martes, julio 10, 2012

Jack Johnson, en Madrid


La pelea a puñetazos entre dos hombres comenzó a convertirse en un espectáculo a finales del siglo XVIII. Fue algo menos de un siglo después cuando esta actividad, prohibida por inhumana en algunos lugares, por ejemplo de los Estados Unidos, fue parcialmente humanizada a través de las reglas del barón de Queensberry que, entre otras cosas, introdujeron los guantes; aunque aún no impidieron que las peleas siguieran siendo interminables sesiones de golpes que duraban incluso horas.

A lo largo de todo el siglo XIX, en Europa y en América el boxeo fue captando adeptos y en muchos puntos, pese a estar formalmente prohibido, era seguido incluso por los jueces que debían hacer efectiva dicha prohibición. Los boxeadores antiguos peleaban exactamente igual que la gente de la calle, esto es con golpes un tanto caóticos y curvos. Sin embargo, a finales de siglo, James John Corbett comenzó a boxear de una forma más científica, con golpes directos, mucho más efectivos; había nacido el boxeo moderno. 

El 7 de septiembre de 1892, en el Olympic Club de Nueva Orleans, Corbett noquea en el vigésimo primer asalto al entonces campeón del mundo, el respetadísimo John Lawrence Sullivan, The Big, quizás el primer gran campeón de boxeo de la Historia.

A Corbett le sigue el reinado de Bob Fitzsimmons, a quien Corbett tiene en tan mala estima que sólo por impedir que se lleve el título vuelve a boxear tras haberse retirado, aunque no puede evitar que Fitzsimmons, mucho más joven, acabe con él. Años después, el 25 de julio de 1902, será Fitzsimmons quien caerá tras un directo a su estómago propinado por James Jackson Jeffries, apodado El Calderero, quien había sido sparring de Corbett.

El boxeo, en los momentos el cambio de siglo, evoluciona muy rápidamente. Pero no para dar cabida a los negros. Haber, haber, ha habido negros en los cuadriláteros desde el principio; incluso algunos esclavizados habían llegado a boxear como espectáculo cien años antes. Pero el mundo del boxeo no está en modo alguno preparado para aceptar el hecho, que cada vez es más palmario, de que, entre que el boxeo capta sus campeones entre personas de muy baja extracción social, y los negros lo son; y que, de hecho, los boxeadores de origen africano parecen o suelen estar mejor dotados para este deporte, resulta imposible de evitar el momento en que un negro sea el mejor boxeador del mundo.
A Jeffries, de hecho, le sucederá un campeón más modesto, Tommy Burns, quien pasará muchos años tratando de evitar los desafíos de los boxeadores negros, sobre todo de Jack Johnson, el mejor dotado de ellos. Los promotores tiemblan pensando en organizar una gran pelea que el contendiente negro acabe por ganar. De ahí nace el fenómeno conocido como la troika negra, o el grupo de grandes boxeadores de origen africano que, a falta de algo mejor, pelearon incansablemente entre ellos en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX.

La troika negra estaba formada por Sam McVey, Joe Jeannette y Sam Langford, luego ampliada con Jack Johnson y Harry Willis. De ellos, quizás, la historia más triste fue la de Langford. Boxeador incansable, generó miles de dólares, si no millones, a lo largo de los años, para la bolsa de Tex Richard, su promotor. En los años veinte del siglo pasado, estaba ya muy viejo y casi ciego, aunque siguió peleando hasta que ya le fue totalmente imposible. Cuando se retiró, todo lo que Richard hizo por él fue contratarlo de barrendero en su gimnasio. Murió en 1956, en un asilo de beneficencia, en Massachussetts. 

Pero centrémonos en Johnson. Nació en 1878 en Galverston. Medía uno noventa, razón por la cual fue conocido como El Gigante de Galverston. Tras unos comienzos un poco dubitativos (en 1901 pierde un combate y hace un nulo), luego se tira cinco años seguidos sin perder, hasta que los jueces le escamotean la victoria que había obtenido justamente contra Marvin Hart.

