viernes, febrero 10, 2012

El marxista naïf (8)


El entonces director de L’Humanité, y por lo tanto comunista de libro, Etienne Fajon, visitó por aquel tiempo Chile y dejó escritos los que, en su opinión, eran los errores de la izquierda chilena (léase del Partido Socialista, de los grupos minoritarios, del mirismo extragubernamental, y del presidente que se obstinaba en no ver riesgos en todo ello). Leída la lista, no parece que haga falta buscar diagnósticos muy derechosos para criticar el proceso que llevó al debilitamiento de la Unidad Popular:

1)      La toma de empresas por parte de los trabajadores más allá de los sectores y  las individualidades en sus inicios considerados críticos, para extenderse hacia industrias de mediano tamaño, en no pocas ocasiones propiedad de empresarios que habrían apoyado el cambio socialista.

2)      La política salarial, pretendiendo primero poner más dinero en manos de todos para que hubiese más consumo (lo que empobreció más absolutamente a todos); y, después, basándose en una teórica política distributiva, por la cual a todos los chilenos bien pagados se les negaba el pan y la sal, como si eso no fuese a tener consecuencias, por ejemplo, en la productividad. 

3)      El nulo interés del gobierno por atacar las fallas de la productividad en el país, arrastrado por ese buenismo universal marxista, según el cual el obrero es el compendio de todo bien y jamás es vago, ineficiente o venal.

4)      El uso, dentro y fuera de la Unidad Popular y del gobierno, de un lenguaje encendidamente revolucionario, que negaba toda posibilidad de mando a quien no fuese obrero, que incluso incitó a los soldados a desobedecer a sus mandos, lo que dio alas a los sentimientos reaccionarios. La izquierda mirista, del PCR (maoísta) o de la Vanguardia Organizada del Pueblo, hablaba de cerrar el Congreso a leche limpia, de instaurar tribunales populares y de prohibir la prensa opositora, sin que la Unidad Popular hiciese otra cosa que aseverar que ésa no era su política, pero sin actuar propiamente contra unas fuerzas sobre las que, justo es decirlo, pocas herramientas de control tenía, pues no estaban en la coalición de gobierno.

En las últimas semanas antes del golpe, Allende pareció despertar de su hipnotismo revolucionario y, escuchando probablemente a los más razonables de los comunistas chilenos, decidió negociar con la Democracia Cristiana. Llamó a Patricio Aylwin para ello..., pero el centro-derecha ya no se dejó cortejar. ¿Para qué? Las derechas, de tiempo atrás, incluso antes de las elecciones, pedían un golpe de Estado. Había batallas campales en las calles. La teoría de Frei en  el seno de la DC, el llamado «golpe blanco» (obligar a Allende a abandonar, esto es, echarlo pero sin salir del sistema democrático) se daba por la única posible. El Partido Nacional ganaba adeptos cada día entre aquéllos para los cuales Chile se había convertido en un país que los trataba como apestosos burgueses y buscaba su lenta desaparición. Si tenía buena información, sabría, para entonces, que el ejército perdía a marchas forzadas su perfil constitucionalista y que en Washington, de tiempo atrás se había tomado la decisión de provocar en el país un golpe de Estado que pusiera las cosas en su sitio de nuevo.

Aylwin contestó con la más lógica contestación: yo sólo quiero escuchar de sus labios, presidente, el anuncio de su renuncia. Y Allende, que hacía ya más de un año que había vaticinado que de La Moneda saldría con los pies por delante, le contestó que y un huevo.

El 23 de marzo de 1973, el general Carlos Prats González renuncia al ministerio del Interior, y tras de él, como a la voz de ¡ar!, otros ministros militares dimiten. Prats es un militar sincero, constitucionalista, que ha dado el paso adelante de colaborar con el gobierno Allende porque cree en su mensaje contra los monopolios y el capitalismo salvaje, no así del socialismo revolucionario; porque siente que es su función amansar las cosas en un país donde han pasado cosas como el asesinato del general Schneider, de Pérez Zujovic y el paro gremial; y porque considera que es posible un pacto de la Unidad Popular con la Democracia Cristiana.

Otra cosa que piensa Carlos Prats es que el general Augusto Pinochet, cada vez con más peso en los cuartos de banderas, es un constitucionalista convencido.

En todo, o casi todo, se equivoca Prats. La Unidad Popular no quiere frenar las ínfulas del gran capitalismo, sino borrarlo de Chile. Y el pacto con la DC es imposible, porque Allende se lo niega, no sé muy bien si porque no lo quiere (que lo dudo) o porque lo reputa imposible teniendo en cuenta que el contrario ya sólo aceptará que él se vaya.

El 29 de junio de 1973, el golpe de Chile tendrá un ensayo general en el llamado tancazo (juego de palabras que proviene del tacnazo, golpe contra Frei organizado en su día por Roberto Viaux, estando al mando del regimiento Tacna): la sublevación, al mando del coronel Roberto Souper, del regimiento Segundo de Blindados. Como el propio Allende recordaría en alocución radiada tras el intento, había sido recibido a la puerta de la Moneda, en el momento en que se estaba reprimiendo el golpe, por el general Prats, el director general de Carabineros… y el general Augusto Pinochet. 

Fue entonces, en realidad un poco antes (tras las elecciones de marzo), cuando las izquierdas chilenas, dentro y fuera de la Unidad Popular, comenzaron a preocuparse por la tendencia del ejército hacia el golpismo. Eso es tardísimo. En realidad, el golpismo chileno se forjó ya en 1972, sobre todo por la acción de oficiales muy jóvenes, y pudo haber estallado en septiembre del 72, de haber cuajado los planes del general de infantería Alfredo Canales, apartado de mando inopinadamente por el entonces ministro Tohá.

Pero no fue la izquierda la única que se equivocó. También se equivocaron los militares más proclives al allendismo, y al frente de ellos, Prats. Los militares gubernamentales creían que nunca habría golpe porque un golpe rompería el ejército en dos mitades. Como militares que eran, podrían haber entendido que Chile, aquel Chile de los setenta, era un país que, si no estaba en guerra, no podía bajar las manos, pues tenía conflictos serios, con Bolivia, con Perú y con Argentina; no sé si hará falta recordar que con la última casi llegó a las manos por el canal de Beagle.

El análisis de Prats era erróneo. El ejército, si se veía impelido a tomar una decisión, la tomaría binaria: o blanco, o negro. O rojo, o azul. Y no podía ser rojo porque la oficialidad joven se negaría en redondo a avalar la lucha de clases.

Los militares constitucionalistas, por lo tanto, pecaron de maulas. Según se publicó en Estados Unidos tras el golpe, la decisión de la oficialidad de derribar a Allende mediante un golpe de Estado data de noviembre de 1972, momento tras el cual los golpistas contactaron con dirigentes empresariales adictos a la derecha para recibir apoyo en forma de movilizaciones.  Al principiar agosto de 1973, cualquier solución legalista a la situación estaba ya descartada: a los golpistas ni siquiera les valía la deposición del presidente.

miércoles, febrero 08, 2012

Los hechos puntuales



Vaya por delante un asunto: en mi ajurídica opinión, el juez Baltasar Garzón no debería ser condenado por prevaricación en el caso relacionado con su pretensión de investigar los crímenes del franquismo. Yo a Garzón lo veo culpable, eso sí desde hace muchos años, de ser un juez con unos conocimientos procesales cuestionables (no es la primera vez que la instrucción de un sumario se le atasca) y demasiado ideologizado. Pero, como digo, un prevaricador no es alguien torpe; es alguien hábil y listo que utiliza esa habilidad, y esa inteligencia, para llevarse el gato al agua y tomar decisiones que sabe no debe tomar.

Pero una cosa es considerar que un tipo no es culpable de lo que se le acusa, y otra muy distinta es que quien le apoya pueda decir chorradas.

Dicen las noticias publicadas por ahí que el fiscal José Navajas, durante su intervención en la sesión final del juicio por lo que se ha dado en llamar la Causa General del Franquismo, ha afirmado que el suceso de Paracuellos fue «un episodio puntual de saca de presos»; que los investigadores de hoy en día cuestionan que hubiese personas de la República implicadas, en directa referencia a Santiago Carrillo, superstite de aquellos tiempos.

Con la venia, esto es muy, pero que muy, cuestionable.

