Introducción/1848EleccionesTrump no fue el primeroQué cosa más jodida es el EjércitoNecesitamos un presidenteUn presidente soloLa cuestión romanaEl Parlamento, mi peor enemigoCamino del 2 de diciembreLa promesa incumplidaConsulado 2.0Emperador, como mi tito
Todo por una entrepiernaLos Santos LugaresLa precipitaciónEmpantanados en SebastopolLa insoportable levedad austríaca¡Chúpate esa, Congreso de Viena!Haussmann, el orgulloso lacayoLa ruptura del eje franco-inglésItaliaLa entrevista de PlombièresPidiendo pistaPrimero la paz, luego la guerraMagenta y SolferinoVuelta a casaQuién puede fiarse de un francésDe chinos, y de libanesesFate, ma fate prestoLa cuestión romana (again)La última oportunidad de no ser marxistaLa oposición creciente
El largo camino a San Luis de PotosíArgeliaLas cuestiones polaca y de los duquesLos otros roces franco-germanosSadowaMacroneandoLa filtraciónEl destino de MaximilianoEl emperador liberal y bocachanclaLa ExpoTotus tuusLa reforma-no-reformaAcorraladoLiberal a duras penasLa muerte de Víctor NoirEl problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.SigmarinenLa guerra, la paz; la paz, la guerraEl poder de la Prensa, siempre manipuladaEn guerraLa cumbre de la desorganización francesaHoras tristesEl emperador ya no mandaOportunidades perdidas
Medidas desesperadasEl finEl final de un apellido históricoTodo terminó en Sudáfrica
Pasada esta escena tan poco edificante, la emperatriz recobró algo
el aplomo y recibió a sus ministros. Inmediatamente, comenzaron a
hablar de transferir el gobierno a Tours y desde ahí comenzar las
conversaciones de paz. También hablaron de cogobernar con el Cuerpo
Legislativo; porque, claro, ahora que la cosa se ponía difícil como
una pandemia, los que siempre habían querido todo el poder para sí,
de repente, querían cogobernar, no te jode. Clement Duvernois
sometió el borrador de la declaración que haría pública la
derrota al público. Schneider, presidente del Cuerpo Legislativo y
también presente, le propuso a la regente delegar toda su autoridad
al parlamento. Eugenia no dijo nada. En ese momento, todo lo que
quería era ganar tiempo a ver si encontraba algún último conejo en
la chistera.
Sin tener clara la dirección que tomarían los hechos, Schneider
regresó al Palais Bourbon, donde fue literalmente asediado por la
turba de diputados. Se convocó sesión para medianoche. Los
ministros, inicialmente, dijeron que no irían pero, ante las
presiones, acabaron pasándose por allí. Pero ésa es la expresión
correcta porque, la verdad, no tenían ni puta idea de qué decir.
Palikao lee los informes llegados de Sedán, y sugiere que cualquier
discusión se deje para el día siguiente (aunque ya, prácticamente,
estaban en el día siguiente). Gambetta, en esas horas, se ha
convertido en el hombre fuerte. Es, sin duda, el político al que más
gente sigue en ese Cuerpo Legislativo que está sonado como un
boxeador en el ring. Se opone a que la sesión se cierre; la sesión
no se cierra. Entonces, Jules Favre gana la palabra para leer, en
medio de un silencio sepulcral, la proposición que han redactado los
27 diputados de la izquierda:
Luis
Napoleón Bonaparte y su dinastía son declarados desposeídos de sus
poderes constitucionales. El Cuerpo Legislativo nombrará una
comisión investida de todos los poderes de gobierno y que tendrá
por misión expresa resistir a toda costa la invasión y echar al
enemigo de nuestro territorio. El general Trochu sigue siendo el
gobernador general de París.
Como puede verse, en un arabesco curioso, Trochu se ha convertido en
algo así como la gran esperanza blanca de las izquierdas.
El
Parlamento, formado, no se olvide, por una mayoría enorme de
diputados imperiales, responde con el silencio. Sólo uno de sus
miembros se atreverá a disentir. Se trata de Pierre Ernest Pinard,
el hombre que, como ministro, se hará famoso por denunciar por
escandalosa la novela Madame
Bovary
de Gustave Flaubert, así como el libro Las
flores del mal del
poeta Charles Baudelaire. Tímidamente, Pinard argumenta que el
parlamento sólo puede tomar medidas provisionales, pero no decretar
la desposesión del emperador.
