viernes, marzo 23, 2012
El mito del rey zombi y la movida de Madrigal de los Altos Timos
miércoles, marzo 21, 2012
Vita Mariae
Si la existencia histórica de Jesucristo es cosa dudosa, obviamente lo es también la de su madre. Especialmente si nos referimos al paquete cristiano completo, esto es asumir, no sólo que Jesucristo nació de hombre de una madre, sino que lo hizo en las condiciones que nos dice la tradición evangélica. La inmaculada concepción, mito tardío del cristianismo (no será hasta bien entrada la Edad Media que se celebre en España, por ejemplo), es uno de esos típicos hechos binarios, tan fácil de ser creído por unos como imposible por los otros.
La Virgen María ha cumplido una función fundamental dentro de la liturgia católica en los últimos mil años. El culto mariano conecta con otras muchas tradiciones del hombre precristiano y, con el desarrollo de la cristiandad, tanto en occidente como en oriente, tomó una fuerza inusitada debida a su gran capacidad de captar adeptos entre los fieles, enormemente sensibles al culto a las divinidades nutricias y vinculadas a la concepción, que han sido adoradas por el hombre desde hace miles de años.
En zonas del Tibet, de Japón e incluso de la India hay una deidad conocida como Fo, que es un salvador de los hombres que se encarna en el seno de una joven a punto de celebrar los esponsales con un rey. En China se adoraba en los años antiguos a una diosa, Shing Mou, que se quedaba embarazada con sólo tocar las flores de los ríos (por no mencionar a la madre de Confucio, que se quedó preñada de él tras contemplar una estrella en el cielo; o Lao-Tsé, a quien la tradición quiere hijo de una virgen hermosa de piel morena). El dios-rey de Siam Sommonokhodom nació de una virgen, inseminada por los rayos del sol. Virgen y madre es Isis, la diosa egipcia; como hijo de virgen es Krishna, a cuyo nacimiento acuden a adorarle ángeles y pastores. Dogdo, deidad babilónica, ve en sueños a Aura-Mazda, quien coloca a sus pies ricos vestidos, antes de que un rayo de sol le ilumine la cara y ella quede preñada de Zoroastro.
El culto de María se hunde, pues, en las profundidades del diario de la Humanidad, y es además coherente con la religiosidad humana ante la que actuó el cristianismo (y a la que se adaptó), basada en la creencia en grandes dioses, que luego, sin embargo, dejaban espacio para el culto local a otras deidades menores, que eran, realmente, aquéllas a cuya adoración se entregaban los hombres y las mujeres de tal o cual localización. Es por ello que el culto de la Madre de Dios se despliegue con tanta facilidad en centenares, si no miles, de Marías con apellido, las más de las veces concitadoras de una fe mucho más intensa de la que merece Dios mismo.
Dicho lo dicho, tal vez sería lógico callar, teniendo en cuenta que quien esto escribe cree, más bien, que la figura mariana es una transmigración de cultos ya existentes; una más de las piezas de esa estrategia exitosa llevada a cabo por los primeros padres de la Iglesia, constructores de una fe que se parecía tanto a la que ya existía, que abrazarla evitaba todo conflicto. Sin embargo, cabe la posibilidad, y yo de hecho tengo muchos amigos cuya inteligencia respeto y la creen; cabe la posibilidad, digo, de que el relato, o bien sea plenamente cierto, o lo sea parcialmente. Y haya, en tal sentido, existido una María, una Marian, o Miriam, que fuese madre de un profeta, o de un hombre con voluntad divina (digámoslo en viejos términos nestorianos), o del Hijo de Dios. Quién sabe.
Pero, si María existió, ¿cómo existió? Por empezar por el principio, que lógicamente es el nacimiento, lo que nos dice la tradición es algo muy normal, casi chabacano. Lo que sabemos de María es que es hija tardía de un matrimonio que había, cuando su madre, Ana, se embarazó de ella, perdido prácticamente toda esperanza de tener descendencia. Como digo, es lo que nos dice la tradición y no tiene nada de extraño, aunque sí lo es el siguiente paso: confiarla a la custodia del templo de Jerusalén.
