viernes, diciembre 21, 2018

La Noche de los Cuchillos Largos (en digesto)


Como quiera que en estos días casi todos (yo, por lo menos) descansaremos, no esperes encontrarte novedades en el blog. Pero, bueno, como también es cierto que los días de asueto son más propios para la molicie y la lectura, algo te puedo dejar para que entretengas los ratos.

Hace tres años escribí esta breve historia de la Noche de los Cuchillos Largos. Es uno de esos textos a los que, por lo que veo, llega mucha gente de cuando en cuando, pues es habitual que en Google Analytics aparezca alguno de sus capítulos entre las lecturas más frecuentes. Esto me hizo pensar que nunca refundí todos los textos en uno solo. Considerando que, además, a mí mismo me apetecía releer esta Historia, se juntó, como se suele decir, el hambre con las ganas de comer. 

Aquí está, pues, el texto completo sobre la Noche de los Cuchillos Largos. Se hace largo, sí, pero por lo menos no corta. Espero que lo disfrutes.

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La Noche de los Cuchillos Largos. Su génesis, sus motivaciones, su desarrollo, sus consecuencias.

By JdJ


A lo largo de este texto, voy a contarte lo que sé de la Noche de los Cuchillos Largos o, si lo prefieres, de esa especie de golpe de Estado dentro del Estado que realizó Adolf Hitler, y del que la consecuencia más conocida, pero no necesariamente la más importante, fue la muerte de Ernst Röhm y el desmantelamiento de sus Sturmabteilung o, como mejor se las conoce, SA. Que no son sociedades anónimas, sino secciones de asalto.

Este relato, como todos los relatos históricos de una mínima calidad (y éste, sin grandes ambiciones, pretende ser aseado), supone que debes de sumergirte a una profundidad a la que no vives. Que tienes que bucear en el tiempo y situarte en un punto del océano de los hechos que le han ocurrido al hombre, o que el hombre ha provocado que ocurriesen, que está a una profundidad distinta que aquél en el que tú has nacido y vives. Dentro de décadas, otros tendrán que hacer el mismo ejercicio de descompresión que has de hacer tú hoy para poder entenderte a ti y a tu tiempo: el día de hoy. Con seguridad, el día de hoy, dentro de cien años, estará caracterizado por una serie de lugares comunes, en los que además, como hoy, los historiadores serán los primeros en caer, que tenderán a simplificar la enorme complejidad del día presente. Pues bien: exactamente lo mismo le ocurre a la Alemania nacionalsocialista, y te ocurre a ti que lees esto en el año 2018. Antes de salir de las profundidades del presente, tienes que descomprimirte.

Tienes que descomprimirte, primero que todo, de la idea, que como te digo es fruto de cómo se ven las cosas hoy en día, de que Adolf Hitler y su partido nazi experimentaron una travesía en el desierto de muchos años, con golpe de Estado fallido incluido; pero que, una vez que en 1933 ganaron las elecciones, se convirtieron en dueños y señores del país, y ya no se volvieron a preocupar de ser desalojados del poder hasta que los echaron sus enemigos bélicos. No hay nada de eso. Adolf Hitler ganó las elecciones de 1933 con márgenes muy estrechos; las ganó, además, en un momento en que su partido, como tal, comenzaba a flojear en el apoyo popular. Y las ganó, esto es muy importante entenderlo, con socios.

Hitler no llegó al poder, en expresión que la sentencia del asesinato de los marqueses de Urquijo hizo famosa, solo, sino en compañía de otros. Y esos otros, además, en algún caso, entiéndelo, tenían más predicamento ante el pueblo alemán que él. En 1933, por lo tanto, Hitler era el Führer, el jefe incontestado, de sus propios correligionarios; pero no de Alemania. Si no entiendes esto, no entenderás la Noche de los Cuchillos Largos.

La Alemania sobre la que actuó Hitler llegando al poder era un país harto. No tanto harto de la crisis económica, que se comenzaba a remontar; sino de la inestabilidad. Era un país joven, que como tal existía desde hacía bastante menos de un siglo; un país cuyo nacimiento se había, en buena medida, explicado por la figura del rey, el káiser. Sin embargo, tras acabar la Gran Guerra, el país había dicho adiós a esa figura señera, culpándola en buena medida de todos los males; pero, en la etapa siguiente, había pasado a sufrir una durísima inestabilidad, de izquierdas, de derechas, con situaciones prerrevolucionarias, tendencias centrífugas, exaltación de la depresión posderrota, manías persecutorias; todo ello acrisolado en un desencanto bastante elevado respecto de la República de Weimar.

En un proceso de reconocimiento del pasado sin reconocerlo, esto es un proceso de dificilísima relación con la institución monárquica, el pueblo alemán, o por lo menos la mayoría de él, decidió salvar a una figura: la del mariscal Paul Ludwig Hans Anton von Beneckendorff und von Hindenburg, presidente de la nación. Héroe de la guerra, hombre ya provecto relacionado con los viejos tiempos de la Alemania prusiana, Hindenburg representa el vínculo con el pasado sin el cual los alemanes, sobre todo los prusianos y entre ellos los propietarios rurales o junkers, no sabrían vivir. Y mucho menos habrían votado a Hitler.

Hindenburg es el hombre que abrocha a los alemanes con su pasado admirado, y Franz von Papen, que en los albores de la NCL es vicecanciller alemán, es quien abrocha a Hindenburg con Hitler. Antiguo oficial de caballería convertido, en la vejez del mariscal, en la principal voz de la derecha conservadora alemana, Von Papen cultiva de siempre su diferencia con el alemán paleto que nunca ha salido de lugares donde se coma chucrut. Casado con una mujer emparentada con un diplomático francés, es un tipo viajado y muy chic, que dice haberse curado viajando de algunas cosas, y por eso va de que él, en realidad, no es un derechista fanatizado; aunque, en realidad, es más derechona que don Pelayo.

Aunque Von Papen va de pijopera con pañuelito al cuello, en plan socio de club exclusivo tipo inglés, es persona de armas tomar. Durante la guerra ha sido agregado militar en la embajada alemana en Estados Unidos, puesto desde el cual ha organizado o alentado diversas acciones terroristas, incluso cuando el país aún era neutral. Es el conocimiento de la correspondencia secreta de Von Papen lo que mueve a Washington a romper con el Reich. Es, pues, en buena parte, el responsable de la entrada de EEUU en la guerra, que es como decir de la derrota de Alemania. Y también lo es de haber apuntalado, con armas y bagages, a la derecha conservadora ultranacionalista alemana, a la lista nacionalsocialista. Él ha traído a Hitler; y lo sabe.

Von Papen, experto en hablar el lenguaje de los viejos militares, hombre versado en la excitación de los sentimientos nacionalistas, y con un indudable corte aristocrático, enamora, literalmente, a Von Hindenburg desde el día en que el coronel Oskar von Beneckendorff und von Hindenburg, hijo del anciano Papa alemán, se lo presenta.

Apenas volveremos a ver a Oskar Hindenburg en estas notas y, sin embargo, tiene, a su manera, tanta importancia como muchos a los que citaremos muchas veces. El coronel que tenía el derecho a portar el apellido de mayor valor en Alemania en aquellos tiempos había consolidado en la propiedad de Neudeck, en la Prusia Oriental, todo un grupo de adláteres, la mayor parte de ellos arribistas y la otra, terratenientes prusianos. La mayoría de ellos están arruinados por la guerra y sus consecuencias, a pesar de sentirse miembros de la casta original que hizo grande a Prusia. Cuentan con Oskar para que convenza a su padre de que debe salvarlos; de que debe reconstruir un orden antiguo en Alemania.

Este movimiento, que no es otra cosa que la típica, tópica y sempiterna búsqueda de la subvención (pues eso busca este pequeño lobby: que el Estado les riegue con pasta para poder seguir viviendo como hasta entonces) es el padre de una idea sin la cual el nazismo difícilmente habría alcanzado el poder: el peligro cernido sobre Alemania por el Este; la necesidad de consolidar una zona de seguridad en la parte oriental del país. El vestíbulo de la Lebensraun, como de la Anschluss.

El mismísimo Hindenburg, que entonces tiene 85 años, cree en este rollo. Su propia familia hubo en su día de vender una parte muy significativa de Neudeck, dejando la heredad familiar en la mitad de la mitad. Estos obsequiosos junkers que amenizan las tertulias de su hijo Oskar las compran, y se las regalan.

Desde mediados de 1931, el pensamiento de la seguridad de Alemania por su frontera oriental obsesiona al viejo mariscal, a quien su hijo come la oreja inmisericordemente en dicha dirección; y es la razón de que acabe por concluir que Hitler es su hombre. Yo ya sé que los libros de texto y tal dicen eso de que a Hitler lo encumbró la crisis económica y la humillación de Versalles; es verdad, aunque en proporción bastante parva. Lo que encumbró a Hitler no fue lo, sino quién: fue Hindenburg. Y Hindenburg lo encumbró porque estaba obsesionado con la visión de hordas de zombies eslavos bajando por la colina a matar alemanes, entre otras cosas porque pensaba, como pensaba Hitler, y también pensará o dirá que piensa el general Franco, que había una conspiración mundial para acabar con Alemania, puesto que Alemania era un estudiante demasiado listo. Lo único que hizo Hitler fue perfeccionar esa teoría.¶

Pero Hindenburg no llegará a Hitler por sí solo.

La camarilla de Oskar von Hindenburg se alimenta, fundamentalmente, de dos miembros. Uno es Von Papen, quien ha conseguido rápidamente vencer las resistencias de los prusianos protestantes hacia su catolicismo. El otro es Kurt Ferdinand Friederich Hermann von Schleicher, quien entonces dirige la oficina política del Ministerio de la Guerra alemán, en la Bedlerstrasse. Son estos dos elementos los que convencen al Presidente para que labre la caída del canciller Heinrich Brüning, sustituido precisamente por Von Papen. Sin embargo, el viejo mariscal acaba por preferir a Von Schleicher, verdaderamente más cercano a su perfil, lo cual es algo que Papen no soportará. Él quiere ser visir; sabe que el viejo mariscal es viejo, y eso supone una importante silla que se va a quedar vacía. Necesita contrapesar a Schleicher; y es buscando este contrapeso que piensa en Hitler.

Von Papen y Hitler se encuentran por primera vez en el domicilio de un oficial retirado que se gana la vida representando en Alemania vinos de Champagne, llamado Joachim von Ribentropp. El político católico le promete a Hitler convencer a Hindenburg de que el austríaco merece la pena, si él acepta apoyarle. Hitler acepta; en parte por ambición, y en parte por odio: Von Schleicher ha osado prohibir la exhibición pública de camisas pardas.

Tu proceso de descompresión, querido lector, debe empezar por asumir que cuando Hitler llegue al poder, lo hará debiendo favores: muchos, y muy importantes, favores, fundamentalmente a Von Papen. Pero, además, no llegará siendo la principal figura de Alemania. La principal figura de Alemania, la que da y quita, no es él; es Von Hindenburg.

Otro elemento importante de descompresión: para poder entender la NCL es básico que te quites de la cabeza esas escenas de las pelis en las que los militares alemanes se saludan unos a otros brazo en alto. Es más: debes de asumir que todo aquél que utiliza una expresión muy común: «Ejército nazi», está cometiendo un error muy gordo, debido a la ausencia de descompresión.

Meses después de la llegada de Hitler al poder, en la cúpula del Ejército alemán apenas ha habido, si es que ha habido alguna, purgas de miembros considerados como no puramente arios; esto ya nos debería dar la pista de que la nazificación del estamento militar es mucho más difícil de lo que admiten los guiones de Hollywood; de hecho, en realidad Hitler nunca confió en sus generales, y siempre pensó (en buena parte, no se equivocaba) que todos aquellos tipos con interminables apellidos, tan repletos de von und von und von que sus nombres parecían un after hours de música trance, en el fondo despreciaban a aquel tipo de Linz que había progresado con un apellidito inventado.¶

El Ejército alemán, por imperativo de Versalles, tiene sólo 100.000 miembros, y todos ellos son veteranos; por mucho que esto no sea del todo cierto, porque ya antes de Hitler las tropas alemanas están realizando proyectos secretos de rearme. Por ejemplo, el primer submarino será construido, en la semiclandestinidad, por orden precisamente de Von Schleicher, no de Hitler.

En puridad, un elemento importante de la descompresión necesaria, lector, es entender que, más que sostener Hitler al Ejército, en el momento de llegar el austríaco al poder, han sido las Fuerzas Armadas, durante mucho tiempo, las que le han sostenido a él. Es más: en buena parte, El Ejército ha «inventado» las SA. Tan pronto como 1923, es la Séptima División de la Reichswehr, la de Munich, bajo el mando del general Franz Ritter von Epp, la que financia las SA. Era el general el que mandaba la infantería de aquella división, mientras que el entonces capitán Ernst Röhm era apenas un miembro del Estado Mayor. El jefe superior de la división, el general Otto von Lossow, a pesar de ser radicalmente nacionalista, no gustaba de financiar elementos que estuviesen contra el Estado, por lo que terminó por cortar el grifo del dinero. Las vinculaciones entre las SA y la Reichswehr son tan estrechas que las secciones de asalto de las primeras tenían exactamente los mismos límites territoriales que la organización de la segunda. Por lo demás, un Ejército que, por imperativo del armisticio, no podía superar un determinado tamaño, no podía dar la espalda a una fuerza que andaba por el millón y medio de miembros.

Sin embargo, cuando Hitler llegó a la Cancillería, la posición del Ejército respecto de las SA cambió radicalmente. En primer lugar, porque la llegada al poder de los nacionalsocialistas viene a suponer el levantamiento progresivo de las limitaciones a los medios de las Fuerzas Armadas; entre otras cosas, se abre seriamente la posibilidad de poder imponer el servicio militar obligatorio. En este punto, paradójicamente, Hitler trabajó contra sí mismo, puesto que reforzando las posibilidades del Ejército conseguía que la dependencia de éste respecto de las milicias nacionalsocialistas se disolviese.

El segundo gran factor son los problemas que la existencia de las SA plantea al Ejército alemán a la hora de conseguir un clima de confianza con los vencedores de la Gran Guerra. En el marco de la Sociedad de Naciones primero, y después de las conversaciones bilaterales francoalemanas que se desarrollaron entre diciembre de 1933 y abril de 1934, cada vez que París quería estirar la cuerda y hacer parecer que la rompía, sacaba el tema de las SA. Es importante, lector, que retengas el dato de que el 17 de abril de 1934, apenas seis semanas antes de la matanza, los contactos francoalemanes, monitorizados por Londres, terminan en fracaso con la Nota Barthou, en la que el ministro de Exteriores galo Louis Barthou escribe que «el Gobierno francés rechaza de plano el rearme alemán». A partir de ese día, en el Ejército alemán habrá muchos mandos que creerán firmemente que son las SA las que impiden un entendimiento con París (porque forma parte de tu ejercicio de descompresión entender que no todo el mundo en la Alemania de Hitler quería la guerra).

La tercera y gran razón para el cambio de ideas de las Fuerzas Armadas es la consecuencia que tiene la llegada al poder del NSDAP en términos de soberbia por parte de las SA. El obergruppenführer de estas secciones de asalto en Berlín tenía a su cargo 250.000 personas, lo cual es dos veces y media más que los que tenía su par en la Reichswehr. Es normal que se sintiese más poderoso y más importante. Con la llegada de Hitler al poder, las SA se dan cuenta de su fuerza, y comienzan a coquetear con la idea de, en lugar de ser ellas absorbidas por el Ejército, se acabe haciendo la operación contraria. Cuando menos, los mandos de las secciones se hacen fuertes en la reivindicación de ser admitidos en el Ejército con el mismo grado que alcanzaron en las secciones de asalto.

Paulatinamente, pues, el Ejército empieza a desarrollar la idea de que una cosa es aceptar a Hitler, y otra es aceptar a las SA.

Hay que tener en cuenta, además, que al frente del Ministerio de Defensa del gobierno de Hitler no está una persona de su confianza; en realidad, Hitler, cuando nombra al general Werner von Blomberg, ni siquiera lo conoce. Forma parte de tu ejercicio de descompresión entender que, si es estúpido hablar, en 1934, de «Ejército nazi», lo es casi en la misma proporción hablar de «gobierno nazi». Esto es así porque el viejo Hindenburg (y este detalle debería bastarte para entender que Hitler no tenía el poder absoluto) se ha negado a que los dos ministerios fundamentales del gobierno: Asuntos Exteriores y Guerra, estén ocupados por nacionalsocialistas. Así las cosas, Hitler escoge para el primero al embajador en Roma, el barón Konstantin von Neurath; y, para el segundo, al comandante de la división radicada en Könisberg, Von Blomberg. El ministro de la Guerra no es un aristócrata al uso, y es probable que por eso lo eligiese el de Linz; además, se demuestra un hombre con mucha mano izquierda, que, si bien acepta que el uniforme militar incluya la cruz gamada, se niega al ingreso en las Fuerzas Armadas de instructores nacionalsocialistas.

¿Qué piensa Hitler, en el momento de llegar a la Cancillería, de las SA? Con casi total seguridad, ni tiene una mala opinión de ellas, ni las considera inútiles, una vez que el poder se ha conquistado. De hecho, una de sus primeras declaraciones tras llegar a la Cancillería será, precisamente, afirmar que la labor de las SA no ha terminado. En enero de 1934, para más inri, decide que Röhm, jefe de Estado Mayor de las secciones de asalto, se siente en el Consejo de Ministros. Este favoritismo convierte a todo aquél que esté apuntado a las SA en una especie de privilegiado, al que, por ejemplo, en el caso de que sea llamado para algún servicio, su empresario deberá pagarle las horas que ha faltado como si las hubiese trabajado. Por lo demás, cuando ese hombre, solo o sobre todo en comandita, se pasa un poco de la raya, rara vez tiene problemas con la Policía, entre otras cosas porque en muchos lugares de Alemania, el jefe de Policía lo es también de la sección de asalto local.

Convertidas en una fuerza impresionante de dos millones y medio de hombres, muchos de ellos desempleados o gentes totalmente desinteresadas de la política que todo lo que quieren es el poder que aporta la camisa parda, las SA no cesan de ocupar edificios hermosos en las mejores zonas de las ciudades de Alemania para crear sus cuarteles generales. Todo se les permite, y se compran para ellos los mejores equipamientos.

Röhm y Hitler, es cosa sabida, habían entrado en el NSDAP más o menos al mismo tiempo. El capitán Röhm fue la primera persona que apreció la habilidad dialéctica de Hitler y lo animó a convertirse en un líder político, como también fue el hombre que facilitó su desmovilización. En 1919, se había apuntado a uno de esos cuerpos francos paramilitares o Freikorps que surgieron, normalmente al mando de antiguos militares retirados, y que hicieron de los comunistas su principal objetivo. Formó parte de las fuerzas que, al mano de Von Epp, lucharon para implantar en Munich el gobierno derechista de Gustav von Kahr (su vinculación con Röhm irá más allá, pues Von Kahr será una de las víctimas de la NCL). El éxito de la iniciativa le devolvió al capitán Röhm un puesto en el Estado Mayor de la fuerza bávara. Este nombramiento es oro molido para Hitler pues, desde allí, su amigo Ernst desviará todos los fondos que pueda en favor de los nacionalsocialistas y de sus primeras fuerzas, entonces al mando de Emil Maurice. Es Röhm quien convencerá a importantes jefes de cuerpos francos para que los disuelvan y los integren en la fuerza nazi; él llena de plaquetas las venas del nacionalsocialismo. Por supuesto, también atrae a los más echados para delante: Manfred Freiherr von Killinger, el asesino de Matthias Erzberger; o Edmund Heines, el de Walther Rathenau.

El putsch nacionalsocialista de 1923 supone su expulsión del Ejército, además de la prisión y más tarde el exilio, que le llevará a prestar servicio al Ejército boliviano. Pero el 30 de enero de 1933, tras la victoria, estará al lado de Hitler en el momento en que éste traspase la Puerta de Brandenburgo. Bajo el paraguas del poder hitleriano, las SA se convertirán en un cuerpo muy poderoso. Para empezar, la cúpula de las secciones de asalto se peta de aristócratas. En la misma se escuchan y se leen los títulos del barón de Falkenhausen, del conde Spreti, del príncipe de Waldeck. Los diez obergruppenführeren manejan recursos ingentes. Ya hemos dicho que Karl Ernst, que es el de Berlín, comanda un cuarto de millón de hombres sin apenas tener 35 años. No mucho tiempo atrás era camarero, y ahora manda sobre el cuarto hijo del káiser, el príncipe Augusto Guillermo de Prusia.

Para entonces, el nazismo ya tiene otra fuerza propia, las SS. Las SS son distintas, sin embargo. Las SA se vanaglorian de aceptar a cualquiera; para entrar en las SS, hay que ser invitado. Es una fuerza muy inferior. Hitler quiere que sea la décima parte que las fuerzas de las SA, pero en 1934 está muy lejos de alcanzar ese umbral: apenas tiene 10.000 miembros.

El primer jefe de las SS fue Julius Schreck, aunque es normal que se no se lo cite porque nunca fue Reichsführer. Ese cargo fue creado por Joseph Berchtold, aunque muy pronto fue puesto bajo las órdenes de Heinrich Himmler, que ya dirigía la policía secreta o Gestapo.

La otra gran cosa que necesito que hagas para descomprimirte de la imagen que la Historia, digamos, mediática, ha dejado en muchas cabezas, y tal vez en la tuya, es la del NSDAP como un movimiento monolítico. A ver: yo no estoy diciendo que el nazismo alemán se plantease alguna vez tener un jefe distinto de Adolf Hitler; lo que estoy diciendo es que, por debajo de ese mando superior, el nazismo albergaba ambiciones e ideologías distintas que, incluso, en ocasiones se llevaban mal, o muy mal.

Hitler, de hecho, no era ningún tonto, y en aquellos años prebélicos siempre estuvo al cabo de la calle de que los suyos le pudieran mover la silla. Probablemente, la primera persona de quien lo temió fue de Gregor Strasser, un farmacéutico bávaro que había sido teniente de infantería en la guerra y que tenía un porte bastante impresionante. Hitler nunca lo apreció porque lo temía, y eso a pesar del enorme servicio rendido por Strasser al NSDAP, ya que es gracias a él que en nazismo prendió en la Alemania del norte. Siendo el jefe del NSDAP en el Reichstag, Strasser tenía contactos que a Hitler le faltaban; por no mencionar el hecho de que en la Alemania del norte tenía, no pocas veces, más predicamento que el propio Hitler, que era visto allí como un típico bávaro. Sin embargo, también porta el baldón de que su hermano Otto haya abandonado el nacionalsocialismo. Además, su idea, anterior a las elecciones de 1933, de que Hitler debería participar en un gobierno conservador sin exigir la Cancillería, terminará por separar a ambos camaradas.

