miércoles, diciembre 27, 2017

Isabel (11: Jacobo se nos casa)

Atenta la compañía con:


Muy pronto, sin embargo, la reina de Inglaterra habría de encontrar elementos de preocupación más allá del control sobre esos veteranos de guerra que ella consideraba brigands. El Papa Sixto de Roma llevaba tiempo intentando, y la derrota de la Armada no le había parado en lo absoluto, atraer al rey escocés Jacobo a la fe católica. Londres seguía esos movimientos, digamos, filosóficos, con cierta distancia. Pero la filosofía religiosa pasó a ser una amenaza más palpable cuando los espías de Walsingham le informaron de que el duque de Parma estaba elaborando un nuevo plan de invasión de las Islas, esta vez desde una Escocia que de alguna manera recibiría a a los españoles. La oferta para Jacobo era casarse con una princesa española. Esta oferta no llegó muy lejos pero, como veremos ahora mismo, abrió el melón del matrimonio del rey, asunto éste de enjundia.

lunes, diciembre 25, 2017

Isabel (10: Ay, mi Rob... pero mis soldados me la pelan)

Atenta la compañía con:


Para empezar, lo primero que hay que decir de la Isabel de Inglaterra que regresó de Tilbury es que estaba acojonada. Las noticias que le habían llegado sobre la Armada eran las mejores posibles; pero, en verdad, no podía estar segura de que fuesen ciertas. Así pues, con los barcos españoles efectivamente dispersados y regresando a España con el timón entre las piernas, Isabel se parapetó en el castillo de St James como si todavía estuviese en guerra, y allí permaneció hasta principios de octubre, sin fiarse demasiado de que hubiera pasado lo que ahora sabemos sí que había pasado. Sólo entonces regresó a la, digamos, vida oficial en sus habitaciones de Whitehall y Greenwich. De hecho el 17 de noviembre, celebración de su ascensión al trono y que habitualmente se conmemoraba con justas en Whitehall, tuvo aquel año una dimensión especial. Las campanas de Londres sonaron al unísono, y todas las parroquias hasta Nonthumberland les contestaron. El obispo de Winchester organizó una gran misa detrás de la catedral de San Pablo. La reina anunció que asistiría pero, finalmente, cambió de idea.

miércoles, diciembre 20, 2017

Yalta (2: las cositas de Stalin)

En este color también tenemos:

No pasaré del Mar Negro

A su llegada a Yalta, el ligeramente mentiroso oficial Houghton se encontró con un problema inesperado: los soviéticos se negaron en redondo a que el teniente Scherbatov, quien, como hemos dicho, era aristócrata de nacimiento, desembarcase en tierra de la URSS. Ésta fue la razón de que Houghton fuese designado jefe de equipo. Al americano, el largo paseo de dos horas que hubo de hacer en jeep, guiado por los rusos, desde Sebastopol hasta Yalta, no le dejó mala impresión. Quien sin embargo estaba con un cabreo que para qué las prisas era Churchill, quien motejaba a la pequeña villa de lugar insalubre.

lunes, diciembre 18, 2017

Isabel (9: La derrota, o la victoria, según se vea)

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Lord Howard, un experimentado marino y más que aseado estratega, tenía ideas diferentes a las de Isabel sobre cómo abordar aquella amenaza. Por ello, le aconsejó a la reina (la cual tuvo la inteligencia de hacerle caso) la transferencia del escuadrón que había sido enviado para patrullar las costas orientales de las islas en la persona de lord Henry Seymour. De esta manera quedó liberado Drake, quien pensaba, como Howard y acertadamente, que la intención de Felipe sería una invasión por tierra del país, en la que la Armada debería lógicamente jugar el papel de escudo de las gabarras que transportaran las tropas de Parma por el canal. Por ello, lo lógico era juntar los barcos al mando de Drake y de Howard (que debía patrullar el oeste del Canal) para repeler esa acción y poder hacerlo, además, a barlovento, esto es, con el viento a favor. Las instrucciones, ya lo he dicho, fueron correctas, aunque Isabel las dio con cierto retraso (no fue hasta abril que Howard las recibió) a causa de la implicación de Burghley, a quien la reina todavía tenía en el congelador a causa de la celada realizada para ejecutar a María, reina de los escoceses.

