pela

En un escenario de estrés total, Floridablanca se planteó incluso ofrecerle a los ingleses las plazas del Magreb, con la única excepción de Ceuta. Así pues, tienen los melillenses todo el derecho a sentirse muy españoles; pero hubo un momento en que estuvieron a piques de ser british.

Las propuestas que escuchó Aranda en París venidas de Londres no eran éstas. Los ingleses ofrecían la definitiva consolidación de las colonias españolas en el golfo de México, así como la ciudad de Mahón o el peñón de Gibraltar, a elegir. Estudiados los documentos, el gobierno español autorizó la firma de la paz preliminar, aunque dio instrucciones a Aranda de que ofreciese Orán y Mazalquivir a cambio de que, en la última de las ofertas citadas, se cambiase «o» por «y». De todas formas, si finalmente tenía que elegir, Aranda tenía órdenes terminantes de elegir Gibraltar (que, por cierto, no es por fastidiar, pero este detalle me plantea la pregunta de cuánto catalán se hablaría y enseñaría hoy en día en Mahón en el caso de que en los últimos 200 años, en lugar de española, hubiese sido británica).

Os estaréis preguntando por qué no salieron adelante estos acuerdos; pues la Union Jack en lo alto del Peñón creo que deja en evidencia que no hubo acuerdo. La razón estriba en que la Inglaterra que hizo todas esas ofertas era una Inglaterra con graves problemas internos, los cuales acabaron por remitir cuando se admitió lo inevitable y, consecuentemente, Londres reconoció la independencia de los Estados Unidos de América. Ahora los ingleses ya no tenían que guerrear con los americanos. El sitio de Gibraltar estaba fracasado. Francia, por su parte, consciente de que Londres tenía todos los músculos dispuestos para darla de hostias, era favorable al pacto. ¿Por qué, entonces, ceder ante los españoles? Aranda, que había estado ramoneando en París durante semanas, retrasando las negociaciones por considerar que el éxito del bloqueo a Gibraltar era un hecho y que el imperio se colapsaría, se encontró, cuando quiso acelerar, con que sus contrincantes estaban frenando.

Los franceses, que llegaron rápidamente a los acuerdos básicos con Inglaterra, dejaron solo a Aranda en la negociación. Para recuperar el apoyo gabacho, tuvimos que prometerles la parte española de la isla de Santo Domingo.

Inglaterra remaba a favor de corriente y lo sabía. Sus plenipotenciarios, tras rechazar una primera propuesta española, echaron un órdago a chica: ellos devolverían Gibraltar, pero a cambio de la restitución por España de Puerto Rico, acompañado o bien de Guadalupe con la Dominica, o bien la Martinica con Santa Lucía (islas que eran posesiones francesas). Madrid juzgó aquella propuesta un insulto. La contrapropuesta de Aranda incluía la restitución de las Bahamas, renuncia por parte de España a los derechos de pesca en Terranova y una serie de concesiones comerciales para Inglaterra, a cambio de Gibraltar. Pero no coló. Los ingleses sabían bien lo que le dolía a los españoles y lo débiles que eran sin la compañía de su gran aliado francés. Contrapropusieron ofreciendo la restitución de las dos Floridas a cambio de nuestra renuncia a Gibraltar, así como que les diésemos Menorca, aunque podíamos conservarla si desistíamos de las Floridas. Hay que reconocer que los ingleses, haciendo propuestas, son lo más parecido a un charlatán vendedor de mantas que se puede uno encontrar fuera de los mercadillos.

España va cediendo pasito a pasito, sin dejar de hacer evidente que su pretensión última es recuperar Gibraltar. La siguiente propuesta de Aranda ofrecía la recuperación española de Gibraltar a cambio de ceder Menorca. Francia ayudaba cediendo a Inglaterra las islas Dominicas y Guadalupe; pero, eso sí, a cambio de hacerlo se nos cobraba la parte española de Santo Domingo. España conservaba la Florida occidental y los ingleses se comprometían a irse de Honduras y el área de Campeche aunque, eso sí, a cambio de obtener un punto de comercio para poder comprar palo de tinte, que era todo lo que les interesaba de aquella zona (o sea, lo que se dice un irse sin irse).