Por aquel entonces, Johnson ya ha iniciado la “caza” de Tommy Burns, el súper-campeón blanco, por medio mundo. Por fin, consigue encontrarlo en 1908, en Sidney, Australia. La estrategia de Johnson es muy temeraria y Australia, además, es un país que no le hace ascos a la pelea entre un blanco y un negro. Burns, pues, no puede decir que no, y el combate se celebra el 26 de diciembre, en el Ruschcutter’s Bay Arena, ante la asombrosa cifra para la época de 16.000 espectadores. El combate es notablemente desigual; Johnson deshace a Burns en pedazos (de hecho, el boxeador blanco recibió aquella velada tantas hostias que, ya acostumbrado, se hizo cura). En un momento histórico, pues, un negro se proclamaba campeón del mundo de los pesos pesados (o el equivalente de la época).

A partir del minuto uno tras el final del combate, todos los aficionados al box, blancos, comienzan a fantasear con el blanco que se subirá al ring a recuperar lo que por esencia le pertenece a la raza superior. Todas las miradas se vuelven hacia Jeffries, El Calderero, quien, efectivamente, no tiene, probablemente, alguien que le pueda hacer sombra en el firmamento del boxeo blanco.

Tras muchos dimes y diretes, Jeffries acaba por aceptar el reto al que todo el mundo le empuja, y pelea con Johnson el 4 de julio de 1910, en Reno, Nevada. Un detalle muy americano: a la entrada del espectáculo, todos los espectadores son despojados de sus armas de fuego; se teme que si Johnson gana, el público lo linche. De hecho, el único hombre armado en ese combate es el árbitro, Tex Rickard. Unos estudios de Hollywood han pagado un auténtico pastón, 166.000 dólares, para filmar el combate.

Todo el mundo, todos los periódicos de los Estados Unidos, consideran a Jeffries favorito. Simple y llanamente, un negro no puede ganar a dos blancos seguidos. 

Pero Johnson noquea a su rival en el décimo quinto asalto. 

Tras estas dos victorias, Jack Johnson se convirtió en todo un símbolo para los negros; en un  negro tan poderoso que se permitía hacer las cosas que sólo hacen los blancos; por ejemplo, acostarse con blancas. En 1909, se casó con Etta Durya, una tía esquizofrénica que le hizo la vida imposible con sus paranoias hasta que se suicidó; después se casó con Lucille Cameron-Falconet, también blanca. Este doble matrimonio provoca una acusación por parte de la Justicia de quebrantamiento de la Mann Act, esto es, de cometer bigamia.

Johnson tiene que huir de Estados Unidos y se refugia en París, con toda su troupe, Lucille incluida. El 28 de noviembre de 1913, revalida allí su corona mundial ante el ruso André Spoul. Luego viaja a Buenos Aires, donde noquea, en una exhibición, a un boxeador vasco, apellidado Guillarachea. Los promotores quieren que vuelva a pelear por el título, pero Johnson no puede volver a Estados Unidos porque sabe que, en cuanto lo haga, lo detendrán por bígamo (y prófugo). Por esta razón, acepta pelear en La Habana, el 5 de abril de 1915, contra Jess Willard.

Las circunstancias del combate Johnson-Willard nunca se han aclarado del todo. En el asalto 26, el aspirante golpea al campeón y éste cae al suelo. Todos los testigos coinciden en señalar que, en ese momento, el combate no sólo está igualado, sino que Johnson está tan fresco y consciente como tiene por costumbre. Las fotos del campeón en el suelo lo muestran medio sentado, protegiendo los ojos del sol con el brazo; como un burgués tranquilamente semiacostado en una playa. Sin embargo, el árbitro cuenta, y decreta el KO. Nada más hacerlo, el público comienza a gritar sus sospechas de tongo.