La situación para los ingleses, sin embargo, era comprometida. Faltos de adecuada inteligencia, no sabían cuál podría ser el calendario de la acción de la Armada. Por la parte española, además, las cosas iban despacio. Una serie de galernas ocurridas a final de la primavera, unidas a la lentitud mostrada por algunos de los barcos auxiliares de la Armada, obligaron a Medina Sidonia a anclar en Coruña. Para colmo, una violenta tormenta dispersó a la flota, que tardó semanas en volver a juntarse en el puerto de la ciudad donde nadie es forastero. Después de ello, el viaje hacia el golfo de Vizcaya y, después, a lo largo de la costa francesa, fue exasperantemente lento. Durante estos tiempos, por cierto, la sempiterna y bien conocida frecuencia de gilipollas en el género humano conspiró para torturar a los ingleses. Entre los adolescentes del sur costero de Inglaterra, tocahuevos e imbéciles en general, se tornó moda la bromita de regresar corriendo de cualquier acantilado gritando que se veían las velas de los barcos españoles; lo cual acabó provocando un exilio casi continuado de familias costeras hacia el interior que, sin embargo, no tenía ninguna justificación porque los españoles, en realidad, estaban todavía a centenares de millas de poder ser vistos.

Finalmente, las primeras velas españolas pudieron verse a las cuatro de la tarde del viernes, 19 de julio, cerca de las costas de Cornualles. Howard y Drake estaban realizando reparaciones en Plymouth. Es probable que algunos de vosotros o todos conozcáis la leyenda de que Drake estaba jugando a los bolos cuando le llegó la noticia del avistamiento, pero que decidió terminar la partida antes de ir. No deja de ser una chulería británica como cualquier otra. Vamos, que es mentira.

El principal movimiento que provocó la noticia no se produjo en el mar, sino en tierra. Las milicias regulares, que se encontraban a disposición desde mayo, fueron reunidas en diversos puntos de reunión que habían sido previamente fijados, con órdenes de atacar al enemigo desde el primer momento que pusiera el pie en Inglaterra. Esas tropas fueron aumentados en unos 800 soldados más, reclutados en las comarcas de los alrededores de Londres. Fueron colocados al mando de Leicester, quien los trasladó a Tilbury. Reforzados con 300 soldados más, fueron encomendados con la labor de atacar u hostigar a los soldados de Parma si trataban de remontar el Támesis. De hecho, Leicester extendió a todo lo largo del río, en la zona donde comenzaba a estrecharse, un cinturón submarino formado de cadenas, cables y mascarones de barcos ya hundidos, como medida para impedir el avance de barcos río arriba.

Después de eso, conforme la Armada se acercaba a la isla de Wight, se produjo la gran leva, y casi 27.000 efectivos fueron movilizadas hacia Londres a las órdenes de lord Hunsdon, quien tenía que haber ganado su gloria defendiendo a la reina de unos españoles que, sin embargo, como sabemos nunca llegaron.

Hay que decir que el famoso Giulio cumplió con sus obligaciones y le dio pronta y puntillosa noticia de todas estas órdenes a Bernardino de Mendoza. Sin embargo, históricamente el dato es írrito, teniendo en cuenta que para cuando ese email llegó a El Escorial y lo pudo leer Felipe, la Armada ya había sido derrotada.