Verdaderamente, es un paso que no tiene mucho sentido. Dos padres que han estado esperando años por el nacimiento de su hija, ¿de repente renuncian a ella y la entregan al templo para una enseñanza de claro corte religioso? Pudo influir en esta decisión, evidentemente, la religiosidad de ambos padres (que son santos para la Iglesia; aunque esto no es sino una condición casi obligada para prolongar la pureza de la Madre de Dios incluso más allá de su propia concepción), aunque también otras cosas más, digamos, prosaicas. La tradición nos dice que los padres de María, pequeños propietarios de unas tierras, las cultivaban lejos de Jerusalén, pero sólo durante relativamente poco tiempo, porque cuando María es apenas una niña (su padre morirá cuando ella tenga algo más de diez años y lo que ahora relatamos, por fuerza, tuvo que pasar antes), los vemos a ambos jubilados de su labor campestre y tomando una pequeña casa en la propia capital hebrea. De donde cabe colegir que el matrimonio tuvo a su hija en un momento en el que el padre estaba ya empezando a no ser capaz de llevar las labores agrícolas diarias, como de hecho dejó de hacer pocos años después; así pues, el nacimiento de una niña tan tardía, quizá, no fuese lo que esperaban. Un hijo habría sido de mayor ayuda, y tal vez por eso, porque una niña no venía a colaborar con las labores del campo ni a garantizar el futuro de la hacienda, fue por lo que su destino fue la escuela del templo.
Siendo éste el destino de la hija de Joaquín y Ana, era lógica que fuese presentada y ofrecida en el templo. Si la ceremonia no se apartó del ritual que entonces se realizaba (y no tenía por qué apartarse; o más, habría tenido que tener una muy buena razón para hacerlo), tuvo que celebrarse en presencia de toda la parentela de los padres (como en una boda de hoy en día). Todo este cortejo atravesaría el patio exterior del templo, a partir del cual los extranjeros ya no podían seguir, hasta el llamado chel; un espacio de unos diez codos que separaba el patio de los gentiles del de las mujeres. Aquéllos del cortejo que fuesen fariseos extenderían entonces sus tephilim, pedazos de pergamino que reproducían cuatro sentencias de las Escrituras, y cubrirían sus cabezas con su taled de lino blanco, adornado de púrpura y color de Jacinto, un tejido cuadrado no muy grande que los judíos llevaban para orar y con el que, en aquel entonces, se cubrían la frente o se anudaban el cuello, cual sanfermineros.
Siendo María una niña, la celebración tuvo que celebrarse en el llamado patio de las mujeres, el segundo atrio de la construcción, pues era el último punto que las féminas podían sobrepasar. La espiritualidad hebrea terminaba para las mujeres en la denominada Puerta de Nicanor.
En las últimas gradas, esperarían al padre los doctores y levitas que habrían de recibir a la niña, tocados con mitras redondeadas de lino, con túnicas también blancas y también de lino ceñidas con un cinturón dorado: el traje sacerdotal que sólo se usaba en el interior del templo. Uno de ellos se adelantaría y, tras echar por encima de su hombro izquierdo los cordones púrpura y azul pastel (Jacinto) colgantes de su cinturón, tomaría el cordero traído por el padre y, volviendo la cabeza de éste hacia el norte, le hundiría el cuchillo en la garganta.
Carnicero experto, el sacrificador extrae con habilidad las vísceras, la cola del animal y todas las partes grasas, y las coloca en un gran plato de oro, no sin que otros sacerdotes las hayan lavado concienzudamente antes; las ceremonias de este tipo demandaban la presencia de hasta 18 sacerdotes con diversos cometidos. El sacrificador, una vez lleno el plato de oro, despliega sobre los trozos incienso y sal, sube al altar del holocausto y, una vez allí, hace libaciones de vino y de sangre. Luego encendía la pira arrojando aceite sobre carbón caliente (nunca, pues, usando mechas, como hacen hoy multitud de humanos en sus barbacoas dominicales), echaba al fuego, usando una copa de oro, un poco de harina mezclada con aceite, además de leños venidos expresamente de los bosques del país de Sichem (en la actual Nablús), previamente desprovistos hasta de la última mácula de corteza por otros sacerdotes; y, finalmente, colocaba sobre las brasas los tajos corderiles.
El pecho del cordero y su espaldar derecho era el pago que se quedaban los sacerdotes sacrificadores por su curro. El resto era entregado al padre, que lo repartía entre sus parientes. Finalmente, el padre acudiría frente a los sacerdotes con la niña, y pronunciará palabras parecidas a éstas: “vengo a ofreceros el presente que Dios me ha hecho”.
