viernes, noviembre 13, 2009

El ¿genio? militar de Franco (y 2)

Los hechos ocurridos inmediatamente después de la ocupación por parte de Franco del frente del Norte avalan bastante la idea de que quienes sostienen que no debió modificar sus prioridades en esa dirección tienen puntos de crítica muy sólidos. Ocupando el Norte, Franco no sólo asestó un golpe durísimo, en mi opinión definitivo, a la capacidad productiva del bando republicano, sino que además liberó todo un ejército, el del Norte, que ahora pudo poner el culo contra el mar y tirar hacia el sur, engrosando las fuerzas nacionales que allí combatían. Si a eso unimos que el cierre de la frontera francesa y el progresivo agotamiento del oro de Odessa ponían cada vez más difícil, cuando no imposible, el reaprovisionamiento del Ejército Popular de la República, lo que tenemos es la imagen de un año 1938 en el que el bando republicano no hizo ya sino dar boqueadas inútiles, la penúltima de las cuales conocemos con el nombre de Batalla del Ebro.

Tomando en cuenta esta superioridad que comenzaba a ser aplastante, Franco organiza un ejército, nada menos de quince divisiones, con el que pretende repetir la batalla de Guadalajara y, consecuentemente, desayunar en la Puerta de Sol. Pero, a decir de sus críticos, Franco hizo esa formación con tanta lentitud, y de una forma tan previsible, que otorgó una ventaja a los republicanos a la hora de diseñar una operación que crease un nuevo problema del que el ejército nacional se tuviese que ocupar. Esta operación de distracción es lo que conocemos como la toma de Teruel.

En ese punto, Franco tiene que decidir si ir o no a la ayuda de los defensores de Teruel, a los que las circunstancias obligaron a defenderse frente a divisiones republicanas relativamente bien pertrechadas y envalentonadas. Si Franco hubiera sido el Franco de El Alcázar, habría corrido para socorrerlos. Pero no lo hizo. No, al menos, con la misma celeridad. Los defensores de Teruel están cercados desde el 16 de diciembre, pero no es hasta el 22 que Franco decide ir en su ayuda, cosa que no consigue, sobre todo a causa de las durísimas condiciones climáticas. Aún y a pesar de que Teruel se perdió por rendición de la guarnición nacional, Franco se empeñaría en recuperarla, a pesar del escasísimo, por no decir putomiérdico, valor estratégico del enclave. Así pues, hay quien piensa que en el mes que va de mediados de diciembre del 37 a mediados de enero del 38, Franco todo lo hizo mal, o sea tarde.

El 15 de abril de 1938, el avance ya casi imparable de las tropas franquistas por la ribera del Ebro alcanza el mar. Es el momento en el que el terreno en poder de los republicanos se parte en dos, generando, de hecho, dos guerras dentro de la guerra: la de Cataluña y la del Centro-Valencia.

En esas circunstancias, ¿qué habríais hecho vosotros? Según los críticos de Franco, esta pregunta no tiene más que una respuesta. La única vía de abastecimiento posible de la República era la frontera francesa. Así pues, entre las dos opciones posibles para el ejército franquista, tirar hacia el norte para echar al EPR de España por los Pirineos o machacarlo contra las montañas, o tirar hacia el sur y atacar Castellón y Valencia, parece claro que la opción más racional es la primera.

Pero Franco tomó la segunda.

Ricardo de la Cierva reconoce que todo el entourage militar de Franco: Yagüe, Kindelán, etc., quería atacar hacia el norte. Apunta la posibilidad de que a Franco le decidiese un argumento geopolítico, pues acababa de producirse la adhesión de Austria por Hitler y no habría querido malquistar a Francia. Sinceramente, el argumento no tiene pase. Primero, porque la frontera francesa ya se había reabierto; de hecho, el retraso en la ofensiva de Cataluña regalado por Franco fue el que permitió a la República reaprovisionarse desde Francia y plantear su canto del cisne en el Ebro. Y, segundo, porque Franco tenía que saber que, con anexión o sin anexión, era sólo cuestión de tiempo que tuviera que hacer lo que intentaba no hacer. De hecho, no tardó más que seis meses.