La caída en desgracia de Strasser tiene su importancia, porque es la que abre las puertas de la Propaganda del partido a Josef Göbbels.

La popularidad inicial de Göbbels entre los nazis queda adverada por estos versos que solían cantar entonces los camisas pardas:

Mein lieber Gott, mach mich blind
dass ich Göbbels arisch find

Algo así como: «Dios Todopoderoso, déjame ciego, para que así pueda creer que Göbbels es ario».

Originario de Westfalia, tiene cierta fama de hombre de izquierdas. Y cultiva esa imagen. No para de decir, y de gritar, que «el enemigo es la reacción» y que hay que hacerle «la guerra al capitalismo». Göbbels no controla tropas, ni policía secreta, ni nada. Y tiene un montón de enemigos dentro del Partido. Muy especialmente, Hermann Göring.

Con su entrada en el NSDAP, Göring ha aportado al movimiento el prestigio de un soldado con nombre y con fortuna personal. En 1931 es presidente del Reichstag y, después, además de ser ministro del Aire, tomará, en competencia con Von Papen, un título de gran importancia para él: Presidente del Consejo de Prusia.

Porque Göring es, o quiere pensar que es, uno más de los hombres de poder prusianos que son la esencia de Alemania. Se identifica con esos propietarios que han convencido a Hindenburg de que hace falta garantizar la seguridad del país por su frontera oriental, y que ven en las tradiciones prusianas el alma de Alemania; en oposición a Hitler, a quien sus raíces bávaras y su afición por la ariosofía (sobre la que hablamos aquí, aquí, aquí, aquíaquí y aquí) tienden a situar la grandeza de Alemania en tiempos legendarios que se pierden en la noche de los siglos. Göring, al revés que Göbels, sí que tiene en Prusia una fuerza armada propia.

En Berlín, los dos gatos, Göring y Göbbels, se distribuyen poderes. Todo lo que tiene que ver con Prusia le pertenece al primero; Göbbels, por su parte, se ha hecho con la jefatura de la organización política del Partido en Brandenburgo, y como tal maneja una impresionante red burocrática con mucho poder efectivo.

Ambos elementos del Partido ambicionan la voluntad de Hitler. No ambicionan sustituirlo, porque son lo suficientemente inteligentes para saber que eso es prácticamente imposible. Pero ambicionan llevar al Führer a su terreno y, una vez allí, conspirar para capitidisminuir y, en el mejor de los casos, fusilar, a su contrario. Göring quiere acabar con Göbbels, y Göbbels con Göring. Y, en un primer momento, ninguno de ellos cuenta con fuerza suficiente para intentarlo. Pero, claro, si uno de los dos lograse atraer hacia así a dos millones y medio de alemanes distribuidos por todo el país, extraordinariamente bien armados, acostumbrados a obedecer, y dispuestos a seguir adonde sea a su jefe de Estado Mayor y sus diez comandantes, la cosa cambiaría.

Esta posibilidad, siquiera teórica (aunque, ya lo escribiré, en mi opinión no tiene nada de teórica), es la que labrará la desgracia de las SA, y de su supremo jefe.

En fin, si en este punto piensas que la Alemania nazi no era, en 1934, ese bloque monolítico, sin grietas, y al que toda Alemania, Ejército incluido, obedecía a la voz de ya, te has descomprimido.

Aunque no tenga tanta importancia para nuestra historia, también conviene contar que en aquella Alemania hay más fuerzas que tienden a contrapesar al nacionalsocialismo y al propio Hitler. Están, por ejemplo, los monárquicos. El Kronprinz sueña con llegar a ser káiser de Alemania desde la caída de la República de Weimar, y sabe que cuenta con un apoyo importante, que es el Stahlhelm, los Cascos de Acero, fuerzas formadas por viejos veteranos del Ejército que se muestran muy poco proclives a asumir que un mísero soldado de primera sea Canciller. El hermano del heredero, ya lo hemos dicho, es diputado nazi y standartenführer. Él mismo declarará, en 1932, que votaría a Hitler contra Hindenburg. Pero esos contactos con el NSDAP son meramente tácticos; cosa que, por otra parte, Hitler sabe bien. El Stahlhelm está al mando de Theodor Duesterberg y Franz Seldte. El primero de ellos siempre expresó poca simpatía por los camisas pardas, por lo que con la llegada de Hitler al poder deberá esconderse un poco. El segundo, sin embargo, siempre defendió un entendimiento con los nacionalsocialistas. Nombrado ministro de Trabajo, acabará colocando el Casco de Acero bajo el paraguas de Hitler, reconvertido en la Asociación Nacionalsocialista de Antiguos Combatientes.

La primavera de 1934 es un periodo efervescente para Alemania. Especialmente en la cúpula del poder, donde, desde la victoria electoral del nacionalsocialismo, una pregunta aparece en todas las tertulias: ¿quién sucederá a Hindenburg?

El viejo mariscal tiene mil años y su salud está flaqueando de una forma preocupante. Hindenburg es totalmente consciente de este deterioro, pues, cada vez más, tiende a quedarse en su feudo de Neudeck, alejado, literalmente, del mundanal ruido. Y casi nunca convoca a Adolf Hitler para que despache con él. Presidente y canciller es como si no se conociesen.

Hindenburg está cabreado. Contra Hitler, fundamentalmente, aunque también se lleva su ración el resto de su entorno. El viejo militar no soporta la retórica que el NSDAP ha puesto en marcha, casi desde el día en que alcanzó el poder, destinada a presentar a su jefe como el salvador de Alemania. Hindenburg, y las personas de su entorno, consideran que ese mérito le corresponde a él. Así pues, Alemania vive en esas semanas el caso increíble, poco conocido en la Historia, de un jefe del Estado que se declara en huelga. Apenas firma decretos y leyes y nunca aparece en actos oficiales, escenificando un desencuentro casi absoluto con su jefe de Gobierno.

Los nacionalsocialistas, sin embargo, no están exentos de terminales en Neudeck. Tanto Otto Meissner, secretario general de la Presidencia, como el propio Oskar Hindenburg, trabajan, de alguna manera, para ellos, o cuando menos a favor de un acercamiento del viejo general y el partido gobernante. La diferencia entre Meissner y Hindenburg junior, por un lado, y el viejo mariscal, por el otro, es la edad, y las expectativas. Al presidente del Reich, simple y llanamente, se la sopla que el futuro tenga que pasar por el nacionalsocialismo, porque él ya sólo tiene pasado y presente. A las gentes que están con él, sin embargo, les preocupa el hecho de que, faltando su jefe, ellos tendrán que buscarse las habichuelas, y eso es algo que está muy difícil si no se entienden con el NSDAP en general, y con Hitler muy en particular. Es por esto que tratan de convencer a Hindenburg de un proceso que, de todas formas, es prácticamente inapelable: la progresiva pérdida de su soberanía y de sus labores en favor del canciller. Hindenburg asiste al espectáculo de cómo su figura va haciéndose crecientemente cosmética, pero también sabe que tiene un arma total y definitiva que le compete sólo a él.

Su testamento.

Por muy gagá que esté Hindenburg, y por muchos admiradores que tenga Hitler en la sociedad alemana, en el seno de esa sociedad con tendencia hacia el conservadurismo y muy nostálgica de los good old times que el Presidente representa mejor que nadie, un documento firmado por el mariscal, en modo de testamento político, tendría, y él lo sabe, el poder de una ley constitucional. No nos debe de sorprender a los españoles tal nivel de predicamento, pues fue el mismo que tuvo el general Franco, quien con su dedo designó a un sucesor cuya condición de tal sobrevivió incluso al desmantelamiento de su régimen dictatorial. El pueblo alemán, por mucho que marque el paso en las demostraciones de Nuremberg delante de la cámara de Leni Riefenstahl, aceptará a aquél que Hindenburg designe como su sucesor si el anciano militar da el paso de decidirse por un nombre. Y, según no pocos indicios, en su residencia de Neudeck va dando paulatinamente forma a la idea de testar la primera magistratura de la nación en la persona de alguien que no sea miembro del Partido Nacionalsocialista.

Hindenburg, viejo zorro, se guarda mucho de hacer evidentes sus pensamientos. Sus planes no los comenta nada más que con una persona: Franz von Papen. El vicecanciller visita Neudeck con relativa frecuencia (mucha más que la del canciller, quien, como ya hemos dicho, nunca es convocado) y mantiene conciliábulos con el Presidente de los que éste se guarda mantener ajenos a su propio hijo y, sobre todo, a Meissner. El 11 de mayo de aquel año de 1934, según la mayoría de los indicios, Hindenburg le entrega a Papen su testamento.

Hitler, si no es informado de la existencia del documento, sí lo es, cuando menos, de suposiciones racionales captadas por el tipo de personas que no suelen errar al hacerlas. Nada más conocer la noticia o más bien el rumor, comenzará para el canciller nacionalsocialista el grave ataque de nervios del que será presa durante más de un año, hasta que solucione toda aquella movida por la vía parda. El que está tan tranquilo, sin embargo, es Von Papen. Poco tiempo antes, cuando Göring le había arrebatado el poder efectivo en Prusia, se había sentido acorralado y en peligro; pero ahora, le dice a sus colaboradores más íntimos, tiene un papel firmado por Hindenburg que dice que lo quiere a él, a él, en la Presidencia de Alemania cuando muera. ¡Presidente! En la mentalidad de Von Papen, cuando Hindenburg muera y estas previsiones se lleven a cabo, será como si Hitler hubiese ganado la Liga, y él la Champions. El año que un equipo español gana la Champions, ¡quién se ocupa de quién ganó la Liga! Con todo, y pese a que todo lo que se diga sobre el presunto testamento de Hindenburg está obviamente nublado por la especulación, la verdadera bomba de relojería del testamento de Hindenburg bien pudo ser otra. Resulta plenamente coherente con la sicología del mariscal, que probablemente veía todo lo ocurrido en Alemania desde 1918 como un paréntesis provocado por la derrota militar, el pensamiento, que en términos españoles podríamos denominar canovista, de que Alemania tenía, en el largo plazo, que respetar sus esencias. Cánovas, en efecto, consideraba que España tenía una serie de características superiores, tradicionales, esenciales, que estaban por encima de las constituciones y que las constituciones debían respetar. Estas dos grandes esencias eran, para él, la monarquía y el catolicismo. El más que probable pensamiento de Hindenburg sería muy coincidente con este esquema canovista, aunque con obvios matices en lo religioso. Dicho de otra forma: las probabilidades son muchas, la lógica aplastante, de que Hindenburg expresase en su testamento el deseo de que Alemania volviese a ser una monarquía. Tendría toda la lógica, además, que pensase en Von Papen para que fuese el piloto de ese proceso: literalmente, no tenía un candidato mejor a mano, y a Von Papen, como católico, no le faltaban posibles a la hora de armar una coalición de fuerzas conservadoras en este sentido, cuya argamasa, lejos de ser el NSDAP, podría ser la Iglesia. Lo que sería muy difícil de creer es que el viejo Presidente dejase la puerta abierta en su testimonio político final a un Estado nacionalsocialista, sin más referente que su Jefe.

La Noche de los Cuchillos Largos, pues, no es un problema con Röhm. Röhm, y las SA, daban sus problemas, problemazos incluso. Pero el viejo capitán, de haberse decidido a ponerle la proa a su Führer, se habría encontrado, de seguro, con importantísimos problemas de disciplina en sus filas, porque Hitler era el Führer de las SA; así las cosas, poner a las secciones de asalto contra Hitler habría sido como poner a la Brunete contra Franco: lo mismo los oficiales te obedecen y sacan los tanques para bombardear El Pardo, que no. Hindenburg, sin embargo, no tenía esa limitación. Él no mandaba sobre una porción de Alemania que, en el momento procesal 1934, le tributase una obediencia ciega a Hitler y al nacionalsocialismo; le obedecían, le escuchaban, a él. Y resulta plenamente lógico que desease ver reinstaurada en su país la monarquía que, como buen «canovista», creía que estaba en la esencia de Alemania (recordemos, una vez más, que Hitler y el nazismo equilibraban esta idea, hasta cauterizarla, mediante sus creencias ariosóficas que retrotraían la grandeza de Alemania a los tiempos de Wotan, los Nibelungos y su pastelera madre).

La clave de la NCL, pues, no es Röhm, ni sus SA. Es Hindenburg, y su testamento.

Pero volvamos a Von Papen, feliz como una perdiz con su papelito. Le cuenta todo el tema a Herbert von Bose, su jefe de gabinete (que pagará el conocimiento en la NCL con su vida); se lo dice, lógicamente, a Von Tchirchky, su secretario personal. Y, también por supuesto, a Edgar Julius Jung, su agente de prensa, que será el que más putas las pase por saberlo, además de apiolarla como Bose.

Von Bose y Jung forman el estrecho círculo de Von Papen. Y en esos días tibios de principios de mayo de 1934, les pasa lo que a un corredor de Moto GP demasiado temerario: se pasan de frenada. Dicho de frente y por derecho: como no conocen a Hitler como lo conocemos ahora, dan la batalla por ganada. Tal cual. Rien ne va plus. A tomar por saco el bigotes.

Lo primero que le aconsejan sus áulicos adláteres a Von Papen es que no discuta el tema con Hitler. Eso, le dicen, y la verdad es que en esto no se equivocan, sería darle ventaja; otorgarle capacidad de movimiento para hacer algo que cambiase las cosas. Lo mejor que se puede hacer, opina Jung, es colocarlo frente al fait accompli de un testamento público y conocido por todo alemán destetado. Hitler, razonan, no se atreverá a oponerse a la opinión conocida del mariscal; a decir: el Presidente dirá lo que quiera, pero el jefe del Estado quiero ser yo, o quiero que sea Fulano.

En todo caso, razona el portavoz del vicecanciller ante los periodistas, hace falta una campaña de prensa. Es importante que el pueblo alemán llegue, creyendo que llega por sí solo, a la convicción de que es necesario que el Presidente de la nación sea un personaje independiente, no partidario. Esto sacará de la pista, de un plumazo, tanto a Hitler como a cualquier otro en quien pudiera confiar para presentarlo a la candidatura en su lugar. Todo esto pasa, concluyen los asesores de Von Papen, porque, desde ese momento, el viejo vicecanciller comience a labrarse una imagen propia, de carácter nacional, alejada de los nacionalsocialistas y, muy específicamente, de Hitler.

El distanciamiento de Papen respecto del nacionalsocialismo no puede producirse, obviamente, de una forma rupturista. No sería creíble que ahora se dejase coleta y se dedicase a predicar la revolución, y tal. La forma de distinguirse es hacer una llamada a las porciones del electorado que han llevado al poder al NSDAP sin ser nacionalsocialistas. Esto es: el electorado conservador y, muy especialmente, católico.

La ocasión, además, la pintan calva. En esos días, Hitler prepara un viaje a Venecia, donde tendrá un encuentro con el Duce, Benito Mussolini. Esto significa que Von Papen estará al frente del gobierno en su ausencia. Aprovechará ese día para hacer un discurso público en el que dé la vuelta a sus cartas.

Jung, obviamente, fue el redactor de dicho discurso. Von Bose, por su parte, cumple con la importantísima misión de mensajero que, una vez escrito el discurso, lo lleva personalmente a Neudeck y se lo lee a Hindenburg, que lo aprueba. Esa actitud acaba de decidir a Von Papen, que elige la pequeña ciudad católica de Marburgo para dar su discurso.

La elección de Von Papen no es baladí. En aquella Alemania, pulida la izquierda, la única organización que, como tal, podía pensar en hacerle sombra al nacionalsocialismo, era la Iglesia católica. Los jefes naturales de la grey católica, esto es los obispos alemanes, están en ese momento reunidos en Fulda, a escasos cien kilómetros de la propia Marburgo. En realidad, partes muy importantes del discurso de Von Papen están directamente inspirados, sin mácula de duda, en las discusiones de Fulda. En dicha reunión, monseñor Adolf Bertram, cardenal primado de Silesia, ha bramado: «¡Guardaos de los falsos profetas!», y ha advertido contra «los ateos, que, brazo en alto, agitan conscientemente la lucha contra la fe católica.» El discurso de Von Papen no hace otra cosa que disputarle a esos hombres del brazo en alto el monopolio del patriotismo.

En esos mismos momentos, Adolf Hitler está, ya lo hemos dicho, nervioso. Su baño de masas el primero de mayo, en Tempelhof, frente a un millón de miembros de las SA, no ha sido todo lo brillante que esperaba y no ha galvanizado a la sociedad alemana. Apenas duerme. Gasta las noches en compañía de su asistente, el fiel coronel de las SA Wilhelm Bruckner, escuchando a un pianista. Deja de ir a casa de los Göbels y comienza, asimismo, cierto distanciamiento personal respecto de Göring y de Röhm, puesto que ambos, en el poder, se han apuntado rápidamente a las altas relaciones sociales y las fiestas caras; cosas que Hitler siempre despreció.

El 14 de junio, Hitler y Von Neurath vuelan a Italia. Es el encuentro de Venecia, del que ya hemos tenido ocasión de hablar cuando analizamos el proceso de anexión de Austria. Y ahora tenemos una clave algo más precisa de por qué Hitler, durante aquellas entrevistas, dejó hablar a Mussolini y no puso el menor reparo al apoyo cerrado del italiano a los compromisos de Stressa y, consecuentemente, a la independencia de Austria. En parte, calló porque, estratégicamente, era lo que debía hacer. Pero en parte, también, calló porque tenía la cabeza en otra cosa. Tanto es así que el Duce acabó por notarlo. En uno de sus paseos, el italiano sacó, ladinamente, el tema del liderazgo. Hitler, con pocas palabras, le habló de los hombres que estaban con él y le obedecían. Y entonces Mussolini hizo algo que gustaba de hacer a menudo: le contó a Hitler la historia de Tarquinio el Viejo, quinto rey de Roma y, a decir de algunos historiadores, el verdadero fundador de la ciudad. Tarquinio, le dijo el jefe fascista italiano al jefe fascista alemán, tenía una costumbre: llevaba siempre en la mano una vara, con la que golpeaba en horizontal las flores de su jardín, para nivelarlas. Nunca dejaba, pues, que una o varias flores destacasen sobre las demás.

«Ahora mismo», le dijo Mussolini a Hitler, «no eres el Amo. Es tu responsabilidad, y tu labor, poner en orden tu propia casa».

Siendo como era Mussolini, es más que probable que si una voz le hubiera dicho, en ese momento, que con esa frase estaba sellando, a un año vista, el destino de muchas personas, se habría sonreído y lo habría tomado como algo normal. Mussolini era así.

Hitler, también.

Un síntoma de que en el partido nacionalsocialista de 1934 había ambiciones muy a flor de piel, y que a menudo se olvida en algunos papelitos, es que aquélla de Venecia, que fue la primera salida al exterior de un Hitler en el poder, fue paralela a una serie de viajes, también fuera de Alemania, realizados por sus lugartenientes principales; viajes en los que algunos de ellos se hicieron tratar como si ellos fueran el Poder.

Göbels se hizo invitar a una conferencia en Varsovia, por ejemplo. Pero fue, sobre todo, Röhm quien destacó en este tema. Decidió visitar la moderna Duvrovnik, teóricamente para descansar y tratar de recuperarse de una antigua herida de guerra que se había reactivado. Sin embargo, hasta la propia prensa nacionalsocialista alemana reconoció que había sido recibido por el gobierno yugoslavo «como un soberano». Tras unos días así, Röhm, con el pretexto de las fiestas de Pascua, inició un viaje de placer que lo llevó a Atenas y a Budapest, acompañado por un séquito de una veintena de personas del que formaba parte, incluso, un alto aristócrata alemán: el príncipe de Hesse.

El periplo del jefe de las SA por Yugoslavia fue tan intenso desde el punto de vista de la valoración política que cuando, acto seguido, sea Göring el que viaje a Belgrado, se encontrará con un gobierno yugoslavo renuente a montarle un recibimiento a todo plan, pretextando los esfuerzos ya realizados con Röhm. Así pues, Hermann se tiene que contentar con hacer en Yugoslavia una discreta escala técnica en el aeropuerto de Ziemun, durante la cual realizó las violentas declaraciones antiitalianas que esperaba poder haber soltado en grandes banquetes oficiales. De estos polvos datan los lodos del odio africano de Göring hacia Röhm que, como veremos, va a ser más que importante en la historia de la NCL.

Es importante destacar aquí, o recordárselo a quienes sepan sobre la Anchsluss, que viajar a Yugoslavia no era, para Alemania, ninguna estupidez sin importancia. Yugoslavia era el país que tenía, de alguna manera, la llave, o por lo menos una llave, del poder italiano en la cuestión austríaca. Una actitud decididamente proalemana por parte de Belgrado era susceptible de romper las posibilidades de un frente eslavo antialemán en la zona, apoyado por Francia y de alguna manera patrocinado por Italia, que era la jugada con que soñaban los diplomáticos de Londres para ponerse un tampón a Hitler por su frontera oriental y forzarle, con ello, a entenderse con Inglaterra y Francia. Así pues, las relaciones entre Berlín y Belgrado eran una cuestión de la máxima importancia y delicadeza; y, como acabamos de ver, los segundos escalones del nazismo, aprovechando que el jefe estaba fuera, se aprestaron, con una notable dosis de temeridad, a jugar sus propias bazas en aquella partida.

En realidad, el fenómeno es más profundo y delicado. Hitler era hombre de amores muy apasionados (por muy poca gente) y de odios insondables (por mucha gente). Con ese concepto que tenía de los hombres de la vieja Alemania como una, ejem, casta; y puesto que durante mucho tiempo llevó dicho concepto hasta el extremo, tenía serios problemas para relacionarse con porciones de la sociedad germana con las que le hubiera venido bien haber tenido cauces de diálogo abiertos. Odiaba especialmente a aquellas porciones de la sociedad y del poder que estaban ocupadas por familias o clases seculares, esto es la aristocracia alemana. Y esto quiere decir: el Ejército y la diplomacia. Hitler, como ya hemos dicho, y por imposición de Hindenburg, nombró a un no nazi, Von Neurath, como ministro de Asuntos Exteriores; pero tal vez precisamente por lo impuesto del nombramiento, practicó una calculada y ancha distancia respecto del hard core del Ministerio, básicamente formado por personas de sonoros apellidos cuyas familias llevaban incluso siglos dedicadas a la cosa. Sin embargo, no tuvo huevos, o no pudo ponerlos sobre la mesa, para entrar en el Ministerio y dejar los despachos más vacíos que el estómago de Carpanta. Como consecuencia, la Alemania de 1934 tenía un Ministerio de Asuntos Exteriores que apenas tenía instrucciones, un canciller que iba a su bola... y unos ejecutivos del partido gobernante que hacían exactamente lo mismo.