En el templo, María se unió al grupo de vírgenes allí situadas. Como ya hemos comentado en otros artículos de este blog, la impureza intrínseca de la mujer, fruto más que probable de un hecho físico (la menstruación) y otro moral (la turbación que es capaz de generar en el hombre, hasta el punto de, como Eva, turbar su raciocinio), es una constante de la espiritualidad organizada humana. Ni los cristianos, ni siquiera sus predecesores los hebreos, la inventaron; mucho menos los musulmanes, que son posteriores a todos ellos y, en buena medida, producto de ellos también. La vieja religión hebrea, en todo caso, era extraordinariamente pejiguera con el asunto de la pureza, como lo son aun hoy buena parte de los judíos, especialmente los más ortodoxos.
Sin embargo, es un error considerar que la virginidad ocupase un punto especialmente importante entre los hebreos. Ciertamente, la religión hebrea conectaba la virginidad con un estado de mayor pureza por parte de la mujer (la mujer virgen sigue menstruando; pero al menos no va por ahí tratando de atraer al hombre), pero, más allá de la pubertad, consideraba el dicho estado básicamente contrario a la ley mosaica; lo cual es lógico si tenemos en cuenta que buena parte de la ley mosaica data de una época en la que si el pueblo hebreo pudo hacer su destino en Egipto, fue en primer lugar por su notable capacidad de reproducción. Para la religión hebrea, por lo tanto, la procreación era, más que una obligación, una consecuencia lógica de la pubertad; y la esterilidad aparecía como un grande castigo divino.
Los hebreos, que conquistaban otros pueblos a sangre y fuego como cualquiera en su época, respetaban sin embargo a las vírgenes. E incluso algunas de sus normas, que prohibían a ciertas personas asistir a funerales incluso de personas a las que querían mucho, permitían dicha asistencia si la fallecida lo había hecho virgen. Las mujeres jóvenes que se juntan con Marian, la hermana de Moisés, para celebrar con cantos y bailes el paso del Mar Rojo, son vírgenes; lo cual nos viene a decir que, ya en aquellos tiempos, la organización de cofradías de jóvenes con precinto era ya común entre los hebreos; es, pues, incluso anterior al desarrollo de la complicada liturgia que tuvo como centro el templo de Jerusalén. El Éxodo, además, nos pinta a un grupo de mujeres cuya función es velar y orar a la puerta del tabernáculo donde se guarda el Arca de la Alianza; escena que ha hecho pensar a muchos intérpretes bíblicos que se trata de vírgenes especialmente encomendadas al servicio religioso. Si hemos de creer a exégetas antiguos como Gregorio Niceno, las vírgenes tenían un lugar especial, destacado, dentro del peristilo en el cual las mujeres seguían las celebraciones de la sinagoga.
El voto de entrega de la virgen al templo, además, era redimible. Los padres de una hija entregada al templo la podían recuperar tras el pago de una suma (que la ley mosaica establecía en 50 siclos). Los propios hijos entregados al templo podían enervar el pago si sus padres no querían hacerlo. Como puede verse, al revés de lo que ocurrirá siglos después, con el desarrollo del catolicismo, el sacerdocio hebreo es muy puntilloso a la hora de prevenir la adhesión al mismo, por la fuerza o el interés, de elementos en realidad no muy interesados en él.
Esta relativa liberalidad, sin embargo, se fue perdiendo con los siglos, tras el regreso del pueblo judío a su tierra prometida, probablemente por influencia de otras religiones mucho más machistas que estaban en contacto con ellos (como los persas). Así, cuando Heliodoro el Sirio entró en Jerusalén a llevarse todos los euros del templo (tal y como nos cuenta Macabeos, II, capítulo 3), las tradiciones hebreas nos describen, como cosa extraña, a las vírgenes del templo corriendo acojonadas a demandar la protección del rabino Onías; signo de que, probablemente, para entonces tenían ya una existencia más claustral que en el pasado (motivo por el cual fue extraordinario verlas por la calle).