La
asamblea se disuelve, citada a mediodía para votar la moción. Pero
casi nadie se fue a dormir aquella madrugada. Muchos, de hecho,
esperaban un golpe de Estado imperial. Pero, en realidad, las fuerzas
imperiales no están ya por esa labor. Rouher, camino de su casa, le
confiesa a un amigo: il
n'y a plus rien à faire. A demain, la revolution.
Las Tullerías están prácticamente desiertas, y ya sólo tienen un
habitante. Por la rue de Rivoli, que se puede ver perfectamente desde
sus ventanas, marchan grupos de personas con banderas rojas dando
mueras al Imperio y vivas a la república. Eugenia de Montijo, se
dice, consumió la noche quemando papeles.
El domingo 4 de septiembre fue un día caluroso y sin nubes. Todo
París se echó a la calle a leer los afiches que informaban de Sedán
y los periódicos. Entre los políticos se discutía mucho. Gambetta
habló varias veces a las multitudes recomendándoles la moderación.
Thiers era de la opinión de que había que limitarse a declarar el
poder vacío. Buffet, en cambio, consideraba que eso era un
constructo imposible; que la regente debía ceder el poder al Cuerpo
Legislativo. Y, por encima de todo, las izquierdas demandaban el fin
del Imperio.
En las Tullerías, la regente preside una reunión del gobierno. En
ella Trochu, siempre echado para delante, vino a decir que se haría
lo que se tuviera que hacer para conservar el orden. Pero en medio de
la reunión, llega la noticia de que en Lyon ya se ha proclamado la
República. Clément Duvernois propone declarar el estado de sitio.
Pero nadie le apoya. Se habla de trasladar el gobierno fuera de
París; pero todos coinciden en que ya es demasiado tarde y que,
además, perder París es perder Francia. Todo el mundo quiere buscar
una vía para dejar el poder de forma razonablemente ordenada.
Finalmente, los ministros deciden presentar al Cuerpo Legislativo un
proyecto para crear un Consejo de Regencia cuyos miembros serían
nombrados por el propio parlamento. Palikao sería nombrado teniente
general, para así conformarse una especie de gobierno de defensa
nacional.
Todo esto sin embargo, son futesas. El Imperio, en ese momento,
apenas cuenta con tres escuadrones de gendarmes a caballo, unos mil
policías y dos batallones de infantería formados por soldados que
apenas han llegado al oficio. Toda esta tropa es concentrada
alrededor del Palais Bourbon.
En las Tullerías, Eugenia de Montijo hacía uso de unos prismáticos
de teatro para espiar a la multitud agolpada en la plaza de la
Concordia. En ese momento, todo París hierve con la noticia de que
esa masa piensa atacar el palacio, cosa que es falsa. Aún así, la
emperatriz le pregunta al general responsable de proteger las
Tullerías, Émile Henry Mellinet, si podrá defender el edificio; el
militar le responde que ni de coña.
En la asamblea, se discute una proposición de Thiers que dice: “a
la vista de la vacante en el trono, la cámara nombra una Comisión
de gobierno y de defensa nacional. Una asamblea constituyente será
convocada cuando las circunstancias lo permitan”. Aunque la fórmula
no convencía a muchos, se aprobó, y Buffet fue el encargado de
acercarse por las Tullerías para recabar el asenso imperial. Llegó
a Tullerías a mediodía, a la cabeza de una delegación en la que
también destacaba Daru. Ante la exposición de los hechos, Eugenia
de Montijo respondió: “Si se cree que yo soy un obstáculo, que se
pronuncie la desposesión, yo no voy a protestar. Pero lo que no voy
es a abandonar mi puesto. La única conducta patriótica por parte de
los representantes de la cámara sería la de colocarse en torno mío,
para concentrar todos los esfuerzos contra la invasión. Yo apoyaré
y seguiré al Cuerpo Legislativo en cualquier medida que tome para
organizar la resistencia. Si ésta fuese imposible, aun sería útil
para conseguir unas condiciones de paz más favorables”. Buffet le
contestó que tenía razón; que su punto de vista era el adecuado.