Con las últimas luces del mentado viernes 19 de julio, las naves inglesas salieron de Plymouth navegando contra el viento, y en la mañana salieron del estrecho que lleva el nombre de la ciudad más marinera de Inglaterra. A las tres de la tarde de ese día 20 tomaron contacto visual con la flota española. El domingo por la mañana, los españoles estaban ya a tiro de los artilleros ingleses. En la batalla que tuvo lugar, los barcos ingleses, que por lo general eran más pequeños y por ello también más rápidos, consiguieron superar y dañar a los españoles. Lograron alcanzar su retaguardia, lo cual redujo notablemente su capacidad de reaccionar.

Medina Sidonia tomó una decisión que sería largamente discutida y criticada en España (ya por entonces, había en el país muchos cultiparlantes que sabían un huevo de batallas navales sin haber entrado jamás en una bañera): abandonó a uno de sus principales barcos de primera línea, el Nuestra Señora del Rosario, al mando de Pedro de Valdez. Lo cierto es que el barco había sufrido una colisión y había perdido el mástil.

En ese momento, esto lo sabemos por los informes de Giulio, en Londres el personal estaba mayormente acojonado. Todo el mundo creía que pronto vería aparecer desde el río a las tropas españolas. Todo el comercio cerró y a lo largo de las calles se dispusieron pesadas cadenas metálicas. Isabel, de hecho, abandonó el palacio de Richmond para trasladarse a Saint James, mucho más fácil de defender y que, además, tenía un túnel de escape. Drake, consciente de este miedo, hizo enviar a Londres a todos los prisioneros españoles (entre ellos Pedro de Valdez), los cuales fueron paseados por las calles para popular escarnio pero, sobre todo, para mejorar la moral de los ingleses.

Además de la gran batalla del domingo, hubo otra el martes enfrente de Portland Bill, y aún una tercera el jueves cerca de la isla de Wight. En esta última el Santa Ana, el barco del segundo comandante de la expedición, Juan Martínez de Recalde, fue dañado de tal manera por los ingleses que se tuvo que retirar de la formación para anclar en El Havre. A pesar de todo lo ocurrido, Medina envió mensajes a Parma en los que le conminaba a tener listas sus tropas para el embarque en Dunkerke.

En la última tarde del sábado 27 de julio, la Armada echó el ancla cerca de Calais, con los ingleses muy cerca, para esperar noticias de Parma. Cuando las noticias llegaron, no eran las mejores del mundo: Parma comunicaba que el acopio y transporte de sus tropas iba como el huevo, y que cuando menos tardaría otra semana en tenerlas listas. Peor aun, aunque no os lo creáis, no fue hasta Calais que los estrategas del ejército de Flandes se dieron cuenta que las barcazas de transporte, diseñadas para el relativamente tranquilo tráfico fluvial, probablemente lo harían como la mierda en alta mar. A todo esto hay que unir que los rebeldes holandeses estaban ayudando a los ingleses bloqueando lo que podían de su propia costa con barcos de gran maniobrabilidad.

Con estos negros presagios en la cabeza, más las inflexibles órdenes del rey español que, obligando a la flota a proteger las barcazas de Parma sin intentar ningun desembarco propio, realmente condenaba toda la operación al fracaso, Medina pasó un domingo más o menos tranquilo hasta cerca de la medianoche, cuando los ingleses enviaron ocho barcos ardiendo contra la flota española. La flota española tuvo que salir de allí a toda prisa, dejando en Calais algunos arcos de gran importancia que fueron rápidamente saqueados.

Con el viento y la marea empujando a los barcos hacia el norte, y perseguidos de cerca por los ingleses, los españoles no podían ni soñar con volver a Calais. Más aun, una vez en el Mar del Norte, las esperanzas eran pocas, si alguna, de volver a conectar con las tropas de Parma. Así las cosas, el lunes 29 tuvo lugar la batalla decisiva, frente a Gravelinas. Los barcos de Howard y Drake fueron reforzados por los de Seymour, por lo que ésta fue la primera vez que las dos flotas completas se enfrentaron (bueno, completas no, porque la española estaba ya bastante reducidita). En el enfrentamiento artillero, claramente los ingleses llevaron las de ganar, logrando hundir por lo menos tres barcos españoles mientras que éstos no consiguieron hacerlo con ninguno de los ingleses. Los españoles, por otra parte, sufrieron grandes pérdidas.