Los principales interlocutores reales de Francia en aquella época, por ejemplo, eran Von Papen y Hess. Von Neurath, apoyado en esto por Hjalmar Schacht e incluso algún nazi como Alfred Rosemberg, era el interlocutor y defensor de la anglofilia. El Ejército presionaba todo lo que podía para reeditar la vieja alianza con Rusia. Göring era proeslavo; se podría decir que polonófilo y serbiófilo...

En consecuencia, en aquella época, para los representantes de intereses extranjeros, un concepto tan sencillo como «hablar con Berlín» era mucho más difícil de expresar de lo que parece. Los escalones de poder germanos bullían de interlocutores con filias y fobias distintas y todos ellos con alguna parcela de poder que por supuesto exageraban; por lo que resultaba harto difícil dirimir si una conversación estaba siendo productiva, o no.

En estas circunstancias, nadie deberá extrañarse de que Von Neurath acabase dirigiéndose a Hitler para decirle que el ámbito de su Ministerio era un puto cachondeo, y que hiciese algo para ordenarlo. Curiosamente, la misma demanda que recibía por parte del Ejército al hablar de las SA.

Es en este ambiente de Estado-cachondeo, en el que cada círculo nazi hace política por su cuenta, en el que Von Papen, sin haber consultado al jefe de su gobierno y aprovechando que está fuera del país, pronuncia el discurso de Marburgo.

El discurso de Papen en Marburgo no es fácil de encontrar; y es una pena porque hay que reconocer que, incluso en una versión traducida, se aprecia muy bien la elevada calidad propagandística de la pluma de Jung, que escribió unas notas brillantes y ponderadas. El tema del discurso, debemos recordar que pronunciado por el vicepresidente de un gobierno nacionalsocialista, es la tolerancia. El retorno a un régimen liberal, aunque sin perder las raíces conservadoras del movimiento que ha ganado el poder en el país. Von Papen dice que el régimen vigente en ese momento responde a «una necesidad provisional», y que es necesario que en un Estado sano haya una distinción estricta entre el Partido y el poder. Anuncia la llegada de una nueva etapa, la de la Alemania renovada, en la cual la libertad de pensamiento renacería garantizada por un Presidente del Reich consolidado como árbitro entre los partidos.

También dice en su discurso cosas como «no hay derecho a calificar de intelectualismo la vía del espíritu» (alambicada defensa del catolicismo y la religión); o que hay que estar en guardia respecto de «estos revolucionarios jóvenes y demasiado violentos que tratan de reaccionarios a aquellos conservadores que se dedican a lo que consideran su deber». También criticó el hecho de que «cada crítica se considere una traición» y que a los que las hacen «se les estigmatice como enemigos del Estado».

En Berlín, un innominado operador de teletipos de la Deutches Nachrichten Büro o DNB, la agencia de prensa oficial, recibe el comunicado con el texto del discurso de Papen y, asustado, se dirige a la mesa de su también innominado redactor-jefe, quien, tras leer el texto, casi tiene un infarto. Abrumado por el peso de tamaña toma de posición, decide llamar a Göbels.

El ministro de Propaganda, sin embargo, no duda ni un minuto: censura el discurso de su superior. Si algo no le faltaba a Joseph, era agilidad y agudeza a la hora de interpretar estos gestos. Nada más leer el discurso, juntó piezas y vio claro por dónde iba la movida. Inmediatamente, cursó una orden a todos los periódicos alemanes para que no publicasen ni una línea del tema, así como una orden a las estaciones de tren fronterizas para que interceptasen los ejemplares del diario suizo Bale Nachrichten, que llevaba una larga crónica del discurso, y que se solía vender en Alemania. La prohibición abarcaba incluso al hecho de informar de que se había producido el acto de Marburgo.

Quede para la Historia el dato de que un solo periódico alemán informó aquel día del acto de Marburgo. Fue La Gaceta de Francfort, un periódico que, para cuando recibió la orden de Berlín, había impreso ya, y distribuido, su primera edición, destinada a los abonados. Göbels reaccionó cursando una orden urgente al servicio de Correos para que no la repartiese.

Göbels entendió inmediatamente que el movimiento de Von Papen sólo se podía haber producido con una condición: que contase con el apoyo (el testamento) de Hindenburg. Así pues, no quedaba otra que iniciar en la prensa nacionalsocialista un contraataque inmediato. Sin embargo, Göbels siempre tuvo su punto de cobardía, expresado en sus últimas consecuencias en el gesto de llevarse a sus hijos por delante cuando decidió suicidarse. No podía olvidar que Papen tenía en ese momento el gobierno de Alemania, y que, por consiguiente, si actuaba él solo podía encontrarse con ser una víctima del proceso antes incluso de que Hitler acudiese en su ayuda (si es que acudía, claro). Consciente, pues, de que necesitaba compañeros en su coalición, decidió levantar el teléfono y trazar las cifras de un número que de seguro le provocaba herpes labial marcar: el de Hermann Göring.

Göring era la llave. Tenía el control sobre las fuerzas policiales prusianas, y eso quiere decir que si había alguien capaz de encapsular a Von Papen y al círculo 15M de Hindenburg, ése era él. Göbels no podía hacer nada de eso. Pero, al mismo tiempo, tenía que ser cauto, porque Göring, él lo sabía bien, no le habría hecho ascos a un movimiento que tuviese como consecuencia la eliminación o cauterización del ala izquierda del NSDAP, del jonsismo del nacionalsocialismo, representado por el propio Göbels, el de muerte al capitalismo, la casta de los aristócratas y bla.

Cuando Göbels contacta con Göring, se encuentra con un dirigente nazi que tiene claro que lo de Von Papen no tiene un pase, y que hay que hacer algo. De hecho, casi inmediatamente la presión del poder nacionalsocialista sobre los católicos se hace más estrecha, y los enfrentamientos de las organizaciones hitlerianas con las católicas comenzarán a ser la orden del día. Los obispos reunidos en Fulda, entendiendo lo delicado de la situación, terminan su reunión sin pactar ni publicar un comunicado final. En este gesto puede que tuviera algo que ver el viejo canciller Brüning, quien al parecer había tenido no malas relaciones con Göring cuando éste era diputado de la oposición, y que pudo tener en aquellos días alguna conversación con él (el hecho innegable, en este sentido, es que Brünning dejó Alemania diez días antes de la NCL, en la que más que probablemente habría sido asesinado). En todo caso, lo importante es que el gesto de los obispos demuestra que el discurso de Papen ha tenido en ellos el efecto contrario al buscado, porque los ha acojonado.

La jugada ha salido mal. Si Von Papen quiere, verdaderamente, luchar por el poder, no le va a bastar con insinuar que tiene el testamento de Hindenburg. Pero si los nazis han sido capaces de conseguir que todo un país desconozca un discurso, más fácil aún les será hacer desaparecer un papel.

Por primera vez, probablemente, Franz von Papen se acaricia preocupadamente la garganta, pensando en Hitler.

En la pizpireta villa de Neubabelsberg, a orillas del lago Wannsee, los vecinos se encuentran a menudo con un hombre entrado en años, que pasea a menudo por sus calles. Es el general Von Schleicher, voluntariamente retirado del mundanal ruido desde la llegada del nacionalsocialismo al poder. Sin embargo, cuando ha transcurrido un año, más o menos, desde su retirada, algunas cosas comienzan a pasar. En los meses anteriores, por la casa de Schleicher apenas se ha visto entrar a viejos compañeros de armas, como Kurt von Hammerstein o Ferdinand von Bredow. La calidad de los encuentros, sin embargo, cambia de forma nada sutil. El general comienza a verse, por ejemplo, con representantes diplomáticos en Alemania, como es el caso de Rumania, o de la propia Francia. Incluso se habla de que ha podido verse con Strasser, quien, entre otras cosas, era el único jerarca nazi con el que se entendía durante sus tiempos de canciller, hasta el punto de haberse planteado incluso hacerlo ministro (algo que de Hitler no pensó en modo alguno).

Todo esto pertenece al terreno de las hipótesis. Pasados los años, poco o nada se sabe de los posibles movimientos que se pudieron producir en junio de 1934, que tuviesen como eventuales protagonistas a Schleicher y a Strasser. Pero la cosa tiene cierta lógica. Como hemos dicho, el general apreciaba al dirigente nazi y, asimismo, éste era, dentro del Partido, el que siempre se había mostrado más proclive a la colaboración con otras fuerzas de derecha. Por tener, Strasser incluso tenía abierta la puerta de la izquierda, puesto que su hermano Otto, emigrado a Praga, tenía allí importantes contactos en ese mundo.

Strasser conservaba, como por otra parte es lógico en un hombre que tenía una larga historia dentro del partido nazi, importantes amistades dentro de las SA. No está claro, sin embargo, si pudo contactar, de alguna manera, con Röhm; hecho éste que habría sido un importante desencadenante de las acciones de Hitler. En aquella época, principios de junio, por Berlín circulaba el rumor de que entre los camisas pardas había un sector de jóvenes militantes especialmente radicales, muy enfrentados con el Ejército, que tenía el plan de atentar contra el Estado Mayor para robarle documentación. El rumor bien pudo tener su origen en el ataque de nervios permanente que tenían los militares alemanes desde el denominado affaire Sosnowski, en el cual un grupo de miembros del Estado Mayor habían sido engañados por un espía polaco (y bien digno de contarse algún día, por cierto).

El Ejército alemán vivía en permanente estado de alerta ante un posible ataque de las SA. Una noche, un oficial activó la alarma, y todo el edificio se iluminó. Nadie estaba atacando a nadie, pero el suceso es importante a la hora de entender el estado de nervios y la manía persecutoria que sufría el Ejército en aquel momento.

Sin poder aseverar nada con totalidad, trato de hacer ver con estos párrafos que el principio de junio, así como las semanas anteriores, fue un periodo en el cual la inquietud militar respecto de las secciones de asalto alcanzó el paroxismo y que, tal vez, el canciller Adolf Hitler estaba recibiendo informes de que las cosas en la institución militar se estaban moviendo hasta el punto de resucitar a sus viejas glorias, como Schleicher. Es muy difícil que todo esto no pesase en el ánimo del canciller a la hora de tomar la decisión, que a sus correligionarios les pareció insólita, de declarar, por primera vez desde que el NSDAP estaba en el poder, un periodo de inactividad para las SA a partir del 1 de julio. Esto significaba, entre otras cosas, que durante la duración de esta inactividad estaría prohibido llevar el uniforme de las secciones de asalto, con la única excepción de los hombres que fuesen estrictamente necesarios para mantener los servicios indispensables (y, de todas formas, éstos llevarían un brazalete, no la camisa). La decisión, por cierto, no se aplicaba a las SS.

Hitler y el Partido «vendieron» esta decisión como una justa retribución a unos esforzados militantes que tanto habían hecho por la victoria del Partido. La realidad, sin embargo, era otra. La decisión respondió a presiones sutiles desde el extranjero, y a otras menos susurrantes en el interior, procedentes de Von Blomberg y Schacht. Tanto la vertiente militar como la económica del gobierno de Hitler (la segunda de ella, objeto de presiones extranjeras) exigieron que se lanzase al mundo la idea de que las SA no eran una fuerza permanente, puesto que la idea de que Alemania era un país gobernado por patotas semilegales, a menudo confundidas con las fuerzas policiales propiamente dichas, no ayudada al país, precisamente.

La decisión dejó pijarriba a los oficiales de las SA. Ellos estaban en la onda radicalmente contraria. Estaban acostumbrados a desfilar por las calles de igual a igual con los generales del Ejército regular y, en realidad, manejando muchos más efectivos que ellos. En realidad, no pocos de los mandos de las secciones de asalto reputaban como altamente probable que Hitler acabase por realizar una operación que podríamos calificar de leninista, esto es: disolver el Ejército regular (blanco) para crear el Ejército Rojo (léase nazi); labor para la cual, obviamente, habría de contar con sus muy curtidos cuadros de mando de asalto. Röhm de seguro que habría protestado por la desmovilización, pero no pudo porque cuando la decisión se tomó, y esto no es en modo alguno fruto de la casualidad, él no estaba en Berlín.

A la vuelta del jefe de las SA a la capital, tuvo una larga entrevista de cinco horas con Hitler, que el propio canciller confesaría fue una tortura. Hitler trató de convencerle de que la medida no tenía ningún matiz negativo y se declaró fuertemente partidario de las SA, además de jurar que jamás se le había pasado por cabeza disolverlas. Röhm le escuchó fríamente y terminó por afirmar, disciplinadamente, que trabajaría para reconstruir la moral de las secciones de asalto. Según diría Hitler con posterioridad, fue en esa entrevista en la que Röhm se dio cuenta de que su viejo compañero de fatigas se le quedaba corto para lo que él quería hacer, y decidió matarlo. Lo cual, probablemente, quiere decir que fue en esa entrevista cuando Hitler se dio cuenta de que nunca conseguiría sujetar a Röhm hasta el punto que otros cuya relación le interesaba le reclamaban, así que decidió, él, cargárselo.

Y bien pudo pasar, desde luego, que uno y otro decidiesen matar a su contrario a la vez.

Según los testimonios de aquella entrevista, publicados entre otros por Otto Strasser, Röhm llegó a la cancillería en un tono duro y demandante y sacó, casi de inmediato, la reivindicación que era la gran madre del cordero de las SA en ese momento: la incorporación de sus mandos en el Ejército con el grado que tenían en las secciones de asalto. Hitler le dijo que no podía garantizar dicha integración; al canciller, y todo esto a pesar de la imagen cultivada de él como persona de poder omnímodo que hacía y deshacía como le daba la gana, le había llegado la hora de tascar el freno. Es lo que le suele ocurrir a todos los movimientos revolucionarios o, más bien, lo que le ocurre a todos; la única diferencia entre Hitler y otros casos es que él no tuvo que pasar a esta fase para ganar las elecciones, sino que tuvo que hacerlo después. Pero tuvo que hacerlo como todo chichi.

Cuando se llega al poder, uno descubre que no todo está en el BOE, y que hay cosas que uno pensaba, cuando estaba en su cuartel, en su cátedra o en su celda, que se podrían hacer sin más, y que resulta que no es tan fácil. Hitler odiaba los despachos con Schacht o con Von Neurath por esto; porque aquel tipo era el cabrón que le enseñaba que cosas que cuando él era un matao en la oposición pensaba que se podían ordenar con un chasquido de dedos, resulta que dependían de miles de combinaciones, o que podían generar problemas con tal o cual capo de la industria, o que podían irritar a los obreros, o que blablabla, con lo que el corolario era que ni chasquido de dedos, ni una leche. Tanto le jodía que le pusieran problemas que, en cuanto tuvo el poder absoluto, puso en esos puestos a gente que no le llevase la contraria; las consecuencias son bien conocidas.

Como buen soldado radicalizado, Adolf Hitler había crecido en un caldo moral basado en el convencimiento de que uno de los culpables de la desgracia de Alemania era el clasismo de las Fuerzas Armadas alemanas; lo que podríamos denominar «esclerosis prusiana», y no sé si hace falta recordar que para alguien que tiraba para lo bávaro, creer de los «otros» alemanes que eran una pandilla de estirados llenos de von y von y von y tal, no resultaba nada difícil. Dado que, como dijo Muñoz Seca, los extremeños se tocan, lo que quería Hitler, como ya hemos dicho, era llevar a cabo el plan practicado por sus odiados comunistas en Rusia y, ejem, en España: laminar al Ejército regular en favor de una milicia de partido encomendada de la seguridad del país. Lenin lo tuvo más fácil que Hitler, porque tuvo una guerra civil que, lógicamente, le dio la patente para mandar a tomar por saco a todo lo que le interesó. Hitler adoptó una estrategia distinta, que se basó en la creación de unidades propias tanto en el Ejército como en la Policía (SA, SS, Gestapo...), con el objetivo de, progresivamente, y echando mano del catón fascista de identificar partido, nación y gobierno (catón también aplicado por los comunistas; no por casualidad, el gobernante efectivo de la URSS era el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS) acabar identificando sus patotas con las unidades regulares.

En 1933 y 1934, sin embargo, Hitler, en gran parte de la mano de Göring, que era su lugarteniente más cercano a los cuartos de banderas, descubrió que una cosa es salir a la calle a dar mamporros, y otra muy distinta tomar la cota 345 con fuerte viento de Levante. O tal vez siempre lo supo y entonces especuló desde el primer momento con la idea de que algún día tendría que pararle los pies a las SA en su pretensión de ser el Ejército alemán, no lo sé y, la verdad, tampoco sé si alguien lo sabe. Lo que sí opino, más que sé, es que llegado al gobierno manejó la idea de la integración y precisamente por eso nombró ministro a un tipo como Von Blomberg, que no se podía considerar miembro del gotha prusiano formado por los nietos de los miles gloriosus que habían sitiado París; un tipo que aceptaba medidas de nazificación en las Fuerzas Armadas; en suma, que, pensaba él, acabaría tragando. Pero Blomberg le salió rana. El tipo tenía criterio, en según qué momentos le importaba una higa ocho que ochenta, y no se callaba. Aunque yo cuando menos no lo sé con precisión, es evidente que en algún momento del 34, Von Blomberg le quitó de la cabeza a Hitler la idea de integrar las SA en el Ejército. Y, si le quedaba alguna duda, el consejo de Mussolini, acompañado con el relato de la vida de Tarquinio el Viejo, le acabó de convencer: ya no se trataba sólo del interés de Von Blomberg y el Ejército; se trataba de la posibilidad de que, si Hitler le daba a Röhm todo el poder que quería, éste se lo acabase comiendo por las patas. Sin ir más lejos: si había un testamento de Hindenburg, si ese testamento favorecía a Von Papen y las derechas conservadoras religiosas, ¿qué le impedía a un Röhm investido de poder efectivo pactar con Papen y adelantar diez años la Historia del mundo, reservando para Hitler el destino de morir de un tiro en el patio de la Cancillería?

Volvamos a la entrevista y al momento, tenso, en que Hitler le dice a Röhm que no puede garantizar la integración. Esta confesión levantó, de seguro, un muro de hielo entre los dos viejos camaradas. En compensación por esta negativa, Hitler hizo una oferta: el 1 de julio, esto es el primer día que la inactividad de las SA comenzaba, se reuniría un Gran Consejo de jefes de las SA para estudiar las condiciones de una reorganización de los camisas pardas, así como discutir con los militares el estatus de estas fuerzas. De esta manera, la inactividad aparecía como una mera transición hacia un estatus definitivo, de cuya definición participaría el Ejército, lo que contribuiría para hacerlo todo más armónico.

A Röhm la propuesta no le sonó mal. Lo único que pidió fue el adelanto de la reunión en un día, al 30 de junio, para que ésta se produjese antes de la desmovilización. Hitler aceptó esta condición.

Ernst Röhm, sin embargo, no era tonto. No se fiaba de Hitler, lo cual es lógico porque lo conocía bien. Y es por eso que tomó una medida rápida: realizar, con publicidad, la convocatoria de la reunión. Röhm quería darle luz y taquígrafos al proceso, para que luego el de Linz no tuviese la oportunidad de darle gato por liebre. El jefe de las SA quería que al pueblo alemán le quedase claro que la desmovilización del 1 de julio no era permanente y que seguiría habiendo secciones de asalto. El 9 de junio, por lo tanto, el Estado Mayor de las SA publicó una nota de prensa que advertía contra «los falsos rumores surgidos sobre el futuro de las secciones de asalto».

El comunicado reproducía un discurso de Röhm a sus tropas, afirmando que se iba de nuevo de vacaciones por causa de los sufrimientos que le provocaba su herida, y que, además, quería disponer de calma en la campiña para poder preparar la reunión del día 30. Anunciaba que en su ausencia todas sus funciones serían asumidas por el gruppenführer Fritz von Krauser (una más, por supuesto, de las víctimas de junio del 34). Y añadía: «si nuestros enemigos se imaginan que las secciones de asalto no volverán de su inactividad o que sólo volverán en parte, se van a decepcionar. El destino de Alemania reposa sobre estas tropas».

Este comunicado fue publicado en primera página por toda la prensa nacionalsocialista. Ni Hitler ni Göbels pudieron impedirlo, y es bastante probable que el segundo se llevase una buena bronca del primero por ello. Lo cierto es que este comunicado de prensa exasperó al canciller, y lo puso mucho más nervioso de lo que ya estaba.

La razón es bien obvia. En aquella Alemania, nadie con un mínimo coeficiente de inteligencia habría imaginado, jamás, que aquella nota de prensa había sido suscitada por la sola voluntad de Röhm. Hitler y su amigo, en aquel entonces, eran contemplados como una unidad; de hecho, la Noche de los Cuchillos Largos viene a ser algo tan traumático como si, en el año 1983, Felipe González hubiese decretado la detención y ejecución de Alfonso Guerra. Así pues, probablemente, en toda Alemania las únicas dos personas que sabían a ciencia cierta que Hitler no había formado parte de esa nota de prensa, no la había conocido, redactado, corregido, y sobre todo aprobado, eran el propio Hitler, y Röhm. El resto del personal, dentro y fuera de Alemania, asumió que el texto portaba el nihil obstat del jefe del Partido (razón por la cual, la prensa lo publicó todo con tanto alarde).

Ahora, Hitler había quedado ante todos como el avalista de aquél a quien había querido narcotizar por demanda de otros miembros del Gobierno. Y no podía deshacer el entuerto, porque hacerlo habría supuesto aflorar una división dentro del movimiento nacionalsocialista que no haría sino dar alas a la banda Hindenburg-Papen, que habría encontrado más de un motivo para sostener la necesidad de un mando arbitral.

Röhm se la metió doblada aquel día a Hitler. El canciller, en cosa de un mes, le respondería reventándole el pecho.

Nada más regresar de Venecia, la primera persona con la que se vio Hitler fue Göring. El máximo mandatario prusiano le trajo a esa reunión lo que le había prometido: un grueso dossier, elaborado por el jefe de policía, Kurt Max Franz Daluege. Franz, que era un devoto nacionalsocialista (llegó a ser obengruppenführer de las SS y trabajó siempre en el ámbito de la ORPO, policía del orden, a las órdenes de Himmler; su actuación represora en Checoslovaquia le valió ser extraditado allí tras la guerra, donde murió ahorcado), había construido el tipo de pruebas de un complot que se le había pedido que se inventase.

A Hitler el dossier lo mesmerizó. En realidad, en los papeles entregados no había, probablemente, pruebas de un complot. Pero de lo que sí había pruebas era de la existencia en el entorno nazi de personas que no tenían la mejor opinión de su jefe. Así, se incluían varias cartas interceptadas de miembros de las SA, que hablaban de Hitler en términos no muy alabatorios precisamente.