¿Hubo tongo? Más que probablemente. Nat Fleischer, entrenador de Johnson, le confesaría décadas después al periodista español Fernando Vadillo que Johnson había recibido la visita de unos tipos que le habían prometido 70.000 dólares por dejarse ganar, más la inmunidad para sus delitos, es decir la posible vuelta a los Estados Unidos. Johnson valoraba mucho esta segunda oferta, porque allí vivía su madre, a la que no podía ver a causa de su exilio. Como aquellos hombres les dijeron que el dinero saldría de la recaudación del combate, Johnson y Fleischer, siempre según éste último, habían pactado un gesto secreto entre ambos como señal de que el manager había recibido la pasta, momento en que el negro se dejaría caer. Pasaron los asaltos y, el dinero no llegaba y el entrenador no daba la señal; por eso Johnson siguió peleando. Hasta que, en el asalto 26, Fleischer recibió un sobre, dio la señal, y Johnson cayó.

Cayó, sí. Como un gilipollas. Primero, porque en el sobre sólo había 52.000 dólares. Segundo, porque lo de la inmunidad era un engaño; el documento que le habían enseñado era una falsificación.

Contar la historia de Jack Johnson en un blog que se llama Historias de España tiene su importancia porque el ex campeón, huyendo de los Estados Unidos y del racismo, acabó recalando en Madrid, donde se convirtió en un auténtico espectáculo.

Madrid, en 1916, cuando Johnson y toda su familia y asistentes recalaron en el Palace, era una ciudad pequeña, provinciana y pacata. Una ciudad que no había visto jamás a un negro de uno noventa, masivo de músculos, encima vestido como Johnson, es decir como los negros nuevos ricos de las películas: sombrero de ala ancha con cintas de colores, manos enguantadas de amarillo, abrigo de piel sobre los hombros, traje ajustado con chaleco, brillantísimos zapatos de charol, y una leontina colgando del chaleco, de oro, que le habían regalado tras su triunfo sobre Jeffries, y que enseñaba, ufano, a todo transeúnte que se lo pedía durante sus largos paseos andando, calle Alcalá arriba y abajo, mostrándose. Bastón de junco y pajarita. Ni Madrid, ni España, habían visto jamás algo ni medio parecido.

El personal del hotel lo escucha, en la tarde, tocar el violoncelo; o le observa hacer puños en una esquina de la brasserie del hotel. Los periodistas le preguntan, y Johnson insiste en que no piensa dejar España. Dos son las razones para ello: una, que España no puede ser racista contra los negros, porque básicamente no sabe lo que es un negro; dos, que España es un país neutral, mientras que el resto de Europa, en guerra, no es precisamente un lugar interesante para recalar.

En julio, Johnson se desplaza a Barcelona, y el día 10 sube al ring en la plaza Monumental. Se enfrenta al irlandés Arthur Craven, dos metros y 105 kilos de carne blanca. Un tipo muy curioso. Boxeador y todo, cómo no lo iba a ser con ese cuerpo, su vocación real es la de bohemio y chulo, puesto que, si está en Barcelona boxeando, es sólo porque su primer proyecto personal, vivir en Montmartre pintando cuadros horribles y viviendo de las tías, no le ha salido bien. Al declararse la primera guerra mundial, Craven es movilizado, pero deserta, cruza los Pirineos, y aparece en Barcelona. Tras el gong que anuncia el primer asalto, pasan cosa de diez o doce segundos antes de que Johnson le atice una hostia monumental, que da con el irlandés en el suelo. Victoria, pues, a lo grande. A lo negro. 

Es el no va más del ex campeón. Montado a la grupa de su promotor en Barcelona, el dueño del cabaré Excelsior (que luego fue el cine Cinemar), conoce a los súper-famosos españoles de su tiempo, el primero de ellos el torero Rafael Gómez “El Gallo”, y frecuenta cafés, cafetines y cabarés, gastando a manos llenas.

Regresa a Madrid el 3 de abril de 1908, y pelea en el Circo Price con Blink McCloskey. Victoria a los puntos en sólo cuatro asaltos (era una exhibición).

El 10 de marzo de 1916 boxea en Madrid contra Frank Crozier, un jamaicano boxeador errante, al que gana a los puntos en diez asaltos. 