Pero que estaba el pequeño problemilla de que el pueblo de Francia
ya no creía en solución tal. Eugenia, siempre buscando ganar tiempo
no se sabe muy bien para qué, terminó diciéndole a la diputación
que fuera a ver a sus ministros; que si ellos estaban de acuerdo,
ella lo estaría también.
Los diputados retornaron al Cuerpo Legislativo. La sesión se había
abierto ya, y las tribunas de público estaban petadas. El gobierno,
por medio de Palikao (quien, por cierto, horas antes había sido
informado de que los alemanes habían matado a su hijo) propone un
Consejo de Defensa Nacional. Favre reclama la desposesión. Thiers
sigue defendiendo su moción.
La sesión se cerró así, para poder negociar. Pero es que la
situación ya no está en manos de los hombres políticos. Afuera, en
la calle, la Guardia Nacional había pasado la tarde negociando
primero y, en muchos puntos, confraternizando con las masas que
gritan Déchéance!, es decir, que quieren la caída del
Imperio. Esa multitud acaba rompiendo las barreras, puesto que
quienes las defienden no van a disparar, y entrando en el parlamento.
Es una masa abigarrada de blusas blancas (pronto serán conocidos
como proletarios) y estudiantes. Los republicanos, creyendo que
tienen ascendiente sobre aquella gente, tratan de apaciguarlos. Pero
son las tres de la mañana; ésa no es hora de hacer política.
Quien primero lo entendió fue Gambetta. Siempre fue un político que
se destacaba por su capacidad de leer las jugadas populares. Subió a
la tribuna y se impuso sobre la turbamulta de voces y gritos. Suyo
fue el golpe de gracia al Imperio: teniendo en cuenta que la
patria está en peligro, que la representación nacional ha recibido
tiempo más que suficiente para pronunciar la desposesión, que
nosotros somos y constituimos el poder regular nacido del sufragio
universal, nosotros declaramos que Luis Napoleón Bonaparte y su
dinastía ha dejado de reinar en Francia para siempre.
Aplausos atronadores. Pero también algunas voces exigiendo que,
además de dar ese paso, se proclame la República.
La situación, sin embargo, ya no está clara para los políticos.
Los diputados de las izquierdas ya se han barruntado que podrían ser
desbordados por la revolución, y eso no les gusta. Así que, como
pueden, tiran de tradición, que por otra parte era totalmente
cierta, y comienzan a decir que un régimen, en Francia, no se
proclama en la asamblea, sino en el Hôtel de Ville. Favre juega la
carta del pragmatismo, y trata de convencer a todos de que lo que hay
que hacer es nombrar un gobierno provisional, que será el que tome
las decisiones y aborde la defensa del país. Pero para entonces la
masa ya está gritando A l'Hôtel de Ville!, y el propio Favre
se coloca al frente de la manifa.
Y así sale del parlamento un largo cortejo, presidido por Favre y
Ferry, escoltado por la Guardia Nacional. Atraviesa el puente de la
Concordia, dirección plaza de Grève. Otra columna avanza por la
ribera izquierda, con Gambetta al frente. En el puente de Solferino,
Favre se encuentra con Trochy en su caballo. El republicano informa
al militar de la desposesión y le invita a acompañarlo al Hôtel de
Ville. Trochu duda, pero al final decide regresar a su cuartel del
Louvre, sin meter los dedos.
La masa llega a la plaza Grève a las cuatro. Los soldados que la
guardan no hacen ademán alguno de impedir la entrada, así que las
salas están petadas en unos minutos. Favre, subido en una banqueta,
logra declamar una corta arenga, en la que en realidad pide
moderación y confianza en el gobierno que se va a formar. Dicha
formación ser aborda en el despacho del prefecto. Están en éstas
los políticos cuando reaparece Trochu. El general sabe que los
republicanos consideran fundamental su presencia, y ha decidido jugar
la carta. Anuncia que entrará en el gobierno si se le nombra
presidente. Favre se quita de en medio, y Thiers no quiere tener nada
que ver. Finalmente, en el gobierno entrarán Trochu, Favre, Ferry,
Pelletan, Garnier-Pagès, Rochefort, Crémiex, Glais de Bizoin,
Arago, Gambetta, Jules Simon y Ernest Picard.