Hombre, lo mismo tiene razón, puesto que, al fin y al cabo, no hay ninguna regla inmanente que nos diga cuál ha de ser el significado que hemos de dar a la expresión «episodio puntual». Lo mismo cabe considerar que 85.000 personas apiñadas en las gradas del estadio Santiago Bernabéu un domingo de fútbol son «un episodio puntual de ocupación de unas instalaciones deportivas». Sugiero a los adúlteros y adúlteras que, cuando sean pillados por su cónyuge llamando al móvil a la churri seis o siete veces al día, aduzcan que se trata de meros «episodios puntuales».

Durante las primeras semanas de la guerra civil, y durante meses, las sacas de presos, y los intentos de hacer presos a civiles desarmados, estuvieron lejos de ser puntuales; a menos que nos queramos referir a que, normalmente, se producían, con puntualidad, al caer la tarde. Paracuellos no es un hecho aislado. Está el Tren de la Muerte. O el Túnel de Usera, más tarde. O los siete religiosos de Ciempozuelos. Y está, sobre todo, la matanza de la cárcel Modelo, donde hasta diputados de la nación, como Melquiades Álvarez, murieron masacrados como perros, en el mismo patio, sin juicio y, por supuesto, sin la defensa a la que les daba derecho la Constitución de la República.

Acudo aquí a las memorias de Aurelio Núñez Morgado, embajador de Chile y decano del cuerpo diplomático entonces destacado en España, quien, en calidad de tal, hubo de coordinar las negociaciones con el gobierno español para conseguir que respetase el derecho de asilo de personas, una vez más civiles, que se habían refugiado en las embajadas para que no se los llevasen a las checas. Morgado cuenta en su libro, con pelos y señales, el caso del marqués de Veragua, descendiente de Cristóbal Colón, hombre para entonces ya provecto y carente de notación política, quien desapareció de su casa, generando con ello, por razón de su ilustre tatarabuelo, la reacción inmediata de los embajadores latinoamericanos. Relata en el libro cómo el gobierno les daba garantías de que lo mirarían, de que lo buscarían; pero sólo logró encontrarlo fiambre, en una cuneta de las afueras de Madrid; ello a pesar de que los embajadores tenían noticias ciertas de que estaba en la checa de Velázquez.

Pero fue, claro, un «caso puntual»; más que nada, porque no había más descendientes de Colón que apiolarse por allí.

Es importante que el lector sepa,  y si no lo ha imaginado se lo digo yo, que el autor de este blog es tonto, pero no gilipollas. Quiero decir que critico el desconocimiento de los hechos de la guerra civil, pero soy perfectamente consciente de que me estoy situando en el best scenario; puesto que es más que probable que la verdad sea peor y, en realidad, se digan estas cosas porque se quieren decir, y porque hay toda una corriente que, además de permitirlo, lo alienta.

La historiografía republicana lleva setenta años intentando orillar los sucesos de Madrid, de Barcelona, de Valencia, tras el estallido de la guerra civil, así pues es bastante probable que ya, con los años que lleva, jamás se baje ya de la burra.

La burra porta, fundamentalmente, dos alforjas.

La alforja uno es el argumento que el propio Navajas, según las noticias, ha sacado a pasear en su discurso: es cuestionable que dirigentes republicanos estuviesen implicados en lo de Paracuellos.

La alforja dos, íntimamente ligada a la uno, sostiene que, si bien las violencias del bando franquista, durante y después de la guerra, fueron perpetradas por sus responsables, las violencias republicanas fueron perpetradas por una masa ignota de incontrolados sin nombre, que no se sabe ni a qué líderes ni a qué ideas daban servicio. Todo lo malo que pasó en la República, desde la quema de iglesias del 10 de mayo de 1931, hasta las checas y los paseos, fue cosa de incontrolados.

Y, la verdad, lo mismo tiene razón; para desgracia de los republicanos. Yo, la verdad, no sé cómo los memoriohistóricos no se dan cuenta de que defender estos argumentos es poner a la República en el peor lugar ante la Historia.

Si verdaderamente la matanza de Paracuellos se produjo sin la intervención de ningún miembro del gobierno, o de la Administración, o de las Fuerzas de Seguridad de la República, entonces lo que tenemos no es, desde luego, un caso de cooperación para el asesinato; tenemos un caso de dejación de las funciones de gobierno, que es muchísimo más grave. ¿Acaso alguien, hoy, en Madrid, puede coger a 2.000 pavos, meterlos en camiones, llevarlos a las afueras del aeropuerto de Barajas y matarlos a tiros, impunemente? Si alguien intentase cosa tal, ¿acaso no irían la policía, la guardia civil y la BRIPAC, en fila de a siete, a impedir tal desafuero? ¿Cuántos nanosegundos tardaría el ministro del Interior, o el delegado del Gobierno, fuese del partido que fuese, en dar la orden de movilización?

Morgado cuenta en su libro un episodio, citando de las actas de las reuniones del cuerpo diplomático, que muestra a las claras la escasa implicación de los mandos republicanos en las cosas que pasaban en Madrid más o menos en los tiempos en los que Paracuellos parecía el metro de Callao. Conviene reproducir los párrafos (con mis cursivas):

«En la sesión de 19 de noviembre [de 1936], el decano da lectura a un telegrama del Ministerio de Estado, de Valencia [el cuerpo diplomático había acordado no seguir al Gobierno en su traslado], en el que le dice que le concede un plazo de 24 horas para que se desalojen los locales que ocupaban en Madrid las embajadas de Alemania e Italia (...)

»El decano expresa que, apenas recibió la comunicación del Ministerio de Estado, se dirigió al General Jefe de la Plaza [José Miaja Menant] en petición de garantías para hacer salir a la gente que allí se hallaba refugiada, y que consta de unos 20 alemanes y 45 españoles. Se complace declarando que el general Miaja, que también había recibido copia del mismo telegrama, le prometió el envío de las fuerzas necesarias para el momento que se le indicara.


»Se trató extensamente del modus operandi para sacar de la embajada alemana a las personas que allí se encuentran y que sin nuestra ayuda correrían peligro de muerte [sigue la descripción de la distribución de los civiles entre las embajadas]. A fin de no atraer la atención de las milicias [ya se ve lo mucho que confiaba el cuerpo diplomático en Miaja] se acordó proceder a las ocho en punto de la mañana, para lo cual los coches debían ser muy precisos [entiendo que quiere decir puntuales]. Así se le comunicó al Jefe de la Plaza [general José Miaja Menant].

»En la sesión del día 20 se dio cuenta de los graves incidentes producidos en la mañana de ese día con motivo de la evacuación de la embajada alemana. Contrariamente con lo ofrecido por el general Miaja, las guardias militares brillaron por su ausencia; en cambio, había varios centenares de milicianos armados que entorpecieron hasta el punto de impedir la salida de la mayor parte de los refugiados. Las balas disparadas contra los coches de los diplomáticos no causaron más daño que la rotura de algún neumático y la perforación de una carrocería. Este asunto era ya de preverlo. Ayer tarde, dice el decano [Morgado], el representante de Suiza me vino a avisar que en la terraza inmediata a la embajada, y en cuyo edificio Suiza tiene su cancillería, habían colocado dos ametralladoras enfocadas hacia el jardín de entrada de la embajada con claros propósitos de impedir todo acceso a dicho local. Inmediatamente me puse al habla con los ayudantes del general Miaja, en ausencia de éste, y prometieron hacer retirar ese armamento, como, en realidad, a la entrada de la noche, lo realizaron».

Aurelio Núñez Morgado: Los sucesos de España, vistos por un diplomático. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1941. Páginas 244 y 245.

Cuenta más cosas curiosas. Por ejemplo, en el acta de la primera reunión del cuerpo diplomático, el 24 de julio de 1936, se da cuenta de que (cursivas mías) «días antes había pretendido asaltar la embajada de Chile una masa de 87 milicianos». Probablemente la «moderna historiografía», que como hace poco se cachondeaba el proboscídeo Tiburcio está a un cortacabeza de demostrar que la guerra la ganó la República, será capaz de demostrar que ningún responsable republicano formaba parte de aquella patota de 87 pollos armados; pero la pregunta es: un gobierno bajo cuyo sobaco pueden ir 87 tíos armados por Madrid como si tal cosa y asaltar una embajada... ¿está cumpliendo con su deber de gobernar?