De todas formas, las cartas, pertenecientes sobre todo al obergruppenführer de las SA en Berlín, Karl Ernst, y a Edmund Heines, contenían otras cosas, según Göring. Contenían varios párrafos en los que ambos nacionalsocialistas hablaban abiertamente de los sucesos que habían llevado al incendio del Reichstag. Sabido es que aquel suceso no contenía precisamente buenas perspectivas para el NSDAP en el caso de ser conocido en toda su extensión, razón por la cual muchas de las personas que habían estado de alguna manera ligados a él habían desaparecido oportunamente. El diputado Ernst Oberfohren había aparecido ahorcado en su casa de Kiel. Y el vidente Erik Hannussen (nacido Harschel Steinschneider), un cantamañanas muy cercano a Hitler que se había autohipnotizado y «predicho» el incendio del Reichstag, también despareció del mundo de los vivos en 1933. Otro hombre cercano a los conspiradores, el doctor George Bell, había sido asesinado en Austria más o menos en la misma época. Sin embargo, tres hombres fuertemente relacionados con la operación habían sido mantenidos con vida: el conde Helldorf, Wolf Heinrich Graf Helldorf, un auténtico «camisa vieja», que fue nombrado prefecto de policía de Potsdam...; y la parejita Ernst-Heines.

El Informe Daluege le aportó a Hitler una razón más para llevar a cabo la Noche de los Cuchillos Largos. La sobrada temeridad de los dos jefes de las SA podía acabar dando al traste con el manto de secreto con que el Partido había conseguido revestir todo lo relacionado con el incendio del Reichstag. Hitler, por lo demás, también se miraba en aquel suceso, que fue notoriamente desagradable para el NSDAP por el juicio paralelo que se montó en la prensa extranjera a causa de la debilidad de las acusaciones manejadas por los nazis. Si había que hacer algo, se decía, tendría que ser sin debate, sin problemática, sin versiones paralelas.

Es por esta razón que, en la última semana de junio, y en un movimiento que nadie pudo ver relacionado como una acción del tipo de la NCL, Hitler abordó la reforma de la Corte de Leipzig, que era la encargada de juzgar los sucesos relacionados con la seguridad del Estado. La convirtió en un tribunal formado por unos cuarenta miembros, todos ellos militares, altos funcionarios y dignatarios del Partido. De esta forma, el Führer se aseguraba contar con un tribunal dócil a la hora de juzgar los casos de traición.

A Göring, sin embargo, esta solución no le parecía una solución. Un tribunal no deja de ser un tribunal, y si tenía una audiencia pública, un momento en el que alguien como Heines pudiese hablar, podrían aflorar muchas cosas incómodas.

Hay que recordar, en este sentido, que igual que ocurre hoy en día en muchos movimientos populistas surgidos en Europa, la teórica del Partido Nacionalsocialista negaba toda fuente del derecho que no fuese el deseo del pueblo alemán; idea ésta que se sustenta en el concepto genérico de que nada es legítimo si no «nace del pueblo». Frente a una idea compartida por los alemanes, sostenía el nazismo, no había ni derecho natural, ni consuetudinario, ni límites constitucionales que valiesen una mierda; concepto éste que se puede rastrear hoy en día en quienes, por ejemplo, sostienen que la voluntad, que se sobreeentiende mayoritaria, de la población por hacer tal o cual cosa (por ejemplo, manifestarse, o quedarse a vivir en una plaza pública) no puede ser coartada por leyes, decretos o regulaciones.

Göring acudía a menudo a esta interpretación, edulcorándola con el concepto seguido de que el pueblo había hablado bien claro al votar en el sentido de que Hitler representaba con claridad esos deseos que eran fuente del Derecho; idea que también adoptó, por ejemplo, el franquismo, que convirtió el dedo del general Franco en fuente de derecho constitucional. Ergo, decía el pígnico nazi, todo lo que hacía falta para juzgar a alguien era la decisión personal de Hitler, puesto que él representaba la voluntad del pueblo alemán que, asimismo, estaba por encima de todas las cosas.

Mientras ocurría todo esto, como ya hemos dicho, Ernst Röhm había convocado a sus mesnadas para la reunión del 30 de junio. Tras haber hecho la convocatoria, y en compañía de Heines y otros mandos de las SA, se había retirado a una villa cerca de Munich, Wiesee; mientras dejaba en Berlín a cargo de todo a su jefe de gabinete, Georg von Detten (otro que estaba a punto de caer). En las últimas horas de aquel mes de junio, ignorando lo que se estaba montando, Röhm celebró su última fiesta. El principal motivo de la celebración era la muy reciente boda del obergruppenführer Ernst, celebración de la que el mismo Hitler había sido testigo; dos días después (esto es, un día después de la NCL), Ernst se iba con su joven esposa de viaje de novios a las Canarias, aprovechando la desmovilización; ni qué decir tiene que fue otro el viaje que hizo.

Pero vayamos algunos días antes, no muchos: al 21 de junio. Ese día, 21 de junio de 1934, la Alemania nazi, poco amiga de tradicionales festividades religiosas, celebraba una de nuevo cuño, inventada por ellos, aunque bien es verdad que celebrada en no pocos lugares de Europa: la fiesta del solsticio de verano.

Los dos solsticios del año vienen siendo celebrados desde tiempos muy antiguos en Europa. El historiador latino Tácito dejó algunos testimonios de que los viejos alamanni celebraban esta fiesta con una fuerte hemicránea colectiva; tradición que ha sido básicamente recogida en los países escandinavos, donde lo que nosotros conocemos como la noche de San Juan se aprovecha no para quemar hogueras, sino para quemar el hígado. Ernst Graf von Reventlow, un oficial nacionalsocialista que era el principal apoyo del Movimiento Alemán por la Fe, un movimiento neopagano y anticristiano, fue el gran factótum en favor de la reedición de esa presunta «tradición» aria. Por el lado nazi, Alfred Rosenberg abrazó esta celebración y organizó en Verden, Westfalia, un homenaje a los 4.500 sajones masacrados por Carlomagno, ese sucio franco, en el año 782. El tono de la celebración era coherente con una de las teorías de Rosenberg, según las cuales el emperador franco no había sido otra cosa que la razón para que el desarrollo de la cultura alemana se retrasase mil años, al obligarla a sujetarse a las normas latinas (recuérdese todo el esfuerzo realizado por los nazis para limpiar su idioma de latinismos e imponer la escritura gótica). Ante una multitud enardecida y un poco tomada, Rosenberg se soltó un discurso muy ariosófico, en el que, entre otras cosas, dijo que «la Tierra Santa, para nosotros, no está en Oriente, sino en Alemania»; recuérdese, en este sentido, que hubo escritores que en el ámbito de la ariosofía llegaron a desarrollar la teoría de que Jesús había sido crucificado en Alemania (ni que fuera griego...).

Al mismo tiempo que Rosemberg celebraba esta peripatética fiesta, otro importante jerifalte nazi, Josef Göbels, hablaba en Berlín ante los micrófonos de la radio. Sus palabras estaban dedicadas a lo mismo, esto es la celebración del solsticio, pero con un tono muy diferente. La celebración, le decía Göbels, venía a significar que el sol de Alemania ahora calentaba a todos sus ciudadanos, y no sólo a unos pocos. Fue el suyo un discurso demagógico y obrerista, que buscaba aglutinar al obrero alemán a su alrededor, y atacar a Von Papen. Eso mismo, poner a parir al vicecanciller de su propio gobierno, fue el tema fundamental de sus palabras en cuando el jefe de la propaganda nazi abandonó las primeras frases de calentamiento. Es posible que jamás, en la Historia, se haya dado un discurso tan directamente cruel por parte del miembro de un gobierno sobre otro miembro del mismo, para colmo, teórico superior suyo.

«Algunas personas que hoy se dicen nuestros amigos», bramaba Göbels ante el micrófono «gobernaban el país cuando nosotros estábamos luchando por llegar al poder. ¿Nos ayudaron? Para nada; en realidad, lo que pretendían era quitarnos de en medio. ¿Y ahora? Pues ahora, que tenemos el poder, esas mismas personas tratan de que no lo ejerzamos. Yo les digo: ¡sois unos tipos ridículos!»

«Gracias a Dios», continuó Göbels ante una audiencia presente de camisas pardas que himplaba de felicidad, «estos círculos que discuten gravemente sobre política no tienen el monopolio de la inteligencia. Más aún: este tipo de gente representa la reacción, la vuelta atrás. No han entendido nuestra magnanimidad; pero entenderán mucho mejor nuestro rigor. ¡Les pasaremos por encima y la Historia guardará nuestros nombres, no los suyos!»

Hay que reconocer, aunque joda, que en la última frase acertó de pleno.

Tratándose de un discurso de Göbels, pronunciado además con ocasión de una fiesta nacional que se quería multitudinaria como el solsticio de verano, toda la prensa del país la reprodujo en primera página. Por lo tanto, Göbels contraatacaba con toda su fuerza, y lo hacía, además, contra un discurso, el de Von Papen en Marburgo, que apenas un puñado de alemanes conocía.

Von Papen se fue por los pantys.

El balance para él era terrible. De su discurso no se había enterado nadie; y ni siquiera las masas que lo habían conocido, es decir los militantes católicos, había reaccionado adecuadamente. Erich von Klausener, el líder de los católicos que había sido apartado por Göring al ministerio de Transportes prusiano (y que en la NCL, por probable incitación de Göring, o tal vez de Heydrich, fue asesinado por la SS en su propio despacho ministerial) protestaba casi constantemente, pero sobre temas estrictamente religiosos, como las facilidades para oír misa y esas cosas. Tras la conferencia de Fulda, los obispos estaban callados. Y, para colmo, la salud de Hindenburg empeoró súbitamente, con lo que se comenzó a temer lo peor.

El vicecanciller se dio cuenta, en ese momento, de que se había equivocado. Él, y sus asesores. Y no se equivocaba: había cometido un error de cálculo (de ésos que Hitler nunca cometía) y había mostrado sus cartas demasiado pronto. La casta de Neudeck, con sus propios intereses y calendarios y al fin y al cabo fuertemente dependiente de que siguiese vivo un anciano terminal, que para entonces pasaba el día amodorrado y soltando babilla por la comisura de la boca, se la había colado. Von Bose, el principal muñidor de la estrategia que ahora estaba quedando como el culo, encontró rápidamente consuelo en un argumento: es muy poco probable, le dijo a su jefe, que Göbels haya ido tan lejos con la autorización de Hitler. Lo que tienes que hacer ahora es verte con el canciller, y ponerte duro.

Von Papen, sin embargo, no lo veía tan claro. En primer lugar porque él, que conocía muy bien a Hitler, dudaba mucho de que Göbels pudiese actuar de esa manera sin su conocimiento. Y, en segundo lugar, porque incluso un encuentro con el canciller ahora mismo era muy difícil. El 21 de junio, Hitler no estaba en Berlín. Estaba en la finca de Göring, puesto que el jerarca nazi había elegido aquella fiesta del solsticio para trasladar a sus tierras los restos de su primera mujer; un acto al que Hitler asistía, y al que Von Papen sólo habría sido invitado por Göring con la condición de que se metiese en la tumba de su señora y ya no saliese.

A falta de pan, Von Papen se conformó con las tortas. A mediodía del día 22, en Berlín, todos los ministros que estaban en la capital tenían previsto asistir a una conferencia del presidente de Bundesbank, el doctor Schacht, que iba a instruirles sobre aspectos relacionados con los pagos de deuda alemanes. Allí estaría el mismo Göbels. Para el vicecanciller, aquel encuentro era, probablemente, una última oportunidad. Aparecer allí, de alguna manera regañado por el ministro de Propaganda (puesto que acudir y mostrarse con él era una forma de aceptarlo), y mostrándose conciliador o incluso sumiso, podría ganarle ante Hitler y dejar todo aquel asunto en agua de borrajas. Y como lo pensó, lo hizo: acudió a la conferencia y, delante de una nube de periodistas, se encontró con Göbels, quien le ofreció una mano que Von Papen, con sonrisa de diplomático, estrechó fuertemente.

Lo increíble del asunto es que Von Bose tenía razón. A pesar de que todo el mundo en los escalones del poder y la Administración alemana asumió que las palabras de Göbels habían sido las de Hitler, el ministro de Propaganda había actuado por su cuenta. En realidad, Joseph desconocía, en ese momento, cuál era el pensamiento de Hitler, y si consideraba el paso dado durante la festividad del solsticio como algo adecuado.

Göbels sabía que había dado un paso decisivo para convertirse en eso que conocemos como el líder de una tendencia: la tendencia de izquierdas, en realidad de ultraizquierda, dentro del NSDAP. Su constante presencia ante unos medios que, además, le obedecían, con ese discurso modelo jonsismo de Ramiro Ledesma, asustando a los grandes financieros, interpretando sus convulsos tiempos como el síntoma de la muerte definitiva del capitalismo; todo eso y, ahora, su enfrentamiento frontal con la vertiente más conservadora de la sociedad alemana, el agujero negro católico de Baviera y otras áreas del país, llevaban camino de convertirlo en campeón del ala izquierda del nazismo; enfrentada a ese nazismo ultraconservador, amigo de los grandes magnates industriales, aliado con la aristocracia de toda la vida, violentamente anticomunista y enemigo del obrero, representado en ese momento más por Göring que por Hitler; y que por ser el platillo de la balanza finalmente elegido por el Führer, ha terminado por ser el que identifica el nazismo en su totalidad.

Pero el ministro de Propaganda sabía lo suficiente del partido nazi y de su líder como para entender que la mejor forma de sobrevivir en él no era, precisamente, destacarse como líder de una tendencia, a menos que fuese la tendencia que Hitler acabase por elegir. Göbels conocía a Göring casi tanto como lo odiaba, y por eso sabía que era perfectamente capaz de atraer a su jefe al Lado Oscuro del nazismo de corte prusiano, nortealemán, mucho chunda chunda, cascos terminados en una punta de flecha, monóculo, gastronomía mantecona y toda la pesca. Y eso le daba miedo, porque sabía bien que, en el estricto segundo en que Göring no le necesitase, se las arreglaría para que una pandilla de incontrolados se lo cargase en cualquier esquina; o, peor, construiría contra él un evidentísimo caso de alta traición al mejor estilo de las purgas estalinistas.

Göbels, además, conocía lo suficiente a Hitler como para saber que aquel soldado chusquero sin futuro militar odiaba a muerte a los grandes generales de sonoros apellidos; pero que, al mismo tiempo, nunca rompería con ellos. Lo que a Hitler le salía de los intestinos no era, como a Göbels, triturar el legado de Hindenburg; sino heredarlo. Así pues, faltando algo más de una semana para la NCL, y sin tener ideas concretas, es muy probable que el ministro de Propaganda se la barruntase. Y sabía bien que, en el momento en el que se empiezan a rifar hostias, no es buen negocio estar en la boca de todos, porque entonces te conviertes en la primera persona apaleable.

Así pues, aunque no lo pareció en modo alguno, y si alguien lo hubiera dicho no habría sido creído, el Josef Göbels que asistió, en la mañana del 22 de junio, a la conferencia de Schacht, estaba acojonado. Hasta las trancas.

Tal y como Göbels sabía bien, Hitler pasó las jornadas del 21 y 22 de junio con Göring. Precisamente en esas horas, Hermann había procedido al traslado de los restos de su primera esposa sueca, Karin, a los terrenos de su finca de Schofheide. Allí, mientras las secciones de asalto de la policía prusiana procedían a trasladar los restos mientras cantaban el Horst Wessel Lied y otras canciones parecidas, el Führer y su ministro del Aire se encontraron en una rara comunión. No se trata exactamente de que Hitler le tomase a Göring un cariño que nunca le había tenido, sino que, durante aquellas horas, el ministro del Aire y principal mandatario de Prusia se las arregló para convencerlo de que era el candidato ideal para poner orden en la casa nazi.

Durante aquellos dos días, en medio de una celebración semipagana de nuevo y viejo cuño a la vez, Adolf Hitler y Hermann Göring diseñaron la noche de los cuchillos largos. Muy probablemente, hicieron una lista de nombres que, de todas formas, dejaron abierta a la creatividad del momento y las circunstancias.

La prensa del día 23 se hizo eco de una extraña noticia, según la cual un miembro de las secciones de asalto habría disparado contra el coche de Hitler al regreso de éste a Berlín. Inmediatamente se supo que aquel SA era uno de los muchos extraños nazis que había en la grey de Röhm, que exhibían un importante pasado comunista. La noticia no tuvo gran impacto, pero lo cierto es que, a la luz de lo que luego ocurrió, hoy podemos pensar que, tal vez, fue un primer intento de la Gestapo por desacreditar a los camisas pardas.

El día 23, apenas regresado a Berlín de estar con Göring, Adolf Hitler vuelve a abandonar la capital. Esta vez, su destino será Neudeck, es decir la casa de Hindenburg. Nunca se aportó versión oficial alguna sobre el motivo de este viaje.

En el diseño que Hitler y Göring han realizado ya, sólo queda un cabo suelto, que es el presidente de la nación. Hindenburg podría, en efecto, responder a la matanza en la que Hitler está pensando, que no olvidemos no va a centrarse en sus propias secciones de asalto sino que también se va a llevar por delante a una importante caterva de políticos conservadores de la línea Hindenburg-Papen; responder, digo, con algún tipo de reacción deslegitimadora. En puridad, a Hitler no es el propio Hindenburg el que le preocupa, sino todo su entourage, que es el que realmente puede moverle a hacer cosas. Por último, Hitler necesita saber qué es lo que dice el testamento de Hindenburg, para saber a qué atenerse.

Pero, en realidad, hay otro motivo casi tanto o más importante para ir a Neudeck: Hitler sabe que allí se encuentra, junto al presidente, el general Von Blomberg; y éste es el hombre en ese momento más importante para el Canciller. Von Blomberg está en Neudeck para girar una visita de cortesía al jefe del Estado en medio de una gira de inspección por la Prusia oriental. Sin embargo, es más que posible que Von Blomberg y Hitler hubiesen hablado por teléfono y hubiesen convenido en construir ese encuentro casual entre ambos. El ministro de la Guerra quería ver a su Canciller lejos de Berlín y de los ojos y oídos de otros ministros.

Hitler llega a Neudeck y es inmediatamente informado por Meissner de que el presidente está muy débil. Tanto, que el canciller no puede pensar, le dice, en una audiencia normal. En la tarde, cuando se levante de la siesta, y antes de que los médicos entren a reconocerle, tal vez tenga tiempo para un encuentro breve. Hitler asiente, deja a Meissner con Hindenburg, e invita a Von Blomberg a pasear por el jardín.

La entrevista Hitler-Von Blomberg de Neudeck, en la primera tarde del 23 de junio de 1934, mientras Hindenburg dormía su siesta no lejos de ellos, selló definitivamente la suerte de las personas que murieron en la Noche de los Cuchillos Largos.

Hitler, ya lo hemos dicho o insinuado en otros puntos de estas notas, pasaba aquel mes de junio en un excitadísimo estado de nervios. Fue por esta razón que, nada más comenzar el paseo con Von Blomberg, y de una forma exenta de diplomacia, le preguntó al ministro de la Guerra si el ejército le era fiel o si debía creer a todos aquéllos que le contaban que la oficialidad alemana conspiraba a favor de monárquicos, católicos y judíos. Von Blomberg no se inmutó. Con una tranquilidad que muy pocas personas exhibieron al ser presionadas por Hitler, le contestó que el Ejército alemán siempre sería fiel a aquel personaje que personalizase la patria. Sabía el ejército, además, que el mariscal Hindenburg ya para poca cosa contaba, en su estado terminal. Le recordó a Hitler, sin perder la calma, que las Fuerzas Armadas habían hecho ya concesiones al nacionalsocialismo, como aceptar la expulsión de algunos oficiales no arios.

Hitler hizo la pregunta que quería hacer: todo eso es hoy, dijo. Pero, ¿y mañana? ¿Y el día en que Hindenburg finalmente falte, y sólo quede yo? ¿Seré yo esa figura que personalice la patria?

Von Blomberg le contestó: «El Ejército alemán depositará la fidelidad que se le debe a sus reyes al nuevo jefe del Estado que se den los alemanes».

Es evidente que esta respuesta no pudo placer a Hitler. En primer lugar, por la referencia, valiente a la par que inoportuna, a la esencia monárquica de la obediencia castrense. Y, en segundo lugar, por la calculada poliglosía encastrada en el uso reflexivo del verbo dar.

«¿Qué entiende usted, exactamente, por eso de que Alemania «se de» un jefe del Estado?», preguntó, como un resorte, Hitler.

Von Blomberg, dominando la conversación, se alzó de hombros: «Yo no soy político, señor Canciller. No sé mucho de mecanismos constitucionales y esas cosas. Hasta donde yo sé, Su Excelencia no ha sustituido la Constitución de Weimar, y se ha limitado a abolir algunas de sus disposiciones. Dígame: la designación del jefe del Estado, ¿es una de éstas?»

A Hitler, el gambito de Von Blomberg lo dejó patidifuso. Es evidente que hablamos de la opinión del amanuense que está relatando estos hechos; pero esa opinión es muy neta en el sentido de que Adolf Hitler nunca hubiera esperado que su ministro de Defensa le diese una respuesta así de garantista y legalista, enfrentándose, a sabiendas, a sus deseos; y poniéndoles freno, de hecho. El rostro del Canciller se endureció.

«No pretenderá usted, señor ministro, reeditar las querellas entre partidos y dejar que Alemania, en unas pocas semanas que como mucho tardará en morir el Presidente, se instale de nuevo en la inestabilidad».

Von Blomberg se paró y miró a Hitler de hito en hito. Luego le dijo: «Tiene razón, Su Excelencia. Mucho mejor sería que no hubiese un interregno, y que las Fuerzas Armadas tuviesen claro a quién deben ser fieles».

El curtido general Von Blomberg había llevado a Hitler exactamente adonde quería. Es posible que fuese la única persona en el mundo y en la Historia que lo consiguió, cuando menos desde el día en que Hitler obtuvo el poder hasta el de su suicidio. Durante esos doce años, Hitler llevó siempre a todo el mundo del ronzal, y acostumbró al mundo entero a temerlo. Sólo dos veces, en mi creencia, fue más débil que su contraparte: una, cuando Hess lo traicionó, cosa que él no esperaba; y otra, cuando el general Von Blomberg lo fue llevando, colina abajo, hacia el punto en el que quería tenerlo: el punto de explicarle por qué el Ejército no podía confiar plenamente, no en él, sino en el nacionalsocialismo.

Hitler tampoco era tonto y sabía que con su última frase, Von Blomberg había dicho dos cosas: una, que el Ejército alemán no tenía ningunas ganas de batirse el cobre por un régimen democrático. No, no era ése el problema (no podía serlo, pues la tradición castrense alemana carecía de elementos de respeto constitucional). Y la otra, que estaba en un estado en el que no sabía qué pensar. Y era obvio que el ministro de la Guerra estaba allí para explicarle por qué.