Para entonces, sin embargo, Londres y Washington ya estaban en paz y los ingleses tenían claro que Francia (país que, como sabemos, estaba a las puertas de una revolución) no estaba en condiciones de atacarla, así que contestaron: y una mierda. El órdago esta vez fue a juego: España renunciaba a Gibraltar, devolvía Menorca y renunciaba a las Bahamas. Además, Puerto Rico, bien acompañado de Guadalupe, Santa Lucía y Dominica, o bien con Trinidad en lugar de Santa Lucía. A cambio, España conservaba las Floridas. Y son lentejas, macho.

Lo que sigue es una estupidez de Aranda. Como sabe cualquier persona, no digo ya versada, sino un poco aficionada a los hechos diplomáticos, la diplomacia es una disciplina en la que la mentira, el amague, las medias palabras, son ley. Una de las reglas básicas de la negociación diplomática es que tu contrincante no conozca tus principales intenciones ocultas pues, caso de conocerlas, es como un jugador de mus que juega con sus cartas y con las tuyas: quizá podrás tener mejores cartas, pero nunca lograrás hacerle perder porque él siempre sabrá si lo son.

Francia quería que todo aquello se ajustase ya. Así pues, el negociador francés, De Reyneval, comunicó a Aranda la predisposición de París, realmente generosa, de ceder a Inglaterra Santa Lucía, Guadalupe, Dominica y Martinica, a cambio de que le devolviese el Peñón a España. ¿Solucionado? Pues no. Aranda, en ese momento, y sólo en ese momento, se acojonó. Se dio cuenta de una cosa que antes no había pensado a fondo. Si Inglaterra obtenía, merced a dicho acuerdo, una posición tan preeminente en las Antillas, entonces adquiriría la posibilidad de mover dichos territorios hacia la independencia; y, por efecto simpático, si eso ocurriese, acabaría llegando a las Antillas españolas.

Repentinamente poco feliz con la oferta francesa, y probablemente comido por los nervios, Aranda hizo lo que nunca se debe hacer en diplomacia: enseñó a Vergennes, subordinado de De Reyneval, un papel secreto de Floridablanca en el que el jefe del gobierno español cuestionaba cuáles podrían ser las ventajas que sacaría España de un eventual abandono de la reivindicación de Gibraltar. Fue la primera vez que Francia, en puridad, la primera vez que un diplomático no español tuvo conciencia de que en la cabeza de Madrid entraba la idea de no recuperar el Peñón.

Reyneval, puesto que el secreto no era suyo y puesto que su prioridad no era trabajar para España sino para la consecución de un acuerdo, acabó confesándole este extremo a Schelburne, el negociador inglés. Y para qué queríamos más. Londres se apresuró a ofrecer, a cambio de olvidarse de Gibraltar, la conservación de Menorca y las dos Floridas, ello a cambio del poder inglés en Bahamas y de acceso comercial al palo de tinte en Campeche. Esto fue el 12 de diciembre de 1782. Para entonces, Aranda estaba ya sonado y sabía que todo dios en la mesa de mus conocía sus cartas. Así pues, el 18 cedió, y firmó.

No hay que ser excesivamente duros con Aranda. Su posición era difícil. Probablemente temía una paz separada entre ingleses y franceses, la cual habría hecho que España lo perdiese todo o casi todo, incluida Menorca. Y, además, sus temores en materia antillana no iban mal tirados. Los ingleses, mediante el control de las islas francesas combinado con su potencia naval mercante, posiblemente habrían monopolizado el comercio entre América y Europa.

En 1786 hicimos un nuevo intento, ofreciendo Puerto Rico y Caracas a cambio del Peñón. Pero los ingleses no se mostraron interesados.

El acuerdo de San Ildefonso, de 18 de agosto de 1796, arreglado por Godoy con los franceses, todavía enciende una tenue candela al aseverar que, si hay guerra con Inglaterra y España recupera Gibraltar, ésta cederá a Francia la Luisiana. Hubo guerra, pero los ingleses nos volvieron a dar hasta en las profundidades del ano. Su desprecio por las pretensiones españolas era para entonces tan grande que los negociadores españoles a muy duras penas pudieron participar en las conversaciones, y para poco menos que ir a la máquina a por cafés para el personal.

Y hasta aquí, cuarta más, cuarta menos, llega la historia de los momentos en los que hubo alguna posibilidad de recuperar esa esquinita de la península que llamamos Peñón de Gibraltar. Una historia de debilidad, torpeza y soberbia. Lo propio en cuestiones diplomáticas.