Recapitulemos: mientras en Paracuellos se producía el «hecho puntual», hemos de entender que inusual y aislado, de que centenares de personas fuesen fusiladas contra las tapias, casi un centenar de milicianos asaltaban la embajada de Chile, y varios centenares se congregaban misteriosamente a primera hora de la mañana en la puerta de la embajada de Alemania (informados... ¿por quién?) para impedir la salida de unos refugiados; acción en la que no les duelen prendas de disparar contra vehículos en los que van diplomáticos, que es una cosa que en cualquier país es un delito que te cagas; en tiempo de paz, y en tiempo de guerra. Suceso, el traslado de la embajada, para el cual, en un edificio cercano, se habían colocado dos ametralladoras que batían el jardín de entrada; y que fueron obviamente colocadas por la autoridad republicana en Madrid, puesto que es ley de vida que quien retira, es porque puede retirar. Y si puede retirar, es porque ha puesto. Además, mientras se producía este hecho puntual, en la cárcel Modelo de Moncloa entraban unos cuantos incontrolados que se llevaban por delante, sin juicio ni hostias, a quien les pareció que debían. Siendo esta actuación tan evidente para todo el mundo que las actas del cuerpo diplomático las recogen; son varios los libros de memorias que cuentan cómo el anarquista Melchor Rodríguez, en nombrado responsable de prisiones, tuvo que impedir una saca de presos pistola en mano; y hasta el franquismo, cuando montó su Causa General, encontró innúmeras fotos de los muertos. Que hemos de suponer pertenecerían a la colección privada de algún incontrolado.

En paralelo, diversas organizaciones políticas okupan edificios emblemáticos de Madrid, como el Círculo de Bellas Artes, y montan allí cárceles paralelas a las del Estado, donde detienen a quien se les pone en la punta del rabo (por ejemplo, el descendiente del Almirante de la Mar Océana) y se los llevan por delante comme il faut. La situación es tan desconocida, tan clandestina, tan incontrolada, que los gestores de esas checas emiten vales que circulan por la ciudad, y siguen circulando, al parecer sin que el gobierno se entere, puesto que nunca actuó contra ellos. Vales como el que preside este post. Que, por cierto, ya que estamos aquí, os propongo una adivinanza. ¿Qué diríais que ocupa el envés del vale?

a) Un retrato de Durruti.
b) Un consejo alimenticio.
c) Una consigna anarquista.
d) Una llamada al alistamiento.

Quien quiera más datos sobre las sacas, que sepa que en este blog ya hemos escrito sobre ello.



Como decía, yo no aprecio nada malo, todo lo contrario, en defender a Garzón. Pero no hay por qué retorcerle el brazo a la Historia para hacerlo. Sin embargo, hasta cierto punto es lógico, pues todos estos posicionamientos, probablemente, son el resultado de un movimiento, el de la memoria histórica, que se basa un poco en esto. Se basa en imponer una interpretación historiográfica que en parte está por hacer (por eso el fiscal dice eso de que la actual investigación duda de esto o de aquello). La reacción del fiscal es, literalmente, el producto de lo que hay.

Durante este juicio hemos asistido a una extraña confusión de conceptos. Al menos por lo que yo he podido oír en la radio más que ver en la tele, parece que al juicio han ido testigos que son parientes de personas asesinadas en la guerra o durante el franquismo que reclaman poder desenterrar a sus muertos y darles adecuada sepultura. Lo que pasa es que, cuando menos en mi conocimiento, lo que pretendía Garzón era investigar los crímenes, esto es, derivar un culpable, y castigarlo. A mi modo de ver, son dos cosas distintas. Están relacionadas, pero no son la misma cosa. Si una persona sabe por la razón que sea que su abuelo fue injustamente fusilado en Rusia estando con la División Azul, tiene lógica que intente, en la medida que pueda, encontrar su tumba; pero que se dirija a Vladimir Putin exigiéndole que persiga a los que apretaron el gatillo, como digo, es otra cosa.

El fondo de la cuestión, tal y como yo lo veo, es la amnistía del 77. Una amnistía que no le gustó a nadie, pero que plugo a todos. Los libros son muchos. Por recomendar uno, voy a recomendar el de Francisco Candel, Un charnego en el Senado: Esplugas de Llobregat, Plaza y Janés, 1980; que tiene un capítulo entero dedicado a la amnistía. En uno de los párrafos, cuenta cómo un parlamentario socialista se levanta para recordar que, si votan a favor, estarán amnistiando a quienes han cometido desafueros sobre aquéllos que les perdonan; y un parlamentario de derechas, almirante para más señas, apostilla desde una bancada escondida: «Y Paracuellos»... Ante este panorama, Candel, que no era precisamente un facha (senador de la Entesa del Progrés, con personajes como Mosén Xirinachs), afirma (página 98) que «yo, al final, ya solamente deseo el borrón y cuenta nueva a todos los niveles, y a recomenzar de nuevo con unos esquemas justos y racionales».

En foros de internet, y teta a teta, le he dicho varias veces a quienes, desde la juventud, defienden la iniciativa de Garzón, si no les parece que es una falta de respeto a esas personas. Al senador Prats, a Justo Martínez Amutio, también senador; a Justino de Azcárate. A las personas que ocuparon sitial en aquellas primeras Cortes democráticas habiendo sufrido en sus carnes el mordisco de la represión o del exilio y, aun así, decidieron transar para lograr un futuro. Muchas de las personas que ahora declaran apoyando a Garzón para que pueda aclarar las circunstancias del asesinato de sus parientes tuvieron edad para votar a todos estos representantes parlamentarios que votaron la amnistía; algunos de ellos, con seguridad, les votaron.

Al paso del tiempo, lo importante de las guerras es no repetirlas, porque las guerras son sucesos tan dramáticos, tan jodidos, que jamás se puede aspirar a la reparación de todos sus daños. El otro día leía en un foro de Historia estadounidense que el arqueo que hace la historiografía de los combatientes estadounidenses cuya existencia se disolvió tras las líneas rusas y de los que nunca se volvió a saber nada, es espeluznante. ¿Sería justo buscar a los responsables de sus muertes, que cabe adivinar atroces? Por supuesto. ¿Es practicable? La verdad es que no.

Si ponemos el contador de las culpas a cero, Franco saldrá perdiendo; y, desde luego, bien que se lo merece, porque el franquismo es, mutatis mutandis, el conjunto de unas 350.000 cabronadas de la peor laya. Pero quienes tanto ambicionan ese proceso deberían pensar que, tal vez, su amada II República se puede dejar más de dos, y más de tres, plumas en el proceso. Porque algún día, cuando se vayan repasando las víctimas, se acabará llegando, un suponer, a la persona de Agapito García Atadell (un señor al que un falangista peligroso -por lo visto- como el cineasta Luis Buñuel acusa, negro sobre blanco, de violar a las mujeres de los hombres que paseaba). O de los asesinos de Palenciana. O del Cojo de Málaga (bueno, éste no, que lo mataron los republicanos...). Y a ver quién es el guapo que pide reparación moral para estos hijos de la gran puta.

Y, de paso, nos convence de que sus acciones fueron «hechos puntuales».

El marxista naïf (7)


El gobierno de 2 de noviembre de 1972 es puramente allendista. Ya no cabe hablar, en mi idea, de gobierno de la Unidad Popular, porque en el mismo ya no se respetan las cuotas de los distintos partidos, sino que son ministros aquéllos que Allende quiere. Como los militares y, muy especialmente, el general Carlos Prats González, comandante en jefe del Ejército, que es nombrado ministro del Interior. El contraalmirante Ismael Huerta es nombrado ministro de Obras Públicas, y Claudio Sepúlveda, general del ejército del Aire, de Minería. Según la prensa de la época, podrían haber sido más. Otras figuras señeras del ejército chileno, altos mandos como Rolando González, Urbina, Pickering, Vivero, o los jefes de la Marina, almirante Montero, y del aire, general Carlos Ruiz, habrían declinado educadamente ante el presidente, en la mañana del día 2, sus ofertas. Allende ha metido en su gobierno a tres militares y a los dos altos representantes de la CUT.

Puede la defensa histórica de Allende, sin duda, atacar el movimiento reaccionario que meses después liderará el general Augusto Pinochet; sobre el cual, por cierto, a finales del 72 el presidente tiene una opinión bastante positiva. Puede, lo he dicho, criticarle por reaccionario. Pero no, en mi opinión, por actuar para tomar el gobierno, porque quien trazó primero esa línea fue el propio Allende. Lo hizo, desde luego, sin separarse de la senda constitucional; pero alguien que llega a presidir un país debería tener claro que ésos son matices despreciables para un militar golpista; y los gobiernos no gestionan lo que es moral, sino lo que es.  