De la estancia de María en aquella escuela templaria han dicho los propagandistas cristianos muchas bobadas. En verdad, las hagiografías de María y de su hijo son muy aficionadas a describir prodigios mil realizados por ellos durante su infancia. En algunos de los evangelios apócrifos, por ejemplo, Jesús es como una especie de Harry Potter con mala leche, que convierte en animales a niños que se meten con él, para luego restituir el mal a demandas de su padre. Con las mismas, devotos cristianos como Andrés Cretense o Jorge de Nicomedia sostuvieron en su día que la santidad de María en su infancia era tal que los rabinos la dejaban entrar como Pedro por su casa por el sancta sanctorum del templo. O sea: un lugar que sólo era hollado por una persona, el Gran Rabino, una sola vez al año, después de complejísimos ayunos y preparativos; y en el que sólo permanecía unos minutos, mientras los judíos sollozaban en el patio exterior, temerosos de que muriese al contemplar el rostro de Dios (algo que, según la tradición hebrea, nadie puede hacer sin espicharla). En fin, la afirmación de que María dispusiese de una tarjeta Travel Club para entrar allí cuando quisiera no merece el más mínimo comentario por parte de cualquiera que se limite a saber que Jerusalén no es la capital de Nueva Zelanda.
En el templo, María aprendió sobre todo labores domésticas. No se olvide que para los hebreos, la virgen no lo era para toda la vida; se la preparaba para su vida futura como madre y esposa. Llevaba, nos dice la tradición, un vestido color jacinto con una túnica blanca, cinturón modesto con los inevitables cordones, más un velo. La cosa, en todo caso, podía tener sus variantes. Las monjas anunciatas de Génova vestían, en el siglo XVII, un traje blanco por debajo y azul celeste por encima, con zapatos de cuero azul; y su regla decía expresamente que el hábito quería recordar el vestido de la Virgen. Por su parte, viajeros europeos decimonónicos del Medio Oriente, como Lamartine, dejaron escrito que las mujeres de Nazareth se vestían con túnicas azul celeste con un cinturón blanco cuyos cordones llegaban al suelo, todo ello cubierto con una túnica blanca. Sea como sea, parece que el color preferido de María, o tal vez de quienes regían su vestuario, era el azul.
Obviamente, su día a día comenzaría con las abluciones, para después encaminarse a la tribuna, donde repetiría las dieciocho oraciones de Esdras.
La parte más solemne de las oraciones judías era (ignoro si todavía lo es, aunque supongo que sí) la denominada Shemoné-Eshre (o así), que creo que quiere decir 18 súplicas, pretendidamente establecidas por Esdras. Poco antes de la destrucción del templo serían 19, tras la introducción de una súplica contra los cristianos por parte del rabino Gamaliel. En tiempos de María, todos los judíos en edad de razonar estaban obligados a ofrecer estas dieciocho súplicas a Dios en la mañana, al mediodía y por la noche.
A las dieciocho súplicas seguiría el Kaddish, una oración que pedía la llegada del Mesías y probablemente desarrollada también en los tiempos de Esdras (de hecho, se rezaba en caldeo, signo de su origen babilónico, donde Esdras fue rabino), para terminar con el salmo que aquellos judíos atribuían a los profetas Ageo y Zacarías, y que es, o a mí me lo parece, un claro precedente de ese famoso El señor es mi Pastor, nada me falta que se lee hoy en las iglesias. Más allá, se leía la Schema (conjunto de citas de Deuteronomio y Números que conforman una profesión de fe), y el sacerdote bendecía. Y hasta la tarde, que la cosa volvería a empezar.
¿Cómo sería María? Si hemos de creer al santo Epifanio, citado por Nicéforas, quien se habría documentado con tradiciones existentes en el siglo IV, era de una talla algo mayor que mediana, esto es ligeramente más alta que la media de su tiempo, morena de tez y rubia de pelo, pupilas color aceituna y nariz aguileña. No podía ser muy rellenita de ser cierto lo contado por Ambrosio, según el cual ayunaba muy a menudo; y conviene que tengamos en cuenta que el ayuno de los viejos hebreos no tiene nada que ver con el de los cristianos (y sí mucho con los musulmanes), pues era sentencia habitualmente seguida por el pueblo judío que un ayuno sobre el que no se pusiese el sol no podía considerarse tal.
Como ya hemos contado, la tradición nos dice que los padres de María se trasladaron a Jerusalén más o menos cuando ella tenía siete u ocho años de residencia en el templo, que supongo serían unos diez a doce. Al cumplir los nueve de enseñanza, esto es más o menos con trece, falleció su padre. Al instante, siguiendo las costumbres de los judíos, las mujeres comenzaron a llorar en grandes aspavientos mientras se mesaban los cabellos, y los hombres se cubrieron la cabeza con ceniza y se rasgaron las vestiduras (costumbre de donde viene la expresión tan común entre nosotros que dice: “esto no es como para rasgarse las vestiduras”), además de abrir de par en par las ventanas de la casa. ¿Por qué? Pues porque la presencia de un cadáver convierte a los seres humanos vivos en impuros y para los hebreos, cuya religión estaba obsesionada con la pureza, abrir las ventanas era la única manera de impedir que las almas de los vivos en vigilia se emponzoñasen.