El 23 de julio, los republicanos cruzan el Ebro por varios puntos, aunque la molla de la batalla se plantea en Gandesa. Para entonces, Franco tiene tal superioridad militar (de hecho, la batalla del Ebro sólo tuvo oportunidad de ser ganada por los republicanos en la mente entregada de algunos analistas de la cuerda) que se puede plantear diversas operaciones colaterales, tales como cruzar el Ebro por otros puntos, o seguir como si nada pasara y atacar Valencia, o incluso tratar de aislar en una bolsa a las tropas de Gandesa. Teniendo, pues, tantas posibilidades de dar golpes de fajador en los costados, para terminar de agotar a un rival ya casi sonado, sorprende que aceptase una lucha frontal, como de igual a igual, que le sería, como casi siempre este tipo de acciones, muy costosa. En esta proclividad a aceptar los enfrentamientos frontales y sangrientos es en lo que basan no pocos críticos de Franco su argumentación de que como estratega militar dejaba mucho que desear. Como mínimo, 100.000 combatientes de ambos bandos murieron en aquella larguísima batalla.

¿Alargó en exceso y a propósito Franco la guerra? Lejos de ello, ¿era tan sólo un estratega mediocre que, más allá de consideraciones de poder, simplemente metió la pata? ¿O acertó con sus decisiones? Las tres opciones están abiertas y las tres tienen sus argumentos a favor y en contra. Personalmente, encuentro sugestiva la teoría que Asmodeo ha dejado escrita en un comentario a la primera toma de esta breve serie. Franco sabía que los planes que había diseñado él o su círculo íntimo-estratégico necesitaban de una posguerra que fuese un remanso de paz o, más bien, de inactividad. Necesitaba una España agotada y acojonada a partes iguales; una España que le siguiera necesitando en la vida civil como lo necesitó en la vida militar, una vez que, hábilmente, consiguió que su mando supremo se hiciese imprescindible.

Es, como digo, sugestiva, aunque indemostrable, la idea de que Franco, digamos, no tuvo prisa en terminar la guerra, por temor al hecho palmario de que un boxeador contrario queda más entero si le haces un KO en el segundo asalto que si lo haces en el asalto 14, después de llevar más de media hora dándole la del pulpo. Al noqueado en el segundo asalto siempre le quedarán más ganas de volver a levantarse e ir a por el contrincante.

Pero estamos, como he dicho ya varias veces, en el terreno de lo indemostrable. O sea, de lo puramente opinable.

miércoles, noviembre 11, 2009

Vigencia del marxismo

Estos días de aniversario redondo, 20 años de la caída del muro berlinés, se habla bastante de marxismo. Para las mentes más antimarxistas o lejanas del marxismo, el fin del muro viene a suponer el fin, también, del marxismo, que se convertiría, de esta forma, en una filosofía política nacida para generar un antes y un después en la Historia de la Humanidad; pero que, en la práctica, apenas ocupa un parpadeo en la misma, el parpadeo que va más o menos desde 1850 hasta 1990. Los marxistas y, sobre todo, los ex marxistas, tratan por su parte de salvar los muebles, unos; y de hacer como si nada hubiese pasado, otros.

Mi opinión personal es que Marx, primero; y sus seguidores, después, cometieron demasiados errores como para que se pueda considerar que ese cadáver vaya a poder levantarse de nuevo. Y de seguido desarrollo mis pensamientos al respecto.

En primer lugar, hay un argumento antihistórico que veo con frecuencia en artículos y blogs de partidarios. Me refiero a ese argumento que trata de convencernos de que lo que pasa con Marx es que nadie le entendió bien y que, de hecho, los marxistas lo pervirtieron. Este argumento es bien conocido en el entorno marxista, más concretamente soviético, pues desde hace años hay en Rusia toda una literatura destinada a vendernos la figura de Vladimir Lenin como un demócrata convencido que tuvo la mala suerte de tener un yuyu cerebral demasiado pronto que permitió al pérfido Stalin quedarse con el machito y desviarlo.

Esta teoría, al igual que su hermana tendente a salvar a Marx, olvidan, a mi modo de ver, el pequeño detalle de que a un demócrata convencido no se le nota eso por sus ideas, sino por practicar la democracia. Es cierto, al menos a mí me parece impepinable, que Lenin no fue Stalin en lo que se refiere a la democracia interna del PCUS. En las sesiones del Comité Central del PCUS que presidió Lenin no fueron pocos los miembros que hablaron libremente, muy a menudo criticando las ideas o estrategias del líder, y eso es algo que años después, cuando el secretario general era Stalin, no hacían, más que nada porque a quienes lo hicieron les costó la vida. Pero que un partido político sea más democrático internamente no quiere decir ni que sea plenamente democrático ni mucho menos que practique la democracia hacia los que importa, que son los ciudadanos. Lenin fue el iniciador de la imposición (ésta es la palabra) del comunismo en el agro soviético, política que acabó con la vida y la dignidad de muchas, muchísimas, personas. Lenin fue el primer defensor de la idea de que los estados revolucionarios deben ser dirigidos por una élite revolucionaria que ya sabe lo que tiene que hacer y ni de coña necesita ni que la voten ni que la avalen ni que la critique una prensa libre ni leches en vinagre. Todo muy democrático.