El gesto de nombrar a Prats dilapidó la tradición de un ejército constitucionalista y envió mensajes equívocos muy jodidos a los ambiciosos, que siempre son los que mantienen la cabeza fría en estos ríos revueltos. Allende, probablemente, creía que todo el Ejército estaba con él. Por eso lo usaba de andador de la revolución. De haber seguido vivo en esos momentos, de seguro Iosif Stalin le habría susurrado al oído: nombra un cuerpo de comisarios militares, como en el ejército republicano español, como en el soviético, y quítales el mando. Si no les quitas el mando efectivo, nunca podrás estar seguro de que no te lo van a estrellar en la cabeza.

Pero Stalin estaba muerto, y Allende era demasiado naïf. Lo que siempre me ha extrañado, la verdad, es que su amigo Fidel no le pusiera las cosas claras.

El 5 de noviembre, los gremios aceptan las condiciones del gobierno, y vuelven a currar sin haber conseguido el Pliego de Chile que, en la práctica, propugnaba dar marcha atrás en el proceso revolucionario. Desde Santiago de Chile, Gorriarán clama en sus crónicas que el lock-out y su gestión ha hermanado a Allende con los militares. En realidad, esto ha pasado, sí: con algunos militares. El general Prats se declara, como miembro del gobierno, abierto partidario de la política del gobierno, que considera una política dirigida contra «el capital extranjero y los monopolios» (curiosa valoración de la que se deduce que los camiones, las escuelas, los aviones, los despachos de abogados, y todos los que han ido al paro en Chile son propiedad de multinacionales, que los explotan en régimen de monopolio). Hay personas que conciben que el constitucionalismo militar consiste en que los militares nunca se declaren, como tales, ni partidarios, ni enemigos, de nada; no era ése, desde luego, el concepto de Allende.

Las señales comenzaron pronto. El 8 de diciembre del 72, la Corte Marcial recorta más que sustantivamente la condena al general Roberto Viaux por la muerte del general Schneider, dejándola en dos ridículos años. A Jaime Melgosa, condenado a cadena perpetua por realizar los disparos contra el general, se la rebajan a diez años.

En la primavera de 1973, todos los problemas acumulados se pusieron a prueba en unas elecciones de amplio espectro que renovaban, sobre todo, el Congreso. Los relatos de la etapa de Allende, así como los argumentos de muchas personas, sostienen que la Unidad Popular ganó aquellas elecciones, como sostienen que ganó las presidenciales que hicieron a Allende presidente. Ambas afirmaciones, no obstante, son matizables. Muy matizables.

Teniendo en cuenta que la Unidad Popular defendía, pretendía y trató de ejecutar un cambio sistémico en Chile (esto es, que las cosas se hicieran de otra manera o, si se prefiere, acabar con el capitalismo), la UP no podía decir que había ganado nada en 1970, porque la mayoría de los chilenos se había mostrado contraria a dicho cambio sistémico. En marzo de 1973 ocurrió lo mismo; lo que se ventilaba en esas elecciones era, de hecho, si la oposición iba a conseguir la mayoría de diputados suficiente para echar a Allende.

Lo que sí es cierto es que la Unidad Popular, en el 73, ganó votos. Y que consiguió su objetivo, esto es que su oposición no fuese lo suficientemente fuerte como para echar al presidente. Pero los resultados del 73 también pueden interpretarse como la confirmación de que en Chile había una mayoría no revolucionaria. Conclusión que el gobierno no sacó en ningún momento, y es por ello que no faltan analistas que digan que Allende no supo administrar su derrota dulce, victoria pírrica, o como quiera llamarse.

Yo creo que la Historia demuestra que son escasos, si es hay algunos, los políticos que saben interpretar una derrota dulce. Éste fue el calificativo que hizo Felipe González del resultado de unas elecciones, aseveró que había entendido el mensaje, y se aplicó, a las horas 24, a demostrarle al país que no había entendido una mierda. Sabido es que mucha gente habla de lo que en España se llama Síndrome de La Moncloa y en Chile bien puede llamarse Síndrome de La Moneda. Presidir un gobierno es tomar constantemente decisiones jodidas, y es normal que, por pura sanidad mental, uno acabe rodeándose del Yago de turno que, aunque quizá secretamente busque nuestro mal, se dedique a decirnos, a cada momento, que nuestras decisiones son siempre perfectas y nuestros pedos huelen a J’Adore. La repetición constante de la mentira, como dijo Göbbels, la convierte en verdad. El gobernante acaba creyéndose que es más listo de lo que es, que la situación es mejor de lo que es, y de que tiene más poder del que tiene.

En marzo de 1973, Salvador Allende había terminado por torcerle el brazo a los gremios que le habían acorralado con sus paros y había mejorado su volumen de votos. Pudo interpretar que ese aval (no me cansaré de escribirlo: minoritario) se lo daban para consolidar lo hecho. Pero no hizo eso. Lo que hizo fue interpretarlo, tal y como le reclamaba el senador socialista Altamirano, erigido en portavoz del radicalismo allendista, como una llamada a profundizar en las reformas revolucionarias.

La interpretación que hizo Allende de los resultados del 73 fue tan lerda, tan burda y casposamente revolucionaria, que ni siquiera reparó en el problema que le planteaba el relativo fracaso de la Democracia Cristiana. Con un 32% de los votos, Eduardo Frei seguía siendo el principal partido de la oposición, pero muy por debajo de lo que necesitaba y de hecho esperaba. Un 32% significaba que la DC no podía aspirar a ser, ella sola, alternativa a la UP; que es lo que, paradójicamente, le habría dado más fuerza al gobierno.

¿Por qué? Pensémoslo en términos españoles y actuales. Si tú, lector, fueses Rajoy, ¿preferirías que el PSOE obtuviese 110 diputados, u 80? Un punto de vista miope se decantará por lo segundo. Miope, porque no verá que los 30 diputados de menos del socialismo no serán, desde luego, para el PP. Serán para otros grupos de izquierda que, automáticamente, tendrán una fuerza para pactar con el PSOE que hoy no tienen. En conclusión, la oposición al gobierno del PP será más radical, más bloqueante, que la que pudieran ejercer los socialistas de dominadores del cotarro opositor.


La literatura comunista quiere ver en Eduardo Frei un golpista más y en la DC el centro del golpe de Estado. En mi opinión, si la DC acabó siendo una especie de civil colaborante del golpismo militar no fue por convicción, sino por debilidad; no tenía votos suficientes para oponerse al universo Partido Nacional-grupos de ultraderecha. Pero esto es algo que Allende, borracho de su presunto triunfo, no pudo, ni quiso, ver.

Otro factor importante de las elecciones es la debacle de los socios de la Unidad Popular. El Partido de Izquierda Radical, que había desertado de la UP y aspiraba a arañar un 3% de los votos, quedó laminado. El Partido Radical integrado en la coalición gubernamental no tuvo mejor suerte. La Izquierda Cristiana consiguió un solo escaño en la persona de Luis Maira. Y el MAPU tuvo unos resultados lo suficientemente raquíticos como para abocarlo a la división. El sector de izquierda, liderado por el ex subsecretario de Economía Garretón, se embarcó en una vieja hacia lo ultra que no le hizo ningún favor a la coalición.

¿Por qué fueron tóxicos estos resultados para Allende? Pues porque el destino que fijaban para los partidos minoritarios de la UP era su desaparición, fagocitados en las grandes formaciones de la coalición (partidos Socialista y Comunista; al gusto), cosa a la que, tras haber probado las mieles del poder compartido con marca propia, no estuvieron dispuestos a acomodarse. En consecuencia, la presión a la izquierda de la Unidad Popular será aún más fuerte. Como lo era a la derecha por la relativa debilidad de la Democracia Cristiana.

Pero, sobre todo, el principal problema de Allende estaba en el hemisferio izquierdo de su cerebro político, llamado Partido Socialista. El senador Carlos Altamirano, en buena parte responsable de que el socialismo chileno aparezca en esos tiempos como mucho más radical (léase menos estratégico) que el comunismo, es la principal fuerza que susurra al oído del presidente aquello de: «Luc, soy tu padre». En este caso, además, es verdad.

martes, febrero 07, 2012

Confesiones de un empollón

Mi nota media en el bachillerato fue de 9,8. Perdí dos décimas por el inglés. Tengo colgado de la pared de mi despacho el diploma por el que la Universidad de Cambridge me acredita como Certificate of Proficiency in English, y jamás he recibido ni un minuto de clase de inglés fuera de los términos municipales de Madrid o de La Coruña. El día que Franco murió, 20 de noviembre de 1975, me puse muy contento; ganaba tres días para terminar un trabajo que tenía que entregar sobre Dante Alighieri, que todavía conservo y que tiene 36 páginas escritas a máquina. Tenía 13 años.

El ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert, ha dicho hace poco, al parecer, que el problema de España empezó el día que en clase nos empezamos a cachondear del empollón. La verdad, en sentido estricto no puedo apoyarle. Durante mis años colegiales, yo no me sentí discriminado ni apartado. Nací con ambliopía y con un ojo izquierdo que no servía ni para partir nueces y que, de aquella, en los primeros años de mi vida, estaba pegado a la nariz, como si en la napia hubiese un imán. Sufrí muchísimo más por ser bizco que por ser estudioso. Y eso sólo pasó, además, en los primeros años de colegio.

Yo no tengo conciencia de que alguien haya pasado de mí por ser empollón. Sí tenía la sensación, que los años adultos han confirmado, de que algunos de mis compañeros de colegio se retraían de hablarme porque pensaban que yo era algo raro. Y no se equivocaban, porque es cierto que los empollones somos algo raros; en mi defensa diré que yo también pensaba de ellos que eran raros, pues me parecía, y me sigue pareciendo, que alguien que se sabe de memoria las características de varias decenas de modelos de motos, muy normal no es. Pero, en todo caso, los empollones somos raros. O muy raros, como los de Big Bang. Ahora que lo pienso, Sheldon también es un fanático de los videojuegos. Vete a saber si es un síntoma.

Pero hay una parte del discurso de Wert que sí que es verdad. El español medio puede que no pase de los empollones o puede que, simplememente, se deje llevar por una inercia doble (él pasa del empollón y/o el empollón pasa de él). Pero pasa, definitivamente, de intentar ser un empollón.

Desde mi punto de vista empollón, el gran problema del español, y supongo que será un problema bastante universal, es el «yo no sirvo para estudiar». Uno puede decir que no sirve para hacer rappel porque tiene un vértigo que te cagas; es un obstáculo objetivo y, doy fe, insalvable. Pero uno no puede decir que no sirve para estudiar si nunca lo ha intentado, o nunca se ha cruzado con alguien que verdaderamente lo motive a hacerlo, o si vive en un hogar donde los progenitores valoran más la capacidad de tocar veinte veces con el pie un balón sin que se caiga que la capacidad de memorizar las coaliciones antinapoleónicas.

El problema de intentar ser empollón es que requiere sacrificio. Por eso la mayoría de los empollones lo son por diferentes grados de obligación; en mi caso, por ejemplo, tenía que ganar una beca, y las consecuencias de no ganarla eran altamente indeseables. La mayoría de los empollones que he conocido en mi vida (que son bastantes pues, como dice el refrán castellano, culos conocidos, de lejos se dan silbos) hubieran deseado poder estudiar menos, pero había causas diversas que se lo impedían o les aconsejaban la autocensura. Empollar es sacrificar una parte de la vida, y eso es algo que sólo se empieza a hacer si hay alguien, o algo, que te obliga. Así pues, el primer problema de la falta de empollones en España no está en los estudiantes, sino, first and foremost, en sus padres.

Mi experiencia me dice que hay, o había, dos tipos de padres enfrascados en la labor de enderezar a sus hijos como estudiantes, a hostia limpia si hacía falta. Una categoría eran los padres altamente exitosos, con elevados niveles de vida que, sin embargo, no se debían a abultadas herencias sino a su valía personal. Aquí caben empresarios y, sobre todo, profesionales liberales: abogados, arquitectos. Muchos de ellos, conscientes de que si su hijo se relajaba se exponía a un descenso brutal en su nivel de vida, los atizaban para que estudiasen como habían estudiado ellos.

La otra categoría de padres motivadores estaba formada por los extremadamente humildes, a menudo de escasa educación, que veían en la formación de su hijo, que de forma más o menos cómoda ellos podían pagar, una puerta para el ascenso o la consolidación social.

Entre ambos; entre el profesional brillante y el hombre sin educación pero con ambiciones, se sitúa una amplia masa gris de la sociedad española que es eso mismo: gris. Y no le importa legarle a sus hijos sus grisáceos puntos de vista, según los cuales no es la vida la que se acomoda al esfuerzo, sino el esfuerzo el que se acomoda a la vida. Se trata de padres, y madres claro, que se dicen y se repiten que trabajan muchas horas (sus padres, por lo visto, se tocaban los cojones a dos manos; y no digamos sus madres, amas de casa 18 horas al día, 365 días por año) y que por eso no pueden estar detrás de sus hijos. Se acomodan en eso de que hoy en día los maestros no motivan y no tienen ni puta idea (hecho que, demasiadas veces, es, además, verdad) y entran en una especie de espiral inercial, un «no se puede hacer nada» que, en realidad, quiere decir «no me sale de los huevos hacer algo». Los más sinceros de entre ellos dicen: «yo no pegaba ni sellos y no me ha ido tan mal»; que es como decir: «yo estuve una vez cerca de un león y no me atacó»: Ya, machiño; pero los leones muerden. Las más de las veces.

Luego está, claro, la personalidad del propio estudiante. El adolescente es un animal grupal; hasta tal punto que casi se le podría educar con sólo ver los deuvedés de El encantador de perros. La adolescencia es una etapa de la vida tristemente magnificada por quienes, hace cosa de 40 años, descubrieron el enorme filón de consumo (propio e inducido) que suponen los adolescentes y, por el camino de incitarlos a comprar de todo, los mitificaron a ellos y a su etapa de la vida. Hace algunos siglos, un adolescente no era nadie. Sus padres no les consultaban para nada, hasta el punto de que si tu padre decía que te harías aprendiz de carpintero y resulta que no eras hábil con las manos, lo que te tocaba era ajo y agua. El hombre en formación era considerado alguien sin albedrío y cuya función principal era obedecer. Aquello, desde luego, no estaba bien. Pero la vuelta de la tortilla, por la cual seres que no distinguen el Marca del Fedón deciden sobre más del 90% de su vida por sí mismos, no está mucho mejor.

Al adolescente grupal lo que más le preocupa es ser aceptado por el grupo. Y en el seno del grupo, lo importante es no distanciarse. El adolescente (hombre) fuma si los otros fuman, bebe porque los demás beben, pronuncia constantemente palabras como polla, chocho, polvo, mamada o encular porque sabe que de él se espera tal cosa, y estudiaría si los demás estudiasen. Lo que pasa es que el mundo no es El Club de los Poetas Muertos. Basta que uno solo de los miembros del grupo haya decidido que no vale para estudiar (léase que no quiere intentarlo) para que el resto de la manada vire a sotavento y adopte dicha actitud como su aptitud. A partir de ese momento, cada medio punto por encima de 6 se paga caro. El grupo ha apostado por una de las más seculares engañifas del alma española: mal de muchos, consuelo de tontos.

Hay una parte de esta filosofía que es lógica. Un ser humano de 14 años ha vivido unos 160 meses de vida, de los cuales se ha enterado a medias de unos 50. Así pues, hundir un mes de su vida en el fango de no salir y quedarse a estudiar en casa porque hay exámenes supone tirar a la basura un 1% de su vida. Eso es como pedirme a mí que me encierre a estudiar seis meses enteros y, la verdad, mucho me costaría, sobre todo si fuese un esfuerzo gratis et amore, como de hecho los estudiantes de colegio e instituto conciben el suyo. Otra vez, nos cruzamos con la importante, eterna, figura del padre. A él, a ella, le compete virar esa visión, explicar que las cosas no son así; y, al fin y a la postre, si aun así el cabestro no comprende y se obstina en amurcar contra la puerta de casa para irse de botellón, imponerle el esfuerzo que no está dispuesto a arrostrar por convicción. Son los padres los que deben ejercer esta labor porque el maestro no puede; cuanto más procure el maestro destacar al alumno para retribuirlo, más hará para perderlo, porque más lo apartará del grupo.