Al día siguiente se verificaría el entierro, con una comitiva de plañideras y flautistas y los parientes llevando el cadáver a hombros hasta alguna pequeña cueva, donde lo dejarían antes de sellarla con una buena piedra; no sin antes colocar sobre la frente del muerto un pequeño saco de tierra y clavar el ataúd. Las exequias terminarían después de que los asistentes arrancasen por tres veces un puñado de yerba del campo y, tras arrojarlo hacia su espalda, salmodiasen: “florecerán como la yerba de los campos”. Luego, por supuesto, María guardaría luto por su padre, vistiendo, según era la costumbre, un camelote (tela de pelo de cabra) basto y estrecho, que recibía el nombre de cilicio, cabeza y pies destocados, escondiendo el rostro en un pliegue del vestido, sentada, junto a su madre, durante siete días de ayuno y silencio rigurosos. Pasados esos siete días, y durante once meses, María habría de ayunar todos los días de la semana coincidentes con aquél en el que murió su padre.
El viejo luto tradicional judío era realmente muy duro, especialmente para personas de edad avanzada. Como Ana, la madre de María, seguramente anciana ya en aquel momento y que, fuese por los rigores del luto, por la tristeza, la vejez o todo ello, falleció, nos dice la tradición, casi inmediatamente después de su marido.
La orfandad de María habría de generar el problema de su tutoría, que fue automáticamente asumida por los sacerdotes del templo; y, consecuentemente, su casamiento. Con trece o catorce años, la estudiante del templo estaba ya en edad de casarse, y los sacerdotes lo sabían. Y aquí es donde las Escrituras, forzadas por el dogma de la inmaculada concepción, hacen un arabesco complejo, por el cual dichos sacerdotes aceptan la decisión de María de permanecer virgen toda la vida, incluso mediando un matrimonio; e, incluso, acaban encontrando un hombre, José, que se aviene a dicho pacto.
Ambas cosas, sobre todo la primera, son bastante difíciles de creer. Ya hemos dicho que la sociedad judía valoraba la virginidad femenina como un paso de pureza religiosa hasta la edad de casarse, pero ni un minuto más. La moral hebrea presuponía que el destino de toda mujer núbil era casarse y tener hijos; no apreciaba virtud en la conservación del himen intacto, y es por ello que el culto de la Virgen es, en la Historia del cristianismo, cosa de gentiles; pues a los judíos convertidos, llegados al cristianismo desde el mesianismo mosaico, les era un culto extraño. La moral judía se regía por la sentencia sin ambages que cita Orígenes en sus escritos: “el que no deje descendencia, en Israel será maldito”. Tampoco parece lógico esperar que los ancianos rabinos fuesen a apreciar el albedrío de una niña huérfana de trece o catorce años como algo que se tuviese que respetar; eran tiempos, y siguieron siéndolo después, en los que a la mujer, por el hecho de serlo, se le suponía la minoridad mental.
Autores de los tiempos de la patrística como Gregorio Niceno, que además se dice inspirado por fuentes aun más antiguas, refieren sin ambages las fuertes resistencias de María a la idea rabínica de su matrimonio. No es de extrañar que, como insinúa el Niceno, los rabinos se sintiesen incluso encabronados ante la propuesta de la niña. Hacer voto de castidad de por vida equivalía a extinguir el nombre del padre; y eso, en un pueblo como el hebreo, muchos de cuyos miembros aun hoy, dos mil años después, guardan con orgullo el dato de su pertenencia a alguna de las tribus de Israel, sería a sus ojos de una impiedad estratosférica.
Existía, además, otro impedimento fatal para la pretensión de la adolescente: las profecías mesiánicas. En efecto, en los tiempos contemporáneos de Cristo y de su madre, los judíos vivían en grande agitación en la espera de la llegada del Mesías, y la profecía decía que llegaría del linaje del rey David. María, si hemos de creer en la tradición, pertenecía al tronco de Jesé y, por lo tanto, era descendiente de David. A los ojos de los judíos, no se podía permitir el lujo de no procrear, no fuese que, por hacerlo, dejase de parir al Mesías.