«El Ejército está inquieto», explicó Von Blomberg, mientras Hitler, a su lado, caminaba con las manos a la espalda y mirando al suelo, absorbiendo sus palabras; «a las Fuerzas Armadas les inquieta pensar que si algún día el Partido y la Patria acaban por ser la misma cosa, ciertas personas que hablan en nombre de ese Partido se considerarán no en la meta, sino en el inicio de sus planes y objetivos. Querrán que haya una segunda revolución [la primera, entiéndase, es la llegada al poder del NSDAP]. Pero el Ejército, para reconstituirse, necesita calma. Y Su Excelencia conoce bien...»

Hubo un breve silencio. Pasos ahogados en la tarde. Hace calor ya, es finales de junio. Dos hombres paseando juntos. Los dos pensando lo mismo: «Ahora. Es el momento. Ahora viene».

Y vino. Porque Von Blomberg terminó la frase:

«... su Excelencia conoce bien las reivindicaciones de algunos jefes de las SA que, en el marco de esa segunda revolución, querrían obtener mando en el Ejército».

Y ya estaba. La cita de Neudeck había llegado a su punto de ebullición. Hitler había ido allí a reclamarle a Von Blomberg el apoyo del Ejército para suceder a Hindenburg. Von Blomberg le había contestado que, para eso, tenía que limpiar su banquillo, quitarse de en medio a los compañeros de viaje que tenían otra idea del Poder, otra idea de la nación. Otra idea del Ejército.

Hitler se paró y miró a su ministro.

«Esté usted tranquilo, general. El nacionalsocialismo es un régimen de orden. No habrá segunda revolución. Le doy mi palabra de honor.»

Adolf Hitler acababa de aprender que no sólo debía llevarse por delante a los hombres de las listas que había elaborado con Göring. Ahora, además, podía.

En el aeropuerto de Tempelhof, Rudolf Hess y Joseph Göbels están esperando al canciller. El ministro de Propaganda llega de Munich, donde se ha visto con Röhm; un encuentro del que pronto se arrepentirá y que procurará borrar en sus huellas por completo. Pero su movimiento tiene lógica. Como ya hemos dicho, Joseph está bastante acojonado porque no sabe exactamente cuál va a ser la reacción de Hitler a sus acciones; y por eso ha ideado un acercamiento a dos bandas: a Göring, a la derecha de Hitler; y a Röhm, a la izquierda. Trata de jugar a grande y a chica a la vez para quedarse con el envite que finalmente lance el jefe.

El tercer elemento de su estrategia es comerle la oreja a Hitler, y es lo que comienza a hacer, nada más bajarse éste del avión, desplegando argumentos sobre los graves peligros que acechan al Partido. El Führer, sin embargo, lo sorprenderá. En el coche, Hitler se marca uno de sus discursos interminables, en los que no sabe bien si habla con su interlocutor o consigo mismo; discurso en el que dice que lo que hace falta es tranquilizar Alemania, lo cual pasa por acabar con los extremismos. Y, en ese punto, se lanza a una crítica salvaje de Von Papen... y de Röhm.

Ante un Göbels que no logra pasar la saliva por su nuez, Hitler sigue: «todos aquéllos que llaman a una segunda revolución me separan de los elementos razonables de Alemania. Yo no soy Lenin. Yo quiero el orden». Acto seguido, nunca sabremos si por inocencia o sabiendo muy bien lo que hacía, Hitler le dice a Göbels: «Göring me ha enseñado los informes de Himmler [se refiere a las cartas de Heines]. Tú ni te imaginas lo que esos tipos dicen de mí. Yo no les sirvo».

Dentro de la cabeza de Göbels suena un «¡Hostias!» de gran calibre. O sea: ¿Göring tiene informes precisos? ¿Sobre los extremistas del NSDAP? Al instante, por supuesto, se pregunta: ¿por qué me está confiando Hitler todo esto a mí?

Sobre él mismo, se dice, todavía hay duda. Pero lo que está claro es que las SA están condenadas; en ese momento, es muy posible que Göbels piense que «condenadas» se refiere a su existencia como unidad paramilitar; es más que probable que no sea ni medio capaz de imaginar la que han pensado montar su jefe y Göring. Pero la cosa es que él viene de Munich, de prometerle a su camarada Röhm que intervendrá ante Hitler para «contrarrestar a los aristócratas y a los generales». ¿Será capaz de avisar a Röhm de que esos mismos elementos que ambos quieren vencer son aquéllos en los que confía ahora Hitler?

Hitler está en el coche en medio de ese tremendo estado de nervios en el que, en realidad, pasó todo el mes de junio de 1934. Pero en todo el viaje no le hace ni un solo reproche personal a Göbels, y esto le sirve al ministro de Propaganda para darse cuenta de que, cuando menos de momento, el tema no va con él. Sabe bien que su jefe, cuando está dominado por la cólera, no es capaz de los sutiles movimientos de doblez diplomática en los que es un consumado maestro cuando su tensión diastólica está dentro de lo normal. Si no se han hecho reproches, no los hay; por eso, se dice, todo se reduce a avanzar a partir de ahora sin tropezar.

Él también, a su manera, condena a Röhm a muerte.

Así las cosas, Joseph Göbels, el mismo que veinticuatro horas antes se habría apuntado feliz y contento a la segunda revolución de Röhm si hubiese estallado, ahora asiente, pastueño, mientras Hitler instruye a Rudolf Hess para que se convierta en su portavoz en esos días, y que explique a los alemanes que su canciller no presta oídos a los discursos radicales que se oyen por ahí, y que sólo mira hacia el futuro.

Hess cumple su misión el lunes 25 de junio. El día antes, domingo, la policía de Colonia, ciudad colocada en el epicentro católico de Alemania, ha sido advertida de que tiene que crear y convocar un acto multitudinario en 24 horas. El encargo recayó en Rudolf Diels, a quien Göring, que lo conocía de la policía prusiana, había colocado de prefecto de policía de Berlín (nombramiento que, por cierto, la Wikipedia cita con posterioridad a la NCL, lo cual es un error) y que para el 25 había sido enviado, en semi-exilio, a Colonia.

Diels es un hombre de la cuerda nacionalsocialista; él, de hecho, había interrogado al principal sospechoso designado por los nazis para el incendio del Reichstag, Marinus van der Lubbe. Es un hombre del ala izquierda nacionalsocialista, ésa que según las gentes de izquierda, y muy especialmente sus intelectuales, nunca existió. De hecho, es compañero habitual de juergas de Röhm y de Helldorf, el condesito de asalto. A Diels, el encargo le viene de maravilla, pues sabe que por esos tiempos Göring, quien ya no es su protector, está preparando una lista de los prefectos de policía de poca o nula confianza de los que hay que deshacerse. La llegada de Hess, un tipo que además le va a dejar a hacer porque las luces no son su principal infraestructura, le supone la oportunidad que estaba esperando para hacer puntos ante los jerarcas nazis.

[De nuevo, la Wikipedia nos dice que Diels escapó a la NCL gracias a Göring. Con todos los respetos, yo creo que fue gracias a sí mismo, y lo bien que regateó su destino en el acto de Colonia.]

El discurso de Hess contrastará en gran medida con los otros recientes dictados por Göbels. El lugartaniente de Hitler se embarca, básicamente, en una alabanza sin ambajes del liderazgo del canciller y jefe del NSDAP. Más aun, se preocupa muy mucho de explicarle a aquellos alemanes católicos que Hitler es, en ese momento, la única capacidad de decisión efectiva que existe en Alemania.

«Una sola persona», freme el cejudo nazi, «está más allá de toda duda: el Führer. Todo el mundo sabe que siempre ha tenido razón y que siempre la seguirá teniendo. Él obedece a una llamada de lo alto [sic] para dirigir los destinos de Alemania. Y esto no acepta crítica alguna.»

Inmediatamente, después, se refiere a aquéllos que, dentro de su propio partido, anuncian una segunda revolución con las siguientes palabras: «sólo el Führer puede definir el ritmo y la dirección de la revolución. Sólo él puede llevar a buen fin lo que ha comenzado. Es posible que algún día sea necesario evolucionar con la ayuda de herramientas revolucionarias. Esperamos sus órdenes. ¡No hay necesidad de muletas!»

Hess no fue el único que hizo discursos esos días. Ese mismo día 25, Hermann Göring habló en Nuremberg, y al día siguiente en Hamburgo. El primero de los discursos lo dedicó a criticar a Papen sin citarlo, afirmando que «ahora no necesitamos de la fría razón, sino del ardor». Sin embargo, al día siguiente, en Hamburgo, su tono fue totalmente distinto. La melodía göbelsiana había desaparecido. Fue un discurso claramente dirigido a los alemanes de derecha, no nacionalsocialistas, para que se aglutinasen alrededor de Hitler. Fijando posición en torno al futuro político del país, dijo: «es a nuestros hijos y nietos a quienes tenemos que legarles la capacidad de decidir la forma política de Alemania. La cuestión monárquica no es de actualidad. Los que vivimos el momento presente debemos felicitarnos de contar con Adolf Hitler». A los estudiosos del franquismo les ha de sonar esta teoría de «la monarquía después del Jefe».

Hitler, hemos de suponerlo, escuchó el 25 aquellos discursos con fruición; aunque tal vez el primero de Göring no le gustase del todo, lo que hace pensar que tal vez él mismo no fue ajeno al sustancial cambio de tono del día siguiente. En todo caso, aunque podamos pensar que estas novedades lo relajaron, en realidad otras lo pusieron todavía más histérico de lo que ya estaba.

En efecto: el día 25 de junio de 1934, Benito Mussolini invitó formalmente al canciller austríaco Dollfus a pasar el verano con él en su mansión romañesca. Fue la forma que tuvo el fascismo romano de dejarle claro al fascismo alemán que seguía considerándose garante de la independencia austríaca; algo que Hitler esperaba haber cauterizado durante la visita de Venecia y que le obligaría a realizar todo el montaje de la Anschluss.

También durante esos días, Hitler cayó en la cuenta de otro elemento más que, por si no tenía suficientes, lo empujaba hacia la NCL. Aquel verano de 1934, la política monetaria del nazismo, que éste había criticado tanto en otros gobiernos, había generado graves problemas en la masa de recursos de la economía alemana. Cuando Hitler llegó al poder, el oro en poder del Bundesbank cubría unos 920 millones de marcos. Pero en el verano de 1934 esta cobertura era de apenas 150, lo cual quería decir que sólo el 5% de las monedas en circulación estaba cubierto por las reservas.

Estas circunstancias significaban una cosa para Hitler: quisiera o no, por mucho que, tal vez, lo desease ardientemente en su fuero interno, él no podía convertir Alemania en el patio trasero de un cuartel de las Juventudes Hitlerianas. Todos los ministros y altos funcionarios nacionalsocialistas, desde Von Blomberg hasta Von Schacht, pasando por Von Neurath o Franz Seldte, le eran necesarios.

De hecho, aquella sensación de imprescindibilidad hacía a esos ministros no nazis muy temerarios a la hora de defenderse. Eso fue lo que hizo, sin ir más lejos, Franz Seldte. Hasta aquel momento, Seldte, antiguo jefe del Casco de Acero, había aceptado algunos hechos «iluminados» por Röhm como parte del juego; entre ellos, incluso, la detención de su camarada de los cascos, Theodor Duesterberg.

A principios de aquel mes de junio, el prefecto de policía de Halle, notablemente coordinado con el NSDAP, había prohibido a los cascos de acero entrar en el museo nacionalsocialista de la localidad, aun llevando la camisa parda, siempre que llevasen algún otro distintivo distinto del de las SA. Algunas viejas glorias de la primera guerra, que eran el público habitual de los cascos, habían intentado burlar esta orden, lo que había provocado conflictos.

El día 11 de junio, Franz Seldte se desplazó a Magdeburgo, donde había sido retenido por unos guardias de asalto durante algunas horas. Al parecer, querían impedir que tomase la palabra, como estaba previsto, en una reunión del Stalhelm.

Era prefecto de Magdeburgo Konrad Schragmüller (quien, por cierto, era hermano pequeño de una espía alemana de la Gran Guerra, Elsbeth Schragmüller, más conocida la Señorita Doctora, o sea Fräulein Doktor). Conrado ya era para entonces un alto mando de las SA. Schragmüller permaneció ilocalizable cuando el ministro Seldte se puso como el puma de Baracoa; y, con posterioridad, cuando apareció, pretendió explicar que las secciones de asalto no habían reconocido al señor ministro, y prometió una investigación que, sin embargo, a finales de junio, allá por ese 25 de los discursos y los disgustos, no parecía haber siquiera empezado.

A esta astenia policial se unía, para el Stalhelm, el agravante de que la prensa nada había dicho del gravísimo incidente y, sin embargo, por esas mismas fechas se estaba cebando con el conocido como affaire Kitzingen.

Kitzinguen es un pequeño pueblo pomeranio donde, por lo general, no pasaba gran cosa (tiene unos 20.000 habitantes; es posible que hoy tampoco pase mucho). El día 24 de junio, se celebró la típica parada militar en la que participaban todas las fuerzas paramilitares representadas en el pueblo. En el curso de la parada, el jefe local de las SA, un tal Matzahn, quiso dar órdenes al jefe de la formación, miembro de la Asociación Nacionalsocialista de Antiguos Combatientes. Este señor, jefe de sección del Stalhelm y del que he podido averiguar se apellidaba Kammerow, lo mandó a la mierda. Comenzó una pelea, que si hijo puta que si cabrón, y Kammerow saca la faca y apuñala al joven y fogoso Matzahn, causándole la muerte (que, de todas formas, teniendo en cuenta el fogoso temperamento del jovencito, la verdad es que el excombatiente no hizo otra cosa que adelantar su encuentro con Widukind y los héroes ariosóficos; pues con más que certeza podemos avizorar que un elemento como Matzahn habría caído en la NCL sí, o sí).

La prensa nacionalsocialista se apresuró a solicitar un juicio sumario, seguido de ejecución (como se ve, la demanda ya proveía de la sentencia) en la persona de Kammerow. Juicio que sabemos que no llegó, aunque cuando menos a mí me sea imposible deciros qué fue exactamente de él. El NSDAP reclamaba también la clausura del Stalhelm, además de reprochar a la derecha no nazi la tibieza con que informaba de este tema.

Será en este ambiente en el que, el día 28 de junio, apenas horas antes de la NCL, el ministro Seldte publique una nota de prensa en la que afirma: «los Cascos de Acero se consideran una parte integrante de la nueva Alemania. Rechazan el incidente de Kitzingen, pero no aceptarán que éste sirva para tratarlos como un elemento de oposición. Nosotros no queremos vernos implicados en luchas fratricidas. Exijo que se respete el acuerdo que yo mismo firmé con Ernst Röhm el 28 de marzo de 1933».

Göbels quería una respuesta categórica del canciller a esta nota de Seldte. Muy probablemente, porque conocía cuál era la opinión de Röhm al respecto, y quería respetarla, tal vez por poner una pica más en el Flandes de la izquierda nacionalsocialista, no fuese que finalmente ganasen la partida. Pero Hitler no le hizo ni caso. Le contestó fríamente (y le mintió): «nos ocuparemos de esto a la vuelta».

Decía «la vuelta» porque Hitler, una vez más, se ausentaba de Berlín. Tenía una cita en Essen, en las factorías Krupp, el día 28 de junio.

Se marchaba hecho un manojo de nervios. Sabía lo que iba a hacer. Lo que no tenía tan claro, es cómo. En ese momento, aunque en puridad ni Hitler lo supiese todavía, todo dependía de la cara que pusiese un hombre westfalio entonces de 44 años, marcial, relativamente bien parecido (su rostro podría pasar por el de cualquier secundario de películas del Oeste), Cruz de Acero y Cruz de Honor por sus méritos en la Gran Guerra, llamado Viktor Lutze.

Pero ya llegaremos a eso. Paciencia. De momento, volemos hacia Essen, sentados junto a un Adolf Hitler que mira por la ventana como si quisiera ahorrarse el diálogo con sus vecinos de asiento (es eso exactamente lo que quiere), mientras mira el cielo y retuerce alguna pequeña guedeja de su minúsculo bigote.

No le interrumpas. Está contando cadáveres.

El día 28 de junio, mientras Hitler volaba a Essen, comienza la Noche de los Cuchillos Largos propiamente dicha. Y comienza con un acto que pasa casi desapercibido y del que Hitler no sólo está informado, sino que sabe, mientras vuela en el avión que lo saca de Berlín, que al día siguiente le van a entregar un informe estrechamente relacionado con ello.

El día 28, a primera hora, el periodista Edgar Julius Jung, jefe de prensa del vicecanciller Von Papen, es discretamente secuestrado por la Gestapo.

Jung cometió el mismo error que cometen muchos periodistas: no tener más vida que su trabajo. Esto se lo puso relativamente fácil a Himmler. Cuando fue abordado por miembros de la Gestapo que lo invitaron a irse con ellos, comenzó una ausencia de horas en la que muy poca gente, en realidad, echó de menos al pobre Edgardo; sobre quien sí supo de su desaparición hablaremos pronto, pero no para bien precisamente.

Desde hacía tiempo, Jung había asumido la función de ser el enlace de Papen entre Neudeck y Berlín, así pues se pasaba el día viajando de un sitio a otro; a nadie le extrañó no verlo en su entorno. ¿El motivo del secuestro? Muy sencillo: Hitler le había dado órdenes tajantes de Göring de que había que sacarle a hostias a Jung la información de dónde estaba, y quién tenía, el testamento de Hindenburg. Así de claro. Le había dicho el canciller a su mano derecha en la NCL que quería un informe por escrito en la mañana del 29. Lo cual quiere decir que había que ser muy expeditivos al presionar a Jung.

¿Dónde estaba Von Papen? Pues estaba representando al gobierno en un congreso de alemanes en el exterior. En la mañana del día 28, el vicecanciller recibió la angustiada visita de la señora de la limpieza que trabajaba para Jung, que le dijo que se había encontrado el apartamento hecho unos zorros y, para colmo, la palabra «Gestapo» escrita (más que seguramente por Jung, al que tal vez dejaron entrar a mear antes de irse) en el espejo del baño. Tal vez pensó (aunque yo lo dudo) en ponerse a investigar, pero no contaba con que todo aquello lo estaba montando Himmler; que para otras cosas no serviría, pero para las casualidades que no lo son, se vestía por los pies. Casi inmediatamente después de esa entrevista, apareció un enviado de la Cancillería, que le pedía disculpas al vicecanciller por aquel atraco, pero le transmitía el deseo de Hitler de que lo sustituyese en el famoso congresito de alemanes diasporados.

Lo que sigue no es que hable muy bien de Von Papen. Lo que cabría esperar de él, teniendo en cuenta que Jung era su perro fiel, que ya le había dado su vida y pronto le daría, además, su existencia; y teniendo en cuenta que, con Hitler fuera de Berlín, aquel hombre era la primera autoridad de Alemania, lo suyo habría sido que levantase un teléfono, llamase a Göring, lo pusiera firmes y le conminase a liberar a Jung en minutos tres. Pero no hizo nada de eso. Lo que hizo fue acudir al congreso al que Hitler le pedía que fuese y, una vez allí, realizar un discurso notablemente suave y comprensivo hacia los nazis; buscando, claramente, hacerse perdonar lo de Marburgo. Hacerse perdonar el discurso que, bajo sus órdenes, le había escrito Edgar Julius Jung.

Siempre he pensado, de verdad, que lo más arrastrado que se puede ser en esta vida es la mano derecha de alguien de poder. Mientras a tu jefe las cosas le van bien, tu vida es la hostia. Comes en los mejores restaurantes, te salen amigos incluso entre tus declarados enemigos, todo eso. Pero si un día el barco zozobra, es a ti a quien tu querido amigo, tu querido jefe al que le has dado todo, echa primero por la borda. Esto es, ya digo, muy común. Pero lo de Jung, es de traca. Y la reacción de Papen, de traca y media.

Para desesperación de Papen, además, cuando llega al congreso de marras se encuentra con que, al contrario de lo que rezaba el programa, ni Göring ni Göbels están allí. A las primeras de cambio, lo más parecido a un nazi con cresta de macho alfa que encuentra es Kurt Schmidt, ministro de Economía; un hombre que sabe que su propia silla se está moviendo. De hecho, Hitler se lo quiere cargar, y Kurt se lo va a poner muy fácil: precisamente durante aquel acto del 28, Schmidt reventará de un ataque al corazón que le obligará a guardar un amplio reposo que le facilitará las cosas a Hitler, quien lo cesará por razones de salud y lo sustituirá por el doctor Schacht.

También está por ahí Seldte; pero con Kitzingen ha tenido más que suficiente, así pues las posibilidades de que haga piña a favor de Papen son nulas.

Finalmente, Von Papen encuentra a Rudolf Hess. Pero, por mucho que le pregunta y le inquiere sobre la situación, Hess dice no saber nada de las intenciones de su jefe. La verdad es que a Hess hacer de estúpido se le daba de coña.

Es en esas circunstancias, sabiendo más que sospechando que su mano derecha ha sido secuestrada por Himmler, en las que Papen pronuncia un discurso en el que, entre otras cosas, dice «los extranjeros se han mostrado muy interesados estas últimas semanas por ciertas diferencias de criterio que han surgido en el seno del gobierno. Estas personas normalmente han llegado a conclusiones dictadas o por la maledicencia o por el desconocimiento. Yo afirmo delante de vosotros que no existe ningún tipo de duda: el Führer posee la confianza de toda la nación, y nosotros estamos estrechamente unidos alrededor de él. Cualquier cálculo que se haga en el extranjero fundado en pretendidas disensiones interiores no llevará sino a adjudicarle a Alemania una política totalmente inexacta».

Como digo, una delicia trabajar para un tipo así, tan valiente. Que, por cierto, tenía que saber, a ciencia cierta, que soltando esas frases glamurosas, vergonzosamente pastueñas, no estaba haciendo otra cosa que mandarle a Himmler el mensaje de que se podía cargar a Jung sin problemas. El oído de Himmler, por supuesto, no falló.

¿Y Hitler? Pues algunas horas después de que Papen tiemble en la tribuna de oradores, ya día 29, el canciller está visitando la factoría de Alfred Krupp von Bohlen und Halbach. Si pudieseis ver con paciencia las imágenes que por supuesto se tomaron de aquella visita, observaréis que Hitler habla muy a menudo con Wilhelm Bruckner quien, como siempre, está a su lado en ese tipo de actos. Se vuelve Hitler para saber sólo una cosa: si ha llegado ya el informe de Göring. Bruckner se acerca a la oreja izquierda del Führer para musitar: «Jung todavía no ha hablado». Yo creo que han de ser pocas las escenas que ofrezca la Historia del jefe de un gobierno esperando, impaciente, las noticias de la tortura e interrogatorio de la mano derecha de su vicepresidente. Dislocad los hechos y pensarlos en términos de hoy: Rajoy, la Sáenz de Santamaría... os ayudará a daros cuenta el nivel de esquizofrenia que alcanzó la política en aquellos momentos.