Igual para con Marx. Se puede decir que las teorías de Marx son profundamente democráticas pero que fueron malentendidas por sus seguidores. Y se puede decir porque, al fin y al cabo, viviendo como vivimos en un mundo en el que a alguien se le ocurre decir que los aztecas eran extraterrestres de la Nube de Magallanes y hasta escribe libros y sale en la tele, pues queda claro que, decir, decir, se puede decir cualquier cosa.

A mí me parece más cierto que la lectura del Manifiesto Comunista no destila amor alguno por la libertad de las personas. Destila amor por la libertad de una clase social hasta entonces oprimida, el proletariado; amor que, puesto que parte de un análisis excluyente (o prevalece el oprimido, el proletariado; o prevalece el opresor, es decir la burguesía) deviene en odio. Odio hacia el otro. La creencia en la democracia es, por definición, una creencia integradora. Por eso es, en el fondo, tan difícil ser demócrata, como ya barruntó Pericles. Uno tiene sus ideas y puede incluso conseguir que esas ideas sean las de la mayoría de la polis, lo cual le llevará a ejercer el poder democrático. Pero ningún poder democrático otorga la capacidad de ningunear, mucho menos atacar, las ideas contrarias.

El primer, gran, error de Marx, por lo tanto, estriba en no entender esto. En no entender que una ideología moderna, en la segunda mitad del siglo XIX, debía llevar en su interior estos mecanismos de respeto a las minorías, porque de no existir éstos, tarde o temprano caería.

En realidad, es un error comprensible. Cada uno juega el partido en un campo diferente y el del marxismo fue un partido que se jugó en parte contra la burguesía pero también en otra parte importantísima, contra la otra gran ideología (por llamarla de alguna manera) revolucionaria competidora, es decir el bakuninismo. El marxismo crece, hasta la segunda guerra mundial, con un ojito puesto en el anarquismo; hay zonas del mundo donde esta frase es incierta, pero en España es, desde luego, básicamente cierta. El anarquismo le pone al marxismo las cosas muy difíciles porque, en el momento en que éste tiene tentaciones posibilistas, tentaciones burguesas en el sentido de aceptar el juego democrático siquiera como un mal menor (así nace la socialdemocracia), surge, entre los más desfavorecidos, la brillante atracción del anarquismo irredento, que promete no ceder nunca y que, incluso en sus vertientes más radicales, estirnerismos y tal, no sólo acepta la violencia como elemento de la dialéctica revolucionaria sino que la fomenta. Ahí están figuras como la del ínclito Jules Bonnot para demostrarlo. Por eso, quizás, puede considerarse una buena noticia del siglo XX el final del marxismo; pero mucha mejor noticia, a mi modo de ver, es la caída en desgracia del anarquismo.

Marx no quería sociedades libres. Quería sociedades estatuidas bajo una dominación de clase, en las que lo importante era la clase, no el individuo. Es cierto que opinaba que eso se hacía en bien del burgués. De alguna manera, pensaba que el burgués quizá se sentiría jodido cuando le fuese arrebatada la propiedad privada, es decir la de los medios de producción, y se le retirase esa plusvalía que en realidad pertenecía al obrero y por lo tanto ya no se pudiese comprar merluzas y BMWs; pero, al fin y a la postre, como la sociedad comunista lleva a la felicidad universal, se sentiría de maravilla. Pero, claro, ese argumento es el mismo que esgrimían los evangelizadores de América y África que imponían sus creencias a cristazos; si no vale para unos, tampoco vale para otros tan sólo porque sean nuestros amiguitos.