Finalmente, y por mucho que porfió la niña, se convocó una asamblea de parientes (hombres), todos ellos del linaje de David y de la tribu de Judá. La ley judía prescribía que el matrimonio debía de producirse con personas de tal tronco, para que así la heredad que aportaba María permaneciese en poder de la tribu. Esto es: los viejos judíos eran libres de casarse con quien quisieran, siempre y cuando esa boda conservase el patrimonio en el seno del mismo tronco tribal. La tradición nos dice que, por encima de jóvenes aguerridos y fuertes, y miembros de la tribu forrados de pasta, María eligió a un humilde carpintero, José, quien, además, se avendría a realizar el voto de castidad que ella pedía.
Éste es el relato, digamos, oficial. Pero ya he dicho que dicho relato está diseñado claramente para cuadrar con los objetivos finales de sí mismo. Visto lo visto, es decir que María tendría que casarse sí o sí, a pesar del rechazo, si no repugnancia, que le provocaba el tránsito carnal con el hombre, tengo yo por posible que urdiese un sencillo Plan B: casarse con un viejo.
La edad del carpintero de Nazareth es cosa que no está demasiado clara. Algunos autores, como Epifanio, le atribuyen la increíble edad de 80 años el día de su matrimonio. Pero es ésta una suposición que se da de leches con la ley judía, que reputaba escandalosos y prohibidos los matrimonios con fuertes diferencias de edad. José tenía que ser mayor, pero no tan mayor; las apuestas de los primeros exégetas se inclinaban, sobre todo, por una edad en torno a los 50 años, que ya es talludita para el tiempo.
José era soltero, o viudo. Sinceramente, yo me inclino por lo segundo. Si una mujer que quisiese permanecer virgen aparecía como una impiedad a los ojos de los hebreos, por las mismas razones se lo parecería un hombre canoso nunca casado; menos aún voluntariamente virgen, como afirman muchos padres de la Iglesia (Pedro Damiano, sin ir más lejos). De hecho, Epifanio, de nuevo, asevera que era viudo, y que de su anterior matrimonio habría tenido cuatro varones y dos mujeres (lo que convertiría la carpintería de Nazareth en algo así como la tribu de los Brady). Hipólito de Tebas informa incluso de que su primera mujer se llamó Salomé. Orígenes, Eusebio o Ambrosio son ejemplos de otros exégetas que creyeron en la viudedad de este hombre que, por su condición de padre putativo (dos pes) hizo nacer el coloquial Pepe para referirse a los Josés. El santo Jerónimo, sin embargo, escribe, categórico: aliam uxorem eum habuisse non scribitur. Nunca se ha escrito que (José) tuviese otra mujer. Pero el obispo de Hipona, tan seguro para según qué cosas, deja la polémica en un sí es no es.
Mi idea personal es que lo más probable es que, si toda esta historia ocurrió, lo que pasó fue que la joven María maniobró para casarse con un hombre mayor, juzgando que ello le permitiría guardar los votos con los que se habría prometido, si no en un 100%, sí cerca de la totalidad. Sólo así se entiende que rechazara a pretendientes más jóvenes y prósperos, alguno de los cuales, incluso, pretende la tradición se volvieron medio tolilis con la negativa (así, el joven Agabus, quien, despechado por la joven, montaría en cólera y se retiraría a las afueras de Jerusalén, a vivir en cuevas con los discípulos del gran Elías y, con el tiempo, se haría ferviente cristiano).
Casarse con un carpintero era bajar en la escala social. Pero no tanto como hoy se pretende, ni como pretendieron los traductores de la Vulgata. El trabajo manual estaba lejos de ser un escalón bajero de la sociedad hebrea, la cual tenía en tal alta estima a los artesanos que incluso aconsejaba a los padres enseñar un arte manual a sus hijos, “a menos que queráis criar un ladrón que vague por las calles”.
La ceremonia del matrimonio recuerda lejanamente a las que hoy celebramos. José ofrecería una pequeña pieza de plata o, si tenía ahorros suficientes, un anillo de oro, mientras le decía a la novia “si consientes en ser mi esposa, acepta esta prenda”. El mero gesto de la mujer de tomar el ofrecimiento sellaba el matrimonio. Luego, los escribas redactaron el breve contrato al uso, por el cual el esposo se comprometía honrar y alimentar a su mujer; es posible que, tratándose de un carpintero más bien humilde, se limitase a consignar la dote mínima de la ley mosaica (50 escudos).