Los empollones son una amenaza porque el estudiante preuniversitario es un profesional cuyo oficio consiste en aprobar exámenes; no en aprender: en aprobar exámenes. El empollón es una clara amenaza porque, con su actitud, demuestra que se puede hacer mucho más que aprobar exámenes. Altius, citius, fortius. El empollón llega más lejos y, éste es el temor de la masa grupal, le demuestra al maestro que puede pedir más (reflexión estúpida donde las haya; si hay alguien que conoce bien las posibilidades de una mente púber, ése es el maestro). Y es en este punto en el que la moderna pedagogía, egalitaria e integradora, le ha puesto las cosas muy complicadas a los estudiosos. El profesor acomodaticio, que por las razones que sean llega a la escuela como Pedro Picapiedra, fichando al entrar y empezando inmediatamente a soñar con el momento en que fichará la salida, yabba dabba du, se alía, lo quiera o no, lo perciba o no, lo pretenda o no, con el enorme grupo gris. De una forma más o menos denotada, comienza a destilar pasotismo hacia el empollón; comienza, primero a permitir, después, directamente, a celebrar, las bromas contra el empollón, porque en el fondo son las suyas. Quizá es que él, también, cuando era joven, entendía que la vida hay que buscarla en el fondo de una botella marrón de zumo de lúpulo. O quizá es que, simplemente, está desmotivado, y la visión de un estudiante motivado, de una forma u otra, le jode.

Si las aulas se llenan, como yo me temo que se han llenado, de maestros acomodaticios, o de maestros que realmente creen que no hay que destacar al brillante porque eso sería como tratar de retrasados a los demás, el empollón pierde apoyo por el último flanco que lo esperaría. Es como si un día te cruzaras con el Papa y el tipo fuese y te abriese la cabeza golpeándote con un cáliz.

De todas formas, yo no sé, cuando Wert dice lo que dice, en qué momento está pensando; pero lo cierto es que lo que denuncia es un defecto secular. Yo siempre he pensado, y algún que otro soplamocos me he ganado por decirlo en voz alta, que España tiene la desgracia, repito, la desgracia, de ser la cuna de la literatura picaresca. Sí, ya sé que las novelas picarescas son la leche de bonitas, auténticas joyas literarias. Pero es obvio que la picaresca sólo puede nacer en una sociedad que la tenga asumida, que la tenga embebida en su forma de ser. Y que una sociedad permita, ampare, proteja y celebre al pícaro es una muy mala noticia.

Seamos claros: el pícaro, las más de las veces, es un hijo de puta. Un tipo que acaba obteniendo un beneficio para el que ni ha trabajado ni ha hecho el más mínimo mérito. Es más: lo más normal es que haya caminado, y mucho, en la dirección exactamente contraria.

La literatura picaresca, por lo tanto, consiste en disfrutar, en reírse, en celebrar el espectáculo de un hijo de puta siendo un hijo de puta. 

Hace mucho tiempo que no veo cine español; pero cuando lo veía, veía comedias, porque la experiencia me dice que los directores de cine españoles, ejem, no conciben el drama como yo lo concibo (por ejemplo: para muchos directores españoles, las palabras drama y ritmo son antónimos). En esas comedias, sistemáticamente, aparecía siempre un personaje, algún personaje, que representaba al pícaro. El típico pollo que es un jeta y un vago, pero que a base de labia y de algún que otro subterfugio, acaba llevándose el gato al agua. Llevamos así 600 años. Llevamos 600 años presuponiendo que el pollo que trabaja, que se esfuerza, que incluso se encierra en una vida monótona y complicada (el hombre que, en palabras de Santos Discépolo, labura/día a día como un buey), es un hombre mezquino, miserable, avaro, probablemente machista y meapilas que, consecuentemente, merece ser embargado en todo o parte de lo que consigue por ese héroe anti-héroe tan español que es el pavo que no trabaja o trabaja lo justo, que trapichea, que se escaquea, que engaña y que tima. ¿Cómo no vamos a burlarnos de los empollones, si ése es el concepto que tenemos de la Spanish way of life?

Philip Roth, uno de los mejores escritores vivos en mi opinión, escribió una novela, la Pastoral Americana, reivindicando esta figura. La figura del burgués que llega a los cincuenta y tantos con el espinazo doblado de tanto cargar fardos, el ojo del culo como la boca del metro de Sol de tanto aguantar mamonadas, y la garganta insensibilizada a base de desayunarse sapos. Una parte importante de la vida es eso: trabajo de muladar, penetraciones anales no queridas y deglución de batracios. Pero el alma española siempre está buscando atajos que le eviten eso; y cada uno que lo consigue, aunque sea a base de engañar y meterle a otros el codo en el ojo, es sacado en hombros de la plaza y celebrado como un héroe.

Todo se reduce, ni más, ni menos, a una discusión sobre qué modelo queremos presentarle a los españoles por hacer. Los mensajes subliminales siguen siendo, hoy, los mismos que en los tiempos del Lazarillo. Uno se sienta delante del televisor a ver Aida y aprende que los empollones son humanos cercanos a la definición de extraterrestre, o mariquitas bienintencionados; y que la definición de tener éxito es entrar en la casa de Gran Hermano.

Pero que nadie se preocupe, que estamos ante la generación mejor preparada de la Historia de España. Cosa que volveremos a decir en la siguiente generación; en realidad, diremos lo que haya que decir, con tal de no tener que reconocer dos cosas: una, que hay un problema; dos, que ese problema, simple y llanamente, somos nosotros.

lunes, febrero 06, 2012

El ¿fin? del chaconato

El destino de las formaciones ecuménicas es tener que lidiar con las corrientes. Para una formación política que pretenda tener el suficiente número de votos como para poder aspirar al poder, aunque sea como partido minoritario, la inexistencia de tendencias o banderías es mala noticia. Quien no tiene tendencias apunta sólo a un tipo de votante, y con un tipo de votante no se llega a ninguna casa coloreada, sea su color el blanco, el rosado o cualquier otro. Para llegar a gobernar hay que poner los pies por lo menos encima de dos hombros distintos.

La formación más ecuménica de la política española es la tradicionalmente más votada: el Partido Socialista Obrero Español. Ya en sus inicios tenía corrientes en su seno, aunque quedaron bastante desdibujadas bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, que era un liderazgo de hierro porque tenía muy sólidos principios ideológicos. Pablo Iglesias no creía en la colaboración con los políticos burgueses porque, en su espontánea lógica marxista, sabía bien que su aspiración respecto de esos mismos políticos burgueses era mandarlos a tomar por culo; razón por la cual, en su sincero simplismo, el tipógrafo prefería no colaborar con ellos.

Todo esto cambió tras la Semana Trágica de Barcelona, que enseñó a las fuerzas de izquierdas la posibilidad de conseguir cosas uniéndose a las izquierdas burguesas, aprovechando que éstas abandonaban el turnismo canovista para ponerse frente a la personalidad de Antonio Maura, el líder conservador. El famoso «¡Maura, no!» se parece al No a la Guerra como una gota de agua a otra, y el nivel de galvanización ejercido en las izquierdas, muy parecido. En 1909, Iglesias era ya, además, el Abuelo Cebolleta del socialismo patrio, que adivinaba estrategias y ambiciones mucho más allá de tener concejalitos en los ayuntamientos más grandes; así pues a don Iglesias, poco a poco, lo fueron dejando pensar en sus cosas en su mesa camilla de la calle Ferraz, mientras otros líderes más jóvenes se aprestaban a asaltar el poder estatal, primero (1917); controlarlo por la vía de los votos, después (1931);  y volver a asaltarlo, de nuevo, por la fuerza violenta (1934).

El PSOE, es teoría que no escribo por primera vez, ha tenido siempre tres tendencias. Las citaremos por su calificativo histórico.

Existe el largocaballerismo, que es una forma de hacer PSOE basada en la confluencia, ideológica, de mensaje e incluso de estrategia, con las izquierdas más a la izquierda del propio partido. Para el largocaballerismo, hacer socialismo es construir, en cada momento, una sociedad en cierto sentido nueva; cuando menos, significativamente distinta a lo que hay. El largocaballerista, por lo tanto, se siente con altura moral para decirle a la sociedad española cómo debe ser, y hacia dónde debe evolucionar. De alguna manera, es un estilo político de avanzada que, como el leninismo, acepta la existencia de una vanguardia (nótese la cantidad de formaciones de izquierdas que, hoy como en el pasado, se llaman o llamaban Vanguardia + algo) que es la que sabe, y que avanza movimientos sociales. No es, por lo tanto, un movimiento que acepta, o da carta de naturaleza a, los cambios; los crea, porque tal considera que es su función.

Existe el prietismo, que es, de hecho, el modo de hacer socialismo más habitual. El prietismo tiene sus convicciones ideológicas, más bien moderadas (hoy diríamos socialdemócratas). Tiene capacidad de interlocución con los adversarios ideológicos del partido pero, eso sí, su principal característica es el accidentalismo. El principal político prietista es Bruce Lee: be water, my friend. Si la botella se convierte en una coalición de derechas, el agua se convierte en una coalición de derechas; si la botella se convierte en una alianza de izquierdas, el agua se convierte en una coalición de izquierdas.