A pesar de aquella derrota, Medina en realidad pensaba que al día siguiente volvería a enfrentarse a los ingleses. Pero al día siguiente se presentó una galerna que empujó peligrosamente a los barcos españoles hacia los bancos de arena de la costa flamenca. El martes, como los vientos fuesen todavía más fuertes y las olas más altas, tomó una decisión que sus críticos en España llamarían sarcásticamente “el viaje de Magallanes”: regresar con la mayoría de la flota que le quedaba por el Mar del Norte, costeando el norte de Escocia y la Irlanda occidental. Una decisión que venía a suponer que los barcos más lentos tendrían que componérselas por ellos mismos.

Isabel recibió las primeras noticias que olían a derrota de la Armada en Tilbury. Había ido allí a pasar revista a las tropas de Leicester y, tras esa ceremonia, estaba empezando a comer en una tienda puesta al efecto en el campo cuando llegó a uña de caballo George Clifford, conde de Cumberland (haciendo un chiste fácil se podría decir, pues, que era un tipo muy salsero). Cumberland le dio noticias de la persecución de los españoles hacia el norte que había iniciado Howard y que, una vez que éste se había quedado sin pertrechos, había continuado Drake. Drake, asimismo, informaba ya del efecto letal que habían tenido las tormentas sobre la Armada.

Aquel día, en Tilbury pues, Isabel supo que había ganado la batalla contra su archienemigo, el rey español; el cual, de forma un tanto cínica, acabaría diciendo eso de que yo no mandé a mis naves a luchar contra los elementos; que no deja de ser una forma elegante de escamotear del análisis la influencia que sobre el desastre de la Armada tuvieron sus propias decisiones, estratégicamente endebles. Y aquí es donde la Historia de esta movida termina para muchos españoles. Lo normal, como digo, es que en España nadie esté demasiado interesado en saber qué leches ocurrió en Inglaterra después de la Armada. Un interés selectivo que deja a Isabel de Inglaterra en muy buena situación. En Tilbury, durante la revista, había dirigido unas vibrantes palabras a sus soldados que éstos habían saludado enardecidos; y, tiempo después, había conocido que no sería necesario el ardor de aquellos hombres, porque la invasión de Inglaterra había sido emasculada antes de haber podido ser. Todo bueno, pues.


Pero es que pasaron unas cuantas cosas más. Muchas,diría yo.

miércoles, diciembre 13, 2017

Mujeres en la Edad Media

La mujer en casa, y con la pata quebrada. Que la civilización occidental y otras tantas no le han dado boleta a las tías es algo que está fuera de toda duda; de hecho, desgraciadamente lo sigue estando a día de hoy, en ocasiones mediante ejemplos flagrantemente escandalosos. No obstante, dentro de este hecho hay un hecho más, que es considerar que en ningún momento estuvo peor considerada la mujer (en Europa) que en la Edad Media. Una idea que proviene de la creencia general (y gilipollas) de que la Edad Media es una etapa de oscurantismo, brutalidad y miseria.

lunes, diciembre 11, 2017

Yalta (1: No pasaré del Mar Negro)

A lo largo del verano de 1944, los aliados lo vieron claro. Las tropas soviéticas conseguían nuevos avances, los japoneses registraban sonoras derrotas y el desembarco de Normandía se producía primero y se consolidaba después. Los más optimistas apostaban porque Dwight Eisenhower, el jefe de las tropas aliadas, se tomaría el turrón en Berlín aquella Navidad.

miércoles, diciembre 06, 2017

La independencia griega (y 2)

Este relato tiene una primera toma.