A esa hora, en las Tullerías no queda nadie. La emperatriz se ha
ido. La verdad, durante horas Eugenia se ha negado a marcharse,
afirmando constantemente que no tiene miedo de nada ni de nadie. Tres
ministros: Julien-Henri Busson-Billaut, Chevreau y Jerôme David, se
llegaron desde el Cuerpo Legislativo anunciando que el palacio iba a
ser prontamente invadido, y que la emperatriz debía partir. Pero
ella sigue negándose, a pesar de que en los jardines ya hay gente
profiriendo gritos que piden sangre. También llegan los embajadores
Metternich y Nigra. Son los que finalmente la convencen, quizás
porque pueden ofrecer asilo. Así que sale del complejo palaciego por
la plaza Saint-Germain-l'Auxerrois. Esa noche, Eugenia de Montijo
durmió en la residencia de míster Evans, su dentista
estadounidense. Al día siguiente, la llevaron a la estación para
coger un tren a Deauville. Allí, ya en la noche, se embarcó en un
pequeño yate hacia Inglaterra. Dos días después, en Hastings, se
reencontró con su hijo, venido de Bélgica.
Para el gobierno nuevo, hay una labor fundamental: negociar con
Alemania. Bismarck y Favre se ven en Ferrières. Para firmar la paz,
el alemán exige la ocupación de Estrasburgo y de uno de los fuertes
de París. El gobierno francés coquetea con la idea de continuar la
guerra. No están dispuestos a entregar Alsacia.
Los III y IV ejércitos alemanes están ya muy cerca de París.
Francia está sola; sólo Garibaldi, el eterno amigo de las causas
perdidas, llegará para ayudarla.
Lo que sigue con 130 días de asedio, que el pueblo de París deberá
soportar con toda la flema de que sea posible, y con amigos dentro
que no son tan amigos, pues hay gente, como Trochu, que juega varias
barajas a la vez. En provincias, los ejércitos improvisados logran
algún que otro éxito. Pero Bazaine, sin embargo, negocia con
Bismarck, y capitula.
De forma inesperada para los prusianos, la guerra se prolonga cinco
meses más. El 18 de enero, en Versalles, proclaman emperador al
káiser Guillermo. El gobierno de la defensa acaba por rendir París,
y por convocar un parlamento en Burdeos que deberá votar la paz
negociada por Thiers, para entonces jefe ejecutivo de la República
francesa. La paz, que pudo firmarse cinco meses antes a cambio de
Alsacia, costará ahora Alsacia, un tercio de Lorena, Estrasburgo,
Metz y 5.000 millones. Los alemanes victoriosos desfilan por los
Campos Elíseos. No será la última vez.
París se revuelve. Se indigna. Se levanta. Thiers conseguirá
dominarlo, pero no antes de que se produzca el episodio que todos
conocemos como de La Comuna.
En enero de 1873, al parecer, Luis Napoleón, a causa del enorme
problema de orden público en que se ha convertido Francia, está a
punto de ensayar el regreso desde la isla de Elba. Pero no lo hará,
porque fallece el 7 de enero. Seis años después, a los 23 años de
edad, el último mohicano Bonaparte fallecerá también, en
Zululandia, combatiendo bajo la bandera británica. Había llegado a
las líneas peligrosas de la guerra contra el criterio de sus
superiores. Pero fue la reina Victoria quien intercedió para que,
como él quería, se le diese un puesto en zona de combate.
Napoleón Luis Bonaparte quería emerger de una guerra cruel para
demostrarle a los franceses su valor sin tacha. Lo que no sabemos muy
bien es lo que quería Victoria. Considerando la doblez y pragmatismo
de los Windsor, yo creo que firmó al pie de su recomendación
sabiendo muy bien lo que intentaba, y lo que consiguió.
El último Bonaparte, alanceado en la penúltima esquina del mundo
por una partida de humanos entonces considerados simples salvajes.
Difícilmente un británico imaginaría un final más feliz.