El texto del contrato sería algo como esto: En el año bla, el día bla del mes de bla, Fulano, hijo de Zutano, le ha dicho a Fulana, hija de Zutaneiro: sé mi esposa según la ley de Moisés y de Israel. Yo prometo honrarte y proveer a tu mantenimiento y a tus vestidos según la costumbre de los maridos hebreos que honran a sus mujeres y las mantienen como conviene. Yo doy, desde luego, blablábla escudos, y te prometo, además de los alimentos, los vestidos y todo lo que te será necesario, la amistad conyugal, cosa común a todos los pueblos del mundo. Fulana ha consentido en ser la esposa de Fulano, quien de su voluntad, para formar una viudedad conforme a sus propios bienes, añade a la suma anteriormente citada la de blablablá.
Tras el matrimonio propiamente dicho, se abrió un proceso de unos meses hasta la celebración de los esponsales o, si así lo preferimos, el himeneo y la convivencia; aunque, si hemos de creer a la tradición, entre José y María se pactó que sólo lo segundo se llevaría a cabo. Esta segunda celebración hubo de producirse, según la costumbre judía, en luna nueva. Una procesión de mujeres y esclavos, ricamente vestida y fácil de reconocer por la costumbre de teñir de rojo la punta de sus dedos va a la casa donde espera María, la esposa. En memoria de los viejos tiempos de la raza judía, ella lleva pendientes y brazaletes de oro, como también los llevó Rebeca. Todas las novias judías, en el momento de aquellos esponsales, aparecían rizadas en el peinado; una imposición rabínica, naciente del hecho de que, según la tradición hebrea, Dios había ordenado en bucles el pelo de Eva antes de entregársela a Adán. Tratándose de una boda sencilla y humilde, la novia llevaría una corona de mirto. Las hebreas pudientes consumaban su matrimonio tocadas con una corona almenada de oro, similar a la que puede ver cualquier madrileño que se acerque por la plaza de Cibeles. El emperador Tito, de paso se metía los bulldozer en el templo de Jesusalén, la prohibió por ostentosa.
La novia sale de la que hasta entonces ha sido su casa bajo un palio que portan cuatro hombres; los judíos ya se casaban así durante su cautiverio en Egipto. El esposo la espera con una corona que, al parecer, se hacía de sal y azufre. Al llegar a la casa, esposo y esposa se sientan en el suelo bajo el palio, y José le pone el anillo en el dedo a ella y, acto seguido, en símbolo de posesión, se quita la tela que le cubre la cabeza y cubre la envelada cabeza de quien ya es su mujer. Entonces, un amigo de la familia escancia una copa de vino, bebe y da a beber a los dos novios. Se arroja al aire puñados de trigo (no arroz), símbolo de abundancia y, como en las ceremonias judías de hoy en día, un niño rompe la copa del vino. Al final de esta ceremonia se seguían, en los tiempos antiguos, siete días de fiesta. Por eso, no hemos de extrañarse que, años después, al anfitrión del hijo de aquel matrimonio se le acabase el vino.
Luego llegó la Anunciación; esto es, el punto en el que, decididamente, el relato de la vida de María de Nazareth se convierte en un relato simbólico, cada vez menos enraizado en las tradiciones verdaderas de su siglo y de su pueblo, de la mano de los reformadores cristianos que decidieron construir una creencia para los gentiles. Pero hasta este punto, lo que nos dice la Biblia es perfectamente creíble, entre otras cosas porque no nos describe nada que se aparte demasiado de, literalmente, lo que había.
O pudo haber.
Pour en savoir plus: La principal razón de que no cite bibliografía es que mi bibliofilia hace que, habitualmente, no pocas de mis fuentes de información sean difíciles de encontrar. Los primeros padres de la Iglesia y exégetas están citados en el texto, y en las bibliotecas cristianas suelen encontrarse reediciones y traducciones de sus textos. Asimismo, yo recomendaría las obras de Juan de Módena sobre las costumbres de los judíos, si es que el lector logra encontrarlas. Extraordinariamente recomendable es la denominada Biblioteque Oriental de Barthélemy d'Herbelot, que dudo esté editada en español aunque, al parecer, se pueden encontrar tomos en francés (yo lo encontré, de hecho; y a buen precio). Obligado es citar a Flavio Josefo, profusamente editado en libros modernos