En medio de aquel problema tan grave, las potencias occidentales comenzaron a buscar soluciones políticas y Francia, siempre interesada en el área, se adelantó desarrollando una que, sólo por casualidad, exploraba el tipo de posibilidad que siempre se les ocurre a los franceses cuando piensan: poner a uno de ellos al frente del machito. El elegido por los estrategas de París fue Luis de Orléans, duque de Nemours. Londres respondió inmediatamente que reaccionaría a esa propuesta desembarcando en el país y, como diría Javier Clemente, si hay que dar hostias, se dan.

lunes, diciembre 04, 2017

La independencia griega (1)

Todo  o casi todo el mundo que conozco está al tanto del dato de que Lord Byron falleció en Grecia ayudando a los helenos en su guerra de independencia contra los turcos. Este dato, en realidad, puede ser ampliado: Byron, en realidad, no atendió a una pulsión personal, sino a una cosa que estaba muy de moda en la Europa de su época. Porque la lucha griega por la independencia, aunque ahora, casi dos siglos después, haya perdido su tensión y su fama, fue, en su momento, lo más de lo más de los sucesos internacionales. Fue, probablemente, el primer hecho del siglo XIX, lo cual equivale a decir el primer hecho de la Historia, que provocó eso que llamamos hoy, y a lo que estamos tan acostumbrados, una corriente internacional de solidaridad. ¿Por qué fue tan importante? Aquí pretendo responderos a esta cuestión. La respuesta, en buena parte, es: el genocidio.

miércoles, noviembre 29, 2017

Isabel (8: la paz que no fue)

Atenta la compañía con:




Lo cierto es que, por muy mosqueada que se pudiera encontrar la reina, el ataque a Cádiz por Drake fue todo un éxito. El inglés consiguió infiltrarse en el puerto gaditano haciendo pasar a su flota por navíos franceses u holandeses. En su ataque consiguió hundir o quemar más de treinta barcos españoles y saqueó los almacenes del puerto; algo que le era muy necesario porque la verdad es que llegó a Cádiz casi sin pertrechos. Luego navegó hacia las Azores, a sabiendas de que las islas eran un punto habitual de paso de las flotas del Nuevo Mundo. Allí capturó un premio gordo: el San Felipe, una carraca portuguesa con un rico cargamento de porcelana y tejidos, además de especias.

lunes, noviembre 27, 2017

Trento (epílogo)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio, hasta llegar a su cierre.


Bueno, ya hemos cerrado el concilio de Trento y podemos pensar que hemos vendido todo el pescado de esta serie. Pero, en realidad, no es cierto. Todavía hay cosas que contar. Todavía hay que hablar de las consecuencias del concilio.

miércoles, noviembre 22, 2017

Trento (39)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio.



Pues sí: el conde de Luna dijo "por cierto". De repente, en un entorno en el que todo el mundo esperaba el cierre del concilio y el regreso a casa, el conde de Luna, o sea Felipe II, decidió renovar su oposición a las cosas y, de hecho, lo hizo casi con más virulencia que nunca.

lunes, noviembre 20, 2017

Trento (38)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal.

Los legados habían esperado claramente que aquella concesión, que aplazaba el debate sobre los presuntos recortes del poder temporal, supusiera aceite lubricante para el resto de los artículos de la reforma, que por lo tanto se podrían aprobar al gusto de Roma. Sin embargo, no fue así; y si no lo fue, ello sólo se puede atribuir al celo y la continuidad (impasible el ademán) de los españoles.

lunes, noviembre 13, 2017

Trento (37)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena.