Una de esas veces, Bruckner, que se ha ausentado brevemente, trae un telegrama. A Hitler se le ilumina la faz. ¡Por fin, las noticias de Göring! Pero Bruckner niega y aprieta los labios.

El telegrama viene de Wiessee. Es de Röhm.

El jefe de las SA reclama confirmación de la hora a la que Hitler llegará a la reunión con jefes de las secciones de asalto que, como ya hemos dicho, debe celebrarse antes de la desmovilización de julio, al día siguiente. Röhm, siempre en todo, dice en el telegrama: «he encargado un menú vegetariano en previsión de que llegues antes de la comida».

Quiere la casualidad que en ese mismo momento, el señor Krupp esté tratando de decirle algo a Hitler. Ese algo es que, er, mi Führer, ya tu sabes, er, la ley prevé que en las factorías, o sea, en las factorías, también en las mías que están trabajando, mi Führer, para el rearme de Alemania, pues, tú sabes, la ley dice, er, que a los obreros que sean de las SA y que pretexten, o sea, cualquier cosa para no venir a trabajar, pues que hay que dejarles ir. Y que esto, er, mi Führer, es un problema.

Hitler se para, lo mira de hito en hito (es de suponer que Krupp se caga un poquito; pero eso no lo sabemos), y dice: «las SA van a ser desmovilizadas. Pronto no habrá ejercicios ni marchas a las que se puedan escaquear.»

La visita termina sin que Bruckner anuncie la llegada de noticias de Berlín. Para entonces, Hitler es una puta bomba de ardillas con los estómagos petados de jalapeños. Le cuesta concentrar sus pensamientos, le cuesta seguir el hilo de lo que le dicen. Es como un autómata, porque en realidad está pensando en otra cosa. Sin saber quién tiene el testamento de Hindenburg, a quién hay que matar, la NCL pierde la mitad de su razón de ser. Con los minutos, eso sí, se da cuenta de que todavía queda la otra mitad. Y, sobre todo, que él ha alcanzado eso que los pilotos de avión llaman la velocidad de no retorno, ésa en la que, o despegas, o te la pegas. Tal y como yo lo veo, el Hitler que, en la mañana del día 29, está oyendo sin escuchar las plúmbeas explicaciones técnicas del señor Krupp, no puede estar del todo seguro del montaje de la NCL. Es decir: si el tomador actual del testamento de Hindenburg sobrevive a la matanza, siempre puede encontrar la forma de hacer llegar el documento, por ejemplo, a Von Blomberg, y colocar al Ejército en la disyuntiva entre aceptar las condiciones impuestas por la violencia de las SS (ejecutoras de la Noche), o las marcadas por el Presidente de la nación en su última voluntad política. Esta es la razón de que Hitler necesite saber quién tiene el papel y, sobre todo, si lo tiene Von Papen; porque sabe que cargarse a su vicecanciller es un paso muy arriesgado que le puede salir muy mal si los alemanes católicos deciden no creerse toda la basura que, en ese caso, los nazis habrían elaborado para demostrar que el vicecanciller estaba traicionando a la nación y bla.

Tengo por probable, aunque lógicamente no puedo demostrarlo (Hitler no suele responder a las ouijas), que la reflexión estratégica de Hitler fue tal que así:

1) Voy a sufrir una encerrona en la reunión de jefes de las SA. Las posibilidades son muchas, pero la más probable es que Röhm me rodee con sus mandos, haga algún tipo de demostración de fuerza y, acto seguido, reclame de mí un acto público inconfundible. Podría ser, por ejemplo, anunciar la inmediata integración de las SA en las Fuerzas Armadas, conservando los galones.

2) Por lo tanto, esta reunión, simplemente, no puede producirse. De otra forma, yo podría entrar en ella Führer y salir pelele.

3) No sé dónde está el testamento de Hindenburg. Pero el peligro real es que quien lo tenga se lo haga llegar a Blomberg. Si se lo entrega a alguien fuera de Alemania, me la pela: diré que es una falsificación. Toda Alemania lo dirá. Y la Iglesia no se va a quemar las manos por esto.

4) Si el problema es Blomberg y las fuerzas armadas, no hay que olvidar que, si sigo adelante, en 48 horas me deberán una muy gorda. Sus incentivos para seguir conmigo serán muchos; y los de que pelear para sustituirme por un Kronprintz que es una incógnita, pocos. 

Rápidamente, Adolf Hitler escoge un restaurante, a la orilla del río. Le dice a Bruckner que llame allí para reservarlo (no una mesa: el restaurante completo). Y pide el coche. Krupp esperaba alojarlo en sus propios aposentos, pero Hitler se niega educadamente. Quiere ir a lo que la Historia conoce como el albergue de Godesberg, a orillas del Rhin. Se llama restaurante de las Limas, y será famoso por dos veces. Una, en 1938, porque será allí donde Hitler reciba a Neville Chamberlain para hablar de Checoslovaquia. Otra, en 1934, por lo que nos hemos comprometido a contar en estas notas.

Hitler se sentó al borde de una de las mesas de la terraza del restaurante Las Limas que dominaba el poderoso Rhin, sin que pareciese importarle la soledad de las otras decenas de mesas completamente vacías. Tras observar cómo Bruckner desaparecía dentro del edificio, a la búsqueda de un teléfono que le permitiese conectar con Berlín, se entretuvo charlando con el dueño del restaurante. De hecho, éste diría en el futuro que fue una conversación muy casual, en la que Hitler se interesó por su familia y por la marcha del negocio, en la que el buen hombre sacó la impresión de un interlocutor tranquilo y relajado; en realidad, Adolf Hitler estaba muy lejos de responder a esa descripción.

Repentinamente, con un gesto imperioso, Hitler pidió silencio y se quedó pensando, delante del hombre con el que charlaba. Éste no lo supo, obviamente, pero en ese momento, tal vez por esa eficiencia que le añade al cerebro el relajo de una conversación casual, el canciller de Alemania había calzado la última pieza del puzzle que necesitaba para cuadrar la Noche de los Cuchillos Largos.

Los divulgadores científicos suelen contar que algunos de los grandes descubrimientos de la física o de la química se produjeron cuando sus descubridores se encontraban en una situación totalmente ajena a la reflexión: por ejemplo, en el autobús camino de casa. A Hitler le pasó algo parecido. En medio de una discusión de nula importancia sobre el precio de la ensalada de arenques, había caído en una cosa que alguien le había comentado ese día de pasada: el obergruppenführer de las SA Viktor Luzte, comandante de las fuerzas de asalto en el gau de Hannover, se encontraba muy cerca de donde estaba él, aunque a punto de coger un tren hacia Munich, puesto que éste era el lugar designado para la reunión de altos mandos de las SA.

Hitler se dio cuenta de que era a Lutze a quien necesitaba ahora. Como hemos dicho, era alto mando de las SA, y también estaba físicamente cerca. Además, de los diez obergruppenführer de las fuerzas de asalto de Röhm, era de los menos conocidos; de hecho, su popularidad no superaba los límites de Hannover. No se le conocían historias personales raras o escandalosas, y su discreción era bien conocida (su nombre no aparecía en ninguna de las cartas intervenidas por Himmler). Su llegada a las SA y su desarrollo personal en ellas no estaba relacionada con los viejos halcones de las fuerzas de asalto, como Heines, o Helldorf, o Hans-Adam Otto von Heydebreck (otra de las víctimas de la NCL); nada hacía presagiar que le profesase un especial cariño u obediencia, ni a Röhm ni al resto. De hecho, Röhm se había quejado recientemente a Hitler de su falta de iniciativa.

Hitler sabía que esto mismo: alguien plano, sin iniciativa, sin especiales ambiciones personales ni tampoco fidelidades, era la persona ideal para ser colocada al frente de las SA, y desmantelarlas.

Hitler hizo llamar a Bruckner, y le dio instrucciones precisas de telefonear a Hannover para, una vez obtenida allí la información de dónde estaba Lutze en ese momento, hacerlo ir a Godesberg. A cualquier hora. Él esperaría en aquella terraza el tiempo que fuese necesario.

Hitler cenó aquella noche en la terraza, en la compañía de Wilhelm Bruckner y del mando de la SS Josef Dietrich. Ambos tenían muchas horas de vuelo de compañía con su jefe y, por lo tanto, sabían bien que era un momento que requería de silencio; eso es lo que le brindaron.

Sin embargo, en un determinado momento de la cena, Hitler preguntó la hora y se volvió a poner nervioso. No entendía que no le llegase ninguna noticia de Berlín. Estaba Bruckner a punto de levantarse para ir de nuevo al teléfono, cuando un coche se paró delante del restaurante. Los tres se miraron: aunque lo deseasen, no podía ser Lutze. Tendría que haber estado a sólo unas manzanas del restaurante como para tener tiempo de llegar tan rápido.

Y no se equivocaban, porque no era Lutze. Era Göbels.

El ministro de Propaganda había salido de Berlín a mediodía y se había dirigido a Essen, donde se había encontrado con que, contrariamente a lo que él sabía, Hitler no se había alojado en los aposentos de Krupp, sino que se había ido a Godesberg. Ni corto ni perezoso, hizo que le diesen un auto para poder ir allí. Se bajó el vehículo pálido y sudoroso y cojeó con toda la rapidez que pudo hasta la terraza donde lo esperaba Hitler (bueno; «lo esperaba» es una licencia poética).

Göbels estaba allí, sin duda, para protegerse. Aunque no lo sepamos con seguridad, es probable que las noticias del discurso de Papen, más otras más precisas que pudo recibir de algunos de sus canales de información, le convencieron de que la reunión de Munich no iba a tener lugar, porque Hitler iba a cargarse a sus integrantes antes de que empezase. En esas circunstancias, con seguridad, rebrotaron sus temores de que la reacción hitleriana acabase afectando a todos los apóstoles de la segunda revolución, a toda la izquierda del Partido Nazi; y eso le incluía a él. Así pues, hizo lo único que sabía hacer, que era estar cerca del que mandaba, Hitler, para poder controlar, o cuando menos prever, sus movimientos y, por supuesto, tener la ocasión de mostrarse como un devoto partidario de las medidas que tomase el canciller.

Traía Göbels, a buen seguro, una elaborada y ensayada explicación de por qué estaba allí cuando no había sido reclamado por Hitler. Pero no pudo hacer uso de ella. Hitler lo recibió con ojos fríos, no le dio la mano, y se limitó a preguntar: «¿Me trae usted los informes de Göring?»

En ese momento, Göbels se quedó sin palabras. Pensó: no sólo no traigo los informes de los cojones; es que, además, no se me ha ocurrido informar a Göring de que venía, cosa que el puto gordo seguro que se lo canta al Jefe en cuanto tenga ocasión.

De una situación así, alguien como Göbels sólo podía salir de una manera: contando milongas. Y eso fue exactamente lo que hizo, practicando una estrategia muy típica de los timadores, consistente en contarle a alguien lo que sabe haciéndole creer que se entera por él. El ministro de Propaganda, por lo tanto, comenzó a extenderse sobre una serie de «indicios» y «hechos preocupantes» que había comenzado a conocer nada más producirse la visita de Hitler a Neudeck (de esta manera, insinuaba sin decir que se trataba de una reacción a su acercamiento a Von Blomberg) y que todo indicaba que algo iba a pasar y, por eso, se había presentado.

Todo aquello era farfolla. El problema de Göbels era, seguía siendo desde hacía días, que, por carecer él de fuerzas propias, armadas o de policía, no tenía información. No sabía todavía de qué pie cojeaba la estrategia de Hitler. Él había colaborado con Göring en el acoso y derribo a Von Papen; pero también se había acercado a Röhm, a quien de hecho había prometido el apoyo de la prensa de partido en su pelea contra el Stalhelm. Esto quiere decir que, conforme fuesen las cosas, podía ser premiado en la misma medida que castigado, y por eso quería expresar su fidelidad al Führer en persona. Estar con él.

Siguiendo con sus evidentes habilidades de timador, Göbels consigue que poco a poco Hitler le muestre lo que quiere saber y, tras algunos minutos de conversación, ya tiene claro que la opción del Führer es inequívoca en favor de las Fuerzas Armadas y en contra de Röhm; a partir de ese momento, su discurso no tendrá otra función que apuntarse a ese carro. Le describe al canciller un Berlín triste y peligrosamente dividido por distintas facciones, así como los escándalos producidos por las fiestas de Röhm. Hinchando el perro, le dice a Hitler que Röhm difícilmente se abatirá como jefe de las SA, aunque caiga sobre él la campaña de prensa que el Führer le acaba de ordenar, y que no le importará abocar al país a una guerra civil.

Hitler, notablemente influido por su estado de nervios, se cree todas las historias que le cuela su ministro de Propaganda. Le pregunta si ha visto recientemente a Röhm. Göbels le miente y le dice que no. Hitler retruca: «aun así: ¿tú lo crees capaz de asesinarme?»

Göbels no responde. No ha querido ir tan lejos, pero quien sí lo ha hecho es Hitler. Suenan las campanas. Medianoche. Cuatro hombres: Hitler, Göbels, Bruckner y Dietrich, se miran sin saber qué decir. En ese momento, se oye un ruido, y un bulto sale de las sombras. Un bulto en camisa parda. En el estado de excitación en que estaban los cuatro hombres del restaurante, que acababan de dar por cierta la posibilidad de que alguien intentase el asesinato de Hitler, tuvo suerte de que no le disparasen allí mismo, sin preguntar.

El obergruppenführer Viktor Lutze acaba de llegar a Godesberg.

Cuando se da cuenta de quién es, Hitler se acerca al mando de las SA. Lutze es más alto que él (no era difícil) y lo mira con reverencia y el gesto duro de arriba a abajo. Hitler le ofrece una mano y, cuando el SA se la estrecha, une su otra mano al saludo, en un gesto de cercanía.

«Obergruppenführer Lutze», dice Hitler: «¿puedo contar con su fidelidad sin fisuras?»

Lutze se cuadra.

«¡A sus órdenes, mi Führer!»

Hitler se vuelve hacia Dietrich y le pide que le traiga papel y pluma. Allí mismo, sobre una mesa del restaurante, redacta el decreto de cese de Röhm como jefe de las SA y el de nombramiento de Lutze. El segundo de los borradores, por cierto, establece claramente que el nuevo jefe de Estado Mayor de las SA no tendrá sitio en el consejo de ministros.

Lutze asiste a la escena pálido y extrañadísimo. Pero fiel a su personalidad, hombre de pocas palabras, no dice nada.

Es tan profundo el silencio de Lutze que ni siquiera plantea una cuestión obvia que con seguridad tiene en la cabeza: ¿cómo se va a llevar a cabo la transmisión de poderes? Es Hitler, de hecho, quien saca el tema. Göbels se apresura a decirle que no se le ocurra hacerlo en la reunión de Munich.

Alguien (considerando las personalidades presentes, yo apostaría por Dietrich) sugiere que lo principal es coger a Röhm, y a las gentes que podrían serle fieles, por sorpresa. Hitler admite que es así y, consecuentemente, concluye que es necesario arrestar a Röhm, así como a sus altos mandos. Hitler se vuelve hacia Bruckner y le ordena localizar en Munich al ministro del Interior de Baviera.

Es en ese momento cuando, por fin, sonará el teléfono. Una llamada desde Berlín, con Göring al aparato.

Cuando la NCL sea una realidad y sea necesario justificarla, Hitler explicará lo que pasó tal que así: a eso de la una de la mañana recibió una llamada de Berlín que le advirtió de un movimiento sedicioso en Munich, en el marco del cual se estaban acumulando una serie de tropas de asalto, que llegarían a Munich a las cuatro de la mañana, para lo cual ya habían incautado varios camiones. A primera hora de la mañana, esas tropas iban a proceder a la ocupación de los ministerios bávaros. Dado que todos los mandos de las SA estaban en Wiessee con Röhm, ninguno de ellos podría estar encargado de coordinar la operación. Para este trabajo, Hitler «eligió» a Karl Ernst, el amigo de Edmund Heines. Lo cual era una mentira, y gorda: Ernst estaba en Bremen, tras haber conseguido escaquearse de la reunión de Munich dado que acababa de casarse, esperando para embarcar hacia las islas Canarias, donde esperaba pasar su luna de miel. Nunca fue: lo detuvieron allí. Con la operación de colocarle el marrón a Ernst, ya lo hemos dicho, Hitler mataba dos pájaros de un tiro: también se quitaba de encima a alguien que sabía muchas cosas sobre el incendio del Reichstag.

En todo caso, la conversación que según Hitler fue provocada por Göring, en realidad, como ya sabemos, fue provocada por él mismo; y no giró en torno a presuntos movimientos que no se estaban produciendo, sino a la persona del pobre Jung. El periodista había cantado, finalmente, así pues Göring pudo contarle a Hitler cuál era el contenido del testamento; ése fue el momento en el que el canciller nacionalsocialista se dio cuenta de que estaba en serio peligro de perder todo aquello por lo que había luchado.

Así las cosas, el líder nazi reacciona ordenando a Göring que en la mañana siguiente pase al ataque, sin especificar muy bien cuáles son los objetivos.

Pocos minutos después, Adolf Wagner, ministro del Interior de Baviera, llama al albergue de Godesberg. Para entonces, la Noche de los Cuchillos Largos está ya en su punto de no retorno.

Cuando Alfred Wagner llamó, entre angustiado y extrañado, al teléfono que le habían dado y donde le aseguraron que hablaría con el canciller Adolf Hitler en persona, no estaba solo en su despacho. Le acompañaban Ludwig Ernst August Schneidhuber, a la sazón obergruppenführer de las SA bávaras y al tiempo prefecto de policía de Munich; así como el gruppenführer Wilhelm Schmidt, comandante de la guarnición muniquesa de la guardia de asalto. La llamada urgente que exigía de Wagner una conversación con Hitler les cogió discutiendo los aspectos organizativos de la reunión del día siguiente, esto es la reunión de Hitler con los jefes de las SA.

Es por la razón de este ambiente muy especial que, tal vez, debamos entender que el pobre Wagner, inicialmente, no comprendiese bien lo que Hitler le dijo. Bueno, eso y que lo que Hitler le estaba contando era, verdaderamente, difícil de creer. Además, debemos contar con que el canciller tampoco debió hablar con mucha parsimonia.

Caminando con dificultad por un tupido bosque de frases mediadas, expresiones soeces y mucha confusión en el habla, Wagner terminó por entender que, según Hitler, las secciones de asalto de Munich habían sido puestas en estado de alerta por Schneidhuber; que el canciller consideraba ese movimiento erróneo, puesto que las SA habían sido desmovilizadas; y que había tomado la decisión de poner firmes a unos cuantos camisas pardas en la reunión del día siguiente (aunque, en realidad, los puso en posición horizontal). Conforme la conversación fue avanzando, a Wagner se le fue cayendo el velo, y de paso los cataplines. Nada más colgar, previno a Schneidhuber y Schmidt de que Hitler le había transmitido una orden terminante de desmovilizar a todas las unidades de las SA de Munich, y que ambos, o sea el jefe de grupo y el oberjefe, estaban citados para reunirse con el mismísimo Hitler nada más llegase al edificio del Ministerio del Interior bávaro. Llegaría, había dicho, esa misma noche.

En este caso, lo que decía Hitler era verdad. Schneidhuber había ordenado la movilización de las SA, y ahora se daba cuenta de que había sido un poco imprudente al hacerlo. No obstante lo dicho, no compartía la inquietud (mejor llamémosle histeria, que a las cosas mejor es designarlas por su nombre) de Wagner y, de hecho, dijo dos o tres veces, con total tranquilidad, que pensaba defender su actuación ante Hitler en cuanto éste llegase. Parece ser que le dijo a Wagner: «sí, está colérico [haceros, pues, una idea de cómo se desempeñó Hitler por el teléfono]; pero se le pasará. En cuanto pase un rato en la mansión parda, ya verás cómo verá con claridad dónde tiene a sus verdaderos amigos».

Schmidt era de la misma opinión que su superior jerárquico. Él también pensaba que en cuanto llegase Hitler, entre camaradas, se entenderían. El único que no creía en eso era el que había hablado directamente con Hitler; o sea, el que se había comido el marrón. Wagner no cesaba de repetir: «ha dado órdenes muy concretas, y no podemos ni pensar en no cumplirlas». Los otros fumaban indolentes y le miraban como si fuera retrasado mental.

Están los dos camisas pardas en ese juego de tú es que eres medio tonto, macho, cuando vuelve a sonar el teléfono.

Es Hitler.

Lo primero que hace el canciller es preguntar si se han cumplido sus órdenes. Que no se han cumplido, porque quienes tienen que hacerlo siguen fumando a su bola en el despacho, esperando que llegue el de bigotes para convencerlo de que exagera. Wagner, que está al teléfono, siente que su médula espinal se licúa cuando escucha a Hitler decir que ha dado la orden de que un batallón de las SS se desplace desde la Alemania norteña a Munich para relevar a las unidades de las SA, y que ha cursado órdenes urgentes en Berlín a Rudolf Hess para que se desplace a la capital bávara. Vuelve a preguntar si se han cumplido sus órdenes. Adolf Wagner, con un hilillo de voz nada wagneriano, reconoce que no.

Si estás reproduciendo, como en una película de cine, la escena dentro de tu cabeza, supongo que considerarás que lo que viene detrás es un estallido hitleriano de ésos que se han hecho famosos. Pero te equivocas. Hay un punto en la excitación en el que ésta es ya tan intenta, tan insoportable, que la persona no estalla, sino todo lo contrario.

Al otro lado de la línea se oye, metálica y fría, la tranquila voz de Hitler.

«Señor ministro, proceda inmediatamente a arrestar al obergruppenführer Schneidhuber y al gruppenführer Schmidt.»

Wagner obedece y anuncia a dos extrañados jefes de asalto que están arrestados. Ni Schneidhuber ni Schmidt, en realidad, se resisten. Es probable que hubieran podido escapar; pero es que, simple y llanamente, no se creen que estén arrestados. No se creen que Hitler vaya contra ellos. Ni siquiera entienden que estén en peligro cuando oyen que Wagner se pone en contacto con el standartenführer de las SS Emil Maurice. De hecho, los dos SA se ríen. Maurice, nazi de primera hora, fue el jefe de la primera sección de las SA en 1921. Sin embargo, cierta estupidez congénita y mucha incapacidad organizativa y de mando provoca que, en el momento en que las secciones pasaron de 300 personas, hubiese que apartarlo del mando, hasta sacarlo de las SA. En el momento de los hechos que relatamos, Maurice, que en realidad es nada más y nada menos que el predecesor de Röhm, lejos de ostentar ese perfil legendario entre los guardias de asalto, es despreciado por ellos, que lo consideran una especie de paniaguado de las SS. Repleto de resentimiento hacia todos esos arios de anchas espaldas que ahora mismo se están riendo de él. En las próximas horas, se cobrará buena cuenta.