Existe, por último, el besteirismo que, desde unos presupuestos ideológicos incluso radicales, tiene, sin embargo, un compromiso con la estabilidad institucional y política del país que le impide dejarse llevar por esos mismos presupuestos para echarse al monte o nada parecido. El besteirismo es un socialismo práctico que, por definición, y puesto que su obsesión es la gobernabilidad o, si se prefiere, el orden, evita los extremos en la práctica.

Lo que se ha vivido el sábado pasado en Sevilla es un enfrentamiento entre el PSOE largocaballerista y el besteirista, por incomparecencia del moderno prietismo, que salió escaldado de la última elección a la secretaría general del partido y ha considerado, a mi juicio con enorme acierto, que no es el presente el momento procesal oportuno para dar el paso al frente. El besteirismo socialista de toda la vida, representado por un Felipe González transmutado ahora en político entrado en años y con amplia experiencia, ha maniobrado para eliminar del panorama a esa suerte de nuevo largocaballerismo que llamamos zapaterismo. Así las cosas, debiéramos encontrarnos ahora con un PSOE que haga lo que hizo en los últimos años de la UCD, esto es una oposición sistemática y exigente pero escasamente demagógica, buscando recuperar el poder sobre bases sólidas.

No obstante lo dicho, si algo se aprende estudiando Historia es que las historias nunca se repiten. Dicho de otra manera: uno nunca se baña dos veces en el mismo spa. Entre el proceso teórico y el real hay tantas diferencias que, para desgracia de los promotores de la movida, las posibilidades de que las cosas salgan de otra manera son muy elevadas.

Hay, como digo, una serie de factores que yo veo fundamentales:


1) La personalidad del arquitecto del proceso. Alfredo Pérez Rubalcaba ha cometido muchos errores en los últimos años. El mayor de ellos, aceptar la vicepresidencia de un gobierno presidido por un señor en el que no creía, y al que, de hecho, llegó para cortar las alas. Fue un error porque cuando Rubalcaba aceptó la vicepresidencia del gobierno hasta un tonto podía imaginarse que la crisis económica iba a llevar a España del ronzal hasta las elecciones, fuesen cuando fuesen; y que, consecuentemente, a él no sólo no le iba a quedar espacio para desplegar el estilo de gobierno que quería montar, sino que, más aun, se vería obligado a defender lo indefendible. Como de hecho le ocurrió; la reacción rubalcabiana a la reforma exprés de la Constitución es un buen ejemplo de lo que aquí digo.

También fue un error esa decisión porque, como sabe todo el mundo que haya jugado dos minutos al Call of Duty, o que en su defecto haya hecho la carrera militar, cuando la cosa va de darse tiros, disponer de una posición elevada siempre es una ventaja. Y no creo que nadie dude de que ser el presidente de un vicepresidente es lo más parecido que se puede imaginar a un nido de ametralladoras en alto. Así pues, Zapatero le arreó los cebollazos que quiso mientras trataba de quedar au dessus de la melée, y hoy es el día que la debacle de los 110 diputados es la debacle de Rubalcaba.

También Largo Caballero laminó a Prieto desde la altura. En abril del 36, por poner una fecha, Indalecio Prieto era la polla de Montoya. El tipo que había diseñado el cinturón ferroviario de Madrid. El tipo al que Gil-Robles temía en las Cortes (mientras se corría cada vez que el que se levantaba era Largo, de ídem peor orador). El hombre al que hasta Calvo-Sotelo, que era un tipo bastante infatuado que no respetaba demasiado a nadie, prodigaba en amabilidades. Era la niña bonita de Azaña. El que iba a ser presidente del Gobierno. El alma de la República. En abril del 37, apenas un año después, no era nadie. Un ministro teóricamente encomendado de la dirección de la guerra, que no dirigía nada, a quien los asesores soviéticos ninguneaban, a quien el presidente del Consejo de Ministros trataba como una braga sucia y que, algunas semanas después, iniciaría una existencia de zombie político por medio mundo. Una vez recuperado su tessssoro, el Anillo de Poder en el Partido, Prieto se desquitaría de todas estas humillaciones echando de la formación a Juan Negrín.

2) Hay herencias del zapaterismo que los nuevos mandantes en el partido van a poder negar, si quieren, y otras que no. La obsesión de Zapatero por la igualdad, por la memoria histórica o por la laicidad son cosas en las que, si los nuevos dirigentes del partido dejan de insistir machaconamente, no les va a pasar gran cosa. Cuentan con la indudable ventaja de que son cosas en las que difícilmente el PP les va a merendar el electorado; y, dado que IU parece dispuesta a seguir masturbándose con su papel de maquis del parlamentarismo español, tampoco por su izquierda le van a hacer demasiada sombra.

Pero hay una herencia que les costará negar, y que es la peor: la relación con los nacionalismos.

Ha dicho en las últimas horas el PSC que no se siente representado por la nueva Ejecutiva; y lleva razón. La nueva Ejecutiva no parece demasiado preocupada con el objetivo de profundizar la autonomía catalana; que era un objetivo al menos de boquilla asumido por el zapaterismo. El  nuevo largocaballerismo, de una forma que el personaje tomado para bautizar la tendencia jamás pudo siquiera imaginar, ha consolidado la nacionalización del socialismo catalán, que ya no se entiende sin la reivindicación del hecho diferencial, la balanza fiscal, y resto de versiones del solo, fané y descangallao, sólo que con seny.

La bomba de relojería que le ha dejado Zapatero al PSOE es el hecho de que, guste o no, el socialismo ya no se entiende sin un catalanismo a la remanguillé. Para colmo, en una elección que en modo alguno es casual, había elegido a una catalana para sucederle. El tiempo dirá si Rubalcaba va a tener los huevos de hacer con el PSC y con Karma Chacón (qué nombre tan relajante) lo que hizo Aznar con el PP catalán y Alejo Vidal-Quadras; sólo que esta vez las tropas invasoras, en lugar de llegar del flanco izquierdo, tendrán que llegar desde el derecho. Mi apuesta es que o no se atreverá, o no será capaz, por inexistencia de un candidato alternativo sólido.

Por lo que se refiere al nacionalismo vasco, más le vale a Rubalcaba decir la verdad cuando asevera que no hay nada raro en las negociaciones con ETA.

3) La recuperación del discurso. El largocaballerismo siempre se ha caracterizado por ser enormemente atractivo, porque ha hecho uso de cuantas dosis de demagogia le han sido necesarias para llevarse el gato al agua. Largo Caballero era en 1935 el Lenin Español, a pesar del pequeño detalle de que en 15 años no habían surgido nuevos Lenin, lo que llevaba a pensar que tal vez fuese irrepetible; y Zapatero iba a cambiar la política mundial con su Alianza de Civilizaciones y su confluencia planetaria con un señor al que no le ha temblado la mano a la hora de mantener la prisión de Guantánamo.

Lo malo de que alguien use de la demagogia industrial es que, cuando llegas tú, te deja sin discurso. Largo era un demagogo revolucionario porque cada vez que veía que la CNT le pasaba por la izquierda le entraban los siete males. Su loca carrera dialéctico-armamentística (pues mientras declamaba discursos guardaba cajas de armas en hotelitos de Moncloa) provocó que, tras la mal llamada Revolución de Asturias, que al microscopio aparece claramente como lo que es: un golpe de Estado revolucionario; tras la dita Revolución, digo, el PSOE no tuviese más discurso que el patibulario y violento. Discurso que le costó décadas superar.

Rubalcaba ha comenzado su andadura como nuevo lìder de la izquierda comentando que hay que cambiar el Concordato con el papado. El dato es un síntoma bastante claro de que el nuevo secretario general del PSOE carece de discurso propio, y tiene que vivir, aún, de las teclas sensibleras inventadas por ese antecesor al que pretende hacer olvidar.

El nuevo PSOE tendrá que decidir si quiere estar indignado o parecerse a la socialdemocracia alemana de los setenta. Si quiere sostener un otanismo sin complejos o se va a echar al monte de las causas perdidas (y no exentas de violencia). Si prefiere que Chávez le llame amigo o asesino.  Y lo tiene jodido. porque todos los demagogos dejan tras de sí un gran recuerdo.