En cuanto el Papa tuvo en la buchaca al emperador y a la corona francesa, como es lógico se sobró y llegó a la conclusión de que añadir a la sala de trofeos el busto del rey español era sólo cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, de sus tres puntos de referencia, el más intensamente religioso, y eso quiere decir católico, era Felipe. La cosa, pues, estaba chupada.

miércoles, noviembre 08, 2017

Isabel (7: las consecuencias de un regicidio)

Atenta la compañía con:



Las noticias de la ejecución y muerte de María Estuardo viajaron muy deprisa. Burghley y Hatton lo supieron antes de que hubieran pasado 24 horas. Châteauneuf, el embajador francés, lo sabía a eso de las doce de la mañana del día siguiente; y el tañir de campanas y los fuegos artificiales comenzaron en Londres a eso de las tres de la tarde. Estaba ya bien entrada la tarde cuando Burghley fue a ver a la reina para informarla de que su prima estaba muerta; aunque es muy difícil pensar que para entonces no lo supiera ya por las gentes de palacio. Isabel dejó escapar un gran suspiro, pero afectó indiferencia.

lunes, noviembre 06, 2017

Isabel (6: juicio y ejecución)

Atenta la compañía con:



En la carta a Babington, una de las cosas que haría María era preguntar cómo pensaban los seis caballeros proceder para matar a Isabel. Esa pregunta fue su perdición porque por medio de la misma quedaba claro que ella avalaba el proyecto de magnicidio. Apenas horas después de haber escrito y enviado la carta, ésta estaba en manos de Phelippes, quien dio un salto de alegría cuando descifró esa pregunta. Automáticamente, bautizó la carta como the bloody letter.

miércoles, noviembre 01, 2017

Isabel (5: Anthony Babington y María, reina de los escoceses)

Atenta la compañía con:



En la primavera de 1584, algunas semanas antes del encuentro con la reina, Ralegh había enviado a dos experimentados marinos: Philip Amadas y Arthur Barlowe, a una expedición de reconocimiento que recorrió la costa cercana de lo que hoy conocemos como Carolina del Norte; un área que los ingleses ya conocían como Virginia, precisamente en honor de su reina. Fue esa expedición la que regresó a Inglaterra con los dos indios que le fueron mostrados a Isabel. El relativo éxito de aquella expedición, unido a la proclividad mostrada por la reina en la reunión con Hakluyt, movió a Ralegh a comenzar a pensar en una colonización a gran escala de Norteamérica, por lo que comenzó los preparativos logísticos para tal serie de expediciones.

lunes, octubre 30, 2017

Trento (36)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia.

La discusión comenzó y se atoró ya en el primer canon, a la hora de decidir sobre la elección de los obispos. Lorena capitaneó toda una línea de opinión que abogaba por retirar completamente al Papa del proceso electivo. Los debates subieron de tono al llegar al cuarto canon y el asunto de los obispos titulares, a los que Lorena llegó a apelar de “monstruos”.

miércoles, octubre 25, 2017

Trento (35)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.


En el concilio, la llegada de Morone supuso el reinicio de los trabajos que se habían interrumpido durante cuatro meses. El legado presidente llegó con ganas de coger el toro por los cuernos, y por eso decidió empezar por el tema que más estaba envileciendo los debates: la naturaleza divina del compromiso episcopal. Decidió comenzar a discutirlo mediante conferencias particulares con cardenales, embajadores y algunos otros padres conciliares de especial importancia. Pronto comenzaron a producirse las escenas de debate casi violento, o sin casi, como los que se produjeron entre franceses e italianos durante las discusiones del octavo canon, dedicado a la prelación papal.

lunes, octubre 23, 2017

Isabel (4: Ralegh y el informe Hakluyt)

Atenta la compañía con:


En efecto, en aquellos tiempos la reina Isabel echó mano de dos comerciantes para que le hiciesen de intermediarios con Parma a la hora de ofrecer algún tipo de acuerdo en Holanda. Andreas de Loo y Agostino Grafiña hicieron su trabajo mejor que bien, pero no sirvió de nada. Si Parma se sintió impresionado por las ofertas de Isabel, en ningún caso aceptó siquiera estudiarlas con algo de cariño. La pretensión de Londres, que era algo así como poner el reloj a cero en el momento anterior a la rebelión de las Provincias Unidas, era algo imposible de conseguir, una de esas cosas que se ofrecen como quien ofrece un unicornio para las cuadras. Para colmo Isabel, muy presionada por su establishment económico, pretendía que el rey español aceptase indemnizar a los comerciantes ingleses afectados por el embargo. Misión imposible.

miércoles, octubre 18, 2017

Trento (34)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás.