El argumento, pues, de que Marx fue malentendido falla por su base. Si Marx, que dicen pensador clarividente y escritor aseado, hubiese querido dejar claro que la libertad del individuo y la de las sociedades de elegir su destino era una barrera infranqueable en la aplicación de sus teorías, lo habría dejado escrito. Y no lo hizo. El esquema marxista es un esquema en el que una élite revolucionaria, que va varios pasos por delante del pueblo al que teóricamente sirve, impone a ese pueblo una serie de soluciones digamos que provisionales, la principal de las cuales es la dictadura del proletariado, que en algún momento de un futuro que nunca llegó se podrían relajar porque se habría llegado al comunismo perfecto. El marxismo, por lo tanto, se concebía como esa faja de acero con la que se sujeta una plasta de hormigón blando y que se retira cuando ha solidificado y ya se sostiene por sí misma. El problema, como digo, es que el forjado nunca se quitó.

Este es el segundo gran error de Marx, a mi modo de ver. No estableció etapas claras y, mucho menos, un calendario estricto. Lo cual nos lleva a pensar en una doble posibilidad: o bien era tonto del culo, o bien se dio cuenta de que, así escritas, sus teorías sentaban la base para que cualquier Stalin de turno considerase que el momento de soltar el forjado no había llegado y, consecuentemente, siguiese apretando. Se dio cuenta de eso pero, a pesar de ser, dicen, un demócrata convencido, le dio igual. Hay, claro, una tercera teoría: que Marx tenía de demócrata lo que yo de sexador de pollos letón y, en el fondo, escribió exactamente lo que quería escribir; ni una coma más, ni una menos.

El tercer gran error de Marx fue creer a pies juntillas que el capitalismo se derrumbaría bajo el peso de sus propias contradicciones. En este punto, hay que reconocer que la Historia ha sido amargamente cachonda con él, pues no ha sido al capitalismo, sino a sus propias teorías a las que parece que les ha ocurrido lo que él pronosticó (aunque yo creo que lo que les ocurrió fue otra cosa que tiene mucho que ver con el concepto de desidia). El análisis histórico marxista hace aguas por veinte sitios. Es como un geómetra que intentase fabricar una geometría partiendo de axiomas falsos. Para el marxismo, la Historia hasta Marx es la historia de una dominación de clase, la burguesa. En tal sentido, la Historia Antigua y Medieval son como infancias de esa dominación, momentos en los que la burguesía aún no está lo suficientemente desarrollada para hacerse con la dominación a la que aspira, motivo por el cual se generan esquemas feudales liderados por una clase, la nobleza, que será posteriormente desplazada. La concepción dialéctica de la evolución tiene estas cosas.

A Marx le faltó visión evolutiva. Le faltó darse cuenta de que los organismos, también los organismos sociales, los económicos, los políticos y, en definitiva, eso que podríamos denominar organismos históricos, evolucionan constantemente para realizar un objetivo fundamental: pervivir. Un organismo nunca evoluciona hacia su desaparición. Los organismos desaparecen porque cae un meteorito, o porque otro organismo (por ejemplo, un virus; o un predador) resulta ser más fuerte que ellos y se los apiola. Debo confesar que me cuesta ponerle la vitola de gran filósofo, de pensador brillante, a un tipo que pensó que el capitalismo sería capaz de albergar y alimentar en su seno tendencias y actuaciones que lo llevarían a su extremo debilitamiento y su final. Lo que pasó, Marx por supuesto no previó y sus seguidores se empeñaron en no querer ver durante décadas, es que el capitalismo se autorreguló para ampliar la base de sus clases medias, primero; y para crear la idea de los Estados del Bienestar, después. Este segundo factor fue crítico porque supuso que el capitalismo, con total desparpajo, se pusiera a competir con el marxismo en su propio terreno, pues los defensores de la Unión Soviética se quedaron sin nuez en el cuello en los años cincuenta, sesenta y setenta, a base de repetir aquello de que en la URSS no había libertad pero la educación y la sanidad eran gratis.

El siguiente gran error de Marx fue su protofascismo. Pues sí, ya lo siento pero no encuentro otra manera de expresarlo. Elemento fundamental de los fascismos es la total sumisión del individuo a un ente superior, el Estado o el Partido o ambas cosas (pues ambos tienden a ser la misma cosa, de hecho). El marxismo es la otra gran ideología, no sé si antihumanista, pero sí, desde luego, no-humanista. El primer elemento, sobre el que tanto escribirían Lenin y Trosky, de considerar la existencia de una élite revolucionaria, una pandi de los que saben, ya supone capitidisminuir a los demás, que siguen teniendo su albedrío, desde luego, pero tienen, por así decirlo, menos derecho a que se les tenga en cuenta (y si son desviacionistas burgueses, sus derechos se ven aún más recortados, no sé si me explico).