Se hace socio del exclusivísimo club de golf Puerta de Hierro, en el que, de aquella, no entraban abogados ni médicos, mucho menos simples ciudadanos de clase media, sino miembros de la altísima alcurnia aristocrática de la ciudad. Pero cuando no almuerza en el selecto club de Puerta de Hierro, se mete en cualquier taberna de la Cava Baja a meterse al cinto un buen cocido madrileño, que le vuelve loco. En verano, realiza una serie de exhibiciones en ciudades levantinas.

Sin embargo, Johnson tiene nostalgia de, cuando menos, el continente donde ha nacido. El 12 de febrero de 1919 pelea en Madrid con Bill Flint y, luego, decide irse a México. Una vez allí, ya no puede más y, en octubre de ese mismo año, se entrega al sheriff de San Diego. Pasa seis meses en prisión, y luego reaparece como boxeador, en Mexicali; y sigue boxeando hasta el 15 de mayo de 1928, cuando se retira tras perder contra Bill Hartwell.

Tiene 50 años y se va a vivir al Harlem de Nueva York. Parece acabado pero, simplemente, se recicla. Funda una orquesta de jazz, crea exitosos espectáculos de vodevil, y deja que un escritor, Tony van der Bergh, publique una biografía suya: The Jack Johnson story. Un libro alucinante en el que se cuenta que Johnson fundó un restaurante en Madrid y que llegó a ser torero, medio apadrinado por Joselito, pero que fue volteado por el morlaco en su primera faena.

Según el celebérrimo reportero español José María Carretero (El Caballero Audaz), con más de sesenta años, Johnson volvió a Madrid, justo en los años anteriores a la guerra civil. Lo que sí se sabe ciertamente es que aún en 1945, con 67 años, boxeó en una exhibición con su compañero de troika Joe Jeannette. 

Un año después, 10 de junio de 1946, murió en un accidente de tráfico el más madrileño de los campeones del mundo de los pesos pesados.

lunes, julio 09, 2012

Fra Girolamo (6)


Los bandos se definieron con rapidez. Los Medici cerraron filas detrás de las pretensiones de San Marcos, con el apoyo del cardenal Caraffa, de Nápoles, tradicional protector en Roma de la orden dominica. En el otro lado, los Sforza, tanto el cardenal Ascanio como su hermano Ludovico, apoyados por el vicevicario de Lombardía, el rey de Nápoles, el duque de Calabria, Bertinvolglio en Bolonia, el duque de Ferrara y las ciudades de Venecia y Génova; en suma, todos los aliados naturales de los Sforza.

Las fuerzas lombardas eran tan fuertes que, a pesar de la estudiada neutralidad del Papa, la cuestión pareció pronto perdida para los florentinos. Sin embargo, una jugada de maestro de Caraffa cambió las cosas. El cardenal napolitano siguió al Papa hasta sus habitaciones. Una vez allí, le conminó a firmar un decreto de separación, que traía consigo. El Papa negó, sonriendo. Entonces Caraffa le estrechó la mano, y en el gesto se quedó con el anillo del vicario de Cristo y, delante de él, selló la firma en el documento. El Papa no se atrevió, o no quiso, detenerlo. Tal vez, estaba demasiado cansado de aquella movida. Quince minutos después, llegaron los lombardos; pero, para entonces, Fra Domenico da Pescia, el enviado de Savonarola a Roma, tenía la decretal en la mano.

Al frente, por fin, de una comunidad propia, sin ligaduras procedentes de la autoridad de ningún provincial, Girolamo Savonarola emprendió la reforma a fondo de San Marcos, llevando a sus miembros a practicar un estado de pobreza real. Se ha dicho, con verdadero fundamento, que en aquel tiempo se practicó en el convento florentino un comunismo total. Absolutamente todo era compartido; hasta los vestidos, que eran pura estameña, eran intercambiados entre los monjes. San Marcos vendió todo lo que poseía, y los frailes hubieron de vivir del producto de su trabajo. Sólo una pequeña comunidad de elegidos era designada para el estudio y la predicación, por lo que solían ir acompañados del hermano al que se le había encomendado trabajar para mantenerlos.