Prácticamente nada más ser nombrado, Morone partió hacia Trento, donde dirigió su primer discurso el 13 de abril. Un discurso conciliador en el que trataba de tranquilizar las tensiones que se estaban haciendo cada vez más evidentes en Innsbruck. Tan claro tenía el nuevo legado presidente que el marrón estaba en aquella ciudad imperial que, nada más pronunciar sus palabritas, se fue para allá a acariciarle la pelliza al emperador. El hecho es que el Vaticano tenía colocado ya en la ciudad al jesuita Pedro Canisio, que había conocido a los miembros de la comisión de reforma creada por Fernando y por lo tanto ya sabía el tipo de movidas que se estaban diseñando allí. Y sus cartas, por cierto, eran cada vez más angustiosas. Para colmo, fue en aquellos tiempos cuando Birague se dejó caer por Trento con la propuesta francesa de trasladar Trento a alguna villa renana; París, además, había despachado dos diplomáticos: uno a Roma y otro a Madrid, con la función de comunicar dicha propuesta.

lunes, octubre 16, 2017

Trento (33)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck.



La respuesta del Papa no tenía nada de sincera. Las cartas al emperador no dejaban de ser cartas en las que alguien que no quería ceder ni un pelo hacía promesas vagas para parecer que ofrecía lo contrario. Y por si podía existir alguna duda para el observador de que efectivamente era así, la prueba de ello llegó cuando las misivas pasaron por el filtro de la Curia cardenalicia. Porque lo que hicieron los cardenales no fue matizar aquellas cartas ya de por sí bastante blanditas sino, simple y llanamente, convencer a quien las firmaba de que no las enviase. En su lugar todo lo que envió el inquilino del castillo del Santo Ángel fue una esquela en la que le anunciaba a Fernando la llegada a la Corte imperial de un cardenal que, por lo visto, lo iba a arreglar todo.

martes, octubre 10, 2017

Lluis Companys (en digesto)

Dado que en estas horas se ha puesto un poco de moda, he pensado en recuperar para vosotros una serie que publiqué hace ocho años en el blog dedicada a la vida de Lluis Companys. No está, la verdad, muy adaptada a los tiempos que corren, porque apenas dice cosas sobre el golpe de Estado de 1934, que es lo que ahora se usa más para las analogías, y más sobre el momento en el que yo creo que don Luis se jugó su papel en la Historia: la guerra civil. Pero, bueno, para el que desee un acercamiento a la personalidad de este hombre, tal vez le sirva.

A ello, pues.

lunes, octubre 09, 2017

Trento (32)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena.

La polémica sobre el origen divino del episcopado, en todo caso, lejos de sostenerse no hacía sino arreciar. El cardenal de Lorena realizó un vibrante discurso en su defensa, que se vio apoyado por el arzobispo de Praga. El estado de nervios en que estaban los legados papales quedó bien reflejado el 3 de diciembre, durante cuya sesión uno de ellos, Hosio, que además pasaba por ser y era el más razonable de todos, realizó una censura exagerada contra el obispo de Alife por una cuestión absolutamente menor; y cuando éste quisiera tomar la palabra para defenderse, Simonetta se la negó con el argumento de que nadie podía contestar a los legados. No era en modo alguno invención de los propios legados esta actitud, sino más bien el resultado de la presión desde Roma para que cortasen de raíz cualquier tipo de contrariedad.