4) Chacón ha salido viva del embroque. También salió Bono, incluso más, de su enfrentamiento con Zapatero, cierto. Pero, sinceramente, esperemos que ya nadie, ni dentro ni fuera de la política española, se encuentre con las circunstancias con que se encontró Zapatero para labrar en acero su liderazgo; porque son unas circunstancias que causaron más de 200 muertos.

El zapaterismo está, hoy, en su mejor situación de los últimos tres años. Vale que si hubiese ganado habría sido aun mejor; pero eso no quita que todo lo que hay en los 1.000 días anteriores al presente sea peor que lo que hay ahora.

El zapaterismo tiene una aldea gala donde refugiarse. Que los galos juren por San Jordi, en lugar de por Tutatis, es apenas un matiz. Una aldea gala donde no va haber examen parcial en tres años; eso son dos años, como poco, prometiendo sin tener la necesidad de dar. El rubalcabismo, en cambio, se va a retratar en las vascas, entre otras cosas porque, probablemente, el rubalcabismo es lopezismo; no se olvide que Patxi López es, a día de hoy, el único socialista políticamente vivo que se ha entendido con el PP.

El zapaterismo tiene un líder que difícilmente se va a quedar en León dialogando con el viento. En el momento en que sienta o piense que se ha hecho perdonar los peores de sus errores, le va a jugar al felipismo avant la lettre el mismo juego sucio que el felipismo le jugó a él en su momento. También podríamos llamarlo aznarismo, pues en la derecha el efecto también se da: el antiguo líder, por encima del bien y del mal, dando conferencias en los que lo ve muy claro, y da la sensación de pensar que lo que pasa es que su sucesor no se entera de nada, o no tiene la sensibilidad que hay que tener.

En suma, el largocaballerismo zapaterista, que domina a la perfección las herramientas de la demagogia (no en vano está petado de especialistas en comunicación pública), está donde quería estar para poder disparar cuando le plazca. Al otro lado le queda el desgaste, y la necesidad de Rubalcaba de ir a más de una federación socialista con el cuchillo de capar entre los dientes si quiere que el aparato le responda. En esta vida hay victorias que son, verdaderamente, para echarse a llorar.

No tendremos chaconato, pues. Tan sólo de momento.

O, tal vez, al final llegará Prieto, y se llevará el momio.

El marxista naïf (6)


El 1 de octubre, el gobierno cierra una emisora, Radio Agricultura, controlada por el derechista Partido Nacional, por ofensas a los militares. El 3, estudiantes democristianos se manifiestan contra el gobierno, y en la noche partidas de Patria y Libertad y Ronaldo Matus se pasean por Santiago.
El día 9, finalmente, Villarín anuncia el paro de los transportes. Ello a pesar de que el gobierno había aprobado un aumento del 120% de sus tarifas, aunque se había enrocado en otras reivindicaciones, que consideraba ideológicamente inasumibles. Concretamente, los camioneros querían frenar la estatalización en su sector.

El 11 de octubre se suma la Confederación Nacional de Dueños de Camiones. Villarín exige la devolución de Radio Agricultura. Allende no sólo no acepta, sino que lo detiene, como a otros activistas. Poco a poco, el desabastecimiento obliga al gobierno a declarar el estado de emergencia en varias provincias del país, hasta llegar a 25. El 12 de octubre, otras organizaciones, como la de comerciantes de Rafael Cumsille, se unen al paro. Pero sólo son los primeros. Pasando los días, se unirán: los constructores, los médicos, las matronas, los ATS, los empleados del Banco Central, propietarios campesinos, abogados y maestros. Poco a poco, una huelga gremial provocada por la subida estratosférica del coste de la vida se convierte en una huelga política, antigubernamental.
En este punto, el gobierno actúa de forma no muy democrática, la verdad. Como primera provisión, decreta que todas las emisoras del país deban pinchar, en determinados momentos, la señal de la Oficina de Radiodifusión Nacional; en este punto, habría que recordar que en España también pasamos un periodo en el cual el informativo nacional de radio, incluso en las cadenas privadas, tenía que ser el parte de Radio Nacional; periodo en el que quien gobernaba en España, muy demócrata no era.

Aprovechando este monopolio radiodifusor, Allende realiza una alocución al país donde asevera que «a Chile no lo paralizará la reacción derechista»; era y es, evidentemente, muy libre de decir cosa tal, pero tampoco deja de ser sorprendente que cuando las huelgas generales las convocan las izquierdas que, en aquel momento, apoyaban a la Unidad Popular, son actos justos y reivindicativos; pero cuando se convocan contra ellos resultan ser una «reacción derechista». Es obvio, al menos para mí, que las derechas, con aquellos paros, estaban sobreactuando y cantándole un órdago al allendismo; tan obvio como que Allende lo quiso, pasando de la natural prudencia que, en mi opinión, debe exhibir en estas circunstancias quien está al frente del Ejecutivo.

La huelga de los transportistas hace, además, que Allende profundice en un grave error, sobre el que volveré en el epílogo de estas notas, cuando cuente los que, en mi opinión, fueron los errores de Allende. Como digo, el error viene ya de antes. Ya desde meses antes del paro, todos los periodistas que siguen a Allende destacan el hecho de que nunca aparece en público sin estar rodeado de militares; y nunca deja de acudir a actos castrenses.

Que la apuesta del golpismo de derechas son los militares no es duda alguna; entre otras cosas, la derecha, en 1972, está pidiéndole ya sin recato a los milicos que se alcen.  A Allende, esta tentativa le mueve a una reacción que seguramente él consideró genial, pero que, con el tiempo, desvelaría su truñesca naturaleza: si no quieres caldo, toma dos tazas.

En efecto, Allende, lejos de acorralar y amenazar a los militares, los corteja. Aprovecha para ello el martirio de René Schneider, que está bien presente en la cúpula militar; una cúpula, por cierto, con setenta veces siete más tradición de respeto al orden constitucional que el ejército español.





Los militares entran en el Gobierno Allende. Y, ante el caos de los paros, el general Héctor Bravo, que es jefe de la zona especial de Santiago, es nombrado por el presidente responsable del transporte de todo Chile; en otras palabras, el hombre encargado de organizar el regreso del país al orden. Hay que reconocer que es un movimiento inteligentísimo por parte del presidente. Lo que las derechas estaban esperando es que ese cargo recayese en algún Vuscovic de la vida, o peor, ¿por qué no?, en alguien cercano al MIR, para acabar de montarla. Fue un movimiento inteligente… a corto plazo. A largo plazo, le enseñó a los militares la puerta abierta de la implicación en política. Y Allende fue enormemente lila al imaginarse que podría colocarse él en el quicio de esa puerta y empezar a decir: tú sí pasas, tú no pasas…

En todo caso, el paro de los transportistas provoca toda una reacción popular. Sólo en el primer día de llamado para ello, se presentan 7.000 voluntarios para conducir vehículos. La ultraizquierda anuncia que va a asaltar los comercios, movimiento que el general Bravo aborta inmediatamente. Otro punto en el haber de Allende por haberle nombrado. El 15 de octubre, el mismo general Bravo cierra una emisora, Radio Nueva, que se ha solidarizado con los huelguistas. Las carreteras de Chile están repletas de miguelitos, clavos de tres puntas que los piqueteros, que salen todos siempre del mismo tronco sean de izquierdas o de derechas, colocan para joderle la vida a todo aquél que no les hace caso.

El 18 de octubre, la patronal de autobuses, que estaba al borde de la huelga, llega a un acuerdo con el gobierno. Para entonces, el toque de queda, desde el crepúsculo hasta las seis, se ha declarado en Santiago, Valparaíso, Cautín y Curicó. Hay atentados por todas partes, provocados por la extrema derecha, incluso con muertos. Desde el 22 de octubre, las acciones violentas se intensifican. A tres carabineros les ponen una bomba en un repetidor y los dejan para el arrastre. La ultraderecha se enfrenta con el ejército en la misma calle.

Para el 30 de octubre, Allende se siente lo suficientemente fuerte como para desconvocar la reunión que tenía convocada con los líderes gremialistas para discutir el conocido como Pliego de Chile, es decir la plataforma reivindicativa de la huelga. La oposición reacciona haciendo uso de su mayoría parlamentaria para denunciar ministros: denuncia a Jaime Suárez (Interior), Carlos Matus (Economía), Aníbal Palma (Educación) y Jacques Chonchol (reforma agraria).

El 1 de noviembre Allende, mucho menos presionado por la huelga, anuncia la ruptura de las conversaciones con los gremios. Y el 2 de noviembre, da la gran campanada con el nombramiento de un nuevo gobierno.