No pongo en duda que para Marx el objetivo final es la plena realización del individuo. Cuando yo estudiaba, hace muchos más años de los que quiero recordar, había por la facultad unos carteles de las Juventudes Comunistas que me gustaban mucho. Bajo la frase: «¿Cuál es tu sueño, tu mejor sueño?» Había un dibujo de Marx señalando al espectador con un globo que decía: «¡En eso estamos de acuerdo!» Y es verdad: en eso estamos de acuerdo, y lo estaremos siempre.

Pero el problema de Marx no es el qué, sino el cómo. Como digo, toda la filosofía marxista está, o a mí me lo parece, imbuida de ese principio del forjado que sostiene el hormigón y que algún día (algún día...) se retirará cuando el hormigón haya solidificado. En aras de un objetivo humanista, que es la plena realización del individuo como persona, como ser social y como ser económico, se dibuja un camino en el cual no se le hacen ascos a métodos de raíz, qué digo de raíz, de plena esencia totalitaria. Como ya he escrito supra, si tan listo era Marx, resulta difícil imaginar que no se diese cuenta de que estaba poniendo las bases para que otros más simples que él cogiesen el rábano por las hojas y se dedicasen a fusilar, a construir checas y campos de concentración (algo que, por cierto, también le pasa a Nietzsche).

Pero, sobre todo, el gran problema del marxismo, su gran gran error desde el punto de vista del pensamiento, es que no se diese cuenta de que estaba dibujando un entorno inmotivado. Dado que Marx, al menos en mi concepción, no era nada humanista, no tenía ni de coña al individuo en el centro de su pensamiento, no se dio cuenta de que el marxismo, una vez aplicado, devendría en un sistema social y, sobre todo, económico, cuyos agentes no encontrarían ningún incentivo real para producir. Como he dicho, Marx es un geómetra que parte de un axioma falso, que es: el ánimo de lucro NO es el factor que impulsa al ser humano como agente económico. Partiendo de este axioma, es posible que el hombre produzca aunque no medie la posibilidad de enriquecerse con ello, de obtener rentas y cosas en propiedad.

Este axioma es falso. El hombre, como ser económico, produce para obtener un beneficio de ello, beneficio que sea sustanciable en elementos de bienestar, sean éstos vestidos mejores para sus hijos, un coche de puta madre, un centollo en la mesa o una tía cada día. En el tiempo en que Marx escribe, muchos hombres, obreros, no pueden hacer eso porque su plusvalía ha sido robada por el burgués. Pero, una vez recuperada la plusvalía, la reacción del obrero no sería la que imaginaba Marx, esto es contribuir con la misma a una sociedad comunista gestionada por el Estado (o sea, el Partido), sino comprarse un DVD. El esquema ideado por Marx no es la natural salida del hombre como ser económico; por esta razón dicho esquema ha de ser impuesto, con lo cual ya hemos vuelto a los esquemas dictatoriales, totalitarios y protofascistas.

¿Hubiera sido la misma la evolución del capitalismo sin haber existido la alternativa marxista? Es una pregunta sin contestación, como todas las ucronías. Pero, en todo caso, aún admitiendo que el marxismo ha cumplido la misión histórica de quebrar una presunta evolución del capitalismo hacia la plena dominación del proletariado, aún cabe recordar que, tal vez, ese trato nos puede parecer a nosotros, ciudadanos occidentales, cojonudo; pero, tal vez, le ha salido un poco caro a los muchos millones de ciudadanos que han vivido décadas encerraditos en países en los que, para que nosotros tuviésemos libertades, ellos no podían tener ni pan de molde en condiciones.

Y está, por último, la riada, riada larguísima, de muertos, dejada por el marxismo y sus acólitos. Los cadáveres de Stalin, de Mao, de Pol Pot, reclaman su lugar en la Historia. Y no creo que si pudiésemos hablar con ellos les fuese a consolar la idea de que allí, allí, más allá del horizonte, les esperaba la sociedad perfecta.

Los ciudadanos soviéticos, que en décadas de comunismo desarrollaron una chistología muy densa al respecto, acuñaron la frase de que una sardina es una ballena que ha pasado por un Plan Quinquenal. Este chiste fue adaptado por los liberales occidentales en un aforismo que decía: una sardina es una ballena que ha pasado por todas las fases del socialismo, menos por la última. En el fondo, juzgar al marxismo se reduce a la pregunta de si el destino de ser ballena merece el presente de ser sardina.

La respuesta de la Humanidad, y de la Historia, es, más bien, que va a ser que no.