Emil Maurice aparece por el Ministerio del Interior bávaro en un abrir y cerrar de ojos; como si llevase toda la vida esperando ser llamado para laminar a los putos camisas pardas. Le acompañan tres nacionalsocialistas de primera hora como él: Walter Buch, Hermann Esser y Christian Weber. Los cuatro tienen ganas de venganza. El 9 de noviembre de 1923, se alzaron con Hitler y con muchas de las personas a las que matarán esa noche. Pero es que entre 1923 y 1934 han pasado muchas cosas. Ellos se han visto hundidos en puestos sin importancia en la SS, que entonces no tiene ni de lejos la importancia que tendrá después; mientras que otros compañeros de aquella movida han medrado con su camisa parda, han llegado a mandar sobre miles de hombres, y les miran, literalmente, por encima del hombro. Ellos sueñan con borrarles su puta sonrisa de la cara de un tiro. Y lo harán.

Wagner llama a los cuarteles del Ejército y lo moviliza. Los soldados toman las estaciones y el centro de la ciudad. Allí donde los oficiales se encuentran destacamentos de las SA, les invitan, de buen rollito, a dejarles a ellos la labor. Las secciones de asalto lo aceptan con normalidad. La gente no sabe lo que está pasando.

El avión de Hitler llega a Munich a las cuatro de la mañana.

En el aeropuerto, un enviado de Wagner informa a Hitler, sobre todo, de la desmovilización de las SA, sustituidas por el ejército o por las SS, y del arresto de los dos mandos. Göbels, Lutze, Dietrich, Bruckner y Hitler cruzan en coche una ciudad aparentemente tranquila, hasta llegar a la sede del Ministerio del Interior bávaro.

A la entrada de Hitler en el despacho donde se encuentran Schneidhuber y Schmidt, los dos se levantan y se cuadran. Asombrados, comienzan a recibir la cascada de injurias e insultos de su canciller. Personalmente, agarra sus galones, y se los arranca.

A partir de aquí, hay varios relatos.

Algunos de estos relatos hablan de que uno de ellos, Schmidt, realiza un movimiento de defensa, probablemente automático. Hitler echa mano de su revolver. «¡Me quiere asesinar!» Saca el arma. Y, verdaderamente, probablemente habría disparado. Pero allí está Maurice, y Emil por los cojones le va a dejar a alguien ese placer.

Schmidt cae muerto delante de Hitler. Schneidhuber, que lo ve todo, por fin se cae del guindo y grita algo que no pocos europeos piensan ya entonces, y pensarán muy pronto: «¡Estáis loco!» Es lo último que dice; las SS se cobran la segunda pieza de la noche.

Según otros relatos, la escena que acabo de describir ocurre hasta el arrancamiento de los galones, pero los dos SA son trasladados a la prisión de Stadelheim, y posteriormente fusilados. Esta versión, más civilizada, es, por lo que yo puedo ver, la prevalente hoy en las redes; ciertamente, la otra proviene de fuentes contemporáneas, fundamentalmente Otto Strasser, que hay gente que suele poner en duda; es posible, ciertamente, que forme parte del imaginario hitleriano según el cual el canciller alemán disfrutaba con la contemplación del sufrimiento y la muerte de sus enemigos, hasta el punto, dicen estas teorías, de haber hecho filmar el ahorcamiento de algunos para poder verlo repetidas veces. A mi modo de ver, resulta difícil descartar ninguna de las dos versiones. Que la escenita del Ministerio con muerte súbita es posible, lo es. Que también lo es, considerando la personalidad de Hitler, que no se quisiese manchar las manos y, consecuentemente, contando con una fuerza mayoritaria, hiciese detener a aquellos hombres sin más, también. El problema de la Noche de los Cuchillos Largos es que es una noche tan caótica, tan documentalmente manipulada, que por ser, ser, todo es posible.

Sea cual sea la escena, todos sus testigos, una vez ocurrida, están un poco asombrados y sin palabras. Pero el primero que recupera el uso del lenguaje, cómo no, es Göbels. Ahora lo tiene claro. Ahora, lo que hasta el momento eran hipótesis más o menos ciertas, es la certitud absoluta: Hitler ha venido a Munich a hacer una masacre, y no se va a detener. Esto es una ola; y lo que hay que hacer es cabalgarla.

«¡Es necesaria una depuración total!», grita bien alto, para que todo el mundo le oiga.

En la habitación todo el mundo piensa en una persona: Ernst Röhm. Es obvio que aún no lo sabe, pero dos mandos de su tropa acaban de ser asesinados (o arrestados para serlo), en puridad sin existir razón alguna; todo eso, además, lo han hecho las SS. Esta es la típica cosa que el jefe de Estado Mayor de las SA no puede perdonar, ni transar, ni nada que se le parezca: atacará. Y, precisamente por eso, hace falta inmovilizarlo lo antes posible.

Ahora más frío y seguro de sí mismo, Adolf Hitler ordena el arresto de Röhm. Wiessee está a unas cinco horas de Munich. Si sus captores salen ahora, todavía lo cogerán durmiendo.

Josef Göbels, por su parte, aprovecha que Hitler se ha focalizado y ya sólo piensa en Wiessee, para hacer algo que sabe que tiene que hacer. Se acerca a Adolf Wagner y le desliza una lista de nombres que acaba de escribir apresuradamente en un papel. Personas, le dice, que de buena fuente se sabe ligadas a la conspiración muniquesa, y que será necesario «limpiar» esa noche. En esa lista, por supuesto, no hay conspiradores. Están todas las personas que Göbels es capaz de recordar podrían algún día contar o testificar que lo vieron con Röhm en algún momento de ese mes de junio en el que, según le ha asegurado a Hitler en Godesberg, no le vio. Después de la NCL, nadie volverá a saber nada de ellos.

Hitler quiere ir a Wiessee y, consecuentemente, Göbels afirma que se va con él. Ni de coña permitirá el ministro de Propaganda que el canciller y el jefe de Estado Mayor de las SA puedan llegar a verse en solitario. Demasiado riesgo de que Hitler acabe por enterarse de cosas que no debe saber. Hitler no hace gesto alguno de decirle que no. La verdad es que está sobreexcitado. Sale del Ministerio a paso nervioso y se sube en el primer coche que les está esperando, al lado del conductor. Detrás de él irán Bruckner y Dietrich. En un segundo coche se colocan Göbels, Maurice, Buch y Esser. Ya le habría gustado al ministro otra distribución de viajeros; pero esa noche le ha tocado ir con los carniceros.

Hacen falta más hombres. Pero van apareciendo, porque Maurice ya ha cursado órdenes. La mayoría viene en taxis que han requisado. Cuando Hitler considera que hay suficientes pistolas presentes, ordena salir.

En Munich quedan Wagner y Lutze, esperando a Hess, que vuela desde Berlín. Los tres, cuando llegue el lugarteniente de Hitler, deberán ocupar la mansión parda de las SA muniquesas, donde grupos de guardias se encuentran concentrados, bebiendo y esperando. A partir de las cinco de la mañana, Wagner convertirá la mansión parda en el Hotel California: todo el que quiera entrar puede hacerlo, pero nadie puede salir. En ese momento, ni siquiera los SS que cumplen esa orden saben que se va a producir una matanza. En realidad, creen que el sellado del edificio obedece a una orden que busca acopiar cuantas más personas mejor para que en la mañana siguiente vitoreen a Hitler.

A primera hora de la mañana, Hans Erwin von Spreti Weilbach, standartenführer de las SA en Munich, y también el mando de las SA al que le han dado en Wiessee una habitación más cerca de la puerta, se despierta de su sueño de una forma brusca, a empellones. Son un grupo de SS, con sus uniformes negros, quienes con mala gana lo sacan de la cama y allí mismo, mientras él les mira en calzoncillos, le comunican que está arrestado.

Hitler ha llegado a la casa de Röhm.

Maurice y Bruckner son los dos oficiales que llegan con Hitler y toman el mando de la operación de penetración en la casa parda de Wiessee. Después de Spreti, detienen a Heines, que duerme en el dormitorio de al lado con su chófer. Parece ser que Heines trató de coger su revólver, razón por la cual Maurice disparó el suyo. Fue sacado de la mansión herido y murió al tiempo; o tal vez murió ya mismo en la mansión.

Otto Strasser dejó escrito que Hitler fue hacia la habitación de Röhm y que llamó a la puerta. Según esta versión, el jefe de Estado Mayor de las SA habría creído que, simplemente, el canciller llegaba antes de lo que él esperaba, pero al abrir se lo encontró soltando por la boca todo tipo de insultos. Una vez más, es una versión posible, aunque no sé si la tengo yo por probable. Por muchas ganas que le tuviese Hitler a Röhm, cuadra mucho mejor con su personalidad el haber dejado hacer a otros el arresto del máximo responsable de las SA. De hecho, todas las personas que rodeaban a Hitler, notablemente los SS, no habrían hecho su trabajo si le hubiesen permitido ir en plan pecholobo a enfrentarse con Röhm cara a cara.

Lo que sí tiene más visos de ser cierto es que, una vez procedidas las detenciones, y cuando la pequeña tropa acopiada por Hitler salía de la mansión, se produjo una situación que, de haber ocurrido algo antes en el tiempo, tal vez habría cambiado el tono de la Noche de los Cuchillos Largos: se dieron de bruces con la guardia personal de Röhm. Los miembros de esta tropa, que llegaban de la calle, se bajaron de sus camiones, pálidos y sorprendidos por encontrarse ahí a la última persona que esperarían, tan de mañana. Hitler, esta vez sin perder la calma, les ordena que entreguen sus armas a la SS, que se metan en los camiones y sigan camino hasta Munich. Afortunadamente para él, le obedecen sin rechistar; es, desde luego, lo que el propio Röhm les ha enseñado que deben hacer.

Una vez superado el obstáculo de la guardia de Röhm, las fuerzas de Hitler salieron de nuevo hacia Munich, muy atentas a la carretera; su plan era ir interceptando los coches de diferentes jefes de las SA, que sabían que en esos momentos se estarían desplazando hacia Munich. De esa forma, contaban con poder detenerlos de manera aislada, sin que éstos se pudiesen concertar.

El primer coche interceptado fue el de Peter von Heydebreck, obergruppenführer de Pomerania. Von Heydebreck, mutilado de guerra, quintaesenciaba la alianza del viejo ejército prusiano de toda la vida con el nacionalsocialismo. En los complejos años veinte, había tenido su propia tropa paramilitar, los conocidos como cazadores de Heydebreck, que había hecho importantes servicios a un NSDAP entonces todavía invertebrado. La relación con Hitler era tan estrecha que, apenas tres semanas antes, el canciller había decidido cambiar el nombre de un pueblo fronterizo con Polonia, cuyo topónimo consideró tenía demasiados elementos eslavos, por el nombre de Heydebreck. Todo eso, sin embargo, no le impidió fusilarlo por alta traición.

En Munich, mientras tanto, hemos dejado a Hesse, a Luzte y al bueno de Adolf Wagner, que no se había visto en una como ésta, ni esperaba verse, en toda su vida. Para entonces, entre los tres han montado, fundamentalmente, un dispositivo especial en la estación de tren. La han tomado, a medias, el ejército y la SS, con los uniformados de negro recorriendo los andenes constantemente. A la llegada de los trenes de Berlín, la SS se colocó en las puertas de los vagones, empeñada en reconocer a los miembros de las SA. Cuando eran efectivamente reconocidos, se los llevaban de mejores o peores maneras.

Todos estos standartenfürer y sturmführer, la inmensa mayoría de los cuales se avino a ser trasladado sin una mínima queja, fueron directamente llevados a la prisión de Stadelheim, que será el verdadero matadero de aquella movida. Una vez allí, no fueron muchos los que se mosquearon (hombre, que te lleven a una cárcel, es normal que te mueva al mosqueo). Incluso dieron en pensar, y en decir, que estaban siendo objeto de un golpe de Estado comunista. Pero aquéllos que fueron llegando de la carretera, que podían contar que habían sido enviados allí por el mismísimo Hitler, les convencieron, lógicamente, de que no. Sin embargo, la llegada, que no tardó, de la noticia del arresto de Röhm y la muerte (para entonces ya estaba muerto) de Heines, comenzó a soliviantar los ánimos. Se empezaron a escuchar gritos de que Hitler estaba contra las SA.

Más o menos a esa hora, Hitler estaba en el despacho del alcaide de la prisión, dictando un telegrama a Göring en el que le informaba de que, por orden suya, esa noche habían sido ejecutados los obergruppenführer Schneidhuber, Heines, Von Heidebreck, Hans Hayn (otro hombre de perfil muy parecido a Von Heydebreck: antiguo oficial de los cuerpos francos, había sido camarada del célebre capitán Schlageter, que se decía fusilado en el Rühr por los franceses, y que era un mito heroico del nacionalsocialismo; comandaba todas las SA sajonas) y Fritz Ritter von Krauser (también veterano de guerra, estaba destinado en el Estado Mayor de las SA, y solía sustituir a Röhm cuando estaba inactivo), el gruppenführer Schmidt, y el standartenführer conde Spreti. Este comunicado fue remitido cuando Heydebreck, Hayn, Krauser y Spreti estaban vivos. Estaban, de hecho, junto con Röhm, en una habitación cercana.

Los fusilamientos de Stadelheim comenzaron muy pronto. Las personas ejecutadas eran juzgadas por cortes marciales, pero eso no significaba gran cosa. Hitler desplazó a Hess a la mansión parda de Munich, donde les hizo un discurso a los SA allí retenidos en el que, sustancialmente, les dijo: estáis todos prisioneros y sois todos sospechosos. Se os irá interrogando, y a partir de ahí, se verá.

Llegada la mañana, en cualquier caso, las escuadras de las SS se distribuyen por Munich, con instrucciones claras de que las listas de traidores que se les han dado no son listas cerradas, y que conviene ser creativos. El principal acicate de estas patotas de la muerte es Josef Göbels, quien está especialmente interesado en que todos esos guardias armados no hagan ni se hagan demasiadas preguntas a la hora de llevarse a según qué gente por delante. Uno de estos grupos, de hecho, se dirige a un pequeño restaurante de la ciudad, llamado algo así como El carrillón de las salchichas, donde, de manera inopinada, se llevan al dueño y al sommelier. Ambos son culpables del, en ese momento, gravísimo delito, de haber servido la cena a Göbels y Röhm la última noche que se vieron y se hicieron pajas con la segunda revolución. Nadie los volverá a ver vivos.

Hitler visita al general Franz Ritter von Epp, Statthalter de Baviera, para informarle de todo lo que ha pasado. Es de suponer que le presenta frente a un fait accompli sobre el cual el militar preferirá mancharse las manos lo menos, mejor. Después vuelve al ministerio del Interior, donde se reúne con Lutze, a quien dicta su primera proclama como jefe de las SA, incluyendo doce puntos. Es un documento sin fisuras, en el que Hitler reclama una obediencia ciega de todos los miembros de las SA, y donde se dirige a los soldados de a pie tratando de ponerlos en contra de sus mandos, sobre los que dice han traicionado la confianza de sus subalternos mediante la vida muelle a la que se han entregado. «Es escandaloso», brama Hitler mientras Luzte le sigue el ritmo como puede, «que se sirvan de los recursos del Partido, recursos acopiados gracias a las cotizaciones de gentes humildes que se privan de muchas cosas, para organizar después ostentosas orgías.» Tras redactar el manifiesto, Hitler y Luzte se van a la mansión parda muniquesa, para leérselo a los centenares de camisas pardas que están allí retenidos.

Una vez leído el comunicado, Hitler lo deja muy claro: podéis seguir apoyando a esos jefes que ahora están en Stadelheim siendo juzgados por cortes sumarísimos y ejecutados, o afirmar vuestra obediencia a mi persona. Y los miembros de las secciones de asalto, que al fin y al cabo son humanos (y nacionalsocialistas), aclaman a su nuevo jefe, Viktor Lutze, sin un pestañeo. La victoria del canciller es tan evidente que Hitler da órdenes a las SS de abrir las puertas de la mansión. Eso sí, cada uno de los miembros de las SA saldrá del edificio acompañado de dos de la SS, y habiendo dejado dentro su uniforme pardo. Todos, al salir, juran que no volverán a participar en acción alguna hasta que su jefe no les haya comunicado la removilización de las secciones de asalto.

Y, mientras, ¿qué pasaba en Berlín?

En Berlín amanecía un precioso sábado de verano. Las personas madrugaban para ir a sus trabajos, en los que terminarían a mediodía, momento en el que la mayoría tenían pensado tomar el camino de las afueras, para disfrutar del fin de semana. La prensa del día invitaba a relajarse con sus noticias de una apreciable mejoría en el estado de salud del Presidente Hindenburg.

Eso sí, los más observadores de entre todos se darían cuenta de que ya a primera hora de la mañana había en la calle más vehículos y efectivos de las SS de lo que se podía tomar por normal. A media mañana, once horas más o menos, ya no se podía negar, por así decirlo, que algo estaba pasando. Todo el mundo sabía que el epicentro de los problemas era la Standartenstrasse, entonces una calle pituca y pija de aquel Berlín, que daba al Tiergarten. Precisamente en el ángulo entre la calle y el Tiergarten se encontraba el estado mayor de las SA berlinesas. De hecho, había sido por ello que la calle había sido rebautizada, puesto que de toda la vida se había llamado la Matthaikirchstrasse. En la misma calle se encontraban los locales del Casco de Acero, la embajada de Italia, el consulado francés, y la mansión donde residía normalmente Ernst Röhm.

A eso de las once, como hemos dicho, la policía prusiana cerró la calle.

El cónsul francés, que como hemos dicho reside en esa calle, se apercibe de que la han cerrado, así pues llama a la embajada para saber si allí pueden darle razón de lo que está pasando. El embajador no está (está en París), así pues le atiende el encargado de negocios, quien le dice que acaba de llegar de la Wilhelmstrasse y puede asegurar que allí no tienen información de nada raro (y no miente: no la tienen).

Esa mañana, además, en la embajada de Italia, hay un desayuno formal convocado. Cuando la mujer del embajador se da cuenta de que la calle está cerrada, comienza a ponerse nerviosa, preguntándose cómo serán capaces de llegar sus invitados. Esta es, en realidad, la gran dificultad que se encuentra la operación en Berlín, dado que el embajador llama al ministerio de Asuntos Exteriores, el ministerio a la Policía... y, allí, los hombres de Göring se disculpan diciendo que son unas comprobaciones en el Casco de Acero, que terminarán pronto. Los hechos, sin embargo, captan la atención, no sólo de los diplomáticos, sino de los propios periodistas extranjeros, y pronto en la Wilhelmstrasse se encuentran un tanto acosados por las peticiones de información. En el Ministerio, sin embargo, no saben nada, y repiten la plana explicación que les han contado. Pero pronto, puesto que tienen intervenidas las comunicaciones de las embajadas, escuchan una recibida por el embajador francés, a quien informan desde el consulado de que han aparecido policías en la terraza de la casa de Röhm.

En la Wilhelmstrasse, el secretario general de Asuntos Extranjeros, que se llama Von Bulow, está intentando comprender todos estos testimonios divergentes y confusos cuando recibe una llamada del club de caballeros al que pertenece. Una llama urgente en la que un confundido gerente le informa de que el vicepresidente del club, conde de Alvensleben, ha sido arrestado. Bulow comprende e, inmediatamente, pregunta por Von Papen. Se le informa de que la policía tiene su casa rodeada, y que también se espera su arresto.

Estas noticias llevan al todo Berlín a estar convencido, a mediodía, de que la segunda revolución de Göbels y Röhm ha triunfado; un error de apreciación que será de gran utilidad para Hitler cuando todo se aclare, pues hará a todo el mundo más proclive a aceptar los hechos como un mal menor. Esta convicción será más profunda cuando los hombres de la alta sociedad berlinesa tengan noticia de que el director general del Ministerio de Trabajos Públicos, el doctor Erich von Klausener, considerado por todos el portavoz de los alemanes católicos, ha sido asesinado en su propio despacho, poco tiempo antes de dar una conferencia sobre obras hidráulicas, por cuatro personas «disfrazadas de miembros de las SS».

En los círculos diplomáticos se extiende la noticia del presunto arresto del general Von Schleicher. La inquietud permanece hasta el anuncio de que Göring hará una declaración pública a las siete de la tarde.

A las tres y media de la tarde de aquel sábado berlinés, cuando ya todos los ciudadanos están fuera de sus trabajos, la ciudad es un hervidero de rumores. En los cafés se dan por seguros los arrestos de Röhm y de Schleicher, y se especula con que el propio Von Papen está también retenido. Algunos dicen que Göbels también está detenido (rumor surgido del hecho de que se ha podido comprobar que no está en Berlín; y, tal vez, también alimentado por Göring, siempre proclive a darle por el orto a su correligionario); otros que se trata de una acción de los nacionalsocialistas contra el Casco de Acero y los monárquicos.

Como se puede ver, y es que es lo que ocurre casi siempre, la verdad viene a ser una especie de macedonia de todas las cosas que se dicen.

El tráfico del Tiergarten se ha desviado y una parte de éste, de hecho, ha sido convertido en una especie de campamento militar improvisado. Los pocos berlineses que se aventuran a preguntarle a la policía qué está pasando son rechazados con malos modos; incluso se rifa alguna que otra hostia. Todo será rumorología y nervios hasta que, en la tarde, casi todos los periódicos saquen una edición especial informando de la destitución de Röhm por Hitler, y su sustitución por Viktor Lutze.

A las cuatro de la tarde, Hermann Göring atiende en el edificio de la Cancillería a los corresponsales extranjeros. Se limita a decirles que al día siguiente por la mañana hará público un comunicado; que hay una acción en curso, pero que precisamente porque está en curso no puede dar detalles. Se limita a reconocer que Röhm ha sido detenido; pero, al añadir que lo ha sido en compañía de otros oficiales, se niega a dar los nombres de éstos.

Los periodistas le preguntan por Von Schleicher. Hay que entender que, en ese momento, es la suerte del viejo general la que importa más. A los corresponsales extranjeros, en ese momento, les cuesta comprender, mucho más asumir, la magnitud de una pelea interna dentro del nacionalsocialismo que haya alcanzado una magnitud tal como para provocar arrestos, fusilamientos y asesinatos. Los informadores más bien creen a quienes, en las cafeterías de los grandes hoteles, les han dicho que todo esto es un golpe de Estado desde el Estado dado por Hitler para quitarse de en medio a monárquicos (y es que lo fue) e, incluso, al propio Ejército. Göring, para entonces, ya sabía que Schleicher y su mujer habían sido asesinados. Sin embargo, se limitó a decir que, puesto que el general «estaba conspirando contra la nación», había sido detenido; operación durante la cual se había resistido. Todo el mundo comprendió.