Una de las cosas curiosas de aquel experimento, que se sigue produciendo incluso en los tiempos actuales cada vez que se monta una comunidad religiosa de extrema disciplina y pobreza, es que San Marcos siguió reclutando sus acólitos entre los hijos de las clases medias, incluso medio-altas, de la Toscana. La rudeza de la vida monacal no supuso, en modo alguno, que la atracción de San Marcos se produjese entre personas de baja extracción social, sino más bien todo lo contrario. De hecho, Savonarola reclutó acólitos entre las mejores familias de Florencia: los Medici, Strozzi o Rucellai; y personajes sobresalientes desde un punto de vista intelectual o profesional como Paolo d’Urbino, profesor de Medicina; Matias Blemet, un judío de gran cultura y profesor de Pico della Mirandola; quien si no entró en la orden fue porque se lo impidió la muerte. Las visiones eremíticas y sacrificadas son muy atractivas para ese fenotipo social formado por la persona que, gozando de riqueza y posición, no se siente cómodo en ella, y consecuentemente siente la pulsión de un cambio.

La reforma se extendió. Varios conventos dominicos toscanos se unieron a la orden, como hicieron dos hospitales en Lecce. Un convento de Camaldolese incluso coqueteó con la idea de cambiar su orden para unirse a la disciplina de San Marcos. De hecho, Savonarola pensó en llegar hasta Pisa y Siena, pero ahí pinchó en hueso. En Siena, de hecho, lo echaron con muy malos modos. Pero eso no le desanimó. Con la fuerza moral que daba estar dando tamaño ejemplo de pobreza, Savonarola se subió al púlpito para arremeter contra la Iglesia de su tiempo, tan obsesionada con las riquezas. “En los primeros tiempos de la Cristiandad, dijo en un sermón, los cálices eran de madera y los sacerdotes de oro; hoy, sin embargo, los cálices son de oro y los sacerdotes de madera”.

La estrategia comenzó a tener éxito. Especialmente entre las mujeres florentinas, quienes abandonaban masivamente sus vidas civiles para petar los conventos de monjas. Los visitantes de la ciudad medicea comenzaron a destacar que no se veían féminas por las calles: estaban, en buena medida, en la clausura.

Era un movimiento lógico. Las mujeres no tenían en aquel entonces lo que se dice una vida muy atractiva y, además, los tiempos eran muy jodidos. La Toscana estaba pasando por serios problemas económicos y, además, se temía una pronta invasión francesa de la península italiana.

De hecho, fue el peligro del francés, en buena medida, el que colaboró en la generación del estado mental de cosas que labró el éxito de la comunidad de San Marcos.

Carlos VIII, en París, estaba reuniendo un formidable ejército para presentar batalla al naciente imperio español en el sur de Italia, reclamado para los Angevinos franceses. Cuando en enero de 1494 murió Ferrante de Nápoles, Carlos reclamó su derecho al trono e, inmediatamente, solicitó de Roma y Florencia permiso para pasar por sus Estados camino del sur, para hacerlo suyo. Entre bambalinas del movimiento francés estaba Ludovico Sforza, el milanés, quien pensaba sacar tajada de una victoria gala. Florencia era aliado natural de Francia, pues en dicho país hacía muchas de sus exportaciones; pero, al tiempo, estaba mortalmente enfrentada con Milán.

La escalada bélica provocada por Carlos VIII y Ludovico Sforza fue oro molido para Savonarola. Ahora no sólo tenía una comunidad floreciente donde cada vez ingresaban más acólitos, sino que, encima, se cumplía una más de sus profecías. Porque Fra Girolamo había predicho en sus sermones, muchas veces, que Italia viviría la visita apocalíptica de un nuevo Ciro el Grande, que la arrasaría; y, ahora, ese peligro tenía nombre, y casi fecha. Lo había profetizado en la Semana Santa de 1492 y, en noviembre de 1494, el francés estaba a las puertas de Italia. En 1492, Savonarola había utilizado la metáfora del diluvio. El 17 de noviembre de 1494, gritó desde el púlpito del Duomo: “¡Señor, las aguas bajan sin control!”

Florencia entera se fue por la pata abajo.