En efecto, Brüning y Von Schleicher eran, incluso más que Röhm, los dos grandes objetivos de Hitler y Göring. Al primero, también lo hemos insinuado ya, es probable que lo previniese Göring para que huyese, puesto que tenían una cordial relación que venía de antiguo. Al segundo, sin embargo, no. Por eso, a las nueve de la mañana de aquel sábado, un vehículo procedente de Berlín se había parado delante del chalet del general en Neu-Babelsberg. Descendieron seis hombres, que penetraron en la casa hasta llegar al salón, donde Schleicher desayunaba junto con su mujer y su hija de dieciséis años (aunque algunas versiones dicen que la niña no estaba con ellos). El caso es que, una vez confirmada la identidad, los hombres de la SS abrieron fuego contra el general y, dado que la mujer se levantó para protegerlo, se la llevaron también por delante.

Peor, según algunos relatos, fue la muerte de Von Klausener. Una vez herido en su despacho, tardaría cosa de una hora en morir, tiempo durante el cual los dos SS que habían hecho el trabajo no dejaron entrar a nadie en el despacho. Klausener, católico practicante, pidió primero hablar con el arzobispo de Berlín, amigo suyo; y, después, el auxilio espiritual de un sacerdote. Ambas cosas se le negaron.

Por supuesto, en un día tan intenso como aquél, hubo historias realmente rocambolescas. El comandante Gottfried Reinhold Treviranus, que había sido ministro de Brüning y de Von Schleicher, viejo líder parlamentario de la facción nacionalista del parlamento, salvó su vida por haber abandonado su casa muy pronto aquella mañana. La policía lo estuvo buscando y apenas dio con su pista a mediodía. Estaba en su club de tenis, en Wannsee. Estaba, de hecho, en la pista de tenis jugando una partida, cuando la SS vino a por él. Se apercibió de los hombres de negro hablando con el personal del club y, al instante, se imaginó que lo querían trincar. Así pues, se excusó con sus compañeros de partida, dejó la pista y, sudado y sin pasar por el vestuario, se metió por los jardines del club hasta llegar al bosque que lo rodeaba. Ocho horas más tarde, estaba en Inglaterra, donde se convertiría en uno de los representantes del exilio alemán.

Mucho más gallarda es la historia del general Ferdinand von Bredow; esto es así porque falleció en la Noche de los Cuchillos Largos. Pero falleció, como fallecen los de Bilbao, porque le dio la gana.

Von Bredow, no se sabe muy bien por qué medio, había conseguido llegar a las cinco de la tarde de aquel infausto 30 de junio sin haber sido descubierto. Y no estaba escondido. Estaba en su lugar habitual de tertulia, el bar del Hotel Adlon, rodeado por algunos de sus contertulios habituales. Para entonces, Von Bredow ya sabía que había muerto Von Schleicher pues, como sabemos, una hora antes Göring lo había insinuado con bastante claridad. Von Bredow y Schleicher habían sido compañeros tan estrechos que no había que ser ningún lince para darse cuenta de que, si iban a por uno, irían a por el otro.

Eso mismo pensó un diplomático extranjero quien, tras saber que Bredow estaba en el hotel, fue a buscarlo. Cuando lo vio y le preguntó si sabía la que se había montado, Von Bredow se limitó a contestar tranquilamente: «Pues sí; y lo que me extraña es que estos cerdos no me hayan matado todavía». Entonces el diplomático le dijo que tenía su coche en la puerta del hotel, y que le invitaba a cenar en su casa. Von Bredow contestó: «se lo agradezco mucho; pero es que esta mañana he salido demasiado pronto de casa y ahora, que ya he podido ver a mis queridos amigos, quiero regresar». Cuando le intimaron para que se salvase, se levantó, se alzó de hombros, y dijo: «han matado a Von Schleicher, y Von Schleicher era el único hombre que podría salvar a Alemania».

Nadie lo volvió a ver después de que atravesó el umbral del hotel Adlon.

Cabe señalar, por cierto, que quienes no sufrieron apenas violencia durante la Noche de los Cuchillos Largos, fueron los judíos. Al parecer, únicamente en Franconia hubo algunos nacionalsocialistas que, alarmados por las noticias de que Alemania estaba en peligro, que había una conspiración, y tal, decidieron agredir a algunos judíos. En el resto de la Alemania, la cosa no fue con ellos.

La Noche de los Cuchillos Largos, de hecho, se extendió como una pandemia por toda Alemania. En Gleiwitz, el jefe de policía local, Hans Ramshorn, mutilado de guerra y un auténtico camisa vieja nazi, muere en su propio despacho bajo los disparos de unos «desconocidos». En Bremen, como hemos comentado, el obergruppenführer Ernst está a punto de embarcarse de luna de miel hacia el cacao maravillao canario, pero es arrestado el mismo 30 de junio. Se da la circunstancia que el jefe de policía local que lo detiene y lo envía a la muerte es el mismo que, doce horas antes, le ha organizado una fiesta sorpresa de despedida.

Göring se atrevió incluso con la familia real. El conocido como príncipe Auwie, Auguste Wilhelm de Hohenzollern, fue inmovilizado en su propia casa y sometido a largos interrogatorios. Aunque Göring, finalmente, considerando que había sido «más imprudente que culpable» terminó por liberarlo, tras hacerle firmar una declaración en la que denunciaba a un montón de sus amigos. Augusto Guillermo, haciendo gala de esa presencia de ánimo y coherencia en las ideas de la que siempre han hecho galas las familias reales, estuvo el 13 de julio en el Reichstag, escuchando el discurso de Hitler sobre la Noche de los Cuchillos Largos; estuvo justo al lado del escaño vacío de su amigo Ernst, para entonces ya muerto; y, por supuesto, aplaudió a rabiar.

Quizás la movida más gorda de la NCL fuera de Berlín y Munich sea la que hubo en Breslau. Allá en Silesia había tres mandamases nacionalsocialistas: nuestro amigo Heines, del que ya hemos hablado, que era comandante de las SA y jefe de policía de Breslau. El segundo era un nota acojonante, Udo von Woyrsch, que desplegaría muchas de sus habilidades durante el Holocausto y entonces era jefe de las SS. Y, finalmente, Helmut Bruckner, un viejo compañero de Hitler, que dirigía el NSDAP propiamente dicho en la región.

Los tres compartían una característica: el odio africano que sentían por los otros dos.

Von Woyrsch recibió en las primeras horas del día 30, como otros muchos jefes de las SS, una comunicación de Himmler. En la suya, se soltaban sapos y culebras sobre Heines y las SA; momento en el que el esforzado jefe de las SS vio llegada su oportunidad. Ni corto ni perezoso, asumió el mando de las fuerzas de policía, y se puso a trabajar. Lo primero que hizo fue ir a por un viejo camarada de armas suyo, Eberhard von Wechmar, que había asumido el mando de las SA en ausencia de Heines. En un par de horas, lo había arrestado, y fusilado.

Estas acciones no se distinguen demasiado de las hechas en otros lugares de Alemania. El problema de Woyrsch es que, sobrado como estaba, no guardó las necesarias cautelas y cuidados, por lo que sus acciones se hicieron tan evidentes que hasta las SA se dieron cuenta, con lo que empezaron a ocupar sus cuarteles. Las SS hubieron de rodearlos allí y sitiarlos durante más de dos horas, en lo que fue una auténtica batalla con decenas de bajas. Esto convirtió Breslau en el único lugar en el que las SA intentaron defenderse.

[Te estarás preguntando: ¿y Bruckner? Pues lo mismo se preguntaba Woyrsch; pero no pudo cazarlo. Bruckner era un nazi de ultraizquierda, de ésos que según la historiografía al gusto nunca existieron, y tenía a Göbels por uno de sus maestros. Avisado con tiempo de la que quería montar su enemigo el de las SS, tuvo la inteligencia de no unirse a las SA en su lucha; cogió un coche para la capital y, una vez allí, al igual que su mentor y maestro, se apuntó al bombardeo].

Los periódicos del 1 de julio serán los primeros que comiencen a publicar listas de muertos. Desde el primer momento se informa de la muerte de seis obergruppenführer de diez que tenía las SA: Von Krauser, Ernst, Heines, Schneidhuber, Hayn y Von Heydebreck. A todos ellos se unen los nombres de Schmidt y el conde Spreti. El comunicado oficial prometido por Göring no dijo nada de Röhm pero sí, sin embargo, informaba de la muerte de Von Schleicher, «muerto accidentalmente mientras intentaba oponerse por la fuerza a las órdenes del Gobierno». Y dos huevos duros.

Nada se dijo, durante aquel día, ni de la señora de Schleicher, ni de Von Klausener, ni de Georg von Detten, ni de Gregor Strasser; todos ellos muertos en esas primeras horas.

Y, por supuesto, tampoco se informaba sobre cuál era, exactamente, el peligro que se había cauterizado con aquella acción. 

El día 2 de julio, un comunicado público del gobierno alemán informaba de que la operación que ahora conocemos como Noche de los Cuchillos Largos había terminado. Al dar esa información, no se aportó ninguna otra lista de víctimas distinta de la que ya habían publicado los periódicos el día 1, y que era notablemente limitada. En realidad, de la NCL cabe preguntarse, con cierta base, si alguna vez alguien llegó a tener toda la información sobre sus víctimas. Es posible que ni siquiera Hitler la tuviera.

La única persona que disfrutó la deferencia de que su muerte fuese reconocida fue Ernst Röhm, cuya ejecución, si bien no admitida, sí fue suficientemente sugerida en la nota del día 2.

La nota oficial de 2 de julio, en cualquier caso, también ha servido para alimentar uno de los debates colaterales de la Noche de los Cuchillos Largos que más atrae a muchas personas: el papel de la homosexualidad. Sobre este punto, os diré lo que pienso: pienso que la homosexualidad no tuvo nada que ver en la decisión de ordenar y ejecutar la Noche de los Cuchillos Largos. Sí fue, en cambio, un elemento de primera magnitud en la propaganda negativa orquestada por el nacionalsocialismo contra detenidos y ejecutados, como, a mi modo de ver, demuestra muy bien la nota del día 2, que dedica un tercio de su espacio a este tema. Mi teoría particular es que Hitler y Göring conocían bien las tendencias homosexuales de algunos de los mandos de las SA y las consecuentes derivas que se producían en muchas de sus fiestas. Las conocían bien y, porque las conocían bien, las utilizaron en contra de los detenidos. Todo lo demás, sobre todo la teoría de que la NCL fue una movida que Hitler montó para esconder su propia homosexualidad, me parecen interpretaciones demasiado forzadas. Si Hitler hubiera sido homosexual activo habría podido serlo sin que se enterase nadie. Röhm, si conocía dicha presunta tendencia, no tenía ningún aliciente para hacerla pública; además de que anécdotas como la del discurso de Von Papen en Marburgo demuestran muy bien que en aquella Alemania no era nada fácil hacer públicas cosas que Hitler no quisiera que se supiesen. En todo caso, he encontrado una versión teóricamente literal de la nota de prensa del día 2, traducida al francés por la agencia Havas. Aquí os dejo mi versión en español:
Durante muchos meses, elementos aislados han tratado de fomentar una oposición entre las secciones de asalto y el Estado. La sospecha de que estos intentos provenían de un grupo limitado, de una orientación determinada, se confirmó crecientemente. El jefe de Estado Mayor Röhm, investido de la confianza total del Führer, no ha intentado oponerse a estas tendencias y, sin duda, las favoreció. Sus malas tendencias, bien conocidas, pesaban tanto sobre la situación que el Führer se hubo de enfrentar a un grave conflicto de conciencia.

El jefe de Estado Mayor Röhm estaba en relaciones con el general Von Schleicher a espaldas del Führer, por el intermedio de una personalidad oscura, pero bien conocida, en Berlín. Estas negociaciones fueron conocidas por una potencia extranjera y su representación diplomática, hizo necesario intervenir, tanto desde el punto de vista del Partido como del Estado.

Esta noche, a las dos horas, el Führer ha ido en avión a Munich y ha ordenado la degradación y el arresto inmediato de los jefes más comprometidos.

Durante los arrestos han tenido lugar escenas tan punibles desde el punto de vista moral que no ha quedado lugar para la piedad. Algunos de estos jefes de secciones de asalto tenían con ellos jovencitos de costumbres especiales; uno de ellos fue sorprendido y detenido en una actividad absolutamente repugnante. El Führer ha dado la orden de acabar inmediatamente con este absceso pestilente. En el futuro no se debe permitir que personas normales puedan verse comprometidas por las pasiones aberrantes de otros. El Führer ha ordenado al ministro presidente de Prusia Göring para que ejecute en Berlín la misma acción y de librarse en particular de los aliados reaccionarios de este complot político.

Pero, bueno, todavía nos faltan algunos pasos por dar. El día 5 de julio, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores admitió ante la prensa extranjera que había habido otras ejecuciones además de las oficialmente admitidas, aunque se apresuró a decir que no serían más de diez personas (eran bastantes más). Hitler, por su parte, compareció en el Reichstag para informar de la movida, momento en el que hablará de 76 muertes, de los cuales 19 eran altos jefes de las SA, 31 oficiales subalternos de las guardias de asalto, y 3 miembros de las SS, 5 miembros del NSDAP. Dijo también que 13 mandos de las SA o personalidades civiles habían fallecido por resistirse a sus detenciones, a lo que había que unir dos suicidios. Por lo que se refiere a los 3 miembros de la SS, habían sido, dijo, ejecutados por haberse desempeñado con sus prisioneros con una crueldad y un desprecio fuera de todo decoro.

Pero Hitler no dio los nombres. Ni los dio entonces, ni nunca.

La prensa nacionalsocialista, por su parte, comenzó ya el 1 de julio a publicar informaciones y artículos en los que se defendía la idea de que había habido una potencia extranjera implicada en la conspiración contra la cual se había dirigido la Noche de los Cuchillos Largos. Se decía en los periódicos que a muchos detenidos se les habían intervenido armas de esa potencia extranjera en sus casas; pero que las necesidades de la política internacional aconsejaban al gobierno callar sobre la filiación de ese socio.

Göbels, asimismo, hizo celebrarse manifestaciones en todo el país, paralelas a la consabida campaña de desprestigio de las víctimas en la prensa. Mientras tanto Hermann Göring se ocupó del verdadero objetivo de todos aquellos movimientos: Neudeck.

Es importante tener en cuenta que a Otto Meissner, secretario general de la Presidencia, le pilló el 30 de junio en Berlín. Este dato nos da la medida de una más que probable confluencia con Göring. Por si fuera ésta poco, también debe de tenerse en cuenta que el hijo de Meissner era voluntario en las SS, y que participó en las acciones represivas. Tendría lógica pensar que Göring organizó así las cosas para tener a la familia totalmente relacionada con la NCL.

Meissner, desde Berlín, dio el día 30 una orden imperiosa al chambelán de Hindenburg, el conde Schulenburg, en el sentido de no permitir a ninguna persona ver al viejo mariscal sin el conocimiento del secretario general. Así pues, aquel día 30, mientras todo el mundo se fijaba en las detenciones y asesinatos, los nacionalsocialistas hicieron algo todavía más importante para ellos, que era sellar a Hindenburg para que nadie pudiese verlo. Himmler, de hecho, envió a varios SS a la residencia del Presidente, con la orden de comprobar que esta orden se cumplía estrictamente. Y acertaron al hacerlo, porque lo cierto es que Von Papen, cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, se puso en contacto con un vecino de Hindenburg, el conde Elard Kurt Maria Fürchtegott von Oldenburg-Januschau, al que encomendó la misión de hablar con el Presidente con urgencia. Pero no le dejaron pasar, además con recochineo, pues le dijeron que Hindenburg estaba demasiado débil para atender a nadie, cuando esa misma mañana había recibido al rey de Siam.

Franz von Papen, beneficiario fundamental del testamento de Hindenburg, estaba, como ya hemos dicho, prisionero de facto en su casa de Berlín. A pesar de estar aislado, los nacionalsocialistas permitieron que fuese informado de las muertes de Von Bose, de Von Detten y de Jung. De hecho, fueron los mismos SS que lo vigilaban los que se lo dijeron, además de añadirle que no esperaban nada más que una orden de Hitler para añadirlo a la lista.

Hitler, sin embargo, probablemente nunca pensó en matar a Papen. Lo conocía bien y sabía que era un acojonado. Alguien como, por ejemplo, el general Von Schleicher jamás habría aceptado sobrevivir a sus colaboradores más cercanos, y habría exigido seguir su suerte. Pero no Von Papen. El vicecanciller quería vivir, y si para vivir tenía que dejar atrás a tres personas que lo habían dado todo por él y que habían muerto como perros por su causa, estaba dispuesto a hacerlo; y Hitler lo sabía. Le valía más vivo que muerto y, de hecho, seguiría rindiéndole impagables servicios. Por lo demás, matar a Papen, un hombre con fortísimas ligazones personales con el Sarre, a pocos meses del crucial referendo en la zona, habría sido del género estúpido.

Así las cosas, durante su comparecencia del 13, Hitler saldrá en defensa cerrada de Von Papen, afirmando que, en realidad, eran los conspiradores los que querían acabar con él. Si había sido aislado, dijo, era para protegerlo; exactamente igual que la conservación de su vida había exigido acabar con todas las personas de su entorno. A finales de julio, Hitler nombró a Papen ministro alemán en Viena. Al político católico le faltó tiempo para coger el tren.

En medio de toda esta conspiración de balas y silencio, el entorno de Hindenburg, en total sintonía con Göring, consiguió arrancarle al viejo presidente un telegrama oficial publicado el día 2 de julio. En dicha comunicación, Hindenburg se felicitaba porque «las tentativas de alta traición han sido contestadas» y, dirigiéndose a Hitler, le agradecía calurosamente «haber salvado al pueblo alemán de un gran peligro». Casi al mismo tiempo, el general Von Blomberg lanzaba un comunicado en el que afirmaba: «con la visión de un soldado y un coraje ejemplar, el Führer ha atacado por sí mismo y ha derrotado a los traidores y los rebeldes. El Ejército, que lleva las armas en favor de toda la nación y que permanece ajena a las luchas políticas, valora la fidelidad del Führer».

Hindenburg murió el 2 de agosto de aquel mismo año de 1934. Todas aquellas semanas se habían consumido en los vituperios y acusaciones vertidos por la prensa nazi contra las víctimas de la NCL. A Von Schleicher y Von Bredow decidieron, un tanto torpemente, acusarlos de haber hecho extraños viajes a París; acusación que, además de inventada (no fue difícil averiguar que ninguno de los dos había estado en Francia aquel año) acabó por descubrir que la pérfida potencia extranjera a la que apuntaban los alemanes era Francia. Esto tensó la cuerda diplomática entre ambos países, pero pronto las prioridades cambiaron. El 25 de julio, Hitler intentó el golpe fascista en Viena, que le salió mal a pesar de la muerte de Dollfuss, y automáticamente los alemanes tuvieron que recular.

Este recule, sin embargo, afecta a la política exterior. No a la interior. En la tarde del 1 de agosto, esto es en las horas de espera para la muerte de Hindenburg, se aprobó una ley que, en su artículo 1, venía a refundir las funciones de presidente y canciller en la persona de Adolf Hitler. El Ejército prestó juramento de obediencia al nuevo canciller-presidente a las nueve y media de la mañana del día 2; apenas media hora después de que Hindenburg hubiese muerto.

El 3 de agosto, el gobierno cierra el círculo con una nota de prensa en la que califica de rumores sin fundamento las noticias de que Hindenburg ha dejado una última voluntad al pueblo alemán. El testamento de Hindenburg ha dejado de existir (por el momento, como veremos); y la única persona viva que podría desmentir este hecho está en la embajada alemana en Viena, mirando debajo de la cama cada noche para comprobar que no haya un miembro de las SS con una pistola en la mano.

El último paso de la Noche de los Cuchillos Largos es el plebiscito de 19 de agosto. El 20 de julio de 1933, una ley había modificado algunos aspectos de la Constitución de Weimar y, entre estos cambios, había previsto la consulta al pueblo alemán en plebiscito. Además, otra ley de 30 de enero de 1934 había dado al gobierno alemán plenos poderes para modificar aquellos aspectos de la Constitución que considerase. Fue de acuerdo con esta última ley que Hitler, el 1 de agosto, pudo suprimir la Presidencia de la nación; y fue de acuerdo con la anterior por lo que, el mismo día 2, convocó el referendo.

El 5 de agosto, fecha de las exequias de Hindenburg en Tannenberg, Göbels perpetró una de sus típicas operaciones de propaganda. Las radios alemanas, en ese día, difundieron la voz de Hindenburg pidiendo el «Sí» para el referendo... de noviembre de 1933, en el que se sometió la decisión alemana de abandonar la Sociedad de Naciones. La confusión interesada sirvió para sustantivar la principal tesis de la prensa nacionalsocialista, en el sentido de que Hindenburg, si estuviese vivo, sería el primero en votar afirmativamente.

El 15 de agosto, en todo caso, los nazis cambian de idea, y pasan de negar la existencia del testamento de Hindenburg a informar al mundo de que Franz von Papen se lo ha facilitado, y que lo van a publicar. Evidentemente, los textos que se publican son llamadas a Hitler para que continúe la labor comenzada, y no contienen previsión alguna sobre su sucesión. Con la obvia victoria en el referendo (este tipo de votaciones se convocan siempre para ganarlas), el régimen nacionalsocialista adquiría plena validez jurídica. Un proceso legal que no se comprende sin la Noche de los Cuchillos Largos, pues la NCL no es otra cosa que la alimentación de la imagen de Adolf Hitler como un político moderado amante del orden... sí, sí, ya sé que, con lo que sabemos que pasó después, resulta difícil de creer en esto. Pero la verdad es que, con la NCL, Hitler mató dos pájaros de un tiro: por una parte (y no te olvides de que éste era el pájaro fundamental) cauterizó la posibilidad de que una última voluntad de Hindenburg pudiese llevar al pueblo alemán a alimentar un regreso de la monarquía o, en cualquier caso, otra cosa distinta de la dictadura nazi; y, por otro, se libró de sus jonsistas, de sus nazis de izquierdas, de sus patotas más violentas, quedando ante ese mismo pueblo alemán, y ante Europa entera, como una persona deseosa de refrenar a sus elementos más radicales. Durante el largo proceso que culmina en el estallido de la segunda guerra mundial y que comienza con el golpe de Estado en Austria, Hitler jugará constantemente con la carta de la NCL; dejará que sus radicales afilen sus armas pero, al mismo tiempo, chantajeará a las cancillerías europeas manejando la idea de que él es, en realidad, el único que puede pararlos. Para cuando Europa se de cuenta de que el compromiso de Hitler con el orden es sólo de boquilla, ni Austria ni Checoslovaquia existirán ya formalmente.